CULTURA DE MASAS Y «NIVELES» DE CULTURA

«Pero cuando se trata de la escritura: “Esta ciencia oh rey, dijo Theut, hará a los egipcios más sabios y más aptos para recordar, porque este hallazgo es remedio útil a la memoria y a la doctrina”. Y dijo el rey: “Oh artificiosísimo Theut, unos son aptos para generar las artes, otros para juzgar qué ventajas o qué daños se derivarán para quienes se sirvan de ellas. Y ahora tú, como padre de las letras, en tu benevolencia hacia ellas has afirmado lo contrario de lo que pueden. Las letras, al dispensar del ejercicio de la memoria, serán causa de olvido en el ánimo de quienes las hayan aprendido, como aquellos que confiando en la escritura, recordarán por estos signos externos, no por ellos mismos, por un esfuerzo suyo interior…”».

Hoy, naturalmente, no podemos estar de acuerdo con el rey Thamus. Si no por otra cosa, porque, a varias decenas de siglos de distancia, el rápido crecimiento del repertorio de «cosas» a saber y a recordar, ha hecho muy dudosa la utilidad de la memoria como único instrumento de sabiduría. Y por otra parte el comentario de Sócrates al relato del mito de Theut («tú estás dispuesto a creer que ellos [los escritos] hablan como seres pensantes; pero si, deseoso de aprender, les formulas alguna pregunta, no responden más que una sola cosa, siempre la misma») ha sido superado por el distinto concepto que la cultura occidental ha elaborado del libro, de la escritura y de sus capacidades expresivas, al establecer que a través del uso de la palabra escrita puede tomar cuerpo una forma capaz de resonar en el ámbito de quien fruye de ella de modos siempre varios y cada vez más ricos.

El párrafo de Fedro que acabamos de citar, nos recuerda además que toda modificación de los instrumentos culturales, en la historia de la humanidad, se presenta como una profunda puesta en crisis del «modelo cultural» precedente; y no manifiesta su alcance real si no se considera que los nuevos instrumentos operarán en el contexto de una humanidad profundamente modificada, ya sea por las causas que han provocado la aparición de aquellos instrumentos, ya por el uso de los propios instrumentos. El invento de la escritura, reconstruido a través del mito platónico, es un ejemplo; el de la imprenta o los nuevos instrumentos audiovisuales, otro.

Valorar la función de la imprenta condicionándola a las medidas de un modelo de hombre típico de una civilización basada en la comunicación oral y visual es un gesto de miopía histórica y antropológica que no pocos han cometido. El procedimiento a adoptar es distinto y el camino a seguir es el que recientemente nos ha mostrado Marshall McLuhan en su The Gutenberg Galaxy[1], obra en que intenta separar los elementos de un nuevo «hombre gutenbergiano», con su sistema de valores, respecto al cual se valorará la nueva fisonomía adoptada por la comunicación cultural.

Algo semejante ocurre con los mass media: se los juzga midiendo y comparando el mecanismo y los efectos con un modelo de hombre del Renacimiento, que evidentemente (si no por otras, a causa de los mass media, y también de los fenómenos que han hecho posible el advenimiento de los mass media) no existe ya.

Es evidente, por el contrario, que deberemos discutir los distintos problemas partiendo del supuesto, histórico y antropológico-cultural a la vez, de que con el advenimiento de la era industrial y el acceso al control de la vida social de las clases subalternas, se ha establecido en la historia contemporánea una civilización de mass media, de la cual se discutirán los sistemas de valores y respecto a la cual se elaborarán nuevos modelos eticopedagógicos[2]. Todo esto no excluye el juicio severo, la condena, la postura rigurosa: pero ejercitados respecto al nuevo modelo humano, no en nostálgica referencia al antiguo. Dicho de otro modo, se pide a los hombres de cultura una postura de investigación constructiva; allí donde habitualmente se adopta la postura más fácil: donde, frente al prefigurarse de un nuevo panorama humano, del cual es difícil situar los confines, la forma, las tendencias de desarrollo, se prefiere adoptar la postura de Rutilio Namaziano de la nueva transición. Y es lógico que un Rutilio Namaziano no arriesgue nada; tiene siempre derecho a nuestro conmovido respeto y logra pasar a la historia sin comprometerse con el futuro.

La cultura de masas bajo acusación

Las actas de acusación contra la cultura de masas, cuando son formuladas y sostenidas por escritores agudos y atentos, tienen su función dialéctica en una discusión sobre el fenómeno. Los pamphlets contra la cultura de masas deberán ser leídos y estudiados como documentos a incluir en una investigación equilibrada, teniendo en cuenta, no obstante, los equívocos en que con frecuencia se fundan.

En el fondo, la primera toma de posición ante el problema fue la de Nietzsche con su identificación de la «enfermedad histórica» y de una de sus formas más ostentosas, el periodismo. Más aún, en el filósofo alemán existía ya en germen la tentación presente en toda polémica sobre este asunto: la desconfianza hacia el igualitarismo, el ascenso democrático de las multitudes, el razonamiento hecho por los débiles y para los débiles, el universo construido no a medida del superhombre sino a la del hombre común. Idéntica raíz anima la polémica de Ortega y Gasset. Y no carece ciertamente de motivos buscar en la base de todo acto de intolerancia hacia la cultura de masas una raíz aristocrática, un desprecio que sólo aparentemente se dirige a la cultura de masas, pero que en realidad apunta a toda la masa. Un desprecio que sólo aparentemente distingue entre masa como grupo gregario y comunidad de individuos autorresponsables, sustraídos a la masificación y a la absorción gregaria: porque en el fondo existe siempre la nostalgia por una época en que los valores culturales eran un privilegio de clase y no eran puestos a disposición de todos indiscriminadamente[3].

Pero no todos los críticos de la cultura de masas pueden adscribirse a este grupo. Dejando aparte a Adorno, cuya postura es demasiado notoria para que necesite ser comentada aquí, recordemos toda la hueste de radicals americanos que sostienen una feroz polémica contra los elementos de masificación existentes en el cuerpo social de su país. Su crítica es indudablemente progresista en sus intenciones, y la desconfianza hacia la cultura de masas es desconfianza hacia una forma de poder intelectual capaz de conducir a los ciudadanos a un estado de sujeción gregaria, terreno fértil para cualquier aventura autoritaria. Ejemplo típico es Dwight MacDonald, que en los años treinta adoptó posiciones trotskistas, y por tanto pacifistas y anárquicas. Su crítica representa quizá el punto más equilibrado alcanzado en el ámbito de esta polémica, y como tal se cita.

MacDonald parte de la distinción, hoy ya canónica, de los tres niveles intelectuales, high, middle y low brow (distinción que nos lleva a la de high brow y low brow, propuesta por Van Wyck Brooks en America’s Coming of Age). Cambia la denominación llevado por un intento polémico más violento: contra las manifestaciones de un arte de élite y de una cultura de masas, que no es tal, y que por esto él no llama mass culture sino masscult, y de una cultura media, pequeño burguesa, que llama midcult. Es obvio que son masscult los cómics, la música gastronómica tipo rock’n roll o los peores telefilms, mientras el midcult está representado por obras que parecen poseer todos los requisitos de una cultura puesta al día y que, por el contrario, no constituyen en realidad más que una parodia, una depauperación, una falsificación puesta al servicio de fines comerciales. Algunas de las páginas críticas más sabrosas de MacDonald están dedicadas al análisis de una novela como El viejo y el mar, de Hemingway, que considera producto típico de midcult, con su lenguaje intencionadamente artificioso y tendente al lirismo, su inclinación a presentar personajes «universales» (pero de una universalidad alegórica y manierista). Y en igual plano coloca Nuestra ciudad, de Wilder.

