EL MITO DE SUPERMAN
El problema que vamos a afrontar requiere una definición preliminar de la «mitificación» como simbolización inconsciente, como identificación del objeto con una suma de finalidades no siempre racionalizables, como proyección en la imagen de tendencias, aspiraciones y temores, emergidos particularmente en un individuo, en una comunidad, en todo un período histórico.
En realidad, cuando se habla de «desmitificación», con referencia a nuestro tiempo, asociando el concepto a una crisis de lo sagrado y a un empobrecimiento simbólico de aquellas imágenes que toda una tradición iconológica nos había acostumbrado a considerar como cargadas de significados sacros, lo que se pretende indicar es el proceso de disolución de un repertorio simbólico institucionalizado, típico de los primeros tiempos de la cristiandad y de la cristiandad medieval (y, en cierta medida, resucitado por el catolicismo contrarreformista). Este repertorio permitía transferir, en medida casi unívoca, los conceptos de una religión revelada a una serie de imágenes, sirviéndose de éstas para transmitir, per speculum et in aenigmate, los datos conceptuales originales, de forma que pudieran ser captados incluso por el pueblo sencillo, carente de refinamientos teológicos, constante preocupación de los varios concilios que se ocuparon del problema de las imágenes.
La «mitificación» de las imágenes fue, pues, un hecho institucional que procedía de lo alto, que era codificado y decidido por hombres de Iglesia, como el abate Suger, los cuales se apoyaban en un repertorio figural establecido por siglos de hermenéutica bíblica, y que finalmente era vulgarizado y sistematizado por las grandes enciclopedias de la época, los bestiarios y lapidarios. Era, sin embargo, cierto que aquellos que fijaban el valor y el significado de ciertas imágenes interpretaban tendencias mitopoyéticas que procedían de abajo, captando el valor icónico de ciertas imágenes arquetípicas y tomando prestados de toda una tradición mitológica e iconográfica elementos que entonces, en la fantasía popular, estaban asociados a determinadas situaciones psicológicas, morales y sobrenaturales[130]. Y es también cierto que estas identificaciones simbólicas entraban a formar parte de la sensibilidad popular, de forma tan profunda que, hasta cierto punto, era difícil establecer una discriminación entre mitopoyética «dirigida» y mitopoyética «espontánea» (y la iconografía de las catedrales medievales está llena de ejemplos). En definitiva, sin embargo, toda la base de esta mitopoyética descansaba sobre coordenadas de unidad de una cultura, que habían sido determinadas y lo seguían siendo en los concilios, en las summae, en las enciclopedias, y que eran transmitidas a través de la actividad pastoral de los obispos y de la actividad educativa de abadías y conventos.
La crisis de ese estrecho ligamen entre imágenes y verdades históricas y significado sobrenatural constituye el «consumo» de la carga sagrada de una estatua o una figura pintada. La mundanización de unos elementos iconográficos que, poco a poco, se van convirtiendo en simples pretextos para un ejercicio formal (o para la transmisión de otros significados, aun permaneciendo aparentemente ligados al sistema de signos de una religión revelada) se identifica con la crisis de una sistemática y de toda una cultura. En el momento en que nuevas metodologías de investigación ponen en duda la estabilidad de una visión del mundo y establecen la posibilidad de una investigación continuamente renovada, deja de ser posible la aceptación de una relación fija entre un repertorio de imágenes y un repertorio de significados filosóficos, teológicos e históricos, que han perdido sus características de estabilidad.
Que a pesar de ello, el proceso de «mitificación» de las imágenes no se identifica con el proceso, históricamente bastante delimitado, de una identificación entre imágenes y cuerpo institucionalizado, nos lo demuestra el progresivo esfuerzo de todo el arte moderno para crear ante la caída de los símbolos objetivos en que se basaba la cultura clásica y medieval, unos símbolos subjetivos. En el fondo, los artistas han estado continuamente intentando (y cuando la operación no era intencional en los artistas, lo producía la sensibilidad culta y popular, que cargaba de significados simbólicos una imagen, o la elegía como símbolo de determinadas situaciones y valores) introducir equivalentes icónicos de situaciones intelectuales y emotivas. Y así han surgido símbolos del amor, de la pasión, de la gloria, de la lucha política, del poder, de las insurrecciones populares. Por último, la poesía contemporánea ha señalado el camino para una simbolización cada vez más subjetiva, privada, compartible sólo por el lector que consigue identificarse, por vía de congenialidad, con la situación interior del artista.
Símbolos de este género son los tres árboles de Proust, la muchacha pájaro de Joyce, o las botellas rotas de Montale. Aun cuando el poeta alcance un repertorio simbólico tradicional (Mann, Eliot), lo hace para proporcionar nueva sustancia simbólica a viejas imágenes míticas; y si intenta universalizar su proceso, confía la universalización a la fuerza comunicante de la poesía, y no a una situación socio-psicológica ya existente. Intenta, pues, instituir un modo de sentir y de ver, y no se aprovecha de un modo de sentir y de ver, cuya universalidad, precisamente, reconoce como rota e irreconstituible.
Símbolos y cultura de masas
No obstante, en el mundo contemporáneo existen sectores en los que se ha ido reconstruyendo sobre bases populares esta universalidad de sentir y de ver. Esto se ha realizado en el ámbito de la sociedad de masas, donde todo un sistema de valores, a su modo bastante estable y universal, se ha ido concretando, a través de una mitopoyética cuyos modos examinaremos, en una serie de símbolos ofrecidos simultáneamente por el arte y por la técnica. En una sociedad de masas de la época de la civilización industrial, observamos un proceso de mitificación parecido al de las sociedades primitivas y que actúa, especialmente en sus inicios, según la misma mecánica mitopoyética que utiliza el poeta moderno. Se trata de la identificación privada y subjetiva, en su origen, entre un objeto o una imagen y una suma de finalidad, ya consciente ya inconsciente, de forma que se realice una unidad entre imágenes y aspiraciones (que tiene mucho de la unidad mágica sobre la cual el primitivo basaba la propia operación mitopoyética).
Si el bisonte pintado sobre el muro de una caverna prehistórica se identificaba con el bisonte real, garantizando al pintor la posesión del animal a través de la posesión de la imagen y envolviendo la imagen con un aura sagrada, no sucede de otro modo en nuestros días con los modernos automóviles, construidos en lo posible según modelos formales que hacen hincapié en una sensibilidad arquetípica, y que constituyen un signo de un estatus económico, que se identifica con ellos. La sociología moderna, desde Veblen hasta el análisis popular y divulgativo de Vance Packard, nos han convencido del hecho de que en una sociedad industrial, los llamados «símbolos de estatus» llegan, en definitiva, a identificarse con el estatus mismo. Adquirir un estatus quiere decir poseer un determinado tipo de coche, un determinado tipo de televisor, un determinado tipo de casa con un determinado tipo de piscina; pero, al mismo tiempo, cada uno de los elementos poseídos —coche, frigorífico, casa, televisor— se convierte en símbolo tangible de la situación total. El objeto es la situación social y, al mismo tiempo, signo de la misma; en consecuencia, no constituye únicamente la finalidad concreta perseguible, sino el símbolo ritual, la imagen mítica en que se condensan aspiraciones y deseos[131]. Es la proyección de aquello que deseamos ser. En otras palabras, en el objeto, inicialmente considerado como manifestación de la propia personalidad, se anula la personalidad.
Actualmente, esta mitopoyética tiene caracteres de universalidad porque de hecho es común a toda una sociedad; y posee las características de la creación del vulgo. Pero, al mismo tiempo procede de las capas altas, porque un automóvil se convierte en símbolo de estatus, no sólo por una tendencia mitificadora que parte inconscientemente de las masas, sino porque la sensibilidad de dichas masas ha sido forjada, dirigida y provocada por la acción de una sociedad industrial basada en la producción y el consumo obligatorio y acelerado. Por ello, los Suger de nuestra época, que crean y difunden imágenes míticas destinadas posteriormente a radicarse en la sensibilidad de las masas, son los laboratorios de la gran industria, los advertising men de la Madison Avenue, a los que la sociología popular ha designado con el sugestivo epíteto de «persuasores ocultos».
Ante estas nuevas situaciones mitopoyéticas, creemos que el procedimiento que debería seguirse tendría que poseer dos cualidades: por un lado, una investigación sobre los objetivos que encarna la imagen, de aquello que está más allá de la imagen; y por otro, un proceso de desmitificación, consistente en identificar aquello que está en la imagen misma, es decir, no solamente las exigencias inconscientes que la han promovido, sino también las exigencias conscientes de una pedagogía paternalista, de una persuasión oculta motivada por fines económicos determinados[132].
La civilización de masas nos ofrece un evidente ejemplo de mitificación en la producción de los mass media y muy especialmente en la industria de los cómic strips, los tebeos. Ejemplo evidente y singularmente apropiado a nuestra intención, porque con ello asistimos a la coparticipación popular en un repertorio mitológico claramente instituido desde lo alto, creado por una industria periodística, y por otra parte especialmente sensible a los humores del propio público, de cuyos gustos y demandas depende[133].
El hecho de que los cómic strips sean leídos, por lo menos en Estados Unidos (aunque el fenómeno se está extendiendo a muchos otros países), por más personas adultas que por muchachos, es un hecho comprobado; que de los cómic books se publiquen, solamente en Estados Unidos, más de mil millones de ejemplares al año es comprobable por las estadísticas; éstas nos dicen, asimismo, que las bandas que aparecen cotidianamente en los periódicos (en todos los periódicos, con las únicas excepciones del New York Times y el Christian Science Monitor) —y el fenómeno está alcanzando ahora a todos los periódicos italianos de la tarde y a algunos de la mañana— con una venta total de dos mil quinientos millones de ejemplares cada domingo, son seguidos y leídos por el 1,83% de los lectores masculinos, y el 79% de las lectoras[134].
