Capítulo 6

Gudit me contó que aquella mañana se había presentado un mensajero procedente de la Consejería, que los aldos llamaban Palacio del Gand, para informar a Orrec Caspro de que debía visitar al Gand antes de mediodía. Por supuesto no lo pidieron por favor ni explicaron el porqué. Así que ellos se marcharon y nosotros nos dispusimos a esperar. Regresaron bastante tarde, tanto que tuve tiempo de sobras para preocuparme. Estaba fuera, sentada en el borde de la pila seca de la Fuente del Oráculo, frente a la casa, cuando los vi enfilar nuestra calle procedentes del sur. Orrec iba delante, tirando del caballo, y Chy el domador de leones caminaba a su lado, mientras la leona los seguía a ambos con expresión aburrida. Eché a correr para saludarles.

—Ha ido bien, ha ido bien —se apresuró a asegurar Orrec.

—Bastante bien —afirmó por su parte Chy.

Gudit se hallaba en la puerta del establo para hacer entrar a Branty, y es que tener caballos en el establo le complacía tanto que no permitía a nadie más cuidar un solo instante de ellos.

—Acompáñanos arriba —me propuso Chy. En el dormitorio señorial, aunque aún no se había cambiado de ropa ni lavado la cara, volvió a convertirse en Gry. Pregunté si tenían hambre, pero me respondieron que no, que el Gand les había dado de comer y beber.

—¿Os permitieron entrar? —pregunté—: ¿Y a Shetar? —No quería mostrarme curiosa ante nada que los aldos pudiesen hacer o deshacer, pero lo cierto era que lo estaba. No conocía a nadie que hubiese entrado en la Consejería o en los barracones, o visto al Gand y a los aldos que residían allí, ya que toda la Colina de la Consejería era un hervidero de soldados.

—Cuéntaselo todo mientras me cambio —ordenó Gry, y Orrec me lo contó; lo hizo como si fuera una de sus historias, pues no podía evitarlo.

Los aldos habían levantado tiendas y barracones, tiendas del tipo que utilizaban cuando iban de viaje por sus desiertos. La tienda de la Plaza de la Consejería era alta y muy grande, tanto como una casa señorial, toda de tela roja con bordados de oro y pendones. Orrec dijo que parecía que el Gand gobernaba desde esa tienda, en lugar de hacerlo desde la propia Consejería, al menos ahora que habían cesado las lluvias. La tienda disfrutaba de todas las comodidades, tenía un mobiliario suntuoso y disponía de mamparas de quita y pon que de algún modo compartimentaban el interior. A Orrec lo habían recibido en tiendas como aquélla en sus viajes por Asudar. Sin embargo, en esta ocasión no lo llevaron bajo el techo de tela, sino que lo invitaron a sentarse en un taburete liviano y plegable, puesto en una alfombra próxima a la puerta abierta de la tienda.

Un mozo había conducido a Branty a los establos como si fuera de cristal. El domador de leones y la leona permanecieron unos metros por detrás de Orrec, escoltados por oficiales aldos. Al igual que a Orrec, a ellos también les ofrecieron sendos parasoles para protegerlos de la luz del sol.

—Yo tomé uno para Shetar —nos dijo Gry desde el interior del vestidor—. Respetan a los leones. Aunque al final se deshicieron de los parasoles porque los habíamos usado y no estaban... limpios.

Enseguida se les ofreció un refrigerio, y a Shetar le pusieron delante un cuenco lleno de agua. Después de esperar durante media hora, el Gand asomó de la tienda acompañado por una comitiva de cortesanos y oficiales. Saludó a Orrec con suma elegancia, llamándolo príncipe de los poetas y dándole la bienvenida a Asudar.

—¡Asudar! —exclamé—. ¡Pero si esto es Ansul! —Entonces me disculpé por haberle interrumpido.

—Donde estén los aldos, allí está el desierto —apuntó Orrec con suavidad. No sé si eran sus propias palabras o se trataba de un refrán aldo.

