Capítulo 9

Poco después nos dimos las buenas noches.

—Ven luego a la habitación, Memer —me dijo el Maestre.

Así que al cabo de un rato atravesé de nuevo la casa para dibujar las letras en el aire y entrar en la habitación oculta que discurre bajo la colina, en la oscuridad.

El llegó al cabo de un rato. Había encendido la lámpara de aceite que había encima de la mesa de lectura. El dejó el farol que llevaba, pero no lo apagó. Vio que tenía el libro de Orrec abierto en la mesa y sonrió un poco.

—¿Te gusta su poesía?

—Es mi preferida. Más que la de Denios.

Sonrió de nuevo, esa vez más abiertamente, algo socarrón.

—Ah, estos poetas modernos son todos muy buenos, aunque no le llegan a Regali a la suela de las botas.

Regali vivió hace un millar de años aquí en Ansul, y escribió en aritano. La lengua es difícil y la poesía más, si cabe, y la verdad era que yo no había progresado mucho con Regali, aunque sabía perfectamente que el Maestre la adoraba.

—Tiempo al tiempo —dijo al leerme la expresión—. Tiempo al tiempo... En fin, tengo bastantes cosas que contarte y pedirte, Memer mía. Déjame hablarte un rato.

Nos sentamos a la mesa, uno frente al otro, en la suave esfera de luz que proyectaba la lámpara. En torno a ésta, la larga estancia se oscurecía; aquí y allí relucía alguna que otra palabra impresa en oro en el lomo de un libro, y los propios libros permanecían en silenciosa asamblea, oscura multitud.

Había pronunciado mi nombre con tal ternura que casi me asustó. Tenía la expresión torva de cuando le dolía algo. Cuando habló, lo hizo con cierta dificultad.

—No he obrado bien contigo, Memer —dijo.

Quise protestar, quise decir que me había dado todo aquello que atesoraba en la vida: el amor, la lealtad, todo lo que sabía, pero él me lo impidió, suave, aunque con esa misma expresión torva.

—Eras mi consuelo —dijo—. Mi querido consuelo. Y sólo buscaba consuelo. Perdí la esperanza y no pagué mi deuda a quienes me dieron la vida. Te enseñé a leer, pero nunca te hice saber que había más que leer aparte de los relatos y la poesía... ¿Lo ves? Te di lo que era fácil dar. Me dije a mí mismo que eras sólo una niña, ¿por qué iba a lastrarte con...?

Era consciente de la oscuridad de la estancia, a mi espalda. Sentía su presencia.

—Hablábamos de los dones que fluyen por la sangre, del linaje, como el propio de la familia de Gry —continuó, tenaz—. Los Barres pueden hablarle a los animales y los Actamo son capaces de curar. Nosotros los Galva, cuyos antepasados habitaron en esta casa como almas y sombras, nosotros no tenemos un don, sino una responsabilidad. Un vínculo. Somos la gente que vive en este lugar. «Quedaos aquí», ¿recuerdas? Y aquí nos quedamos. Aquí, en esta casa. En esta estancia. Protegemos lo que hay aquí. Abrimos la puerta y la cerramos. Y leemos las palabras del oráculo.

Supe que aquélla era la palabra que iba a pronunciar antes de que lo hiciera. Era la palabra que tenía que decir, la palabra que yo tenía que escuchar. Pero mi corazón se enfrió y sentí un gran pesar.

—En mi cobardía —dijo—, me dije a mí mismo que era innecesario hablarte de ello. El tiempo de los oráculos pertenece al pasado. Era una antigua historia que no era fiel a la verdad. La verdad puede abandonar las historias, ¿sabes? Lo que fue verdad pierde el sentido, incluso puede transformarse en mentira, porque la verdad pasó a formar parte de otra historia. El agua del manantial fluye en otro lugar. La Fuente del Oráculo ha estado seca durante doscientos años... Pero el manantial que la alimentaba sigue fluyendo. Aquí. Dentro.