El que, por último, esa literatura de masas consiga una eficacia de persuasión parangonable únicamente con aquellas grandes reproducciones mitológicas compartidas por toda una colectividad, nos es revelado por ciertos episodios altamente significativos. No pensamos ahora en las modas que derivan de ella, en los objetos fabricados inspirándose en los personajes de mayor celebridad, en los relojes con la esfera conteniendo la imagen del héroe, en las corbatas, o en los juguetes; pensamos en casos en los cuales toda la opinión pública ha participado histéricamente en situaciones imaginarias creadas por el autor de cómics, como se participa en hechos que afectan de cerca a la colectividad, de un vuelo espacial al conflicto atómico. Ejemplo típico de ello nos lo ofrece el personaje de Terry, dibujado por Milton Caniff. Terry, un aventurero cuyas peripecias se iniciaron en 1934, popular por una serie de ambiguas vicisitudes por los mares de China, se convirtió hasta tal punto en el ídolo del pueblo americano que, al estallar la guerra, fue necesario hacerle recobrar de repente una virginidad (que de hecho jamás había poseído). Se convirtió así en un soldado regular, nutriendo la imaginación de los combatientes y de sus familias. En aquellos días, la opinión pública seguía con tanto apasionamiento a los personajes de Caniff, que cuando éste se vio en la necesidad —narrativa y política a la vez— de decidir la suerte de Burma, una fascinante aventurera, comprometida con los japoneses, el hecho llegó a interesar a las mismas autoridades militares. En Burma coincidían dos mitos igualmente intensos, uno de orden sensual, el otro de orden patriótico. Burma era hermosa, misteriosa, y encarnaba la quinta esencia de una sensualidad ambigua y «maldita»; como tal, era como un avatar de la vamp cinematográfica, o mejor, de la antigua belle dame sans merci. Pero era, al mismo tiempo, la enemiga de un país en guerra, del cual Terry era el símbolo más positivo. El problema de Burma se convierte en un estímulo de neurosis colectiva, que fue muy difícil resolver. Al ser ascendido Terry en el campo de batalla, periódicos de la mayor seriedad dieron la noticia, y la aviación americana, en forma autorizada y oficial, le mandó (es decir, mandó al autor) un carnet con el correspondiente número de registro. En otra ocasión, Caniff pone de relieve un personaje que hasta entonces había permanecido en segundo plano, una muchacha, Raven Sherman, y se las ingenia para hacerla cada vez más interesante, fascinante, y símbolo de la virtud, la gracia y el heroísmo. Multitud de lectores llegaron a enamorarse de Raven, pero al llegar el momento oportuno Caniff la dejó morir. Los resultados fueron superiores a cuanto podía esperarse: los periódicos publicaron en grandes titulares la noticia, los estudiantes de la Universidad de Loyola guardaron un minuto de silencio y, el día de los funerales, Caniff tuvo que justificar su decisión por la radio[135].
Asimismo, cuando Chester Gould, autor del personaje Dick Tracy, hizo morir al gángster Flattop, provocó un fenómeno de histeria colectiva de similares dimensiones. Flattop había polarizado morbosamente la admiración del público, y comunidades ciudadanas enteras vistieron luto, mientras millares de telegramas atacaban al autor y le exigían explicaciones por su decisión. En éste, como en otros casos, no se trata solamente del desencanto que representa para él una fuente de diversión y de excitación. Fenómenos de esta misma índole ocurrieron ya en el siglo pasado, cuando los lectores escribían a Ponson du Terrail, para protestar contra la muerte de un personaje de sus feuilletons que les había caído simpático. En el caso de los tebeos, sin embargo, se trata de una reacción mucho más masiva, de una comunidad de fieles que no pueden soportar la idea de que desaparezca, de repente, un símbolo que hasta entonces había encarnado una serie de aspiraciones. El histerismo se produce por la frustración de una operación enfatizante, por el hecho de que falte el soporte físico de las proyecciones necesarias. Desaparece la imagen, y con ella desaparece la finalidad que la imagen simbolizaba. La comunidad de fieles entra en crisis, y la crisis no es solamente religiosa, sino psicológica, porque la imagen revestía una función demasiado importante para el equilibrio psíquico de los individuos.
El mito de Superman
Una imagen simbólica que reviste especial interés es la de Superman. El héroe dotado con poderes superiores a los del hombre común es una constante de la imaginación popular, desde Hércules a Sigfrido, desde Orlando a Pantagruel y a Peter Pan. A veces las virtudes del héroe se humanizan, y sus poderes, más que sobrenaturales, constituyen la más alta realización de un poder natural, la astucia, la rapidez, la habilidad bélica, o incluso la inteligencia silogística y el simple espíritu de observación, como en el caso de Sherlock Holmes. Pero, en una sociedad particularmente nivelada, en la que las perturbaciones psicológicas, las frustraciones y los complejos de inferioridad están a la orden de día; en una sociedad industrial en la que el hombre se convierte en un número dentro del ámbito de una organización que decide por él; en la que la fuerza individual, si no se ejerce en una actividad deportiva, queda humillada ante la fuerza de la máquina que actúa por y para el hombre, y determina incluso los movimientos de éste; en una sociedad de esta clase, el héroe positivo debe encarnar, además de todos los límites imaginables, las exigencias de potencia que el ciudadano vulgar alimenta y no puede satisfacer.
Superman es el mito típico de esta clase de lectores: Superman no es un terrícola, sino que llegó a la Tierra, siendo niño, procedente del planeta Kriptón. Kriptón estaba a punto de ser destruido por una catástrofe cósmica, y su padre, docto científico, consiguió poner a salvo a su hijo confiándolo a un vehículo espacial. Aunque crecido en la Tierra, Superman está dotado de poderes sobrehumanos. Su fuerza es prácticamente ilimitada, puede volar por el espacio a una velocidad parecida a la de la luz, y cuando viaja a velocidades superiores a ésta traspasa la barrera del tiempo y puede transferirse a otras épocas. Con una simple presión de la mano, puede elevar la temperatura del carbono hasta convertirlo en diamante; en pocos segundos, a velocidad supersónica, puede cortar todos los árboles de un bosque, serrar tablones de sus troncos, y construir un poblado o una nave; puede perforar montañas, levantar transatlánticos, destruir o construir diques; su vista de rayos X, le permite ver a través de cualquier cuerpo, a distancias prácticamente ilimitadas, y fundir con la mirada objetos de metal; su superoído le coloca en situación ventajosísima para poder escuchar conversaciones, sea cual fuere el punto donde se celebran. Es hermoso, humilde, bondadoso y servicial. Dedica su vida a la lucha contra las fuerzas del mal, y la policía tiene en él un infatigable colaborador.
No obstante, la imagen de Superman puede ser identificada por el lector. En realidad Superman vive entre los hombres, bajo la carne mortal del periodista Clark Kent. Y bajo tal aspecto es un tipo aparentemente medroso, tímido, de inteligencia mediocre, un poco tonto, miope, enamorado de su matriarcal y atractiva colega Lois Lane, que le desprecia y que, en cambio, está apasionadamente enamorada de Superman. Narrativamente, la doble identidad de Superman tiene una razón de ser, ya que permite articular de modo bastante variado las aventuras del héroe, los equívocos, los efectos teatrales, con cierto suspense de novela policíaca. Pero desde el punto de vista mitopoyético, el hallazgo tiene mayor valor: en realidad, Clark Kent personifica, de forma perfectamente típica, al lector medio, asaltado por los complejos y despreciado por sus propios semejantes; a lo largo de un obvio proceso de identificación, cualquier accountant de cualquier ciudad americana alimenta secretamente la esperanza de que un día, de los despojos de su actual personalidad, florecerá un superhombre capaz de recuperar años de mediocridad.
La estructura del mito y la civilización de la novela
Establecida la innegable connotación mitológica del personaje, será menester individualizar las estructuras narrativas a través de las cuales el «mito» se ofrece al público cotidiana o semanalmente. Existe, de hecho, una diferencia fundamental entre una figura como la de Superman y las figuras tradicionales de los héroes de la mitología clásica, nórdica o las religiones reveladas.
La imagen religiosa tradicional era la de un personaje, de origen divino o humano, que en la imagen permanecía fijado en sus características eternas y en su vicisitud irreversible. No se excluía la posibilidad de que existiera, detrás del personaje, además de un conjunto de características, una historia; pero esa historia estaba ya definida por un desarrollo determinado, y constituía la fisonomía del personaje de forma definitiva.
En otras palabras, una estatua griega podía representar a Hércules o una escena de los trabajos de Hércules; en ambos casos, en el segundo más que en el primero, Hércules era visto como alguien que ha tenido una historia, y esta historia caracterizaba su fisonomía divina. La historia había sucedido y no podía ser negada. Hércules se había concretado en un desarrollo temporal de acontecimientos, pero este desarrollo había concluido, y la imagen simbolizaba, junto con el personaje, la historia de su desarrollo, y constituía su registro definitivo y su juicio.
La imagen podía tener una estructura narrativa: piénsese en la serie de frescos de la Invención de la Cruz, o en las narraciones de tipo casi cinematográfico, como la historia del clérigo Teófilo, que vendió su alma al diablo y fue salvado por la Virgen representada en el tímpano de Souillac. La imagen sagrada no excluía la narración, pero ésta constituía un camino irreversible, en el cual el personaje sacro se iba definiendo de modo irrecusable.
En cambio, el personaje de los cómics nace en el ámbito de una civilización de la novela. La narración de moda en las antiguas civilizaciones era la narración de algo sucedido ya conocido por el público. Se podía contar por enésima vez la historia del Paladín Orlando, aunque el público supiera perfectamente cuanto le había sucedido al héroe. Pulci entronca con el ciclo carolingio, y al final nos dice lo que ya sabíamos, que Orlando muere en Roncesvalles. El público no pretendía que se le contara nada nuevo, sino la grata narración de un mito, recorriendo un desarrollo ya conocido, con el cual podía, cada vez, complacerse de modo más intenso y rico. No faltaban, claro está, añadidos y embellecimientos pero éstos no alteraban la definición del mito narrado. Así funcionaban las narraciones plásticas y pictóricas de las catedrales góticas, o de las iglesias renacentistas o de la Contrarreforma. Se narraba en ellas, generalmente en forma dramática y animada, lo que ya había sucedido.
