LA CANCIÓN DE CONSUMO
Los autores de Le canzoni della cattiva coscienza[156] han querido estudiar desde cuatro puntos de vista complementarios el problema de la canción de consumo, de la música «gastronómica» producida por una industria de la canción, para examinar algunas tendencias que aquélla localiza (y cultiva) en el mercado nacional. Ya el haber restringido el campo de investigación a una música «gastronómica», sugiere el carácter polémico de los estudios; y meditando sobre el hecho que aquí se examina y se somete a juicio la familia de la «mala música», dirigida a la satisfacción de exigencias banales por definición, epidérmicas, inmediatas, transitorias y vulgares, el lector podría pensar que los autores han empleado un considerable número de páginas para convencernos de lo que nunca pusimos en duda. Pero los autores han intentado definir —a través de un análisis vivo e irritado a veces— las razones históricas y estructurales de un mal hábito musical.
Michele L. Straniero examina paso a paso la historia de la canción en Italia desde el crepúsculo de la sociedad umbertina y a través de la canción en boga en los años veinte, hasta el umbral de nuestra «primavera neocapitalista», poniendo en evidencia nexos y paralelismos significativos. Sergio Liberovici identifica un «modelo» de solución rítmica, el tercinato, y partiendo de éste (elegido como punto de vista circunscrito por exigencias de método) desarrolla un estudio sobre los malos hábitos musicales, precisamente en cuanto musicales, localizando sus raíces y mecanismos en una manera de hacer música, en la circulación de modelos formales, en su comercio, en su plagio circular y sistemático. Emilio Jona intenta una especie de psicoanálisis del autor de letrillas, o, como más adelante veremos, de psicoanálisis de las fórmulas por las que el autor de letras de canción, reducido a entidades convencionales e intercambiables, es dominado y llevado a hablar. Y finalmente, Giorgio di Maria trata el problema de la canción industrializada, vista como derroche de sonidos, en un más vasto horizonte de cultura, y en sus conexiones con otros fenómenos históricos de los que se había ocupado hasta ahora más la musicología académica que la historia de las costumbres.
El lector ve dibujarse así un panorama de la música gastronómica, del cual es posible deducir la existencia de algunas líneas de desarrollo y de direcciones de marcha no casuales. La música gastronómica es un producto industrial que no persigue ninguna intención artística, sino la satisfacción de las demandas del mercado. Pero la pregunta que estos ensayos formulan, y a la cual responden, es si la producción industrial de sonidos se adapta a las libres fluctuaciones de este mercado, o no interviene más bien como plano pedagógico preciso para orientar el mercado y determinar las demandas. Si el hombre de una civilización industrial de masas es, como nos lo han mostrado los sociólogos, un individuo heterodirigido (para el cual piensan y desean los grandes aparatos de la persuasión oculta y los centros de control de gusto, de los sentimientos y de las ideas; y que piensa y desea conforme a los designios de los centros de dirección psicológica), la canción de consumo aparece en tal caso como uno de los instrumentos más eficaces de coacción ideológica del ciudadano de una sociedad de masas.
El análisis de los autores está guiado en el fondo por algunos principios de método que podrían fácilmente resumirse así: la canción de consumo es analizada como superestructura, y es en la estructura económica del sistema donde buscaremos las razones por las que la misma es así y no podría ser de otra forma. El que la adopción de este método haga unilateral y más áspera la investigación se da por descontado, pero por lo menos, obrando de tal guisa, los autores demuestran hallarse inmunes de un vicio que acecha a los mejores críticos de la sociedad de masas: el odio hacia la masa, y la tendencia en situar en su incurable bestialidad la raíz de todos los males. Los autores de este libro se preguntan por qué motivos históricos-sociales, en el ámbito de qué determinaciones concretas, la masa (a la que en muchos momentos del día pertenece, sin excepción, cada uno de nosotros) se ha identificado con un producto musical. La relación entre un conjunto de condiciones históricas y un conjunto de modelos musicales que lo reflejan y corroboran a su perpetuación. La «gente», a Dios gracias, no es incluida en esta crítica de un aspecto de nuestra cultura de hoy.
El verdadero objeto de la polémica y de la acusación no son siquiera los autores concretos, los propios intérpretes (como tampoco son, según hemos visto, los consumidores). Si así fuera, el hecho de que Jona, por ejemplo, se detenga en una búsqueda de las alusiones sexuales en los más banales versos de canciones alegres, debería llevar a pensar en los libretistas como en una rama de obsesos dispuestos a comerciar a sabiendas con una pornografía de vía estrecha. El mal es mucho más grave. Si un resultado arroja el análisis de este libro, es precisamente mostrar cómo el mundo de las formas y los contenidos de la canción de consumo, constreñido a la dialéctica inexorable de la oferta y la demanda, sigue una lógica de las fórmulas propia, de la que las decisiones de los artesanos se hallan totalmente ausentes. No se halla ausente la responsabilidad, adviértase, que se adquiere en el momento en que el autor decide producir música de consumo para el mercado que la exige y la exige tal cual es. Pero, adoptada esta decisión, todo invento, por la propia necesidad de las condiciones mecánicas indispensables al éxito del producto, desaparece. Si, como dijo Wright Mills en White Collar, en la sociedad de masas la fórmula sustituye a la forma (y la fórmula precede a la forma, a la invención, a la propia decisión del autor), el campo de la música de consumo se presenta como modelo típico. Véanse las páginas de Liberovici (en las que toda observación es apoyada por documentos musicales) sobre el calco casi literal de los esquemas introductivos en una serie de canciones; un ejemplo sucede a otro, una canción copia a la otra, en cadena, casi por necesidad de estilo, de parecido modo a como se desarrollan determinados movimientos de mercado, más allá de la voluntad de los individuos. Y no cuenta, diremos, Liberovici, que el Cayo de su ejemplo sea un pequeño estafador que intenta vivir parasitariamente del éxito de la canción ajena, imitando sus parámetros. En realidad, donde la fórmula sustituye a la forma, se obtiene éxito únicamente imitando los parámetros, y una de las características del producto de consumo es que divierte, no revelándonos algo nuevo, sino repitiéndonos lo que ya sabíamos, que esperábamos ansiosamente oír repetir y que nos divierte.
