Capítulo 14

Aquella noche, tumbada en la cama, la perspectiva de dormir me parecía tan inalcanzable como la Luna, así que repasé lo sucedido aquel largo día. Vi de nuevo a Gry y a su leona de pie frente a los sacerdotes y soldados y al hombre enfundado en la capa dorada. Vi el brinco que dio el agua a la luz del sol. Contemplé al Maestre bajando la escalera a mi lado, lo vi sostener el libro ante los ojos de Iddor y de todos nosotros, y escuché el penetrante y agudo mensaje que pronunció la voz, «Dejadlos en libertad»... El grito me reverberó en la mente con otras palabras que yo misma había pronunciado o que habían sido pronunciadas a través de mí, «Roto enmienda roto», y por un instante creí comprender.

Sin embargo, volví a sentirme confundida al recordar que cuando fui a la parte frontal de la casa junto a Orrec y los demás, el Maestre se había retirado a la habitación secreta, desesperado, con intención de refugiarse allí. No podía haber llegado hasta el fondo de la cueva del oráculo, pues no había tenido tiempo para hacerlo. Debió ir directamente al extremo sombrío, tomado el libro del estante y recorrido todo el camino de vuelta por habitaciones y corredores para enfrentarse a Iddor, sin cojear, sin las dificultades que tenía para moverse, sino curado y entero. Por un breve período de tiempo. Durante el tiempo que fue necesario.

¿Había preguntado algo al oráculo? ¿Sabía lo que diría el libro? ¿De qué libro se trataba?

A mí me había parecido un libro pequeño en su mano. No había alcanzado a ver sus páginas. Por tanto, no podía haber leído lo que ponía. Tuvo que ser el libro el que habló, y no yo. Ya no estaba segura siquiera de las palabras; ¿había dicho «Sean puestos en libertad»? ¿O «Ponedlos en libertad»? ¿O simplemente «Liberadlos»? Podía oír la voz en mi mente, pero no las palabras. Eso me preocupaba. Me esforcé en escucharlas, pero se deslizaron como agua cristalina entre los dedos. Vi la fuente, la luz del sol sobre los tejados de Galvamand lustraba la parte superior del surtidor de agua...

Y entonces se hizo de día, la temprana luz de la mañana iluminaba tenue las paredes de mi cuarto.

Era la festividad de Ennu, quien facilita el camino al viajero, aligera el trabajo, enmienda entuertos y nos guía hacia la muerte. La gente asegura que ella camina ante el espíritu del moribundo en forma de gato negro, deteniéndose y volviendo la vista atrás si la sombra titubea, sentándose paciente, aguardando a que la siga de nuevo. Son pocos los dioses a los que atribuimos figura o imagen, tan sólo a Lero, en las piedras, y a Iene en el roble y el sauce; sin embargo, a menudo representamos a Ennu como a un gatito sonriente y de ojos opalinos. Yo tenía una talla que había sido de mi madre; estaba en el nicho, junto a mi cama, y la besaba cada mañana y cada noche. En Galvamand, el templo de Ennu se encuentra en el antiguo patio interior: es una losa de piedra vaciada como con cuchara puesta sobre un pedestal, con las huellas de un gato esculpidas en la superficie, muy sutilmente, casi borradas por los dedos que las han rozado al pedir la bendición a lo largo de los siglos. Me levanté y me vestí, llené una taza de agua de la Fuente del Oráculo, un puñado de frutos secos de la cocina, y me dirigí a ese lugar sagrado para la ofrenda. El Maestre se reunió allí conmigo, y juntos pronunciamos la alabanza a Ennu.

Ista había preparado ya el desayuno, y fue como en el día anterior: el Maestre se sentó en la galería frontal de la casa, y la gente acudió a hablar con él y a conversar entre sí durante todo el día. Ansul volvía a forjar una comunidad, aquí, en casa.

El Maestre quiso que lo acompañara. Me dijo que la gente quería tenerme ahí. Y era verdad, a pesar de que fueron pocos los que me dirigieron la palabra más allá de los saludos de rigor, unos saludos tan respetuosos que me hicieron sentir como si estuviera haciéndome pasar por alguien importante. A veces enviaban por delante a un niño con flores, éste las dejaba en mi regazo, o a mis pies, y luego se marchaba corriendo. Al cabo de un rato estaba tan rodeada de flores que me sentí como un lugar sagrado erigido junto al camino.