Los ejemplos aclaran uno de los puntos sustanciales de la crítica de MacDonald: no se reprocha a la cultura de masas la difusión de productos de nivel ínfimo y de nulo valor estético (como, pongamos por caso, algunos cómics, las revistas pornográficas o los telequizzes); se reprocha al midcult que «explote» los descubrimientos de la vanguardia y los «banalice» reduciéndolos a elementos de consumo. Crítica esta que da en el blanco y nos ayuda a comprender por qué tantos productos de fácil salida comercial, aun ostentando una dignidad estilística exterior, suenan a falso; pero crítica también que, a fin de cuentas, refleja un concepto fatalmente aristocrático del gusto. ¿Debemos admitir que una solución estilística sólo es válida cuando representa un descubrimiento que rompe con la tradición y por ello es compartida por unos pocos elegidos? Admitido esto, si el nuevo estilo alcanza a inscribirse en un círculo más amplio y a inserirse en nuevos contextos, ¿pierde de hecho toda su fuerza, o adquiere una nueva función? Y si posee una función, ¿es fatalmente negativa, y el nuevo estilo sirve sólo para disimular bajo una pátina de novedad formal una banalidad de posturas, un complejo de ideas, gustos y emociones pasivos y esclerotizados?

Se plantean aquí una serie de problemas que, una vez expuesta teóricamente[4], deberá someterse a un complejo de comprobaciones concretas. Pero ante ciertas tomas de posición nace la sospecha de que el crítico se refiere constantemente a un modelo humano que, aunque él no lo sepa, es clasista: es el modelo del gentilhombre del Renacimiento, culto y meditabundo, a quien una determinada condición económica le permite cultivar con amorosa atención las propias experiencias interiores, le preserva de fáciles conmixtiones utilitarias y le garantiza celosamente una absoluta originalidad. El hombre de una civilización de masas, empero, no es ya este hombre. Mejor o peor, es otro, y otras deberán ser sus vías de formación y de salvación. Identificarlas es por lo menos una de las tareas. El problema sería distinto si los críticos de la cultura de masas (y entre ellos hay quien piensa de esta forma, y en tal caso cambia el razonamiento) creyesen que el problema de nuestra civilización consiste en elevar a todo miembro de la comunidad a la fruición de experiencias de orden superior, proporcionando a todos la posibilidad de acceder a ellas. La posición de MacDonald, sin embargo, es otra: en sus últimos escritos confiesa que si bien en tiempos creyó en la posibilidad de la primera solución (elevar las masas a la cultura «superior»), ahora cree que la empresa es imposible, y que la fractura (p. 42) entre ambas culturas es definitiva, irreversible, irremediable. Desgraciadamente, surge espontánea una explicación más bien melancólica: los intelectuales del tipo de MacDonald se comprometieron, en los años veinte, en una acción progresiva de tipo político, que fue frustrada por acontecimientos internos de la política norteamericana. Y estos hombres han pasado de la crítica política a la cultural; de una crítica empeñada en cambiar la sociedad, a una crítica aristocrática sobre la sociedad, colocándose casi fuera de la contienda y rehuyendo toda responsabilidad. Con ello demuestran, quizá contra su voluntad, que existe una forma de resolver el problema, pero que no es sólo una forma cultural, dado que implica una serie de operaciones políticas y en todo caso una política de la cultura[5].

Cahier de doléances

De las varias críticas a la cultura de masas emergen algunas «acusaciones principales» que es necesario tener en cuenta[6].

a) Los mass media se dirigen a un público heterogéneo y se especifican según «medidas de gusto», evitando las soluciones originales.

b) En tal sentido, al difundir por todo el globo una «cultura» de tipo «homogéneo», destruyen las características culturales propias de cada grupo étnico.

c) Los mass media se dirigen a un público que no tiene conciencia de sí mismo como grupo social caracterizado; el público, pues, no puede manifestar exigencia ante la cultura de masas, sino que debe sufrir sus proposiciones sin saber que las soporta.

d) Los mass media tienden a secundar el gusto existente sin promover renovaciones de la sensibilidad. Incluso cuando parecen romper con las tradiciones estilísticas, de hecho se adaptan a la difusión, ya homologable, de estilos y formas difundidas antes a nivel de la cultura superior y transferidas a nivel inferior. Homologando todo cuanto ha sido asimilado, desempeñan funciones de pura conservación.

e) Los mass media tienden a provocar emociones vivas y no mediatas. Dicho de otro modo, en lugar de simbolizar una emoción, de representarla, la provocan; en lugar de sugerirla, la dan ya confeccionada. Típico en este sentido es el papel de la imagen respecto al concepto; o el de la música como estímulo de sensaciones en lugar de como forma contemplable[7].

f) Los mass media, inmersos en un circuito comercial, están sometidos a la «ley de la oferta y la demanda». Dan, pues, al público únicamente lo que desea o, peor aún, siguiendo las leyes de una economía fundada en el consumo y sostenida por la acción persuasiva de la publicidad, sugieren al público lo que debe desear.

g) Incluso cuando difunden productos de cultura superior, los difunden nivelados y «condensados» de forma que no provoquen ningún esfuerzo por parte del fruidor. El pensamiento es resumido en fórmulas, los productos del arte son antologizados y comunicados en pequeñas dosis.

h) En todo caso, los productos de cultura superior son propuestos en una situación de total nivelación con otros productos de entretenimiento. En un semanario en rotograbado, la información sobre un museo de arte se equipara al chisme sobre el matrimonio de la estrella cinematográfica[8].

i) Los mass media alientan así una visión pasiva y acrítica del mundo. El esfuerzo personal para la posesión de una nueva experiencia queda desalentado.

j) Los mass media alientan una inmensa información sobre el presente (reducen dentro de los límites de una crónica actual sobre el presente incluso las eventuales informaciones sobre el pasado) y con ello entorpecen toda conciencia histórica[9].

k) Hechos para el entretenimiento y el tiempo libre, son proyectados para captar sólo el nivel superficial de nuestra atención. Vician desde un principio nuestra postura, y por ello incluso una sinfonía, escuchada a través de un disco o de la radio, será disfrutada del modo más epidérmico, como indicación de un motivo tarareable, no como un organismo estético que penetra profundamente en nosotros por medio de una atención exclusiva y fiel[10].

l) Los mass media tienden a imponer símbolos y mitos de fácil universalidad, creando «tipos» reconocibles de inmediato, y con ello reducen al mínimo la individualidad y la concreción de nuestras experiencias y de nuestras imágenes, a través de las cuales deberíamos realizar experiencias[11].

m) Para realizar esto, trabajan sobre opiniones comunes, sobre los endoxa, y funcionan como una continua reafirmación de lo que ya pensamos. En tal sentido desarrollan siempre una acción socialmente conservadora[12].

n) Se desarrollan pues, incluso cuando fingen despreocupación, bajo el signo del más absoluto conformismo, en la esfera de las costumbres, de los valores culturales, de los principios sociales y religiosos, de las tendencias políticas. Favorecen proyecciones hacia modelos «oficiales[13]».

o) Los mass media se presentan como el instrumento educativo típico de una sociedad de fondo paternalista, superficialmente individualista y democrática, sustancialmente tendente a producir modelos humanos heterodirigidos. Llevando más a fondo el examen, aparece una típica «superestructura de un régimen capitalista», empleada con fines de control y de planificación coaccionadora de las conciencias. De hecho ofrecen aparentemente los frutos de la cultura superior, pero vaciados de la ideología y de la crítica que los animaba. Adoptan las formas externas de una cultura popular, pero en lugar de surgir espontáneamente desde abajo, son impuestas desde arriba (y no tienen la sal, ni el humor, ni la vitalísima y sana vulgaridad de la cultura genuinamente popular). Como control de masas, desarrollan la misma función que en ciertas circunstancias históricas ejercieron las ideologías religiosas. Disimulan dicha función de clase manifestándose bajo el aspecto positivo de la cultura típica de la sociedad del bienestar, donde todos disfrutan de las mismas ocasiones de cultura en condiciones de perfecta igualdad[14].