¿Hay algún espectador, entrando en otro campo, que repare en el mecanismo amarillo de las diversas escenitas publicitarias del inspector Rock? El mecanismo amarillo cambia cada vez; sin embargo, no es esto lo que nos interesa: nos interesa sólo el momento en que, a la adulación de «¡pero usted no se equivoca nunca!», Cesare Polacco se quita el sombrero, descubre su calvicie, y pronuncia las fatídicas palabras de «sí, una vez me equivoqué», etcétera. Sólo en este punto la escena nos agrada, y nos sonreímos uno a otro, como les agrada a los niños oír repetir el cuento que ya conocen. Es el mecanismo en que se basa la novela amarilla de personaje fijo, la historieta de tebeo, la historia primitiva y aquella forma elemental de estructura musical que es el ritmo del tam-tam. El análisis de Liberovici demuestra que en la canción de consumo toda la administración del placer se funda en esta mecánica: el plagio no es ya delito, sino la última y más completa satisfacción de las exigencias del mercado. Y es el último y más completo acto pedagógico de homogeneización del gusto colectivo y de su esclerotización bajo exigencias fijas e inmutables, en las que la novedad es introducida con tino, a dosis, con el fin de despertar el interés del comprador sin contrariar su pereza.
De tal forma, todas estas investigaciones nos proporcionan una radiografía de las intenciones impersonales que rigen la industria de la canción. Otros han realizado análisis sobre las degeneraciones semánticas que hacen que, al hablar, seamos hablados por las fórmulas de la lengua y por su propia estructura sintáctica (no es casualidad que un cultivador de la General Semantics, Hayakawa, haya dedicado un ensayo penetrante, al que se refiere también Jona, a la canción de consumo en América); otros han analizado las «mitologías» en que se urde nuestro comportamiento psicológico y social. A este nivel podemos examinar la contribución aportada por Straniero, Liberovici, Jona y De Maria, aun en los momentos —y a veces ocurre— en que la indignación del moralista aventaja a la frialdad del analista, que por sí sola sería igualmente justiciera.
La canción «diversa»
Sería inexacto pensar que este libro implica un acto de desconfianza hacia la «canzonetta», hacia la música no «seria» (no de concierto, no experimental), hacia la música «aplicada» en general, la música de entretenimiento y evasión, juego y distracción. Y no es por supuesto necesario que estos factores sean sinónimos de irresponsabilidad, de automatismo, vulgaridad o glotonería. Creo que vale la pena rendir este tributo a los cuatro autores de la obra, que figuraron y figuran entre los iniciadores de un movimiento prorenovación de la música ligera en nuestro país. Atentos a los problemas de la música popular, admiradores de una tradición de la canción que en otros países ha proporcionado valiosas pruebas (ofreciendo textos de nivel poético, melodías de indudable dignidad y originalidad), han sido en realidad ellos los que han dado vida al movimiento Cantracronache que ha influido más de lo que generalmente se cree en las costumbres musicales. Cuando los Cantacronache iniciaron la composición de sus canciones, movilizando a autores de letras como Calvino o Fortini, reinventando un folclore velado ya por la nostalgia debida a la distancia, lanzando algunos ejemplos de canción polémica, voluntariamente ultrajante (anticonformista diríamos, si el esnobismo no se hubiese adueñado hace tiempo del proyecto, reduciéndolo a fórmula, como ocurre con todas las posturas de vanguardia), cuando los Cantacronache pusieron en circulación los primeros discos o se presentaron ante un auditorio de masas en algunas manifestaciones populares, en Italia existían pocas tentativas aisladas de personas de buena voluntad. Existió el «caso Fo», el «caso Vanoni», se dio Roberto Leydi que perseguía un paciente redescubrimiento del folclore popular (anárquico, renacentista, existencial, proletario), estaba adquiriendo forma el «caso Betti». Pero eran casos aislados.
No sabríamos decir si los Cantacronache actuaron como catalizador, o constituyeron un fermento sólido que, uniéndose a otros, dio cuerpo a aquello que se aprestaba a convertirse en corriente práctica musical, en costumbre, dejando de ser un «caso». Lo cierto es que hoy, a siete u ocho años de distancia, podemos encontrar en Italia un activo filón de autores, músicos y cantantes que componen las canciones de forma distinta a los demás. «Canzoniere Minimo», de Giorgio Gaber, ha prosperado en la televisión haciendo que se escuchen cantantes que no vociferan, que renuncian a lo que la gente creía que era la melodía, que parecen rechazar al ritmo, si ritmo era para el gran público únicamente el de Celentano, que cantan canciones en que las letras cuentan y se hacen escuchar. Y son letras que no hablan necesariamente de amor, sino de muchas otras cosas; y que si nombran el amor no lo hacen en fórmulas abstractas, sin tiempo y sin lugar, sino que lo circunscriben, dándole como fondo los bastiones de Porta Romana o los domingos tristes y dulces de una periferia industrial y lombarda. Diremos asimismo que este nuevo filón de la canción, partiendo de la sátira política, de la absorción un poco esnob de canciones de bajos fondos, ha logrado por un lado restituir al gran público una canción civil, plagada de problemas, con auténtica y verdadera conciencia histórica (recuérdese el éxito obtenido en Milán por un espectáculo como «Milanin Milanon»), y por otro ha reencontrado los senderos de la canción de amor a través de lo que en otra ocasión hemos definido como «neocrepusculismo comprometido», del que uno de los ejemplos más evidentes es la canción de Margot, que no por casualidad ha comenzado a hallar un éxito inesperado en algunas grandes comunidades obreras piamontesas, que con ella han descubierto una nueva y más verdadera dimensión del evadirse cantando.
