Capítulo 11
A la mañana siguiente resolví temprano las labores de culto en la casa y luego me acerqué a ambos mercados, no sólo para comprar la comida que necesitábamos, sino también para ver qué ambiente se respiraba en la ciudad. Pensé que todo habría cambiado, que todo el mundo estaría listo para eso tan grande que iba a suceder, igual que yo lo estaba, pero nadie parecía preparado para nada. Todo estaba como siempre, la gente en la calle caminaba apresuradamente de aquí para allá, sin mirarse los unos a los otros, sin causar problemas; los guardias aldos con sus capas azules vigilaban de pie en la esquina del mercado; los vendedores atendían los puestos, y los niños y las ancianas regateaban y compraban y caminaban lentamente de vuelta a sus casas por los caminos apartados. No se mascaba la tensión, ni la gente parecía nerviosa, expectante, ni decían nada fuera de lo normal. Tan sólo en una ocasión me pareció oír a alguien que cruzaba el puente de la calle de las Aduanas silbando unas notas de la tonadilla del Canto de la libertad.
Cuando Orrec y Chy se marcharon a la Consejería a última hora de la tarde, lo hicieron a pie. Se llevaron a Shetar, pero a nadie más. No había motivo para llevarse a un mozo si no había caballo, y a ambos les preocupaba la posibilidad de que aquella visita entrañase peligro. Me sentí aliviada. No quería ver a Simme, porque cada vez que pensaba en él se me caía el alma a los pies de pura vergüenza.
Pero en cuanto se marcharon supe que no podría quedarme en casa. No podía soportar la idea de sentarme allí a esperar. Tenía que estar cerca de la Consejería, el lugar donde ellos estaban. Tenía que estar cerca de ellos.
Me vestí de mujer, con el pelo recogido en una coleta en lugar de llevarlo suelto como un niño o un hombre, para ser Memer, la chica, en lugar de Mem, el mozo, o Nadie, el muchacho. Quería llevar mi propia ropa porque necesitaba ser yo misma. Quizá debía ponerme en peligro para tener la sensación de que estaba con ellos, de que corría su misma suerte.
Recorría la calle Galva a buen paso, sin levantar la mirada, como andaban siempre las mujeres, hasta que llegué al Puente de los Orfebres que se alza sobre el Canal Central. El oro de Ansul había pasado a engrosar las arcas de Asudar; muchas de las tiendas del puente llevaban tiempo cerradas, aunque algunas vendían aún abalorios baratos, candelabros y demás. Podía entrar en una de las tiendas, lejos de la vía pública, y mantenerme atenta por si veía a mis amigos.
Aunque no había percibido nada en los mercados y no había indicio alguno de agitación en el puente cercano a la Colina de la Consejería, y a pesar también de que los dos soldados de infantería aldos que hacían guardia en los peldaños del puente estaban jugando a los dados, al llegar allí no pude librarme de la sensación de que estaba sucediendo algo o de que estaba a punto de suceder; sentía que algo que estaba por encima de mí doblegaba y doblegaba el ambiente hasta tal punto que éste estaba a punto de partirse.
Me quedé de pie a la sombra de la entrada de una tienda. Había conversado un poco con el anciano que la regentaba, a quien había dicho que estaba esperando a un amigo; el anciano asintió con cierto aire de desaprobación, pero me dejó quedarme. Ahora dormitaba tras el mostrador con las bandejas de cuentas de madera, ajorcas de cristal y varillas de incienso. No pasaba mucha gente por allí. Había un pequeño nicho con un dios junto al marco de la puerta, y toqué el borde de vez en cuando, susurrando la bendición.
Como en un sueño, vi a la leona pasando por delante sacudiendo la cola. Salí de la tienda y acompasé el paso al de mis amigos, que no se mostraron muy sorprendidos de verme.
—Me gusta cómo te queda el pelo así —dijo Gry. Iba disfrazada de Chy, pero ya no representaba ese papel.
—¡Contadme qué ha pasado!
—Cuando lleguemos a casa.
—No, ¡ahora, por favor!
—De acuerdo —dijo Orrec.