Explicó que el Gand Ioratth era un hombre de más de sesenta años que vestía una espléndida túnica de lino tejido con hilo de oro a la manera de Asudar, y se tocaba la cabeza con el amplio sombrero rematado en punta que sólo pueden llevar los nobles aldos. Se mostró afable y su conversación fue sutil y animada. Se sentó con Orrec y charló con él de poesía; al principio hablaron de las grandes narraciones épicas de Asudar, aunque también se interesó por lo que llamaba poetas occidentales. Era un interés real, y a Orrec sus preguntas se le antojaron inteligentes. Invitó a Orrec a que acudiera con regularidad a palacio para recitarle su propia obra y la de otros poetas. Dijo que eso complacería a toda su corte y a él, además de lo instructivo que resultaría. Habló como un príncipe habla con otro, invitándole, no ordenándole.

Algunos de los cortesanos y oficiales participaron en la conversación al cabo de un rato y, al igual que el Gand, demostraron un conocimiento exhaustivo de su propia épica y curiosidad, mejor dicho, un afán de escuchar poesía e historia. Halagaron a Orrec, asegurándole que para ellos era una fuente en mitad del desierto.

Hubo otros que se mostraron menos corteses. El hijo del Gand, Iddor, se mantuvo distanciado y no prestó atención a la conversación sobre poesía, hasta tal punto que ni siquiera salió de la tienda abierta, en cuyo interior estuvo charlando con una camarilla de sacerdotes y oficiales; finalmente, levantaron tanto la voz que el propio Gand tuvo que chistarles para que guardaran silencio. Después de eso, Iddor permaneció ceñudo y no abrió la boca.

El Gand pidió que la leona fuera conducida a su presencia, así que Chy hizo los honores, y Shetar hizo algún que otro numerito al llamarla Orrec: se puso frente al Gand, estiró las patas delanteras y hundió la cabeza entre ambas, tal como hacen los felinos cuando se estiran, gesto que de algún modo equivalía a presentarle los respetos al Gand. Esto complació mucho a todos los presentes, y Shetar tuvo que repetirlo varias veces, lo cual no le importó por mucho que fuera su día libre. Iddor se adelantó y quiso jugar con ella, ofreciéndole el gorro emplumado, gesto que ella ignoró, y preguntando también cuán fuerte era, si cazaba a sus presas, si había mordido a alguien, si había matado a un hombre y demás. Chy el domador respondió respetuosamente a todas estas preguntas, y ordenó a Shetar presentarle sus respetos. Sin embargo, la leona le dedicó un bostezo después de inclinar la cabeza sin tanto garbo.

—No debería permitírsele a un pagano tener una leona en Asudar —dijo Iddor a su padre.

—¿Y quién arrebatará la leona a su dueño? —preguntó entonces el Gand, echando mano de un proverbio que le vino ni que pintado.

Después, Iddor empezó a incordiar a Shetar, provocándola a gritos y arrojándose sobre ella como si fuera a atacarla. Shetar lo ignoró totalmente. El Gand, cuando reparó en lo que hacía su hijo, se levantó furioso y le dijo que estaba poniendo en evidencia la hospitalidad de su casa, así como ofendiendo a la majestuosidad de la leona, todo ello antes de ordenarle que se retirase.

—La majestuosidad de la leona —repitió Gry cuando por fin se sentó con nosotros, el rostro limpio, vestida con la blusa de seda y los calzones—. Eso me gusta.

—A mí lo que no me gusta es lo sucedido entre el Gand y su hijo —admitió Orrec— Es un nido de víboras, tal como dijo Gudit. Será necesario manejarse con sumo cuidado ahí dentro. Sin embargo, el Gand es un hombre muy interesante.

«Es el tirano que nos arruinó y nos esclavizó», pensé; pero no dije nada.

—El Maestre tiene razón —siguió diciendo Orrec—. Los aldos han acampado en Ansul como soldados en plena marcha. Es asombroso constatar hasta qué punto ignoran cómo vive la gente aquí, quiénes son, qué hacen. Y el Gand está muerto de aburrimiento. Creo que ha comprendido que probablemente morirá aquí y que más le vale sacar todo el provecho posible de las situaciones que se le presenten. Por otro lado, los habitantes de esta ciudad no saben nada sobre los aldos.

—¿Y por qué debería ser de otro modo? —pregunté, incapaz de morderme la lengua.

—En las Tierras Altas tenemos un dicho: hace falta un ratón para conocer de verdad al gato —dijo Gry.