Estaba delante de mí, sentado, delante también del extremo de la habitación donde todo se funde con las sombras y se hace más y más oscuro, más profundo; ya no me miraba a mí, sino a esa oscuridad. Cuando guardó silencio agucé el oído para escuchar el débil murmullo del agua.

—Cumplí con mi deber y me aferré a él. Mantener y proteger lo poco que quedaba: los libros que hay aquí, los libros que la gente me traía para que los conservara, las últimas piezas de nuestro tesoro, últimos vestigios de la gloria de Ansul. Y cuando llegaste, cuando entraste en esta habitación, ese día en que hablamos de las letras, de la escritura... ¿Lo recuerdas?

—Me acuerdo, sí —respondí, y el recuerdo me reconfortó un poco. Contemplé los estantes llenos de libros que había leído, los libros que conocía y amaba, mis amigos.

—Me dije a mí mismo que habías nacido para hacer lo mismo, para ocupar mi lugar, para mantener la llama de la lámpara encendida. Y me aferré a ese consuelo, negándome a pensar en el otro deber que tenía que cumplir, algo más que tenía que enseñarte. Cuando se te quiebra el cuerpo como a mí se me quebró, la mente también te juega malas pasadas, se vuelve débil... —Extendió las manos—. No puedo confiar en mí. Estoy lleno de temor. Pero debí confiar en ti.

«No, no, no puedes confiar en mí —quise decirle, rogarle—. ¡Soy débil, yo también estoy llena de temor!» Pero no pude pronunciar aquellas palabras.

Había hablado sin contemplaciones. Al cabo de un rato, continuó, y la ternura volvió a impregnar su voz.

—Veamos, un poco más de historia —dijo—. Toda la historia que has aprendido pacientemente, siendo tan joven. Todo este peso de años sobre tus hombros, las obligaciones asumidas por personas muertas desde hace siglos. Has podido soportarla, así que también podrás soportar esto.

»Tu casa es la Casa del Oráculo, y nosotros somos los lectores del oráculo. Está aquí, en esta estancia. Aprendiste a escribir las palabras que te permitían entrar, antes de que supieras qué era la escritura. De modo que sabrás cómo leer las palabras que están escritas.

»Las primeras son las que acabo de pronunciar: "Quedaos aquí".

»En el albor de los tiempos, toda la gente de las Cuatro Casas podía leer el oráculo. Ése era su poder, su bendición. Cuando los exiliados de Aritan colonizaron la costa y empezaron a proliferar las poblaciones, seguían regresando a Ansul, a la Casa del Oráculo. Acudían con preguntas: "¿Es correcto hacer esto? Si lo hacemos, ¿qué sucederá?". Venían a la fuente y bebían de sus aguas, pedían la bendición y formulaban sus preguntas aquí. Entonces, los lectores del oráculo entraban en la casa, en la cueva, en la oscuridad. Y si la pregunta era aceptada, leían la respuesta escrita en el aire.

»A veces, también, cuando entraban en la oscuridad, veían relucir las palabras, a pesar de que no se había formulado pregunta alguna.

»Todas esas palabras del oráculo fueron transcritas. Pusieron por título a las obras Libros de Galva. A lo largo de los años, los Galva, que construyeron su casa en torno a la cueva del oráculo, se convirtieron en los únicos guardianes de los libros, intérpretes de las palabras, la voz del oráculo, los Lectores.

»Al final, eso desembocó en la envidia y la rivalidad de los demás. Quizá hubiera sido mejor compartir nuestro poder. Sin embargo, creo que no hubiésemos podido hacer tal cosa. El don se da a quien quiere darse.

»Los Libros de Galva propiamente dichos no sólo eran transcripciones de los oráculos. A veces, lo que había escrito en ellos se alteraba a pesar de que nadie los había tocado, o un Lector abría un libro y encontraba escritas en sus páginas palabras que nadie había escrito allí. Cada vez más a menudo, el oráculo hablaba en las páginas de los libros, en lugar de hacerlo en la oscuridad de la cueva.

