USO PRÁCTICO DEL PERSONAJE

Recurrir al «lugar literario» es una experiencia posible hasta a persona no excesivamente culta: si el definir una situación como «kafkiana» puede revelar quizá cierta sensibilidad especialmente formada e informada, el afirmar de una situación dulzarrona y lacrimosa que «todo esto parece las Dos Huerfanitas» constituye un recurso al alcance del lector vulgar, apenas dotado de sentido crítico. La referencia al «lugar» o al personaje literario aparece en la conversación corriente, la mayoría de las veces un poco a la ligera, pero otras como una referencia feliz y exacta (y, en estos casos, con un subrayado casi epigráfico, con una cuota de penetración y de sabor que permite obtener, recurriendo al «lugar», una agudeza de juicio imposible de alcanzar por medio de cualquier otra expresión más compleja). Recurrir al «lugar» literario significa alcanzar, por medio de la memoria, el repertorio del arte, para extraer de él figuras y situaciones, introduciéndolo en el contexto de un discurso crítico, perorativo, emotivo.

El uso del «lugar» puede realizarse a un nivel mínimo, estandarizado, proverbial. Otras veces, la cita adopta una forma propia, como una rememoración del personaje en toda su individualidad, sentido tal como nos lo presentó la obra leída tiempo atrás; y el revivir el personaje en toda la intensidad del modo en que nos fue propuesto, en toda su integridad de producto estético, es condición indispensable para aplicar el recurso.

Mencionar a Pavese con ocasión de una emoción experimentada ante el espectáculo de la colina turinesa vista desde el Po, en determinado momento y estación, comporta la aceptación y coparticipación plenas de aquella tonalidad emotiva que el escritor nos comunicó en Il diavolo sulle colline o La bella estate. Y no se trata de revivir una emoción casualmente conexa a nuestra lectura de Pavese: en casos parecidos, el recurso al «lugar» es pleno y operante, sólo si se establece una identificación con aquella misma emoción o disposición conceptual que el artista había realmente intentado comunicar. En tal recurso se revive la misma obra, porque en aquel momento la forma asumida por el sistema de las solicitaciones emotivas (que es la obra) suscita y termina por coincidir con la forma de nuestras emociones y, con un solo rasgo, por un lado reconfirma la emoción coparticipada un día en virtud de una fuerza persuasiva del discurso estético, y por otro, nuestra emoción presente recibe un orden, una definición, una cualificación, un valor, por el hecho mismo de que la recreamos en una fórmula propuesta por el artista. Sin haber leído nunca a Pavese, la emoción por nosotros experimentada nos habría asaltado en forma confusa, y habríamos intentado en vano definirla y calificarla. El recurso al «lugar» actúa, pues, de la siguiente forma: tenemos la rememoración de una experiencia ajena, y sin embargo este proceso no se resuelve en un simple juego de complacencias librescas, porque habiendo usado la memoria de la experiencia estética para calificar una experiencia moral o intelectual, el conocimiento adquirido no se mantiene a un nivel contemplativo, sino que se mueve en una dirección práctica. Nuestra identificación con la experiencia Pavese no se resuelve en una complacencia, aunque sea nobilísima, en Pavese, sino en una actitud vital, conexa a una toma de conocimiento y decisión. De ahí nuestra emoción, que no será ya la emoción de Pavese, sino que se reconectará con nuestra propia historia psicológica personal; de ahí la aceptación o rechazo de dicha emoción, una vez el recurso al «lugar» nos haya dilucidado su naturaleza. De ahí, en resumen, nuestra historia y nuestra aventura moral en toda su complejidad e individualismo.

El ejemplo citado, con todo el aspecto mórbido que pueda dejar entrever, no debe hacer pensar que el recurso al «lugar» sea un juego estético, culto y refinado. El recurso al «lugar» puede aparecer, asimismo, y muy especialmente, en el sentido de un lúcido y decidido reconocimiento moral: en Emma Bovary puede revelarnos, de repente, toda la desolación filistea de un adulterio; en Tonio Kröger, la ambigüedad de una disposición intelectual que inhabilita para la normalidad y las relaciones con los demás; en el eliotiano James Prufrock, la angustia de un anonimato sin esperanza y la inexistencia de una relación positiva con el mundo. En el caso de que nuestra situación personal coincida, aunque sólo sea en forma matizada, con la del personaje, el reconocimiento actúa como principio de una resolución ética. El recurso al «lugar» en este caso nos habrá conducido a individualizar un «tipo» moral en el personaje.

El problema estético del «tipo»

En el momento actual, reintroducir el problema de «lo típico» puede significar resucitar un fantasma del que se ha dado cuenta hace ya mucho tiempo. Desde el punto de vista filosófico, la noción de tipicidad del producto artístico comporta una serie de aporías, y hablar de «personaje típico» significa pensar en la representación, a través de una imagen, de una abstracción conceptual: Emma Bovary o el adulterio castigado, Tonio Kröger o la enfermedad estética, y así sucesivamente. Fórmulas que, por el hecho de serlo, traicionan ya al personaje que pretenden definir. Los términos de la polémica están perfectamente definidos, tanto histórica como culturalmente: si el tipo es la tentativa, por parte del arte, de alcanzar la generalidad y la discursividad de la filosofía, entonces la tipicidad es la negación misma del arte, ya que toda la estética contemporánea se ha esforzado en elaborar los conceptos de individualidad, concretización, originalidad, insustituibilidad de la imagen artística.

De Sanctis no desdeñó el tomar en consideración la posibilidad artística de lo típico, pero veía el tipo, a lo sumo, como una etapa, positiva pero intermedia, hacia la plena individualización de la creación artística. En determinados períodos de la historia literaria, frente a la abstracción de la alegoría, el tipo constituye ya un inmediato presentimiento del individuo[105]. Croce, por su parte, consiguió llevar a término la eliminación del concepto de tipicidad como categoría estética, con una argumentación impecable: si por tipo se entiende una abstracción o un concepto, entonces el arte se convierte en un sustitutivo del pensamiento filosófico; «y si por típico se entiende lo individual, lo único que se hace es un simple cambio de nombre. Tipificar supondrá, en este caso, caracterizar, es decir, determinar y representar al individuo. Don Quijote es un tipo, pero ¿de qué es tipo, sino de todos los Don Quijotes, es decir, un tipo de sí mismo?… En otras palabras, en la expresión de un poeta (por ejemplo, en un personaje poético) nosotros encontramos nuestras propias impresiones plenamente determinadas y comprobadas, y calificamos de típica aquella expresión que es simplemente estética»[106].