—No quiero conocer a gente que escupe a mis dioses y nos llama impíos. Yo los llamo rastreros. Mira, mira a mi señor. ¡Mira lo que le hicieron! ¿Crees que nació con las manos así de retorcidas?

—Ay, Memer —dijo Gry, estirando el brazo hacia mí.

—Puedes ir a eso que llaman su palacio y comerte su comida si quieres, y recitarles tu poesía, que yo si pudiera mataría a todos los aldos de Ansul —dije, apartándome de Gry.

Les di la espalda y rompí a llorar porque lo había echado todo a perder y no era merecedora de su confianza. Intenté abandonar la estancia, pero Orrec me lo impidió.

—Escucha, Memer —dijo—. Escucha. Perdona nuestra ignorancia. Somos tus invitados y te pedimos perdón.

Sus palabras cortaron de raíz mis estúpidas lágrimas. Me sequé los ojos y me disculpé.

—Lo siento, lo siento —susurró Gry, a quien permití que me tomara la mano y se sentara conmigo en el alféizar de la ventana—. Somos tan ignorantes. Sabemos pocas cosas de ti, de tu señor, de Ansul. Sin embargo, al igual que tú, sé que no fue fruto del simple azar que nos conociéramos.

—Fue Lero —dije.

—Un caballo, una leona y Lero —dijo—. Confiaré en ti, Memer.

—Y yo confiaré en vosotros —les prometí.

—Cuéntanos, pues, quiénes sois. ¡Tenemos que conocernos! Cuéntanos quién es el Maestre, o qué fue antes de la llegada de los aldos. ¿Era el señor de la ciudad?

—No teníamos señores.

Intenté recomponerme para responder con propiedad, como hacía siempre que el Maestre me pedía que le ampliara los detalles de algo.

—Se elegía un Consejo para gobernar la ciudad, como se hacía en todas las ciudades de la Costa de Ansul. Los ciudadanos votaban a los miembros del Consejo. Y los Consejeros nombraban a los maestres. Los maestres viajaban entre las ciudades y acordaban el comercio, de tal modo que las ciudades y las poblaciones obtuvieran lo que necesitaban unas de otras. E impedían a los mercaderes engañar y practicar la usura, siempre que podían.

—Entonces, no es un título hereditario.

Negué con la cabeza.

—Se mantienen diez años en el cargo. Y diez más si el Consejo te lo otorga de nuevo. Luego debe ser nombrada otra persona. Cualquiera puede ser maestre, pero tenías que tener dinero propio o de la ciudad. Tenías que agasajar a los mercaderes, a los poderosos y a los demás maestres, y viajar continuamente, incluso en Sundraman, para hablar con los mercaderes de seda y los gobiernos que rigen esas tierras. Era muy costoso. Pero entonces Galvamand era una casa rica. Y la gente de la ciudad colaboraba. Ser maestre era un honor, un gran honor, así que seguimos llamándolo así. Para honrarlo por mucho que ahora no signifique nada.

Estuve a punto de echarme a llorar de nuevo. Mi debilidad, mi falta de control, me asustó y me enfureció a partes iguales; la ira que sentí me ayudó a controlarme.

—Todo eso sucedió antes de que yo naciera. Lo sé porque la gente me lo ha contado y he leído cosas.

Entonces me quedé sin aliento, como si me hubieran golpeado en el estómago, y me senté paralizada. La costumbre de toda una vida se había adueñado de mí: no debía mencionar en voz alta que leía, y nunca debía decirle a nadie que no perteneciera a la familia que había leído algo en un libro.

Sin embargo, Orrec y Gry, por supuesto, no repararon en ello. Para ambos era lo más natural del mundo. Asintieron y me pidieron que continuara.

Ya no estaba segura de qué debía explicarles o qué debía callarme.

—A las personas como yo nos llaman los «hijos del asedio» —dije. Me tiré del pelo rizado de color claro. Quería que supieran qué era, pero no quería mencionar que a mi madre la habían violado—. Ya lo veis... Cuando los aldos tomaron la ciudad. Fue entonces cuando... Pero logramos rechazarlos, y los mantuvimos a raya durante casi un año. Podemos luchar. No hacemos la guerra, pero podemos luchar. Entonces llegó el nuevo ejército de Asudar, una hueste con el doble de hombres que la anterior, y volvieron a burlar el asedio. Condujeron al Maestre a la cárcel y destrozaron Galvamand. Acabaron con la universidad y arrojaron los libros a las aguas del canal y del mar. Ahogaron a gente en el canal o la lapidaron y la enterraron con vida. La madre del Maestre, Eleyo Galva...

