LOS NIHILISTAS FLAMANTES
Todos sabemos la diferencia que existe entre formación e información. De igual modo todos saben que hoy vivimos en un universo de la información; el desarrollo tecnológico ha obrado de manera que aunque diálogo y cultura puedan todavía sobrevivir (y hay quien lo duda), ello no sucederá sino sobre el fondo de una comunicación intensiva de datos, de noticias, de rectificaciones de lo que está ocurriendo.
Es fácil comprender cómo una condición semejante se presta a la «deprecación». No hay nada más fácil que la súplica. A cualquier intelectual frustrado le basta con medir la condición del hombre contemporáneo con la del Cortesano o con la de los hidalgos de Bembo, y el juego está hecho: Qué descolorida diferencia, qué pérdida de humanidad… ¿Adónde ha ido a parar el hombre? Se ha disuelto en el delirio, en la melaza de los conformismos, en los desórdenes protervos de una inteligencia informada e informal. ¿Qué nos queda? El silencio (sin exilio y sin astucia), la contemplación trágica del vacío. Y el consuelo de ser un alma noble. Un nihilista flamante.
Ahora bien, por los corredores de la cultura europea ya se había paseado un nihilista flamante, y de qué fuerza. Ya lo había dicho todo. Sólo que, por el desdén que sentimos al hallarle cómplice de la locura nazista, lo habíamos arrinconado entre los testigos que no debíamos recordar o, precisamente para nosotros, los jóvenes, que no debíamos leer.
Y el mismo Nietzsche nos ha parecido, en cambio, revelador leyendo el estudio que le dedica Gianni Vattimo (un joven que se ha puesto a leerlo de cabo a rabo) en el reciente número de Archivio di Filosofia dedicado, precisamente, a Pascal y a Nietzsche. Este ensayo se inserta en el plano de una investigación más vasta, pero aquí nos basta con dar las gracias al intérprete por habernos indicado algunas líneas de pensamiento que habrían podido ahorrar tantos descubrimientos excitantes a los nihilistas de vuelta. Son las páginas sobre «la enfermedad histórica»: la enfermedad de nuestro tiempo (digo «nuestro» porque no en vano era Nietzsche un gran visionario), el estado de consunción de una civilización que, por la extrema conciencia de lo sucedido, pierde la fuerza para crear algo nuevo y se mueve bajo el peso de descubrimientos ahora purgados, de astucias por completo abrasadas.
Todas las acciones y todas las revisiones no pueden por menos, pues, de convertirse en reflexiones sobre cualquier experiencia ya comprobada: para empezar sucede saberlo ya todo y no se puede por menos de saberlo. Transportemos esta enfermedad, hecha de conciencia, desde el reino de la cultura de élite al de la cultura de masas y tendremos el «periodismo» como categoría del espíritu, el ser informados de continuo sobre el presente, la exigencia de conocer toda la crónica del momento, el no poder prescindir, el no poder salirse de ello. Puesto en relación con una infinidad de situaciones de las que viene obligado a tomar parte, y de las cuales ninguna le pertenece, ninguna se le presenta como una perspectiva privilegiada, el hombre moderno, si quiere moverse y proyectar, vive en una permanente inseguridad.
Ésta es la situación. Pero Nietzsche no se contentaba con «deprecarla»; procuraba superarla desde las raíces. Sus conclusiones podrán no agradarnos —y no nos agradan—, pero no podemos negar que se trataba de conclusiones meditadas y pagadas a un alto precio. Pensad, en cambio, cuán cómodo es deprecar la enfermedad histórica, bajo su apariencia de «periodismo», a través del periodismo. Para muchos de nuestros contemporáneos, este golpe de maestro garantiza una segura reputación de «maestro de humanidad».
Pero ¿qué hombre se encamina a mal fin? ¿El de Bembo y del Cortesano, el de Leonardo, el de Ariosto o el de Rafael? Veamos. De aquella época también podemos imaginarnos a los miembros de una comunidad rural de Sajonia: viven según ritmos estacionales y «humanos»; la cultura se transmite de padres a hijos bajo la forma de conceptos comprobados por la prudencia de los mayores; esto es «formación», porque es sistema de valores, integración en el ambiente, es equilibrio, es rica y natural humanidad. Entregados al ejercicio de esta incorrupta totalidad de valores, aquéllos recibirán un día, con retraso, la noticia de que se ha producido una reforma religiosa, que la reforma ha provocado algunas conmociones, algunas guerras, la aprobación general, y que su religión y su sistema de valores han cambiado en virtud de un concordato, adaptándose a la religión y los valores profesados por su soberano. Seguramente, ellos no estaban afectados por la enfermedad histórica ni por el morbo del periodismo. Pero algo había cambiado: ahora tenían que someterse. Alguien había elegido por ellos: había elegido, junto con los valores, las técnicas de gobierno, la determinación de los medios de producción, todo.
¿Qué les sucede en cambio a nuestros contemporáneos? Abrumados, resignados, esquizofrénicos a causa de la presión de un universo de la información, Mike Bongiorno, el hijo de Mina y la condena de Evtushenko, el concilio y el doctor Kinsey escenifican ante sus ojos de dilatada pupila la vergonzosa comedia de una información que informa de todo y ya no da nada. Sin embargo, alguno de estos hombres, de estas mujeres, identifican, en la Babel gráfica de los titulares de una página de periódico, la información que les atañe más de cerca: allá abajo ha estallado una revolución sofocada enseguida, ayer el gobierno en funciones estipuló una alianza política que traiciona el pasado, hoy el líder de uno de los dos bloques ha dado comienzo a una acción que podrá llevar a la guerra. Estos lectores leen —permanecen «informados sobre el presente»— y bajan a la plaza. Tiran piedras contra una legación, se hacen matar por las fuerzas del orden, marchan silenciosos con pancartas. Al atardecer, algo ha «cambiado» en la situación general. Su gesto ha «cambiado» el curso de los acontecimientos. Estos hombres informados se han descubierto a sí mismos, por esto mismo, hombres libres; y han sabido discernir, cosa insospechada, entre información e información.