Es evidente que si la crítica y la estética contemporánea quisieran ocuparse todavía del problema del personaje típico, no podrían dejar de tener en cuenta tales observaciones, como tampoco las de De Sanctis. Si el personaje no es concretamente individual en todas sus acciones, no es un personaje artísticamente logrado. Con ello no se excluye que el arte pueda también producir figuras alegóricas, reducibles a un concepto original: salvo que, en tal caso, no nos enfrentemos a personajes, sino a cifras simbólicas (o sea a otro género, que consideramos legítimo, de logro estético). Faux Semblant, Bon Accueil y todos los personajes de Le Roman de la Rose, son algo distinto a otros como Lucia Mondella o el Doctor Zivago: son figuras heráldicas, emblemas, abstracciones —si se quiere—, pero unas abstracciones que se concretizan en una imagen estilizada y llena de encanto. En una época en que los mecanismos imaginativos del lector tendían hacia este tipo de solicitación alegórica, tales personajes permitían una fruición estética satisfactoria (recuperable por aquel que lea hoy el citado poema haciendo suyos los modos y conceptos del gusto medieval). La literatura contemporánea está utilizando de nuevo el símbolo y el emblema, y la estética se da cuenta, asimismo, de que si el personaje narrativo en sentido tradicional debe hallarse concretado en una «persona», es no obstante posible el logro estético de una narración realizada por medio de símbolos, estilizaciones y jeroglíficos.

Las precisiones de De Sanctis y de Croce sobre el tipo nos parecen especialmente válidas en el ámbito de una poética del personaje: cuando el personaje es logrado, es un producto estético, y es inútil definirlo a través de ulteriores categorías de lo típico.

Razones de las poéticas de la tipicidad

El razonamiento, sin embargo, parece excesivamente simple ante el reflorecimiento contemporáneo de poéticas que, proponiéndose un arte comprometido, formativo y educativo, plantean de nuevo el problema de la tipicidad como categoría estética fundamental. Como intérprete oficial de una poética de partido, Fadeiev afirmaba hace años que el desarrollo de la vida socialista genera en el hombre determinadas cualidades: «pero para configurarlas, el artista debe condensarlas, generalizarlas, tipificarlas… Es preciso elegir las mejores cualidades y los mejores sentimientos del hombre soviético»[107]. Es la formulación de aquel «romanticismo revolucionario» que había encontrado su teórico más autorizado en Máximo Gorki[108]; se trata, en definitiva, de una poética que se propone la producción del tipo positivo, poética legítima en sí y densa en posibilidades, aunque hasta cierto punto los mismos críticos y escritores crecidos en dicha escuela se dieran cuenta de que no solamente el positivismo ideal, sino la vida en toda su complejidad problemática (dudas, errores, fracasos) debe convertirse en objeto de arte, sin que esto suponga abandonar el intento de enfrentarse con la realidad.

Es cierto que desde el punto de vista filosófico la proposición «producir personajes típicos» es vaga e inverificable, sin que la veleidad original sea traducida en un «objeto» narrativo; sin que, en consecuencia, el personaje no haya sido inventado y obligado a actuar. Sólo en este momento puede iniciarse un comentario sobre la tipicidad; el problema de lo típico no interesa, pues, a la estética mientras se mantiene en el estadio de poética (expresada ésta como aspiración o como fórmula), sino sólo cuando emerge en la fase de «lectura de la obra». La tipicidad no puede ser tomada en consideración como criterio de una poética productiva, sino como categoría de una metodología crítica (o, en un sentido más general, de una estética filosófica). Y esto, porque puede perfectamente suceder que se reconozca, durante la lectura, una tipicidad a la obra producida con una intención distinta al concepto de lo típico que guía al lector, pero adecuada a sus exigencias en tal sentido: como también puede suceder que la obra que persigue un género de tipicidad buscado por el lector fracase en su intento y produzca un personaje no típico, una larva de personaje, una fórmula desprovista de interés.

Un ejemplo evidente de una tal experiencia de lectura nos lo dan los mismos clásicos del marxismo. Engels afirma que el realismo del cual es defensor (que consiste en reproducir fielmente «caracteres típicos en circunstancias típicas») puede manifestarse incluso a despecho de la idea del autor[109]. Antes que proponer recetas infalibles para la producción de personajes típicos (como ha hecho después la escolástica marxista), Marx y Engels intentaban reencontrar en los personajes literarios la individualización de experiencias sociales fundamentales. Consideraron, por ejemplo, que un autor como Balzac, tenido por paladín del catolicismo legitimista, consiguió construir personajes perfectamente adaptados a los problemas de su tiempo, personajes «típicos» a los fines de una interpretación dialéctico-materialista de la historia: los personajes de Balzac eran testimonio de la decadencia de una sociedad aristocrática, de la actividad de una clase burguesa en violenta transformación, de la importancia del factor económico en las determinaciones prácticas de los individuos; expresaban, en suma, aquellos motivos sociológicos que podían ser utilizados para corroborar una interpretación marxista de la sociedad.

También Lukács, identificando tipicidad y realismo, considera que los personajes de Stendhal son más típicos que los de Zola, que precisamente se había propuesto una poética «realista»; y esto porque el realismo no tiende a la reproducción minuciosa de la realidad, sino que logra sus objetivos solamente cuando en un personaje artístico coinciden de modo eficaz (en un escorzo nuevo y original), los momentos más significativos de una época y de una situación histórica. En tal sentido, un personaje irreal y fantástico de los cuentos de Hoffmann puede reasumir mejor las características más profundas de una situación, que un personaje construido por medio de un paciente y minucioso mosaico de elementos rigurosamente reales. Tanto Engels como Lukács insisten en el hecho de que el personaje, para ser típico, no debe ser la expresión de una media estadística, sino que debe ser, ante todo, un individuo perfectamente concreto un «ese hombre»[110]. Y es evidente que en tal perspectiva (a pesar de la preocupación política), aquello que induce a definir como típico un personaje es su efectiva consistencia artística. Los personajes y las situaciones balzacquianas eran consideradas por Marx y Engels como perfectamente típicas, precisamente porque el novelista había intentado crear seres que tuvieran todas las apariencias de vida (precisamente porque se había preocupado ante todo de hacer la competencia al Estado Civil y no a un instituto de investigaciones económicas). Puede sospecharse que Marx recurrió a Balzac como a un simple texto de economía[111], pero con frecuencia el uso político-social que hace de los personajes del novelista se realiza sólo merced a una comprensión preliminar de su individualidad estética[112].

La utilización, que los clásicos del marxismo nos proponen, de la tipicidad como criterio de lectura, nos reafirma en la opinión de que sólo cuando el personaje está artísticamente logrado, podemos reconocer en él motivos y comportamientos que son también los nuestros, y que apoyan nuestra visión de la vida.

Precisiones estéticas sobre lo típico

Los ejemplos citados permiten pensar que el fenómeno de la tipicidad es más interesante para la «sociología» del personaje que para la «ontología» del mismo: la tipicidad no es un dato objetivo que el personaje debe proporcionar para convertirse en estéticamente (o ideológicamente) válido, sino que es resultado de una relación de goce entre el personaje y el lector, y es un reconocimiento (o una proyección) del personaje efectuado por el lector. Visto desde este ángulo, el problema de lo típico se libera de las contradicciones que habían turbado la estética idealista, y el concepto de tipicidad no se plantea como categoría estética que atañe a la definición del personaje, como producto autónomo del arte, sino que define cierta relación con el personaje, que se resuelve en una «utilización» o aprovechamiento del mismo.