La tradición romántica (cuyas raíces debemos buscar en épocas muy anteriores al romanticismo) nos ofrece, en cambio, una narración en que el interés principal del lector se basa en lo imprevisible de aquello que va a suceder y, en consecuencia, en la inventiva de la trama, que ocupa un papel de primera magnitud. Los acontecimientos no han sucedido antes de la narración: suceden durante la misma, y convencionalmente el propio autor ignora lo que va a suceder.
En la época en que nace, el golpe de escena de Edipo, que descubre su culpabilidad después de la revelación de Tiresias, «funciona» sobre su público, no porque sumerja en la sorpresa al auditorio ignorante del mito, sino porque el mecanismo de la fábula, según las reglas aristotélicas, ha conseguido hacer una vez más coparticipables las vicisitudes, llevando a los espectadores a identificarse con la situación y con el personaje. En cambio, cuando Julien Sorel dispara contra la señora Renal, cuando el detective de Poe descubre al culpable del doble asesinato de la calle Morgue, cuando Javert paga su deuda de agradecimiento a Jean Valejean, asistimos a un efecto escénico cuya imprevisibilidad forma parte de la invención y asume valor estético, dentro del contexto de una nueva poética narrativa, independiente de la validez del eloquio (para emplear una expresión aristotélica) a través del cual es comunicado el hecho. Este fenómeno adquiere tanta mayor importancia cuanto más popular es la novela, y el feuilleton destinado a las masas —las aventuras de Rocambole o de Arsène Lupin— no posee otro valor artesano que la invención ingeniosa de hechos inesperados[136].
Esta nueva dimensión de la narración se paga con un menor carácter mítico del personaje. El personaje del mito encarna una ley, una exigencia universal, y debe ser en cierta medida previsible: no puede reservarnos sorpresas. Un personaje de novela debe ser, en cambio, un hombre como cualquiera de nosotros, y aquello que pueda sucederle debe ser tan imprevisible como lo que puede sucedernos a nosotros. El personaje asumirá así lo que podemos llamar «universalidad estética», una especie de coparticipación, una capacidad para hacerse término de referencias, de comportamientos y de sentimientos, pero no asume la universalidad propia del mito, no se convierte en un jeroglífico, en emblema de una realidad sobrenatural, porque ello es el resultado universal de un caso particular. Tanto es así, que la estética de la novela deberá renovar para este personaje una antigua categoría, cuya exigencia se advierte incluso cuando el arte abandona el territorio del mito: he aquí lo «típico».
El personaje mitológico de los cómics se halla actualmente en esta singular situación: debe ser un arquetipo, la suma y compendio de determinadas aspiraciones colectivas, y por tanto debe inmovilizarse en una fijeza emblemática que lo haga fácilmente reconocible (y es lo que ocurre en la figura de Superman); pero por el hecho de ser comercializado en el ámbito de una producción «novelesca» por un público consumidor de «novelas», debe estar sometido a un desarrollo que es característico, como hemos indicado, del personaje de novela.
Para resolver una situación semejante se han ideado varios tipos y un examen de las vicisitudes de los cómics, bajo este punto de vista, resulta altamente instructivo. Nos limitaremos aquí a examinar la figura de Superman, porque con él nos hallamos ante el ejemplo límite, el caso en que el protagonista posee, desde un principio y por definición, todas las características del héroe mítico, hallándose al mismo tiempo inmerso en una situación novelesca de sello eminentemente contemporáneo.
La intriga y el consumo del personaje
Afirma Aristóteles que existe una trama trágica cuando al personaje le suceden una serie de acontecimientos, peripecias y agniciones, lastimosas o terroríficas, que culminan en una catástrofe. A esto podemos añadir que existe una trama novelesca, cuando estos vínculos dramáticos se desarrollan en una serie continua y articulada que, en la novela popular, al convertirse en finalidad de sí misma, debe proliferar cuanto le sea posible, ad infinitum. Los tres mosqueteros, cuyas aventuras se continúan en Veinte años después, y terminan, ante el cansancio general, en El Vizconde de Bragelonne (sin tener en cuenta otros narradores parásitos que continúan narrando las aventuras de los hijos de los mosqueteros, o el encuentro d’Artagnan con Cyrano de Bergerac, etc.) constituyen un ejemplo de intriga narrativa que se multiplica monstruosamente y que ha podido mantenerse a través de una serie infinita de contrastes, oposiciones, crisis y soluciones.
Superman, que es por definición el personaje que nadie puede discutir, se halla en la preocupante situación narrativa de ser un héroe sin adversario, y por tanto sin posibilidad de desarrollo. A esto se añade que, por estrictas razones comerciales (explicables también mediante una investigación de psicología social), sus aventuras son vendidas a un público perezoso, que quedaría aterrado ante un desarrollo indefinido de los hechos que ocupara su memoria durante semanas enteras, y cada aventura termina al cabo de unas pocas páginas, de modo que, cada episodio semanal se compone de dos o tres historias completas, cada una de las cuales expone, desarrolla y resuelve un particular nudo narrativo, sin dejar huella de sí mismo. Estética y comercialmente privado de las ocasiones básicas para un desarrollo narrativo, Superman plantea serios problemas a sus guionistas. Paulatinamente, se han ido proponiendo diversas fórmulas para provocar y justificar un contraste: Superman, por ejemplo, padece cierta debilidad, queda prácticamente inerme ante las radiaciones de la kriptonita, metal de origen meteórico que, como es natural, sus enemigos procuran conseguir a cualquier precio para neutralizar al justiciero. Pero un ser dotado de tales superpoderes, y superpoderes intelectuales además de físicos, halla fácilmente el procedimiento para orillar esta dificultad, y así lo hace Superman, venciendo este y similares obstáculos. Se considera además que, como tema narrativo, el atentado a sus poderes por medio de la kriptonita no ofrece una gama excesivamente amplia de soluciones, por lo que es utilizado únicamente con cierta parsimonia.
Es preciso, pues, enfrentar a Superman con una serie de obstáculos, curiosos por su imprevisibilidad, pero en definitiva superables por el héroe. En tal caso, se consiguen dos efectos: en primer lugar, se impresiona al lector con la extrañeza del obstáculo, inventando situaciones diabólicas, apariciones de seres espaciales especialmente dotados, máquinas capaces de hacer viajar en el tiempo, éxitos teratológicos de nuevos experimentos, astucias de sabios malvados para eliminar a Superman por medio de la kriptonita, lucha de Superman contra seres dotados de poderes similares o equivalentes a los suyos, como el gnomo Mxyzptlk, procedente de la quinta dimensión, y que solamente puede ser vencido en el caso de que Superman consiga hacerle pronunciar su propio nombre al revés (Kltpzyxm), y así sucesivamente. Y en segundo, gracias a la indudable superioridad del héroe, la crisis puede ser superada rápidamente, y la narración puede mantenerse en los límites de la short story.
Pero esto no resuelve nada. En realidad, vencido el obstáculo, y vencido dentro de un término prefijado por las exigencias comerciales, Superman siempre ha realizado algo. En consecuencia, el personaje ha hecho un gesto que se inscribe en su pasado, y gravita sobre su futuro; en otras palabras, ha dado un paso hacia la muerte, y al envejecer aunque sólo sea una hora, ha acrecentado de modo irreversible el almacén de las propias experiencias. Obrar para Superman, como para cualquier otra persona (y cada uno de nosotros) significa consumirse.
Pero Superman no puede consumirse, porque un mito es inconsumible. El personaje del mito clásico se hacía precisamente inconsumible porque era constitutivo de la esencia de la parábola mitológica el haber sido él ya consumado en alguna acción ejemplar; y le era igualmente esencial la posibilidad de un renacimiento continuo, simbolizando una especie de ciclo vegetativo o cierto carácter cíclico de los acontecimientos y de la vida misma. Pero Superman es mito a condición de ser una criatura inmersa en la vida cotidiana, en el presente, aparentemente ligado a nuestras propias condiciones de vida y de muerte, por muy dotado de facultades superiores que esté. Un Superman inmortal dejaría de ser un hombre, para convertirse en dios, y la identificación del público con su doble personalidad (la identificación para la que ha sido pensada la doble identidad) caería en el vacío.
Superman debe, pues, ser inconsumible y, al mismo tiempo, consumarse según los modos existenciales cotidianos. Posee las características del mito intemporal, pero es aceptado únicamente porque su acción se desenvuelve en el mundo cotidiano y humano de lo temporal. La paradoja narrativa que los guionistas de Superman deben resolver de una forma u otra, incluso sin ser conscientes de ello, exige una solución paradójica dentro del orden de la temporalidad.
Consumo y temporalidad
Además, hasta en la definición aristotélica que lo presenta como «el número de movimientos según el antes y el después», el tiempo implica una idea de sucesión; y el análisis kantiano ha establecido, de modo irrevocable, que esta idea debe ser asociada a una idea de causalidad. «Es ley necesaria de nuestra sensibilidad y por tanto condición de toda percepción, que el tiempo precedente determine necesariamente el subsiguiente.»[137] Esta idea ha sido mantenida por la misma física relativista, no al estudiar las condiciones trascendentales de las percepciones, sino al definir en términos de objetivismo cosmológico la naturaleza del tiempo; y el tiempo aparece como el orden de las cadenas causales. Refiriéndose a esas concepciones einstenianas, Reichenbach definía recientemente el orden del tiempo como el orden de las causas, el orden de las cadenas causales abiertas que vemos verificarse en nuestro universo, y la dirección del tiempo en términos de entropía creciente (tomando también en términos de teoría de la información aquel concepto de la termodinámica que había ya en múltiples ocasiones interesado a los filósofos que se lo habían apropiado, al hablar de la irreversibilidad del tiempo[138]).