Todas y cada una de las proposiciones enumeradas es adscribible y documentable. Cabe preguntarse si el panorama de la cultura de masas y su problemática se agotan con esta serie de imputaciones. A tal fin, es preciso recurrir a los «defensores» del sistema.

Defensa de la cultura de masas

Hay que advertir ante todo que entre aquellos que demuestran la validez de la cultura de masas muchos emplean un medio simplista, desde el interior del sistema, sin perspectiva crítica alguna, y no raramente ligado a los intereses de los productores. Es típico el caso de Ernest Dichter, que en su Estrategia del deseo formula una apasionada apología de la publicidad sobre el fondo de una «filosofía» optimista del incremento de las experiencias, que no es otra cosa que el enmascaramiento ideológico de una estructura económica precisa, fundada en el consumo y para el consumo[15]. En otros casos, sin embargo, tenemos estudiosos de las costumbres, sociólogos y críticos a los que, ciertamente, no debemos criticar un optimismo que les permite ver más allá de cuanto puedan ver sus adversarios «apocalípticos». Si bien nos mantendremos en guardia ante el fervor de un David Manning White o un Arthur Schlesinger (detenido en posiciones de un reformismo un poco demasiado iluminista), no soslayaremos muchas de las revelaciones de Gilber Seldes, Daniel Bell, Edward Shils, Eric Larrabee, Georges Friedmann y otros[16]. También aquí procuraremos elaborar un resumen de proposiciones.

a) La cultura de masas no es típica de un régimen capitalista. Nace en una sociedad en que la masa de ciudadanos participa con igualdad de derechos en la vida pública, en el consumo, en el disfrute de las comunicaciones: nace inevitablemente en cualquier sociedad de tipo industrial[17]. Cada vez que un grupo de presión, una asociación libre, un organismo político o económico se ve precisado a comunicar algo a la totalidad de los ciudadanos de un país, prescindiendo de los distintos niveles intelectuales, debe recurrir a los sistemas de la comunicación de masas y experimenta la inevitable regla de la «adecuación a la media». La cultura de masas es propia de una democracia popular como la China de Mao, donde las polémicas políticas se desarrollan por medio de grandes carteles y de publicaciones ilustradas; toda la cultura artística de la Unión Soviética es una típica cultura de masas, con todos los defectos a ella inherentes, y entre ellos el conservadurismo estético, la nivelación del gusto a la media, el rechazo de las proposiciones estilísticas que no corresponden a lo que el público espera, la estructura paternalista de la comunicación de valores.

b) La cultura de masas no ha ocupado en realidad el puesto de una supuesta cultura superior; se ha difundido simplemente entre masas enormes que antes no tenían acceso al beneficio de la cultura. El exceso de información sobre el presente, en menoscabo de la conciencia histórica, es recibido por una parte de la humanidad que antes no recibía información ninguna sobre el presente (y era por lo tanto mantenida apartada de toda inserción responsable en la vida asociada) y no poseía otros conocimientos históricos que anquilosadas nociones sobre mitologías tradicionales[18].

Cuando imaginamos al ciudadano de un país moderno que lee en el mismo periódico noticias sobre la estrella de moda e informaciones sobre Miguel Ángel no debemos compararlo con el humanista antiguo que se movía con límpida autonomía en los varios campos del saber, sino con el obrero o el pequeño artesano de hace unos siglos que se hallaba excluido del disfrute de los bienes culturales. El cual, pese a que en la iglesia o en el palacio comunal podía ver obras de pintura, las disfrutaba con la superficialidad con que el lector moderno echa una distraída ojeada a la reproducción en colores de una obra célebre, más interesado en los detalles anecdóticos que en los complejos valores formales. El hombre que tararea una melodía de Beethoven porque la ha oído en la radio, es un hombre que, aunque sólo sea a nivel de la simple melodía, se ha acercado a Beethoven (no puede negarse que a este nivel se manifiesta ya, en medida simplificada, la legalidad formal que rige en los otros niveles, armónico, contrapuntístico, etc., la obra entera del músico), mientras que semejante experiencia, en otros tiempos, estaba sólo reservada a las clases privilegiadas; muchos de cuyos miembros, aun sometiéndose al ritual del concierto, gozaban de la música sinfónica al mismo nivel de superficialidad. La cantidad impresionante de música válida difundida actualmente por la radio y los discos, ¿no desemboca en muchos casos en un estímulo eficaz para adquisiciones culturales auténticas? ¿Cuántos de nosotros no nos hemos labrado una formación musical a través precisamente del estímulo de los canales de masa[19]?

c) Es cierto que los mass media proponen en medida masiva y sin discriminación varios elementos de información en los que no se distingue el dato válido del de pura curiosidad o entretenimiento. Pero negar que esta acumulación de «información» pueda resolverse en formación, equivale a tener un concepto marcadamente pesimista de la naturaleza humana, y a no creer que una acumulación de datos cuantitativos, bombardeando con estímulos la inteligencia de una gran cantidad de personas, pueda resolverse, en algunas, en mutación cualitativa[20]. Este tipo de reacciones es de utilidad precisamente porque deja al descubierto la ideología aristocrática de los críticos de los mass media. Y por otra parte demuestra que esta ideología es peligrosamente igual a la de aquellos que sienten lástima por los habitantes de pueblecillos perdidos entre montañas a quienes los anticuarios han cambiado la vieja artesa y la maciza mesa «de hermandad» por un endeble mobiliario de aluminio y formica; sin tener en cuenta que este endeble mobiliario, lavable y más alegre, proporciona mayores posibilidades de higiene en unas casas en las que el mobiliario antiguo, de madera pasada y carcomida, no constituía por cierto ningún elemento de educación del gusto; y que la estimación de aquel mobiliario tradicional es sólo una deformación estética de nuestra sensibilidad, que considera valiosa antigüedad lo que, sin el advenimiento de las superficies de formica, habría quedado en miserable ejemplo de cotidiano abandono.

d) A la objeción de que la cultura de masas difunde también productos de entretenimiento que nadie se atreve a juzgar como positivos (cómics de fondo erótico, transmisiones de lucha por televisión, telequiz que constituyen un incentivo para los instintos sádicos del gran público) se responde que, desde que el mundo existe, las turbas han amado el «circo»; es normal, pues, que en nuestras condiciones actuales, tan diversas de producción y de difusión, los duelos de gladiadores y las luchas de osos hayan sido sustituidos por otras formas de distracción inferior, que muchos censuran pero que no cabe considerar como signo especial de decadencia de las costumbres[21].

