ESTRUCTURA DEL MAL GUSTO

El mal gusto sufre igual suerte que la que Croce consideraba como típica del arte: todo el mundo sabe perfectamente lo que es, y nadie teme individualizarlo y predicarlo, pero nadie es capaz de definirlo. Y tan difícil resulta dar una definición de él que para establecerla se recurre no a un paradigma, sino al juicio de los spoudaioi, de los expertos, es decir, de las personas de gusto, sobre cuyo comportamiento se establecen las bases para definir, en precisos y determinados ámbitos de costumbres, lo que es de buen y de mal gusto.

En ocasiones su reconocimiento es instintivo, deriva de la reacción indignada ante cualquier manifiesta desproporción, ante algo que se considera fuera de lugar: como una corbata verde en un traje azul, o una observación importante hecha en ambiente poco propicio (y aquí el mal gusto, en el plano del vestir, se convierte en gaffe y falta de tacto), o una expresión enfática no justificada por la situación: «Se podía ver latir con violencia el corazón de Luis XVI bajo el encaje de la camisa…». «Juana, herida [en su orgullo], pero conteniendo la sangre como el leopardo herido por una lanzada…» (son dos frases de una antigua traducción italiana de Dumas). En estos casos, el mal gusto se caracteriza por una ausencia de medida, y quizás puedan establecerse las reglas de dicha «medida», admitiendo que varían según las épocas y la cultura.

Por otra parte, ¿cabe mayor sensación instintiva de mal gusto que la que nos producen las esculturas funerarias del Cementerio Monumental de Milán? ¿Y cómo podríamos acusar de falta de mesura a estas correctas imitaciones canovianas, que representan una y otra vez el Dolor, la Piedad, la Fama o el Olvido? Debemos reconocer que, formalmente, no se les puede atribuir una carencia de medida. Y que, por tanto, si subsiste la mesura en el objeto, la desmesura será histórica (está fuera de medida hacer Canovas en pleno siglo XX), o circunstancial (las cosas en lugar equivocado: pero ¿está fuera de medida elevar estatuas al Dolor en un lugar como un cementerio?), o —y ahora nos vamos acercando al meollo de la cuestión— estará fuera de medida prescribir a los dolientes, mediante la contemplación de estatuas, una forma y una intensidad de dolor, en lugar de dejar al gusto y al humor de cada cual la posibilidad de articular los más íntimos y auténticos sentimientos.

Y he aquí que, con esta última sugerencia, nos hemos aproximado a una nueva definición del mal gusto, que parece la más acreditada y que no tiene en cuenta la referencia a una medida (aunque sólo aparentemente, y volveremos a ello en los párrafos siguientes): y es la definición del mal gusto, en arte, como prefabricación e imposición del efecto.

La cultura alemana, quizá para ahuyentar un fantasma que la obsesiona intensamente, ha elaborado con mayor esfuerzo una definición de este fenómeno, y lo ha resumido en una categoría, la del Kitsch, tan precisa, que esta misma palabra, al resultar intraducible, ha tenido que ser incorporada a las restantes lenguas[38].

Estilística del Kitsch

«Susurra a lo lejos el mar y en el silencio encantado el viento mueve suavemente las rígidas hojas. Una túnica opaca de seda, recamada de blanco marfil y oro, se agita sobre su cuerpo y permite dejar al descubierto su suave cuello sinuoso, sobre el que reposan unas trenzas color fuego. No había aún penetrado la luz en la solitaria estancia de Brunilda —las palmeras se alzaban como sombras oscuras y fantasmales sobre los delicados jarrones de porcelana china: en el centro blanqueaban los cuerpos marmóreos de las estatuas antiguas, como fantasmas, y sobre las paredes se entreveían apenas los cuadros, en sus anchos marcos de oro de apagados reflejos. Brunilda estaba sentada ante el piano y recorría con sus ágiles manos el teclado, sumergida en un dulce ensueño. Surgía del instrumento un mortecino largo, como surge el velo de humo de las cenizas incandescentes y revolotea en extraños giros, alejándose de la llama. Lentamente, la melodía ascendía, estallaba en potentes acordes, volvía a sí misma con voces infantiles, suplicantes, encantadas, increíblemente suaves, con coros de ángeles, y susurraba sobre bosques nocturnos y quebradas solitarias, amplia, apasionada, bajo las estrellas, en torno a cementerios campestres abandonados. Se abren prados claros, las primaveras juegan con figuras legendarias, y ante los otoños está sentada una anciana, una mujer perversa, en torno a la cual van cayendo las hojas. Llegará el invierno, grandes ángeles deslumbrantes, que no hollarán la nieve, altos como el cielo, se inclinarán sobre los pastores, y cantarán con ellos la gloria del fabuloso niño de Belén.

El encanto celeste, ahíto de los secretos de la Santa Navidad, teje alrededor de los campos invernales que duermen en la más profunda paz, una maravilla, como si se oyesen a lo lejos las notas de un arpa, estremeciéndose con los rumores del día, como si el secreto mismo de la tristeza cantase su origen divino. Y, fuera, el viento nocturno acaricia con sus suaves manos la casa de oro, y las estrellas vagan por la noche invernal».

El fragmento que acabamos de reproducir constituye un maligno pastiche elaborado por Walther Killy[39], utilizando fragmentos de autores alemanes; cinco productores famosos de mercancía literaria de consumo, más un outsider que, lamentamos tener que decirlo, es Rilke. Observa Killy que los orígenes de la composición del fragmento son difícilmente justificables, porque la característica constante de los varios trozos de que se compone es el propósito de provocar un efecto sentimental, es decir, de ofrecerlo ya provocado y comentado, ya confeccionado, de modo que el contenido objetivo de la anéctoda (¿el viento en la noche?, ¿una muchacha sentada al piano?, ¿el nacimiento del Redentor?) sea menos importante que la Stimmung básica. El intento primordial es crear una atmósfera lírica, y para conseguirlo los autores utilizan expresiones ya cargadas de forma poética, o elementos que posean en sí una capacidad de noción afectiva (viento, noche, mar, etcétera). A veces, sin embargo, los autores no se fían de la capacidad evocadora de las simples palabras; y la aumentan con palabras accesorias, de modo que el efecto, caso de que tendiese a perderse, quede reiterado y garantizado. Así, al silencio en que susurra el mar, por si pudiera prestarse a equívocos, se le añade el calificativo de «encantado»; de las manos del viento, por si fuera insuficiente lo de «suaves», se dice que «acarician», y la casa sobre la que vagan las estrellas será «de oro».

Killy insiste mucho, además de sobre la técnica de la reiteración del estímulo, en el hecho de que éste debe ser absolutamente fungible: y la observación podría ser entendida en términos de redundancia. El fragmento que hemos reproducido posee todas las características del mensaje redundante; en él un estímulo ayuda a otro por medio de la repetición y la acumulación, porque cada uno de los símbolos aislados, en cuanto ya sometido, por antigua tradición lírica, a desgaste, corre el riesgo de consumirse, y por ello debe ser reafirmado con otra forma.

Los verbos (susurra, agita, vuela, vaga) contribuyen además a reafirmar el carácter «líquido» del texto, condición de su «lirismo», de modo que en todas y cada una de las fases del escrito prevalece el efecto momentáneo, destinado a extinguirse en la fase sucesiva (que, por suerte, lo reintegra).

Killy recuerda que incluso los más grandes poetas han sentido necesidad de recurrir a la evocación lírica, a veces insertando versos en el transcurso de una narración, como Goethe, para revelar de pronto un rasgo esencial de la anécdota que el relato, articulado por formas lógicas, sería incapaz de expresar. Pero en el Kitsch, el cambio de registro no asume funciones de conocimiento, interviene sólo para reforzar el estímulo sentimental, y en definitiva la inserción episódica se convierte en norma.

Articulándose pues como una comunicación artística en la que el proyecto fundamental no es el involucrar al lector en una aventura de descubrimiento activo sino simplemente obligarlo con fuerza a advertir un determinado efecto —creyendo que en dicha emoción radica la fruición estética—, el Kitsch se nos presenta como una forma de mentira artística, o, como dice Hermann Broch, «un mal en el sistema de valores del arte… La maldad que supone una general falsificación de la vida»[40].

Siendo el Kitsch un Ersatz, fácilmente comestible, del arte, es lógico que se proponga como cebo ideal para un público perezoso que desea participar en los valores de lo bello, y convencerse a sí mismo de que los disfruta, sin verse precisado a perderse en esfuerzos innecesarios. Y Killy habla del Kitsch como un típico logro de origen pequeñoburgués, medio de fácil reafirmación cultural para un público que cree gozar de una representación original del mundo, cuando en realidad goza sólo de una imitación secundaria de la fuerza primaria de las imágenes.

En este sentido, Killy se incorpora a toda una tradición crítica, que desde Alemania se ha ido extendiendo a los países anglosajones, tradición que, definido el Kitsch en estos términos, lo identifica con la forma más aparente de una cultura de masas y de una cultura media, y, por tanto, de una cultura de consumo.

Por otra parte, el mismo Broch insinúa la sospecha de que, sin unas gotas de Kitsch, quizá no pudiera existir ningún tipo de arte. Y Killy se pregunta si la falsa representación del mundo que nos ofrece el Kitsch es verdadera y únicamente una mentira, o si satisface una insoslayable exigencia de ilusiones alimentada por el hombre. Y cuando define el Kitsch como hijo natural del arte, nos deja la sospecha de que, para la dialéctica de la vida artística y del destino del arte en la sociedad, sea esencial la presencia de este hijo natural, que «produce efectos» en aquellos momentos en que sus consumidores desearían, de hecho, «gozar de los efectos», y no entregarse a la más difícil y reservada operación de una fruición estética compleja y responsable. En argumentaciones de este género se halla siempre presente, por otra parte, una asunción histórica del concepto de arte; y en realidad, bastaría pensar en la función que el arte ha desempeñado en otros contextos históricos, para darnos cuenta del hecho de que una obra tienda a provocar un efecto, no implica necesariamente su exclusión del reino del arte. En realidad, en la perspectiva cultural griega, el arte tenía la función de provocar efectos psicológicos, y tal era la misión de la música y de la tragedia, si damos crédito a Aristóteles. Que después sea posible, en aquel ámbito, extraer una segunda acepción del concepto de disfrute estético, entendido éste como captación de la forma en que se ha realizado el efecto, constituye otro problema. Es evidente que, en determinadas sociedades, el arte se integra de modo tan profundo en la vida cotidiana, que su función primaria consiste en estimular determinadas reacciones, lúdicas, religiosas, eróticas, y en estimularlas bien. Como máximo, se podrá, en segunda instancia, evaluar «hasta qué punto bien»; pero la función primaria sigue siendo el estímulo de los efectos.

Este estímulo del efecto se convierte en Kitsch en un contexto cultural donde el arte sea considerado no como técnica inherente a una serie de operaciones diversas (que es la noción griega y medieval), sino como forma de conocimiento, operada mediante una formatividad en sí misma, que permita una contemplación desinteresada. En este caso, toda operación que tienda, con medios artísticos, a fines heteronómicos, cae dentro de la rúbrica más genérica de una artisticidad que actúa en varias formas, pero que no debe confundirse con el arte. El modo de hacer apetecible un plato podrá ser producto de cierta habilidad artística, pero el plato, efecto de artisticidad, no puede ser considerado como arte en el sentido más noble de la palabra, ya que no es disfrutable por el simple gusto de formar que en él se manifiesta, sino que es ante todo deseable por su comestibilidad[41].

Pero, llegados a este punto, ¿qué es lo que nos autoriza a decir que un objeto, en el que se manifiesta una artisticidad dirigida hacia fines heterónomos, sea, precisamente por esto, «de mal gusto»?

Un vestido femenino que, con artesana sabiduría, logre hacer resaltar las gracias y encantos de la que lo lleva puesto no es un producto del mal gusto (lo es, si fuerza la atención del que lo mira sobre determinados aspectos más vistosos de la persona que lo lleva; pero en tal caso no pone de relieve los encantos complejos de la mujer, sino que desequilibra su personalidad, reduciéndola a simple soporte de un aspecto físico particular). Por ello, si la provocación del efecto no caracteriza, por sí sola, al Kitsch, tiene que intervenir algo más para constituir el fenómeno. Y este algo emerge del mismo análisis de Killy, cuando queda perfectamente claro que el fragmento que él examina tiende a proponerse como fragmento artístico. Y tiende a presentarse como obra de arte, precisamente porque emplea modos expresivos que, por tradición, suelen verse utilizados en obras de arte, reconocidas como tales por la tradición. El fragmento reproducido es Kitsch, no sólo porque estimula efectos sentimentales, sino porque tiende continuamente a sugerir la idea de que, gozando de dichos efectos, el lector está perfeccionando una experiencia estética privilegiada.

Y, en consecuencia, no intervienen solamente, para caracterizarlo como Kitsch, los factores lingüísticos internos al mensaje, sino también la intención con la que el autor lo «vende» al público, no la intención con la que el público lo recibe. En este caso, tiene razón Broch cuando recuerda que el Kitsch no hace tanto referencia al arte, como a un comportamiento vital, puesto que el Kitsch no podría prosperar si no existiera un Kitsch-Mensch, que necesita una forma tal de mentira para reconocerse en ella. Entonces, el consumo del Kitsch aparecería en toda su fuerza negativa como una continua mixtificación, como una fuga de la responsabilidad que la experiencia del arte impone. Como afirmaba el teólogo Egenter, el Padre de la Mentira usaría el Kitsch para alejar a las masas de la salvación, juzgándolo más eficaz, en su forma mixtificadora y consoladora, que los mismos escándalos, los cuales al menos despertarán siempre, surgiendo de la plenitud de su energía negativa, la defensa moral de los virtuosos[42].

Kitsch y cultura de masas

Si se admite que una definición del Kitsch podría ser comunicación que tiende a la provocación del efecto, se comprenderá que, espontáneamente, se haya identificado el Kitsch con la cultura de masas; enfocando la relación entre cultura «superior» y cultura de masas, como una dialéctica entre vanguardia y Kitsch.