El antes determina causalmente el después, y la serie de estas determinaciones no puede hacerse resurgir, por lo menos en nuestro universo (según el modelo epistemológico con el cual nos representamos el mundo en que vivimos), sino que es irreversible. Que otros modelos cosmológicos puedan suministrar otras soluciones a este problema, es evidente; pero en el ámbito de nuestra comprensión cotidiana de los acontecimientos (y por consiguiente en el ámbito de la estructuración de un personaje narrativo), esta concepción del tiempo será aquella que nos permita movernos y reconocer los acontecimientos y su dirección.
Aunque en otros términos, pero siempre dentro del orden de lo antes y lo después, y de la causalidad del antes sobre el después (acentuando diversamente el carácter determinante del antes sobre el después), existencialismo y fenomenología han planteado el problema del tiempo en el ámbito de las estructuras de la subjetividad, y han basado en el tiempo sus discusiones acerca de la acción, la posibilidad, el proyecto, la libertad. El tiempo como estructura de la posibilidad es, ni más ni menos, el problema de nuestro movimiento hacia un futuro, teniendo a nuestras espaldas un pasado; y tanto si este pasado es considerado en bloque, con respecto a nuestra posibilidad de proyectar (proyecto que se impone, en definitiva, al averiguar lo que ya hemos sido), como si se entiende como fundamento de la posibilidad a venir, y por ello, como posibilidad de conservación o de mutación de aquello que se ha ido, dentro de determinados límites de libertad, pero siempre en términos de proceso y de operatividad procedente y positiva (y pensamos, al afirmar esto, por un lado, en Heidegger, en su Sein und Zeit, y por otro, en Abbagnano), en todos estos y otros casos, la condición y las coordinadas de nuestras decisiones han quedado identificadas en los tres estadios de la temporalidad y en una articulada relación entre ellos.
Si, como afirma Sartre, «el pasado es la totalidad siempre creciente del en-sí que nosotros somos», si yo, cuando quiera extenderme hacia un futuro posible, debo ser este pasado y no puedo dejar de serlo, mis posibilidades de elegir o de no elegir un futuro dependerán de los gestos que he hecho y que me han constituido en punto de partida de mis decisiones posibles. Y de repente, en cuanto ha sido decidida, mi decisión, al constituirse en pasado, modifica todo aquello que yo soy y ofrece otra plataforma a los proyectos sucesivos. Si algún significado tiene el plantear en términos filosóficos el problema de la libertad y de la responsabilidad de nuestras decisiones, la base argumentativa, el punto de partida para una fenomenología de estos actos, es siempre la estructura de la temporalidad[139].
Para Husserl «el yo es libre en cuanto yo pasado. En efecto, el pasado me determina, y con ello determina mi futuro; pero, a su vez, el futuro “libera” al pasado… Mi temporalidad es mi libertad, y de mi libertad depende el hecho de que lo llegado-a-ser me determine, pero nunca de forma completa, porque éste, en una continua síntesis con el futuro, sólo de este último recibe su contenido»[140]. Ahora bien, si «el yo es libre en cuanto ya-determinado, y al mismo tiempo como yo-que-debe-ser», en esta libertad tan lastrada de condiciones, tan marcada por todo aquello que ha sido y que es en cierta medida irreversible, existe un «carácter doloroso» (Schmerzhaftigkeit), que no es otra cosa que una «facticidad[141]». Así pues, cada vez que proyecto, advierto la tragedia de las condiciones en que me hallo, sin poder escapar de ellas; pero, no obstante, proyecto precisamente porque a dicha tragedia opongo la posibilidad de un algo positivo, que consiste en la mutación de aquello que es, y que yo acciono en el proyectarme hacia el futuro. Proyecto, libertad y condiciones se articulan entre sí, mientras yo advierto esta conexión de estructuras de mi actuar según una dimensión de responsabilidad. Esto observa Husserl, cuando dice que en ese carácter «dirigido» del yo hacia fines posibles, se establece como una «teología ideal» y que «el futuro como “suceder” posible, con respecto a la futuridad originaria en la que siempre me hallo, es la prefiguración universal de la finalidad de la vida»[142].
En otras palabras, el estar yo situado en una dimensión temporal, hace que advierta la gravedad y dificultad de mis decisiones, pero que advierta al mismo tiempo el hecho de que debo decidir, de que soy yo el que debe hacerlo, y que este decidir mío va unido a una serie indefinida de deber-decidir, que implica a todos los hombres.
Una trama sin consumo
Si, en la variedad de acentuaciones, se basan sobre ese concepto del tiempo todas las discusiones contemporáneas que conciernen al hombre en una meditación sobre su destino y sobre su propia condición, la estructura narrativa de Superman se sustrae a este concepto del tiempo para poder salvar la situación que hemos apuntado.
En Superman entra en crisis un concepto del tiempo, se resquebraja la estructura misma del tiempo, y esto no tiene lugar en el ámbito del tiempo del cual se narra, sino del tiempo en el cual se narra. Lo cual equivale a decir que, si bien en las historias de nuestro personaje se habla de fantásticos viajes a través del tiempo, y Superman entra en contacto con gentes de diversas épocas, viajando por el futuro y por el pasado, ello no impide que el personaje se halle involucrado en aquella situación de desarrollo y consumición, que ya hemos dicho debe considerarse letal para su naturaleza de figura mítica. Pueden aceptarse ciertas paradojas cosmológicas, como la de Langevin, para quien un astronauta, que ha estado viajando durante un corto número de años por el espacio, a la velocidad de la luz, regresa a la tierra y se encuentra (después de haber envejecido en proporción con el tiempo en que ha estado viajando) con que todos los demás hombres de su época han muerto ya, puesto que en la tierra han transcurrido centenares de años desde el día de su partida; pero esta distorsión de las habituales leyes temporales no sustrae el astronauta al consumo y tampoco sustrae al consumo la relación entre el astronauta y el ambiente de un tiempo.
En cambio, en las historias de Superman, el tiempo que entra en crisis es el tiempo de la narración, es decir, la noción de tiempo que enlaza un relato con otro.
En el ámbito de una historia, Superman realiza una determinada hazaña (destruye por ejemplo, una banda de gángsteres); aquí termina la historia. En el mismo cómic book, o a la semana siguiente, empieza una nueva historia. Si ésta se iniciara en el mismo punto en que había terminado la anterior, Superman habría dado un paso hacia la muerte. Por otra parte, iniciar una historia sin hacer la menor alusión a que hubo otra anterior, podría llegar a sustraer a Superman de las leyes de la consumición, pero a la larga (Superman nació en el año 1983) el público podría darse cuenta del hecho y advertir la cómicidad de la situación, como ha sucedido con el personaje de la Huerfanita Annie, que prolonga su infancia e inocencia desde hace diez años, y ha provocado un alud de comentarios satíricos, como los que aparecen en periódicos humorísticos como Mad.
Los guionistas de Superman han ideado una solución mucho más sagaz, e indudablemente original. Todas sus historias se desarrollan dentro de una especie de clima onírico —completamente inadvertido para el lector—, en el que aparece muy confuso aquello que ha sucedido antes y lo que ha sucedido después, y el narrador reemprende una y otra vez el hilo de la narración, como si hubiera olvidado decir algo, y deseara añadir algunos detalles a lo dicho.
Sucede, pues, que, junto a las aventuras de Superman, se relatan otras, como la de Superboy, es decir, las del mismo Superman cuando era muchacho, o las de Superbaby, cuando era niño. Y aparece también en escena Supergirl, una prima de Superman que, como éste, ha conseguido escapar a la destrucción de Kripton, con lo que todas las aventuras y vicisitudes por las que ha pasado Superman son, en cierto modo, «repetidas», para poder tener en cuenta la presencia de este nuevo personaje (que no ha sido mencionado hasta el presente, se afirma, porque había estado viviendo bajo falsas apariencias, en un colegio para muchachas, esperando la pubertad y poder ser presentada al mundo; pero se hace marcha atrás para poder narrar múltiples casos, en los que pese a que nada se dijo de ella, había estado presente, casos en los que solamente habíamos visto implicado a Superman). Se imagina que, a través de la solución de los viajes en el tiempo, Supergirl, contemporánea de Superman, puede encontrar en el pasado a Superboy y jugar con él; y que Superboy, superada por puro accidente la barrera del tiempo, se encuentre con Superman, o sea consigo mismo, muchos años más tarde. Pero precisamente porque un hecho de esta índole podría comprometer al personaje en una serie de desarrollos capaces de influenciar sus acciones sucesivas, se insinúa, al final de la historia, la sospecha de que Superboy había estado soñando, y se deja en suspenso un asentimiento formal a cuanto se ha dicho. En esta línea, la solución más original es indudablemente la de los imaginary tales; sucede a veces, que el público, por correo, solicita a los guionistas desarrollos narrativos de su gusto; por ejemplo, ¿por qué Superman no se casa con la periodista Lois Lane, que le ama desde hace tanto tiempo? Pero si Superman se casara con Lois Lane daría, como ya hemos dicho, un paso más hacia la muerte, plantearía una premisa irreversible; y no obstante, ha sido posible hallar continuamente nuevos estímulos narrativos, y se ha logrado satisfacer las exigencias «novelescas» del público. Se narra, pues, «lo que hubiera sucedido si Superman se hubiera casado con Lois». Se desarrolla tal premisa en todas sus implicaciones dramáticas, y al final se advierte: cuidado, ésta era una historia totalmente «imaginaria», que en realidad no sucedió[143].