e) Una homogenización del gusto contribuiría en el fondo a eliminar a ciertos niveles las diferencias de casta, a unificar las sensibilidades nacionales, desarrollaría funciones de descongestión anticolonialista en muchas partes del globo[22].

f) La divulgación de conceptos bajo forma de digest ha ejercido evidentemente funciones de estímulo, puesto que en nuestro tiempo hemos asistido a lo que en América se llama «revolución de los paperbacks», o sea la difusión de enorme cantidad de obras culturales de valía a precios muy bajos y en edición íntegra.

g) Es cierto que la difusión de bienes culturales, aun los más válidos, al tornarse intensiva embota la capacidad de recepción. Pero esto constituye un fenómeno de «consumo» del valor estético o cultural que se da en todas las épocas, con la salvedad de que actualmente tiene lugar en dimensión macroscópica. También en el siglo pasado, si alguien hubiese oído muchas veces consecutivas una cierta composición, habría acabado habituando el oído a una recepción esquemática y superficial. A tal «consumo» queda yuxtapuesta toda manifestación, en una sociedad dominada por la cultura de masas, y buena prueba de ello es que las propias críticas a la cultura de masas, realizadas a través de libros de gran tirada, diarios, revistas, se han convertido en perfectos productos de una cultura de masas, se han repetido como eslogan, se han comercializado como bienes de consumo y como ocasiones de distracción esnob.

h) Los mass media ofrecen un cúmulo de informaciones y de datos sobre el universo sin sugerir criterios de discriminación, pero en definitiva sensibilizan al hombre contemporáneo en su enfrentamiento con el mundo, ¿y acaso las masas sometidas a este tipo de información no nos parecen más sensibles y más partícipes, para bien y para mal, en la vida asociada, que las masas de la antigüedad propensas a una aceptación tradicional ante escalas de valores estables e indiscutibles? Si ésta es la época de las grandes locuras totalitarias, ¿no es asimismo la época de los grandes cambios sociales y de los renacimientos nacionales de los pueblos subdesarrollados? Signo, pues, de que los grandes canales de comunicación difunden informaciones indiscriminadas, pero de que al propio tiempo provocan conmociones culturales de cierto relieve[23].

i) Y, finalmente, no es cierto que los medios de masa sean conservadores desde el punto de vista del estilo y de la cultura. Como constituyentes de un conjunto de nuevos lenguajes, han introducido nuevos modos de hablar, nuevos giros, nuevos esquemas perceptivos (basta pensar en la mecánica de percepción de la imagen, en las nuevas gramáticas del cine, de la transmisión directa, del cómic, en el estilo periodístico…). Bien o mal, se trata de una renovación estilística que tiene constantes repercusiones en el plano de las artes llamadas superiores, promoviendo su desarrollo[24].

Una problemática mal planteada

La defensa de los mass media tendría numerosos títulos de validez, si no pecase casi siempre de cierto «liberalismo» cultural. Se da por descontado el convencimiento de que la circulación libre e intensiva de los diversos productos culturales de masa, dado que ofrece sin duda aspectos positivos, es en sí naturalmente «buena». Como mucho, se adelantan proposiciones para un control pedagógico-político de las manifestaciones inferiores (censura sobre los cómics sadopornográficos) o de los canales de transmisión (control sobre redes de televisión). Raramente se tiene en cuenta el hecho de que, dado que la cultura de masas en su mayor parte es producida por grupos de poder económico con el fin de obtener beneficios, permanece sometida a todas las leyes económicas que regulan la fabricación, la distribución y el consumo de los demás productos industriales: «El producto debe agradar al cliente», no debe ocasionarle problemas, el cliente debe desear el producto y debe ser inducido a un recambio progresivo del producto. De ahí los caracteres culturales de los propios productos y la inevitable «relación de persuasor a persuasido», que en definitiva es una relación paternalista interpuesta entre productor y consumidor.

Huelga decir que en régimen económico distinto, la relación paternalista puede muy bien permanecer inalterada; como, por ejemplo, en aquel caso en que la difusión de cultura de masas se halle en manos, no de grupos de poder económico, sino de grupos de poder político, que pongan a contribución dichos medios con finalidad de persuasión y dominio. Pero todo esto sirve sólo para demostrarnos que la cultura de masas es un hecho industrial, y que, como tal, experimenta muchos condicionamientos típicos de cualquier actividad industrial.

El error de los apologistas estriba en creer que la multiplicación de los productos industriales es de por sí buena, según una bondad tomada del mercado libre, y no que debe ser sometida a crítica y a nuevas orientaciones[25].

El error de los apocalíptico-aristocráticos consiste en pensar que la cultura de masas es radicalmente mala precisamente porque es un hecho industrial, y que hoy es posible proporcionar cultura que se sustraiga al condicionamiento industrial.

Los problemas están mal planteados desde el momento en que se formulan del siguiente modo: «¿Es bueno o malo que exista la cultura de masas?». (Entre otras razones porque la pregunta supone cierta desconfianza reaccionaria ante la ascensión de las masas, y quiere poner en duda la validez del progreso tecnológico, del sufragio universal, de la educación extendida hasta las clases subalternas, etc.).

El problema, por el contrario, es: «Desde el momento en que la presente situación de una sociedad industrial convierte en ineliminable aquel tipo de relación comunicativa conocida como conjunto de los medios de masa, ¿qué acción cultural es posible para hacer que estos medios de masa puedan ser vehículo de valores culturales?».

No es utópico pensar que una intervención cultural pueda modificar la fisonomía de un fenómeno de este tipo. Pensemos en lo que se entiende hoy por «industria editorial». La fabricación de libros se ha convertido en un hecho industrial, sometido a todas las reglas de producción y de consumo. De ahí derivan una serie de fenómenos negativos, como la producción por encargo, el consumo provocado artificialmente, el mercado sostenido con creación publicitaria de valores ficticios. Pero la industria editorial se distingue de la de dentífricos en lo siguiente: se insertan en ella hombres de cultura, para los que la finalidad primera (en los casos mejores) no es la producción de un libro para la venta, sino la producción de valores para la difusión de los cuales es el libro el instrumento más idóneo. Esto significa que, según una distribución percentual que no sabría precisar, junto a «productores de objetos de consumo cultural», operan «productores de cultura» que aceptan el sistema de la industria del libro para fines que la desbordan. Por pesimista que sea, la aparición de ediciones críticas o de colecciones populares son muestra de una victoria de la comunidad cultural sobre el instrumento industrial con el que felizmente se halla comprometida. A menos que se crea que la misma multiplicación sea ya un hecho negativo (con lo cual se vuelve a la posición aristocrático-reaccionaria de la que anteriormente he tratado).