Intenté comprender qué significaba yo para ellos. Veían en mí el misterio de lo que había sucedido el día anterior: la fuente, la voz del oráculo. Yo era el misterio. El Maestre era el amigo conocido, el líder de toda la vida, y yo era el elemento nuevo de su entorno. Él era un Galva, y yo era la hija de una Galva, y los dioses se habían pronunciado a través de mí.

Sin embargo, preferían que no hablara. Debía sonreír y no decir nada. De momento ya habían tenido suficiente misterio.

Querían hablar con el Maestre e intercambiar opiniones entre sí, discutir, debatir y romper los diecisiete años de silencio porque estaban llenos de pasión, palabras y argumentos. Y eso fue lo que hicieron.

Alguien de los presentes dijo que debían celebrar esa reunión en la Consejería, y la idea caló tan hondo que se dispusieron a acercarse en ese mismo instante y reclamarla como sede de nuestro gobierno. Sulsem Cam y Per Actamo hablaron con desenvoltura, serenos, acerca de la necesidad de recobrar fuerzas antes de hacer tal cosa, así como de la necesidad de planear y actuar según los planes: ¿Cómo iba a reunirse el Consejo si no se habían celebrado elecciones? Ansul siempre había despreciado a todo aquel que se apropiaba del poder como si fuera un derecho.

—En Ansul no tomamos el poder, sino que lo dejamos prestado —recordó Sulsem Cam.

—Y cobramos intereses por el préstamo —añadió secamente el Maestre.

Lo que la gente mayor decía tenía su importancia para la gente joven, quienes apenas recordaban cómo se había gobernado Ansul a sí misma y no sabían muy bien cómo empezar a restaurar un gobierno que no podían recordar. Escuchaban a Per porque era compañero de Orrec, el Adira de Marra, el segundo héroe de la ciudad. También reparé en que cuando hablaba un miembro de las Cuatro Casas, la gente escuchaba respetuosa, un respeto fundamentado en la costumbre, la tradición de un apellido conocido; en ese momento, no obstante, resultaba muy útil, porque dotaba de cierta estructura y mesura a lo que de otro modo podría haber supuesto una competición de voces dispuestas a imponer las opiniones a gritos. De hecho, Sulter Galva, el más respetado de todos, dijo muy poca cosa; dejó que los demás compartieran sus sentimientos y teorías, y escuchó con atención, en silencio en mitad de todos.

A menudo levantaba la vista hacia mí, o se volvía para ver dónde me había sentado. Quería tenerme cerca. Ambos aunamos nuestros silencios.

A medida que transcurrió el día, vimos que más personas de las que acudieron a Galvamand iban armadas: tropas de hombres, algunos con bastones y garrotes, otros con cuchillos largos, lanzas con puntas recién forjadas, espadas de los aldos arrebatadas a los soldados en las refriegas callejeras que habían tenido lugar hacía dos noches. Durante una larga discusión, salí a respirar aire fresco y contemplar la fuente. Me acerqué a visitar a Gudit, y lo encontré en la caseta de la forja descargando martillazos sobre una punta de lanza, mientras un joven aguardaba a su lado apoyado en la vara de madera a la que la unirían.

Cuando regresé, la conversación en la parte delantera de la casa se centraba menos en reunirse, votar y comportarse según la letra de la ley, que en asaltar, atacar y planear la matanza de los aldos, a pesar de que no se dijera tan abiertamente. Tan sólo hablaban de acumular todas las fuerzas disponibles en la ciudad, de apilar armas, de pronunciar un ultimátum.

A menudo he pensado en lo que escuché entonces y en el lenguaje que emplearon. Me pregunté si los hombres tenían más facilidad a la hora de considerar a los demás no como cuerpos, como vidas, sino como números, cifras, juguetes de la mente que mover en un campo de batalla mental. Esta separación del cuerpo les resultaba conveniente, los empujaba a actuar por el placer de actuar, por el placer de manipular cifras, las piezas del juego. El amor a la patria, el honor, la libertad, se convertían en conceptos que plantear ante los dioses y ante el pueblo que sufría, mataba y moría en aquel juego. De modo que aquellas palabras o conceptos, el amor, la libertad, el honor, perdían totalmente su auténtico significado. Entonces aparecían quienes las despreciaban por carecer de sentido, y los poetas debían esforzarse por devolverles la verdad que les era propia.