La industria de la cultura, destinada a una masa de consumidores genérica, en gran parte extraña a la complejidad de la vida cultural especializada, se ve obligada a vender «efectos ya confeccionados», a prescribir con el producto las condiciones de utilización, con el mensaje las reacciones que éste debe provocar. En el prólogo hemos hecho mención de las primeras publicaciones populares cinquecento, donde la técnica de la solicitación emotiva emerge como principal e indispensable característica de un producto popular que intenta adecuarse a la sensibilidad de un público medio y estimular la salida comercial: de los titulares de las estampas populares a los de los periódicos actuales, el procedimiento sigue siendo el mismo. Por consiguiente, mientras la cultura media y popular (ambas producidas a nivel más o menos industrializado, y cada día más elevado) no venden ya obras de arte, sino sus efectos, los artistas se sienten impulsados por reacción a insistir en el polo opuesto: a no sugerir ya efectos, ni a interesarse ya en la obra, sino en el «procedimiento que conduce a la obra».

Con fórmula feliz, Clement Greenberg ha afirmado que, mientras la vanguardia (entendiendo por ésta, en general, el arte en su función de descubrimiento e invención) imita el acto de imitar, el Kitsch (entendido como cultura de masas) imita el efecto de la imitación. Picasso pinta la causa de un efecto posible, un pintor oleográfico como Repin (muy estimado por la cultura oficial soviética del período estaliniano) pinta el efecto de una causa posible. La vanguardia en el arte pone en evidencia los procedimientos que conducen a la obra, y elige éstos como objeto; el Kitsch pone en evidencia las reacciones que la obra debe provocar, y elige como finalidad de la propia operación la preparación emotiva del fruidor[43]. Semejante definición nos remite en el fondo a aquella toma de conciencia, adquirida ya por la crítica contemporánea, para la cual, desde los románticos hasta nuestros días, la poesía se ha ido especificando más y más como discurso en torno a la poesía y a las posibilidades de una poesía, y para la cual actualmente las poéticas pueden llegar a ser más importantes que la obra, no siendo ésta otra cosa que un continuo razonar sobre la propia poética, o mejor la poética misma[44].

No obstante, lo que en Greenberg no aparece claro, es que el Kitsch no nace como consecuencia de una elevación de la cultura de élite a niveles cada vez más altos; el proceso es completamente inverso. La industria de una cultura de consumo, dirigida a la provocación de efectos, nace, como hemos visto, antes del mismo invento de la imprenta. Cuando esta cultura popularizante se difunde, el arte producido por las élites sigue unido a la sensibilidad y al lenguaje común de una sociedad. Es precisamente cuando la industria de consumo se va afirmando, al tiempo que la sociedad se ve invadida por mensajes comestibles y consumibles sin fatiga, que los artistas empiezan a observar una vocación distinta. Es precisamente en el momento en que las novelas populares satisfacen las exigencias de evasión y de presunta elevación cultural del público, en el momento en que la fotografía se revela como elemento utilísimo para asumir las funciones celebrativas y prácticas que en otro tiempo debía asumir la pintura, cuando el arte empieza a elaborar el proyecto de una «vanguardia» (aunque no se utilice todavía este término). Para muchos, el momento culminante de la crisis debe situarse hacia la mitad del siglo pasado, y es evidente que cuando Nadar consigue, con óptimos resultados, satisfacer a un burgués deseoso de eternizar sus propias facciones para disfrute de sus descendientes, el pintor impresionista puede aventurarse al experimento en plein air, pintando no ya aquello que, por percepción, creemos ver, sino el mismo procedimiento perceptivo por el cual, actuando con los fenómenos físicos de la luz y la materia, desarrollamos el acto de la visión[45]. No es una casualidad que la problemática de una poesía sobre la poesía aparezca en los albores del siglo XIX: el fenómeno de la cultura de masas se manifestó ya con anterioridad, siendo el periodismo y la narrativa popular del XVIII clara prueba de ello, y los poetas fueron probablemente, al menos en este caso, unos visionarios excelentes, poniéndose a cubierto antes de que la crisis se hiciera macroscópica.

Ahora bien, si como sugeríamos antes, el Kitsch representara únicamente una serie de mensajes emitidos por una industria de la cultura para satisfacer determinadas demandas, pero sin pretender imponerlos por medio del arte, no subsistiría una relación dialéctica entre vanguardia y Kitsch. Y alguien ha afirmado que querer entender la cultura de masas como una subrogación del arte, constituye un equívoco que desplaza los verdaderos términos de la cuestión. De hecho, si se piensa en las comunicaciones de masas como circulación intensa de una red de mensajes que la sociedad contemporánea experimenta la necesidad de emitir por una serie compleja de finalidades, la última de las cuales es la satisfacción del gusto, no se hallará ya relación alguna y ninguna contradicción escandalosa entre el arte y la comunicación radiofónica de noticias, la persuasión publicitaria, la señalización viaria, o las entrevistas en la televisión con el primer ministro[46]. De hecho, incurren en equívocos de esta índole aquellos que, por ejemplo, pretenden elaborar «estéticas» de la televisión, sin distinguir entre la televisión como vehículo genérico de información, servicio, y la televisión como vehículo específico de una comunicación con finalidad artística. ¿Qué sentido tiene dictaminar que sea de buen gusto o no el estimular un efecto emotivo, cuando se habla de un cartel de la carretera por el que se invita a los conductores a ser prudentes, o de un cartel publicitario que debe estimular a los compradores a realizar determinada elección? El problema es muy otro: en el caso del cartel publicitario es moral, económico o político (atañe a la licitud de una presión psicológica con fines de lucro), en el caso del cartel de la carretera se trata de un problema pedagógico y civil (necesidad de recurrir a una presión psicológica para una finalidad admitida por toda la sociedad, indispensable al especial estado psíquico en el que se halla el que conduce, menos sensible a solicitaciones de orden racional y más fácilmente estimulable a nivel emotivo).

No obstante, si el problema de las comunicaciones de masas se plantea asimismo, y sobre todo, bajo este punto de vista, que prescinde de toda valoración estética, nos encontraremos con que subsiste, y de modo intenso, el problema de una dialéctica entre vanguardia y Kitsch. No solamente surge la vanguardia como reacción a la difusión del Kitsch, sino que el Kitsch se renueva y prospera aprovechando continuamente los descubrimientos de la vanguardia. Así ésta, por un lado, al estar funcionando a pesar suyo como taller experimental de la industria cultural, reacciona contra esto intentando elaborar continuamente nuevas propuestas eversivas —y es éste un problema que compete a un estudio sobre la suerte y la función del vanguardismo en el mundo contemporáneo—, mientras que la industria de cultura de consumo, estimulada por las propuestas de la vanguardia, produce ininterrumpidamente obras de mediación, de difusión y adaptación, prescribiendo una y otra vez, en formas comerciales, cómo demostrar el debido efecto ante modos de formar que originariamente pretendían ser reflejados sólo sobre las causas.

En este sentido, la situación antropológica de la cultura de masas se configura como una continua dialéctica entre propuestas innovadoras y adaptaciones homologadoras, las primeras continuamente traicionadas por las segundas: con la mayoría del público que disfruta de las segundas, creyendo estar disfrutando de las primeras.

La Midcult

No obstante, planteada en estos términos, la dialéctica es demasiado sencilla. Teóricamente, la formulación del problema parece persuasiva, pero examinemos en la práctica cómo pueden configurarse algunos casos concretos. Tomemos como nivel mínimo de una cultura de masas la producción de lámparas votivas funerarias, de figuritas representando marineros u odaliscas, de historietas de aventuras, de novelas policíacas, o de películas del Oeste de baja categoría. En tal caso, tendremos un mensaje que procura producir un efecto (de excitación, de evasión, de tristeza, de alegría, etc.) y que asume los procedimientos formativos del arte. Y muchas veces, si los autores son artesanamente capaces, tomarán prestados de la cultura de propuesta elementos nuevos, soluciones particularmente inéditas; en el ensayo siguiente («Lectura de “Steve Canyon”») veremos que un dibujante de historietas sumamente comerciales puede utilizar las más elaboradas técnicas cinematográficas. Con todo, el que emite el mensaje no pretende que el que lo recibe lo interprete como obra de arte; no quiere que los elementos tomados en préstamo a la vanguardia artística sean visibles y gozables como tales. Los utiliza sólo porque los ha considerado funcionales. El innoble modelador de odaliscas de yeso o de mayólica, podrá más o menos confusamente captar los ecos de una tradición decadente, experimentar la fascinación de arquetipos que van desde la Salomé de Beardsley a la de Gustave Moreau, y podrá pretender que la referencia sea explícita para el comprador. Y éste, por su parte, podrá colocar la estatuilla sobre un mueble del comedor como un acto de promoción cultural, de ostentación de gusto, de estímulo para satisfacciones presuntamente cultas… Pero cuando Depero utiliza los procedimientos futuristas para dibujar los carteles anunciadores de los productos Campari, o un compositor de Timpan Alley toma prestado el tema beethoveniano de Para Elisa para componer un bailable, la utilización del producto culto tiene por finalidad un consumo que nada tiene que ver con la presunción de una experiencia estética. Como máximo, el consumidor del producto, al consumirlo, entrará en contacto con modos estilísticos que han conservado algo de su nobleza originaria, pero de los cuales lo ignora todo: aprecia solamente la presentación formal, la eficacia funcional, gozando así de una experiencia estética que no pretende, empero, sustituir otras experiencias «superiores». En este punto, el problema sigue planteado a otros niveles (licitud de la publicidad, función pedagógica o social del baile), pero la problemática de Kitsch queda excluida. Nos hallamos ante productos de masas que tienden a la provocación de efectos, pero que no se presentan como sustitutivos del arte.

De esto se han dado cuenta, más o menos confusamente, los más agudos críticos de la cultura de masas. Estos críticos han relegado los productos «funcionales» al mero estado de fenómenos indignos de análisis (dado que nada tienen que ver con la problemática estética, carecen de interés para el hombre culto), y por otra parte se han dedicado a definir otro nivel de consumo cultural, el «medio». Para MacDonald, la cultura de masas de nivel inferior, la Masscult, tiene por lo menos, en su trivialidad, una razón histórica profunda, una peculiar fuerza selvática, similar a la del capitalismo primitivo descrito por Marx y Engels, y en su dinamismo traspasa las barreras de clase, las tradiciones de cultura, las diferenciaciones del gusto, instaurando una discutible, deprecable, pero homogénea y democrática comunidad cultural (en otras palabras, la Masscult, aunque aprovechando estándares y modos de la vanguardia, en su irreflexivo funcionalismo no se plantea el problema de una referencia a la cultura superior, y tampoco se lo plantea a la masa de consumidores).

Muy diferente es el caso de la Midcult, hija bastarda de la Masscult, que se nos aparece como «una corrupción de la Alta Cultura», que, de hecho, se halla sujeta a los deseos del público, como la Masscult, pero que aparentemente invita al fruidor a una experiencia privilegiada y difícil. Para comprender lo que MacDonald entiende por Midcult, vale la pena seguirlo en su maligno y sabroso análisis de El viejo y el mar, de Hemingway[47].

Dentro de la misma producción de Hemingway es posible seguir una dialéctica entre vanguardismo y Kitsch. Desde un período en que sus escritos constituían auténticos instrumentos de descubrimiento de la realidad, a otro en que esos mismos escritos se mantienen inalterados en apariencia, pero de hecho se doblegan ante las exigencias de la comestibilidad exigida por un público medio que desea gustar las obras de un escritor tan excitante. MacDonald reproduce el principio de uno de los primeros cuentos, The Undefeated, la historia de un torero «acabado», escrita en los años veinte.

«Manuel García subió las escaleras hasta la oficina de don Miguel Retana. Dejó en el suelo la maleta y llamó a la puerta. Nadie le respondió. Manuel, de pie en el descansillo, tuvo no obstante la impresión de que dentro había alguien. Lo notaba a través de la puerta».

Es el característico «estilo Hemingway». Pocas palabras, una situación planteada a través de comportamientos. Así presentado, el tema es el de un hombre acabado, que se apresta a librar la última batalla. Pasemos ahora a los primeros párrafos de El viejo y el mar, en los que se hace, asimismo, la presentación de un hombre acabado que se dispone a entablar la última batalla:

«Era un viejo que pescaba solo, en una barca de vela, en la Corriente del Golfo, y llevaba ya ochenta y cuatro días sin lograr pesca alguna. Durante los primeros cuarenta días, le había acompañado un muchacho, pero una vez transcurridos cuarenta días sin pescar un solo pez, los padres del muchacho le dijeron que el viejo debía ser, evidente y definitivamente, un salao, que es la peor forma de desgracia, y el muchacho obedeciendo a sus padres le había abandonado para ir a trabajar en otra embarcación que capturó tres hermosos peces durante la primera semana. Era triste para el muchacho ver llegar todos los días al viejo con su barca vacía, y acudía a ayudarle a transportar los sedales, o los bicheros y los arpones, y a arriar la vela izada en el mástil. La vela estaba remendada con trozos de sacos de harina y cuando estaba izada, parecía la bandera de una derrota perenne».