Teniendo que escoger entre un ideal humano, nos vemos animados a optar por estas víctimas de la enfermedad histórica (y tecnológica). Y nos surge la duda de que el modelo «humanístico» que se nos propone frente al modelo deprecado, constituya a fin de cuentas una estafa peligrosa, y de que la plena humanidad de los cortesanos y de los aduladores de Caterina Cornaro no fuese sino una gratificación para las clases privilegiadas.
Sólo que detenerse en este punto sería algo tan ingenuo y engañoso como alinearse en posición deprecatoria. El hombre del universo de la información no es un hombre del todo regenerado y hecho libre; es —genéticamente hablando— un «mutante», un hombre para quien se configurarán nuevos ideales de humanidad y de formación, nuevos sistemas de valores y se identificarán nuevas vías de liberación. No es ningún misterio comprender en qué se basa esta «transformación del hombre» y qué tendencias manifiesta; a ello han contribuido transformaciones tecnológicas, reajustes de las estructuras sociales y, por consiguiente, modificaciones de las perspectivas culturales, del lenguaje y de los canales de comunicación. La función del hombre de cultura es, precisamente, ésta: proyectar luz sobre estos «misterios» (y sobre los «expendedores de misterios») para establecer si, en el ámbito de la civilización actual, hay vías operativas para actuar culturalmente sobre este «mutante-hombre».
Cualquier otra posición es radicalmente equívoca; y nos hace sospechar que encubre la nostalgia de un tiempo en el que ser «hombre» era privilegio de unos pocos.
Si así fuese, se cultivaría entonces (incluso sin saberlo) lo que Kazin llamaba un «alto fascismo intelectual».
De Patmos a Salamanca
Elaborar una ficha personal de Milo Temesvar[171] no es cosa fácil; ni es fácil establecer con exactitud el campo de intereses de una inteligencia tan desordenada, inquieta e imprevisible. Durante una reciente estancia en Argentina se impuso a la atención de los eruditos con una memoria sobre Las fuentes biliográficas de J. L. Borges, que pareció filológicamente decisiva hasta que fue refutada por un librito anónimo titulado Sobre el uso de los espejos en el juego del ajedrez.
Naturalmente el autor de este pamphlet era el mismo Temesvar, quien de este modo lograba así confundir las ideas de los propios lectores. Por otra parte, su estancia en Argentina representaba un episodio poco menos que casual: Milo Temesvar, albanés, había dejado su propio país, acusado de desviacionismo de izquierda y se había retirado a la Unión Soviética, donde había realizado estudios sobre las máquinas pensantes, tratando de reducir, mediante análisis informacionales, los valores poéticos a circuitos lógicos reproducibles por un cerebro electrónico provisto de oportunas instrucciones. Emigrado a Estados Unidos, había permanecido por espacio de algunos meses como lector de lenguas eslavas en la Rutgers University; antes de abandonar Estados Unidos (al parecer, muy presionado por el FBI), tuvo el tiempo de publicar en la Seven Types Press un ensayo sumamente original, irritante y provocativo, bajo el título de The Pathmos Sellers, que más o menos podría traducirse (si, como parece ser, va a adquirir sus derechos un editor italiano) como I venditori di Apocalisse (Los vendedores de Apocalipsis).
The Pathmos Sellers es, a su manera, una investigación sociológica; a su manera, porque propone suculentas hipótesis interpretativas, sin ofrecer ningún elemento de comprobación sobre el terreno, pero en tal sentido Temesvar se muestra coherente con las ideas que en su día había expuesto en una memoria a la Academia Soviética de las Ciencias, con el título de La comprobación como falsificación de las hipótesis.
¿Cuál es la tesis de The Pathmos Sellers? La investigación parte de un problema ya más veces tratado por la publicística sociológica y al que vulgarmente se le viene llamando «el problema de lo inepto»; es decir, el problema de la recualificación de los roles en una sociedad completamente automatizada y fuertemente industrializada.
Temesvar parte de un ejemplo elemental, o sea, del momento en que en una ciudad, sustituyendo los tranvías por los trenes metropolitanos, se encuentran con que tienen que volver a emplear a los tranviarios. Los que no resultan adiestrables como conductores de vagones de Metro (porque sus reflejos ya no responden a las nuevas exigencias, o porque no logran adaptarse a las nuevas operaciones técnicas), tienen que ser devueltos a la sociedad como elementos no integrados, potencialmente desocupados. Con una buena organización de asistencia social, el neodesocupado puede, sin embargo, encontrar otro horizonte de actividades en que desempeñar un nuevo papel.
Hay, en cambio, observa Temesvar, una categoría de trabajadores para los cuales no existe un papel alternativo al que desempeñan, y son los intelectuales, en particular los humanistas que se califican como «técnicos de la Totalidad» (o de la Humanidad, entendida como totalidad de los valores). No obstante, precisamente estos hombres y mujeres a quienes la sociedad no puede procurar la más mínima ayuda, porque en cierta medida son ellos los instructores de la sociedad, el día en que su función resultase inadecuada al contexto sociocultural, tendrían una excitante alternativa. Gracias a sus dotes de imaginación y a sus capacidades culturales, siempre pueden «inventar» nuevos tipos de actividad que tengan absoluta apariencia de funcionalidad.