A última hora de la tarde, uno de los cabecillas de estas tropas, un atractivo joven de facciones aguileñas, Retter Gelb de Gelbmand, planteó su plan para la expulsión de los aldos de la ciudad. Al encontrar cierta oposición entre los presentes, se volvió al Maestre:

—¡Galva! ¿Acaso no sostuviste en la mano el libro del oráculo? ¿Acaso no escuchamos la voz que clamaba libertad? ¿Cómo vamos a liberar a los nuestros mientras la sola presencia de los aldos en la ciudad nos recuerda que fuimos sus esclavos? ¿Podría ser más claro el significado de esas palabras?

—Podría —dijo el Maestre.

—Pues si no está claro, ¡consulta de nuevo el oráculo, Lector! ¡Pregúntale si no es éste el momento de recuperar nuestra libertad!

—Tú mismo —dijo el Maestre en un tono neutro, mientras se sacaba un libro del bolsillo. No fue un gesto amenazador, pero el joven dio un respingo y retrocedió sin apartar la mirada del libro.

Era tan joven que, como muchos de los ansulianos que siempre habían vivido sometidos a los aldos, probablemente nunca hubiese tocado un libro, ni hubiese visto alguno que no estuviera hecho pedazos a orillas del canal. O puede que aquella reacción se debiera al temor a lo desconocido, al oráculo.

—No sé leer —dijo con voz ronca. Luego, avergonzado e intentando recuperar el tono desafiante, añadió dirigiéndome una mirada fugaz—: Vosotros los Galva sois los Lectores.

—La lectura fue un don que compartimos en tiempos —explicó el Maestre, cuya voz perdió hasta cierto punto la templanza—. Con el tiempo puede que lo recuperemos. Sea como fuere, hasta que comprendamos la respuesta que obtuvimos, no tiene sentido formular nuevas preguntas.

—¿De qué nos sirve una respuesta si no la entendemos?

—¿No es lo bastante cristalina para ti el agua de la fuente?

Nunca lo había visto tan enfadado, imbuido de una ira gélida que cortaba como la hoja de un cuchillo. El joven retrocedió de nuevo; tras un silencio prolongado, inclinó la cabeza un poco y se disculpó.

—Te pido perdón, Maestre.

—Retter Gelb, yo por mi parte te pido que seas paciente —replicó el Maestre sin abandonar la frialdad de antes—. Dejemos que el agua surja de la fuente antes de que lo haga la sangre.

Dejó el libro en la mesa y se levantó. Era un libro pequeño, encuadernado en tela color marrón. Yo ignoraba si era el libro que nos había dado el oráculo u otro.

Ista y Sosta se acercaron trayendo faroles.

—Buenas noches tengáis todos, buenas y pacíficas —dijo el Maestre; tomó el libro y se alejó de los presentes cojeando, de vuelta a los corredores sombríos.

Entonces, buena parte de la gente procedió a despedirse de mí antes de retirarse. Sin embargo, muchos de ellos se quedaron charlando de pie en el mosaico del patio. Había una sensación de inquietud en toda la ciudad, una conmoción que sacudía la atmósfera cálida y ventosa de la noche.

Gry salió de la casa, acompañada por Shetar, a quien llevaba atada con la correa.

—Demos un paseo hasta la colina de la Consejería y veamos qué se cuece por allí —me propuso.

Yo acepté de buena gana. Me dijo también que Orrec estaba en casa, escribiendo; aquel día apenas había salido de sus habitaciones. No quería tomar parte en los debates y las discusiones, afirmó Gry, porque no era ciudadano de Ansul y porque sabía que se atribuiría un peso inmerecido a cualquier cosa que dijese.

—Eso le preocupa —añadió luego Gry—. Y también esa sensación de que algo está a punto de suceder, algo violento, algo fatídico que no podrá enmendarse.

Mientras paseábamos, la gente nos fue saludando, sobre todo a Gry y a su leona, las primeras en plantar cara a Iddor y a los sombreros rojos. Ella sonreía y respondía a los saludos, pero de un modo fugaz y tímido que no daba pie a mayor intercambio de palabras.