Hasta dónde puede dar de sí este filón es algo que ignoramos, pero no creemos que se trate de una renovación de costumbres que gradualmente vaya abriéndose camino hacia los auditorios populares. Se trata en todo caso de un proceso que se ha iniciado y no quedará sin consecuencias.
Una propuesta de investigación
Pero, si se desea obrar con mayor responsabilidad en el ámbito de una sociedad en la que operar culturalmente, será preciso tener en cuenta un tercer orden de problemas, que este libro sugiere pero no afronta.
Hasta el presente hemos considerado dos posibilidades operativas: de una parte un análisis ético-político de las corrientes negativas del mundo de la canción de consumo; de otro la investigación aún experimental de una canción «distinta». El análisis de las corrientes negativas hace justicia a algunos equívocos, desmitifica costumbres peligrosas, nos indica qué insidias minan paternalistamente la sensibilidad colectiva. La propuesta de una canción «distinta» intenta vías alternativas. Pero ¿de qué modo las recorre? Fatalmente, preciso es decirlo, a nivel aún «culto» (y se entiende por «culto» un modo de entender los valores que deriva de toda una tradición cultural de cuño humanístico; tradición sobre la cual nos hemos formado pero que no nos ofrece instrumentos adecuados para resolver los problemas planteados por la existencia de una comunidad más vasta y diferenciada que aquella a la que se dirigía la cultura humanística, y que está elaborando de modo peculiar, casi siempre aberrante, una escala propia de valores).
La nueva canción ha sostenido una polémica contra la melodía gastronómica, y ha ido a buscar modos nuevos en la música sacra y la música de folclore; ha sostenido una polémica contra el ritmo gastronómico y ha elaborado «recitados», «continuos» discursivos aptos para poner de nuevo de relieve los contenidos, no intentando atenazar la atención del auditorio valiéndose de un ritmo primitivo, sino mediante la presencia invasora de conceptos y llamadas no usuales. El resultado ha sido una canción que la gente se reúne para escuchar. Corrientemente la canción de consumo se utiliza haciendo otra cosa, como fondo; la canción «distinta» exige respeto e interés.
En Italia hacía falta (como no falta en Francia) una canción de este tipo, y ha sido un mérito y un éxito haberla hecho agradable y necesaria. Pero una canción que exige respeto y atención significa, además, aunque sea a nivel de una cultura de masas, una opción «culta». Representa un punto máximo al que la cultura de masas puede aspirar; el primer escalón hacia una educación ulterior del gusto y de la inteligencia, a través de la cual llegar a experiencias más complejas. Un paso fundamental, pero que no representa la respuesta a todos los problemas del consumo musical de masas.
Hemos mencionado antes una música «aplicada», de evasión y de entretenimiento, y hemos hablado de aquella tendencia primitiva (que emerge incluso en el más culto de nosotros) que nos lleva a gozar, durante la jornada, de momentos de reposo y de distensión en los que la llamada elemental de un ritmo repetido, de un aire conocido, de un scherzo verbal o de un modelo narrativo sin imprevistos, se revela como complemento indispensable de una vida psíquica equilibrada. Canturrear cada mañana el mismo estribillo o leer la misma historia de Jiggs and Maggie (que cambia en cuanto al texto exterior, pero es en esencia la misma y precisamente por esto gusta), no constituye degeneración de la sensibilidad o embotamiento de la inteligencia. Constituye un sano ejercicio de normalidad. Cuando representa el momento de pausa. El drama de una cultura de masas consiste en que el modelo del momento de pausa se transforma en norma, en sustitutivo de toda otra experiencia intelectual, en amodorramiento de la individualidad, en negación del problema, en rendirse al conformismo de los comportamientos, en el éxtasis pasivo exigido por una pedagogía paternalista que tiende a crear súbditos adaptados. Poner en tela de juicio la cultura de masas tachándola de situación antropológica en que la evasión episódica se transforma en norma, es muy justo. Y es un deber. Pero tachar de radicalmente negativa la mecánica de la evasión episódica es algo distinto, y puede constituir un peligroso ejemplo de ybris intelectualista y aristocrática (profesada casi siempre sólo en público, porque en privado el moralismo severo aparece a menudo como el más ferviente y silencioso adepto a las evasiones que en público censura por profesión).
El hecho de que la canción de consumo pueda atraerme gracias a un imperioso aguijón del ritmo, que interviene dosificando y dirigiendo mis reflejos, puede constituir un valor indispensable, que todas las sociedades sanas han perseguido y es el canal normal de desahogo para una serie de tensiones. Y es un ejemplo entre muchos. He aquí, pues, que se perfila una primera línea de investigación, que consiste en localizar en los mecanismos de la cultura de masas valores de tipo inmediato y vital, a considerar como positivos en un diverso contexto cultural.
Pero no se trata sólo de esto. El éxtasis, el encanto emotivo del fruidor estándar de la canción ante una llamada «gastronómica» que nos ofende a justo título, puede constituir para aquel tipo de fruidor la única posibilidad que se le ofrece en el ámbito de un determinado campo de exigencias, allí donde la «cultura culta» no le ofrece ninguna alternativa. Valdría la pena (al límite) registrar algunas expresiones verbales que un fruidor «ingenuo» pronunciase sobre las emociones que experimenta oyendo un disco del ruiseñor comercial del turno; y traduciendo las manifestaciones ingenuas a términos técnicos podría darse que descubriéramos que el tipo de emoción anotado es el mismo que el gozador «culto», ante un producto musical «culto», denunciaría como «emoción lírica», como intuición sentimental de una totalidad. Semejantes análisis revelarían interesantes vías de discusión, ya para comprender mejor el tipo de valores gozado por el sujeto «ingenuo», ya para valorar la inadecuación categorial de la definición «culta» respecto al producto «culto» (y entraría en crisis tanta estética). Pero sin adentrarnos en terrenos tan peligrosos, quisiéramos sugerir una experiencia imaginaria, de la cual podrían partir una serie de hipótesis de trabajo y de elaboraciones metodológicas más rigurosas, para proceder luego a experimentos reales, concretos, a nivel estadístico.