Al definir la relación de fruición entre personaje y lector, el concepto de tipicidad se relaciona, además, con una consideración «ontológica» del personaje, y, en términos más rigurosos, con una reflexión sobre su estructura como objeto estético. De hecho, debe establecerse qué aspectos del objeto estético representados por el personaje estimulan al lector a considerarlo como ejemplo y a identificarse —por lo menos sub aliqua ratione— con el mismo.

Antes, deberíamos plantearnos si no habría que aplicar el calificativo de típico a cualquier resultado del arte, considerado éste como la obra en su plenitud, o bien a algunos aspectos de la misma (por ejemplo, los personajes de una novela, la forma en que un pintor realiza sus claroscuros, etc.). De hecho, la «manera» misma en que la obra plenamente lograda genera una pléyade de discípulos, no es otra cosa que un resultado, un efecto de la tipicidad contenida en la obra. Típico, puede ser el modo en que se distribuye una materia, en que se despierta una emoción, en que se expresa una idea, en que se reproduce una circunstancia real: todos estos modos, cuando son orgánicamente perfectos y plausibles, se convierten en emblemáticos, promueven y resumen toda una serie de posibilidades análogas (nunca realizadas con aquella sobriedad y eficacia). En lo que a esto respecta, creemos mejor hablar, como se ha hecho, de ejemplaridad de la obra de arte, y en este caso ejemplaridad debe entenderse como cualquier forma lograda[113].

Es razonable que toda obra puede ser calificada de típica, por el hecho de manifestar, además de en sus modos estilíticos, en los contenidos que forma y presenta, una personal visión de la realidad, reconocible por los diversos fruidores como el perfecto ejemplar del propio modo de ver el mundo. Sucede a veces que ante una impresión, aún no analizada, experimentada ante un paisaje, surge en la imaginación el cuadro de un gran paisajista, que se nos aparece como la más exacta individualización de nuestra experiencia visual. Pero la tipicidad de la que aquí se habla, puede ser reducida a un ámbito más estricto, y la misma acepción en que comúnmente viene empleada la palabra «típico» nos impele a esta delimitación de ámbito.

Nos parece correcto hablar de tipicidad a propósito de aquel arte en que exista una referencia explícita al hombre, a su mundo o a su comportamiento. Colabora a delimitar dicho ámbito la definición aristotélica del hecho trágico como «mímesis de una acción».

Tenemos acción (dramática o narrativa) cuando tenemos mímesis de comportamientos humanos, cuando tenemos una trama a través de la cual los personajes se hacen explícitos y asumen una fisonomía y un carácter, y cuando, siempre a través de una trama, toma fisonomía y carácter una situación producida por el vario interferir de los comportamientos humanos.

Sucede, naturalmente, que todos esos términos son utilizados en forma inequívoca, porque los asumimos en una acepción más amplia que la aristotélica original: 1) En primer lugar, cuando decimos mímesis, no pensamos (ni, por otra parte, lo pensaba Aristóteles) en una vulgar imitación de los hechos acaecidos, sino en la capacidad productiva de dar vida a hechos que, por su coherencia de desarrollo, nos parezcan verosímiles; y en segundo, las leyes de la verosimilitud son leyes estructurales, de racionalización lógica, de plausibilidad psicológica; mejor que de mímesis, podría hablarse de estructuración de una acción[114]. 2) Cuando decimos acción, ampliamos el significado de la palabra, incluyendo en ella acontecimientos que Aristóteles habría definido de muy distinta forma; entendemos por acción, no solamente la sucesión de hechos exteriores, como el reconocimiento y la peripecia, sino también el discurrir externo, a través del cual los personajes se van clarificando, y el discurrir interior, en el cual los personajes se clarifican a sí mismos y para el lector: la introspección psicológica desarrollada en primera persona, la descripción de los móviles interiores realizada por un autor omnisciente, el registro objetivo de un inconsciente o incontrolado stream of consciousness[115]. 3) Y, asimismo, cualquier discurrir en torno a la acción no debe limitarse únicamente a la narración, al teatro o a la película, sino también al poema épico, a obras como la Divina Comedia, a todas aquellas obras en que está presente un predominio de la trama y una referencia a comportamientos humanos representados en actos, así como allí donde, como en determinados ejemplos de arte figurativo, la acción, en estadio visual, está simplemente sugerida, y el personaje se halla presente en todas las posibilidades de su carácter (y pensamos en ciertos retratos del Lotto y de Holbein, y en escenas de la vida como Los comedores de patatas, de Van Gogh).

Fisonomía del personaje típico

El tipo que se forma como resultado de la acción narrada o representada es, pues, el personaje o la situación lograda, individual, convincente, que queda en la memoria. Puede ser considerado como típico un personaje que, por el carácter orgánico de la narración que lo produce, adquiere una fisonomía completa, no sólo exterior, sino también intelectual y moral.

La expresión «fisonomía intelectual» es utilizada por Lukács para definir uno de los modos en que puede adquirir forma un personaje: un personaje es válido cuando a través de sus gestos y su proceder se define su personalidad, su forma de reaccionar ante las cosas y actuar sobre ellas, y su concepto del mundo: «las grandes obras maestras de la literatura delinean siempre cuidadosamente la fisonomía intelectual del personaje»[116]. La trama se convierte así en una síntesis de acciones complejas, y a través del conflicto narrativo toma forma una pasión, una postura mental. Podemos, pues, legítimamente afirmar que un personaje artístico es significativo y típico «cuando el autor consigue revelar los múltiples nexos que unen los rasgos individuales de sus héroes con los problemas generales de la época; cuando el personaje vive, ante nosotros, los problemas generales de su tiempo, incluso los más abstractos, como problemas individualmente suyos, y que tienen para él una importancia vital»[117]. Pero es el particular enfoque de la poética lukacsiana lo que le induce a plantearse que existe tipicidad únicamente en estas condiciones. Para Lukács es típico únicamente «aquello que pone de manifiesto los contrastes sociales en su forma plenamente desarrollada»; sin embargo, nosotros creemos se da en un personaje persuasivo, capaz de ser sentido por el lector como profundamente verídico, incluso allí donde dicho personaje no manifiesta su conexión con el mundo, su modo de actuar sobre las cosas y su personalidad, sino precisamente su impersonalidad, su ausencia de conceptos, su modo de sufrir las cosas sin rebelarse. Atraído por el ideal (no completamente renegado) de un tipo positivo, el crítico húngaro llega a desvalorizar, por ejemplo, la obra de Flaubert: y solamente una comprensible falta de congenialidad, o un excesivo amor por su tesis, pueden haberle impedido ver la eficaz imagen de una crisis moral (histórica y psicológicamente típica) que nos ofrece por ejemplo el Federico Moreau de L’éducation sentimentale, y de lo ejemplar de la contraposición —programática o no— entre su abandonarse a la aventura individual y los grandiosos y violentos sucesos de la sublevación de París de 1848, que constituyen el contrapunto de la acción principal. No comprendiendo el valor ejemplar de determinadas situaciones y rechazándolas por no positivas, se comete evidentemente un error, incluso desde el punto de vista de una pedagogía revolucionaria. Repudiando las obras que nos presentan casos humanos y fenómenos sociales a un nivel mínimo, de «media» y de «banalidad», donde los personajes no hacen nunca discursos importantes y acciones decisivas que determinen su fisonomía intelectual y pongan de manifiesto la relación consciente con los grandes problemas de su tiempo, Lukács se cierra a la comprensión de la denuncia típica de la situación que tales obras representan.