—¿Te asusta ser una... heroína? —pregunté.

—Sí —admitió ella. Rió un poco y me miró de reojo—. A ti también —afirmó.

Hice un gesto afirmativo con la cabeza. Dejamos atrás la calle Galva para caminar por una callejuela donde no nos toparíamos con nadie y donde podríamos charlar mientras caminábamos.

—Al menos tú estás acostumbrada a estas personas. Memer, ¡si conocieras el lugar de donde vengo! Una calle de Ansul tiene más casas de las que hay en todas las Tierras Altas. Yo acostumbraba a pasarme meses, años, sin ver una cara nueva. Pasaba días enteros sin decir una palabra. No vivía con seres humanos, sino con perros, caballos y animales salvajes, en las colinas. Y Orrec... Ninguno de nosotros sabíamos convivir con otras personas. Exceptuando a su madre, Melle. Ella provenía de las Tierras Bajas, de Derris Water. Era tan adorable... Creo que el don lo heredó de ella, porque solía contarnos historias... Sin embargo, es a su padre a quien más se parece.

—¿Y eso? —pregunté.

Ella lo meditó unos instantes antes de responder.

—Canoc era un hombre extraordinario y valiente. No obstante, temía a su don, de modo que a menudo se encerraba en sí mismo. A veces sorprendo a Orrec haciendo lo mismo. Incluso ahora. Es difícil asumir la responsabilidad.

—También es difícil que otros te la arrebaten —dije, pensando en la vida que había llevado el Maestre en todos los años que hacía que lo conocía.

Regresamos a la calle que cruza el Puente de los Orfebres y ascendimos hasta la Plaza de la Consejería. Había mucha gente allí reunida, yendo de un lado a otro, la mayoría hombres, y muchos de ellos armados. Alguien arengaba a la multitud desde el patio de la Consejería, pero sin demasiado éxito, puesto que algunos acudían a escuchar mientras que otros se marchaban. En la parte este de la plaza había una sólida línea de hombres y mujeres, algunos de pie y otros sentados, que se mantenían muy juntos y permanecían alerta. Hablé con una de las mujeres, una vecina nuestra, Marid; ella nos contó que estaban «impidiendo que los chicos se metan en líos». Más allá, colina abajo, las antorchas arrojaban la suficiente luz para que pudiéramos distinguir el cordón de soldados aldos que protegían los barracones. Estos ciudadanos se habían erigido en barrera entre la muchedumbre y los soldados, impidiendo los insultos gratuitos y las correrías contra los aldos por parte de jóvenes en busca de bulla o de quienes le habían tomado afición a eso de arrojar piedras. Cualquiera que intentase empujar a los soldados a actuar con violencia tendría que superar la línea de paisanos. Se extendía por la plaza y también frente a los establos, donde yo me había sentado a charlar con Simme.

—Sois un pueblo asombroso —me dijo Gry al cruzar la plaza de vuelta—. Creo que lleváis la paz en los huesos.

—Eso espero —dije.

Nos encontrábamos en mitad de la plaza, donde se había levantado la imponente tienda. Sus restos habían desaparecido; no había ni rastro, a excepción de la negrura que cubría el empedrado y una leve capa de ceniza bajo los pies. Caminábamos hacia el lugar donde había muerto Desac, quemado vivo en un incendio que él mismo había causado. Un temblor me sacudió, y Shetar, en ese mismo instante, lanzó un largo y peculiar lamento, estirando el cuello y levantando la cabeza. Recuerdo cómo se había comportado con Desac, cómo lo había mirado. Lo vi vivo, engallado y con planta de soldado, arrogante, apasionado, hablando con el Maestre: «Volveremos a vernos, ¡hombres libres en una ciudad libre!», había dicho. Su sombra nos rodeaba por doquier.

Al volver, cruzamos el puente y nos detuvimos en el extremo del pasamanos desde donde habían arrojado al vacío a un hombre. Miramos hacia abajo, a las oscuras aguas del canal, en las que vimos uno o dos reflejos provenientes de las luces encendidas en las casas. Shetar gruñó un poco, como si al hacerlo pretendiera informarnos de que no pensaba volver a nadar. Una pandilla de niños pasó corriendo, entonando a gritos una consigna que se había escuchado varias veces en la calle aquel día: «¡Aldos fuera! ¡Aldos fuera! ¡Aldos fuera!».