Elijamos un modelo de fruidor «ingenuo», entendiendo por tal al consumidor no determinado por prejuicios intelectuales de origen «culto». Podría tratarse de un obrero o de un pequeñoburgués. Naturalmente, una investigación metodológicamente correcta debería desarrollarse a mayor número de niveles sociales y psicológicos; para comprobar por ejemplo hasta qué punto en el ámbito de una cultura de masas los niveles sociales constituyen elemento de diferenciación de la fruición (es razonable la sospecha de que la pedagogía continuada de una cultura de masas esté ya realizando por propia cuenta un peligroso interclasismo psicológico, que en el plano del gusto representa lo que en la costumbre política, el qualumquismo; en otras palabras, se trataría, bajo otra forma, del desafío que —en una civilización neocapitalista— el mito del «seiscientos» y del televisor están lanzando a la conciencia política).
Entrevístese al consumidor «ingenuo» sobre x modelos de respuestas posibles que debe dar con el fin de registrar qué es lo que experimenta escuchando determinada canción. Para elaborar los modelos de las respuestas posibles, deberíamos aceptar una hipótesis de partida sobre las posibles funciones de un producto artístico (entendiendo «artístico» en su sentido más general). Charles Lalo, por ejemplo, sugería cinco posibles funciones del arte:
1. Función de diversión (arte como juego, estímulo a la divagación, momento de pausa, de «lujo»);
2. Función catártica (arte como solicitación violenta de las emociones y consiguiente liberación, relajación de la tensión nerviosa o, a nivel más amplio, de crisis emotivas e intelectuales);
3. Función técnica (arte como propuesta de situaciones técnico-formales, a gozar en cuanto a tales, valoradas según criterios de habilidad, adaptación, organicidad, etc.);
4. Función de idealización (arte como sublimación de los sentimientos y de los problemas, y por tanto como evasión superior —y pretendida como tal— de su contingencia inmediata);
5. Función de refuerzo o duplicación (arte como intensificación de los problemas o de las emociones de la vida cotidiana, hasta hacerlas evidentes y convertir en importante e inevitable su coparticipación o consideración).
Aplíquese este modelo a las posibles reacciones de nuestro sujeto «ingenuo» ante una canción.
1. Podría parecerle una invitación al relajamiento, al reposo, como pretexto para olvidar los problemas de la vida cotidiana; se trata de una reacción normal que cada uno de nosotros es llevado a atribuir a una música de consumo.
2. Podría parecerle un campo de estímulos psicofisiológicos, apto para desencadenar las fuerzas de diversa índole y a coordinarlas según las leyes del pattern melódico, armónico o rítmico que determina el proceso; pensándolo bien se trata del tipo de fruición que realizamos a nivel mínimo, cuando utilizamos una música para ritmar nuestra atención mientras leemos, escribimos o hacemos otra cosa; y es el desahogo de tendencias reprimidas que se realiza en el desencadenamiento del twist. En su raíz, se trata aún de la función que los antiguos atribuían a la música como medicina de las pasiones, y nadie ha puesto nunca en duda que toda una serie de rituales de este género (las fiestas dionisíacas, por ejemplo) respondieran a exigencias profundas del cuerpo social. En la sociedad actual, reviste una función análoga el deporte, y es positiva cuando el deporte es practicado, aberrante cuando el deporte es observado mientras otros lo practican, cual ocurre en los estadios. En este último caso quizá, ante el espectáculo preocupante ofrecido por amplios grupos humanos que de esta catarsis dominical hacen la finalidad de toda la semana, reduciendo así lo que debía ser principio de purificación a principio de obsesión, podría oponerse el testimonio irrefutable de todos cuantos, dando prueba de equilibrio intelectual en la vida todos los días, afirman hallar en semejantes prácticas, debidamente dosificadas, ocasiones de distensión que nadie podría negarles honestamente.
3. La canción podría parecerle un objeto técnico a estimar por sus valores constructivos, estímulo, pues, para un ejercicio de crítica estética que aunque elemental no debe subvalorarse. Sería en tal sentido interesante ver hasta qué punto los hallazgos rítmicos y tímbricos del producto, sus soluciones melódicas y armónicas, son advertidos como tales y gozados por sí mismos, y no gozados inconscientemente como estímulos para una respuesta de tipo «catártico». Sería interesante valorar hasta qué punto interviene dicho factor en el éxito obtenido por nuevas tendencias de la canción (los que gritan, contra los melódicos) y registrar el peso real de semejantes valoraciones en el contexto general de la respuesta conjunta al estímulo-canción.
4. La canción podría describirse como idealización de los grandes temas del amor o de la pasión. En este caso nos hallaremos ante el tipo de reacción inferior y más destacadamente «ingenuo», pero no sería inútil anotar, en un grupo social o en una categoría psicológica dada, hasta qué punto el referido factor influye y en qué medida prevalece sobre los demás.
5. A igual título, la canción podría ser gozada como el momento privilegiado en que los problemas de la vida adquieren fuerza y forma y son sometidos a apasionada consideración. Así en el caso 4 se nos presentaría la canción como elemento narcótico capaz de atenuar ficticiamente tensiones reales gracias a una solución de elemental misticismo, y en el caso 5 la canción aparecería como excitante capaz de suscitar disposiciones emotivas, de otro modo irrealizables, en una sensibilidad perezosa (el caso 5 comprendería, pues, también las excitaciones de carácter erótico).