Estábamos en la escalera que hay en el extremo norte del puente. Orrec se dirigió hacia una plataforma de mármol rodeada de pasamanos que se extiende sobre el canal, y desde la cual desciende un conjunto de estrechos peldaños hasta un muelle para botes y pescadores. Descendimos los peldaños hasta llegar a la orilla del canal y quedar bajo el puente, lejos de la vista de la calle. Lo primero que hicimos fue acercarnos a la orilla y tocar el agua, acompañando el gesto con una bendición para Sundis, el río que da forma a nuestros cuatro canales. Luego nos acuclillamos allí, viendo fluir el agua entre verde y parda, medio transparente. Parecía llevarse consigo todo mi apremio, a pesar de lo cual pregunté enseguida:
—¿Y bien?
—Verás, el Gand quería escuchar la historia que Orrec contó ayer en el mercado —explicó Gry.
—¿La de Adira y Marra?
Ambos asintieron.
—¿Y le gustó?
—Sí —aseguró Orrec—. Dijo que ignoraba que tuviéramos guerreros así. Pero en particular le gustó el antiguo Señor de Sul. Dijo: «Existe el coraje de la espada y el coraje de la palabra, y el coraje de la palabra es un don poco común». ¿Sabes? Me gustaría encontrar la manera de reunirlo con Sulter Galva. Creo que los dos podrían entenderse.
Unos días atrás eso me hubiera ofendido, y mucho. Pero en aquel momento me parecía bien.
—¿Y no pasó nada fuera de lo común? ¿No te preguntó por la canción del Canto de la libertad?
—No —respondió Orrec, riendo—. No lo hizo. Pero hubo cierto alboroto.
—Los sacerdotes empezaron a entonar cantos religiosos en la tienda, justo cuando Orrec empezó a recitar —explicó Gry—. En voz alta, acompañados por tambores. Mucho címbalo. Ioratth se puso negro como una tormenta. Pidió a Orrec que guardara silencio unos instantes y envió a un oficial a la tienda. El cabecilla de los sacerdotes salió del interior, todo él vestido de rojo, con espejitos, muy mono él, pero torvo como la muerte. Se quedó allí plantado y dijo que la sagrada ceremonia de adoración al Dios Ardiente no debía interrumpirse por viles impiedades paganas. Ioratth expuso que la ceremonia del sacrificio se celebraba a la puesta de sol. El sacerdote replicó que la ceremonia había empezado. Ioratth dijo que aún faltaban dos horas para la puesta de sol. El sacerdote insistió en que la ceremonia había empezado y que iba a continuar, así que Ioratth exclamó: «¡Un sacerdote impío es un escorpión metido en la babucha de un rey!». Entonces hizo llamar a los esclavos para que tendieran una alfombra sobre unos postes e improvisaran un toldo junto al pórtico que hay sobre el Canal Este, y allí nos trasladamos todos para que Orrec pudiera continuar.
—Pero Ioratth había perdido la primera mano —señaló Orrec—. Los sacerdotes prosiguieron con el sacrificio. Finalmente, Ioratth tuvo que apresurarse para volver a la tienda y no perdérselo.
—A los sacerdotes se les da muy bien tener a la gente envarada —dijo Gry—. Hay muchos sacerdotes en Bendraman, mandando a la gente de un lado a otro.
—En fin, se comportan honorablemente y llevan a cabo rituales importantes, de modo que acaban metiendo cuchara en asuntos de política y moralidad —dijo Orrec—. Ioratth necesitará apoyo de su Gand de Gands para enfrentarse a éstos.
—Creo que te considera un puntal —dijo Gry—. Un modo de empezar a establecer ciertos vínculos con los habitantes de este lugar. Me pregunto si es ésa la razón de que te haya convocado.
Orrec se mostró pensativo y permaneció sentado, reflexionando. Pasó un caballo a galope por la calle, sobre nosotros, con el estruendoso repiquetear de la herradura contra el empedrado. La superficie lisa y brillante del agua se cubría de cabrillas en mitad del canal. La brisa marina que había soplado todo el día cedía terreno, y aquél era el primer aliento del terral del anochecer. Shetar, que se había tumbado en el suelo, se sentó y emitió un gruñido bajo. Se le había erizado un poco el pelo de la columna, lo que la dotó de un aspecto más velludo del habitual.
El agua susurraba en la orilla al dar con el peldaño de mármol más bajo y los pilares que sustentaban el embarcadero. Había un matiz grisáceo en la luz rojiza que se ponía tras las colinas boscosas que se alzaban sobre la ciudad. Todo allí abajo, junto al agua, era un remanso de paz; sin embargo, era como si hubiera que contener el aliento, como si todo estuviera inmóvil, en precario equilibrio. La leona se levantó del todo, tensa, atenta al menor ruido.