Sabemos que en pleno período fascista Gli indifferenti de Moravia puso con tanta crudeza de manifiesto el vacío moral que latía bajo una sociedad de fachada retórica y pseudoimperial, que contribuyó, más que cualquier otro escrito, a una toma de conciencia política y ética por parte de toda una generación de lectores. Moravia, como antes Flaubert, describía personajes irrelevantes. Faltaba en él aquella manifestación de lo «excepcional como realidad social típica» que, para Lukács, es necesaria para extraer al personaje de medianía estadística y erigirlo como modelo ideal que reúna en sí, no los caracteres accidentales de la realidad cotidiana, sino los caracteres «universales» de una realidad ejemplar[118]. No obstante, si bien esta técnica de realización del personaje ha sido eficaz para definir figuras de gran vigor, como las de Stendhal, Shakespeare o Goethe, representa solamente uno, entre los más felices, de los modos de definir figuras. Madame Bovary no posee la «excepcionalidad» de un Hamlet o de un Otelo, pero posee universalidad, si por universalidad entendemos, en lo referente al personaje (no sabríamos encontrar para semejante término una acepción de mayor compromiso), la posibilidad de ser comprendido y compartido por lectores alejados de él por siglos y costumbres, en virtud del persuasivo organicismo con el cual ha sido construido dicho personaje[119].

En el ámbito de un particular concepto ideológico o de una visión determinada del mundo, Emma Bovary podrá parecer un tipo negativo: pero ello no impide que muchos lectores puedan reconocerse en ella. El tipo surge y actúa en la conciencia del lector. Así, también los personajes a los que Lukács no reconoce fisonomía intelectual, los personajes que no «tienen tiempo» de decir cosas importantes, cuya conciencia se diluye en el flujo de lo verosímil cotidiano, en el fluir de impresiones no filtradas, o los personajes de lonesco, que hablan con palabras carentes de significado y encarnan burlescamente una condición de incomunicabilidad, todos estos personajes son a su modo típicos. Expresan con eficacia la condición —o ciertas condiciones— de la civilización contemporánea y el estado de una cultura.

Si tomamos prestada a Lukács la expresión «fisonomía intelectual», deberemos conferirle una acepción más amplia y adecuada a la perspectiva desde la cual estamos examinando la cuestión. Por fisonomía intelectual podríamos entender aquel perfil que adopta el personaje, por el cual el lector consigue comprenderlo en todas sus motivaciones, coparticipar sentimentalmente en sus movimientos e identificarse con él intelectualmente, como si, en vez de una narración, tuviésemos entre manos un complejo tratado bio-psico-socio-histórico sobre dicho personaje. Salvo que, a través de la narración, comprendemos a aquel individuo (anagráficamente inexistente) mejor que si lo hubiésemos conocido personalmente, y mejor también de lo que hubiera permitido cualquier clase de análisis científico.

No constituye paradoja alguna sostener que conocemos mejor a Julien Sorel que a nuestro propio padre. Porque de éste ignoraremos siempre muchos rasgos morales, muchos pensamientos no manifestados, acciones no motivadas, afectos no revelados, secretos mantenidos, recuerdos y vivencias de su infancia… En cambio, de Julien Sorel sabemos todo aquello que nos interesa saber. Y esto es lo importante: nuestro padre pertenece a la vida, y en la vida, en la historia (diría Aristóteles), suceden tantas cosas una tras otra que nos es imposible colegir el complejo juego de su concatenación. Julien Sorel, por el contrario, es producto de la imaginación y del arte, y el arte elige y compone únicamente aquello que cuenta para los fines de una acción y de su orgánico y verosímil desarrollo. De Julien Sorel podremos no comprender muchas cosas, pero será únicamente por falta de intensidad de atención por nuestra parte; todos los elementos para comprenderlo están presentes en la narración, en tanto son útiles a ésta. Y en todo aquello que no es útil a la narración, Julien Sorel no existe. Así pues, de este personaje podemos obtener una comprensión plena, incluso en términos de inteligencia, porque no nos sentimos sólo inclinados a simpatizar o no con él y con sus actos, sino también a juzgarlo y discutirlo.

Por otra parte, son muy variados y complejos los modos de conferir fisonomía intelectual a un personaje, y ésta no emerge únicamente del comportamiento externo y del móvil juego de los acontecimientos, sino también de un fluir de pensamientos, o de descripciones preliminares. En el Doctor Faustus, de Mann, por ejemplo, la fisonomía de Adrian Leverkühn toma forma gracias a la presentación minuciosa, razonada, casi clínica, que Serenus Zeitblom hace de él. A través de esta exposición, los gestos de Adrian adquieren siempre un halo de ambigüedad, y el personaje no emerge como figura viva y cálida. El lector se siente atraído y repelido a la vez por su falta de humanidad, por el hielo simbólico de que está envuelto, y, con todo, nadie puede negar una fascinante individualidad a este personaje, aunque nos sea presentado con una técnica narrativa especial. Paralela a la presentación de Adrian, se va desarrollando la implícita presentación de Serenus: su carácter —mucho más vívido y fuerte de lo que puede parecer a primera vista, y que resume, junto a buena parte del propio Thomas Mann, cierto tipo de intelectual alemán de tradición goethiana— se nos manifiesta a través de las reacciones, transparentes por el tono de la narración, del narrador con respecto a Adrian. Casi con la misma técnica narrativa, utilizada con dos intenciones paralelas, actuando simultáneamente en dos planos, se consigue caracterizar de modo diverso dos diversos personajes. En la misma frase que define un gesto de Adrian, el tono emotivo con que es pronunciada la frase constituye un «gesto» de Serenus. Por su parte Anthony Patch, protagonista de Hermosos y malditos, de Fitzgerald, es presentado de forma minuciosa al principio del relato, incluso antes de salir a escena, en una historia no tanto de sus pensamientos como de sus comportamientos y costumbres, descrita en su desarrollo casi en términos de irónico informe pedagógico, como ya sugieren los títulos de los capítulos iniciales (ejemplo: Pasado y personalidad del protagonista). El personaje entra en escena ya definido y juzgado casi totalmente. Por el contrario, Francis Macomber, protagonista de una de las narraciones de Hemingway, se nos va revelando paso a paso y su personalidad va surgiendo página a página de sus gestos. Su bellaquería, su impotente sumisión de marido burlado, su reacción trágicamente orgullosa, todas esas cualidades que hacen de él un personaje memorable, el autor no las subraya ni las analiza nunca. Nos las muestra narrándonos gestos, registrando diálogos y pensamientos casi telegráficos. El personaje entero surge totalmente de la acción, incluso de aquella muerte estúpida, que es indispensable para definirlo y que sin embargo tampoco depende de él, sino de un acontecimiento impersonal de la acción. En otros personajes la fisonomía delineada por medio de registros de pensamientos y emociones, resulta tan compleja y abundante, tan indiscriminadamente maciza, que hace pensar que en tal no selección de material propuesto, el personaje no existe ya como individuo y constituye un ejemplo clínico indeterminado de disgregación mental. Esto es lo que parece suceder a los personajes del Ulises, de Joyce, referente a los cuales Lukács sostiene, a propósito de fisonomía intelectual, que la exclusiva concentración sobre el momento psicológico les ha conducido a una especie de desintegración del carácter[120]. Pero en realidad el lector atento, al terminar la novela, conserva una imagen vigorosísima de personajes como Bloom, que puede ser comprendido en todos sus significados simbólicos (el everyman desterrado en una ciudad, la búsqueda de la paternidad o de la integración, etc.), precisamente porque se presenta como personaje con sus sensaciones y sus actos intelectivos, y por consiguiente con un drama propio y un conflicto de pasiones. Salvo que, para delimitar los contornos de esa figura, el autor ha recurrido a una técnica narrativa original, eligiendo como esenciales los datos que la narrativa tradicional hubiera considerado no esenciales, disponiendo la acción a lo largo de abcisas temporales impresas en un concepto nuevo de las dimensiones psíquicas, individualizando y tipificando, en suma, con diversos criterios de selección. De forma que el lector, para distinguir los contornos de ese tipo de personajes, precisa de una concentración y una agudeza mayores que las requeridas, por ejemplo, para comprender el personaje de Renzo Tramaglino.