Abundan los imaginary tales, así como los untold tales, es decir, relatos que conciernen a acontecimientos ya narrados, pero en los que «se había dejado de decir algo», por lo que se re-narran bajo otro punto de vista, descubriendo en ellos aspectos laterales. Con este bombardeo masivo de acontecimientos no unidos entre sí por un hilo lógico, y no dominados mutuamente por ninguna necesidad, el lector, naturalmente, sin darse cuenta de ello, olvida la noción del orden temporal. Y le sucede que vive en un universo imaginativo en el que, a diferencia de lo que sucede en el nuestro, las cadenas causales no están abiertas (A provoca B, B provoca C, C provoca D, y así hasta el infinito), sino cerradas (A provoca B, B provoca C, C provoca D, y D provoca A), y carece ya de sentido hablar de aquel orden del tiempo a base del cual se describen, habitualmente, los acontecimientos del macrocosmos[144].
Podría objetarse que —aparte de la necesidad mitopoyética, y también comercial, que impele a estas situaciones— una tal coordinación estructural de las historias de Superman refleja, aunque sea a bajo nivel, toda una serie de persuasiones difusas en nuestra cultura, acerca de la crisis de los conceptos de causalidad, temporalidad e irreversibilidad de los acontecimientos. Y de hecho gran parte del arte contemporáneo, desde Joyce a Robbe Grillet y a películas como El año pasado en Marienbad, refleja situaciones temporales paradójicas, cuyos modelos existen, no obstante, en las discusiones epistemológicas de nuestro tiempo. Pero es evidente que en obras como Finnegans Wake o Dans le labyrinthe, la ruptura de relaciones temporales habituales se realiza de un modo consciente, ya sea por parte del que escribe, ya por parte de aquel que deberá gozar estéticamente de dicha operación; y por ello la crisis de la temporalidad tiene a la vez una función de investigación y de denuncia, y tiende a proporcionar al lector modelos imaginativos capaces de hacerle aceptar situaciones de la nueva ciencia y de conciliar así la actividad de una imaginación acostumbrada a viejos esquemas con la actividad de una inteligencia que se aventura a hipotetizar y a describir universos no reducibles a imágenes o esquemas. Y en consecuencia estas obras (pero aquí se abre otro discurso) desarrollan una función mitopoyética, ofreciendo al habitante del mundo contemporáneo una especie de sugerencia simbólica o de diagrama alegórico de aquel absoluto que la ciencia ha resuelto no en una modalidad metafísica del mundo, sino en un posible modo de establecer una relación entre nosotros y el mundo, y por tanto en un posible modo de describir el mundo[145].
Las aventuras de Superman, en cambio, no han adquirido esta intención crítica, y la paradoja temporal sobre la que se sostienen debe escapar al lector (como probablemente escapa a los autores), porque una noción confusa del tiempo es la única condición de credibilidad del relato. Superman se sostiene como mito, únicamente en el caso de que el lector pierda el control de las relaciones temporales y renuncie a razonar tomándolas como base, abandonándose así al flujo incontrolable de las historias que se le ofrecen y manteniéndose en la ilusión de un continuo presente. Puesto que el mito no está aislado ejemplarmente en una dimensión de eternidad, sino que, para ser compatible, debe hallarse inmerso en el flujo de la historia actuante, esta historia es negada automáticamente como flujo y vista como presente inmóvil.
En la repetición de este ejercicio de presentificación continua de aquello que acontece, el lector pierde conciencia del hecho de que, por el contrario, aquello que sucede debe desarrollarse según las coordenadas de los tres éxtasis temporales. Al perder conciencia de ello, se olvida de los problemas que sobre esto se basan: es decir, de la existencia de una libertad, de la posibilidad de forjar proyectos, del deber de hacerlo, del dolor que este proyectar comporta, de la responsabilidad que se sigue y por último de la existencia de toda una comunidad humana cuyo carácter progresivo se basa en el hecho de mi hacer proyectos.
Superman como modelo de heterodirección
El análisis propuesto podría parecer algo abstracto, y ser considerado como apocalíptico (una especie de variación retórica, a alto nivel problemático, de un hecho de dimensiones más bien reducidas), si el hombre que lee Superman y para el cual Superman ha sido creado, no fuera el mismo de quien nos han hablado varias investigaciones sociológicas y que ha sido definido como un hombre «heterodirigido». Un hombre heterodirigido es un hombre que vive en una comunidad de alto nivel tecnológico y dentro de una especial estructura social y económica (en este caso, basada en una economía de consumo), al cual se sugiere constantemente (a través de la publicidad, las transmisiones de televisión, y las campañas de persuasión que actúan en todos los aspectos de la vida cotidiana) aquello que debe desear y cómo obtenerlo, según determinados procedimientos prefabricados que le eximen de tener que proyectar arriesgada y responsablemente. En una sociedad de este tipo, la misma elección ideológica viene «impuesta» a través de una circunspecta administración de las posibilidades emotivas del elector, no promovida a través de un estímulo a la reflexión y a la valoración racional. Un eslogan como I like ike revela, en el fondo, todo un mundo de procederes; en realidad, no se le dice al elector «debes votar por tal persona por los siguientes motivos que sometemos a tu reflexión» (e incluso el cartel rojo en el que aparece un cosaco abrevando su caballo en la fuente de la plaza de San Pedro, o el de un obeso capitalista que, dando el brazo a un sacerdote, como subido a los hombros de un obrero, representan en el fondo, aun en sus límites extremos, un ejemplo de propaganda política de estructura argumentativa, que pide al lector que reflexione sobre una posibilidad negativa que seguiría a la victoria de cierto partido político); sino que se le dice: «tú debes desear tal cosa». No se le invita, pues, a un proyecto, sino que se le sugiere que desee algo que otros han proyectado[146].
En la publicidad, al igual que en la propaganda y en las relaciones de human relations, la ausencia de la dimensión «proyecto» es, en el fondo, esencial para el establecimiento de una pedagogía paternalista, que exige, precisamente, la persuasión secreta de que el sujeto no es responsable de su propio pasado, ni dueño del propio futuro, ni está por último sometido a las leyes de la proyección según los tres éxtasis de la temporalidad. Porque todo esto implicaría fatiga y dolor, cuando la sociedad está en situación de ofrecer al hombre heterodirigido los resultados de unos proyectos ya realizados, aptos para responder a sus deseos, deseos que, por otra parte, le han sido inducidos de forma tal, que puede reconocer, en aquello que se le ofrece, aquello que ya había proyectado.
El análisis de las estructuras temporales en el caso de Superman nos ha ofrecido la imagen de un modo de narrar que parece estar fundamentalmente ligado a los principios pedagógicos que gobiernan una sociedad de tal índole. ¿Es posible establecer conexiones entre ambos fenómenos, afirmando que Superman, pese a ser sólo uno de los instrumentos pedagógicos de esta sociedad, y que la destrucción del tiempo que persigue, forman parte de un proyecto de deshabituación de la idea de proyecto de autorresponsabilidad?
Interrogados sobre ello, los guionistas de Superman responderían negativamente, y probablemente serían sinceros. Pero cualquier pueblo primitivo, interrogado sobre determinada costumbre ritual o sobre determinado tabú, sería incapaz de reconocer la conexión que liga el simple gesto tradicional con el corpus general de las creencias que profesa la comunidad, con el núcleo central del mito sobre el que la sociedad se rige. Interrogado sobre por qué observaba, al esculpir un pórtico de catedral, determinadas proporciones canónicas, cualquier maestro medieval habría aducido varias razones estéticas y técnicas, pero no habría sabido decir que, respetando aquella norma y difundiendo un gusto proporcional, se sometía a una temática del orden que regía la estructura de las Summae y de los códigos jurídicos, la jerarquía del Imperio y de la Iglesia, y que todo aquello se establecía como una reafirmación continua, en ocasiones teorizada, frecuentemente inconsciente, de una persuasión radical, de la idea de que el mundo es una creación divina, de que Dios había obrado siguiendo un cierto orden, y de que tal orden debía ser reproducido y reafirmado por todas y cada una de las obras realizadas por el hombre. Así, sin saberlo, el artesano que esculpía con molduras simétricas la barba de un profeta, otorgaba inconscientemente su asentimiento al «mito» de la creación. Actualmente, nosotros vemos en su gesto la manifestación de un modelo de cultura unitario, capaz de reiterarse en cada aspecto. Deteniéndonos en este conocimiento de la moderna historiografía, podremos, pues, establecer una hipótesis de antropología cultural que nos permita leer los cómics de Superman como reflejo de una situación social, ratificación periférica de un modelo general.
Defensa del esquema iterativo
Podría observarse que una serie de acontecimientos, que se repiten según un esquema fijo (iterativamente, o sea que cada uno de los acontecimientos reanuda, con una especie de inicio virtual, el acontecimiento anterior, aunque ignorando el final del mismo) no son nada nuevo en la narrativa popular, constituyendo, en realidad, una de las formas características de ella. En este plano, podríamos recordar, para citar un ejemplo, la historia del Signor Bonaventura, en que la adquisición del millón final no modificaba la situación del protagonista, que el autor presentaba puntualmente, al iniciarse la siguiente historieta, carente de toda clase de sustento, al borde de la miseria, como si nada hubiera sucedido antes, o sea, como si el tiempo hubiese vuelto a empezar. Hemos citado adrede un ejemplo fácil de recordar por el lector, precisamente para destacar la posibilidad de utilización del «esquema iterativo» según modos inocuos y agradables; y difícilmente se podría achacar a las límpidas viñetas de Sergio Tofano una oculta estrategia paternalista, aunque de hecho podría verse en el personaje Bonaventura un reflejo explícito de una Italia indigente, confiada a la Providencia, perennemente deprimida.
Por otra parte, el «hallazgo» de la iteración, como ya destacamos en otra parte de este libro, es aquello en que se fundan ciertos mecanismos de la evasión, como los que se realizan, por ejemplo, en las escenas cortas del «Carosello» de la televisión, en las que se sigue, distraídamente, el desarrollo de un sketch, para prestar luego mayor atención al golpe final («No he usado la brillantina Linetti», «Lombardi X es bueno»…) que regresa puntualmente a una clausura de vicisitud, y en cuyo retorno, previsto y esperado, se funda nuestro modesto pero innegable placer.