El problema de la cultura de masas es en realidad el siguiente: en la actualidad es maniobrada por «grupos económicos», que persiguen finalidades de lucro, y realizada por «ejecutores especializados» en suministrar lo que se estima de mejor salida, sin que tenga lugar una intervención masiva de los hombres de cultura en la producción. La postura de los hombres de cultura es precisamente la de protesta y reserva. Y no cabe decir que la intervención de un hombre de cultura en la producción de la cultura de masas se resolvería en un noble e infortunado gesto sofocado muy pronto por las leyes inexorables del mercado. Decir: «El sistema en que nos movemos representa un ejemplo de Orden tan perfecto y acabado que todo acto aislado de modificación de fenómenos aislados queda en puro testimonio» (y sugerir «es pues mejor el silencio, la rebelión pasiva») es una posición aceptable en el plano místico, pero resulta singular cuando es sostenida, como ocurre a menudo, basándose en categorías pseudomarxistas. En este caso, una situación histórica dada queda petrificada en un modelo, en el cual las contradicciones originarias se componen de una especie de sistema sólido, relacional, puramente sincrónico. En este punto, toda la atención se centra en el modelo como todo inescindible, y la única solución parece ser la negación total del modelo. Nos hallamos en el campo de las abstracciones y de las malentendidas presunciones de totalidad: se ignora que en el interior del modelo continúan agitándose las contradicciones concretas, y que por tanto se establece una dialéctica de fenómenos tal que todo hecho que modifique un aspecto del conjunto, aunque aparentemente pierda relieve ante la capacidad de recuperación del sistema-modelo, en realidad nos restituye no ya el sistema A inicial sino un sistema A1. Negar que una suma de pequeños hechos, debidos a la iniciativa humana, puedan modificar la naturaleza de un sistema, significa negar la misma posibilidad de alternativas revolucionarias, que se manifiestan sólo en un momento dado a consecuencia de la presión de hechos infinitesimales, cuya agrupación (incluso puramente cuantitativa) estalla en una modificación cualitativa.

Se apoya a menudo sobre equívocos semejantes la idea de que, proponer intervenciones modificadoras parciales en campo cultural, equivale a aquella postura que en política es el «reformismo», opuesto a la postura revolucionaria. No se calcula ante todo que, si reformismo significa creer en la eficacia de las modificaciones parciales, con exclusión de alternativas radicales y violentas, ninguna postura revolucionaria ha excluido nunca la serie de intervenciones parciales que tienden a crear las condiciones para alternativas radicales, y que se mueven a lo largo de la línea directiva de una hipótesis más amplia.

En segundo lugar, nos parece que la categoría del reformismo es absolutamente inaplicable al mundo de los valores culturales (y que por tanto un razonamiento válido para los fenómenos de «base» es inaplicable a ciertas leyes específicas de algunas manifestaciones superestructurales). A nivel de la base socioeconómica, una modificación parcial puede atenuar ciertas contradicciones y evitar su explosión por un largo tiempo; en tal sentido la operación reformista puede adquirir valor de contribución a la conservación del statu quo. Pero a nivel de una circulación de las ideas, por el contrario, no sucede nunca que una idea, aun puesta en circulación aisladamente, se transforme en punto de referencia estático de deseos ya pacificados: ocurre a la inversa, exige una ampliación de la discusión. Dicho de otro modo, si en una situación de tensión social aumenta el salario de los trabajadores de una fábrica, puede que esta solución reformista disuada a los obreros de ocupar el establecimiento. Pero si en una comunidad agrícola de analfabetos enseño a leer con objeto de que se hallen en disposición de leer «mis» proclamas políticas, nada será capaz de impedir que tales hombres lean también mañana las proclamas de «otros».

A nivel de los valores culturales no se da cristalización reformista; se da solamente la existencia de procesos de conciencia progresiva que, una vez iniciados, no son ya controlables por quien los ha desencadenado.

De ello se desprende la necesidad de una intervención activa de las comunidades culturales en la esfera de las comunicaciones de masa. El silencio no es protesta, es complicidad; es negarse al compromiso.

Naturalmente, para que la intervención sea eficaz, es preciso que vaya precedida por un conocimiento del material sobre el que se trabaja. Hasta hoy, la polémica aristocrática sobre los medios de masa nos ha disuadido del estudio de sus modalidades específicas (o ha orientado hacia tal estudio sólo a aquellos que dan por descontada la pacífica bondad de tales medios, y que por lo tanto examinan su modalidad para usarlos del modo más desconsiderado o más interesado). Este desdén ha sido también favorecido por otra convicción: que las modalidades de las comunicaciones de masa constituyen sin sombra de duda aquella serie de características que tales comunicaciones asumen en un preciso sistema socioeconómico, el de una sociedad industrial fundada en la libre competencia. Se ha intentado ya sugerir que, probablemente, muchos de los fenómenos relacionados con la comunicación de masa podrán sobrevivir en otros contextos socioeconómicos, puesto que son debidos a la naturaleza específica de la relación comunicativa que tiene lugar cuando, queriendo comunicarse a vastas masas de público, debe acudirse a procedimientos industriales con todos los condicionamientos debidos a la mecanización, a la reproducción en serie, a la nivelación del producto según una media. Anticipar cómo estos fenómenos podrán configurarse en otros contextos, corresponde a la planificación política. En el plano científico se ofrece por ahora una sola alternativa fructífera: examinar cómo se configura ahora el fenómeno, en el ámbito en que es posible ejercitar una investigación concreta, fundada en datos experimentales.

En este punto se puede llevar el razonamiento, desde el plano de los problemas generales, al de las decisiones particulares. En tal caso todo se limita a una simple llamada: la llamada a una intervención que se actualice en la doble forma de la colaboración y del análisis crítico constructivo. Los medios de masa, para muchos, no han sido nunca objeto de un análisis científico que no fuese deprecatorio, o de un comentario crítico asiduo y orientativo. Cuando esto ha sucedido se han observado cambios. El ejemplo de la televisión es sintomático.

Nadie puede negar que a través de una crítica cultural ceñida (no divorciada, esto es importante, de una acción a nivel político) se ha obtenido la mejora de cierto sector de los programas y una apertura a la discusión. En este sentido la crítica cultural crea mercado y ofrece a los productores orientaciones capaces de asumir aspecto coactivo. La comunidad de los hombres de cultura constituye aún, por fortuna, un «grupo de presión».

La intervención crítica puede ante todo conducir a la corrección de la convicción implícita de que cultura es producción de alimento cultural para las masas (entendidas como categoría de subciudadanos) realizada por una «élite» de productores. Puede replantear el tema de una cultura de masas como «cultura ejercida a nivel de todos los ciudadanos». Lo cual no significa en modo alguno que cultura de masas sea cultura producida por las masas; no existe forma de creación «colectiva» que no esté mediatizada por personalidades más dotadas que se hacen intérpretes de una sensibilidad de la comunidad en que viven. No se excluye, pues, la presencia de un grupo culto de productores y de una masa que disfruta de los productos; salvo que la relación pase de paternalista a dialéctica: los unos interpretan las exigencias y solicitudes de los otros.