MacDonald hace observar que el fragmento está escrito en la prosa pseudobíblica usada por Pearl S. Buck en La buena tierra («un estilo que parece ejercer una maligna fascinación sobre los midbrows»), con una gran abundancia de «y, y, y», que sustituyen el normal uso de las comas, con lo que se pretende conferir al conjunto la cadencia de un poema antiguo. Los personajes se mantienen envueltos en un aura de generalización (el Muchacho, el Viejo), en la que serán dejados hasta el fin, precisamente para subrayar la impresión de que no se trata de individuos, sino de Valores Universales, y, por tanto, a través de ellos, el lector está disfrutando de una experiencia de orden filosófico, una revelación profunda de la realidad. The Undefeated tiene 57 páginas, El viejo y el mar tiene 140, pero se tiene la impresión de que en el primero se dice menos de lo que sucede, y en el segundo, lo contrario. La segunda narración no sólo discurre continuamente por los límites de la falsa universalidad, sino que pone en obra aquello que MacDonald llama una «constant editorializing» (y que no es otra cosa que colocar la publicidad del producto en el producto mismo, como habíamos señalado al hablar de la «obra bella y tranquila» del danés Ugieri). En determinado momento, Hemingway pone en labios del protagonista la frase «soy un viejo extraño», y MacDonald comenta despiadadamente: «No lo digas, viejo, pruébalo». Es evidente, pues, lo que encuentra un lector de tipo medio en una narración de este género: los modos externos de un Hemingway primigenio (de un Hemingway indigesto y alejado) pero diluidos, retirados hasta ser asimilados. La hipersensibilidad de Manuel García, acostumbrado ya a la mala suerte, es sugerida, representada por aquel notar la presencia hostil del empresario invisible, a pesar de estar la puerta cerrada; la mala suerte del viejo es presentada al lector estimulando su hipersensibilidad con el agitar ante sus ojos, sin que él se conmueva, aquella vela que parece «la bandera de una perenne derrota» (hermana de leche del silencio encantado, y de los suaves reflejos, de la habitación de Brunilda). Quiero dejar en claro que el lector medio no advertiría plenamente la fuerza persuasiva de esta vela-estandarte, si una metáfora semejante no le trajese confusamente a la memoria metáforas análogas, nacidas en otros contextos poéticos, pero insertas ya en la tradición literaria. Establecido el cortocircuito mnemónico, demostrada la impresión, y la impresión de que la impresión es «poética», el juego está hecho. El lector está convencido de haber consumido arte, y de haber visto cara a cara, a través de la Belleza, la Verdad. Por ello Hemingway es, verdaderamente, un autor para todos, y será merecedor del Premio Nobel (que, como sugiere MacDonald, no por azar fue concedido también a Pearl S. Buck).

Hay representaciones de la condición humana en las que dicha condición es llevada a unos límites tales de generalidad, que todo cuanto se aprende respecto a ella es aplicable a todo, y a nada. El hecho de que la información sea dada disfrazándola de Experiencia Estética, reafirma su sustancial falsedad. Vuelven a la mente los comentarios de Broch y de Egenter sobre la mentira y la vida reducida a mentira. Realmente, en estos casos, la Midcult adopta la forma de Kitsch, en su más plena acepción, asume funciones de simple consuelo, se convierte en estímulo de evasiones acríticas, y se reduce a ilusión comercializable.

Pero, si aceptamos el análisis de MacDonald, debemos advertir que el problema se desdibuja, precisamente merced a sus penetrantes intuiciones. Porque, en este caso, la Midcult manifiesta ciertas características que no siempre aparecen, como en este caso, juntas. El fragmento citado constituye un ejemplo de Midcult porque: 1) toma prestados procedimientos de la vanguardia, y los adapta para confeccionar un mensaje comprensible y disfrutable por todos; 2) emplea tales procedimientos cuando son ya notorios, divulgados, sabidos, consumados; 3) construye el mensaje como provocación de efectos; 4) lo vende como arte; 5) tranquiliza al consumidor, convenciéndole de haber realizado un encuentro con la cultura, de forma que no se plantee otras inquietudes.

Ahora bien, estas cinco condiciones, se hallan en todos los productos de la Midcult, ¿o en este caso se unen en una síntesis especialmente insidiosa? Si falta una de dichas condiciones, ¿sigue habiendo Midcult? El propio MacDonald, al exponer otros ejemplos de Midcult, parece dudar entre diversas acepciones, que excluyen uno o más de los cinco puntos citados. Así, es considerada Midcult la Revised Standard Version of the Bible, publicada bajo los auspicios de la Yale Divinity School, versión que «destruye uno de los más grandes monumentos de la prosa inglesa, la versión del Rey Jacobo, para hacer más “claro y significativo el texto para el público moderno”, que es algo así como derruir la abadía de Westminster para construir, con sus fragmentos una nueva Disneylandia». Y en este caso es evidente que lo que realmente interesa a MacDonald es el hecho estético, mientras demuestra escasísimo interés por el problema de un acercamiento del público medio a las Sagradas Escrituras (proyecto que, caso de reconocerse su necesidad, justifica suficientemente lo realizado por la Yale Divinity School). En este caso, la Midcult se identifica con la divulgación (punto 1) que es en sí, pues, mala.

Es Midcult el «Club del Libro del Mes», por el hecho de que divulga obras «medias» al estilo de Pearl S. Buck, y también porque vende como arte cosas que son únicamente mercancías de consumo (puntos 4 y 5). Es también Midcult Nuestra ciudad de Wilder, que emplea una característica tomada de la vanguardia, el efecto brechtiano de extrañamiento, con fines consoladores e hipnóticos, y no para envolver al espectador en un proceso crítico (punto 3). Y también aparecen como ejemplos de Midcult los productos de un design medio, que divulga, en objetos de uso común, los antiguos descubrimientos de la Bauhaus (punto 2), y aquí no vemos por qué molesta al crítico tal hecho, ya que los proyectistas de la Bauhaus proyectaban precisamente unas formas de común utilización que hubieran debido difundirse a cualquier nivel social. Está claro que, a propósito de los objetos de design, la polémica podría centrarse en el hecho de que dichos modelos adquirirían un sentido, en la intención de los proyectistas, únicamente hallándose insertos en un contexto urbanístico y social profundamente transformado; y que, realizados como simple instrumento de consumo, separados de su contexto ideal, expresan un significado mucho más pobre. Pero vaga sobre MacDonald la sospecha de que lo que le indigna es el simple hecho de la divulgación. Lo cierto es que para él la dialéctica entre vanguardia y producto medio se plantea en una forma bastante rígida y unidireccional (el paso entre Alto y Medio es una entropía constante…), y en su estudio las razones del arte «superior» no son nunca puestas en duda. En otras palabras, no se plantea nunca la cuestión de si muchas de las operaciones de vanguardia han estado privadas de razones históricas profundas, o de si tales razones no deben ser buscadas, precisamente, en la relación entre vanguardismo y cultura media. La vanguardia, el arte «superior», son para él sin reservas el reino de los valores. Y nos induce a pensar que cualquier tentativa de extender, mediatizar sus resultados, se convierte automáticamente en algo malo, porque el hombre medio, el ciudadano de la civilización industrial contemporánea, es irrecuperable; que los modos formativos de la vanguardia se hacen sospechosos en cuanto llegan a ser comprendidos por los más. Y surge entonces la duda de si para el crítico el criterio de valor será la no difusión y la no difusionabilidad, con lo que la crítica de la Midcult aparece como una peligrosa iniciación al juego del in y del out, para el cual apenas algo, que en principio está reservado a los happy few, es apreciado y deseado por muchos, escapa al grupo de las cosas de valor[48]. En tal caso, el criterio esnob se coloca en lugar del análisis crítico, la obsecuencia a las exigencias de las masas, aun en sentido opuesto, pesan sobre el gusto y la capacidad de juicio del crítico, que corre el peligro de verse condicionado precisamente por aquel público medio al que detesta. El crítico no amará, es cierto, lo que ama el público medio, pero en compensación aborrecerá aquello que éste ama. En un sentido o en otro, corresponde todavía al público medio el dictar las leyes, y el crítico aristocrático es víctima de su propio juego.

El peligro consiste en que de una sociología estética del consumo de las formas se derive una presunción esnob: que los modos de formar, las expresiones, las metáforas, se consumen, es un hecho comprobado, pero ¿quién establece el criterio con que juzgar el umbral del consumo? ¿Por qué una determinada línea de carrocería de automóviles se consume? ¿Y por qué no? La diferencia entre sensibilidad crítica y tic esnob se hace mínima: la crítica de la cultura de masas se convierte, en tal caso, en el último y más refinado producto de la cultura de masas, y el refinado que hace aquello que los otros no hacen aún, espera en realidad el «hacer» de los demás para hacer él algo distinto. Abandonada a los humores individuales, al paladar particular, a la valoración de las costumbres, la crítica del gusto se convierte en un juego estéril, capaz de procurarnos emociones agradables, pero de decirnos muy poco sobre los fenómenos culturales de una sociedad en su conjunto. Buen gusto y mal gusto se hacen categorías extraordinariamente frágiles, que pueden no ser útiles para definir el funcionalismo de un mensaje que probablemente asume muchas otras funciones dentro del contexto de un grupo o de la sociedad entera. La sociedad de masas es tan rica en determinaciones y posibilidades, que se establece en ella un juego de mediaciones y rebotes, entre cultura de descubrimientos, cultura de estricto consumo y cultura de divulgación y mediación, difícilmente reducible a las definiciones de lo bello y lo Kitsch.

En muchas de esas condenas del gusto masificado, en esos llamamientos desalentados a una comunidad de fruidores dedicados únicamente a descubrir las bellezas contenidas secretamente en el mensaje reservado al gran arte, o al arte inédito, no se concede nunca un espacio al consumidor medio (a cada uno de nosotros en cuanto a consumidor medio) que al final de la jornada busca en un libro o en una película el estímulo de alguno de los efectos fundamentales (un estremecimiento, una risa, algo patético), para restablecer el equilibrio de la propia vida física o intelectual. El problema de una comunicación cultural equilibrada no consiste en la abolición de dichos mensajes, sino en su dosificación, y en evitar que sean vendidos y consumidos como si fueran arte. Pero ¿cuántas veces el mensaje artístico no es usado como estímulo evasivo, cuántas veces el estímulo evasivo no es considerado con ojo crítico, y se convierte en objeto de una concienzuda reflexión?

La comunidad de consumidores de mensajes, en una sociedad de masas, implica una serie de reacciones no fácilmente reconducibles al modelo unitario del hombre-masa. Una investigación psicológica podría explicarnos toda esa variedad. Pero un análisis de la estructura del mensaje en general, en su forma común y en su forma privilegiada de mensaje poético, podrá quizá indicarnos cuál sea la raíz estructural de esta variabilidad de los resultados y de las fruiciones.

Y podrá permitirnos individualizar, en las propias estructuras del mensaje, el resorte de Kitsch (su posibilidad de funcionar como Kitsch) en términos tales que el Kitsch pueda ser definido como una forma de desmedida, de falso organicismo contextual, y por ello, como mentira, como fraude perpetrado no a nivel de los contenidos, sino al de la propia forma de la comunicación.

Estructura del mensaje poético

Provocación de efectos y divulgación de formas consumadas: éstos parecen ser los dos polos fundamentales entre los cuales oscila una definición de la Midcult o del Kitsch. Pero fácil resulta advertir que, en el primer caso, se indica una característica formal del mensaje y, en el segundo, una «fortuna» histórica, una dimensión sociológica.

Existe, evidentemente, un procedimiento para sintetizar ambos puntos, considerándolos como manifestaciones accesorias de una única situación, mucho más seria y grave: cuando Adorno habla de la reducción del producto musical a «fetiche[49]» —y cuando subraya que una especie del género abarca no sólo la innoble cancioncilla de consumo, sino incluso el producto artístico de noble origen, apenas se ha introducido en el circuito de consumo de masas— quiere indicar precisamente que no se trata de saber si al escuchar una composición el consumidor goza de un mensaje dirigido a la pura y simple estimulación de efectos, o si se acepta como experiencia estética original la percepción de formas ya consumidas: nos advierte que, en ambos casos, la relación típica entre hombre masificado y producto artístico comercializado se configura como irreflexiva y no analizable adoración de un objeto fetiche. La música, buena o mala, no es ya percibida en forma analítica, sino que es aceptada en bloque, como algo que es bueno consumir porque el mercado la impone y nos advierte, previamente, que es buena, eximiéndonos de cualquier juicio posterior.

Pero esta actitud es aquella que anteriormente habíamos criticado como improductiva. En realidad, erige al hombre-masa consumidor en un fetiche genérico, y al objeto consumible en otro fetiche no analizable. Hemos puesto de manifiesto que, a nivel de consumo de masas, las actitudes son más diferenciadas que cuanto pretenda una crítica tan radicalmente negativa. Y estamos intentando desplazar el discurso hacia un plano de diferenciación progresiva, con el fin de poder lograr cierto instrumento de análisis. Procuraremos, pues, establecer lo que sucede con un producto indiscutiblemente válido (la Quinta de Beethoven, o La Gioconda) una vez inmerso en un circuito de consumo de masas; y cuál es, en cambio, el mecanismo con el que funciona un producto, inmerso en el mismo circuito, pero construido utilizando elementos elaborados a otros niveles y en otros contextos.

Uno de los puntos de partida podría ser el proporcionado por el enfoque de la obra de arte como estructura, entendiendo esta expresión como sinónimo de forma, y empleándola preferentemente, no sólo porque nos permite relacionarla con otras investigaciones sobre la estructura de la comunicación, sino también porque «forma» podría sugerirnos la noción de un organismo de tipo casi biológico, tan íntimamente conexo en cada una de sus partes que podría resultar indescomponible; mientras que a la noción de estructura va generalmente asociada la idea de una relación entre elementos, por lo que es posible considerar la situación de elementos que, perteneciendo a una estructura, son separados de ella para insertarlos en otros contextos estructurales.

Una obra de arte como estructura constituye un sistema de relaciones entre múltiples elementos (los elementos materiales constitutivos de la estructura-objeto, el sistema de referencias exigido por la obra, el sistema de reacciones psicológicas que la obra suscita y coordina) que se constituye a diversos niveles (nivel del ritmo visual o sonoro, nivel de la intriga, nivel de los contenidos ideológicos coordinados[50]).

El carácter de unidad de esta estructura, lo que constituye su cualidad estética, es el hecho de que, en cada uno de sus niveles, aparece organizada según un procedimiento siempre reconocible, aquel «modo de formar» que constituye el estilo y en el que se manifiesta la personalidad del autor, las características del período histórico, del contexto cultural, de la escuela a la que pertenece la obra[51]. Por tanto, una vez considerada como obra orgánica, la estructura permite que se identifiquen en ella elementos de aquel modo de formar que nosotros llamaremos estilemas. Merced al carácter unitario de la estructura, cada estilema presenta características que lo relacionan con los demás y con la estructura originaria: por lo que de un estilema se puede deducir la estructura completa de la obra, o restituir a la obra mutilada la parte que le falta.

En la medida en que es lograda, una obra de arte hace escuela y genera toda una secuela de imitadores. Por otra parte, puede hacer escuela de dos formas diferentes: la primera consiste en proponerse como ejemplo concreto un modo de formar, inspirándose en el cual otro artista puede también elaborar modos operativos propios y originales; la segunda consiste en ofrecer a toda una tradición de disfrutadores estilemas utilizables incluso por separado del contexto original, pero siempre capaces de evocar, aun en el caso de estar aislados, las características de dicho contexto (si no por otra cosa, a título de estímulo mnemónico, con lo que el que individualiza un estilema calificado en cualquier otro contexto, es llevado instintivamente a evocar el origen, cargando, sin darse cuenta, el nuevo contexto, con una parte de la aprobación que ya se concedía al contexto original).