De nuevo pasó un caballo al galope, por el puente, sobre nosotros. De hecho, más de un caballo, una barahúnda de cascos y un sonido de pasos a la carrera en el puente, y gritos, tanto allí arriba como en la distancia. Los tres nos habíamos levantado y contemplábamos el pasamanos de mármol y la parte posterior de las casetas del puente.
—¿Qué sucede? —preguntó Orrec.
—Ha estallado, ha estallado —dije en voz alta, sin saber muy bien qué decir.
El griterío se había situado justo encima de nosotros; los caballos relinchaban, y por encima de todo se oía el estampido de los pasos, más gritos, riñas. Orrec se dispuso a subir la escalera, pero se detuvo al ver a un gentío en la plataforma de mármol, forcejeando o peleando, voceando órdenes, gritando presa del pánico. Algo cayó deslizándose por el pasamanos y Orrec se agachó. Era un enorme bulto oscuro que fue a dar en el barro, junto a la escalera, con un estampido seco. Algunas cabezas asomaron por la escalera, hombres que miraban hacia abajo, gesticulando, chillando.
Orrec había saltado hacia atrás.
—¡Bajo el puente! —gritó.
Los cuatro corrimos a escondernos debajo del arco del puente, donde éste se unía con la orilla, donde los hombres que había encima no pudieran vernos.
Vi la cosa que había caído. No era muy grande, sólo era un hombre. Yacía como un montón de ropa sucia al pie de la escalera. No pude verle la cara.
Nadie descendió por la escalera. De pronto cesó el alboroto del puente; cesó por completo, aunque en algún punto, en la distancia, hacia la Consejería, se oía un rumor sordo. Gry se acercó al hombre que había caído y se arrodilló a su lado, levantando una o dos veces la mirada hacia la plataforma, lugar desde el cual podían verla. No tardó en volver. Tenía las manos sucias, manchadas de barro o sangre.
—Se ha roto el cuello —dijo.
—¿Es un aldo? —susurré.
Ella negó con la cabeza.
—¿Deberíamos aguardar aquí un rato o intentar volver a Galvamand? —preguntó Orrec.
—Por la calle, no —dijo Gry.
Ambos me miraron.
—Por los diques —propuse, aunque no sabían de qué les estaba hablando—. No quiero seguir aquí.
—Pues guíanos —dijo Orrec.
—¿Esperamos a que se haga de noche? —propuso Gry.
—No habrá problema si nos movemos bajo los árboles.
Señalé el canal, donde los imponentes sauces se alzaban sobre la orilla. Estaba desesperada por volver a casa. Temía por mi señor, por Galvamand. Tenía que estar allí. Eché a andar, manteniéndome apartada del agua, pegada al muro, y pronto llegamos a los sauces. Hicimos un alto un par de veces para mirar atrás, pero no había nada que ver ahí abajo, salvo la parte posterior de las casetas del puente y, al otro lado del canal, el muro, las copas de los árboles y los tejados. No oímos nada proveniente de las calles. El ambiente estaba cargado, tanto que me pareció oler a humo.
Llegamos a los diques, muros de piedra imponentes cual fortalezas que contienen y dividen el río Sundis cuando surge de las colinas. Al igual que todos los niños de Ansul, yo había jugado en los diques, me había encaramado a los pronunciados peldaños tallados en la muralla, había saltado los boquetes y correteado por los estrechos puentes de listones encadenados que unen las orillas para uso de los trabajadores y dragadores. Entonces, nuestro juego consistía en que uno cruzara el puente de tablones mientras los demás saltábamos sobre él, de tal modo que botaba arriba y abajo sobre el agua. En cambio, nuestro juego entonces consistió en hacer pasar a Shetar. Echó un vistazo al conjunto de tablones bajo el cual se deslizaban las aguas y encogió la cola y levantó los hombros, lo que equivalía claramente a un «no».
De inmediato, Gry se sentó a su lado y le puso la mano en la cabeza, tras las orejas. Fue como si Shetar y ella discutieran. Reparé en ello vagamente, pues tenía prisa y había empezado a cruzar el puente. Una vez empiezas, no puedes parar, tienes que hacer todo el camino. Lo crucé y me quedé de pie en la orilla opuesta, sintiéndome idiota y desesperada, hasta que vi a Gry y Shetar levantarse y disponerse a cruzar el canal. Gry caminó paso a paso de tablón en tablón, mientras la leona se esforzaba en no mojarse la cabeza. Orrec siguió a Gry.