Para aclarar el problema, Temesvar elabora un modelo abstracto, cuyas referencias históricas asumen un valor alegórico, y es el modelo del «docto de Salamanca». El docto de Salamanca, dice Temesvar, es un experto en astronomía y geografía, conoce todo lo que dicen los testimonios antiguos acerca del modelo astronómico tolemaico y tiene nociones culturales que le permiten enseñar cómo son las diversas partes del mundo, qué gentes lo habitan, qué carreteras hay que tomar para llegar a ellas. Esta suma de conocimientos permite al docto de Salamanca obtener un puesto en la Universidad homónima y ricas prebendas del Rey de España.
De improviso, ante los doctos de Salamanca se presenta Cristóbal Colón, que sostiene nuevos conceptos acerca de la forma y dimensiones de la Tierra y presenta la hipótesis de que es posible «buscar el Levante por el Poniente». Como es natural, el docto de Salamanca refuta a Colón. Colón parte igualmente y descubre América. A partir de este momento, el rostro de la Tierra aparece cambiado, todos los libros de astronomía y de geografía hasta entonces existentes pierden valor, los conceptos cuyo vendedor y divulgador autorizado era el docto ya no tienen validez alguna. Los nuevos técnicos del globo son los navegantes, los exploradores o los doctos capaces de ajustarse a la nueva visión de las cosas. Entonces, al docto de Salamanca —si quiere sobrevivir— se le ofrecen dos alternativas: o someterse a un curso de adiestramiento para adquirir suficientes conocimientos que le permitan ser maestro de cultura y de vida en el cambiado horizonte de relaciones, o establecer las bases de una nueva ciencia que consista en sostener la negatividad moral y cultural del descubrimiento de América. En esta disciplina podría ascender a la dignidad de experto y volver a ser maestro de vida para miles de discípulos.
América existe, es verdad, pero es malo que exista, y graves daños se seguirán de su existencia para la comunidad humana. El docto de Salamanca, erigiéndose en experto del «adónde iremos a parar», vuelve a encontrar un papel en el contexto social, identifica los organismos políticos, religiosos y económicos que puedan sacar provecho de su propaganda ideológica y, en palabras vulgares, reconquista el puesto y las prebendas. Temesvar lo denomina, en este su nuevo papel, «vendedor de Apocalipsis».
El planteamiento filosófico del ensayo de Temesvar es muy claro: su estudio sobre la génesis de los roles culturales ficticios en la sociedad tiene evidentemente presente la importancia que tienen las determinaciones económicas sobre la formación de las actitudes culturales, las profético-deprecatorias en particular. Por otra parte, no vacila en traspolar su modelo a lo vivo de la situación presente. Vivimos en un universo cultural en pleno cambio, dice, en el que la frontera entre lo espiritual y lo material, entre valores técnicos y valores humanísticos se está haciendo cada vez más tenue. No porque los valores técnicos se superpongan a los valores humanos, sino porque los valores humanos de mañana se identificarán a través de otros parámetros y pasando a través de las nuevas situaciones establecidas por el progreso tecnológico.
Una discusión filosófica sobre el hombre como obra maestra de la creación a causa de sus facultades de deducción lógica ha perdido hoy todo significado, desde el momento que esas mismas facultades son demostradas por un buen cerebro electrónico. No es que pierda valor y sentido un discurso sobre el hombre: sólo que el hombre ya no será considerado como un animal silogizante, sino como animal capaz de construir máquinas silogizantes y de plantearse nuevos problemas (inéditos) acerca del uso de las mismas. Cambia el horizonte de problemas: es preciso volver a encontrar al hombre algunos millones de kilómetros más allá. Esto sucede con respecto a la filosofía como con respecto a la crítica de arte, a la moral, como a la economía y a la religión. Y evidentemente todo esto le exige al intelectual un curso de reajuste, un acto de humildad, una capacidad de saber volver a estudiar de nuevo.
A algunos, el desproveimiento o la avanzada edad no les consienten ya esta decisión. Y entonces se asiste, ante el terror de perder una función privilegiada, a la invención de una función ficticia, a la constitución de nuevos roles. Tenemos entonces a los técnicos del Apocalipsis, especializados en demostrar que el nuevo horizonte de problemas es radicalmente erróneo, antihumano y que hay que volver a cultivar los valores de antaño para garantizar a la humanidad la supervivencia. De esta manera, el «vendedor de Apocalipsis» —observa Temesvar— ha resuelto de algún modo el problema: el de su propia supervivencia particular.
Sobre la ciencia ficción
A un alto precio —¿hipnosis, droga?—, sometiéndose a una tensión física que le costará diez años de vida, el señor Wayne podrá intentar un oscuro experimento: podrá vivir, en cuestión de unos pocos segundos, un año en uno de los infinitos universos posibles, el que responderá a sus ansias más secretas e inalcanzables. Tanto le permite La Revista de los Mundos. Después lo piensa mejor y vuelve a casa: pasará un año real, preguntándose si ha hecho bien en renunciar, y será uno de los acostumbrados años chatos e iguales, con la mujer preocupada, la niña con el sarampión, el trabajo de todos los días y algún weekend en barca de vela. De pronto, Wayne se despierta: se «había sometido verdaderamente» al experimento. Aquel año de vida banal constituía el más inalcanzable de los mundos posibles. Porque Wayne es uno de los pocos supervivientes de una Tierra trastornada por el conflicto atómico, y la mujer, la casa, los hijos, forman parte de un bagaje de fantasmas que le sigue por entre las ruinas.