—Vamos a la Piedra de Lero —propuse, y así lo hicimos.

Ninguna de nosotras quería adentrarse en aquella extraña noche, con toda la ciudad despierta y bulliciosa a nuestro alrededor, y también era agradable caminar, después de habernos sentado a escuchar a los demás hablar durante todo el día. Atajamos por el Puente Sesgado en la calle Gelb hasta la calle Oeste y la Piedra. Allí había bastante gente reunida, esperando en silencio y haciendo lo que yo misma había ido a hacer allí: tocar la Piedra y pronunciar la bendición de Lero, quien mantiene el equilibrio.

Emprendimos el camino de vuelta por la calle Oeste.

—Gry, ¿Orrec y tú no habéis tenido hijos? —pregunté sin saber al principio que era eso lo que iba a decir.

—Sí, tuvimos una hija —respondió con su voz calmada—. Murió de fiebres en Mesun. Tenía medio año de vida.

Fui incapaz de articular palabra.

—Ahora habría cumplido diecisiete. ¿Cuántos años tienes, Memer?

—Diecisiete —respondí a pesar de lo mucho que me costó hacerlo.

—Ya me lo parecía —dijo Gry, sonriéndome. Le vi la sonrisa a la tenue luz de la farola que había en Puente Alto—. Se llamaba Melle —añadió.

Pronuncié el nombre y sentí el roce de la pequeña sombra.

Gry me tendió la mano libre y ambas anduvimos agarradas de la mano.

—Es el día de Ennu —dije al doblar hacia la calle Galva—. Mañana será el día de Lero y se quebrará el equilibrio.

 
* * *

A la mañana siguiente tuve la impresión de que el equilibrio ya se había quebrado. Pronto nos llegaron voces de que se reunía una gran multitud en la Plaza de la Consejería, multitud que, si bien aún no se mostraba violenta, sí era ruidosa y exigía a los aldos que partieran de la ciudad ese mismo día. El Maestre conferenció brevemente con Orrec, y ambos aparecieron juntos en la galería. El poeta parecía tenso y agotado. Habló un instante con Gry, y ésta se fue a encerrar a Shetar en el dormitorio, mientras Gudit traía a sus dos caballos. Orrec montó a Branty, y Gry montó a Estrella. Yo me subí a la grupa con Orrec y avanzamos a través de la muchedumbre que atestaba la calle Galva. La gente se apartó a nuestro paso, pronunciando el nombre de Orrec en voz alta.

Éste cabalgó hasta la línea formada por los ciudadanos que seguían aguantando en la plaza frente al cordón de soldados. Allí preguntó tanto a unos como a otros si podía conversar con el Gand Ioratth. Lo dejaron pasar de inmediato, así que desmontó y descendió la escalera hacia los barracones de los aldos.

Sostuve a Branty de la brida, allí en la multitud, como si fuera un mozo de verdad. No era de esos caballos a los que hay que sujetar. Permaneció más o menos inmóvil, atento pero sin preocuparse por la barahúnda que lo rodeaba, así que yo intenté tomar ejemplo de él. Estrella sacudió a menudo la cabeza, resoplando y rebullendo cuando la gente se le arrimaba demasiado, de modo que intenté no imitarla. Me alegró, no obstante, que los caballos nos hubieran proporcionado un espacio propio, porque la presencia del gentío era abrumadora. Era incapaz de pensar con claridad, y sentía todo tipo de emociones: júbilo, temor, ilusión, emociones que de hecho nos sacudían a todos, como el viento que remueve las hojas del árbol antes de la tormenta. Sostuve la brida de Branty y observé el rostro de Gry, impávida y tranquila.

Hubo un rugido hondo en la multitud, cerca de la escalera de la Consejería; todo el mundo se volvió hacia allí. Yo por mi parte no alcancé a distinguir nada, debido a que el gentío formaba una especie de muralla. Gry me tocó el brazo para señalarme con un gesto que debía montar a Branty.