En esta serie de definiciones hemos introducido, no obstante, una serie de nociones que nos impiden considerar una estructura artística como un conjunto de relaciones internas autosuficientes. Dijimos que la obra coordina todo un sistema de referencias externas (los significados de las palabras significantes de un poema; las referencias naturalísticas de las imágenes de un cuadro, etc.); que coordina un conjunto de reacciones psicológicas de los propios intérpretes; que conduce, a través del propio modo de formar, a la personalidad del autor y a las características de un determinado contexto. Una obra será, pues, un sistema de sistemas, alguno de los cuales no hace referencia a las relaciones formales internas de la obra, sino a las relaciones de la obra con los propios disfrutadores, y a las relaciones de la obra con el contexto histórico cultural en el cual se origina. En este sentido, una obra de arte posee ciertas características comunes con cualquier tipo de mensaje que haya pasado de un autor a un receptor (y que, por lo tanto, no es solamente considerado como hecho autosuficiente, sino que debe ser incluido en un conjunto de relaciones). Examinemos, pues, las características del mensaje comunicativo en general, para establecer, a continuación, las modalidades distintivas de un mensaje artístico. Y, por comodidad, examinemos ante todo la naturaleza del mensaje lingüístico, ya que de la experiencia de este tipo de mensajes derivan las adquisiciones más válidas de una teoría moderna de la comunicación[52]. El mensaje lingüístico constituye, en realidad, un modelo de comunicación que puede ser utilizado para definir otras formas de comunicación.

Los factores fundamentales de la comunicación son el autor, el receptor, el tema del mensaje y el código al que el mensaje se remite.

Incluso en la teoría de la información, la emisión de un mensaje comprensible se basa en la existencia de un sistema de posibilidades previsibles, un sistema de clasificación sobre el cual conferir un valor y un significado a los elementos del mensaje: y este sistema es el código mismo, en cuanto es un conjunto de reglas de transformación, convencionalizadas, de expresión a expresión, y reversibles.

En el mensaje lingüístico, el código está constituido por aquel sistema de instituciones convencionalizadas que conocemos con el nombre de lengua. La lengua, en cuanto código, establece la relación entre un significante y un significado o —si queremos— entre un símbolo y su referencia, o el conjunto de reglas de combinaciones entre los varios significantes[53]. En el interior de una lengua se establecen escalas sucesivas de autonomía por parte del autor del mensaje: «en la combinación de rasgos distintivos en fonemas, la libertad del que habla es nula; el código ha establecido ya todas las posibilidades que pueden ser utilizadas por la lengua en cuestión. La libertad de combinar los fonemas en palabras está circunscrita [y establecida por el léxico] y está limitada a la situación marginal de la creación de palabras. En la formación de las frases partiendo de la palabra, las constricciones del que habla son menores. Por último, en la combinación de las frases en enunciados, la acción de las reglas constrictivas de la sintaxis se detiene y la libertad del que habla se enriquece considerablemente, aunque en la vida corriente sean numerosos los enunciados estereotipados»[54].

Todo signo lingüístico se compone de elementos constituyentes y aparece en combinación con otros signos: es un contexto y se inserta en un contexto. Pero se elige para ser incluido en un contexto a través de una obra de selección entre términos alternativos. Así, cada receptor que deba comprender un mensaje, lo entiende como una combinación de partes constituyentes (frases, palabras, fonemas, que pueden estar combinados o en forma de concatenación o de concurrencia, según se establezcan en un contexto ambiguo o lineal), seleccionadas del repertorio de todas las posibles partes constituyentes, que es el código (y, en el caso en cuestión, la lengua determinada). Por ello, el receptor debe continuamente referir los signos que recibe tanto al código como al contexto[55].

Debe recordarse, como indica Jakobson, que «el código no se limita a aquello que los técnicos llaman “el contenido puramente cognitivo del discurso” (o sea, su aspecto semántico): la estratificación estilística de los símbolos lexicológicos, como las pretendidas variaciones “libres”, tanto en su constitución como en sus reglas de combinación, están “previstas y preparadas” por el código»[56].

Pero, si el código se refiere a un sistema de organización que va más allá de la ordenación de los significados, no debe olvidarse que la noción de código se refiere también a un sistema de organización que se halla más acá del nivel de los significados, más acá de la misma significación fonológica por la cual la lengua distingue en el discurso oral la serie finita de unidades informativas elementales que son los fonemas (organizados en un sistema de oposiciones binarias). La misma psicología se remite a la teoría de la información para describir los procesos de recepción a nivel sensorial como recepción de unidades informativas; y los procesos de coordinación de estos estímulos-informaciones como descodificación de mensajes, basada sobre un código. Que este código sea considerado fisiológicamente innato o culturalmente adquirido (y se reproduzca o no el código objetivo a base del cual se constituyen los estímulos en formas, antes incluso de ser recibidos y descodificados en cuanto mensajes) constituye un problema que escapa a nuestro estudio. Es un hecho que la noción de código deberá ser asumida también en esta acepción, en el momento en que nos decidamos a definir el mensaje poético, ya que en ello reside la posibilidad de valorar la percepción del mensaje en cuanto organización concreta de estímulos sensoriales. Este recurrir al código perceptivo adquirirá tanto mayor valor, cuanto más se pase de la consideración de los mensajes que revisten funciones concretas significativas (como el mensaje lingüístico) a mensajes como el plástico o sonoro, donde emerge con más fuerza la necesidad de una descodificación a nivel perceptivo, dada la mayor libertad que en ellos existe a nivel de organización más compleja, no constreñida dentro de las redes de unos códigos institucionalizados como la lengua.

Aclarado este punto, volvamos a examinar la relación mensaje-recepción a nivel lingüístico.

El receptor se halla, pues, ante el mensaje, comprometido en un acto de interpretación que consiste esencialmente en una descodificación. En la medida en que el autor exige que el mensaje sea descodificado para conseguir un significado unívoco y preciso, exactamente correspondiente a cuanto ha intentado comunicar, introducirá en el mismo elementos de refuerzo, de reiteración, que ayuden a establecer sin equívoco, ya sean las referencias semánticas de los términos, ya las relaciones sintácticas entre ellos: el mensaje será, pues, tanto más unívoco, cuanto más «redundante». Todo códice contiene reglas aptas para generar redundancias, y en el lenguaje hablado común un buen tanto por ciento (que varía, según la lengua) de los elementos del mensaje tiene una pura función de redundancia, ya que teóricamente sería posible decir las mismas cosas en formas bastante más elípticas (con el riesgo, naturalmente, de una descodificación aberrante).

La redundancia contribuye a subrayar la univocidad del mensaje; y mensaje unívoco será aquel que la semántica define como «proposición referencial», en el cual se procura establecer una absoluta identidad entre la relación que plantea el autor entre significantes y significados, y la que planteará el descodificador. En estos casos, el descodificador se halla inmediatamente remitido a un código familiar, que ya conocía antes de recibir el mensaje; y se da cuenta de que el mensaje pone el máximo cuidado en seguir todas las prescripciones del código.

El mensaje que calificamos de «poético» aparece, en cambio, caracterizado por una ambigüedad fundamental: el mensaje poético utiliza a propósito los términos de forma que su función referencial sea alterada. Para conseguirlo, pone los términos en relaciones sintácticas que contravengan las reglas consuetudinarias del código, elimina las redundancias de modo que la posición y la función referencial de un término pueda ser interpretada de varios modos, elimina la posibilidad de una descodificación unívoca, proporciona al descodificador la sensación de que el código vigente ha sido violado de forma tal que no sirve ya para descodificar el mensaje. En este sentido, el receptor se halla en la situación de un criptoanalista obligado a descodificar un mensaje del cual no conoce el código, y que por tanto debe deducir el código no de conocimientos precedentes al mensaje, sino del contexto del propio mensaje[57]. De este modo, el receptor se encuentra comprometido personalmente hasta tal punto con el mensaje, que su atención se desplaza de los significados a los que podía remitirle el mensaje, a la estructura misma de los significantes. Y así obedece los fines que le prescribía el mensaje poético, que se constituye precisamente en ambiguo porque se propone a sí mismo como objeto principal de la atención: «la puesta en relieve del mensaje por obra de sí mismo, es lo que caracteriza propiamente la función poética…»[58]. Cuando se especifica el arte como operación autónoma, como un «formar por formar», se pone el acento sobre esta característica de la comunicación artística, que en términos de la teoría de la comunicación y de lingüística estructural puede ser definida así: «El dar intensidad al mensaje en cuanto a tal, puesto el acento por cuenta propia en el mensaje, he aquí lo que caracteriza la función poética del lenguaje»[59]. A tal fin, la ambigüedad no es una característica accesoria del mensaje: es el resorte fundamental que lleva al descodificador a adoptar una actitud diversa ante el mensaje, a no consumirlo como simple vehículo de significados, una vez comprendidos los cuales, el mensaje, que constituye un simple trámite, cae en el olvido, sino a verlo como una fuente continua de significados jamás inmovilizados en una sola dirección, y con ello a apreciar la estructura típica de esta fuente de información, que estimula una continua descodificación, y que no obstante está organizada del tal modo que consigue coordinar las descodificaciones posibles, obligar a interrogarse siempre sobre la fidelidad de la propia interpretación, refiriéndola a la estructura del mensaje[60]. Es ésta una definición del arte como experiencia abierta que no ha sido ideada, ciertamente, por los teóricos de la comunicación o por lingüistas estructuralistas, aunque sus formulaciones hayan hallado una confirmación a la luz de determinado método de indagación[61].

Desde una noción de obra de arte como continua polaridad entre completividad e inagotabilidad[62], hasta las proposiciones de una dialéctica entre forma y apertura que se verificaría en cualquier obra de arte[63], y hasta las recientes afirmaciones radicales según las cuales la obra sería una especie de esquema lingüístico que la historia sigue rellenando[64], la estética contemporánea ha insistido suficientemente sobre este punto, que no nos interesa aquí de modo particular.

Nos interesa, ante todo, establecer que el descodificador, ante el mensaje poético, se sitúa en la característica situación de tensión interpretativa, precisamente porque la ambigüedad, al realizarse como una ofensa al código, genera una sorpresa[65]. La obra de arte se nos propone como un mensaje, cuya descodificación implica una aventura, precisamente porque nos impresiona a través de un modo de organizar los signos que el código habitual no había previsto. A partir de este punto, en el empeño de descubrir el nuevo código (típico, por primera vez, de aquella obra, y ligado no obstante al código habitual, que en parte viola y en parte enriquece), el receptor se introduce, por así decirlo, en el mensaje, haciendo converger sobre éste toda la serie de hipótesis que su especial disposición psicológica e intelectual hace posibles. En defecto de un código externo al cual referirse completamente, elige como código hipotético el sistema de presunciones sobre el que se basa su sensibilidad y su inteligencia. La comprensión de la obra nace de esta interacción[66].

Pero una vez comprendida, inmersa en un circuito de recepciones, cada una de las cuales se enriquece con los resultados de las descodificaciones precedentes (de ahí la función de la crítica), la obra corre el riesgo de chocar contra una especie de hábito que el receptor ha ido elaborando lentamente durante sus confrontaciones. Ese especial modo de burlar el código (ese particular modo de formar) se traduce en una nueva posibilidad del código; por lo menos en la medida en que cada obra de arte modifica los hábitos lingüísticos de una comunidad, haciendo aceptables expresiones que anteriormente eran consideradas aberrantes. El mensaje poético, pues, encuentra al receptor de tal modo preparado (sea porque lo ha experimentado ya muchas veces, sea porque en el ámbito cultural en que vive millares de divulgaciones y comentarios se lo han hecho familiar), que la ambigüedad del mensaje no lo sorprende. El mensaje es escuchado como algo que reposa sobre un código adquirido. Habitualmente se le interpreta aplicándole inmediatamente, a modo de código, la más acreditada y difundida de las descodificaciones al uso (la interpretación corriente o —más frecuentemente— una fórmula que resume la interpretación corriente). El mensaje pierde, así, para el receptor, su carga de información. Los estilemas de la obra en cuestión se han consumido[67].

Se comprende entonces que este hecho no sólo explique aquello que comúnmente, en términos de sociología del gusto, se entiende por «consumo de las formas», sino que nos aclara además de qué modo una forma determinada puede convertirse en «fetiche» y ser disfrutada no únicamente por lo que es o pueda ser, sino también por lo que representa en el plano del prestigio o la publicidad. Que guste la Gioconda porque representa el Misterio, o la Ambigüedad, o la Gracia Inefable, o el Eterno Femenino (aunque luego la utilización del fetiche pueda ser a lo esnob más difuminada: «Pero ¿en realidad se trata de una mujer?», «Hubiera bastado una pincelada más, y su sonrisa hubiera dejado de ser lo que es», etc.), significa aceptar un mensaje determinado, al que se ha sobrepuesto, como código, una descodificación anterior, erigida en fórmula. En efecto, no se considera ya la Gioconda como un mensaje que deba ser puesto de relieve por su estructura: se utiliza como signo, como un significante convencional, cuyo significado es una fórmula difundida por la publicidad.

Recuperación del mensaje poético

En este sentido, podría establecerse una definición del Kitsch: es Kitsch aquello que se nos parece como algo consumido; que llega a las masas o al público medio porque ha sido consumido; y que se consume (y, en consecuencia, se depaupera) precisamente porque el uso a que ha estado sometido por un gran número de consumidores ha acelerado e intensificado su desgaste.

Semejante definición se basa en la relación de inesperado y de sorpresa que debería provocar, en el receptor, la atención por la estructura particular del mensaje poético. Esta relación comunicativa entra efectivamente en crisis. Pero esta crisis nada dice sobre la estructura del mensaje, la cual, desde un punto de vista objetivo, eliminada cualquier referencia a un receptor históricamente situado, debería permanecer inalterada: el mensaje debería continuar cargado con todas aquellas posibilidades comunicativas que el autor incluyera en él teniendo presente un receptor ideal (ideal hasta cierto punto, ya que el autor se dirige a un receptor conocedor de un determinado código, para el que la ambigüedad prevé, de un modo u otro, la referencia).