Así, en esta ejemplar novela de Robert Sheckley, publicada en Galaxy, la búsqueda del tiempo perdido y la memoria como última cosa recuperada entran en la temática de la ciencia ficción como instrumento apocalíptico de protesta. Por otra parte, los lectores italianos de science fiction habrán observado, entre las publicaciones más recientes, una intensificación de las novelas y relatos que tratan con constante claridad temas que preocupan a la literatura, a la crítica y a la sociología contemporánea: el tema de la destrucción atómica aparecerá de nuevo en Han destruido la Tierra de Paul Anderson, la sátira de una economía del bienestar y del consumo en Los mercaderes del espacio de Pohl y Kornbluth; aparecerá la parábola iluminística de Beam Piper, El pequeño pueblo, que induce a una revisión de todo prejuicio racial, ampliando la categoría de «ser humano» como «ser pensante». Y con esto la ciencia ficción vuelve a corroborar su vocación de termómetro de las temáticas en discusión, y su función —entre los varios productos de una cultura de masas— de ala progresista.
Sin embargo, se trata siempre de un producto industrial, presto a seguir incluso pasivamente los humores del propio público; nos lo demuestran tres relatos de Heilein escritos en pleno maccartismo, por los cuales volvemos a encontrar en Infantería del espacio una perceptible tara nazista, mientras que en La sexta columna el tema de la situación «posconflicto nuclear» se colorea de intransigencia racista (los «amarillos» como radicalmente malos…). En cuanto a El terror de la sexta luna, nos hallamos frente a un verdadero manual de caza de brujas. Los espaciales que, como una oculta masa gelatinosa, cubierta con los vestidos, se adhieren a la espalda de las víctimas terrestres y actúan a través de estos «zombis» de nuevo tipo, no dejan dudas acerca de su naturaleza alegórica. Pero la ciencia ficción tiene sus recuperaciones internas, y para estas últimas obras (que, por otro lado, reflejan sensibilidad) encontramos en cambio Las naves de Pavlov, de Pohl, donde el tema de la relación entre blancos y amarillos se resuelve a través del descubrimiento de una más profunda identidad humana.
Y por consiguiente nos parece típico de la science fiction, precisamente porque trata siempre de imaginar las soluciones posibles de datos actuales, el desembocar en una crítica positiva; y, a diferencia de la novela amarilla (que ahora ha descendido al nivel de la «manera» de la violencia y del sexo), no permanece nunca en una placentera justificación de lo factual, sino que mantiene una tensión utopística, una función alegórica y educativa.
Desde luego, no estamos diciendo nada nuevo. La lección de Sergio Solmi ha planteado de manera ejemplar el problema de una crítica, literaria y de costumbres, a ejercitarse en un alto nivel cultural sobre este fenómeno.
La ciencia ficción es «literatura de consumo» y, por tanto, no es juzgada (a no ser por artificio esnobista) según los criterios aplicables a la literatura de experimento y de investigación. Basada en un mecanismo de la acción apto para provocar cierto efecto inmediato, la narrativa de ciencia ficción tiene su fundamento en el empleo de algunos mitologemas. La universalidad de estas «situaciones» y de estos problemas es la condición primaria del funcionamiento de una trama. Un ejemplo: cualquier narrador aceptará como convención narrativa y, por tanto, como criterio de verosimilitud, la primera ley de la robótica (por la que un autómata está condicionado a no hacer nunca daño a un ser humano). Esto significa que en la ciencia ficción se ha realizado un fenómeno que la cultura moderna no había vuelto a encontrar desde el medioevo y desde sus derivaciones en el renacimiento: la existencia de un repertorio de figuras institucionalizado, para el que toda situación típica, signo compendioso, carácter o figura, asume inmediatamente a los ojos del lector una referencia alegórica y moral (y cualquier historia adquiere de inmediato el valor de un mensaje que va más allá de la secuencia aparente de los hechos). No en balde (y léase la introducción crítica al libro Fantasciencia: terrore o verità? editado por Silva) los «adscritos a los trabajos» discuten sobre la ortodoxia de un argumento, sobre el respeto a la verosimilitud científica y «fantacientífica», con el puntilloso dogmatismo de los retóricos medievales y renacentistas. Es una actitud que desaparece inevitablemente cuando tenemos que habérnoslas con una literatura alegórica de fondo educativo. Para la cual —y valga esto como propuesta para la crítica— será lícito comprometerse con aquella «crítica de los contenidos» que en otro nivel, aplicada a experimentos artísticos orientados hacia un discurso a través de las estructuras formales, nos parece superficial, dogmática, burocrática y szdanoviana. Una crítica de los contenidos se vuelve natural y obligada cuando en el ámbito de una civilización (como ocurre con la ciencia ficción) se crea una nueva posibilidad para una circulación del apólogo y del pamphlet moralístico bajo la forma de un relato utopístico alegórico.
Propuesta para la crítica, se ha dicho: para una posible actividad regular de comentario sobre diarios o semanarios. Tenemos una literatura que no puede sustraerse a una función pedagógica (positiva o negativa, según los casos) y que, en general, viviendo en y para un circuito comercial, se consume como literatura de mero entretenimiento. ¿No será un deber cultural ilustrar a aquellos que, antes de quedarse dormidos o apresuradamente en el tren, recorren con mirada distraída los únicos manuales de devoción que les ha concedido la civilización industrial?
Estrategia del deseo
¿Qué motivos sentimentales nos inducen a desear determinado producto? Aclaremos este punto y sabremos manejar las motivaciones y los deseos más secretos de nuestro público. Con el título de Estrategia del deseo, Ernest Dichter, fundador del Instituto para las Investigaciones Motivacionales, nos ofrece en ese libro una serie de indiscreciones acerca de sus técnicas y de declaraciones sobre sus principios.