Dando por descontado que las respuestas no tenderían probablemente hacia una sola de las direcciones, sino que propondrían diversas formas de dosificación de todas estas reacciones de fruición, es lícito pensar que las respuestas de tipo 1, 2 y 3 indicarían la presencia de elementos estructurales (en la canción examinada), y de esquemas de reacción (en el sujeto), que debidamente instrumentalizados y críticamente aceptados podrían constituir un valor positivo y no despreciable.
Las respuestas de tipo 4 y 5 denunciarían probablemente posturas desdeñables, pero plantearían otro problema: dado que idealización e intensificación pueden constituir valores positivos en aquellas obras que solemos considerar altamente «artísticas» (la Divina Comedia, o la Quinta, Madame Bovary o Guernica), las respuestas del sujeto interrogado abrirían el camino hacia una investigación estructural para poner al descubierto las diversas condiciones merced a las cuales las obras antes mencionadas logran provocar reacciones catalogables de la misma forma, sin obtener efectos de pura narcosis ni de mera excitación. Es evidente que se trata del viejo problema de la «pureza» de la obra de arte, pero la comparación con el producto inferior serviría, por un lado para clarificar el mecanismo estructural de éste, y por otro para preguntarnos si en las obras «superiores» se observa de verdad y siempre aquella pureza y aquel desinterés de que habitualmente se habla, o si su fruición comporta también en cambio elementos como los denunciados por el sujeto en cuanto al producto de consumo; y en qué medida en ambos tipos de productos se organizan estos elementos con otros hasta arrojar resultados netamente distintos. Se abriría sobre todo el camino hacia una nueva cuestión: ¿los sujetos analizados disfrutan valores de idealización e intensificación en la forma tosca consentida por los productos de consumo porque escogen este particular tipo de fruición, o porque la cultura actual no les ofrece alternativas posibles, o sea, productos capaces de estimular reacciones análogas de modo más crítico y complejo partiendo sin embargo de bases comunicativas adecuadas a ellos?
Un mito generacional
He aquí cómo una investigación aparentemente analítico-descriptiva, una especie de lista de referencia capaz de dar razón de las oscilaciones del gusto en un contexto sociológico dado, podría abrir perspectivas críticas más profundas para el diagnóstico de un sistema. Ver los productos de la cultura de masas como respuesta industrializada a exigencias reales, puede hacer que nos apercibamos de una carencia de valores que trasponga el hecho musical específico. Y puede sugerirnos las direcciones a lo largo de las que operar culturalmente para una modificación de los datos de hecho a través de una sustitución preliminar de los «modelos de comportamiento». Léase la encuesta realizada por Roberto Leydi en L’Europeo del 12 de enero de 1964 (que, publicada cuando se escribían estas páginas, parece una interesante anticipación, a nivel periodístico, del tipo de investigación que propondremos a un nivel más complejo y riguroso): se trata de una serie de respuestas, dadas por un grupo de muchachos de situación social diversa, relativas a sus preferencias musicales.
El tono dominante de las respuestas implica el reconocimiento de cierta producción de consumo (Celentano, Rita Pavone, Françoise Hardy) como música «nuestra» (de los adolescentes) por excelencia: a defender contra la incomprensión de los adultos, a sentir como propia en cuanto es negada por los adultos. Las respuestas especifican en varios puntos que las canciones en cuestión «interpretan nuestros sentimientos y nuestros problemas»; de ellas cuenta no tan sólo el ritmo o la melodía, cuentan también las letras, cuentan los problemas del amor (en cuanto «único tema verdaderamente universal») expresados según una problemática adolescente. Una generación se reconoce en cierta producción musical; no la emplea sólo, adviértase, la asume como bandera de igual forma que otra generación asumía al jazz. La asunción del jazz comportaba, además de una adhesión instintiva al espíritu del tiempo, un proyecto cultural elemental, la elección de una música ligada a tradiciones populares y al ritmo de la vida actual, la elección de una dimensión internacional y el rechazo de un falso folclore extracampesino de evasión identificado con el «ventenio» o con la política cultural de los teléfonos blancos. En la asunción de cantantes adolescentes por parte de los nuevos adolescentes se aprecia en cambio un comportamiento más inmediato, la elección instintiva de las únicas expresiones de «cultura» que parecen interpretar verdaderamente la problemática de una generación. Hasta tal punto que (seguimos al servicio de Leydi), interrogados sobre la influencia que sobre sus elecciones puede ejercer la acción persuasiva de la industria de la canción, los jóvenes entrevistados tienden a reafirmar con energía que son ellos los que eligen, que ninguna persuasión publicitaria incide efectivamente y a fondo sobre su comportamiento. Es, sin embargo, una energía dirigida no a la resolución del problema, sino a rechazarlo como ficticio, a apartarlo.
El panorama aparece entonces altamente dramático y ambiguo. A un lado tenemos, y lo sabemos, una continua modelación del gusto colectivo por parte de una industria de la canción que crea, a través de sus divos y sus músicas, los modelos de comportamiento que después, de hecho, se imponen; y cuando los muchachos creen escoger los modelos según un comportamiento individual, no se aperciben de que dicho comportamiento individual se articula según la determinación continua y sucesiva de los modelos. Al otro, tenemos la realidad de que, en la sociedad en que viven, estos adolescentes no hallan ninguna otra fuente de modelos; o por lo menos ninguna otra fuente tan enérgica e imperativa. Y en cuanto a la industria de la canción, está el hecho de que ésta, del modo aberrante que numerosísimas investigaciones analizan suficientemente, intuye y satisface unas tendencias auténticas de los grupos a los que se dirige. Siempre refiriéndonos al estudio periodístico mencionado, puede comprobarse que las respuestas de los jóvenes indican en «sus» canciones exactamente la satisfacción de aquellas exigencias de idealización e intensificación de los problemas reales de que se ha hablado.