En realidad, el mensaje poético, precisamente porque propone la propia estructura como primer objeto de consideración, es siempre más complejo que un mensaje referencial común. El mensaje referencial, una vez se han respetado los convencionalismos al código, para hacer inequívocos los propios signos y su función dentro del contexto, debe ser abandonado. Su autor, por ejemplo, no se plantea problemas especiales en orden a la selección de los términos: si dos términos, a la luz del código, tienen el mismo significado, poco le importará utilizar uno u otro; como máximo, por exigencias de la redundancia, podrán ser utilizados ambos, uno para reforzar al otro.

En cambio, el autor de un mensaje poético tiende a acentuar aquellas características que, por un lado, hacen más imprecisa la referencia del término, y por otro, inducen a detenerse en éste, como elemento de una relación contextual, y a valorarlo como elemento primario del mensaje. Dicho de otro modo, el hecho de que dos términos posean idéntico significado, al artista no le resuelve nada; porque el sonido de uno de los dos será más idóneo para ponerse en relación con otro sonido del contexto, y de la confrontación de esas dos sonoridades podrá nacer una asonancia que sacuda al receptor y le impulse a asociar dichos dos términos que quizá, a la luz del código, tenían una relación mucho más tenue. En este caso, en cambio, la relación se hace necesaria, el receptor se pregunta si no existe un parentesco más íntimo entre las referencias de tales términos, de modo que las dos referencias experimenten una crisis, y se genere en su lugar el fantasma de una tercera referencia, que de hecho no está representada ni significada por ningún término, pero que ha sido sugerida por la aproximación fónica de los dos. Y la atención del receptor se centrará inmediatamente sobre la estrategia comunicativa que ha inducido al autor a efectuar aquella unión. Así pues, el mensaje poético no se constituye únicamente como un sistema de significados, derivado de otro sistema de significantes, sino también como el sistema de las relaciones sensibles e imaginativas estimuladas por la materia de que están hechos los significantes[68].

En poesía, pues, incluso en el ámbito de un solo verso, se constituye un sistema de relaciones mutuas bastante complejo; el verso, eliminando la redundancia, condensa ambiguamente en un simple esquema lingüístico toda una serie indefinida de significados posibles, y se constituye como el sistema de todos los significados que pueden serle atribuidos (el sistema de todas las interpretaciones a que puede dar lugar, el sistema de todos los «patterns» emotivos que es capaz de estimular[69]). Un mensaje poético es una estructura que difícilmente puede ser erigida en una definición o resumida en una fórmula convencional.

Por tanto, no es posible hablar de consumo a propósito de mensajes poéticos, como se habla de consumo a propósito de mensajes referenciales. Un mensaje como «Prohibido asomarse al exterior», que puede verse en los vagones de ferrocarril, por el hecho de haber sido reiterado y ofrecido a nuestra descodificación infinidad de veces, se presta en forma óptima al consumo: nadie se acuerda de él cuando siente deseos de asomarse a una ventanilla estando el tren en marcha. Para hacerlo de nuevo eficaz, debería ser reiterado en forma original, o enriquecido con el aviso de una multa que se impondrá a los contraventores; o mejor aún, traducirlo en una nueva fórmula que, por su formulación inesperada, constituya un elemento de shock; por ejemplo: «Hace dos meses, el señor Bofarull, asomándose a esta misma ventanilla, perdió un ojo al clavársele en él una rama, entre las estaciones de Garraf y Sitges».

Pero el caso del mensaje poético es muy distinto. Su ambigüedad es un desafío constante al descifrador distraído, una permanente invitación al criptoanálisis. Nadie es capaz de afirmar que, difundido más allá de los límites de lo soportable, un mensaje poético, entendido por muchos como puro «fetiche», pueda ser afrontado por hombre alguno con una disposición de absoluta virginidad.

Nadie es capaz de afirmar, por último, que el mensaje, ofrecido a receptores que se enfrentan con él por primera vez, escape a su utilización como fetiche y —aun sin estimular una descodificación apropiada— sea afrontado de un modo totalmente nuevo, según un código que no era el previsto por el autor.

Fenómenos de este género constituyen la «fortuna» de una obra de arte a lo largo de los siglos. La «blanca» helenidad, interpretada por los románticos, es un ejemplo típico de un mensaje descodificado según un código distinto del empleado por sus constructores.

En el caso de un mensaje referencial, la interpretación con un código diferente suele ser letal. La conocida frase «I Vitelli dei romani sono belli» constituye un ejemplo de mensaje que, referido al código lengua-latina, adquiere un significado conforme a la voluntad comunicativa del autor (Avanza, oh Vitelio, al son de guerra del dios romano), pero leído referido al código lengua-italiana tiene otro significado («Los terneros de los romanos son hermosos»).

Tomemos ahora el verso dantesco «Pape Satan, Pape Satan Aleppe»: en cuyas confrontaciones cada crítico se convierte en un criptoanalista que se esfuerza en establecer un código útil.

La mayor parte de los lectores de la Divina Comedia renuncian, evidentemente, a leerlo según un determinado código; pero este mensaje posee ciertas particularidades estructurales que hacen que quede a salvo, sea cual fuere la descodificación, cierta cadena de ritmos y de asonancias, dentro de la medida del endecasílabo. Y por ello, en el ámbito de una obra poética, el mensaje lleva la intención autorreflejante, centrada sobre sí misma, cualquiera que sea la descodificación, por lo que el receptor disfruta de un determinado esquema básico y recupera, en parte, la función que tenía dentro del contexto del canto.

Si luego se supone que Dante empleó, voluntariamente, palabras carentes de sentido preciso, con el fin de crear una especie de aura mágica y de esoterismo diabólico, entonces, la ambigüedad en la individualización del código se plantea, de hecho, como el único y auténtico código. La no descodificación constituye la capacidad comunicativa del mensaje; por vía no convencional, éste comunica un significado preciso: el demonio se dirige a todos y cada uno en una jerga diabólica. Que luego el lector se vea obligado a preguntarse cuál pueda ser el significado de los términos es algo que forma parte de la impresión que el autor del mensaje desea sea experimentado.

Jakobson, para dar un ejemplo mínimo de mensaje que se propone como objeto de atención embrionariamente estética, cita el eslogan político I like ike. «Consta de tres monosílabos, y comprende tres diptongos (ay), cada uno de los cuales va seguido simétricamente por un fonema consonántico (I… k… k…). La ordenación de las tres palabras presenta una variación: ningún fonema consonántico en la primera palabra, dos a ambos lados del diptongo en la segunda, una consonante final en la tercera. Hymes ha advertido el predominio de un núcleo similar (ay) en ciertos sonetos de Keats. Las dos partes de la fórmula I like / ike riman entre sí, y la segunda de las dos palabras que riman se halla completamente incluida en la primera (rima y eco: Iaik-ayk), imagen paronomástica de un sentimiento que cubre totalmente su objetivo. Las dos mitades forman una aliteración vocálica, y la primera de las dos palabras en aliteración, se halla incluida en la segunda (ay/ayk), imagen paronomástica del sujeto amante involucrado en el objeto amado. El papel secundario de la función poética refuerza el peso y la eficacia de esta fórmula electoral».

He aquí un ejemplo de mensaje, poético en la mínima expresión, pero que presenta una tal complejidad de estructura que siempre ofrece un aspecto recuperable, incluso para aquel que lo siente como totalmente consumado. Además, precisamente por su complejidad, parece prestarse a una lectura que prescinde del código lingüístico al cual se refiere. Supongamos que hay un oyente que, aunque de lengua inglesa, no supiera quién fue Ike: el mensaje perdería su tensión provocativa (a nivel goliárdico), pero siempre conservaría una cierta musicalidad (se salva una descodificación a nivel de la percepción sonora). Entendiendo por Ike un personaje cualquiera que no sea un presidente de Estados Unidos, la fórmula puede considerarse como bastante más pobre; si el personaje fuera un payaso de circo, la fórmula sería sencillamente banal; pero ello no le impediría seguir siendo una fórmula apreciable en lo que respecta a la concisión y al juego de las asonancias.

Pero si en vez de I like Ike consideramos un verso de Dante, o un poema entero (del que sepamos que es posible realizar un análisis completo y profundo, tendente a poner de relieve toda una serie de mecanismos estructurales), nos damos enseguida cuenta de hasta qué punto se presta la obra a ser descodificada, incluso en medida aberrante, aunque conservando siempre una fuerza comunicativa propia.

Difundida por medio de entregas semanales (adquirida por un comprador que pretende con ello apropiarse de un fetiche, para usarlo con finalidad casi mágica, por pura ostentación de prestigio, como coartada cultural), la reproducción de un gran maestro de la pintura podrá o no ser considerada, o ser contemplada, adaptándole un código totalmente particular, que el receptor inexperto maneja con desenvoltura, creyéndose autorizado a consumir la obra en tal sentido. ¿Quién podrá afirmar, entonces, que este receptor no goza, en el cuadro-mensaje, uno de los infinitos aspectos de aquella complejidad estructural que lo constituye, y hace que el cuadro escape, en cierta medida, al consumo, y restituya a su receptor un esquema, tenue pero real, de una comunicación originariamente más rica?

La Tempestad de Giorgione, interpretada únicamente según sus referencias imitativas, ignorando las referencias al repertorio iconológico (el pastor considerado como un hermoso muchacho y no como Mercurio), el carro de heno de Brueghel interpretado como imitación de un hermoso carro de heno; Los novios de Manzoni, leído únicamente como una novela vulgar en la que se desea saber qué les sucederá a Renzo y Lucía; el bisonte de la cueva de Altamira gozado como un esbozo ágil de un animal en movimiento, sin referencia alguna a su función mágica… He aquí algunos ejemplos de descodificación parcial, realizada empleando códigos incompletos, a menudo totalmente arbitrarios (los campesinos alrededor del carro de heno podrían constituir para unos la referencia al sano y honesto trabajo del campo; para otros, podrían significar una glorificación profética de las comunidades koljosianas), pero que permiten no obstante una aproximación a la obra, una lectura del mensaje, recuperando de ella un nivel que seguía presente, asimismo, en la intención del autor. La vida de las obras, a lo largo de los siglos y en el seno de una sociedad, es rica en tales malentendidos, en estas desviaciones de puntos de vista, en esta clase de aberraciones fruitivas, tan frecuentes, intensas, mutuamente integradas, que casi puede decirse que constituyen la norma; mientras que la descodificación ejemplar (ejemplar no porque sea única, sino porque es rica, compleja, ejercitada a todos los niveles del mensaje) constituye generalmente la norma ideal de la crítica, el momento de actualización máxima de la obra, contemplada desde el punto de vista de la estética. No siempre, pues, el consumo de una forma es total e irrecuperable; y la estructura de la cual se goza sólo un nivel, a causa del profundo parentesco que liga todo estilema al complejo relacional de la obra, se manifiesta en forma de esbozo, a través del elemento parcial, como la promesa incumplida de una fruición más plena, que sigue soterrada, pero que no se anula.

Por otra parte, si la lectura de un mensaje según un código inexacto o incompleto, aun sin destruir sus capacidades comunicativas, nos restituye siempre un mensaje en cierto modo empobrecido, debemos convenir que, en multitud de casos, sucede precisamente lo contrario: un mensaje considerablemente pobre en sí, leído siguiendo un código arbitrario, puede resultar para el receptor bastante más rico de cuanto el autor podía esperar. Típico es el caso del bisonte de Altamira, que interpretado en referencia a las realizaciones de la pintura contemporánea (es decir, según un código complejo que contempla otros criterios de gusto, otras técnicas de la representación consciente del movimiento), adquiere una riqueza de intenciones que, en su mayor parte, son aportadas por el receptor. La mayor parte de los hallazgos arqueológicos de los tiempos clásicos, son interpretados haciendo converger sobre el objeto toda una serie de referencias totalmente extrañas al autor: los brazos que faltan, la erosión producida por el paso del tiempo, se convierten, en la tardía copia helenística, en significantes de un inacabado alusivo, que remiten a un sinfín de significados elaborados por siglos de cultura, pero totalmente ignorados por el artesano griego. Y no obstante, el objeto, como sistema de elementos, era también este sistema de significantes y significados posibles. El desfile de una compañía de cómicos de la legua, visto por un intelectual a la búsqueda de episodios costumbristas, se carga de referencias a una obscenidad lúbrica, de la cual el infeliz director de aquélla nada ha podido sospechar; y no obstante, el espectáculo, coordinando en un esquema bastante burdo ciertas burdas intuiciones acerca de gustos y exigencias de un público popular, de hecho estructuraba también una serie de referencias a comportamientos arquetípicos que, de una forma u otra, siguen funcionando y son elaborados, y consumidos, por instinto.

Le sucede, en suma, a un mensaje, interpretado por medio de un código superabundante, lo mismo que al objet trouvé, que el artista sustrae a un contexto natural (o a otro contexto artificial) y encuadra como obra de arte. En tal caso, el artista elige determinados aspectos del objeto como posibles significantes de significados elaborados por la tradición cultural. En el acto de sobreponer arbitrariamente un código a un mensaje sin código (objeto natural) o con otro código (desecho de una elaboración industrial) el artista, en realidad, inventa, formula ex novo aquel mensaje. Pero cabe preguntarse si, arbitrariamente, hace converger en la estructura, referencias tomadas de una tradición ajena, la del arte contemporáneo (para la que una roca puede parecer Moore, o un esperpento mecánico Lipchitz), o si el arte contemporáneo, en la elaboración de los propios medios de formar, no se ha referido ya a modos de ser de la naturaleza o de la industria, integrando con ello al propio código elementos de otros códigos[70].

Así, en la vida cotidiana, el intelectual aburrido, en la sala de conciertos, puede no descodificar una sinfonía que está oyendo, y la recibe como puro fetiche; mientras el hombre común, que silba mientras trabaja las notas de la misma sinfonía, que ha oído en la radio, recupera de ella un aspecto y corresponde así, mejor que el otro, a las esperanzas y designios del compositor.