»Sin embargo, a menudo también las palabras eran oscuras. Era necesario interpretarlas. Y allí había respuestas a las preguntas que aún no se habían formulado... Así que el gran Lector Daño Galva se dijo: "No buscamos respuestas verdaderas. La oveja descarriada que buscamos es la pregunta verdadera. La respuesta la seguirá como sigue la cola a la oveja".

Había estado observando sus pensamientos en el aire, a mi espalda; en ese momento, volvió a mirarme y guardó silencio.

—¿Has...? ¿Has leído el oráculo? —pregunté finalmente. Tenía la sensación de no haber hablado en un mes; tenía la garganta seca y la voz ronca.

—Empecé a leer los Libros de Galva a la edad de veinte años, con mi madre como guía —respondió lentamente—. Empecé por los más antiguos. Las palabras escritas en éstos están fijadas, ya no cambian. Pero los más viejos son los más oscuros, porque no transcribieron la pregunta junto a la respuesta, así que tienes que aprender a distinguir la oveja de la cola... Luego hay muchos libros de siglos posteriores que cuentan tanto con preguntas como con respuestas. A menudo ambos son obscuros, pero estudiarlos tiene su recompensa. Y luego, después de que trasladaran la biblioteca de Galvamand, quedaron pocas preguntas, y las respuestas pueden cambiar, o desaparecer, o aparecer sin que se haya formulado una pregunta. Ésos son los libros que no puedes leer dos veces, igual que no puedes beber dos veces el mismo agua de la Fuente del Oráculo.

—¿Le has preguntado algo?

—Una vez. —Soltó una risa breve y se frotó el labio superior con los nudillos de la mano izquierda—. Me pareció que era una buena pregunta, simple y directa, parecida a las que suele responder el oráculo. Fue cuando Ansul fue asediada por primera vez. Pregunté: «¿Tomarán los aldos la ciudad?». No obtuve respuesta. O si lo hice, debía estar buscándola en el libro equivocado.

—¿Cómo...? ¿Cómo haces las preguntas?

—Verás, Memer. Esta noche le dije a Desac que preguntaría al oráculo acerca de la rebelión que planea llevar a cabo. La única referencia que tiene de la existencia del oráculo la debe a las historias que oyó en tiempos por ahí, aunque sabe que el hecho de que se pronunciara podría ayudar a su causa. —Me observó unos instantes—. Quiero que estés conmigo. ¿Podrás? ¿Es demasiado pronto?

—No lo sé —respondí.

Estaba envarada por el miedo, el frío y un temor absurdo. Tenía el vello de la nuca y los brazos erizado desde que me había empezado a hablar de los libros, de los libros del oráculo. No quería verlos. No quería ir adonde estaban. Sabía dónde estaban y qué libros eran. Sólo de pensar en tocarlos era tal el miedo que me faltaba el aire. Estuve a punto de responder que no, que no podía, pero esas palabras también se me atragantaron. Lo que dije al final me tomó por sorpresa.

—¿Existen los demonios? —Al ver que no respondía, seguí hablando; las palabras me surgieron roncas y poco claras—. Dices que soy una Galva, pero no lo soy..., no únicamente..., soy dos cosas..., ninguna. ¿Cómo puede heredarse esto? Ni siquiera sabía de su existencia. ¿Cómo voy a hacer algo parecido? ¿Cómo puedo asumir este poder, cuando temo..., cuando temo a los demonios, a esos demonios que temen los aldos? ¡Pues yo mismo soy en parte como ellos!

Me hizo un gesto para que dejara de hablar, y también para tranquilizarme. Guardé silencio.

—¿Quiénes son tus dioses, Memer? —preguntó.

Lo preguntó del modo que solía preguntarme las cosas cuando me enseñaba algo. «¿Qué dice Eront en su Historia de las tierras que se extienden más allá del Trond?» Y yo recurría a los fragmentos que guardaba en la memoria y le respondía como iba a responderle en ese momento, intentando decirle con sinceridad qué sabía y qué ignoraba.