Se tiene así el problema de una única fuente, industrializada, de las respuestas a algunas exigencias reales; pero en tanto que industrializada, la fuente no tiende tanto a satisfacer las exigencias como a volver a promoverlas en forma siempre variada. Así, el círculo no se rompe, y la situación parece irresoluble. Acusad a la cultura de masas, salvaréis quizá el alma, pero no habréis sustituido con ningún objetivo real los objetivos míticos que queréis negar a vuestros contemporáneos. Alabad la función de Ersatz que la cultura de masas revierte, y os habréis hecho cómplices de su continua mixtificación.
Uno de los fenómenos más ejemplares, a este respecto, es a nuestro parecer el de Rita Pavone, vista como modelo de comportamiento. El personaje Rita Pavone constituye un nudo en que se hace evidente la ambigüedad conexa a todos los fenómenos que nos interesan. Liquidar el caso como ejemplo de mal hábito industrial, nos parece ingenuo. Exaltar al personaje con el espíritu esnob del intelectual que va a asistir a los ritos públicos que le son dedicados (feliz de, por una tarde, hacerse «masa» él mismo, y superar sin embargo a la masa merced al juicio irónico que formula formando parte de ella), es otra solución deprecable.
En sus primeras apariciones, Rita Pavone provocó perplejidades en cuanto a su edad. La Rita Pavone real podía tener dieciocho años (como luego se comprobó), pero el personaje «Pavone» oscilaba entre los trece y los quince. El interés suscitado se tiñó pronto de morbosidad. Había en aquella muchachita una especie de atractivo no reducible a las categorías usuales. Lo que el grito de Mina significaba, estaba claro. Mina era una mujer hecha, la excitación musical que provocaba no podía desentenderse de un interés erótico, sublimado si se quiere; pero en esto no había nada malsano. El moralista podrá denunciar el mito Bardot, pero el mito Bardot se apoya en tendencias perfectamente naturales, incluso allí donde juega con la fascinación turbia de la adolescente impúdica; el gusto de lo impúdico pertenece también a los proyectos de la madre naturaleza. Lo que el mito Paul Anka significaba, era también evidente: aquel formidable cortometraje que es Lonely Boy nos ha mostrado con abundancia de detalles el tipo de reacciones histéricas que el cantante provocaba tanto entre la multitud de las teen agers que acudían a oírle, como (de forma más contenida) entre las viejas señoras de un night club. En ambos casos, en la base de las manifestaciones aberrantes existía una sana tendencia erótica: se puede enloquecer a un individuo excitando su deseo sexual, pero ello no quita que el deseo sexual sea un hecho normal. Con Rita Pavone, sin embargo, tenía lugar una especie de estímulo más difuminado e impreciso. La Pavone apareció como la primera diva de la canción que no era mujer; pero no era tampoco niña, en el sentido en que lo son los habituales e insoportables niños prodigio. La fascinación de la Pavone estribaba en el hecho de que en ella todo cuanto hasta entonces había sido tema reservado a los manuales de pedagogía y los estudios sobre la edad evolutiva se convirtió en elemento de espectáculo. Los problemas de la edad de desarrollo, aquellos por los que la muchacha sufre por no ser ya niña y no ser aún mujer, las turbaciones de una tempestad glandular que habitualmente produce resultados secretos y sin gracia, se convertían en ella en declaración pública, ademán, teatro, y adquirían gracia. Esta muchacha que se dirigía hacia el público con ademán de pedir un helado, y salían de su boca palabras de pasión; esta voz aún no educada, cuyo timbre, cuya intensidad eran las adecuadas para llamar a mamá, y que transmitía mensajes de pasión trastornadora; aquel rostro, del que, pasado el primer momento de estupor, se esperaban guiños maliciosos, y de pronto revelaba un mundo hecho de sencillez y medias blancas… En Rita Pavone por primera vez, ante una comunidad nacional, la pubertad se hizo ballet y adquirió plenos derechos en la enciclopedia del erotismo; a nivel de masa, adviértase, y con las consagraciones del organismo televisivo del Estado, ante los ojos pues de la nación anuente, no en las páginas de un Nabokov dedicado a compradores cultos y todo lo más a adolescentes curiosos.
En este sentido, Rita Pavone habría podido convertirse en el punto de referencia de una serie inextricable de proyecciones míticas, símbolo de inocencia y corrupción a un tiempo, hasta el punto de hacer pensar en su personaje como obra maestra de crueldad esclavista, una víctima de aquellos comprachicos de los que nos habló Víctor Hugo, cuyas siluetas eran deformadas por una cruel cirugía desde la cuna, para hacer de ellos monstruos a exhibir en las ferias. Pero si la adolescencia de esta muchacha se hubiese detenido artificiosamente en los presuntos trece años, convirtiéndola en espectáculo para la más varia calidad de curiosos, el fenómeno hubiera quedado inmediatamente restringido. La cultura de masas tiene, en su búsqueda de la «medianía», una especie de moralidad mecánica por la cual rehúsa todo aquello que es anormal, preocupada únicamente por fijarse sobre una «normalidad» que no moleste a nadie.
El hecho singular es que, en el censo mitológico de la industria cultural ligera, la edad de Rita Pavone se estabilizó rápidamente en los dieciocho años. El espectáculo con el que provisionalmente se despidió de la escena, ostentó como título No es fácil tener dieciocho años. Automáticamente, por una especie de alteración del mercado, el personaje halló su preciso camino y se convirtió en emblema de una generación, en modelo ejemplar de una adolescencia nacional que hace de los dieciocho años una especie de punto de referencia alrededor del que giran los problemas de las generaciones precedentes y posteriores. Así, Rita Pavone, de Caso Clínico que podía ser, se ha transformado en Norma Ideal y se ha estabilizado como Mito. En cuanto mito, encarna los problemas de sus fans; las ansias por el amor no correspondido, el despecho por el amor contrariado (en que la situación de Julieta y Romeo asume las dimensiones no legendarias que debe tener para afectar de cerca a los jóvenes), la elección entre un baile gimnástico, con funciones de sociedad, y el baile del ladrillo, con funciones eróticas (pero al propio tiempo el rechazo de un erotismo indiferenciado, la opción erótica reservada a uno solo, y por tanto una irrevocable declaración de moralidad, un diferenciarse de la genérica inmoralidad de los adultos). Hallamos aquí, satisfechas, las cinco exigencias antes supuestas: idealización e intensificación de la vida cotidiana, sacudida catártica debida a la intensidad del grito, cualidad técnica de un dictado armonioso nuevo y estimado como tal, evasión de un mundo construido por los adultos merced a la legalización, realizada por la cantante, de un mundo privado y reservado de la adolescencia: la canción —y el personaje que canta— no se convierten en Mito por casualidad, responden a todas las expectativas de su público.