No es casualidad que «Carosello» sea la emisión televisiva que atrae, en mayor medida, la atención de los niños; y tampoco se debe a la casualidad que hayamos puesto el ejemplo de una historia infantil, como la del señor Bonaventura: el mecanismo en el que descansa el disfrute de la iteración, es típico de la infancia, y son los niños los que quieren escuchar no una nueva historieta, sino la historia que conocen ya y que les ha sido contada muchas veces.
Ahora bien, un mecanismo de evasión, en el que se realice una regresión a la infancia de proporciones razonables, puede ser visto con mirada indulgente. Y debemos preguntarnos si, al pretender acusarlo, no se llegará a construir teorías vertiginosas sobre hechos banales y sustancialmente normales. El placer de la iteración se ha definido como uno de los fundamentos de la evasión, del juego. Y nadie puede negar la función salutífera de los mecanismos lúdicos y evasivos.
Analicemos, por ejemplo, nuestra actitud de espectadores ante un episodio de Perry Mason. También aquí en cada programa, la pericia del autor y del director tiende a inventar una situación que sea distinta de la anterior; pero nuestra diversión no se basa más que mínimamente en esta diversidad. En realidad, lo que nos gusta es la reiteración del esquema básico, la situación delito — acusación de un inocente — intervención de Mason — fases del proceso — interrogatorio de los testigos — perversidad del fiscal — triunfo que el abogado del diablo guarda escondido en la manga — desenlace feliz de la peripecia, con efecto escénico final. Un episodio de Perry Mason no es un corto publicitario que seguimos distraídos, es algo que decidimos ver, y para lo cual ponemos en funcionamiento el televisor. Si analizamos a fondo el móvil primero, y último, de esta decisión encontraremos en su base el profundo deseo de volver a enfrentarnos, una vez más, con un esquema.
Esta actitud no es solamente propia del espectador de televisión. El lector aficionado a novelas policíacas, podrá fácilmente realizar un honesto autoanálisis para establecer la modalidad según la cual las «consume». En primer lugar, la lectura de una novela policíaca, por lo menos en las de tipo tradicional, presupone la degustación de un esquema: del delito a su esclarecimiento, pasando por una cadena de deducciones. El esquema es tan importante, que los autores más famosos han basado su fortuna en su inmutabilidad. No se trata sólo de un esquematismo en el orden del plot, sino de un esquematismo estable de los mismos sentimientos y de las actitudes psicológicas: en el Maigret de Simenon o el Poirot de Agatha Christie, se recurre a un impulso de piedad, al cual el detective une, a través del descubrimiento de los hechos, que coincide con una identificación en los movimientos del culpable, un acto de charitas que se mezcla (aunque no se opone a él) con el acto de la justicia que descubre y condena.
No satisfecho con esto, el autor de novelas policíacas introduce, en forma continuada, una serie de connotaciones (por ejemplo, las características del policía y de su ambiente inmediato), de modo que su aparición en cada historia constituya una condición esencial de su amenidad. Y tendremos así el tic, ya histórico, de Sherlock Holmes, la vanidad puntillosa de Hércules Poirot, la pipa y las expresiones familiares de Maigret, hasta llegar a la perversidad cotidiana de los más acreditados héroes de postguerra, desde el agua de colonia y los Players N. 6 de Slim Callaghan, de Peter Cheyney, al coñac con vaso de agua helada de Michel Shayne, de Brett Halliday. Vicios, gestos, costumbres casi nerviosos que nos permiten reencontrar en el personaje a un viejo amigo y que son la condición principal para que nosotros podamos «entrar» en la intriga. Prueba de ello es que si nuestro autor preferido escribe una historia en que no aparece el protagonista de costumbre, no nos damos siquiera cuenta de que el esquema básico sigue siendo el mismo: leemos el libro con una especie de desinterés, y tendemos a considerarlo una obra «menor», un fenómeno transitorio, un momento interlocutorio.
Todo esto aparece perfectamente claro si consideramos a un personaje ya famoso, Nero Wolfe, inmortalizado por Rex Stout. Por pura preterición —y por cautela, caso de que entre los lectores haya alguno que no haya conocido a nuestro personaje— recordaremos brevemente los elementos que concurren en la construcción del «tipo» Nero Wolfe y su environment. Nero Wolfe, montenegrino naturalizado americano en tiempo inmemorial, es extraordinariamente obeso hasta el punto de necesitar un sillón expresamente diseñado para él, y sufre intensos y prolongados ataques de pereza. De hecho no sale nunca de casa (los casos en que esto ha sucedido son tan raros —sus fieles lo saben— que, cuando ha sucedido, el lector ha conservado, como evidencia, el libro en la librería) y se sirve para sus indagaciones del despreocupado Archie Goodwin, con el que mantiene continuas relaciones de tensa y afectuosa polémica, atemperada por el sentido del humor de ambos. Nero Wolfe es un voraz glotón, y su cocinero Fritz es la vestal dedicada a la continua búsqueda de un plato refinado, que debe ser tan delicado, como enormes las tragaderas de su patrón. Pero además de los placeres de la mesa, Wolfe cultiva otra absorbente pasión: las orquídeas, de las que posee, en un invernadero construido en el último piso de su residencia, una colección de valor inestimable. Preso entre la glotonería y las flores, asaltado por una serie de tics accesorios (su gusto por las lecturas eruditas, su sistemática misoginia, su inagotable sed de dinero), Nero Wolfe conduce sus investigaciones, obras maestras de penetración psicológica, sentado detrás de la mesa de su despacho, sopesando los datos que le suministra el activo Archie, estudiando a los protagonistas de las diversas intrigas, que se ven obligados a visitarle en su despacho, discutiendo acaloradamente ora con el inspector Cramer (atención: mastica continuamente un puro apagado), ora con el odioso sargento Purley Stebbins; y reuniendo finalmente, con una escenografía fija de la que nunca se aparta, a los protagonistas del caso en su despacho, casi siempre de noche, consigue, con hábiles astucias dialécticas, por lo general antes de conocer la verdad completa, obligar al culpable a realizar una pública manifestación de histerismo y a descubrirse con ella.
Cualquiera que conozca las historias de Rex Stout, sabe que estos detalles son sólo una parte mínima del repertorio de topoi, de lugares fijos que animan esas intrigas. La casuística es bastante más amplia: la detención casi canónica de Archie, sospechoso de ocultación o falsificación de pruebas; las diatribas legales sobre la forma en que Wolfe trata a sus clientes; la aparición de detectives adventicios, como Saul Panzer y Orrie Carther; el cuadro colgado en una pared del despacho, con un orificio invisible, a través del cual Archie o el mismo Wolfe pueden seguir el comportamiento y las reacciones de una persona puesta a prueba en el mismo despacho; las violentas escenas entre Wolfe y un cliente insincero… Podríamos continuar hasta lo infinito: nos damos cuenta, al final, de que el repertorio de estos «lugares» es tal, que puede agotar todas las posibilidades de intriga permitidas por el número de páginas de cada historia.
Y no obstante las variaciones sobre el tema son infinitas, cada delito tiene nuevas motivaciones psicológicas y económicas, cada vez el autor idea una situación aparentemente nueva. Decimos aparentemente, porque, en realidad, el lector no alcanza nunca a comprobar en qué medida se le ha narrado algo inédito. Los puntos básicos de la narración no son, de hecho, aquellos en que está sucediendo algo inesperado; éstos no son más que puntos-pretexto. Los auténticos puntos básicos son aquellos en que Nero Wolfe repite sus gestos habituales, en que sale por enésima vez a cuidar de sus orquídeas mientras la trama alcanza el máximo dramatismo, en que el inspector Cramer entra poniendo un pie entre la puerta y la pared, empuja a un lado a Goodwin, y advierte a Wolfe —agitando un dedo— que aquella vez ha cometido un error que pagará caro. El atractivo del libro, el sentido de reposo, de distensión psicológica que es capaz de comunicar, deriva del hecho de que, hundido en su propio sillón o en un asiento de un compartimiento de vagón de ferrocarril, el lector encuentra una vez más, punto por punto, aquello que ya sabe, aquello que desea saber otra vez, y para lo cual ha pagado el precio del libro. El placer de la no-historia, si una historia es un desarrollo de acontecimientos que va desde un punto de partida hasta un punto de llegada al cual nunca habíamos pensado llegar. Un placer en que la distracción consiste en el rechazo del desarrollo de los acontecimientos, en un sustraernos a la tensión pasado-presente-futuro para retirarnos a un instante, amado precisamente por su repetición.
El esquema iterativo como mensaje redundante
Es indudable que mecanismos de esta índole se dan con mayor insistencia en la narrativa de consumo actual, que en la novela de folletín ochocentista, en la que, como hemos visto, la intriga se fundaba en un desarrollo y al personaje se le exigía consumir totalmente, hasta su muerte (quizá uno de los primeros personajes inconsumados, en el ocaso de la novela de folletín, a caballo entre dos siglos, en pleno florecimiento de la Belle Époque, sea Fantomas[147]; con él termina una época). Podríamos preguntarnos si los modernos mecanismos iterativos no responden a alguna exigencia profunda del hombre contemporáneo, y, por lo mismo, no resultan más motivados y justificables que lo que estaríamos dispuestos a admitir en una primera y somera inspección.
Si examinamos el esquema iterativo desde el punto de vista estructural, nos encontramos en presencia de un típico mensaje de alta redundancia. Una novela de Souvestre y Allain, o de Rex Stout, constituye un mensaje que nos informa poquísimo y que, por el contrario, nos pone de manifiesto, merced a la utilización de elementos redundantes, un significado que habíamos adquirido tranquilamente con la lectura de la primera obra de la serie (en este caso, el significado es un cierto mecanismo de la acción, debido al interferir de personajes «tópicos»). El gusto por el esquema iterativo se presenta, pues, como un gusto por la redundancia. El hambre de narrativa de entretenimiento, basada en estos mecanismos, es un hambre de redundancia. Bajo este aspecto, la mayor parte de la narrativa de masas es una narrativa de la redundancia.