—¡No puedo! —protesté, a pesar de que ni siquiera fui capaz de escuchar mi propia voz; ella me sostenía las riendas cuando un hombre cerca de nosotras dijo algo así como «¡Arriba, señorita!» y me encontré de pronto sentada en la silla a lomos de Branty con expresión desconcertada. Justo a mi lado, Gry montó a Estrella.

—¡Mira! —exclamó, y miré.

Había gente en el patio donde se pronunciaban los discursos. Una mujer con un vestido pardo y blanco hecho jirones, y Orrec con su abrigo negro y la falda. Ambos se me antojaban pequeños y brillantes como imágenes. La multitud gritaba y cantaba. Algunos anunciaban a gritos: «¡Tirio! ¡Tirio!». Un hombre próximo a nosotras voceó airado: «¡La fulana de los aldos! ¡La furcia del Gand!», y de inmediato la gente se volvió hacia él, voceándole con la misma ira, mientras otros intentaban calmar los ánimos y mantenerlos separados. No llegaba a tocar el estribo con los pies y me sentía insegura subida allí arriba en la silla, aunque Branty permanecía inmóvil como una roca, y al menos me había librado de los empellones y pisotones de la multitud. Poco a poco cesó el ruido; Orrec había levantado la mano derecha.

—¡Dejad que hable el poeta! —pidió la gente a gritos, y el silencio se extendió lentamente entre la muchedumbre, como se había extendido el agua de la fuente en la amplia pila. Cuando finalmente habló, su voz me llegó lejana, pero diáfana y resonante.

—Éste es el día de Lero —dijo, y durante un buen rato fue lo único que pronunció, ya que la muchedumbre entonó entonces el cántico de «¡Lero, Lero, Lero!».

En ese momento se me empañaron los ojos de lágrimas y me encontré acompañándoles en el cántico, «Lero, Lero, Lero...». Finalmente, Orrec levantó de nuevo la mano y el cántico cesó gradualmente, primero en la plaza y luego en las calles que conducían a ella.

—¿Me permitiréis hablaros, a pesar de que no soy de Ansul ni de Asudar?

—¡Sí! —rugió la multitud, que enseguida añadió—: ¡Habla! ¡Dejad hablar al poeta!

—Tirio Actamo, hija de Ansul y esposa del Gand de los aldos, está aquí de pie, conmigo. Ella y su marido me han pedido que os diga lo siguiente: los soldados de Ansul no os atacarán ni interferirán en vuestros asuntos, ni abandonarán los barracones, tales son las órdenes del Gand Ioratth, órdenes que sus soldados obedecerán. Sin embargo, no puede ordenar la retirada de Ansul sin el consentimiento de su soberano en Medron, de modo que está esperando a recibir noticias de ese lugar. Tirio Actamo y él os ruegan que seáis pacientes, que recuperéis la ciudad y disfrutéis en paz de vuestra libertad, en paz y no con sangre. Yo que liberé al regente traicionado y encarcelado, yo que a vuestro lado vi brotar de nuevo el agua de la fuente que llevaba doscientos años seca y que escuché con vosotros la voz que surgió del silencio; yo, vuestro invitado, también aguardaré aquí a que Lero nos muestre de qué lado se inclina la balanza, y si vamos a destruir o a reconstruir, a guerrear o a caminar en paz; pero, mientras esperamos, yo os digo, os pregunto: ¿me permitís que a cambio de vuestra hospitalidad y la gracia de los dioses de Ansul os ofrezca una historia, una historia de guerra y paz, de esclavitud y libertad? ¿Escucharéis el Chamhan? ¿Prestaréis atención al relato de Hamneda, que fue hecho esclavo en Ambion?

—¡Sí! —respondió la muchedumbre, cuya voz se pareció entonces al suave susurro del viento sobre la hierba.

Fuimos conscientes de cómo cedía la tensión que nos embargaba, agradecidos a la voz que nos liberaba del temor y la sinrazón, aunque sólo fuera por un rato, durante el tiempo que necesitase para compartir con nosotros aquel relato.