Todas estas observaciones nos dicen que la relación de intencionalidad fruitiva cambia la capacidad informativa del mensaje. El mensaje poético continúa siendo una estructura compleja capaz de estimular una descodificación muy varia. En la circulación intensiva de mensajes, en la que también el mensaje poético es incluido y vendido al propio público como mercancía de consumo, la vida de la obra es, no obstante, más variada e imprevisible de cuanto podemos suponer en los momentos de mayor desconsuelo. En el superponerse de las descodificaciones ingenuas o aberrantes, en el uso indiscriminado de los códigos, en el especificarse de intencionalidades fruitivas ocasionales y ocasionadas, se establece una dialéctica entre mensajes y receptores que no es reducible a esquema, y que constituye un imprevisible campo de investigación. Un campo en el que se hacen posibles las obras de readaptación y orientación del gusto, las operaciones de recuperación, a pesar de la irreflexiva y sanguinaria bestialidad de un consumo cotidiano que parece nivelar y sumir todo mensaje en el rumor, toda recepción en una desatención crónica.

El Kitsch como «boldinismo»

Dentro de este panorama confuso y vitalísimo, es fácil que una industria de la cultura intente salir al encuentro de los propios usuarios y tome la iniciativa de la descodificación parcial. ¿Un mensaje poético es demasiado complejo, sucede que un receptor distraído capta en él solamente un aspecto, o le acepta sobreponiéndole una descodificación precedente convertida en fórmula? Pues bien, se realiza una operación de mediación, ofreciendo al público no los mensajes originarios, sino mensajes más sencillos, en los que aparecen engarzados, a modo de referencia excitante, estilemas extraídos de mensajes ya famosos por su calidad poética.

La mayor parte de las operaciones de la Midcult son de este tipo. No se habla de mensajes de masas: ahí la búsqueda del efecto puede ser razonable, ya lo hemos visto, y no pretende aparecer como un sustitutivo de la experiencia estética; el empleo de los modos de formar tomados en préstamo al arte tiene una función instrumental: se utiliza un estilema porque en determinado mensaje ha rendido buen resultado comunicativo. Si una relación de onomatopeyas ha resultado elemento de shock en una poesía de Poe, ¿por qué no debo utilizarlo para grabar en la memoria la publicidad de un detergente? Nadie, al disfrutar de dicha publicidad, creerá gozar una experiencia «superior»: el problema se plantea a otros niveles de polémica, la relación entre arte y Kitsch nada tiene que ver con ello.

Pero en la Midcult la cosa es muy distinta. Un estilema, que anteriormente había pertenecido a un mensaje de prestigio, alcanza el éxito entre un público deseoso de experiencias cualificadas.

El producto de la Midcult intentará, pues, construir un nuevo mensaje (por lo general tendente a la provocación de efectos), en el cual el estilema se inserta, y ennoblece al nuevo contexto. Pero cuidado: no puede decirse que en manos de un artesano competente la inserción no se produzca según los modos de una consecuencialidad estructural tal, que pueda hacer aceptable, casi original, el nuevo mensaje. ¿No sucedía así en los arquitectos renacentistas, que utilizaban elementos arquitectónicos grecorromanos, precisamente porque estaban cargados de nobleza? La inserción puede producirse de forma que lo inserto conserve su intencionalidad de inserto. La citación musical clásica de Stravinsky constituye un ejemplo de estilema extraído de otro contexto que viene inserto en un contexto nuevo: la evidente intencionalidad de la inserción confiere necesidad a lo insertado, y conduce al receptor hacia un código interpretativo que tenga en cuenta esta actitud. Es el caso del collage, del cuadro polimatérico, donde los materiales insertos conservan una intencional referencia a su origen. Es el caso del fragmento de mural inserto en el complejo arquitectónico de la fachada de la estación de Roma. No existe aquí la tentación de pasar de contrabando al público un fragmento de «arte» para darle la impresión de que todo el contexto es arte, cuando se trata de un simple soporte artesanal a un estilema «citado». El contexto es necesario porque se constituye en citación explícita. Más raro es el caso de una citación que desaparezca como tal, y se amalgame en un sistema de relaciones de tipo nuevo: se podrían mencionar excelentes ejemplos de novelas de consumo, producidas con finalidad de puro entretenimiento, en las que la técnica del monólogo interior, por ejemplo, es utilizada para conseguir una determinada situación, que adaptada a la finalidad perseguida, funciona como estilema original y hace que se olvide su naturaleza formativa tomada en préstamo de Joyce.

Pero lo que, en cambio, caracteriza la auténtica y verdadera Midcult, y la caracteriza como Kitsch, es su incapacidad de fundir la citación en el nuevo contexto; y el manifestar un desequilibrio en el cual la referencia culta emerge provocativamente, pero no es intencionada como citación, es pasada de contrabando como invención original, y sin embargo domina sobre el contexto, demasiado débil para soportarla, demasiado informe para aceptarla e integrarla. Podríamos definir, en términos estructurales, el Kitsch como el estilema extraído del propio contexto, insertado en otro contexto cuya estructura general no posee los mismos caracteres de homogeneidad y de necesidad de la estructura original, mientras el mensaje es propuesto —merced a la indebida inserción— como obra original y capaz de estimular experiencias inéditas.

Ejemplo típico de este procedimiento nos lo proporciona un pintor, Boldini, justamente famoso entre el público medio de su propia época.

Boldini es un retratista de fama, es el pintor de la alta sociedad, el artífice de retratos que constituyen para el cliente una fuente de prestigio y un objeto de agradable consumo. Pintor de la nobleza y la alta burguesía, en el ámbito del sistema en que vive, Boldini podría ser el normal vendedor de un producto muy solicitado. La mujer hermosa que le pide un retrato, no desea una obra de arte: desea una obra en la que se manifieste el concepto de que es una mujer hermosa.

A tal fin, Boldini construye sus retratos según las mejores reglas de la provocación del efecto. Si se observan sus telas, en especial los retratos femeninos, se advierte que el rostro y los hombros (las partes al descubierto) obedecen a todos los cánones del más refinado naturalismo. Los labios de esas mujeres son carnosos y húmedos, la carne evoca sensaciones táctiles, las miradas son dulces, provocativas, maliciosas o ensoñadoras, pero siempre rectas, punzantes, dirigidas al espectador.

Esas mujeres no evocan la idea abstracta de la belleza, ni toman la belleza femenina como pretexto para divagaciones plásticas o colorísticas; representan a aquella mujer, y hasta tal extremo que el espectador llega a desearla. La desnudez de Cléo de Mérode, posee una clara intención excitante, los hombros de la Princesa Bibesco son ofrecidos al deseo de quien los contempla, la procacidad de Marthe Regnier pretende invitar a la comprobación.

Pero en cuanto pasa al vestido, cuando del corpiño desciende a la falda, y del vestido pasa al fondo, Boldini abandona la técnica «gastronómica»: los contornos renuncian a la precisión, los materiales se difunden en pinceladas luminosas, las cosas se convierten en grumos de colores, y los objetos se funden en explosiones de luz… La parte inferior de los cuadros de Boldini evoca una cultura impresionista; Boldini, es indudable, aquí hace vanguardismo, cita el repertorio de la pintura contemporánea. En el plano superior había hecho gastronomía, ahora hace arte; aquellos bustos y aquellos rostros ofrecidos al deseo emergen de la corola de una flor pictórica que, en cambio, se ofrece sólo a la contemplación. La clienta no podrá sentirse incómoda por haber sido promocionada carnalmente como una cortesana: ¿No se ha convertido el resto de su cuerpo en un estímulo para goce del espíritu, experiencia de la pura percepción, disfrute de orden superior? La clienta, el cliente, el espectador, pueden estar tranquilos: en Boldini han encontrado el arte, y lo que es más, han experimentado su delicada sensación, cosa que resultaba mucho más difícil en las impalpables mujeres de Renoir, o en las asexuadas siluetas de Seurat. El consumidor medio consume su mentira.

Pero la consume como mentira ética, como mentira social, como mentira psicológica, porque de hecho constituye una mentira estructural. El cuadro de Boldini representa el caso típico de inserción de estilemas cultos en un contexto incapaz de englobarlos. La desproporción entre los dos niveles, alto y bajo, de esos retratos, es un hecho formal indiscutible. Esas mujeres son sirenas estilemáticas, en que a la cabeza y busto consumibles se unen vestidos contemplables. No existe ninguna razón formal para que el pintor cambie el registro estilístico al pasar de la cabeza a los pies; salvo la justificación de que el rostro debe contentar al cliente, y el vestido, la ambición del pintor. Lo cual puede ya ser considerado como una condena de la obra, si no fuera porque también el vestido, y precisamente el vestido, está hecho para contentar al cliente y para convencerle de que también el rostro, surgiendo de tanta ropa, permite experiencias respetables.

Si la expresión Kitsch tiene un sentido, no es porque designe un arte que tiende a suscitar efectos, ya que en muchos casos el arte se propone también esos mismos fines, o se los propone cualquier otra digna actividad que no pretende ser arte; no es porque caracterice a una obra dotada de desequilibrio formal, pues en este caso tendríamos sólo una obra fea; y tampoco porque caracterice a la obra que utiliza estilemas pertenecientes a otro contexto, pues esto puede verificarse sin caer en el mal gusto. El Kitsch es la obra que, para poder justificar su función estimuladora de efectos, se recubre con los despojos de otras experiencias, y se vende como arte sin reservas.

A veces el Kitsch puede pasar inadvertido, un pecado cometido sin querer, involuntariamente, y casi perdonable; y en estos casos vale la pena indicarlo sólo porque en ellos el mecanismo aparece con especial claridad.

Podemos encontrar, por ejemplo, en Edmondo De Amicis, el empleo de un estilema manzoniano con efectos risibles. El estilema manzoniano es aquel con el que concluye la primera parte de la narración sobre la infortunada Gertrudis. La narración se ha continuado página tras página, acumulando en torno a la figura de la Monja una serie de circunstancias patéticas y terribles; se ha ido diseñando lentamente la figura de esa vocación engañosa, de esa rebeldía contenida, de esa desesperación latente. Y, cuando el lector considera que Gertrudis se ha resignado con su destino, aparece en escena el perverso Egidio. Egidio entra en la anécdota al final de toda una acumulación de desventuras, aparece como una inopinada intervención del hado, y hace exasperante la situación de la mujer:

Este hombre, desde una ventana que domina un patio, habiendo visto pasar algunas veces por allí a Gertrudis, deambulando al azar, seducido y asustado por los peligros y la impiedad de la empresa, cierto día tuvo el atrevimiento de dirigirle la palabra. La desventurada le respondió.

Se han llenado ya muchas páginas críticas para comentar la lapidaria eficacia de la última frase. Construida de forma sumamente sencilla, con un sujeto y un predicado, con el sujeto constituido por un adjetivo, la frase nos comunica, al mismo tiempo, la decisión de Gertrudis, y la definición moral de ésta, junto con la participación emotiva del narrador. El adjetivo «desventurada», al tiempo que condena, compadece; interviniendo en la definición de la mujer, sustituyendo al sustantivo, hace converger toda la esencia del personaje en aquella calificación que reasume la situación, el pasado, el presente y el futuro. El verbo es de los menos dramáticos que imaginarse pueda. «Respondió» indica la forma más general de la reacción, no el contenido de la respuesta, ni su intensidad. Pero precisamente ahí adquiere la frase toda su potencia expresiva, dejando entrever abismos de desventura hechos posibles por el primer irreversible gesto.

La frase surge en el momento preciso, como resolución de una acumulación de circunstancias, y resuena como un acorde fúnebre, queda esculpida como un epígrafe.

Sujeto, formado por un adjetivo, y predicado. Formidable economía de medios. ¿Pensaba Edmondo De Amicis en el hallazgo manzoniano, cuando estaba escribiendo una de las páginas más memorables de Corazón? Probablemente no, aunque la analogía es evidente. Franti, el mal compañero, expulsado de la escuela, vuelve a clase acompañado por su madre. El director no se atreve a rechazarlo porque la mujer inspira lástima, preocupada, el sombrero mal puesto, temblorosa, cubierta de nieve. Pero estos detalles no bastan, evidentemente, para provocar el efecto deseado por el narrador; y tendrá que recurrir a una extensísima peroración de la desventurada, que cuenta con gran abundancia de signos exclamativos, y con repetidos arrebatos de llanto, una triste historia en la que se menciona al padre violento, y a ella misma al borde de la tumba. No completamente seguro de que el lector haya captado el dramatismo de los acontecimientos, el autor precisa que la mujer sale pálida y encorvada («arrastrando» el pañolón), la cabeza ardiente; y se la oye toser cuando baja las escaleras.

En este momento, el director se vuelve hacia Franti y le dice:

con acento que hace estremecer: «Franti, ¡tú estás matando a tu madre!». Todos se volvieron para mirar a Franti. Y aquel infame sonrió.

Aquí también el fragmento termina con un estilema semejante al manzoniano. Pero semejante únicamente por la sola conexión de un adjetivo (en funciones de sujeto) y un predicado. Reducida al contexto, la expresión revela una muy otra naturaleza. En primer lugar, se produce precisamente cuando el lector está esperando un golpe de escena, una frase final, para dar rienda suelta a su emotividad, excitada por la masiva acumulación de efectos patéticos. Además, el adjetivo con que se designa al sujeto representa una forma de juicio denso e indiscriminado, que adquiere sabor risible si se relaciona con las infamias reales del pobre muchacho. Por último, el «sonrió» no es un «respondió»; sonreír es, para Franti, en aquel momento, la última y más elevada de las acciones que ha cometido en su vida, y la frase no presagia nada. Franti es un infame, y se acabó. Dentro del complejo, la expresión es melodramática, y evoca más un Yago que un muchacho intemperante de la periferia turinesa. Situada en tal punto, para terminar el crescendo, la expresión no es un acorde fúnebre, sino un simple golpe de platillos. También la lección pedagógica que podría desprenderse de esa página queda comprometida por la tosquedad de la comunicación. Propuesta como ejemplo de bien escribir a los jóvenes italianos, la página se convierte irremediablemente en Kitsch. Como único atenuante podría aducirse que, como puede suponerse, la referencia docta no era intencionada.