Había vivido en aquella misma habitación. Estuvo allí cuando los soldados irrumpieron en la casa. No pude continuar.

Guardamos silencio.

Shetar entró meneando la cola. Tendí la mano en su dirección para alejarme de lo que había estado contando, pero ella me ignoró. Tenía la boca medio abierta y parecía más leona de lo habitual.

—Estará de malhumor toda la noche —explicó Gry—. Obtuvo esas recompensas en palacio, y le recordaron que no había comido.

—¿Qué come?

—Cabras desdichadas, principalmente —respondió Orrec.

—¿Puede salir de caza?

—Lo que sucede es que no sabe muy bien cómo hacerlo —dijo Gry—. Su madre tendría que haberla enseñado. Los medioleones cazan en clan, como los lobos lo hacen en manada. Por eso nos tolera: somos su familia.

Shetar lanzó un comentario en forma de gruñido largo y ronco mientras recorría lentamente la estancia.

—Memer, si no te resulta demasiado duro hablarnos de ello... —empezó a decir Orrec, que entonces negó con la cabeza—. ¿Has dicho que destruyeron la biblioteca de la universidad? ¿Totalmente?

Me di cuenta de que deseaba fervientemente que yo lo negara.

—Los soldados intentaron derruir el edificio de la biblioteca, pero era de piedra y planta sólida, así que rompieron las ventanas, destrozaron la estancia y sacaron todos los libros. No querían tocarlos, así que obligaron a los ciudadanos a hacerlo por ellos, a cargarlos en carros y arrojarlos luego al canal. Había tantos libros apilados en el fondo del canal que ya no se hundían, así que ordenaron a la gente llevarlos al puerto, descargarlos y arrojarlos al mar. Si no se hundían empujaban a la gente tras ellos. Una vez vi a... —Pero en aquella ocasión logré contenerme antes de mencionar que había visto un libro recuperado del mar.

Ahora se hallaba en la habitación secreta, era uno de los pergaminos septentrionales, escrito en lino y enrollado alrededor de sendas varillas de madera. La persona que lo había traído lo había encontrado en la playa, lo puso a secar y nos lo trajo. Aunque llevaba semanas en el agua, la preciosa escritura era legible. El Maestre me lo había mostrado cuando trabajaba en la restauración de la parte de texto más perjudicada.

Sin embargo, no podía hablar de los libros, de los antiguos ni de los recuperados que descansaban en los estantes de la habitación secreta. Ni siquiera a Gry y Orrec. Pensé que sería más seguro hablar de los viejos tiempos.

—Hace tiempo, la universidad tuvo aquí su sede, en Galvamand.

Orrec preguntó, y yo le conté lo que sabía, la mayoría de lo cual me lo había contado el propio Maestre. Le hablé de las cuatro grandes familias de la ciudad de Ansul: Cam, Gelb, Galva y Actamo. Desde el albor de los tiempos eran las familias más prósperas y aglutinaban la mayor parte del poder en el Consejo. Construían las casas más espléndidas, y también los templos, y costeaban de su bolsillo los oficios religiosos y los festivales; reunían a artistas y poetas, sabios y filósofos, arquitectos y músicos a quienes invitaban a vivir en sus casas. Fue entonces cuando la gente empezó a llamar a la ciudad de Ansul la Sabia y Hermosa.

Los Galva siempre habían vivido allí, en la primera cuesta de la colina, sobre el río y el puerto, en la Casa del Oráculo.

—¿Hubo un oráculo en este lugar? —preguntó Orrec.

Titubeé. Había pensado muy poco en lo que significaba aquella palabra hasta el día anterior, la mañana del día en que llegaron Gry y Orrec, cuando estaba de pie junto a la pila seca de la fuente... La llamada Fuente del Oráculo.

—No lo sé —admití.