Pero, y aquí está la contradicción, responden a ellas a la perfección porque al mismo tiempo desarrollan un cometido planificado del que los jóvenes fruidores no sospechan siquiera la existencia: El Mito Pavone hace que los problemas de la adolescencia se mantengan en una forma genérica. La adolescencia, a través de la mixtificación realizada por el mito, queda en clasificación biológica, y no se confronta con las condiciones históricas de un mundo en el que el adolescente vive.
Si nos molestamos en leer las respuestas dadas por los jóvenes a las varias preguntas formuladas por el Almanacco Bompiani 1964, hallaremos singularmente acentuada esta visión de la adolescencia como clase biológica que rechaza toda correspondencia con el mundo en que vive, que considera como dado por los adultos y al que se opone mediante programas y maniobras que hacen uso protestatario de las estructuras creadas por los adultos, sin prever su concreto recambio. Esta deshistoricización de los problemas se ejemplariza precisamente a través de uno de los éxitos de la Pavone (que desde hace tiempo hace furor en Francia) Datemi un martello. Pretexto para la danza, la canción se presenta como expresión de un petulante anarquismo juvenil, declaración programática contra algo, en la que lo que cuenta no es el algo sino la energía desplegada en la protesta.
En realidad la canción es la estandarización rítmica (según modos que el análisis de Liberovici sobre otros textos ayuda a comprender) de un canto político americano, If I had a hammer, en que las alusiones polémicas quedan más al descubierto y la protesta es dirigida contra objetivos reales, históricos. El martillo de que se habla originariamente es el martillo del juez: «Si poseyese el martillo del juez —quisiera golpear fuerte con él— para manifestar el peligro que estamos corriendo». El autor es Pete Seeger: sus canciones le han valido una condena de la Comisión para las Actividades Antiamericanas. Rita Pavone, en cambio, pide un martillo para: 1) dar en la cabeza a «aquella melindrosa» que acapara la atención de todos los muchachos de la fiesta; 2) golpear a todos cuantos bailan apretados uno contra otro y en penumbra; 3) romper el teléfono por el que dentro de poco va a llamar mamá diciendo que es hora de regresar a casa. Y he aquí cómo un mensaje, dotado ya de significado propio, es adoptado utilizando su configuración superficial y cargándolo de un mensaje de segunda potencia, envuelto en una significación nueva, con función consoladora; como para obedecer a una inconsciente exigencia de tranquilización. En este sentido, como dice Roland Barthes, el Mito se halla siempre a la derecha.
¿Será posible una operación cultural tal, a nivel de la música de consumo, que un nuevo compromiso como el manifestado por una canción «distinta», se realice teniendo en cuenta las exigencias profundas que de modo propio expresa incluso la más banal canción de evasión?
¿O una canción «distinta» será tal en la medida en que rehúya la popularidad y la circulación industrial, dado que en el contexto en que vivimos, la canción, para industrializarse, no puede hacer otra cosa que transitar por los caminos del Mito mixtificatorio, productor de exigencias ficticias?
Aunque así fuera —y aunque la solución a los problemas de una cultura de masas no implicase la proposición de nuevas formas culturales dentro de un contexto dado, sino la modificación radical del contexto para dar luego un nuevo sentido a las formas de siempre—, un análisis cada vez más profundo de los comportamientos de fruición del producto artístico de consumo tiene forzosamente que esclarecer el ámbito dentro del que nos movemos.
LA MÚSICA Y LA MÁQUINA
El oficio más fácil es siempre el de «moralista cultural». El moralista cultural es aquel que, con indudable inteligencia, identifica la aparición de nuevos fenómenos éticos, sociológicos y estéticos; pero una vez hecho esto, se sustrae a la empresa más peligrosa de ponerse a analizar estos fenómenos y tratar de descubrir sus causas, los efectos a largo plazo, las particularidades de funcionamiento; y prefiere entonces, con la misma inteligente perspicacia, estigmatizarlos a la luz de un pretendido «humanismo» y situarlos entre los aspectos negativos de una sociedad masificadora y fantacientífica.
Hoy no es raro encontrar moralistas culturales dispuestos a lamentar la venta y el consumo de «música hecha a máquina» o, peor aún, de «música enlatada»; es decir, el disco, la radio, las grabadoras y los nuevos sistemas de producción técnica del sonido, como son los aparatos de Ondas Martenot, los generadores electrónicos de frecuencia, los filtros, etcétera.
A estas recriminaciones podría responderse que, desde el comienzo de los tiempos, toda la música, salvo la vocal, se ha producido por medio de máquinas. ¿Qué son una flauta, una trompeta o, mejor aún, un violín, sino complejos instrumentos capaces de emitir sonidos si los maneja un «técnico»? Cierto que, entre el ejecutante y el instrumento se crea una relación casi orgánica, hasta el punto de que el violinista «piensa» y «siente» a través de su violín, hace del violín un miembro propio, carne de su propia carne; pero nadie ha demostrado jamás que esta relación «orgánica» se realice tan sólo cuando el instrumento conserva un carácter manual que le haga identificarse fácilmente con el cuerpo del que lo toca. En realidad, el piano representa una máquina muy complicada, en la que entre el teclado, que está en contacto físico con el ejecutante, y la fuente propiamente dicha del sonido, se sitúa como intermediario un complicado sistema de palancas tal que, ni siquiera el ejecutante, sino únicamente un especialista como el afinador, está en condiciones de poner a punto.