Cuando la intención resulta evidente, el Kitsch, típico de la Midcult, aparece con gloriosa ostentación. Y es también Kitsch el carácter semiabstracto de determinadas artes sacras que, al no poder eximirse de representar una Virgen o un santo, lo camuflan bajo una forma geometrizante por temor a la oleografía (elaborando otra y más avanzada forma de oleografismo modernizante). Es Kitsch la figurilla alada que remata el radiador de un Rolls-Royce, elemento helenizante inserto con finalidad ostentatoria de prestigio sobre un objeto que, en cambio, debería obedecer a más honestos criterios aerodinámicos y utilitarios. Y, a nivel social inferior, es Kitsch el «seiscientos» disfrazado de coche de carreras, como es asimismo Kitsch, siempre dentro del campo de los automóviles, la eflorescencia de aletas que evocan carros guerreros de bárbara memoria, bajo una presunción de plasticismo vanguardístico. Es Kitsch la radio de transistores con una antena desmesuradamente larga, completamente inútil para fines de recepción, pero indispensable a título de prestigio, gracias a la evocación de los receptores portátiles utilizados por los soldados americanos y eternizados en innumerables películas de propaganda bélica. Y es Kitsch el sofá tapizado en tela estampada reproduciendo las mujercitas de Campigli, no porque el estilo de Campigli aparezca consumado o «masificado», sino porque las figuras se han hecho vulgares, al estar fuera de lugar, insertas en un contexto que no les corresponde; como el cuadro abstracto reproducido en la cerámica, o el adorno que imita a Kandinski, Soldati o Reggiani.

El gatopardo de Malasia

La definición del Kitsch nos ha obligado a partir de muy atrás, de la distinción entre mensaje común y mensaje poético. Hemos identificado este último como aquel mensaje que, al tiempo que centra la atención en sí mismo y en su carácter desusado, propone nuevas alternativas a la lengua de una comunidad, nuevas posibilidades de código. Como un mensaje, pues, se convierte en estímulo y fuente de nuevos modos de expresión, despliega funciones de descubrimiento y de provocación (y no es recibible, ni a distancia de siglos, si no se nos presenta de nuevo y siempre revestido de esta dimensión de novedad). Pero entre el mensaje poético, que descubre y propone, y el Kitsch, que finge el descubrimiento y la propuesta, hemos visto que existen varios otros tipos de mensaje, desde el de masas —que persigue finalidades distintas de las del arte— hasta aquel mensaje, artesanalmente correcto, que pretende estimular experiencias de tipo vario, no separadas de una serie de emociones estéticas, y con esta intención toma del arte (en su función de descubrimiento) modos y estilemas, sin por otra parte vulgarizar aquello que ha tomado, pero insertándolo en un contexto mixto, tendente tanto a estimular efectos evasivo-consoladores, como a promover experiencias interpretativas de cierta dignidad, de forma que el mensaje, en esta doble función, puede adquirir una necesidad estructural, y realizar una tarea a menudo muy útil. Existe, entre este tipo de mensaje y el auténtico y genuino mensaje poético, la misma diferencia que Elio Vittorini, con fórmula eficaz, ha establecido entre «medios de producción» y «bienes de consumo». Pero a menudo un mensaje tendente a la función poética, aun reuniendo las condiciones fundamentales de este tipo de comunicación, presenta desequilibrios, cierta inestabilidad estructural; mientras un mensaje que tiende a una función de honesto consumo, consigue un equilibrio casi perfecto. Signo de que en el primer caso, a pesar de la claridad de las intenciones, tenemos una obra no lograda, o lograda por un solo verso; y de que en el segundo tenemos un bien de consumo tan logrado, que la atención del fruidor llega a centrarse en la perfección de su estructura, y el bien de consumo proporciona frescor, sabor y evidencia a estilemas que no proponía por primera vez, y se tiene en tal caso un singular fenómeno de recuperación, por medio del cual el bien de consumo se convierte en auténtica obra de arte, y funciona de modo que propone, por primera vez en medida sorprendentemente estimulante, ciertos modos de formar que ya antes otros habían experimentado[71]. Se establece así una dialéctica entre un arte tendente a las experiencias originales, y un arte tendente al asentamiento de las adquisiciones, de modo que a veces es la segunda la que cumple las condiciones fundamentales del mensaje poético, mientras que la primera constituye sólo un animoso intento de realización[72].

Se trata, naturalmente, de casos en que debe investigarse críticamente situación por situación; una vez más, la reflexión estética establece las condiciones óptimas de una experiencia comunicativa, sin dar indicaciones para el juicio sobre casos singulares.

Nos interesa poner el acento sobre la serie de gradaciones que, dentro de un circuito de consumo cultural, se crean entre obras de descubrimiento, obras de mediación, obras de consumo utilitario e inmediato y obras falsamente aspirantes a la dignidad de arte. Y también, y a su vez, entre cultura de vanguardia, cultura de masas, cultura media y Kitsch.

Con el fin de aclarar un poco estas distinciones, examinaremos cuatro fragmentos. En el primero tenemos a un artista, Marcel Proust, que quiere describir a una mujer, Albertine, y la impresión que Proust experimenta al verla por primera vez. Proust no intenta suscitar un efecto de apeticibilidad; busca un nuevo modo de abordar una situación excitante, y a través de un mensaje aparentemente intrascendente (comunicación del encuentro entre un hombre y una mujer, y relación de las sensaciones del hombre) pretende en el fondo elaborar una nueva técnica de conocimiento, una diferente aprehensión de las cosas.

Con tal finalidad, Proust renuncia a cualquier clase de descripción de Albertine: la va individualizando poco a poco, no como individuo, sino como elemento de una especie de todo indiviso, un grupo de muchachas cuyos rasgos, y cuyas sonrisas, y cuyos gestos, pueden fundirse en un único relampaguear de imágenes, con una técnica impresionista en la que, incluso cuando describe «un óvalo blanco, unos ojos negros, unos ojos verdes», la alusión somática pierde toda capacidad de evocación sensorial para convertirse en nota de un acorde (y, en realidad, ve el conjunto de las muchachas «confuso como una música, de la que no es posible aislar y reconocer las frases, distintas pero inmediatamente olvidadas»). Es difícil citar momentos de esa descripción, precisamente porque se prolonga durante varias páginas y no es reducible a un núcleo de representaciones; nos lleva a ir individualizando a Albertine lentamente, y siempre con la sospecha de que nuestra atención, lo mismo que la del autor, no haya sido lo bastante sagaz… El lector se va abriendo camino a través de las imágenes como a través de una vegetación intrincada, y no le impresionan tanto las «mejillas redondas y rosadas» o el «moreno color», como la imposibilidad de distinguir un solo rostro deseable, entre aquellas que «tejían entre sus cuerpos independientes y separados, mientras avanzaban lentamente, un nexo invisible, pero armonioso como una sombra cálida, una misma atmósfera, haciendo de ello algo tan homogéneo en sus partes como diversa era la multitud en medio de la cual avanzaba lentamente el cortejo».

Nos damos cuenta, al analizar las expresiones una a una, de la existencia de todos los elementos observables en un fragmento Kitsch; pero estos adjetivos no se dirigen nunca a un objetivo, y mucho menos a procurarnos una emoción precisa; ni a difundir un aura imprecisa de «lirismo». Porque el lector, al tiempo que es invitado a devanar la madeja de impresiones que el fragmento le propone, se ve continuamente obligado a dominar las impresiones, en una oscilación emotivo-crítica que le impide perderse en sentimientos personales evocados por el contexto, y que no son ante todo el sentimiento del contexto. En cierto momento, Marcel queda impresionado por los negros ojos de una de las muchachas, por las emanaciones de un «rayo negro» que le detiene y le turba. Pero inmediatamente sobreviene la reflexión: «Si pensáramos que los ojos de una muchacha como aquélla no son más que una brillante arandela de mica, no nos sentiríamos tan ávidos de conocerla y de unir nuestra vida a la suya». Es un momento de pausa, después la narración se reanuda, no para refutar la emoción sino para comentarla, para profundizar en ella. La lectura no sigue un único hilo, la única cosa negada, en este fragmento tan rico en estímulos interpretativos, es la hipnosis; no hay en él fascinación, sino actividad.

¿Y si en vez de Marcel, el que se encontrara con una muchacha fuera el personaje descrito por un honesto artesano a un público que exige fascinación, emoción, tensión y consuelo hipnótico? Veamos cómo se perfila una experiencia similar en Sandokán[73], el Tigre de Malasia, cuando, en Los tigres de Monpracem, se encuentra por vez primera con Mariana Guillonk, más conocida por varias generaciones como la Perla de Labuán:

Acababa de pronunciar aquellas palabras, cuando volvió a entrar el lord, pero esta vez no iba solo. Junto a él avanzaba, hollando apenas la mullida alfombra, una espléndida criatura, a cuya vista Sandokán no pudo contener una exclamación de sorpresa y de admiración.

Era una muchacha de unos dieciséis o diecisiete años, de no muy alta estatura, pero de andar flexible y elegante, de formas soberbiamente modeladas, de cintura tan sutil que habría sido posible rodearla con una sola mano, de tez rosada y fresca como una flor recién abierta. Poseía un rostro admirable, con dos ojos azules como el agua del mar, una frente de incomparable pureza, bajo la cual se destacaban dos cejas ligeramente arqueadas, que casi se unían.

Una cabellera rubia descendía en pintoresco desorden, como una lluvia de oro, sobre el blanco corpiño que le cubría el busto.

El pirata, al ver a aquella mujer que parecía una niña, a pesar de su edad, se sintió conmovido hasta lo más profundo de su alma.

El fragmento no necesita comentarios: dentro de un plano artesanal bastante ingenuo, todos los mecanismos aptos para estimular un efecto son puestos a contribución, tanto para describir a Mariana, como para señalar la intensidad de la reacción de Sandokán. ¿Podrá alguien de las generaciones futuras reprocharnos que, en nuestra infancia, sintiéramos por primera vez, más con el pensamiento que con los sentidos, las dimensiones de la pasión a través de la máquina provocadora construida por Emilo Salgari? Por lo menos, deberá reconocérsele esto: no pretendió vender su obra como arte. Máquina para excitar la imaginación, o los sueños, la página salgariana no exige a nadie que intencione el mensaje en cuanto tal. El mensaje sirve para indicar a Mariana. Bajo esta condición, no aparece el mecanismo del Kitsch. A nivel de una producción de masas con finalidades de evasión y excitación, el fragmento examinado tiene los papeles en regla. La crítica no tiene nada que oponer. Como mucho corresponderá a la pedagogía establecer si semejantes emociones convienen o no a los muchachos, y decidir si, útil para sus propios fines, el estilo de Salgari no debe ser propuesto como ejemplo de bien escribir, y debe por tanto dosificarse y alternarse con la lectura de los clásicos, o —lo que parece más acorde con los principios de ciertas escuelas— con la lectura de autores Kitsch.

Salgari (o sus descendientes, que son los magníficos confeccionadores actuales de novelas de aventuras, de novelas policíacas, o de novelas de ciencia-ficción) deberá ser más bien estudiado bajo el plano del análisis de contenido. Pero esto constituye otro nivel de intereses.

Coloquémonos ahora en el punto de vista de un narrador, provisto de gusto y de cultura, que por vocación o por elección quiera proporcionar al lector un producto digno pero asequible; que por un límite de arte o por una decisión comunicativa explícita no renuncie a la estimulación de efectos, y sin embargo, tienda a elevarse por encima de la producción de masas. El problema de cómo describir el encuentro entre un hombre y una mujer (como Proust o Salgari) se le planteará en forma compuesta: por un lado, la exigencia de estimular, en pocas frases, el efecto que dicha mujer debe producir en el lector; por otro, el pudor del efecto desencadenado, la necesidad de controlarlo críticamente.

Forzado a narrar el encuentro de Sandokán con Mariana, nuestro escritor podría resolverlo así:

La espera duró cinco minutos, después se abrió la puerta y entró Mariana. La primera impresión fue de deslumbrante sorpresa. Los Guillonk retuvieron su aliento; Sandokán sintió como si fueran a estallar sus venas.

Bajo la impresión que les causó la aparición inesperada de aquella belleza, los hombres quedaron incapacitados para advertir, analizándola, los no pocos defectos que en ella había; y muchas personas no serían capaces de realizar esta labor crítica jamás.

Era alta y bien formada, según generosos criterios; su carne debía poseer el sabor de la crema fresca a la que se parecía; su boca infantil, el de las fresas. Bajo la masa de sus cabellos color de noche, suavemente ondulados, los ojos verdes permanecían inmóviles como los de las estatuas y, como los de éstas, un poco crueles. Andaba lenta, haciendo revolotear en torno a ella la amplia falda blanca, y emanaba de todo su porte la delicadeza e invencibilidad de la mujer segura de su belleza.

Como puede observarse, la descripción gastronómica se efectúa con mayor economía de medios y sentido de las pausas; pero, a pesar de la indudable concinnitas del fragmento, de que carecía el salgariano, el procedimiento comunicativo es del mismo orden. El inciso central repite, no obstante, el estilema proustiano aplicado ya a los ojos de Albertine, consistente en poner críticamente en duda el efecto sugerido anteriormente por el autor. Si Proust no hubiera aceptado doblegarse a una exposición tan inmediata y unívoca, Salgari hubiera sido incapaz de moderarla con tanta medida. A medio camino entre los dos debemos situar a Giuseppe Tomasi di Lampedusa. El fragmento reproducido pertenece a El Gatopardo, y el lector puede volverlo a leer, sustituyendo los nombres ficticios por los de Angélica, Tancredi y Salina. La aparición de Angélica en el palacio de Donnafugata se estructura, pues, como el modelo ideal de un producto medio, en que no obstante, la contaminación entre los modelos de la narrativa de masas, y las alusiones a la tradición literaria precedente, no degeneran en un pastiche grotesco. Este fragmento no reviste la función de iluminación y descubrimiento que revestía el de Proust, pero sigue siendo excelente ejemplo de un estilo libre y digno, que podrá ser propuesto a los muchachos. El recurso al estilema culto se hace con mesura. El resultado es un producto de consumo, destinado a gustar sin excitar, a estimular determinado nivel de participación crítica, sin polarizar completamente la atención en la estructura del mensaje. El fragmento, evidentemente, no agota el libro (sobre el cual, el juicio debería ser más articulado y complejo), pero constituye un índice del mismo. El éxito de esta obra halla en estas características estructurales una razón persuasiva; y el hecho de que haya tenido éxito no autoriza por otra parte a definirla como obra de Midcult o de Kitsch. Se trata de un bien de consumo que ha conseguido, entre otras cosas, mediar una serie de problemas histórico-sociales, sobre los cuales la obra no ejerce de hecho ninguna operación de descubrimiento, pero que es capaz de restituirnos cual han sido elaborados por la conciencia histórica de una época y cual podían quizá escapar a muchos de los lectores.