Mostrados de modos tan diferentes, los cinco personajes citados constituyen en diverso grado cinco figuras de acusada individualidad; y esto, en definitiva, porque cada uno de ellos ha sido presentado disponiendo coherentemente los medios elegidos para describirlo. El personaje es un resultado eficaz, en virtud de una calibrada relación entre medios y fines. Pero la relación se ha hecho persuasiva porque ha conseguido llevar a una equilibrada exacerbación, unos comportamientos que nos es posible encontrar en la vida cotidiana. El narrador los ha elegido, dispuesto, exacerbado, para hacerlos más visibles, los ha hecho reaccionar con otros comportamientos igualmente elegidos y dispuestos[121]. Y en esta elección, y composición (que es el hacer con arte), el personaje, dentro del contexto de la obra, ha adquirido fisonomía intelectual. Hasta tal punto, que nos vemos inclinados a verlo como fórmula viviente, definición encarnada de aquellos mismos comportamientos. De ahí nuestra posibilidad de reconocernos en él, aunque no constituya enteramente el retrato especular o la suma estadística de nuestras situaciones reales: porque estas situaciones las encontramos aquí propuestas en medida intraducible e inalterable, y precisamente por ello convincente. Así, tomando como base una posibilidad estructural objetiva, la tipicidad del personaje puede definirse en la relación de éste con el reconocimiento que del mismo puede realizar el lector. El personaje logrado —sentido como tipo— es una fórmula imaginaria que posee más individualidad y frescor que todas las experiencias auténticas que reasume y emblemiza. Una fórmula disfrutable y creíble a un tiempo.

Esta credibilidad, que actúa dentro de la disfrutabilidad, nos dice que, realizándose como término de un proceso artístico y consignándose al lector únicamente al final de una evaluación estética, el tipo perdura en la memoria del lector y puede proponerse de nuevo como experiencia moral. Efecto de un proceso estético, funciona en la vida cotidiana como modelo de comportamiento o fórmula de conocimiento intelectual, metáfora individual sustitutiva, en suma, de una categoría[122].

Tipo, símbolo, «lugar»

Hemos hablado de fórmula y de emblema: y estas dos expresiones nos sugieren la posibilidad de sentir y utilizar el tipo logrado —en la conversación corriente o en la calificación cultural de experiencias— como símbolo. Esto es posible aunque se mantenga como «símbolo» la acepción actualmente difundida (y ampliada al considerar «simbólico» todo hecho artístico) de un signo particularísimo que no aparece consumado en el acto de captar lo señalado, sino que se percibe y aprecia conjuntamente con él, en virtud de aquella asimilación orgánica por la que, como hemos indicado, el símbolo poético es semánticamente reflexivo, en el sentido de que es una parte de aquello que significa. Si debemos entender por símbolo, como afirma Coleridge, «una cierta transparencia de lo especial en lo individual, o de lo general en lo especial», la facilidad con que personas de todas clases pueden reconocerse en los personajes narrativos, nos sugiere, indudablemente, una función simbólica del tipo[123].

Si bien cualquier tipo puede ser un símbolo, lo contrario no es totalmente exacto. En Melville, el capitán Achab es un personaje tan incisivo y persuasivo, aunque psicológicamente tan indefinido, que podemos aceptarlo como símbolo de varias situaciones morales; pero ocurre lo contrario con Moby Dick: ésta aparece caricaturizada a través de mil exégesis de variados significados simbólicos —no hay duda alguna de que Melville se propuso hacer de ella un símbolo—, pero no es un personaje, y mucho menos un tipo. Típica será la situación humana de la caza, la relación Achab-Ballena o Ismaele-Ballena; pero la Ballena en sí es sólo un fascinante jeroglífico. Es evidente, pues, que el campo de lo típico no es coextensivo al de lo simbólico; la utilización y organización artística de los símbolos constituye otro legítimo territorio del arte que se aparta del presente discurso.

El símbolo se diferencia también del tipo en que puede perfectamente preexistir a la obra como elemento de un repertorio mitológico, antropológico, heráldico, mágico. Puede preexistir como «lugar» originariamente literario y actualmente oculto en el convencionalismo, como situación cotidiana que la literatura ha hecho tópica y cargada de posibilidades alusivas (el viaje, el sueño, la noche, la madre), puede existir como «idea arquetípica», manifestación del inconsciente colectivo de que nos habla Jung (ejemplo: la fecundidad como feminidad, Gea, Cibeles, la diosa madre y el eterno femenino en varias religiones[124]). En cambio, el tipo no preexiste jamás con respecto a la obra, sino que constituye su relación. Nada impide que el tipo como relación se haga popular y pase a formar parte de un «lugar» de repertorio. Sucede a veces que un «lugar», un símbolo muy trajinado y de pesada tradición histórica, al inmiscuirse en una nueva obra se encarne tan bien en un personaje que se convierta en un tipo individualísimo a pesar de sus originales funciones simbólicas: como sucede con el arquetipo Gea Tellus que, en el Ulises, se convierte en el personaje Molly Bloom.