Cómo funcionaba la técnica de Dichter ya nos lo había contado Vance Packard en Los persuasores ocultos: si el hombre medio sueña con aparecer secreto y viril, presentad los cigarrillos Marlboro a través de un primer plano de mano velluda y tatuada; pero si se extiende la sospecha de que un cigarrillo demasiado fuerte provoca el cáncer, entonces el mismo producto (que ha permanecido inalterado) aparecerá en una fina y larga mano femenina, recomendándose por su ligereza. El público de una sociedad de masas tiene hábil la memoria y fácil el deseo.
Últimamente se ha hablado del doctor Dichter como del hombre enviado por el partido de la mayoría para orquestar la propaganda electoral. Y Dichter, identificadas en el público italiano algunas tendencias al rejuvenecimiento de los cuadros políticos, ha aconsejado presentar en los carteles a la Democracia cristiana como una muchacha de apenas veinte años. Pero el doctor Richter no había tenido en cuenta los múltiples esquemas de reacción típicos de nuestro pueblo, animado por una constante, cáustica, dolorosa desconfianza hacia el poder y sus lisonjas demagógicas. Por lo cual —y vendemos la noticia tal y como nos ha llegado— parece ser que el cartel ha sido retirado de la circulación porque por la noche escuadras muy bien organizadas de detractores escribían en lampostyl lo que consideraban que había llegado el momento de hacerle, según las tradiciones del gallismo nacional, a una muchacha tan felizmente salida de la pubertad.
Qué grave error había, pues, cometido este hombre que, sin embargo, había sido capaz de imponer al pueblo norteamericano tipos de automóviles rechazados durante años por millones de compradores, capaz de convertir al té a los más adictos bebedores de café, capaz de comprender que a los fumadores no les gustan los encendedores de bolsillo que se encienden siempre al primer golpe, sin reservar ningún imprevisto y eliminando con ello la tensión y la alegría por el éxito.
Nos parece que precisamente leyendo su libro surge el meollo de la cuestión mejor de cuanto pueda desprenderse de las páginas de aquellos adversarios suyos que Dichter trata de rebatir. Digamos ante todo que el libro constituye una lectura apasionante. Que un gran porcentaje de nuestros comportamientos esté motivado por factores irracionales es un dato comprobado: y el análisis de Dichter, rico en anécdotas basadas en los estudios realizados, sirve precisamente, al menos para el lector avisado, para revelarnos todo el universo de nuestras inevitables flaquezas y hacernos conscientes de ellas. Podría decirse que si la investigación de Dichter se hubiese limitado a la redacción de las primeras doscientas páginas de este volumen, es decir, hubiese sido una investigación psicológica desinteresada, el autor se habría hecho acreedor a todo nuestro reconocimiento.
Pero el hecho es que Dichter ha puesto en venta su ciencia. Él lo sabe y lo dice, la investigación motivacional es un instrumento, y como tal es neutro, todo depende de cómo se le usa. Por su parte ha aplicado su estrategia del deseo a la venta de dentífricos, a las campañas en pro de la higiene, al mejoramiento de las relaciones entre las razas y a rebajar las tensiones entre la patronal y los sindicatos. E incluso aquí su decisión sería justificable en el plano más fríamente realista (cada cual hace su oficio), si Dichter no tendiese en cambio a elaborar, a partir de todo esto, una filosofía. Una filosofía simple y optimista: la vida es tensión, cambio, adquisición de nuevas posibilidades de bienestar psicológico y material. Es preciso, pues, estimular y dirigir los deseos de nuestros semejantes para llevarlos a realizar aquello que inconscientemente desean.
Dice Dichter: si el adquirir un nuevo automóvil, aun cuando el viejo funciona todavía, enriquece mi experiencia, sirve para afirmar mi personalidad, aumenta mi dosis de felicidad, ¿por qué no debo hacerlo? Y ¿por qué no debe haber alguien que me induzca a hacerlo? El razonamiento es impecable, aun cuando es interesante observar que esta filosofía coincide punto por punto con las exigencias de una economía basada en el consumo por el consumo.
Pero pedidle ahora a Dichter que especifique un poco mejor qué entiende él por experiencias «buenas» y «positivas», qué sentido concreto le da al término «felicidad»; dicho de otro modo, qué fines precisos pone a aquella visión del desarrollo continuo; porque si estos fines no son claros, no habrá siquiera la posibilidad de distinguir una experiencia buena de otra experiencia buena y decir cuál sea la mejor, y el beber café en vez de té, el adquirir un jabón más bien que otro tendrán el mismo sentido que amar, más bien que odiar, a los portorriqueños, y viceversa. Ahora bien, salvo un genérico liberalismo y un igualitarismo un tanto formal, Dichter revela en este punto su carencia ideológica. Y en síntesis, permite comprender que le faltan dos cualidades, con todo, fundamentales: la capacidad de juzgar en términos histórico-económicos los fenómenos sobre los cuales investiga y la capacidad de poner en discusión las premisas de todo discurso.
Un primer ejemplo: en Buenos Aires los automovilistas se niegan a respetar los semáforos. Dichter deduce de ello que los argentinos tienen una actitud negativa hacia la autoridad. Después llega a la conclusión de que habría que hacer un «intento científico» para cambiar esta actitud.