En cuanto nos reunimos en la otra orilla, Shetar se sacudió el agua, aunque los felinos no tienen la misma facilidad que los perros para ello. Estaba empapada a la luz del anochecer, y me pareció encogida, enjuta y pequeña. Mostró las fauces en una mueca felina.
—Hay otro puente y un bote —dije.
—Tú delante —pidió Orrec.
Los llevé por el lindero hasta el Canal Oriental, que cruzamos como habíamos cruzado el otro; luego subimos por la escalera estrecha tallada en la piedra hasta el lindero que separa el Canal Oriental del río propiamente dicho, lo cruzamos y descendimos de nuevo al río. A esas alturas ya había anochecido. Atravesamos el río por la línea del ferry que siempre está allí. Encontramos el bote en nuestra orilla; embarcamos y nos impulsamos. La corriente es fuerte, pero entre Orrec y yo logramos llevar el bote a la otra orilla. A Shetar no le hizo gracia embarcar, ni luego estar en el bote, así que estuvo gruñendo todo el trayecto, hasta tal punto que a veces sus gruñidos se convertían casi en rugidos. Temblaba de frío, miedo o rabia. Gry le hablaba de vez en cuando, aunque la mayor parte del tiempo se limitaba a ponerle la mano tras las orejas.
El punto de desembarco del ferry se encuentra al pie del Parque Viejo. Gry le quitó la correa y Shetar se adentró de un salto en la oscuridad del bosque, donde desapareció. La seguimos y logramos abrirnos paso entre los árboles, subiendo hasta los senderos que Gry, Shetar y yo habíamos recorrido algunas veces, de modo que luego sólo tuvimos que bajar a Galvamand, adonde llegamos por el noreste. La leona corría ante nosotros como una sombra entre las sombras. La casa se alzaba enorme, oscura y silenciosa cual si fuera una colina.
«Está muerta. Están muertos», pensé presa del pánico.
Eché a correr por el patio, adelantándome a los demás, y entré en la casa gritando. No hubo respuesta. Corrí por las dependencias del Maestre, todas las estancias sumidas en la oscuridad, hasta llegar a la habitación secreta. Me temblaba la mano de tal modo que apenas pude trazar las palabras para abrir la puerta. No había luz en el interior, sino el débil fulgor que se filtraba por el tragaluz. No encontré a nadie dentro, a nadie a excepción de los libros que hablaban, la presencia en la cueva.
Cerré la puerta y corrí de vuelta por corredores oscuros y salones hasta la parte de la casa que está habitada. Había un destello de cálida luz al cruzar el gran patio. Se habían reunido todos en la despensa donde comemos. Allí estaban el Maestre, Gudit, Ista, Sosta y Bomi, y también Gry y Orrec. Frené en seco bajo el quicio de la puerta. El Maestre se me acercó y me abrazó unos instantes.
—Niña, niña —dijo, y yo me aferré a él con todas mis fuerzas.
Nos sentamos a la mesa; Ista insistió en que debía comer el pan y la carne que había servido, y de hecho estaba hambrienta. Nos contamos mutuamente lo que sabíamos.
Gudit se había acercado a la cervecería que hay cerca del Canal Central, donde solía reunirse y charlar pausadamente de caballos con sus viejos amigos, todos ellos mozos de establo y de cuadra.
—Cuando de pronto —dijo—, oímos un montón de ruido que venía de la Colina de la Consejería. Luego ese humo, una impresionante humareda negra.
Gudit nos contó que luego sonaron las trompetas, y los soldados aldos, tanto montados como a pie, pasaron de largo por el Camino de la Consejería. Él y sus amigos llegaron hasta la calle Galva, pero una multitud se había congregado ya allí, a la entrada de la Plaza de la Consejería, una multitud integrada tanto por aldos como por ciudadanos.
—Voceaban empeñados en seguir avanzando, y los aldos habían desenvainado la espada —aseguró—. No me gustan las multitudes, así que opté por volver a casa. Creo que era lo razonable.