Abrí la boca para decir más, pero no lo hice. Era extraño. ¿Por qué nunca me había preguntado el porqué de que llamasen a Galvamand la Casa del Oráculo? Ni siquiera sabía qué era un oráculo, aunque sí sabía que no debía hablar de ello, de igual modo que siempre había sido consciente de que no debía hablar de la habitación secreta. Era como si una mano me sellara los labios.

Pensé entonces en lo que el Maestre había dicho la pasada noche: «Tenía en los labios las manos de todos los dadores de los sueños». Eso me asustó.

Comprendieron que me sentía confundida y que se me había trabado la lengua. Orrec cambió de tema y preguntó por la casa, y enseguida me recondujo a la historia que había decidido contarles.

En aquellos viejos tiempos prosperaban los Galva, y tanto la casa como la familia crecían, atrayendo a artistas, a estudiosos y a artesanos, y sobre todo a sabios, poetas y cuentacuentos. La gente acudía de toda Ansul e incluso de otras tierras sólo para escucharlos, para aprender de ellos, para trabajar con ellos. Así que a lo largo de los años la universidad se afianzó allí, en Galvamand. Toda la parte trasera de la casa, tanto los pisos superiores como los inferiores, habían sido apartamentos, aulas, talleres y bibliotecas; hubo otros edificios frente a los patios exteriores; y casas más allá, en la colina, que habían servido de alojamiento para los estudiantes y los maestros, talleres de artistas y constructores.

El poeta Denios viajó a Ansul desde Urdile cuando era joven. Puede que hubiese estudiado en la galería donde nos habíamos sentado la pasada noche, puesto que aquella sala había formado parte de la Biblioteca de Galvamand.

Con el paso del tiempo, Suerte, el dios a quien apodamos el Sordo, apartó la mirada de Cam, Gelb y Actamo. A medida que sus riquezas y bienestar iban en declive, su rivalidad con Galva se transformó en rencor. En parte por despecho, en parte por envidia, aunque aludieron que era en aras del interés público, convencieron al Consejo de que reclamase la universidad y sus bibliotecas para la ciudad, arrebatándoselas a Galvamand. Los Galva aceptaron la decisión del Consejo, aunque advirtieron que la antigua sede era lugar sagrado y que el nuevo podía no estar así de bendecido. La ciudad erigió nuevos edificios para la universidad cerca del puerto. Casi toda la enorme biblioteca que se había reunido aquí a lo largo de los siglos fue trasladada allí. Conté a Gry y Orrec lo que me había contado el Maestre.

—Cuando empezaron a sacar los libros de Galvamand, la Fuente del Oráculo del patio delantero empezó a dar problemas. A medida que se llevaron los libros de la casa, el agua dejó de fluir. Cuando hubieron terminado, se había secado por completo. Lleva doscientos años sin...

»Inauguraron la nueva universidad con ceremonias y festejos, y a ella acudieron estudiantes y estudiosos; sin embargo, nunca fue tan famosa, tan visitada, como la antigua biblioteca de Galvamand. Entonces, dos siglos después, llegó la gente del desierto y derruyó las piedras, arrojó los libros al canal y al mar y los enterró en el fango.

Orrec escuchó mi relato con la cabeza apoyada en las manos.

—¿No quedó nada aquí, en Galvamand? —preguntó Gry.

—Algunos libros —respondí incómoda—. Pero cuando levantaron el asedio, fue el primer lugar al que acudieron los soldados aldos, incluso antes de ir a la universidad. Buscaban... ese lugar que creían que existía. Arrancaron toda la madera de la casa y se llevaron los libros, los muebles, todo lo que encontraron a su paso. —Decía la verdad, aunque tenía la sensación de que Gry y Orrec no creían que fuera toda la verdad.

—Es terrible. Terrible —dijo Orrec al tiempo que se levantaba—. Sé que los aldos consideran maligna la palabra escrita, pero hasta el punto de destruir..., de arrasar... —Estaba tan afligido y decepcionado que no podía expresarlo con palabras. Recorrió la habitación hasta los ventanales que miraban al oeste, donde más allá de los tejados de Galvamand y de la ciudad flotaba Sul entre las brumas del estrecho.

Gry se acercó a Shetar y le puso la correa al cuello.