Ni siquiera le pasa por la cabeza que una actitud hacia la autoridad puede tener raíces históricas profundas (inestabilidad del poder, dictaduras, mal gobierno, etcétera) y que, por tanto, no puede cambiarse con una técnica psicológica, sino sólo por una evolución de las estructuras políticas y sociales. Y por último, ¿la investigación motivacional es solamente un instrumento neutro? Pongamos atención, es lícito pensar que un discurso, para persuadir, deba apelar a las tendencias emotivas del que nos escucha. Los antiguos sabían que para comunicar una idea hace falta presentarla de manera adecuada y la «técnica de la persuasión» era típica de una república democrática como la ateniense. Un tirano no tiene necesidad de persuadir, obliga con el látigo: pero allí donde para gobernar a los propios semejantes se requiere el libre consenso de éstos, la persuasión se convierte en un instrumento normal. Pero lo es solamente si se la emplea en condiciones de paridad: yo te persuado, tú me persuades (como en el tribunal o en un parlamento). Pero cuando la relación, como en las técnicas publicitarias, es fatalmente unidireccional y paternalista, ¿por qué por una parte hay un poder económico que produce los bienes de consumo y por otra una masa que debe consumirlos? No cuenta, fijémonos, que en un noventa por ciento yo sea objeto de las persuasiones ajenas y en un diez por ciento sea yo mismo, en mi campo de actividad, persuasor de los otros (según un cierto panorama optimísticamente dinámico que Dichter nos permite entrever)… En la medida en que los medios de producción no me pertenecen y yo no soy o el objeto o el instrumento de persuasión —y en la medida en que no someto esta relación a una crítica constante— será siempre el poder el que me persuadirá y no yo quien persuada al poder.
Así, las estructuras dentro de las cuales funciona la estrategia del deseo, le quitan la calidad de técnica neutral usada para la felicidad de todos. Es un instrumento de poder. Y puesto que las páginas de Dichter no se han visto rozadas por esta sospecha, su libro se convierte en una especie de utopía negativa, la descripción de un agobiante paisaje industrial habitado por autónomos felices e irresponsables. Verdaderamente, un libro que no nos dejará dormir.
Nuestro monstruo cotidiano
Convendría escribir a Rick Mc Kim, 23 Governor’s Road, Toronto 5, Canadá, mandándole un dólar: nos encontraríamos automáticamente inscritos en la Horror Incorporated, asociación de los aficionados a lo horrorífico. Pero también deberíamos tomar en consideración el Werewolves Club (Club de los Hombres-Lobo), sito en Martínez, California (escribir a Mike la Rochelle, Rt, 2 - Box 245) o bien a la Famous Monsters Limited, Superior, Wisconsin.
Pero para tener noticias más seguras y elegir más acertadamente, lo mejor es seguir el periódico Famous Monsters, editado por Forest J. Akerman, en Filadelfia: aquí, además de una serie de apetitosas fotografías de los monstruos más célebres de la pantalla, podréis encontrar una lección sobre el arte del truco horrorífico (como convertirse en un horrible melting man, individuo a quien se le licua monstruosamente la mitad de la cara y va a desintegrarse sobre la alfombra del salón), junto con escritos sobre la vida de Lon Chaney, semblanzas de Conrad Veidt, Bela Lugosi, etc.
Para quien quisiera fundar un club de aficionados, la revista ofrece entonces un impresionante surtido formado por discos, libros, colecciones de fotografías y sobre todo elementos para trucos, desde el pie ungulado para poner también encima de los zapatos, a los usuales colmillos de vampiro (non toxic), junto con máscara de monstruo del lago, de momia o de ghoul, que, como saben hasta los niños, no es sino un zombi, es decir, un cadáver, traído de nuevo a la vida por procedimientos de magia negra, que va por ahí sin autocontrol y sometido a los deseos de una voluntad maléfica que lo guía.
Pero mucho más apetecible nos parece la «planta venusiana que devora las moscas», ofrecida por un dólar, más los gastos de envío.
Ahora bien, Famous Monsters es un ejemplo de actividad editorial popular de cuarto orden, pero en realidad el problema del relato de horror y del film de terror es más vasto y, por consiguiente, la revista aparece como la manifestación extrema de una costumbre que tiene razones y éxitos mucho más vastos.
En el fondo la moda de lo monstruoso ha rebasado ya el nivel de la publicación para aficionados, pues no hace mucho que han aparecido tebeos en colores para muchachos, cuyo título suena más o menos como «Relatos calculados para ayudaros a convertiros en Vampiros»; y aquí encontramos las memorias de Igor, un vampiro novato y algunas variaciones sobre el tema del mad doctor, del científico loco fabricante de filtros de la perversidad o de monstruos hechos a base de cadáveres.
El tono de la publicación es irónico y jocoso, pero el problema de una sociedad habitada por vampiros y médicos locos es dado por descontado, la zona está también localizada en Transilvania, la tradición se acepta pues como familiar, se supone en cada lector un conocimiento adecuado del vampirismo y fenómenos derivados (digamos de paso que en todas las publicaciones norteamericanas la zona de los vampiros es siempre Transilvania, inexplicable limitación, porque el territorio válido se extiende también al oeste de los Cárpatos e interesa asimismo Bohemia y Moravia, y no raramente Estiria y Carintia, por lo menos según la mejor tradición ochocentista).
Si agregamos a todo esto la producción cinematográfica, recordamos que en Estados Unidos la moda está muy arraigada y —a nivel del cine— culmina una larga tradición de la que nos ofrece exhaustiva reseña Piero Zanotto en un profuso cuaderno de Centrofilm con el título de «El filme terrorífico y galáctico» (que trae también dos interesantes análisis psicológicos de Martini Rizzo y Miotto).
