LA MÚSICA, LA RADIO Y LA TELEVISIÓN
La radio y la televisión constituyen un «medio técnico» apto para transmitir sonidos e imágenes a gran distancia y, en segundo lugar (aspecto éste que ha sido objeto de muchas discusiones), un «medio artístico» que, como tal, promueve la formación de un lenguaje autónomo y abre nuevas posibilidades estéticas. El problema de la transmisión musical a través de los canales audiovisuales se examina, pues, bajo estos dos aspectos[160].
Los medios audiovisuales como instrumento de información musical
Nacieron y crecieron prácticamente con la radio como medio de difusión: en 1916 David Sarnoff, a la sazón empleado de la American Marconi Company, había propuesto a sus superiores promover la construcción y la difusión de aparatos radiorreceptores o «Cajas radiomusicales». Pero en aquel entonces la Marconi Co. se interesaba únicamente por las comunicaciones comerciales y la propuesta no fue tomada en consideración. Algunos años después un investigador de la Westinghouse, Frank Conrad, con un transmisor que se había construido por mero entretenimiento en un cobertizo de Pittsburgh, comenzó a transmitir, a título experimental, noticias leídas de los periódicos y discos. Gradualmente se formó un público de radioaficionados que seguía aquellas transmisiones y empezó a escribirle pidiéndole escuchar las músicas preferidas. Luego, en los establecimientos de Pittsburgh, empezaron a aparecer aparatos radiorreceptores, presentados como particularmente aptos «para escuchar la Westinghouse Station». La dirección de la Westinghouse, después de la perplejidad inicial, comprendió la importancia del acontecimiento. Las transmisiones de los resultados de las elecciones presidenciales de 1920 y de la radiocrónica del match Dempsey-Carpentier, en 1921, marcaban el comienzo de las radiotransmisiones y de la radio como mass medium.
Los oyentes de Conrad no mostraban particulares inclinaciones estéticas: sólo pedían escuchar música estando en casa; en este sentido la radio alcanzó inmediatamente una función musical, cuyo alcance sólo pudo apreciarse a varios decenios de distancia. Efectivamente la radio puso a disposición de millones de oyentes un repertorio musical que antes sólo podía escucharse en determinadas ocasiones. De aquí la ampliación de la cultura musical en las clases medias y populares (fenómeno que se puede apreciar mejor recordando cómo la música del siglo XVIII estuvo dedicada y dirigida a un público cortesano y la del siglo pasado, en cambio, fue una diversión típica de la burguesía); la profundización en el conocimiento de repertorio (puesto que la radio podía imponer al público incluso las composiciones menos conocidas y más omitidas en los programas de los conciertos usuales); el estímulo a promover manifestaciones musicales y a componer músicas originales (en cuyo campo la radio, bien o mal, se arrogó el papel que en el pasado habían representado los particulares o las instituciones con tendencia al mecenazgo). Por otro lado, la radio —ayudada en esto por el disco— poniendo a disposición de todos una enorme cantidad de música ya «confeccionada» y pronta para el consumo inmediato ha desalentado aquellas prácticas de ejecución autónoma que caracterizaban a los apasionados, los diletantes musicalmente sensibles de los siglos pasados; ha inflacionado la audición musical acostumbrando al público a aceptar la música como complemento sonoro de las propias actividades domésticas, evitando una escucha atenta y críticamente sensible, induciendo finalmente a una habituación a la música como columna sonora de la propia jornada, material de uso que actúa más sobre los reflejos, sobre el sistema nervioso, que sobre la imaginación y sobre la inteligencia. Una situación típica, en tal orden de ideas, es la del apasionado que, no hace muchos años, para escuchar música de su agrado esperaba el programa previamente anunciado, mientras que hoy, entregándose al flujo ininterrumpido del hilo musical, obtiene para todo el día un continuum musical en el que paulatinamente acabarán confundiéndose hasta los caracteres, el título, los autores y la calidad de las diversas ejecuciones. Si este fenómeno se verifica para la música llamada clásica, con mayor razón se manifiesta en la música ligera, cuya función declarada es precisamente la de ofrecerse como objeto de uso… Si la abundancia de música clásica ha apartado de las prácticas musicales a las clases cultas y burguesas, la abundancia de la música ligera ha influido en la decadencia de la música popular. Así, la música folclorística no ha aprovechado en absoluto el medio radiofónico para afirmarse y difundirse, sino que ha sufrido su influjo, adoptando a menudo los modos de la cancioncilla comercial para sobrevivir de forma bastardeada.