El uso científico de la tipicidad

El personaje no se convierte en típico por el hecho de encarnar una categoría sociológica y psicológica, general y abstracta. Los buddenbrook no son típicos por generalizar, en una contracción eficaz, todos los análisis posibles sobre un determinado tipo de burguesía mercantil en un determinado momento histórico. Sin embargo, el sociólogo y el psicólogo pueden perfectamente esclarecer su propio análisis por medio de un recurso al personaje o a la situación típica. Tal empeño puede constituir únicamente la mutación de una figura en un proceso de ocultamiento o convencionalización, como ha sucedido con el «complejo de Edipo». Pero en otras ocasiones puede darse el recurso estéticamente vivo, y en este caso el erudito recurre al tipo como a una metáfora, con todo el esteticismo narrativo que el empleo de una metáfora no usual comporta[125]. Otras veces, el recurso a lo típico para usos teóricos posee la misma intensidad emotiva que acompaña el recurso a lo típico en lo más vívido de una experiencia personal nuestra: pensemos en el uso que Kierkegaard hace de la figura de Don Juan.

En todos estos casos, aunque el tipo se transforme después en categoría general, en el momento del recurso subsistía un respeto a la integridad estética del personaje, sentida y gozada como tal.

Tipo y «topos»

La afirmación de que el reconocimiento de tipicidad surge sólo en la confrontación de los personajes artísticamente logrados, estéticamente ricos y complejos, puede ser puesta en tela de juicio por medio de una serie de experiencias fácilmente comprobables. Se puede objetar que es más fácil reconocer como típicas de nuestra situación, no las figuras que nos ofrece el gran arte (que exigen un proceso de comprensión y de sintonización con sus razones profundas), sino aquellas que nos son ofrecidas por la literatura y el cine comerciales, por el artesanado menor, de inmediata eficacia y amplia difusión. El divismo es ya, en sí mismo, una forma operantísima de tipicidad (aunque sea a nivel puramente enfático, sin que especiales contenidos morales e intelectuales actúen en el proceso de identificación); y personajes de válida factura, como el Pato Donald o la pareja Jiggs and Maggie, de Mac Manus, pueden convertirse en «tipos» cuyos equivalentes nos es posible individualizar en la vida real.

No obstante, debemos señalar que la infelicidad conyugal de Jiggs no es la misma (ni tan coparticipable, emotiva y memorable) como la que nos ofrece Chaplin en Día de cobro, mísero peón de albañil, que cobra su paga semanal y se encuentra con su mujer, un feroz virago, esperándole en una esquina de la calle, para arrebatarle todo su salario. Existe, pues, una diferencia entre el tipo que nos ofrece la narrativa comercial, y el que alcanza la categoría de arte. Pero conviene también aclarar en qué consiste la diferencia de intensidad, para comprender por qué en un caso se habla de arte y en el otro no. Y como en el ejemplo aducido la diferencia es tan sensible, y convierte en excesivamente sencilla la conclusión, vamos a referirnos a otro caso en que la diferencia, menos evidente, exige una más cuidada individualización.

Los tres mosqueteros no puede ser considerada una obra de arte en el sentido que la moderna terminología estética otorga a esta expresión, y croceanamente podríamos definirla como obra literaria, pero incluso dentro de estos límites —y fue el propio Croce el que lo reconoció— es una obra apasionante. Con su plot rico en imaginación, en situaciones, en imprevistos y golpes de escena, con su verbosidad y su vitalidad, con la astucia un tanto burda pero habilísima con que el artesano Dumas dispone los acontecimientos, Los tres mosqueteros no sólo es y ha sido muy leída, sino que ha proporcionado al repertorio imaginativo de los lectores de dos siglos toda una serie de figuras y de momentos que podemos calificar perfectamente de típicos, puesto que son citables, evocables, recurrentes o identificables con experiencias corrientes. En cierto sentido, y para un cierto tipo de memoria popular, un D’Artagnan vale tanto como un Ulises o un Orlando. Ante una situación en que la complejidad de la intriga se resuelve con piratesca indiferencia, con acrobática osadía e inocente falta de escrúpulos (y, además, con un animal positivismo), podemos perfectamente evocar a D’Artagnan en lugar de Ulises, o viceversa: en condiciones especiales de espíritu, el que más fácilmente acudirá a la memoria será, precisamente, el gascón, y cuando se dice a lo mosquetero, he ahí otro modo de recurrir al tipo d’Artagnan.

Es evidente, sin embargo, que al realizar un reconocimiento de este tipo nos hallamos lejos de un análisis y un juicio sobre la situación; así, la evocación de d’Artagnan puede servirnos precisamente para evitar, dentro del juego de la referencia novelesca, el juicio veraz y auténtico. La evocación del tipo narrativo, en este caso, puede ser también una coartada o una excusa: «tal situación podrá ser juzgada como queráis, ¡pero en el fondo es tan d’Artagnan!». El recurso al lugar literario interviene, pues, para resolver en un juego de la imaginación la exigencia de un juicio y una definición moral. Al querer proceder en el juicio y en la definición, D’Artagnan ya no nos sirve: advertimos que, como figura humana, carece de complejidad (aunque haga tantas cosas) y que no tiene «dimensiones» suficientes para que podamos reconocer en él situaciones humanas reales. Mientras nos divertía (a nivel dignísimo) con sus aventuras, no nos dábamos cuenta de que el autor, en el fondo, no nos explicaba nada sobre él, ni de que las aventuras que D’Artagnan vivía no lo definían en absoluto. Su presencia era perfectamente casual. Aramis habría podido resolverlas del mismo modo, salvo diferencias accesorias. La relación, dentro del cuerpo de la obra, entre el personaje d’Artagnan y sus vicisitudes no es, en realidad, necesaria ni orgánica. D’Artagnan es un pretexto, en torno al cual se producen hechos, y si bien entre hecho y hecho subsiste aquella relación de «necesidad» que Aristóteles considera esencial para la trama, entre los hechos y el personaje esta relación cede paso a una relación de concomitancia y de casualidad.

Así pues, en el momento en que intentamos explicarnos por qué D’Artagnan no es plenamente utilizable como tipo, nos damos cuenta de por qué Los tres mosqueteros no es una obra de arte auténtica: en ella, junto al tranquilo discurrir de acontecimientos narrados, falta una condición de «sistema» que una en relaciones estructurales, difícilmente alterables, el nivel del plot con el de la descripción caracterológica, éste con el nivel lingüístico, y unifique todo el conjunto, resolviéndolo en un «modo de formar» que se manifieste estructuralmente similar a cualquier nivel, de modo que el lector crea reconocerse en el personaje típico, cuando en realidad se reconoce en la obra toda, en la personalidad que en ella se manifiesta, en la coyuntura histórica, social y cultural, de la que es «modelo».