Ahora bien, el relato de horror se remonta, como es sabido, a la novela «gótica» de principios del siglo XIX anglosajón y, en aquella atmósfera romántica, toda esta temática tiene su precisa razón cultural; existen libros como La carne, la muerte y el diablo de Praz que han agotado la cuestión de un modo casi definitivo. Cuando el cine llega a adueñarse del tema del terror, si bien al principio lo hace casi como ejercicio técnico (la inquietud y lo sobrenatural en Meliès son bancos de prueba del nuevo medio), en el momento en que vampiros y mad doctors, golems y zombis entran a formar parte de la historia de las costumbres contemporáneas, ello ocurre por motivos tan claros como preocupantes.
Siegfried Krakauer ha analizado muy bien lo que sucede en el cuerpo social alemán antes del advenimiento de Hitler y cómo este estado de ánimo encuentra su expresión más clara e inquietante en el cine expresionista: en el cual, precisamente desde el Doctor Caligari de Wiene, al Golem de Wegener, Doctor Mabuse de Lang, Nosferatu, el vampiro de Murnau, no hace otra cosa sino desarrollar un tema obsesivo en el cual se refleje todo el síndrome neurótico de la sociedad alemana, que ve derrumbarse el Imperio, la derrota bélica, el fracaso de los movimientos proletarios, la crisis de una sociedad burguesa que encontrará luego en Grosz a su acusador despiadado, en Brecht a su antivate, y reacciona a la aparición de estas inquietudes, de estas angustias, de estos fantasmas, a través de un conato de destrucción, por un lado y, por otro, a través de una especie de autorretrato con fondo sadomasoquístico.
Tampoco es casual la relación entre los monstruos de la novela «gótica» protorromántica y los del cine alemán antes y después de la guerra mundial, porque las raíces del movimiento expresionista se hallan en el Sturm und Drang y la angustia de los intelectuales alemanes ante el derrumbamiento del «mundo de ayer» es la misma de los revolucionarios que Büchner, un siglo antes, pone en escena en La muerte de Danton. Por esto no nos sorprenderá observar —como lo hace también Zanotto— que en Estados Unidos el film de horror celebre sus primeros grandes triunfos de público y de producción al comienzo de los años treinta: zombis, ghouls, vampiros, científicos locos y, finalmente, el más célebre y famoso de ellos, el Frankenstein de 1931, con el monstruo interpretado por Boris Karloff (leed Famous Monsters, sigue siendo un ejemplo insuperado, el término de comparación), aparecen como reacción a la crisis de Wall Street, presagiada o digerida, y celebran el ocaso de los borrascosos años veinte (mientras los personajes de Fitzgerald se embrutecen en el alcohol y en la demencia y los intelectuales ya emigrados a París se disponen a consumar la última experiencia de pureza acudiendo a la guerra de España, a nivel del consumo pequeñoburgués las películas de terror barridas paulatinamente con el afianzamiento del new deal rooseveltiano encuentran su justificación histórica).
Sería hora de que nos preguntásemos el porqué del tema horrífico en nuestros días y el porqué de una boga del horror puramente a nivel popular (puesto que el gusto macabro de tradición inglesa —y con ello el humor noir francés de orígenes surrealistas— es una manisfestación culta).
Pero los botones para el ojal, las máscaras, las historietas, las películas adocenadas a base de estacas clavadas en el pecho de los cadáveres y de filtros para la doble vida, constituyen un consumo corriente para un público que no concibe lo macabro como gesto estetizante o como protesta velada contra los prejuicios de la gente formal.
Ahora bien, una primera explicación fácil sería de tipo sociológico, y el gusto por lo horroroso aparecería como manifestación de un público hastiado de toda excitación, colmado en los propios deseos por el bienestar económico, que por esto busca la diversión en regiones más insólitas, tal como les sucede a los libertinos habituados a toda clase de placeres que andan a la caza de amores paranormales y de paraísos artificiales (y entonces el horror sería una «marihuana» de los pobres, sólo para entendernos).
Por consiguiente, las máscaras de ghoul o de vampiro pertenecerían, comercialmente hablando, al mismo sector de aquel cepillo de visón para limpiar el ombligo que en Estados Unidos se puso a la venta con el eslogan «un regalo para quien ya lo tiene todo». El consumo de estos objetos horríficos no tendría, pues, nada de inquietante, más bien tendría un efecto liberatorio.
Pero también se ha observado cómo este efecto catártico se obtiene cuando se es capaz de objetivar críticamente, en la imagen horrenda las propias obsesiones (ejemplo: Dreyer, que rueda Vampyr para liberarse de fantasmas personales, pero después se somete a recuperación en una clínica para enfermedades nerviosas); pero cuando se consume el horror en la complejidad colectiva de la sala cinematográfica, ¿cuánto juega la intención irónica con la que se ha ido a ver la película y cuánto, en cambio, la hipnosis inevitable que luego sobreviene?
Para una interpretación más pesimista, el gusto por el horror aparecería, pues, como una expresión de neurosis: buscar y hacer objetivo, en particulares contingencias históricas, la parte negativa de la propia personalidad, el arquetipo jungiano del «demonio»; o bien dar libre curso a la aparición de una tensión privada de contenido evidente, el ansia libre y fluctuante de que habla Freud. Pero en cualquier caso la pregunta que se impone es cuáles son las contingencias que desencadenan esta inquietud, los movimientos históricos por los cuales asistimos a esta libre expansión de lo irracional.