—Mis dioses son Lero, Ennu, que facilita el camino, Deori, que sueña el mundo. Aquel que Mira a Ambos Lados. Los Custodios del Hogar y los Guardianes del Portal; Iene, la jardinera; Suerte, que no puede oír. Caran, Señor de los Manantiales y las Aguas. Sampa el Destructor y Sampa el Hacedor, que son uno solo. Teru en la cuna, y Añada, que baila sobre la tumba. Los dioses del bosque y las colinas. Los Caballitos de Mar. El alma de mi madre Decalo, y de tu madre Eleyo, y las almas y las sombras de todos aquellos que han vivido en esta casa, los antiguos moradores, los precursores, que nos dan nuestros sueños. Los espíritus de las habitaciones, el espíritu de mi habitación. Los dioses callejeros y los dioses de las encrucijadas, los dioses del mercado y de la Plaza de la Consejería, los dioses de la ciudad, de las piedras, del mar y de Sul.

Al pronunciar sus nombres tuve la certeza de que no eran demonios, de que no había demonios en Ansul.

—Que me bendigan y sean benditos —murmuré; él murmuró las palabras conmigo.

Me levanté entonces y anduve en dirección a la puerta para volver enseguida a la mesa, pues me había levantado porque necesitaba moverme. Los libros, los libros que conocía, mis queridos compañeros, se erguían sólidos en las estanterías.

—¿Qué tenemos que hacer? —pregunté.

Se levantó. Tomó la linternita que había traído.

—Primero la oscuridad —dijo. Lo seguí.

Recorrimos la larga estancia, pasando de largo incluso los estantes donde reposaban los libros que tanto temía. El farol proyectaba una luz tenue, así que no pude verlos con claridad. Más allá de aquellos últimos estantes, el techo se volvía más bajo, y la luz parecía adelgazarse. Se oía con claridad el sonido de una corriente de agua.

El suelo se volvió desigual. El empedrado dio paso a la tierra y las rocas. El paso del Maestre, ya de por si lento y dificultoso, se hizo más lento y más cauto.

A la luz trémula del farol distinguí un arroyuelo. Sus aguas fluían desde la oscuridad, y caían en una especie de hoya profunda antes de desaparecer bajo tierra. Pasamos de largo la hoya y seguimos el recorrido del agua corriente arriba por un sendero rocoso. Las sombras se apartaban del farol, altas, enormes, carentes de forma, negras sobre las largas paredes de roca viva. Nos adentramos en un túnel que más bien era una cueva larga. Las paredes se nos echaron encima a medida que fuimos avanzando.

La luz se reflejaba en el agua de un manantial, cuyas ondas se proyectaban en el techo de roca. El Maestre se detuvo, levantó el farol, y las sombras saltaron de un lado a otro. Entonces, la apagó de un soplo y nos vimos sumidos en la oscuridad.

—Benditos seamos y benditos seáis, espíritus del sagrado lugar —dijo su voz, grave y firme—. Somos Sulter Galva, de vuestro pueblo, y Memer Galva, de vuestro pueblo. Venimos en confianza para honrar lo sagrado y seguir la verdad tal como nos sea revelada. Acudimos ignorantes, honrando el conocimiento, pidiendo saber. Venimos a la oscuridad en busca de luz, y al silencio en busca de palabras, y al temor en busca de bendiciones. Espíritus de este lugar que distéis la bienvenida a mi gente, yo os pido una respuesta a mi pregunta. ¿Vencerá o fracasará una rebelión orquestada contra los aldos que tienen secuestrada nuestra ciudad?