Aquella historia era conocida en toda la Costa Occidental; incluso aquí, a pesar de que los libros habían sido destruidos, muchas de las personas que integraban la multitud la conocían, o al menos conocían el nombre del héroe. Sin embargo, otros tantos no habían leído aquella historia, ni la habían escuchado. Y poder escucharla narrada en voz alta, en compañía de aquel gentío, abiertamente, hablando de nuestra herencia y nuestro derecho y nuestros propios héroes, constituyó para nosotros algo magnífico, un gran obsequio que Orrec nos concedió. La recitó como si nunca la hubiera escuchado, como si la descubriera a medida que pronunciaba las palabras que la componían, como si le asombrara de pronto la traición a Hamneda por parte de Eloc, y lloró con él ante la tortura y la muerte del anciano Afer, y temió por los esclavos que arriesgaron la vida para ayudarle a escapar. Ya no recitaba el Chamhan que yo había leído, sino su propio relato con sus propias palabras, cuando llegó al enfrentamiento en el palacio de Ambion, cuando Hamneda liberó al tirano Ura de sus cadenas, conminándole a marcharse de Ambion para siempre, diciendo a los rebeldes de la ciudad: «La libertad es un león recién liberado mientras el sol se pone en lo alto; no puedes detenerlo aquí o allá. ¡Dar la libertad os hará libres! ¡Liberad para ser libres!».

Desde entonces he oído a menudo a gente que asegura que aquéllas fueron las palabras que pronunció la voz del oráculo en la escalera de Galvamand: «¡Liberad para ser libres!». Quizá sea cierto.

Pero sea como fuere, cuando escucharon esas palabras, los integrantes de la muchedumbre reunida en la Plaza de la Consejería produjeron el sonido que pronuncia el gentío cuando escucha aquello que quiere escuchar. Cuando Orrec terminó el relato la gente no permaneció en silencio, sino que prorrumpió en muestras de elogio y júbilo, como si todas aquellas personas acabasen de ser liberadas de las cadenas o el temor. Se agruparon en torno a Orrec en el patio de la Consejería, de tal modo que ni Gry ni yo pudimos siquiera felicitarlo.

No obstante, pudimos verlos a él y a Tirio desde la silla de nuestras respectivas monturas; contemplamos también a la multitud que empezó a rodearlos y llevarlos lentamente hacia la calle Galva. Gry desmontó de Estrella y me acortó los estribos antes de montar de nuevo a la yegua.

—Guíalo con las rodillas y no te preocupes por las riendas —me aconsejó.

Partimos acompañadas por alabanzas, bromas y exclamaciones varias ante aquella mi primera vez a caballo. Salimos de la plaza, cruzamos los tres puentes de la calle Galva y llegamos a Galvamand.

La gente se apartó para dejarnos pasar, de forma que no tardamos en alcanzar a Orrec y Tirio. Tras desmontar en la puerta de los establos, eché a correr hacia la casa a tiempo de presenciar la reunión entre Tirio y el Maestre en la galería. Éste se levantó al verla, y ella echó a correr hacia él con las manos tendidas, pronunciando su nombre: «¡Sulter!». Se abrazaron y permanecieron así un rato, los ojos empañados en lágrimas. Habían sido amigos de jóvenes, puede que amantes, no lo sé; se conocían desde hacía mucho tiempo y habían estado separados por años de vergüenza y sufrimiento. Él estaba cojo. Ella estaba malherida tras los golpes, por no mencionar los mechones de pelo que le habían arrancado. Recordé que hacía mucho tiempo mi señor me había dicho con ternura: «Hay muchos motivos para llorar, Memer». También lloré entonces, por ellos, por el dolor del mundo.

Orrec se me acercó, y seguí allí de pie, bajo el dintel, intentando contener las lágrimas. Aún tenía el rostro deslumbrante tras los aplausos, ese fulgor de aquél a quien el poder de la multitud ha arrebatado de sí mismo; pero me rodeó con el brazo y me dijo en un susurro:

—Buenas, cuatrera.

Fue como si Orrec y Lero hubieran inclinado la balanza. Aquel día y los que siguieron se registraron aún bastantes desórdenes en la ciudad, pero fueron menos virulentos, menos amenazadores. Hubo muchas discusiones encendidas, pero se blandieron menos armas. La Consejería se abrió para celebrar un debate relativo a la planificación de las elecciones.