Ocurriría algo muy distinto si, ante otra y más compleja experiencia vital, recurriésemos de modo espontáneo al tipo Julien Sorel, y en él nos reconociésemos y en tal reconocimiento mesurásemos nuestra situación. Nos daríamos cuenta entonces de que el tipo que se nos ofrece es plenamente utilizable, con un margen de fecundidad no disfrutada. Las aventuras de D’Artagnan podrían ocurrir perfectamente en la corte de España o, unos siglos más tarde, en la de Napoleón, y bastaría con modificar algunos detalles, para que la trama funcionara igualmente; Constance Bonacieux es, en la obra de Dumas, una camarera de la reina, pero podría igualmente ser una dama de la corte, sin que el decurso de los acontecimientos cambiara gran cosa; D’Artagnan es, pues, un personaje tan «disponible», tan abierto a múltiples traducciones, que su utilización es extraordinariamente limitada. Las vicisitudes exteriores e interiores de Julien son, en cambio, difícilmente separables de las coyunturas históricas y del clima moral de la Francia de la Restauración; pero precisamente porque la historia es tan complejamente individual, porque las conexiones son lo bastante singulares para hacerse auténticamente vitales y plausibles (condiciones y caracteres de Luisa Rênal y de Matilde de La Mole, que no son permutables y traducibles), precisamente por esto la narración stendhaliana adquiere una necesidad interna, y el tipo de Julien se convierte en «universal[126]». La utilización del tipo se amplía a un nivel moral, y Julien Sorel producto del arte, se convierte en una categoría de la moralidad.

En cambio, D’Artagnan podrá ser clasificado como categoría de la imaginación: podrá ser considerado como predicado visual, pictórico. Servirá para identificar una figura o una situación en su contorno externo, en su pictoricidad inmediata. Un modo de moverse, de actuar, de pensar, puede «ser D’Artagnan», pero a condición de que no se exija una explicación a estos moverse, acaecer o pensar. En cambio Julien Sorel define todo un modo de ser.

Podemos definir como obra de arte la narración que produce figuras capaces de convertirse en modelos de vida y en emblemas sustitutivos del juicio de nuestras experiencias. Las demás obras producen «tipos» que únicamente por costumbre del lenguaje podemos calificar de tales: útiles o inocentes, nos ayudan con aquellos módulos imaginativos que se consumen en la impresión no profundizada, y su utilización tiene algo de la felicidad inventiva con la cual, a partir de una chispa de vida, se extrae una situación narrativa. Sería mejor definir estos productos literarios como topoi, como luoghi, fácilmente convencionalizables. El topos como módulo imaginativo se aplica en aquellos momentos en que cierta experiencia exige de nosotros una solución inventiva, y la figura evocada por el recuerdo viene a sustituir un acto compositivo de la imaginación que, buceando en el repertorio de lo ya hecho, se exime de inventar aquella figura o aquella situación que la vivacidad de la experiencia postulaba. Un callejón tenebroso, una calle débilmente iluminada, un farol entrevisto a través de la niebla, son capaces de estimular la imaginación y producir un orgasmo inventivo: y podemos, con agradable superficialidad, complacernos en imaginar la figura de Fantomas que se esfuma a lo largo de las aceras de un París convencional. La situación había sido ya inventada y se utiliza sin escrúpulo alguno de fidelidad y de cultura. Pero idéntica situación, en un lugar distinto, podría convertirse en profundamente típica: y la misma calle oscura puede sugerirnos la evocación del asesinato de Josef K. consumado al volver la esquina.

Recurso al tópico y sensibilidad decadente

El empleo del lugar literario como sustitutivo de la invención tiene alguna semejanza con el juego en su relación con el arte: el niño que juega transforma una cosa en otra, pero no construye[127]. Característico de la postura alejandrina es recurrir al producto artístico y aplicarlo, en una forma determinada, a la vida, no para definir mejor la vida como tal, y poder operar así mejor sobre ella, ni para hacer continua la memoria del arte introduciéndola en la secuencia activa de los comportamientos prácticos, sino para resolver e inmovilizar la vida en arte, en percepción de sí misma, en revelación, y licuarla en memoria. Con ello, el recurso al arte se convierte en rememoración preciosa de un «lugar» cultural que colma una exigencia de la imaginación perezosa. Para el decadente, el recurso a lo típico se iguala a un recurso a lo tópico; un recurso a la experiencia artística sin relacionarla a la vida en la cual se originó y a la que remite. Por ello es propio de los períodos alejandrinos y decadentes, como se ha dicho, razonar sobre los libros y no sobre la vida, escribir sobre los libros y no sobre las cosas, experimentar la vida de segunda mano sustituyendo su imagen con los productos de la imaginación, e imaginar frecuentemente con imágenes ajenas, de modo que no es la energía formativa, sino la superposición del topos, lo que forma la experiencia. No hay una sola página de Il piacere en que la experiencia del instante no esté remitida por Andrea Sperelli al «lugar» artístico. Dado que su imaginación es totalmente visual y sensual, sus recursos apuntan generalmente hacia las artes figurativas, pero el mecanismo sigue inalterable: «Constanza Landbrook… parecía una figura de Thomas Lawrence»; en cuanto a Elena Muti, «los alegres rasgos de su rostro recordaban ciertos perfiles femeninos de los dibujos del joven Moreau, y de los grabados de Gravelot»; el mismo Andrea, para Elena, por su boca juvenil, «recordaba por una singular coincidencia el retrato del caballero desconocido que se halla en la Galería Borghese». En estos y otros casos, la cita interviene para sustituir a una descripción evocadora con fuerza propia; y, generalmente, la relación entre la experiencia del momento y el lugar citado es poco más que casual. Los lugares pierden su individualidad, y se convierten en modos de una tonalidad contemplativa uniforme, la de Andrea Sperelli, en su intento de bloquear la realidad en un diseño gozable («Roma se nos aparecía como de un color pizarra claro, con líneas un poco indecisas, como una pintura descolorida, bajo un cielo de Claudio de Lorena, húmedo y fresco…»).

Pero al menos Andrea Sperelli se manifiesta como un ejemplo típico de decadente que recurre al tópico. En cambio, el ejemplo típico de un recurso a lo típico es difícil de encontrar: porque los autores que, como hombres, tienen aptitud para sentir la tipicidad de los personajes, considerados éstos en el sentido pleno y vigoroso que hemos dejado indicado, en sus novelas no recurren a los tipos, sino que se limitan, simplemente, a producirlos. El recurso a lo típico tiene lugar, en forma sana y productiva, únicamente en la vida (y nunca con demasiada facilidad); por regla general, cuando aparece en un libro, se sospecha de la sensibilidad del autor, y nos mostramos peligrosamente próximos a un recurso al tópico.

En las primeras páginas de Dans un mois dans un an de Françoise Sagan, Bernard, uno de los protagonistas, asiste a una reunión literaria y admira en silencio a la mujer amada, Josée. Mientras la contempla, proponiéndose declararle su amor, oye a un pianista interpretar una música excelsa, tierna, «avec une phrase légère qui revenat sans cesse…». En aquel instante, Bernard advierte que aquella frase musical reviste para él el carácter de una revelación, se identifica con el objeto amado, con su deseo de amante, con el deseo de todos los hombres, con su juventud y su melancolía. Ese sentimiento es muy oscuro, impalpable, y el lector espera que le sea aclarado. Pero la autora, llegado este momento, nos comunica un pensamiento de Bernard, totalmente imprevisto: «Voilà —pensat-il avec exaltation— c’est cette petite phrase! Ah, Proust, mais il y a Proust; je n’ai rien à faire de Proust à la fin…». Y aquí termina el breve episodio; el encanto ha quedado roto, Bernard vuelve a la vida del salón. La autora quería darnos evidentemente con Bernard la imagen de un literato más bien blasé, que no puede gozar del frescor de cierta situación porque la considera ya, literariamente, superada. Pero en ese episodio asistimos también a otro juego más inadvertido, por el cual Françoise Sagan termina por identificarse con Bernard. La autora ha insuflado a su personaje cierta emoción, pero en el momento mismo en que dicha emoción iba a ser analizada y profundizada, ha orillado el obstáculo. «Si queréis saber qué era lo que sentía Bernard al escuchar aquella frase musical —parece sugerirnos—, recordad la emoción y los pensamientos de Swann al escuchar la famosa frase de la sonata de Vinteuil, como Proust nos lo describe en el primer volumen de la Recherche». La autora ha demostrado una carencia de vitalidad formativa, ha renunciado a producir situaciones y caracteres de otra obra. Con este acto de pobreza narrativa no ha conseguido, de hecho, definirnos el personaje, y sí únicamente la inmadurez de la escritora que, al menos en este caso, ha manifestado una preponderancia de experiencia libresca y la incapacidad de producir una acción que tuviese la vivacidad de la vida[128].