Crítica de los tres niveles

Este ideal de una cultura democrática impone una revisión del concepto de los tres niveles culturales (high, middle y low), despojándolos de algunas connotaciones que los convierten en tabúes peligrosos.

a) Los niveles no corresponden a una nivelación clasista. Es un punto ya no polémico. Se sabe que el gusto high brow no es necesariamente el de las clases dominantes; se asiste a curiosas convergencias por las cuales la reina de Inglaterra gusta de la pintura de Annigoni, que por un lado merecería la anuencia de Kruschev, y por otro merecería las preferencias de un obrero impresionado por las osadías del último abstracto[26]. Profesores universitarios se complacen en la lectura de cómics (aunque con diferentes posturas respectivas, como se verá), mientras que, por medio de colecciones populares, miembros de las clases antes subalternas acceden a los valores «superiores» de la cultura.

b) Los tres niveles no representan tres grados de complejidad (esnobísticamente identificada con la valía). En otras palabras: sólo en las interpretaciones más esnobs de los tres niveles se identifica lo «alto» con las obras nuevas y difíciles, inteligibles únicamente para los happy few. Piénsese en una obra como Il Gattopardo. Con independencia a un juicio crítico completo, la opinión corriente la adscribe al nivel «alto», por el tipo de valores que contiene y la complejidad de sus referencias culturales. Sin embargo, sociológicamente hablando, se ha realizado de esta obra una difusión a nivel middle brow. Ahora bien, ¿el éxito obtenido a nivel «medio» es signo de un deterioro del valor cultural real? En ciertos casos sí. Algunas novelas italianas que han obtenido recientemente éxitos estrepitosos, deben su fortuna precisamente a los motivos expuestos por MacDonald a propósito de El viejo y el mar: divulgan posturas culturales vacías ya de su fuerza inicial y ostensiblemente banalizadas (cómplice, la habituación del gusto a través de los años) y los colocan a nivel de un público perezoso, que cree gozar de valores culturales nuevos cuando en realidad no hace más que enfrentarse a un almacenamiento estético caducado ya[27]. Pero en otros casos el criterio no es válido. De igual modo existen productos de una cultura lower brow, por ejemplo, ciertos cómics, que son consumidos como producto sofisticado a nivel high brow, sin que ello constituya necesariamente una cualificación del producto. Vemos, pues, que el panorama es mucho más complejo. Existen productos que, nacidos a cierto nivel, resultan consumibles a nivel distinto, sin que el hecho comporte un juicio de complejidad o valor. Queda por otra parte planteado el problema de si tales productos presentan o no, estructuralmente, dos posibilidades de goce diferentes, ofreciendo dos distintos aspectos de complejidad.

c) Los tres niveles no coinciden, pues, con tres niveles de validez estética. Puede existir un producto high brow digno de consideración por su cualidad de «vanguardia» y que exige, para ser degustado, una cierta preparación cultural (o una propensión a lo sofisticado), y que sin embargo, precisamente en el ámbito de valoraciones propias de aquel nivel, debe ser considerado «feo» (sin que por ello sea low brow). Y pueden darse productos low brow, destinados a ser apreciados por un vastísimo público, que presentan características de originalidad estructural, capacidad de superar los límites impuestos por el circuito de producción y consumo en que están inmersos, que nos permiten juzgarlos como obras de arte dotadas de absoluta validez (nos parece ser el caso de cómics como Peanuts, de Charlie M. Schulz, o del jazz nacido como mercancía de consumo, incluso como «música gastronómica», en las casas de tolerancia de Nueva Orleans[28]).

d) El paso de estilemas de un nivel superior a otro inferior no significa necesariamente que éstos hayan hallado ciudadanía a nivel inferior sólo porque se han «consumado» o «comprometido». En ciertos casos, ocurre verdaderamente así, y en otros asistimos a una evolución del gusto colectivo que absorbe y disfruta a más amplio nivel descubrimientos que debieron ser anticipados a vía puramente experimental, a nivel más restringido. Cuando Vittorini recientemente hablaba de la distinción entre literatura como «medio de producción» y literatura como «bien de consumo», no era evidentemente su intención subvalorar la segunda identificando a la primera como Literatura tout court. Su intención era hablar de diversas funciones que la literatura asume a diversos niveles. Creo que puede existir una novela entendida como obra de entretenimiento (bien de consumo), dotada de validez estética y capaz de contener valores originales (no imitaciones de valores ya realizados), y que sin embargo toma como base comunicativa una koiné estilística creada por otros experimentos literarios, los cuales habían ejercido funciones de proposición (aunque quizá no hubieran realizado valores estéticos cumplidos, sino sólo bosquejos de una posible forma[29]).

Una posible conclusión, acompañada de algunas propuestas de investigación

Esto nos permite, pues, avanzar una interpretación del estado presente de nuestra cultura, que tenga en cuenta una eventual complejidad de la circulación de valores (estéticos, prácticos, teóricos). En una época como la de Leonardo, la sociedad estaba dividida en hombres en posesión de los instrumentos culturales y hombres excluidos de dicha posesión. Los poseedores de valores culturales detentaban la cultura en su totalidad: Leonardo era matemático y técnico, proyectaba máquinas posibles y acueductos concretos. Con el desarrollo de la cultura hemos asistido sobre todo a una estabilización de los distintos niveles teóricos: entre investigación teórica e investigación experimental se ha creado un hiato y un sistema de «disparidad de desarrollo», que algunas veces ha presentado décalages de varios decenios y más. Entre las investigaciones de las geometrías no euclidianas o de la física de la relatividad y sus aplicaciones a la resolución de problemas tecnológicos concretos, ha existido un lapso de tiempo muy notable. Sin embargo, sabemos que los descubrimientos einstenianos no eran menos válidos por el hecho de que no se entreviera su aplicación concreta, y que las mismas investigaciones, aplicadas al estudio de los fenómenos nucleares, y de ahí a una tecnología concretísima, no se han «desgastado» o depauperado por ello. Esta disparidad de desarrollo y esta correlación entre niveles teórico-prácticos diversos, son aceptados hoy como fenómenos típicos de nuestra cultura.

También en la esfera de los valores estéticos, debemos admitir que se ha verificado una especificación de niveles de tipo análogo: por un lado, la acción de un arte de vanguardia, que no pretende y no debe aspirar a una inmediata comprensión, y que lleva a cabo una acción de experimentación sobre las formas posibles (sin que por ello deba necesariamente, aunque en algunos casos sea así, proceder ignorando los otros problemas y creyéndose la única creadora de valores culturales); por otro, un sistema de «traducciones» y de «mediaciones», algunas con intervalos de decenios, que por su modo de formar (con los sistemas de valores conexos) se encuentran a niveles de más vasta comprensión, integrados ya en la sensibilidad común, en una dialéctica de recíprocas influencias muy difíciles de definir y que sin embargo se instaura en realidad a través de una serie de relaciones culturales de índole diversa[30]. La diferencia de nivel entre los distintos productos no constituye a priori una diferencia de valor, sino una diferencia de la relación fruitiva en la cual cada uno de nosotros se coloca a su vez. En otras palabras: entre el consumidor de poesía de Pound y el consumidor de novela policíaca, no existe, por derecho, diferencia alguna de clase social o nivel intelectual. Cada uno de nosotros puede ser lo uno o lo otro en distintos momentos, en el primer caso buscando una excitación de tipo altamente especializado, en el otro una forma de distracción capaz de contener una categoría de valores específica.

Digo «por derecho». Porque se podría objetar que, en el campo de los hechos, yo puedo gozar tanto de Pound como de la novela policíaca, mientras que un contable de banco de categoría C, por una serie de motivos (muchos de ellos no irremediables, pero en estado actual de hechos insuperables) puede disfrutar únicamente de la novela policíaca, y se halla por lo tanto, culturalmente, en estado de sujeción.