—Vamos, acompáñame, que necesita dar un paseo —me dijo en un susurro.

—Lo siento —dije cuando me disponía a seguirla, desesperada de nuevo tras ver a Orrec tan angustiado. No hacía más que meter la pata. Era aquél un día sin Ennu, sin bendición alguna.

—¿Fuiste tú quien destruyó los libros?

—No. Pero querría...

—¡Ay, si los deseos fueran caballos! —exclamó Gry—. Dime, ¿hay algún lugar donde pueda soltar a Shetar para que corra un poco? No atacará a nadie si ando cerca, pero es más seguro soltarla donde no haya gente alrededor.

—El Parque Viejo —dije, y nos dirigimos allí.

Se encuentra justo sobre la casa, a poniente; es una amplia hondonada en la ladera de la colina, sobre el río que los Terraplenes dividen en cuatro canales. Los árboles crecen a su aire en las laderas del Parque Viejo. Los aldos nunca se acercan a ese lugar porque no les gustan los árboles. Es difícil encontrar a alguien allí, exceptuando a los niños que van a atrapar conejos o codornices para llevar algo de comer a su familia.

Mostré a Gry lo que llaman Fuente de Denios, cerca de la entrada, y Shetar echó un largo trago de la pila.

No había ni un alma, y Gry libró a la leona de la correa. Echó a correr, pero no se marchó lejos, y procuraba volver a menudo. Era evidente que los árboles tampoco eran de su agrado, y yo me resistía a llevarlas a la densa maleza que crecía asilvestrada más allá. Pasó un buen rato afilándose las garras en un árbol, y luego en otro, olisqueando el rastro de algún otro animal en unos zarzales. Lo más que se alejó fue persiguiendo a una mariposa, lo que la llevó a dar brincos y seguirla por una senda empinada. Llevaba un rato desaparecida cuando Gry emitió un ronroneo, y al cabo de unos instantes reapareció la leona, que vino hacia nosotras salida de las sombras. Gry tocó la cabeza de Shetar, que nos siguió cuando emprendimos lentamente el camino de vuelta a través del bosque.

—Qué don tan maravilloso ser capaz de llamar a los animales —dije.

—Depende de para qué lo utilices —dijo Gry—. La verdad es que fue muy útil cuando descendimos de las Tierras Altas y tuvimos que ganarnos la vida. Yo me dediqué a adiestrar caballos, mientras Orrec investigaba sus cosas... Me gusta ese trabajo. Admiro el modo en que los aldos adiestran a sus monturas. Para ellos, pegar a tu caballo es peor que pegarle a una esposa. —Y lanzó un bufido.

—¿Cómo pudiste aguantar tanto tiempo viviendo en Asudar? ¿No te... No te hartaste de ellos?

—No tenía los mismos motivos que tú para enfadarme —admitió ella—. Era un poco como vivir entre animales salvajes, con depredadores. Son peligrosos, y no razonan con nadie, al menos no como estamos acostumbrados a hacer los demás. Te dificultan la vida. Sentí pena por los hombres.

No dije nada.

—Son como potros o conejos —continuó, reflexionando en voz alta—. No pasa un instante que no estén inquietos por un rival o una hembra que se les escapa. Nunca son libres. Llenan su mundo de enemigos... Pero son valientes, y mantienen la palabra dada, y saben cómo agasajar a un invitado. Como mis paisanos de las Tierras Altas. Me gustaron, aunque no pude llegar a conocer a las mujeres, porque me hacía pasar por un hombre y tenía que mantenerme lejos de ellas. Era agotador.

—Odio todo lo que tiene que ver con ellos —dije—. No puedo evitarlo.

—Pues claro que no puedes. Lo que nos has contado... ¿Cómo ibas a verlos si no?

—No quiero verlos de otro modo —dije.

No creo que Gry tuviera problemas para escuchar lo que decían los demás, pero la verdad era que a veces lo ignoraba. Siguió caminando un poco, y de pronto se volvió hacia mí en el camino con una sonrisa inesperada en los labios.