Su voz no proyectó eco en las paredes de roca. El silencio lo absorbía todo. No había otro sonido aparte del murmullo del agua, mi respiración y la suya. Estábamos sumidos en una completa oscuridad. La vista me jugaba malas pasadas una y otra vez, las luces relampagueaban cegadoras, los colores se volvían borrosos y desaparecían en la negrura; una negrura que a veces tenía la impresión de que me cubría los ojos como una venda inmensa que alcanzaba a tapar también el cielo sin estrellas, hasta tal punto que temía precipitarme al vacío como si estuviera al borde de un precipicio. Una vez me pareció distinguir un fulgor que tomaba forma, la forma de una letra, pero desapareció de pronto, totalmente, apagándose como una chispa. Permanecimos de pie largo rato, tanto que empecé a sentir la presión de la roca bajo las finas suelas de mi calzado y la espalda comenzó a dolerme de estar tan quieta. Me sentía mareada porque no había nada en el mundo, nada en absoluto, sólo negrura y el murmullo del agua y la presión de la roca bajo mis pies. El aire no se movía. Hacía frío y estaba paralizada.

Sentía una calidez, su calidez, un leve roce en el brazo. Murmuramos la bendición y nos volvimos. Al hacerlo se intensificó la sensación de mareo; estaba desorientada. No sabía adonde miraba en aquella oscuridad. ¿Había dado media vuelta o una vuelta entera? Extendí la mano y lo encontré ahí, su calidez, el roce de la tela de su manga; me aferré a ella y lo seguí. Me pregunté por qué no encendía el farol, pero no me atreví a hablar. Tuve la impresión de que recorríamos un largo camino, mucho más largo que el que habíamos hecho a la ida. Pensé que nos habíamos confundido y que nos adentrábamos más y más en la oscuridad. Cuando empecé a vislumbrar un cambio no pude creerlo; era una penumbra que nacía de la oscuridad que nos envolvía, no bastaba para ver, pero era como una promesa. Le solté el brazo. Él, cojo, me lo asió de nuevo y lo sostuvo hasta que pudimos distinguir el suelo que pisábamos.

Cuando nos vimos de nuevo en la habitación, el espacio que nos rodeaba estaba ventilado y nos resultó acogedor; y todo era inequívoco, bañado por una luz cálida, incluso ahí, en el extremo de la cueva, en el extremo sombrío.

Me observó con atención. Luego se acercó a los estantes que habían sido construidos donde la roca de la pared daba paso a la pared de yeso. A través del yeso asomaba de vez en cuando la roca. Los estantes estaban empotrados en la pared, no construidos en ella. Había libros, algunos pequeños, otros grandes y toscamente encuadernados, unos de pie, otros tumbados, puede que unos cincuenta en total, más o menos. Algunos estantes estaban vacíos o tan sólo sostenían uno o dos libros. El Maestre miró la estantería como lo hacemos cuando buscamos un libro sin saber muy bien cuál. Luego se volvió de nuevo hacia mí.

Busqué el libro blanco con la vista, el libro que había sangrado. Lo encontré enseguida.

Él siguió mi mirada al ver que yo no podía apartar los ojos del libro. Dio un paso al frente y tomó el libro blanco del estante.

Yo retrocedí un paso cuando le vi hacerlo. No pude evitarlo.

—¿Está sangrando? —pregunté.

Me miró, luego observó el libro. Lo dejó caer suavemente en la otra mano.

—No —respondió al tiempo que me lo ofrecía.

Di otro paso atrás.

—¿Puedes leerlo, Memer?

Lo abrió y lo sostuvo ante mí, abierto. Vi las páginas de papel blanco, páginas cuadradas, pequeñas. En la de la derecha no había nada escrito, pero la de la izquierda tenía algunas palabras.

Hice un esfuerzo y di un paso al frente, seguido de otro paso, las manos crispadas en puños. Leí en voz alta las palabras: «Roto enmienda roto».

El sonido de mi voz se me antojó terrible, pues no se parecía en nada a mi voz, sino que era un sonido hueco, grave y reverberante que me envolvía por completo los sentidos.

—¡Devuélvelo a su sitio, apártalo! —grité.