Intentó tomar la calle Galva, pero el camino estaba bloqueado por una turba de ciudadanos, y a lo lejos parecía haberse organizado una pelea. Tuvo que rodear la calle Gelb hasta la calle Oeste. En nuestra zona las cosas parecían más tranquilas, pero vio gente dirigiéndose a la Consejería; y al llegar a Galvamand, una tropa de aldos montados pasaron al galope, esgrimiendo en el aire la espada y gritando: «¡Fuera de las calles! ¡A las casas! ¡Despejad las calles!».
Confirmamos que había habido altercados en la calle Galva, en el Puente de los Orfebres, y que habían arrojado por el puente a un hombre que había fallecido como consecuencia de la caída.
Un amigo de Bomi había llegado a la carrera poco después de que volviera Gudit, informando de que «todo el mundo decía» que se había prendido fuego a la Consejería. Sin embargo, un vecino que había vuelto corriendo también aseguró que era la imponente tienda que los aldos habían levantado frente a la Consejería la que se había incendiado, y que el rey de los aldos había ardido dentro junto a un montón de sacerdotes rojos.
Aparte de eso no había más noticias, puesto que nadie se atrevía a salir a las calles, en la oscuridad, con todos los soldados aldos repartidos por ahí.
Ista estaba muy asustada. Creo que aquella noche volvió a abrumarla el terror que siguió a la caída de la ciudad diecisiete años antes. Nos sirvió comida y nos ordenó comer, pero ella no probó bocado, y le temblaban las manos de tal modo que al final acabó escondiéndolas bajo el regazo.
El Maestre les ordenó a ella y a las chicas que se fueran a dormir, asegurándoles que Orrec y Gry vigilarían la entrada de la casa.
—Con la leona —añadió—. No tenéis de qué preocuparos. Nadie podrá con esa leona.
Ista asintió dócil.
—Y Gudit hará compañía a los caballos, como siempre. Y Memer y yo haremos guardia en las antiguas dependencias. Puede que algún amigo se acerque a traernos noticias en plena noche. Eso espero —habló con tal alegría que Ista y las chicas parecieron animarse, o quizá lo fingieron.
Cuando hubimos limpiado la cocina, se retiraron juntas después de dar las buenas noches como si no pasara nada. Habían visto a Gry apostada en lo alto de la escalera frontal, detrás de la puerta principal, donde Shetar y ella podrían ver cualquier cosa y a cualquier persona que enfilara desde la calle o entrase en el patio principal. Orrec se convirtió en el nexo entre todos nosotros, yendo a ver a Gudit de vez en cuando, pasando un rato con el Maestre o patrullando la desierta parte sur de la casa.
Y es que todos nosotros temíamos lo mismo, de un modo más o menos abierto: que Galvamand volviera a convertirse en el objetivo del temor y la sed de venganza de los aldos.
Transcurrieron las horas tranquilamente. Subí varias veces a las habitaciones señoriales, desde donde podía contemplar toda la ciudad. No parecía haber indicios. La ladera de la colina nos oculta la Consejería; eché de todos modos un vistazo en esa dirección para ver si se alzaba humo o se veía fuego, pero no vi nada. Bajé de nuevo para reunirme con el Maestre en la galería. Charlamos un poco y luego nos quedamos sentados en silencio. La noche era cálida, una suave noche de principios de verano. Tenía intención de subir de nuevo a los ventanales, pero me había quedado profundamente dormida en la silla cuando me despertaron unas voces.
Di un brinco aterrorizada. Había un hombre en el extremo opuesto de la habitación, de pie en el umbral del patio.
—¿Puedo quedarme? ¿Puedes esconderme?
—Sí, sí —decía el Maestre—. Ven, entra. ¿Te acompaña alguien? Vamos, entra. Aquí estarás a salvo. ¿Te ha seguido alguien? —preguntó en tono mesurado, apacible, sin la menor nota de apremio en la voz.
Metió al hombre en la habitación. Pasé corriendo junto a ellos, dispuesta a ver si había alguien más. Vi a alguien de pie en el patio, una silueta oscura a la luz de las estrellas, y estuve a punto de dar una voz de advertencia, cuando caí en la cuenta de que se trataba de Orrec.
—Un fugitivo —susurró.
—¿Lo seguía alguien?
—No que yo haya visto. Daré otra vuelta. Tú estáte alerta aquí, Memer.
Volvió a franquear rápidamente el portal. Me quedé en el umbral, vigilando, atenta al Maestre y al fugitivo.