Paradójicamente, la misma novela policíaca, que podríamos sentirnos tentados a adscribir entre los productos destinados a satisfacer el gusto por lo imprevisto y lo sensacional, de hecho, en sus raíces, se caracteriza por las razones opuestas, como una invitación a todo aquello que es pacífico, familiar, previsible. El ignorar quién es el culpable es un elemento accesorio, casi un pretexto; tanto es así que, en la novela policíaca de acción (donde la iteración desempeña idéntico papel que en la novela policíaca propiamente dicha), la tensión acerca de quién pueda ser el culpable deja a veces de existir; no se trata de descubrir quién ha cometido un delito, sino de seguir determinadas actitudes «tópicas» de personajes también «tópicos», en los que amamos unos comportamientos fijos. Para desarrollar esa «hambre de redundancia», no son necesarias hipótesis demasiado sutiles. La novela de folletín, basada en triunfo de la información, representaba el alimento preferido por una sociedad que vivía entre mensajes cargados de redundancias: el sentido de la tradición, las normas de un vivir asociado, los principios morales, las reglas de comportamiento operativo válidas en el ámbito de la sociedad burguesa ochocentista, de aquel típico público que representaba los consumidores de la novela folletinesca, todo lo cual constituía un sistema de comunicaciones previsibles, que el sistema social emitía hacia sus miembros, y que hacía que la vida transcurriera sin altibajos imprevistos, sin convulsiones en las escalas de valores. Dentro de ese ámbito adquiría un sentido preciso la sacudida «informativa» que podía producir una novela de Poe, o el golpe de escena de Ponson du Terrail… En la sociedad industrial contemporánea, en cambio, la aproximación de los parámetros, la disolución de las tradiciones, la movilidad social, la consumibilidad de los modelos y los principios, todo se reasume bajo el signo de una continua carga informacional, que produce por medio de sacudidas intensas, implicando nuevos reasentamientos de la sensibilidad, adecuaciones de las asunciones psicológicas, recualificaciones de la inteligencia. La narrativa de la redundancia aparece, en este panorama, como una indulgente invitación al descanso, como una ocasión única de real distensión ofrecida al consumidor. Al cual, por otra parte, el arte «superior», no hace otra cosa que proponerle esquemas en evolución, gramáticas en mutua eliminación dialéctica, códigos en continua aproximación[148].
¿No es natural que también el fruidor culto, que en momentos de tensión intelectual busca en el cuadro informal o el libro de vanguardia, estímulos para la propia inteligencia y la propia imaginación, tienda, en los momentos de evasión y relajamiento (saludables e indispensables), a sumergirse en una pereza infantil, y busque en el producto de consumo una pacificación en la orgía de la redundancia?
Cuando se considera el problema bajo este ángulo visual se siente uno tentado a mostrar, ante los fenómenos de entretenimiento evasivo (entre los cuales puede incluirse nuestro mito de Superman), una mayor indulgencia, y a reprocharse por haber puesto en práctica un ácido moralismo sobre algo que es inocuo y a veces beneficioso.
Pero el problema cambia de aspecto cuando el placer por la redundancia, pasa de ser momento de descanso, pausa en el ritmo convulso de una existencia intelectual comprometida en la recepción de información, a convertirse en la norma de toda actividad imaginativa. En otras palabras: ¿para quién, la narrativa de la redundancia constituye una alternativa entre otras, y para quién constituye, en cambio, la única posibilidad? Pero hay algo más: en el interior de los mismos esquemas iterativos, ¿en qué medida una diversa dosificación de los contenidos, de los temas (en otros términos, en el interior de una misma estructura sintáctica, en qué medida un diferente articularse de las referencias semánticas) modifica la función negativa del esquema?
El problema no estriba en preguntarse si, conducidos a través de un mismo esquema narrativo, diversos «contenidos» ideológicos pueden producir efectos diversos. Hay más: un esquema iterativo se convierte y sigue siendo tal, solamente en la medida en que sostiene y expresa referencias semánticas que están a su vez privadas del desarrollo. Dicho de otro modo: una estructura narrativa expresa un mundo, pero nos apercibimos aún más revelando que el mundo presenta la misma configuración de la estructura que lo expresaba. El caso de Superman confirma esta hipótesis. Si examinamos los «contenidos» ideológicos de la historia de Superman, nos damos cuenta de que, por un lado, se sostienen y funcionan comunicativamente merced a la estructura de la serie narrativa; y por otro, contribuyen a definir la estructura que lo expresa como una estructura circular, estática, vehículo de un mensaje pedagógico sustancialmente inmovilístico.
Conciencia cívica y conciencia política
Las historietas de Superman poseen una característica en común con una serie de otras aventuras de héroes dotados de superpoderes. Que en Superman los varios elementos se fundan en un todo más homogéneo, justifica el hecho de que le hayamos dedicado atención especial. Y no es casualidad que Superman sea, a fin de cuentas entre los héroes de que hablaremos, el más popular: no sólo es el más antiguo del grupo (data de 1938), sino que es también el más claramente delineado, el que posee una personalidad más reconocible. Si a pesar de todo por las razones aducidas, y por otras que mencionaremos, no puede ser definido como un tipo, es de entre todos sus congéneres el que con mayor motivo podría aspirar a tal título. Tampoco pasa desapercibido el hecho de que en sus historias hay siempre un gramo de ironía, una complaciente indulgencia de los autores que, mientras diseñan el personaje y sus vicisitudes, no dejan de ser conscientes de estar montando una «comedia» y no un «drama» o una «novela de aventuras». Es esta sabiduría en la dosificación de los efectos novelescos, este ver el personaje con un mínimo indispensable de autoironía, lo que salva, en parte, a Superman, de la vulgaridad bajo-comercial, y hace de él un «caso». Sus congéneres no llegan a tanto, son fantasmas que se agitan de viñeta a viñeta, de tal modo fungibles, que resulta totalmente imposible simpatizar con ellos, y mucho menos amarlos.
Pero procedamos con orden. Entre los varios superhéroes, podemos distinguir entre aquellos que están dotados de poderes ultrahumanos, y aquellos dotados de características terrestres normales, aunque potenciadas en su grado máximo. Entre los primeros, figuran Superman y The Manhunter from Mars (El Sabueso de Marte). Al primero ya le conocemos, y en cuanto al segundo, se trata de un marciano que, hallándose accidentalmente en la tierra, realiza una especie de acción misionera policíaca, bajo la falsa personalidad del detective John Jones. Característica del Sabueso de Marte (cuyo verdadero nombre es J’onn J’onzz) es poder asumir con la máxima facilidad la figura de cualquier persona, y la de desmaterializarse, con lo que le es posible pasar a través de cuerpos sólidos. Su enemigo más terrible es el fuego (que desempeña en su caso la misma función que la kriptonita en Superman). Su pet es Zuk, un animal de origen espacial, dotado asimismo de varios superpoderes, que representa un ser análogo al perro Kripto, pet de Superman[149].
Entre los héroes dotados de características humanas, podemos citar, en primer lugar, la pareja Batman y Robin. También en este caso, tenemos a dos individuos que ocultan su personalidad bajo el aspecto de otra (el tema de la doble personalidad, por motivos ya aducidos, es sustancial y nunca se omite) y que a solicitud de la policía (que les avisa por medio de un enorme murciélago que se dibuja contra el oscuro telón de fondo del cielo, gracias a un juego de reflectores de urgencia), acuden al lugar del crimen con un atuendo que se asemeja a la forma de un murciélago. Al igual que en el caso de Superman y de El Sabueso de Marte (y de los otros que veremos) es siempre indispensable que su traje sea una malla elástica, adherida al cuerpo: lo que corrobora la hipótesis de aquellos que, como el ya citado Giammanco, ven en esos héroes, y en sus condiciones masculinas, ciertos elementos homosexuales. Una de las especialidades de Batman y de Robin consiste en lanzarse de un edificio a otro, valiéndose de un juego de largos cables, y descender de su helicóptero personal (también en forma de murciélago, como su automóvil y su lancha motora, y, en efecto, cada uno de esos vehículos es denominado con el prefijo bat-).
Próximos parientes de Batman y Robin son Green Arrow y Speedy. Con la malla pegada al cuerpo, y un par de botas y otro de guantes, recuerdan la indumentaria de Robin Hood. Aunque hombres de carne y hueso, los dos héroes constituyen una tardía y tecnológica reencarnación de éste, por cuanto actúan solamente merced al uso de flechas. Estas flechas han sido concebidas en las formas más extraordinariamente elaboradas, y ofrecen varias posibilidades de empleo: flechas-ventosa, flechas-garfios, flechas-escalera, flechas-cohete, flechas-puño, flechas-redes, flechas-bolas, flechas-bengala. El lugar que en flechas normales ocupa la punta, en las suyas lo ocupan aparatos de gran precisión, que al contacto con el blanco ponen en marcha inmediatamente los dispositivos elegidos, como por ejemplo el cohete luminoso, el lazo envolvente, el garfio rampante o la maza aturdidora. La sorprendente utilización de este aparato técnico portátil hace que los poderes de los dos héroes resulten tan eficaces, por lo menos, como la agilidad gimnástica de Batman y Robin y, en ciertos casos, como los superpoderes de Superman o de J’onn J’onzz.
A éstos se une Flash. Las características fundamentales de éste son las mismas: atildada presentación, capacidad de rápida transformación, doble identidad (en la vida, se trata de un químico de la policía, su novia es una periodista; en el activo de Flash debe figurar el hecho de que demuestra, públicamente, no ser insensible a los encantos de las muchachas; a veces, incluso las besa).