La gente seguía acudiendo a Galvamand para conversar en la galería y bailar sobre el mosaico de la entrada. Por fin lo vi, vi a las mujeres bailar en el laberinto que dibujaba el mosaico. Al cabo de uno o dos días, Ista salió a bailar con ellas, ceñuda, con el trapo de fregar los platos en la mano, rezongando:

—No hay manera de que lo hagáis bien. Aquí dais una vuelta, cuando cantas «¡Eo!», y luego, allí, das otra. —Y les mostró cómo bailar la alabanza apropiadamente. Después regresó a la cocina.

Trabajaba muy duro, y también Bomi y yo, e incluso Sosta. La gente no dejaba de traer obsequios para la casa, alimentos sobre todo, pues eran conscientes de lo menuda que estaba nuestra despensa debido al ejemplo de hospitalidad que dábamos al recibir aquel flujo incesante de invitados. Ista por fin se avino a aceptarlos, pero no exactamente como si fueran regalos, o tributos o muestras de aprecio, sirvo como lo que merecía el Maestre y la casa, o sea, como deudas pendientes y pagos atrasados. Así los consideraba ella, igual que muchos lo hacían en Ansul, pues si bien teníamos la paz en los huesos, ésta convivía en ellos con el ansia comercial.

Ialba regresó con Tirio para ayudarla a cuidar de Ioratth, cuyas quemaduras eran graves y tardaban en sanar. Al día siguiente, Tirio envió a tres mujeres de los barracones a ayudarnos a cuidar de la casa. Eran conciudadanas que habían sido presas y mantenidas como esclavas para uso de los soldados, como Tirio. A medida que se granjeó el favor del Gand, logró que se les encargaran labores menos ultrajantes. Una de ellas, que había sido apresada y utilizada por los soldados cuando era una niña de diez u once años, era coja y estaba un poco loca, pero si se le encargaba una tarea relacionada con la limpieza en la que pudiera trabajar sola, ponía todo su empeño y la hacía de buena gana. Las otras habían formado parte de familias respetables, sabían cómo mantener una casa y nos fueron de gran ayuda.

Al principio, Ista se inclinó por tratarlas con frialdad e intentó impedirles que nos dirigieran la palabra a Sosta y a mí. «Mira lo que han sido, después de todo; sin duda no fue culpa suya, pero no son la compañía adecuada para un par de jóvenes de buena casa, como vosotras...» Etcétera, etcétera. Ni ellas ni yo prestamos demasiada atención a sus palabras. Había una que tenía un amigo a quien había conocido siendo esclava; también él se trasladó y nos echó una mano con el trabajo pesado. Gudit se llevó bien con él, porque había sido carretero y sabía cómo construir un carruaje, aprovechando los restos de carros y caravanas que Gudit había atesorado todos aquellos años.

De modo que en cuestión de unos días aumentó la gente y la vida en la casa, y lo cierto es que a mí me gustó. Había muchas más voces y no tantas sombras. Hubo más orden, menos polvo. Muchas manos tocaban los nichos de los dioses al pasar, no sólo la mía.

Sin embargo, durante aquellos días vi muy poco al Maestre. Únicamente en público, en compañía de otros.

Y no había visitado la habitación secreta desde la noche en que el oráculo habló a través de mí.

Mi vida había cambiado de pronto. Vivía en la calle, no en los libros, y hablaba con mucha gente a lo largo del día, en lugar de a un hombre solitario de noche, y mi corazón estaba colmado de Orrec y Gry, de modo que a veces ni siquiera pensaba en él. Si me sentía avergonzada por ello, no tenía dificultades para encontrar una disculpa: yo había sido importante para él cuando era la persona más cercana, pero ahora ya no me necesitaba. Había vuelto a asumir el cargo de Maestre. Tenía a toda la ciudad para hacerle compañía y no tenía tiempo para mí.

Y yo no tenía tiempo para adentrarme en la habitación secreta, ni siquiera de noche, tal como había hecho durante tantos años. Estaba ocupada todo el día, y de noche estaba agotada. Me quedaba dormida nada más estampar un beso en mi pequeño Ennu. Los libros de aquella estancia me habían mantenido viva mientras mi ciudad agonizaba, y ahora que volvía a la vida ya no tenía tiempo para ellos. Ni tiempo ni necesidad.

Si tenía miedo de entrar, miedo a la habitación, a los libros, hice lo posible por no admitirlo ni pensar en ello.