—Muertos —decía el hombre en un ronco susurro. Siguió tosiendo mientras hablaba—. Todos han muerto.
—¿Desac?
—Muerto. Como todos.
—¿Atacaron la Consejería?
—La tienda —dijo el hombre, negando con la cabeza—. El fuego... —Rompió a toser con violencia.
El Maestre le sirvió agua de una jarra que había sobre la mesa y lo hizo sentarse para bebería. Se sentó cerca del farol, de modo que pude verle. No lo reconocí. No era de los que acudían de vez en cuando a Galvamand. Tendría unos treinta años, más o menos, el pelo alborotado, la ropa y el rostro tiznados de hollín, sangre y tierra. Reparé en que llevaba puesta la ropa, hecha jirones, que visten los esclavos en palacio. Se sentó encogido en la silla, esforzándose en recuperar el aliento.
—Prendieron fuego a la tienda —dijo el Maestre.
El hombre asintió.
—¿Estaba el Gand dentro? ¿Ioratth?
De nuevo asintió.
—Muertos. Están todos muertos. Ardió como paja, fue como una hoguera, ardió...
—Pero Desac no estaba dentro, ¿verdad? No, bebe más agua, luego me respondes. ¿Cómo debo llamarte?
—Cader Antro —respondió el hombre.
—De Gelbmand —dijo el Maestre—. Conocí a tu padre, Antro el herrero. Los Gelb solían prestarme caballos cuando era Maestre. Tu padre era muy cuidadoso con las herraduras. ¿Sigue vivo, Cader?
—Murió el año pasado —respondió el hombre. Apuró el agua y se sentó exhausto y aturdido, mirando al frente—. Prendimos fuego a la tienda y salimos —explicó—, pero allí estaban, nos rodearon, nos empujaron a retroceder, atrás, atrás hacia el fuego. Todo el mundo gritaba y empujaba. Yo logré escapar. Salí a rastras. —Se miró a sí mismo como si no creyera lo que estaba viendo.
—¿Te quemaste? ¿Te hirieron? —El Maestre se acercó para inspeccionarle y le tocó el antebrazo—. Te quemaste ahí, o te hiciste un corte. Echémosle un vistazo. Pero antes, dime ¿cómo llegaste aquí, a Galvamand? ¿Viniste solo?
—Me escabullí —repitió Cader, que no parecía compartir con nosotros la tranquila sala, sino estar aún en mitad del incendio—. Me arrastré... Salí al Canal Este, y salté. Allí estaban luchando por toda la plaza, matando gente. Me deslicé hacia abajo, hacia la orilla. Había guardias recorriendo a caballo todas las calles. Me escondí tras las casas. No sabía adonde ir. Pensé que podría venir aquí. A la Casa del Oráculo. No sabía adonde ir.
—Hiciste lo correcto —aseguró el Maestre en el mismo tono tranquilizador que había utilizado hasta el momento—. Déjame que consiga un poco más de luz para inspeccionarte la herida. ¿Memer? ¿Me traes, por favor, más agua y unas vendas?
No quería abandonar mi puesto de vigilancia, pero parecía que el hombre había llegado solo y que nadie lo había seguido. Fui a por una jofaina y agua, vendas y la pomada de hierbas que teníamos para los cortes y las quemaduras que se producían en la cocina; me incliné y vendé la quemadura del brazo de Cader, pues mis manos tenían mayor destreza que las del Maestre para semejante labor. Después de vendarle, cuando hubo tomado una copa del brandy añejo que el Maestre guardaba para la festividad de Ennu y para las emergencias, Cader pareció menos aturdido. Nos dio las gracias y pidió, altivo, la bendición de la casa.
El Maestre le formuló algunas preguntas más, aunque no fue capaz de contarnos gran cosa. Por lo visto, un reducido grupo de los hombres de Desac, algunos de ellos esclavos de los aldos y otros vestidos como tales, como Cader, se habían infiltrado en la imponente tienda para prenderle fuego en varios puntos a la vez mientras tenía lugar la ceremonia. Sin embargo, el plan se torció.
—No aparecieron.
Cader repetía una y otra vez lo mismo. Algunos de los conspiradores, como Cader y Desac, fueron atrapados cuando abandonaban la tienda; otros, que debían esperar en la plaza para atacar a los aldos a medida que huyeran del fuego, habían sido capturados o no habían sido capaces de acercarse a la tienda. Cader no sabía qué había pasado exactamente. Rompió a llorar mientras intentaba hablar de ello, y luego tosió de nuevo.