Luego hay que observar que, siendo el consumo de música ligera un fenómeno a valorar dentro del cuadro general de las vicisitudes del gusto de una época, la radio, sin embargo, tiene siempre la posibilidad de promover un refinamiento del gusto musical: si no en el sentido de una maduración artística, al menos acostumbrando el oído a adaptarse a medios técnicos cada vez más complejos y articulados. En esta dirección, independientemente de todo juicio de costumbre, la revolución que se ha producido desde hace algunos años en el campo de la canción italiana (por ejemplo, los fenómenos de los urlatori, de los cantautores, la asunción de módulos rítmicos inusitados como el acompañamiento con tercetos, la mediación de modos típicos del cool-jazz, el uso del eco magnético, la valoración del texto siguiendo la estela de la producción francesa, etc.) ha constituido sin duda una evolución de la sensibilidad musical de masas y como tal ha de juzgarse positivamente, hasta el punto de que ha sido posible afirmar, aunque sea de modo paradójico, que esta música prepara el campo a aquella nueva sensibilidad musical perseguida por los compositores seriales y electrónicos. Ahora bien, en esta evolución la radio no ha desarrollado en absoluto una función piloto, sino que más bien ha sufrido la iniciativa de las casas discográficas y de los juke-boxes, adaptándose rezagadamente al hecho nuevo, hasta el punto de dar cabida en sus programas, entre las exhibiciones de los diversos Claudio Villa, a las nuevas tendencias ahora, cuando ya estaban tan asimiladas por la sensibilidad corriente como para constituir una expresión del conservadurismo musical, privada ya de todo saludable ímpetu y reducida a una nueva manera, capaz únicamente de alentar la habituación del oído y no de desarrollar sus tendencias latentes.
La pregunta de si la radio, como instrumento de información musical, ha tenido efectos positivos o negativos, queda integrada, sin embargo, en una investigación más amplia de los factores culturales, sociológicos, económicos. «Democratización de la audición», «difusión del repertorio», «fomento de la audición directa de conciertos» todo ello queda contrarrestado por un embotamiento de la atención y por una política de conservación cultural (especialmente en el campo de la música ligera, que aspira no a renovar, sino a fomentar el gusto existente). Esta situación se relaciona con las particulares condiciones económicas en que suelen operar los organismos radiofónicos, sujetos a exigencias comerciales o —en regímenes de monopolio— a no loables concesiones demagógicas.
En cuanto a la televisión, el problema parece bastante más restringido por lo que respecta a la música clásica. La música ligera, las exigencias de espectacularidad, que han hecho preferir a ejecutantes dotados de mayor talento escénico, y la imprescindible exigencia de actualidad, ante la cual este medio sucumbe más que el radiofónico, han permitido al nuevo medio actuar en dirección a un rejuvenecimiento que ha influido en la radio misma. Por ejemplo, la moda de los cantautores y de las canciones en las que se persigue cierta nobleza del texto se debe indudablemente a la imposición y difusión de la canción francesa, ejecutada en los espectáculos televisivos durante algunos años, desde 1955 hasta hoy, contra los expresos deseos de la mayor parte de los usuarios.
Los medios audiovisuales como hecho estético
El problema se examina o bien desde el punto de vista psicológico de la recepción, o bien desde el técnico-formal del lenguaje radiotelevisivo.
a) Situación del radioyente. El que escucha música radiotransmitida, suponiendo que la escucha sea intencional, se encuentra en una particular condición de intimidad y de aislamiento, dispuesto a la recepción de los sonidos puros sin ningún otro complemento visual o emotivo.
Le falta, pues, al oyente la relación con el ejecutante (solista o conjunto orquestal), relación que se concreta en el particular «magnetismo» que puede definirse diversamente, pero que no es desconocido; le falta además al oyente la relación directa, física, con el grupo de los que escuchan con él. Ahora bien, el magnetismo del ejecutante y el magnetismo del público, son parte esencial de una audición musical tradicional e introducen en la audición una porción de «teatralidad» que no es negación, sino caracterización del rito musical. En cambio, el radioescucha está puesto en directo contacto con el universo sonoro en su absoluta pureza; escucha timbres que el medio técnico, por muy perfecto que sea, no le ofrece nunca iguales a los originarios, sino caracterizados por una mayor frialdad; no es distraído ni ayudado por presencias humanas en relación directa con el hecho musical que él capta, en su aspecto rigurosamente formal, en una atmósfera que alguien ha querido calificar de rarefacción metafísica. Sería inexacto afirmar que el tipo tradicional de escucha (teatral, coral, visivo y auditivo a un tiempo) representa el optimum frente al tipo nuevo, o viceversa. Se puede afirmar sin más que la radio, introduciendo nuevas modalidades de escucha musical y ofreciendo así nuevos estímulos a la sensibilidad, ha abierto el camino a nuevas posibilidades de un arte que tiene caracteres propios, al igual que la escucha en una sala de concierto se opone a la escucha del conjunto interior e imaginativo, pero no por esto menos válida, del músico que desgrana una partitura. Negada, pues, toda jerarquía de valores entre los varios tipos de escucha, tendremos sin embargo que observar que estas nuevas posibilidades estéticas pueden ser disfrutadas diversamente por los diversos tipos de escuchadores. El oyente musicalmente preparado sacará de la audición radiofónica la ocasión para un control riguroso del discurso musical, exento de mezcolanzas psicológicas y fijado sobre los valores formales, técnicos y expresivos. A la inversa, el oyente no preparado sacará del aislamiento, al que la radio le obliga, la ocasión para dejar volar la propia fantasía que, estimulada por la música y no orientada ya por la presencia directa de un aparato ritual, podrá aprovechar el hecho sonoro para abandonarse a la onda indiscriminada de los sentimientos y de las imágenes; y al aficionado principiante vendrá a faltarle aquella ayuda constituida, en la sala de concierto, por el gesto del solista o, mejor aún, del director, que le permite seguir el fluir del discurso sonoro, espacializando los diversos niveles melódico-armónicos y las secciones tímbricas.