Pero, probablemente, en esta actitud había algo más: el hacer hincapié, por comodidad, en una especie de complicidad esnob con el esnobismo del lector. Se sobreentiende que el lector había ya experimentado una emoción ante el hecho artístico original, y se le remite a ella, como entre personas que «se entienden». Al hacerlo así, la autora conseguía un resultado fácil: no tenía necesidad alguna de «representar» o «construir» una emoción, sino que remitía al lector a una emoción «ya confeccionada». Esnobismo y pereza, unidos a comercio con «universales» ya plenos de prestigio. Es una típica manifestación del Midcult, en el sentido que le da MacDonald.

Evidentemente la imaginación, si desea ser productiva, debe renunciar a los módulos preexistentes[129]; no así la acción práctica, que precisa de módulos y de paradigmas, y que es tanto más feliz cuanto más vivo es el modelo, cuanto más alejado está éste de la fórmula mnemónica y de la norma. Una vivacidad de este género es la que creemos se produce en la relación auténtica de recurso al tipo.

Conclusiones

Ese auténtico recurso a lo típico se define, pues, como el uso práctico de un producto artístico ya gozado en una conciencia de los nexos que lo ligaban a la realidad y a nuestras experiencias realizadas o posibles. Esta viva heteronomía de la relación fruitiva (que no se opone a la autonomía del personaje en cuanto objeto estético regido por leyes autónomas) es posible gracias a que el narrador o el dramaturgo han trabajado con la intención de dar vida a un mundo autosuficiente, en el que no obstante se contiene un copioso material de vida, resuelto ya en los acontecimientos representados o en el modo de representarlos. El artista ha producido mediante la disposición de toda una estrategia de efectos comunicativos, con vistas a posibles posturas de los fruidores: su obra se concreta en un modo formal que, al alcanzar toda la complejidad de la existencia en todas sus interrelaciones de intereses y posturas, pide ser realizado (interpretado o asimilado) por los lectores concretamente comprometidos con los varios intereses del mundo, no con una simple mirada contemplativa. La obra se realiza en la fruición de personas concretas, que no pueden hacer de ella un templo exclusivo, pero que una vez instalada en la memoria la llevan, por así decir, consigo, a través de las vicisitudes de cada día, exprimiendo y utilizando su sustancia, y mezclándola con voliciones, comprensiones y emociones de otro género.

En los términos en que ha sido llevada esta argumentación podría hacer pensar que se habían realizado «tipos» sólo en aquellas obras que, comúnmente, se consideran como manifestaciones de arte «superior» o «culto», mientras que, en la narrativa o en la dramaturgia de consumo había sólo topoi, más o menos logrados. En el ensayo Lectura de Steve Canyon, yo mismo adelanté la hipótesis de que a un determinado tipo de narración popular (en este caso los cómics) podría serle indispensable proceder por caracteres convencionales (y en consecuencia por «lugares» estandarizados, preexistentes a la narración, como en el fondo el módulo del gascón d’Artagnan preexistió a Los tres mosqueteros, y la emoción de Swann a la emoción del Bernard de la Sagan).

No obstante, debemos hacer dos observaciones. Una es que el empleo del topos no impide necesariamente la obtención de un éxito artístico; hemos indicado que los poemas alegóricos proceden por emblemas, y toda la fabulística se rige, en el fondo, por topoi (el bello príncipe, las hadas, la bruja, el niño desobediente, etcétera). Es razonable la hipótesis de que toda narración que proceda por topoi, en el plano de la utilización práctica, no comunique más que mensajes pedagógicamente «conservadores»; el topos está prefijado, y por tanto refleja un orden preexistente a la obra. Sólo una obra que cree ex novo un tipo humano puede proponer una visión del mundo y un programa de vida que estén más allá del estado de hecho. Una lectura de los cómics contemporáneos, de gran parte de la literatura de aventuras, un análisis de los personajes televisivos, nos llevaría a comprobar fácilmente esta hipótesis. Por otra parte, es un hecho que, en algunos casos (por ejemplo, determinadas narraciones de ciencia-ficción), el topos convencional (el héroe espacial, el monstruo con ojos de insecto —topos hasta tal punto, que es conocido, en la literatura crítica sobre ciencia-ficción, con una sigla, BEM, bug eyed monster—, el tecnarca intergaláctico o el científico loco) constituye el elemento básico de una alegoría que lo supera, y asume funciones de rotura y de propuesta, no de mera confirmación de los hechos. Pero en estos casos es evidente que la narración no se centra en la definición del personaje, ni el personaje asume un papel central, sino que más bien constituye un pretexto para devanar una secuencia de acontecimientos de clara función gnómica. La conclusión será, pues, que siempre que el personaje ficticio (en cuanto puro topos) se convierte en central, finalidad explícita de la narración, la obra propone únicamente modelos de vida práctica puramente externos, en los que el lector cree reconocerse, mientras que de hecho proyecta en ellos, únicamente, el aspecto más superficial de la propia personalidad. El ensayo sobre el Superman (que viene a continuación) proporciona la imagen de un topos cuya improbabilidad es sostenida, incluso, por una consiguiente manipulación del plot; el esquema narrativo funda y sostiene el convencionalismo del personaje. Pero, cuando éste, aunque ficticio, deja de constituir la función central, para convertirse en soporte de otros contenidos que la narración tiende a expresar usando el topos explícitamente como tal, a título de mero pretexto, el convencionalismo del personaje deja de constituir un defecto de la obra. Como segunda observación, queremos recordar que, aun en el ámbito de una narrativa popular, como los cómics, se dan casos en que un personaje aparentemente esquemático, presuntuosamente convencional, se convierte en algo más, en un «hombre», en un modelo de situaciones morales concretísimas; y se ha convertido en tal, merced a una especial estructura de la narración, a un sistema de reiteraciones y leit motiv, que han contribuido a excavar, bajo la corteza del esquema convencional, la profundidad de un tipo. Aunque sólo sea en medida mínima, creemos poder individualizar estas características en el personaje de Charlie Brown, al que dedicamos un ensayo de este libro.