Me volví e intenté caminar en dirección a la lámpara que proyectaba una esfera de luz dorada en el extremo opuesto de la habitación, pero fue como andar en sueños, pues únicamente podía mover las piernas lentamente y me parecían pesadas como lastres. El Maestre se acercó y me tomó del brazo; volvimos juntos. A medida que avanzamos me fue costando menos. Llegamos a la mesa de lectura y tuve la sensación de haber vuelto a casa, de haberme sentado junto al fuego de la chimenea después de caminar en plena noche. Un paraíso.

Me senté en la silla al tiempo que lanzaba un fuerte suspiro.

Él permaneció de pie un rato, masajeándome los hombros con suavidad; luego, rodeó la mesa y se sentó enfrente de mí, como había hecho antes.

Me castañeteaban los dientes. Ya no tenía frío, pero me castañeteaban los dientes. Tardé un rato en lograr que la boca me obedeciera.

—¿Ésa fue la respuesta?

—No lo sé —murmuró.

—¿Era...? ¿Era el oráculo?

—Sí.

Me tomé unos instantes para morderme los labios, secos como el cartón, y recuperar un poco el ritmo cardíaco.

—¿Habías leído antes en ese libro? —pregunté.

Negó con la cabeza.

—No veía palabras —dijo.

—¿No viste palabras en la... página? —Hice un gesto para mostrarle que las palabras figuraban en la página izquierda, y entonces reparé en que había empezado a trazar las letras en el aire, así que paré.

Negó de nuevo con la cabeza. Eso empeoraba las cosas.

—¿Lo que... lo que dije era la respuesta a tu pregunta?

—No lo sé —admitió.

—¿Por qué no te respondió a ti?

No dijo nada durante un buen rato.

—Memer —dijo finalmente—, si hubieras formulado tú la pregunta, ¿cuál habría sido?

—«¿Cómo podemos librarnos de los aldos?» —solté de pronto, y al responder tuve de nuevo la sensación de que hablaba con otra voz que no era la mía, una voz más grave y ronca.

Cerré la boca, apreté bien los dientes para evitar que la cosa que hablaba a través de mí pudiese seguir haciéndolo, para evitar que volviera a utilizarme. No obstante, ésa era la pregunta que yo hubiera formulado.

—La verdadera pregunta —dijo con una sonrisa de medio lado.

—El libro sangró —dije. Estaba decidida a hablar por mí misma, no a que nadie hablase a través de mí, para decir lo que se me antojara, para asumir el control—: Hace años, muchos años, cuando era pequeña, me acerqué al extremo sombrío. Te lo conté, te conté parte de lo que sucedió. Te conté que me había dado la impresión de que uno de los libros había hecho un ruido. Pero no te conté que vi el libro blanco. Lo saqué de la estantería y vi que las páginas estaban cubiertas de sangre. Sangre húmeda. No había palabras, sino sangre. Y nunca volví a esa parte de la habitación. Hasta esta noche. Si... Si no existen los demonios, de acuerdo, entonces no hay demonios. Pero temo a lo que mora en esa cueva.

—Yo también.

 
* * *

Aunque ambos estábamos agotados, aún no podíamos irnos a dormir. Encendió de nuevo la linternita. Yo apagué la lámpara mientras él trazaba las palabras en el aire, y salimos de la habitación. Recorrimos los corredores hasta el patio norte donde nos habíamos sentado aquella misma noche. Había un cielo estrellado sobre el patio. Apagué el farol y nos sentamos allí, donde permanecimos callados largo rato.

—¿Qué contarás a Desac? —pregunté.

—Mi pregunta, y que no obtuve respuesta.

—¿Y... lo que dijo el libro?

—Eso depende de ti. Puedes contárselo o no, tú decides.

—No sé qué significa. No sé a qué pregunta respondía. No lo entiendo. ¿Tiene algún sentido?

Tenía la sensación de que me habían tomado el pelo, de que me habían utilizado sin decirme siquiera para qué, como si no fuese más que un objeto, una herramienta. Me había asustado, pero en ese momento me sentía más humillada y enfadada que otra cosa.