Todos estos problemas existen en parte mínima para la televisión, a causa de la escasa frecuencia de las ejecuciones musicales clásicas, pero es de ayuda el observar que en la telepantalla la presencia visual de los ejecutantes y del público no sustituye la presencia física, mientras que al propio tiempo actúa como factor perturbador con respecto a la audición radiofónica. Por esto una ejecución musical televisiva ofrece hoy sólo posibilidades de crónica o bien posibilidades pedagógicas.
b) Lenguaje musical televisivo. En toda actividad artística la asunción de un nuevo material sobre el que trabajar establece siempre —poniendo condiciones insuperables, sugiriendo nuevas posibilidades— un lenguaje autónomo. En tal sentido, el complejo «aparatos transmisores — ondas magnéticas — aparatos receptores» constituye un material a formar y, por consiguiente, un material dotado de potencial estético; hasta el punto de que, aun cuando no da vida a fenómenos artísticos autónomos, influye en y modifica los hechos artísticos que lo adoptan como vehículo comunicativo. La materia radiofónica tomada como vehículo crea de esta manera fenómenos de modificación de otros lenguajes artísticos; tomada como medio formativo permite el nacimiento de un nuevo lenguaje.
Se ha reflexionado mucho sobre la práctica musical. A menudo se ha observado cómo el tocar un instrumento o cantar ante el micrófono exige del ejecutante particulares acomodaciones a sus medios técnicos y cómo ello influye indudablemente en su estilo y repercute en la práctica vocal e instrumental en general. Como consecuencia, el uso de especiales habilidades técnicas para obtener determinados efectos de fidelidad crea una dimensión de la transmisión como ejecución. Este carácter creativo de la transmisión se acentúa, naturalmente, cuando el recurso al medio técnico no sólo aspira a la producción fiel de los sonidos, sino a la deformación de los mismos, mediante el empleo de micrófonos especiales, de grabaciones retardadas, o distorsionadas con medios electroacústicos, o superpuestas, amplificadas, complicadas por ecos magnéticos, etc. Por lo tanto, si por un lado la ejecución musical radiofónica subraya determinadas cualidades técnicas de determinadas obras y no promueve sin más una mayor asimilación (Casella observaba cómo la radio, a la que se adaptan mejor los timbres sencillos y puros, había contribuido a la afirmación de la música posromántica, que de preferencia recurre a estos timbres), por otro lado, a través de experimentos y rupturas de las costumbres acústicas establecidas, promueve una nueva sensibilidad auditiva y estimula la invención de timbres y de frecuencias inéditas. En el primer caso —como observa Mario Rinaldi— las exigencias de la radiotransmisión influyen en la práctica musical, imponiendo pureza tímbrica, sencillez instrumental, adherencia a los «a soli», eliminación de los redoblamientos, dinámica controlada. Pero antes de que se construyesen aparatos electroacústicos capaces de «fabricar» frecuencias nunca realizadas y timbres completamente nuevos, la radio ha renovado la sensibilidad acústica del público y de los compositores aportando originarias exigencias de ambientes sonoros, comentarios a acciones habladas, situaciones expresivas realizadas a través de rumores. En cierto sentido, que el rumor haya entrado a formar parte de la música contemporánea y que el rossiniano golpeteo de los arcos de violín contra los atriles no haya pasado de ser una invención sin consecuencias, son cosas que se deben a la práctica radiofónica. Las creaciones originales presentadas en las diversas ediciones del Premio Italia han demostrado la posibilidad de un arte radiofónico y, con él, de una música radiofónica, una música que enumera también, entre sus manifestaciones, los prolongados silencios y los rumores apenas acentuados de una obra como Notturno a Cnosso de Angioletti y Zavoli.
Por lo que hace a la televisión, en este campo el discurso no se vale aún de muchos elementos. Encontrando sus posibilidades estéticas más fecundas en el campo de la transmisión directa, el medio televisivo no ha producido hasta ahora soluciones musicales autónomas. Pero en un caso ha influido la televisión en la práctica musical: en la transmisión de melodramas, donde particulares exigencias de espectáculo han llevado a acentuar los aspectos narrativos y las características de acciones propias de un libreto, aprovechando todas las posibilidades de relato psicológico, aparte de la recepción musical. La influencia de este fenómeno sobre el público de la obra y sobre el trabajo de los operistas actuales podrá constituir materia de una investigación más consciente y documentada en un futuro próximo; por más que ya ahora mismo se inserte esta práctica televisiva en un proceso histórico (en el que se mezclan el gusto del público y las tendencias de los compositores) que permite vislumbrar una disociación entre el concepto de teatro musical y el del «recitar cantando».