—Vamos, vamos —dijo el Maestre—. Tienes que dormir.
Lo condujo a su propio dormitorio, y allí lo dejó.
—¿Crees que habrán muerto todos? —le pregunté a su regreso. ¿Desac? ¿El Gand? ¿Y el hijo del Gand? ¿Estaría ahí dentro, en la tienda?
El Maestre negó con la cabeza.
—No lo sabemos.
—Si Ioratth ha muerto e Iddor sigue con vida, asumirá el poder, gobernará —dije.
—Sí.
—Vendrá aquí.
—¿Por qué iba a hacer tal cosa?
—Por la misma razón que Cader. Porque este lugar es el alma de todo en Ansul.
El Maestre, de pie en el umbral, contemplando el patio iluminado por la luz de las estrellas, no dijo nada.
—Deberías ir a la habitación —dije—. Tendrías que estar allí.
—¿Con el oráculo?
—Para estar a salvo.
—Ah —dijo, lanzando una risilla—. A salvo... Quizá aún pueda estarlo, pero esperemos a que llegue el día, a ver qué nos trae.
Aún no era de día, sin embargo, cuando miré desde las ventanas superiores reparé en un incendio, en dirección suroeste, cerca de las ruinas del edificio de la universidad. Refulgía, se apagaba y volvía a arder con ganas. Había ruidos de altercados, cascos de caballos que repiqueteaban en calles lejanas, una trompeta, voces, muchas voces alteradas. Fuera cual fuese el desastre que había sucedido en la Plaza de la Consejería, la ciudad aún no había sido pacificada.
Justo cuando la oscuridad empezó a adoptar una claridad gris y el cielo a iluminarse sobre las colinas que se alzan tras Ansul, entró Orrec. Lo acompañaba Sulsem Cam, de Cammand, amigo de toda la vida del Maestre, compañero de estudios que había traído muchos libros rescatados a Galvamand. En esa ocasión, no obstante, traía noticias.
—Los rumores son lo único que tenemos, Sulter —dijo. Era un hombre de sesenta años, más o menos, cortés, cauto, muy cuidadoso con la dignidad propia y la de los demás, «un Cam de la cabeza a los pies», había dicho de él el Maestre. Incluso entonces habló con gran precisión—: Aunque los hemos obtenido de diversas fuentes. El Gand Ioratth ha muerto. Su hijo, Iddor, es quien gobierna. Mucha gente ha muerto. Desac, el sureño, y mi compatriota Armo, murieron en el incendio de la tienda. Los aldos mantienen el control de la ciudad. Ha habido altercados, incendios y reyertas durante toda la noche en diversos puntos. La gente arroja piedras a los soldados desde los tejados y las ventanas al pasar. Pero los ataques a los aldos no tienen un líder que nosotros conozcamos. Son aleatorios, dispersos. Los aldos cuentan con un ejército, pero nosotros no.
Recordé haber oído a alguien decir eso mismo; tuve la impresión de que había sido hacía días, meses incluso; pero ¿quién lo había dicho?
—Dejaremos que Iddor se confíe a su ejército, pues —dijo el Maestre—. Tenemos una ciudad, ellos no.
—Un discurso valiente. Pero Sulter, temo por ti. Por tu familia.
—Lo sé, amigo mío. Sé que es por eso por lo que has venido aquí, poniendo en riesgo tu vida. Te lo agradezco. Que todos los dioses y los espíritus de mi casa y de la tuya te acompañen. Ahora vuelve a tu casa, ¡antes de que amanezca!
Se estrecharon la mano con fuerza y Sulsem Cam se fue como había llegado.
El Maestre fue a comprobar el estado del fugitivo, que estaba profundamente dormido, y luego salió para dirigirse al fregadero del patio posterior para lavarse, tal como hacía cada mañana; después emprendió las rondas de veneración, como también hacía cada mañana. Al principio no me creí capaz de llevar a cabo esa rutina, pero fue como si me atrajera. Salí a recoger hojas de Iene para ponerlas al pie de su altar, y luego recorrí todos los nichos de los dioses para desempolvarlos y pronunciar las bendiciones.