—¡Escucha, Memer! ¿Por qué no te vienes con nosotros a palacio? Como segundo mozo. Engañas al más pintado vestido de chico, al menos me engañaste a mi. ¿Querrías? Es interesante. El Gand es una especie de rey, ¿cuántas oportunidades tendrás de conocer a un monarca? Y podrías escuchar a Orrec, que va a contarles las Cosmogonías, lo cual no está exento de peligro, pues creen a pies juntillas que Atth es el único dios verdadero. Sin embargo, el propio Gand se lo pidió ayer.

Me limité a negar con la cabeza. Me apetecía muchísimo escuchar a Orrec recitando ese poema, pero no en compañía de un montón de aldos. No iba a insistir en cuánto los odiaba, pero tampoco iba a mostrarme educada, dócil y servil ante ellos.

Sin embargo, al día siguiente, después de la cena, Gry volvió a sacar la idea a colación. Era obvio que había puesto al corriente a Orrec, puesto que éste no puso objeción alguna; para mi consternación, el Maestre tampoco tuvo nada que objetar. Preguntó hasta qué punto les parecía peligroso, y cuando ambos dijeron que confiaban en la ley y la hospitalidad de los aldos, respondió:

—La hospitalidad que me mostraron no es del tipo que querría que dispensaran a Memer. No obstante, nuestro pueblo y el suyo conocen tan poco el uno del otro, a pesar de los años transcurridos, que me parece una vergüenza. Tanto por nuestra parte, como por la suya. —Me miró pensativo—. Y Memer aprende rápido.

Quise protestar, decir que me negaba a acercarme a los aldos, que no quería aprender nada acerca de ellos. Sin embargo, hubiera sido una muestra de ignorancia supina por mi parte, algo que el Maestre despreciaba. Y también sonaría a cobardía. Si Orrec y Gry estaban dispuestos a arriesgarse a ir a palacio, ¿cómo iba a negarme yo?

La idea me resultaba más y más aterradora a medida que le daba vueltas en la cabeza, a pesar de lo cual sentía curiosidad por el palacio, por los aldos, quizá por la forma en que Orrec y Gry hablaban de ellos. Todo se había mantenido tan constante en mi vida durante tanto tiempo que me preguntaba si siempre sería igual: las labores caseras, el mercado; las habitaciones vacías de Galvamand, la habitación secreta y los tesoros que ocultaba, las lecturas, el aprendizaje, y el rincón más oscuro y extraño al que no me atrevía a acercarme; aparte de mi señor, no había nadie más dispuesto a enseñarme, nadie más con quien pasar el tiempo, nadie más a quien poder amar. Ahora, tras la llegada de aquellas dos personas, era como si la casa hubiese cobrado vida. Los ancestros se habían despertado de su letargo, prestaban atención las almas, las sombras, y los guardianes del umbral y el hogar. Aquel que Mira a Ambos Lados había abierto la puerta. Lo sabía. Sabía que nuestros invitados habían venido a nosotros recorriendo la senda de Ennu y que contaban con la bendición de Lero, y que rechazar lo que me ofrecían equivalía a rechazar el don, la oportunidad, el siguiente recodo del camino.

—¿Quieres ir, Memer? —me preguntó el Maestre.

Sabía que si me negaba, no insistiría. Me encogí de hombros, sin siquiera hablar, como si el hecho de ir o quedarme no tuviese mayor importancia para mí.

Me observó con atención. ¿Por qué se mostraba de acuerdo en enviarme en compañía de nuestros enemigos? Comprendí el porqué: era porque podía ir donde él no alcanzaba. Aunque yo fuese una cobarde, podía arroparme con su valor. Me estaba pidiendo que representara mi papel de heredera de nuestra familia.

—Sí, iré —dije finalmente.

Aquella noche fue la primera vez en mi vida en que soñé con el hombre que era mi padre. Llevaba la capa azul de los soldados. Tenía el pelo como yo, un estropajo duro, difícil de domeñar; pelo rizado. No pude verle el rostro. Trepaba con soltura por las ruinas, las murallas quebradas y la piedra, todo aquello que abundaba en nuestra ciudad. Yo estaba de pie en la calle, observándolo. Cuando pasó por mi lado me miró a los ojos. No pude verle el rostro con claridad, pero pensé que no era el de un hombre, sino el de un león. Apartó de nuevo la mirada y se encaramó a una pared en ruinas, apresurándose como si alguien lo estuviera persiguiendo.