Ahora bien, nos parece que nos viene dada una clave precisamente por aquella figura del mad doctor, del científico loco sobre el cual insiste tanto la estampa popular examinada (y el cine en el que se inspira). El primer científico loco de la tradición horrorífica es el doctor Frankenstein de Mary Shelley, en los comienzos del siglo XIX, al que seguirá el doctor Jekyll de Stevenson; en ambos casos, especialmente en el primero, el origen de la leyenda es antiquísimo, es la creación del hombre artificial, del golem del rabino Loew o del homunculus cuya receta nos da Paracelso y del que nos habla Goethe en el Segundo Fausto.
En todos estos casos nos hallamos frente al alquimista que pretende violar las leyes de la naturaleza; en el siglo XIX, la ciencia realizó tales progresos que hizo concebible el experimento científico encaminado a crear o a modificar las formas de la vida, y Mary Shelley y Stevenson imaginan a su mad doctor como un científico versado en las técnicas más avanzadas. En toda la tradición cinematográfica de científico loco, el héroe procede siempre a través de métodos experimentales, filtros y aparatos eléctricos. El monstruo no nace de la magia o de la desviación de fuerzas naturales, sino de la ciencia.
Después de la explosión de la bomba de Hiroshima la leyenda del científico malvado encuentra una impresionante comprobación de los hechos y —fijémonos bien— en la interpretación que de los hechos dan los científicos mismos. El testamento de Einstein, el retiro de Oppenheimer, las declaraciones de Szilard, los llamamientos de Linus Pauling son el grito de alarma del técnico que en cierto punto advierte cómo las propias criaturas podrán llevar a la destrucción del mundo. La locura del científico ya no es argumento de leyenda: es una locura inadvertida que debe llegar al estadio de la conciencia, advierten los científicos responsables; es una locura que puede constituir el resultado de la razón demasiado probada frente a la angustia de nuestras responsabilidades, dan a entender. El mayor Eatherley no es un científico, es un técnico, un piloto que no ha hecho otra cosa que soltar una bomba. Enloquece, no resiste como el doctor Frankenstein, que era un hombre honrado, que no sabía cuáles habrían sido las consecuencias de su acción y muere, víctima de su criatura en un último intento de reparación.
Criatura del científico loco será el monstruo: zombi o vampiro, Gorgo o Gonzilla, el monstruo representa la violación de las leyes naturales, el peligro que amenaza, lo irracional que no podemos dominar ya. El monstruo es algo que hemos creado nosotros. ¿Recordáis El planeta prohibido? El monstruo que infesta el planeta se revela al final como una proyección del inconsciente del científico (Walter Pidgeon). El monstruo es la radiactividad que estamos sembrando. Es el hijo que podría nacer deforme. La guerra que podría estallar sin que nadie haya hecho un gesto.
Pero atención: solamente el cine japonés ha insistido en representar los monstruos originados por las radiaciones atómicas, apuntando explícitamente al objeto de la polémica. De ordinario, en cambio, el cine de vampiros o la revista de amenidades teratológicas desplazan completamente el problema y lo sitúan en una zona de leyenda y de irrealidad. Esta no es ya una polémica explícita, antes bien, ni siquiera es argumentación consciente. El terror del monstruo existe, pero se percibe como angustia fluctuante. Se ignora el problema proyectándolo en el reino de la fantasía.
En este sentido, pues, la moda de los monstruos presentaría peligrosos puntos de contacto con la campaña para la construcción de refugios atómicos, los shelters de los que aparecen por doquier inserciones publicitarias. El refugio, de sobra lo sabemos, no servirá casi a nadie en caso de guerra atómica; sirve para remover el problema, para acostumbrarse a la perspectiva, a no tener ya miedo. En el fondo, se piensa, todo consiste en habituarse a la idea, como hicimos con la pólvora, enseñando a nuestros muchachos a jugar con fusiles de hojalata.
Y he aquí que en el número 284 de los Superman Cómics encuentro esta inserción publicitaria que anuncia un juguete divertido y barato: «Bomba atómica con humo auténtico, al caer produce un relámpago y una columna de humo que sube hasta el techo y adquiere forma de nube a modo de hongo. Veinte centavos».
Bomba juguete o máscaras de Frankenstein, ¿no son ambas cosas dos modos de exorcizar el terror, poseerlo, reducirlo a medidas que permitan dominarlo? Vampiros o radiaciones, ya no hay razón para tener miedo, podemos reírnos de ello. Ya lo veis, todo aquí, es una máscara, un dólar más gastos postales. También el inconsciente tiene sus refugios antiatómicos.
Pero en un número de Mad (una revista goliárdica, del inconformismo a su manera, pero que a veces da en el blanco) aparece una historieta en ocho viñetas, sin palabras: un hombre de tipo medio lee alarmado el diario que habla de guerra atómica y ve escenas inquietantes en la televisión. Corre al jardín y se pone a cavar, junta ladrillos, hace trabajo de albañilería; construye un refugio, lo cubre con tierra (sólo sale afuera el filtro antirradiaciones para el aire), lo cierra, lo blinda, le coloca un rótulo «prohibida la entrada» (¿recordáis las polémicas sobre el derecho moral de dispararle al vecino si intenta ocupar vuestro shelter?), jadeando da los últimos toques mientras cae la noche. Pasa por allí un reportero con la cámara fotográfica, ve la escena y dispara una foto con el flash. El hombre se vuelve de repente, queda envuelto en un resplandor cegador (los manuales antiatómicos dan instrucciones sobre cómo comportarse si aparece una luz cegadora seguida de una explosión): intenta gritar y se desploma. La historia termina mientras un médico cubre el cadáver con una lona y el reportero se queda mirando perplejo. Concluye así el apólogo de una seguridad inútil. Pero es curioso el rostro del cadáver, con los rasgos exagerados por el dibujo humorístico: parece chupado desde dentro. Drácula cuando ve la luz del sol.