Ista estaba despierta y ajetreada en la cocina. Dijo que las chicas dormían, pues habían estado en vela la mitad de la noche. Al acercarme a la parte frontal de la casa, oí voces en el gran patio interior.
Gry estaba de pie en un extremo, hablando con una mujer. Las primeras luces del alba bañaban los tejados sobre el patio abierto, y el ambiente era agradable pues estaba impregnado del frescor veraniego; ambas mujeres se hallaban junto a la pared, cubiertas por la sombra, una de blanco, la otra vestida de gris, bajo una enredadera en flor, como si posaran para un cuadro. Todos los colores se antojaban más intensos, más vividos.
Me acerqué a ellas.
—Ésta es Ialba Actamo —me informó Gry; y dirigiéndose a la mujer—: Te presento a Memer Galva.
Ialba era menuda, liviana, una mujer de aspecto delicado de unos treinta años y mirada penetrante. Llevaba el vestido claro de los esclavos que servían en palacio. Nos saludamos circunspectas.
—Ialba nos trae noticias de palacio —dijo Gry.
—Me envía Tirio Actamo —dijo la mujer—. Traigo nuevas del Gand Ioratth.
—¿No ha muerto?
Ella negó con la cabeza.
—No. Resultó herido durante el ataque y posterior incendio. Su hijo ordenó llevarlo a palacio y contó a los soldados que estaba moribundo. Creemos que anunciará públicamente que ha muerto. ¡Pero está vivo! Los sacerdotes lo llevaron a las celdas que hay en palacio. Con mi señora, pues también a ella la han hecho presa allí. Si Iddor lo mata, ella morirá con él. Si los oficiales supieran que está vivo, podrían rescatarlo, pero no encontré a nadie allí con quien hablar. Estuve escondida toda la noche, y llegué aquí por los senderos montañosos. Mi señora me pidió que hablase con el Maestre, que le dijese al Maestre que él no había muerto. —Hablaba con voz firme, suave, sin altibajo alguno en el tono, a pesar de lo cual reparé en que estaba temblando, en que le temblaba todo el cuerpo mientras hablaba.
—Estás helada —dije—. Llevas toda la noche a la intemperie. Ven a la cocina.
Y me acompañó obediente.
Cuando se la presenté a Ista, ésta la miró de arriba abajo y dijo:
—Eres la hija de Benem. Asistí a la boda de tu madre. Tú madre y yo éramos amigas. Cuando eras una niña siempre fuiste la favorita de lady Tirio, de eso me acuerdo. Siéntate, siéntate. Te traeré algo caliente en un instante. ¡Vaya, pero si tienes la ropa empapada! ¡Memer! ¡Llévate a la niña a mi habitación y mira a ver si le encuentras ropa seca que le quede bien!
Mientras lo hacíamos, Gry se acercó corriendo al Maestre y a Orrec para ponerles al corriente de las noticias que nos había traído Ialba. Yo no tardé en reunirme con ellos, después de dejar a la muchacha en buenas manos. Llevé conmigo un cesto con pan y queso, porque estaba hambrienta y supuse que los demás también debían estarlo. Nos sentamos a comer y hablar acerca de lo que suponían las noticias que nos había dado Ialba, y de qué podíamos hacer al respecto.
—¡Tenemos que saber qué está pasando! —exclamó el Maestre, frustrado.
—Iré a averiguarlo —se ofreció Orrec.
—Ni se te ocurra asomar la nariz en la calle —le ordenó Gry—. ¡Todo el mundo te conoce! Iré yo.
—A ti también te conocen —dijo él.
—Pero a mí no —dije. Y engullí un bocado de pan y queso al tiempo que me levantaba.
—Todo el mundo en esta ciudad conoce a todo el mundo —dijo Orrec, lo cual era más o menos cierto. Sin embargo, que me reconocieran como al chico o la chica bastarda que hacía las compras para Galvamand no entrañaba un gran peligro, y era completamente invisible a ojos de los guardias aldos.
—Memer, deberías quedarte —dijo el Maestre.
Si me hubiera ordenado quedarme habría obedecido, pero lo dijo más bien en tono de protesta, o al menos así lo interpreté yo.
—Iré con cuidado y volveré dentro de una hora —dije. Ya me había transformado en chico, me solté el pelo, me lo recogí un poco y eché a andar, dejando atrás el patio norte. Gry me siguió y me dio un abrazo.
—Ten cuidado, león —murmuró.