El problema se planteó no obstante, y precisamente por esto, en el campo del derecho. Porque únicamente si en el campo del derecho se nos encamina a entender la diferenciación de los niveles como diferenciación puramente circunstancial de las solicitudes (y no de los solicitantes), se podrán producir a los diversos niveles obras que contengan, en el ámbito de estilo preseleccionado, un sazonamiento culturalmente creador. O sea: sólo si se adquiere conciencia del hecho de que el consumidor de cómics es el ciudadano en el momento en que desea distraerse a través de la experiencia estilística propia del cómic, y que por tanto el cómic es un producto cultural disfrutado y juzgado por un consumidor que en dicha ocasión está especificando la propia solicitud en esta dirección, pero que aporta a esta experiencia de fruición su experiencia entera de hombre educado asimismo para la fruición de otros niveles, sólo entonces la producción de cómics pasará a estar determinada por un tipo de exigencia culturalmente preparada. Lo curioso es que esta situación de derecho, para los consumidores intelectualmente más audaces, tiene de hecho ya lugar. El hombre de cultura que a determinadas horas escucha Bach, en otros momentos se halla propenso a conectar la radio para «ritmar» la propia actividad a través de una «música de uso», de consumo a nivel superficial. Salvo que en esta actividad (dominado por una implícita desconfianza hacia aquello que juzga un acto culpable) acepte «encanallarse» y no dirija solicitudes particulares al producto que emplea: obrando de tal forma, acepta descender de nivel, goza en hacerse «normal», igual a una masa que en su interior desprecia pero de la que experimenta la fascinación, la solicitud primordial. El problema no radica en deprecar el recurso a una música de entretenimiento, sino en tomar dicha música de estilo, con perfecta adherencia al fin (y por tanto con arte) y sin que las solicitudes viscerales, indispensables al efecto, prevalezcan más allá de cierta medida sobre otros elementos de equilibrio formal. Sólo aceptando la visión de los distintos niveles como complementarios y disfrutables todos por la misma comunidad de fruidores se puede abrir un camino hacia un saneamiento de los mass media; y adviértase que he recurrido al ejemplo más extremo, el de una música consumida como trasfondo rítmico. Pero me refiero también a las emisiones de entretenimiento televisivo, a la narrativa de evasión, al cine comercial.

El problema es más grave, siempre en el campo de los hechos, si se considera desde el punto de vista del consumidor corriente (el contable del que hablaba antes). De ahí nace el problema de una acción político-social tal que permita no sólo al que habitualmente disfruta con Pound poder acudir a la novela policíaca, sino también al que habitualmente lee novelas policíacas acceder a una fruición cultural más completa. El problema, como se ha dicho, es ante todo político (problema de escuela ante todo, también de tiempo libre, pero entendido no como «regalo» de horas dedicables a la cultura y al ocio: entendido como una nueva relación con el momento de trabajo, no sentido ya como «extraño» por haber vuelto, de hecho, bajo «nuestro» control), pero es facilitado por el reconocimiento de una paridad en dignidad de los varios niveles, y por una acción cultural que parte de la aceptación de este presupuesto. En cuanto se acepte esta paridad se acentuará un movimiento de paso recíproco entre los varios niveles.

Nadie cree que todo esto deba suceder de forma pacífica e institucionalizada. La lucha de una «cultura de provocación» o «de contestación» contra una «cultura de entretenimiento» se entablará siempre a través de una tensión dialéctica hecha de intolerancias y reacciones violentas. No debe pensarse tampoco que una visión más equilibrada de las relaciones entre los varios niveles conduzca a la eliminación de los desequilibrios y de los fenómenos negativos que lamentan los críticos de la mass media. Una cultura de entretenimiento no podrá nunca evitar someterse a ciertas leyes de la oferta y la demanda (salvo que se convierta una vez más en cultura paternalista de entretenimiento «edificante» impuesta desde arriba). La utopía prefigurada posee valor de «norma metodológica», a la que los hombres de cultura podrían útilmente atenerse para moverse entre los varios niveles. El resto pertenece a la realización concreta, con todas las desviaciones y fallos del caso.

Siempre recordaré el episodio de un cronista de televisión amigo mío, hombre digno y conocedor del oficio, que con la vista en la pantalla hacía una crónica sobre cierto acontecimiento de una pequeña ciudad de la provincia piamontesa. Mientras el operador le pasaba las últimas imágenes, el telecronista terminaba su crónica, por cierto muy sobria, con un comentario sobre la noche que descendía sobre la ciudad. En aquel momento, por una inexplicable rareza del operador o por error de transmisión, apareció en la pantalla, totalmente fuera de lugar, una imagen de niños jugando en una calleja. El cronista se vio entonces obligado a comentar la imagen, y, echando mano de un trillado repertorio retórico, dijo: «Y he aquí los niños, entregados a sus juegos de hoy, a sus juegos de siempre…». La imagen se hizo simbólica, universal, patética, y representaba un modelo de aquel midcult que MacDonald ataca, hecho de falsa universalidad, de alegorismo vacío. Por otra parte, el cronista no había podido callar, puesto que, en el ámbito de una discutible «poética de la telecrónica», creía deber asociar, por exigencias de ritmo, un continuum hablado al continuum de las imágenes. La naturaleza del medio, su accidentalidad, las exigencias de respetar las exigencias de los espectadores, le habían hecho caer en el poncif. Pero antes de reaccionar contra esta irremediable trivialidad de los medios de masa, debemos preguntarnos cuántas veces, en la literatura de «alto nivel», las exigencias del metro o de la rima, la deferencia o sumisión al destinatario, u otras determinaciones del campo de las leyes estéticas o sociológicas, no han conducido a compromisos análogos. El episodio, si nos dice que en el nuevo panorama humano determinado por una cultura de masas las posibilidades de regresión son infinitas, nos indica asimismo que puede ejercerse una crítica constructiva de los varios fenómenos y una localización de los puntos débiles.

No es de nuestra incumbencia indicar en qué forma pueden intervenir los hombres de cultura como «operadores» en la esfera de la cultura de masas. Podemos señalar únicamente en síntesis algunas direcciones de investigación a lo largo de las cuales es posible establecer un análisis científico de los mass media, incluso a nivel de investigación universitaria. Servirá al menos para suministrar los elementos de una discusión constructiva que parta de una toma de conciencia objetiva de los fenómenos. Indicamos a continuación algunas propuestas de investigación.

a) Una investigación técnico-retórica sobre los lenguajes típicos de los medios de masa y sobre las novedades formales que éstos han introducido. Valgan tres ejemplos.

1. Cómics. La sucesión cinematográfica de los strips. Ascendencia histórica. Diferencias. Influencia del cine. Procesos de aprehensión implicados. Posibilidades narrativas conexas. Unión palabra-acción realizada mediante artificios gráficos. Nuevo ritmo y nuevo tiempo narrativo que de ahí derivan. Nuevos estilemas para la representación del movimiento (los dibujantes de cómics no copian de modelos inmóviles, sino de fotogramas que fijan un momento del movimiento). Innovaciones en la técnica de la onomatopeya. Influencias de las experiencias pictóricas precedentes. Nacimiento de un nuevo repertorio iconográfico y de estandarizaciones que funcionan ya como topoi para la koiné de los fruidores (destinados a convertirse en elementos de lenguaje adquirido para las nuevas generaciones). Visualización de la metáfora verbal. Estabilización de tipos caracterológicos, sus límites, sus posibilidades pedagógicas, su función mitopoyética[31].