Excelente bien de consumo, El Gatopardo no es todavía Kitsch. El Kitsch prevé una contaminación menos resuelta, una más aparente voluntad de prestigio. El fragmento que reproducimos a continuación puede ser un ejemplo excelente de esta última posibilidad, ínfima entre todas.

Ray Bradbury, no sin razón definido por la gente media como el único autor de ciencia-ficción que ha alcanzado un nivel literario (porque, en realidad, en vez de contar historias fantástico-científicas puras y simples, se esfuerza en darles continuamente una apariencia «artística», gracias al empleo de un lenguaje explícitamente «lírico»), escribe una novela para Playboy. Playboy, como sabemos, es una revista que suele publicar fotografías de muchachas desnudas, con notable malicia y habilidad. En esto Playboy no es Kitsch: no finge un desnudo de arte —escuálida coartada de la pornografía—, sino que emplea todos los medios técnicos y artísticos que encuentra a su disposición en el mercado para producir desnudos excitantes, aunque no vulgares, acompañándolos de cartoons chispeantes y agradables.

Desgraciadamente, Playboy busca promociones en el plano cultural, pretende ser una especie de New Yorker para libertinos y juerguistas; y recurre a la colaboración de narradores de fama, que no desdeñan el improbable connubio con el resto de la revista, dando buena prueba de tolerancia y sentido del humor. Pero el mismo proyecto del que el narrador se constituye en elemento, actúa fatalmente como elemento de corrupción: admitido en la revista para proporcionar una coartada culta al comprador en lucha con su propia conciencia, el narrador produce con frecuencia un mensaje-coartada. Produce Kitsch por medio de una operación que es Kitsch en sus raíces. Esto es lo que le sucede a Ray Bradbury, que ya tiene mucho de Kitsch en otras circunstancias y lugares. También Bradbury narra el encuentro entre dos personas, pero ¿cómo podría, queriendo «hacer arte», recurrir al lugar común de un encuentro entre dos amantes? ¿No podrá entrar más rápida y directamente en el mundo de los valores, si narra el amor de un hombre por una obra de arte? Y en Una estación con tiempo sereno nos habla Bradbury de un hombre que, arrastrando a su esposa, enternecida y turbada, se decide a pasar las vacaciones en la costa francesa (imagínese, ¡desde América!), en los alrededores de Vallauris. La finalidad es sentirse próximo a su propio ídolo: Picasso. El cálculo resulta perfecto: tenemos arte, modernidad y prestigio. Picasso no es elegido por casualidad: todo el mundo le conoce, su obra se ha convertido ya en fetiche, mensajes leídos según un esquema ya prescrito.

Y cierta tarde, nuestro personaje, al anochecer, paseando rêveur por la playa ya desierta, distingue a lo lejos un hombrecillo anciano, que dibuja en la arena con un bastón extraños signos y figuras. Inútil decir que se trata de Picasso. Nuestro hombre se da cuenta de ello, después de habérsele acercado por la espalda y haber visto los dibujos trazados en la arena. Observa conteniendo el aliento, temeroso de romper el encanto. Después Picasso se aleja y desaparece. El enamorado desearía poseer la obra, pero la marea está subiendo: dentro de poco el agua del mar cubrirá la arena, y el encanto habrá desaparecido.

Pero el resumen no revela el estilo de la narración. Veamos, pues, qué es lo que observa el protagonista, mientras el anciano dibuja sobre la arena:

Porque sobre la lisa playa había imágenes de leones griegos y cabras mediterráneas y de muchachas con carne de arena parecida a polvo de oro y sátiros tocando cuernos esculpidos a mano y niños danzantes, lanzando flores a lo largo de toda la playa, y corderitos que caracoleaban siguiéndolos, y músicos que tañían arpas y liras y unicornios que a la grupa llevaban jóvenes hacia prados, bosques, templos en ruinas, volcanes. A lo largo de la playa en una línea ininterrumpida, la mano, el estilo lígneo de aquel hombre, agobiado por la fiebre y el sudor, bosquejaba, unía, enlazaba aquí y allá, alrededor, dentro, fuera, a través, delineaba, subrayaba, concluía, después se apresuraba como si aquella móvil bacanal debiera florecer antes de que el sol se hundiera tras el mar. Veinte, treinta metros o más de ninfas y de dríadas y de fuentes bailoteaban en jeroglíficos inextricables. Y la arena, en la mortecina luz, era del color del cobre fundido, y sobre ella, en aquel momento, se extendía un mensaje que cualquier hombre de cualquier tiempo podía leer y degustar, a través de los años. Todo daba vueltas y se mecía en el propio viento y en la propia gravedad. Ya el vino estaba preparado para ser exprimido bajo los pies, ensangrentados por los racimos, de las danzantes hijas de los vendimiadores, ya mares humeantes generaban monstruos recubiertos de piezas de oro, mientras aquilones floridos esparcían perfumes sobre las huyentes nubes, ya… ya… ya…

El artista se detuvo.

También en este caso resulta superfluo el análisis. Aquí se prescribe al lector qué es lo que debe individualizarse y disfrutar —y cómo disfrutarlo— en la obra de Picasso; mejor, de la obra de Picasso se le proporciona una quintaesencia, un resumé, una imagen condensada. Debe notarse que de Picasso se ha elegido el momento más fácil y decorativo (gravita también sobre el pintor, espléndidamente retratado en esta fase de su producción, una sospecha de Kitsch…) y que se acepta del artista la imagen más convencional y romántica. Ese improbable pasear por las playas decorando la línea donde rompen las olas, derriba en el lector menos preparado cualquier resto de resistencia que le impidiera reconocer en Picasso un fetiche adecuado a su condición media. Por un lado, Bradbury interpreta el arte picassiano con un típico empleo de código empobrecido (reducido al puro gusto del arabesco, y a un vulgar repertorio de relaciones convencionales entre figuras estereotipadas y sentimientos asimismo prefijados), y por otro, su fragmento constituye una típica comprobación de estilemas tomados de toda una tradición decadente (podríamos individualizar ecos de Pater, Wilde, expresiones de epifanía joyciana —¡la muchacha pájaro!—, dannunzianismos de segunda fila…), unido todo por la intención explícita de acumular efectos. Y, no obstante, el mensaje pretende ser intencionado en cuanto a tal: es formulado de modo que el lector se entusiasme con un autor que «escribe tan bien».

La impresión total, para el lector Midcult, es de una extrema tensión lírica. La narración no sólo es consumible, sino bella, y pone a su disposición la belleza. Entre esta belleza y la de las muchachas de la página central de Playboy no existe mucha diferencia; salvo que, siendo ambas gastronómicas, la segunda ostenta una hipocresía más maliciosa, la representación fotográfica exige una referencia real, de la cual existe forzosamente incluso un número de teléfono. El verdadero Kitsch, en cuanto Mentira, está en el fragmento de arte de Ray Bradbury.

Conclusión

Así se completa la escala de posibilidades. En el plano de la reflexión estética el Kitsch, definido en su estructura comunicativa, ha adquirido fisonomía propia.

Con todo, bastaría un solo individuo que, excitado por la lectura de Bradbury, se acercara por primera vez a Picasso, y ante las obras de éste, reproducidas en cualquier libro, encontrase el camino para una aventura personal, en la que el estímulo Bradbury se hubiera consumado, para dejar paso a una vigorosa y original toma de posesión de un modo de formar, de un modo pictórico… Bastaría esto para hacer sospechosas todas las definiciones teóricas acerca del buen y del mal gusto.

Pero son éstas, elucubraciones del tipo de «los caminos del Señor son infinitos»: la enfermedad puede acercar a Dios, pero para un médico, por muy creyente que sea, el primer deber es diagnosticar y curar las enfermedades.

Como máximo, debe mantenerse una sospecha ante cualquier investigación sobre los mass media que tienda a establecer conclusiones definitorias. En el interior de la situación antropológica «cultura de masas» están al orden del día mediaciones y reversiones; el polo de la recepción puede configurarse de modo tal que modifique la fisonomía del de la emisión, y viceversa.

A veces el Kitsch se halla en el mensaje, a veces en la intención del que lo recibe o del que lo ofrece como producto distinto de aquello que realmente es. Por ejemplo, un modelo de Kitsch musical lo constituye el Concierto de Varsovia de Addinsell, con su acumulación de efectos patéticos y sugestiones imitativas («¿oyes?, son los aviones que están bombardeando»), utilizando reclamos chopinianos a mansalva. Y es un modelo de disfrute Kitsch aquel fragmento de Malaparte en que describe (en La piel) una reunión de oficiales ingleses, en que se escuchan las notas de esta música, que al autor le parece en los primeros momentos Chopin, pero que luego se revela como un Chopin falso y adulterado, cuando uno de los presentes exclama con delicia: «Addinsell es nuestro Chopin». En este sentido, la mayor parte de la música considerada ritmo-sinfónica, en su deseo de amalgamar la gracia de la música de baile, la osadía del jazz y la dignidad del sinfonismo clásico, no consigue efectos distintos de los que consigue Addinsell. Pero cuando el compositor es un hombre dotado, puede ofrecer un producto que tenga una necesidad estructural, que pueda escapar al Kitsch y convertirse en un correcto producto medio, una agradable divulgación de los más arduos universos musicales. Tal es, por ejemplo, la Rapsodia in blue, de Gershwin, al cual es imposible negar cierta originalidad de soluciones, y un considerable frescor al resucitar material folclórico americano en forma inopinada. Pero en el momento en que esta composición (legítimamente audible como distensivo y honesto estímulo de relajamiento y de fantasía) es interpretada en una gran sala de conciertos, dirigida por un director de frac, y escuchada por un público interesado en celebrar los ritos tradicionales del sinfonismo, se convierte inevitablemente en Kitsch, porque estimula reacciones no proporcionadas a sus intenciones y a sus posibilidades. Es descodificada siguiendo un código que no es el original.

No pueden, en cambio, ser consideradas Kitsch las canciones bailables del mismo autor, perfectamente audibles y agradables. Porque Gershwin nunca pensó que Lady be good pudiera llegar a constituir un monumento de las discotecas cultas, sino que se ha limitado a vender lealmente la obra a su público, como una simple máquina para invitar a bailar, como un estímulo a la evasión; y como tal, funciona sin reservas. Se podrá luego desplazar el discurso, y formularse la pregunta de si una evasión como la de los bailables es conveniente para una vida equilibrada; o de si la letra de tipo amoroso de una canción no llegará a degenerar en puro y superficialísimo flirt. Pero esto sería penetrar en otra esfera del problema. Aceptada una situación en que se hace funcional una música capaz de suscitar un tipo especial de excitación fisiológica y afectiva, la canción gershwiniana cumple con gusto y medida su propia finalidad.

También el fragmento de El Gatopardo ya citado, honesto en sus propias intenciones de noble producto de entretenimiento, puede asumir una pretensión excesiva cuando es propuesto como ejemplo de mensaje poético, revelación original de aspectos de la realidad que —antes que la misma obra— habían permanecido encubiertos e inexplorados. Pero en tal caso, la responsabilidad de haber producido Kitsch no debe ser atribuida al autor, sino al lector, o al crítico que ha propuesto el mensaje extrayéndolo de un código que impone una interpretación arbitraria, y que obliga al lector a considerar el sabor de fresas de la boca, los ojos verdes como los de las estatuas, y la cabellera color noche, como estilemas de un mensaje, a intencionarlo así y a gozar la propia originalidad de visión[74]. En el panorama de la cultura de masas no se puede afirmar, sin embargo, que la secuencia de las mediaciones y de los préstamos sea de sentido único. No solamente el Kitsch toma prestados estilemas de una cultura de propuesta para incluirlos en sus propios frágiles contextos. Hoy es la cultura de vanguardia la que, reaccionando ante una situación masiva y agobiante de la cultura de masas, toma prestados del Kitsch sus propios estilemas. No hace otra cosa el pop-art cuando individualiza los más vulgares y pretenciosos símbolos gráficos de la industria publicitaria y los hace objeto de una atención morbosa e irónica, ampliando su imagen y trasladándola al cuadro de una obra de galería. Venganza de la vanguardia sobre el Kitsch, y lección de la vanguardia al Kitsch, porque en este caso el artista muestra al productor de Kitsch cómo puede insertarse un estilema extraño dentro de un nuevo contexto sin cometer un pecado contra el gusto: y la marca de una bebida o la historieta lánguida, objetivadas en una tela, adquieren una necesidad de que antes carecían[75].

Pero también en estos casos, por regla general, no tarda en presentarse la venganza del Kitsch sobre la vanguardia. Porque ya está sucediendo que el procedimiento del pop-art sea modificado por unos carteles que utilizan, para provocar efectos y ostentar un alto nivel de gusto, los estilemas de la nueva vanguardia para producir un nuevo Kitsch. Y esto no es otra cosa que un episodio del fenómeno, típico de toda sociedad industrial moderna, de la rápida sucesión de los estándares para los que también en la esfera del gusto cualquier innovación corre el peligro de convertirse en producción de una costumbre y de un vicio futuros.

La dialéctica entre vanguardia y artesanía de masas (que se refiere a lo que es Kitsch y a lo que el Kitsch no es, ya producto destinado a usos prácticos, ya correcta mediación de adquisiciones del arte) manifiesta tanto su ritmo alarmante como sus automáticas posibilidades de recuperación. Pero deja también entrever la posibilidad de intervenciones operativas; de las cuales, sin embargo, la última que debe ser intentada, y la más engañosa, es la restauración aparente de una adhesión a los valores intemporales de una Belleza que, generalmente, encubre el rostro, cómodo y remunerador, del Kitsch.