En el caso de Flash, de una piedra preciosa de un anillo que lleva en un dedo emerge a velocidad supersónica un atuendo guerrero con el que se viste. Superpoderes: capacidad de correr a velocidad de la luz y, por consiguiente, capacidad para recorrer la distancia correspondiente a una vuelta a la Tierra en pocos segundos, capacidad de poder pasar a través de cuerpos sólidos, merced a un impreciso principio físico que actúa sobre la aceleración, a nivel fotónico, de las partículas que componen el organismo del héroe.
La relación podría continuar[150], pero con los citados creemos haber individualizado a los personajes más característicos. Que tales personajes hayan sido todos construidos según un esquema común, parece evidente. Pero si los estudiamos más atentamente, veremos que aquello que los une y que los unifica, en cuanto a mensaje pedagógico unitario, es un factor mucho menos aparente.
Cada uno de ellos está dotado de poderes tales que podría, prácticamente, apoderarse del gobierno, destruir un ejército, alterar el equilibrio planetario. Si pueden formularse dudas respecto a Batman y Green Arrow, en lo que atañe a los otros tres la suma de sus posibilidades operativas está fuera de discusión. Por otra parte, es evidente que cada uno de estos personajes es profundamente bueno, moral, subordinado a las leyes naturales y civiles, por lo que es legítimo (y hermoso) que emplee sus poderes con fines benéficos. En este sentido, el mensaje pedagógico de estas historias sería, por lo menos a nivel de la literatura infantil, altamente aceptable, y los mismos episodios de violencia de que están sembrados varios de los episodios, tendrían una finalidad en dicha reprobación final del mal y en el triunfo de los buenos[151].
La ambigüedad de la enseñanza aparece, sin embargo, en el momento en que nos preguntamos qué es el bien.
En este punto, basta reexaminar a fondo la situación de Superman, que resume en sí todas las demás, por lo menos en sus coordenadas fundamentales.
Superman es prácticamente omnipotente, de sus facultades físicas, mentales y tecnológicas ya se ha hablado. Su capacidad operativa se extiende a escala cósmica. Así pues, un ser dotado con tal capacidad y dedicado al bien de la humanidad (planteándonos el problema con el máximo candor, pero también con la máxima responsabilidad, aceptándolo todo como verosímil), tendría ante sí un inmenso campo de acción. De un hombre que puede producir trabajo y riqueza en dimensiones astronómicas y en unos segundos, se podría esperar la más asombrosa alteración en el orden político, económico, tecnológico, del mundo. Desde la solución del problema del hambre, hasta la roturación de todas las zonas actualmente inhabitables del planeta o la destrucción de procedimientos inhumanos (leamos Superman con el «espíritu de Dallas»: ¿por qué no va a liberar a seiscientos millones de chinos del yugo de Mao?), Superman podría ejercer el bien a nivel cósmico, galáctico, y proporcionarnos una definición de sí mismo que, a través de la ampliación fantástica, aclarase al propio tiempo su exacta línea ética.
En vez de esto, Superman desarrolla su actividad a nivel de la pequeña comunidad en que vive (Smallville en su juventud, Metrópolis ya adulto) y —como sucedía con el lugareño medieval, que podía llegar a conocer Tierra Santa, pero no la ciudad, encerrada en sí misma y separada de todo lo demás, que tenía a cincuenta kilómetros de su residencia— si bien emprende con la mayor naturalidad viajes a otras galaxias, ignora, no digamos ya la dimensión «mundo», sino la dimensión «Estados Unidos[152]». En el ámbito de su little town el mal, el único mal a combatir, se configura bajo la especie de individuos pertenecientes al underworld, al mundo subterráneo de la mala vida, preferentemente ocupado, no en el contrabando de estupefacientes ni —cosa evidente— en corromper a políticos o empleados administrativos, sino en desvalijar bancos y coches-correo. En otras palabras, la única forma visible que asume el mal es el atentado a la propiedad privada. El mal extraespacial no es más que un pigmento accesorio, es casual, y asume siempre formas imprevistas y transitorias: el underworld es, en cambio, un mal endémico, como una especie de filón maldito que invade el curso de la historia humana, claramente dividida en zonas por una incontrovertibilidad maniquea, según la cual toda autoridad es, fundamentalmente, buena e incorrupta, y todo malvado lo es hasta las raíces, sin esperanza de redención.
Naturalmente, se procede por amplias zonas temáticas, entremezcladas con pequeños episodios (aunque siempre de sabor deamicisiano: el muchacho que delinque por debilidad; el imprevisto arrepentimiento de un «malo» endémico como Luthor, enemigo de diabólica inteligencia, auténtico sacerdote del mal, enemigo jurado de Superman, por razones que se remontan a la infancia de éste: efectivamente, el joven Superboy había sido responsable, o por lo menos así lo cree Luthor, de la calvicie de éste), pero un fácil estudio estadístico, realizado a nivel temático, podría sin dificultad alguna verificar la hipótesis indicada. Como otros han dicho ya, tenemos en Superman un ejemplo perfecto de conciencia cívica completamente separada de la conciencia política. El civismo de Superman es perfecto, pero lo ejerce y configura en el ámbito de una pequeña comunidad cerrada[153].
Es curioso observar cómo, entregándose al bien, Superman dedica enormes energías a organizar espectáculos benéficos, donde se recaudan fondos destinados a huérfanos e indigentes. El paradójico despliegue de medios (la misma energía podría ser empleada en producir directamente riqueza o en modificar radicalmente situaciones más vastas), no deja de asombrar al lector, que ve a Superman perennemente dedicado al montaje de espectáculos de tipo parroquial. Si el mal asume el único aspecto de atentado a la propiedad privada, el bien se configura únicamente como caridad[154]. Esta simple equivalencia bastaría para caracterizar el mundo moral de Superman. Pero, en realidad, nos damos cuenta de que Superman se ve obligado a mantener sus operaciones dentro del ámbito de las mínimas e infinitesimales modificaciones de su actuación, por los mismos motivos mencionados a propósito de la estaticidad de su trama: cualquier modificación general empujaría al mundo, y al propio Superman, hacia la consumación.
Por otra parte, sería inexacto afirmar que la juiciosa y dosificada virtud de Superman depende, únicamente, de la estructura de la trama, y con ello de la exigencia de no hacer derivar de ella excesivos e irrecuperables desarrollos. Lo contrario es también cierto: que la metafísica inmovilista contenida en esta concepción de la trama es la directa, y no deseada, consecuencia de un mecanismo estructural complejo, el cual se nos aparece como el único idóneo para comunicar, a través de una temática individualizada, una determinada enseñanza. La trama debe ser estática y eludir cualquier clase de desarrollo, porque Superman debe hacer consistir la virtud en varios actos parciales, nunca en una forma de conciencia total. Y la virtud, por su parte, debe de estar caracterizada por el cumplimiento de actos únicamente parciales, para que la trama resulte estática. Una vez más, el relato depende, no de la voluntad de los autores, sino de su posibilidad de adaptarse a un concepto del «orden» que insinúa el modelo cultural en que viven, y del cual fabrican, a escala reducida, maquetas «análogas», con funciones de representación.
Conclusiones
En definitiva, el episodio de Superman nos confirma en la convicción de que no puede existir una enunciación ideológica eficaz que no resuelva el material temático en un modo de formar. Las historias de Superman constituyen un ejemplo mínimo pero exacto de fusión entre varios niveles, homogeneizados en un sistema de relaciones en que cada nivel reproduce, a diferente escala, límites y contradicciones de los otros. Si la ideología ética de Superman representa, como así es, un sistema coherente, y la estructura de las varias historias otro sistema, la «saga» de Superman se nos aparece como un calibradísimo sistema de sistemas, del que no sería inútil examinar también la naturaleza del dibujo, las cadencias del lenguaje, la caracterización de los diversos personajes. Una breve inspección de la psicología de Lois Lane, o del tipo de lazos que unen la familia Kent o la familia Lang en Smallville, nos llevaría fácilmente a individualizar, a nivel de caracteres, una posición de los varios problemas y una formulación de soluciones pedagógicas similares —estructuralmente— a cuanto se verifica en otros niveles.
En el ensayo siguiente veremos que en los cómics de Charles M. Schulz la misma estructura iterativa del relato no impide, sino que favorece, la delineación de personajes concretos e «históricos». Pero nos hallamos en un campo en que el elemento iterativo se hace evidente, deseado, quiere ser gozado como tal, se convierte no en una cadencia fascinadora, sino en un ritmo estético, y a través de él se establecen las relaciones entre los personajes y el mundo histórico, con claridad de permanencia, con exactitud de referencia. Los personajes de Peanuts no son fungibles. En cambio, los personajes de Superman, sí; y Superman es fungible, en gran parte, con otros superhéroes de otras sagas. Es pues un topos genérico, de tal modo disociado del contexto en que actúa, que su reducción al mínimo común actuable, su negarse a la posibilidad que de hecho posee (y que le conferiría verosimilitud), aparecen tan macroscópicos y perturbadores que impiden al lector realizar un acto de fe, una «suspension of disbelief» en el sentido más vulgar de la expresión; una decisión de aceptar a Superman por lo que es, un personaje de fábula, con el que disfrutar de continuas variaciones de tema.
Y como en toda fábula, en la saga de Superman se desencadenan posibilidades de intriga que son ignoradas, servidumbre exigida por el paso de la fábula evasiva a la llamada problemática.
Rodaballo, rodaballito, que príncipe eres,
Si fuera por mí, no te lo pediría,
Pero la bruja de mi mujer,
Pero la bruja de mi mujer, así lo quiere.
Así invoca el pescador al pez encantado. Y todo aquello que pide la mujer, le es concedido, porque así son las leyes de la fábula. Pero cuando la mujer pide convertirse en Dios, el pez se encoleriza, y todo vuelve a la situación miserable en que el pescador y su mujer se hallaban antes. ¿Puede una fábula alterar el orden del universo?