2. Televisión. Gramática y sintaxis de la toma directa. Su temporalidad específica. Su relación de imitación-interpretación-adulteración de la realidad. Efectos psicológicos. Relaciones de recepción. Transformaciones súbitas de una obra realizada en otra esfera (teatro, cine) una vez tomada o transmitida dentro de las dimensiones de la pequeña pantalla: modificación de los efectos y los valores formales. Técnica y estética de las comunicaciones no específicamente artísticas una vez sometidas a las leyes gramaticales de la toma y de la transmisión[32].

3. Novelas policíacas o de ciencia ficción. Primacía del plot respecto a otros valores formales. Valor estético del «hallazgo» final como elemento a cuyo alrededor gira toda la invención. Estructura «informativa» de la trama. Elemento de crítica social, utopía, sátira moralista; sus diferencias respecto a los productos de la cultura «superior». Recurso a diversos tipos de escritura y diferencias estilísticas entre novela policíaca tradicional y de acción; relación con otros modelos literarios[33].

b) Una investigación crítica sobre las modalidades y sobre los éxitos del trasvase de estilemas desde el nivel superior al nivel medio. Casos en los que se muestra válida la denuncia de MacDonald (el estilema, una vez traspuesto, aparece banalizado) y casos en los que, contrariamente, existe real adquisición y reviviscencia del estilema en contexto distinto. Se podrían dar dos ejemplos. Durante el telediario del 14 de marzo de 1963, Sergio Zavoli, comentando no recuerdo qué triste acontecimiento, mostraba una multitud que seguía a un féretro hacia el cementerio y comentaba: «Cada uno tiene su muerte que llorar, su dolor que acallar…». Y luego, mientras se dibujaban por el suelo las sombras de los dolientes: «Por el suelo dibuja la piedad sus sombras». Es evidente que, si puede perdonarse la metáfora «cada uno tiene su dolor que acallar», es más difícil admitir aquella piedad que dibuja por el suelo sus sombras. Se trata evidentemente de una clara tentación esteticista, de la incapacidad de renunciar a una imagen visual formalmente interesante (los dolientes identificados a través de las sombras), a la que se ha superpuesto una imagen verbal que trasponía al ámbito de una crónica, un gongorismo, que quizá pudo haber tenido su avatar en algún centro calificado, pero que en aquel contexto era peor que gratuito: representaba una especie de engaño, halagaba al público con la ilusión de que quedaba admitido al disfrute de tesoros poéticos originales, cuando en realidad explotaba su habituación a estilemas en verdad ya consumidos y depauperados[34].

Como segundo ejemplo tenemos una novela como Comma 22, de Heller. Es una novela «de consumo», que se presenta con toda la atracción del fácil diálogo del tecnicolor hollywoodiano. En realidad desarrolla una polémica muy suya, antibelicista, clara y exacta, y manifiesta con autenticidad su visión anárquica y absurda de la vida contemporánea, del ejército, de las relaciones de propiedad, de la intolerancia política. Para ello pone a contribución todos los recursos de una narrativa de vanguardia, desde el flash-back a la circularidad temporal, desde el monólogo interior a la amplificación grotesca típica de cierto Joyce (el del capítulo del Cíclope, en Ulises). Asistimos a la transposición a nivel de consumo de estilemas adquiridos ya por la sensibilidad y la cultura corriente, y no obstante motivados por las exigencias de una cierta exposición. Surge la duda de si los estilemas se encuentran aquí depauperados y traicionados, pero si sólo aquí han hallado también su verdadera razón de ser. Duda paradójica, desde luego, pero que sirve para demostrar que en este caso los pasos y las transfusiones entre los varios niveles parecen legítimos y productivos; y que se puede hacer narrativa de consumo realizando valores artísticos originales; que a través de ejemplos de cultura de masas (o de una cultura «media») los lectores pueden ser conducidos hacia la fruición de productos más complejos; que, finalmente, cada uno de nosotros, aun el más culto y sofisticado, puede acudir a semejantes formas de entretenimiento sin experimentar sensación alguna de «encanallarse».

Sólo a través de contrastes críticos semejantes se hace posible una exposición equilibrada sobre los significados que gradualmente pueden asumir las relaciones de transfusión entre los distintos niveles.

c) Un análisis estético-psicológico-sociológico de cómo las diferenciaciones de postura de fruición pueden influir sobre el valor del producto degustado[35]. Es decir: no es la difusión por disco de la Quinta de Beethoven lo que la banaliza. Si penetro en una sala de conciertos con la idea de pasar un par de horas dejándome mecer por la música, realizo una banalización de idéntico orden; Beethoven se transforma en algo que tararear. Ahora bien, es fatal que muchos productos culturalmente válidos, difundidos a través de determinados canales, se someten a una banalización, debida no al producto en sí sino a las modalidades de fruición. Será preciso analizar ante todo si, en el caso de obras de arte, la captación incluso del aspecto superficial de una forma compleja no me permite, por lo menos, acceder por vía lateral a la fruición de la vitalidad formativa que la obra exhibe ya en sus aspectos más superficiales[36]. Por el contrario, sería preciso establecer si en el caso de productos nacidos para un sencillo entretenimiento, la fruición a nivel sofisticado los carga de significados arbitrarios o individualiza en ellos valores más complejos que los que de hecho contienen. Deberá seguir un análisis de los límites teóricos y prácticos dentro de los que una postura de fruición dada no altera irremediablemente la naturaleza de la obra gustada; y los límites dentro de los que una obra es capaz de imponer ciertos valores independientemente de la postura de fruición con que la abordamos.

d) Y finalmente, análisis crítico-sociológicos de los casos en que novedades formales, aunque dignas, actúan como simples artificios retóricos y como vehículo de un sistema de valores que en realidad nada tiene que ver con ellas. Por ejemplo: quien lea los cómics de Mary Atkins (en ciertos países Mary Perkins) de Leonard Starr, advertirá que el dibujo se articula a través de soluciones de encuadres y montajes de alto nivel técnico (el dibujante pertenece a la escuela del gran Alex Raymond), exhibiendo ángulos visuales inusitados y audacísimos, escorzos inspirados en la gramática cinematográfica, stacchi (viñeta tras viñeta) de campos largos, tomados desde lo alto, en tomas en que la cámara (puramente ideal) encuadra a los personajes a través del motivo formado por el brazo de un personaje colocado en primerísimo plano. Ahora bien, todos estos artificios de estilo son empleados sin ninguna referencia a las necesidades de la narración, a puro título sensacionalista, y no sólo esto, sino que la narración exhibe un repertorio de situaciones banales, de sentimientos bajamente elementales, de soluciones narrativas fatigantes. Tenemos, pues, aquí el caso claro de una aparente novedad gráfica puesta al servicio de una auténtica banalidad. Más interesantes son los casos en que la absoluta novedad gráfica sirve de vehículo a contenidos política y socialmente conformistas (el artificio modernista utilizado como instrumento retórico con fines de poder); los casos en que el dibujo de tipo tradicional sirve de vehículo a contenidos tradicionalistas; los casos en que el dibujo nuevo y original se transforma en instrumento perfectamente amalgamado de una exposición de rotura, y así sucesivamente[37].

Con todo lo antedicho se proponen una serie de investigaciones posibles (cada una de las cuales podría constituir tema para un seminario universitario), mediante las cuales se podrían aportar elementos de discusión a un debate sobre la cultura de masas que tuviese en cuenta sus medios expresivos, la forma en que se utilizan, el modo en que se disfrutan, el contexto cultural en que quedan inseridos, el transfondo político o social que les otorga carácter y función.