—Tiene el sentido que nosotros queramos darle —dijo.

—Eso es como adivinar el futuro en la arena. —Hay mujeres en Ansul que, a cambio de unas monedas, toman un puñado de arena húmeda del mar y la esparcen en una bandeja; a partir de las montañitas, los llanos y los valles en miniatura que forma la arena son capaces de leer el futuro, predecir los viajes, la suerte que correrá un negocio, las relaciones amorosas y demás—. Significa lo que tú quieras que signifique.

—Quizá —dijo él. Al cabo de un rato, añadió—: Dano Galva decía que leer el oráculo es proveer a un misterio impenetrable de un pensamiento racional... Hay respuestas en los libros antiguos que parecen carecer totalmente de sentido alguno para quienes las escucharon. «¿Cómo deberíamos defendernos de Sundraman?», preguntaron al oráculo cuando Sundraman amenazó por primera vez con invadir Ansul. La respuesta era: «Apartar a las abejas de los manzanos». Los consejeros estaban furiosos, decían que el significado era tan evidente que resultaba una insensatez. Ordenaron al ejército levantar una muralla a lo largo de Ostis y defenderla de Sundraman. Los sureños cruzaron el río, derruyeron la muralla, derrotaron a nuestro ejército, marcharon hasta ciudad Ansul y mataron a todo aquel que les plantó cara hasta que declararon Ansul protectorado de Sundraman. Desde entonces han sido excelentes vecinos, han intervenido muy poco en nuestros asuntos, y nos han enriquecido enormemente con el comercio. No fue una recomendación, sino una advertencia. Mantener a las abejas lejos de los manzanos equivale a quedarse con árboles que den frutos. Ansul era el manzano y Sundraman la abeja. Ahora es evidente. Entonces, el Lector también alcanzó a verlo con claridad. Me refiero a Dano Galva. En cuanto lo leyó anunció que significaba que no debíamos ofrecer resistencia ante Sundraman. Por ello la acusaron de traición. Desde entonces, los clanes Gelb, Cam y Actamo dijeron que el Consejo no debía consultar el oráculo, y presionaron para privar a Galvamand de la universidad y la biblioteca.

—Mucho bien hizo el oráculo al Lector y a su casa —dije.

—«Mientras que el clavo recibe un golpe, el martillo golpea un millar de veces.»

Reflexioné acerca de ese dicho.

—¿Y si el martillo prefiere no ser una herramienta?

—Siempre tienes esa opción.

Sentada, contemplé el inmenso océano estelar. Pensé que las estrellas eran como todas las almas que habían vivido en tiempos pasados en esta ciudad, en esta casa, los millares de espíritus, los precursores, vidas como llamas diminutas, luces lejanas que se perdían en la honda oscuridad del tiempo. Vidas pasadas, vidas por ser vividas. ¿Cómo iba a distinguir las unas de las otras?

Me habría gustado preguntar por qué el oráculo no podía mostrarse más transparente a la hora de hablar, por qué no podía responder sencillamente «No os resistáis» o «Atacad ahora», en lugar de hacerlo mediante imágenes crípticas y palabras ininteligibles. Después de contemplar las estrellas, me pareció una pregunta absurda. El oráculo no daba órdenes, sino todo lo contrario: invitaba al pensamiento. Nos pedía llevar el pensamiento al misterio. El resultado podía no ser muy satisfactorio, pero era probablemente lo mejor que podíamos hacer.

Di un enorme bostezo y el Maestre rió.

—Vete a la cama, niña —dijo, y obedecí.

Al dirigirme a mi habitación a través de los salones y corredores oscuros, esperaba quedarme despierta, perseguida por la extrañeza de la cueva, las palabras que había leído, la voz que había hablado a través de mí para decir: «Roto enmienda roto». Toqué el nicho del dios junto a la puerta, caí redonda en la cama y dormí como un tronco.