Por tanto, se puede llegar a la conclusión de que no es la complejidad de la máquina lo que influye en la posibilidad de «humanizar» un instrumento, y será posible imaginar un músico que componga una sucesión de sonidos produciéndolos y montándolos por medio de aparatos electrónicos y que, no obstante, conozca tan a fondo las posibilidades del instrumento propio que, ante sus paneles, se comporte tal como se comporta el pianista ante el teclado.
Dicho con otras palabras, en la medida en que un artista (ya sea compositor, ya ejecutante) conoce la materia sobre la que trabaja y los instrumentos con los que trabaja, el resultado de su obra siempre podrá ser vivificado por su imaginación, aunque haya operado con mediaciones técnico-científicas de complejidad diversa; lo cual sucede, por ejemplo, y sin que nadie se escandalice por ello, al arquitecto: realmente, éste no modela amorosamente con sus propias manos el palacio que construye, como lo haría el escultor con el bloque de greda, sino que dirige su crecimiento mediante «planos» y «proyectos» que a simple vista parecen áridos sistemas técnicos muy alejados del arte. Y lo mismo le ocurre al director de cine, el cual, para llegar a la realización concreta de la película que ha proyectado, debe pasar a través de una complicadísima serie de operaciones mecánicas y de organización. La conclusión es, por tanto, que (y esto vale también para la «música hecha a máquina») toda forma de arte se ejercita sobre una «materia física» poniendo por obra una «técnica»; que la complejidad de esa técnica no incide sobre aquellos factores «humanos» que presiden el ejercicio del arte, pero los obliga a manifestarse simplemente de maneras diversas; que, por último, tal como la resistencia de la piedra sugiere al escultor la forma de inventar, así las resistencias ofrecidas por cualquier medio técnico no matan la imaginación del artista, sino que más bien la provocan y la estimulan según nuevas direcciones[157].
Por consiguiente, la llegada de una «música de máquina» no plantea tanto nuevos problemas filosóficos y estéticos, cuanto una serie de problemas sociológicos, psicológicos y críticos, diferentes para la «música reproducida» y la «música producida por medio de máquinas».
La música reproducida
La llegada de la música reproducida ha cambiado las condiciones de consumo y de la producción musical en la misma medida en que la imprenta cambió las condiciones de la lectura y de la producción literaria; en ambos casos el cambio cuantitativo fue tal como para obtener cambios cualitativos.
La posibilidad de «enlatar» la música nace ya antes del siglo pasado, con los organillos y las pianolas; pero estos fenómenos quedan restringidos a determinados ámbitos de difusión y constituyen simple curiosidad y entretenimiento mecánico.
El problema sociológico nace cuando, con la invención del disco y del gramófono, con la producción industrial de estos instrumentos y con la creciente asequibilidad económica del producto, el consumo de música reproducida se convierte en asunto de masas. Al principio el disco ofrece una música cualitativamente inferior a la que puede escucharse en vivo, pero, poco a poco, el producto mejora técnicamente, y con la llegada del long play y de los equipos de high fidelity, el disco logra, al fin, permitir condiciones de audición ideales.
Al llegar a este punto, y trasladando la situación al nivel de hoy, a su actual punto de llegada, podemos observar una serie de consecuencias que sería difícil definir en bloque como simplemente negativas o positivas. En general se refieren no sólo al disco, sino también a la difusión radiofónica de música reproducida.
1) La difusión del disco conduce a un desaliento progresivo del diletantismo musical. Desaparecen las pequeñas comunidades de aficionados que se reunían para ejecutar tríos o cuartetos (sobreviven algunas de estas pequeñas comunidades en los países nórdicos, y también en Inglaterra, para reunirse participan en festivales organizados a este fin, como el de Dartington). Desaparece el ejecutante privado: la señorita de buena familia que toca el piano en casa. Por consiguiente, desaparece la educación musical coactada, que ha producido generaciones de jóvenes violinistas inhibidos y la figura típica de la fastidiosa rascatripas (magistralmente retratada en la Maggie-Petronilla de McManus). La gente escucha música reproducida y ya no aprende a «producir» música; y, sin embargo, la música se comprende a fondo produciéndola y no simplemente escuchándola. En conjunto, la desaparición del aficionado representa una pérdida cultural y agota un potencial vivo de fuerzas musicales. El fenómeno del joven que practica el jazz en la orquesta estudiantil representa una forma de recuperación, en muchos casos valiosísima, pero de dimensiones limitadas. Mientras aumenta el nivel general del alfabetismo y de la cultura, disminuye el número de los que saben leer música. Este empobrecimiento sólo puede remediarse con una educación escolar que tenga en cuenta la nueva situación que se ha creado a consecuencia de la difusión del disco.
2) A modo de réplica positiva, la difusión del disco desanima a las ejecuciones públicas de nivel mediocre, suprime toda razón de ser a los pequeños conjuntos sinfónicos y a las compañías operísticas destinadas a las giras por provincias, que, si por un lado cumplían una valiosa función «informativa», por otro lado difundían interpretaciones de mala calidad. Ahora el disco realiza la misma función informativa, de una manera más intensa y amplia, ofreciendo tan sólo, no obstante, interpretaciones de alto nivel. El campo del consumo se limita a las ejecuciones en vivo realizadas por valiosos intérpretes y a la reproducción y venta de las mismas.
3) Sin embargo, en su obra de difusión, el disco propaga sólo un repertorio comercialmente universal, alienta una determinada pereza cultural y una desconfianza hacia la música insólita. En tanto que el concierto en vivo puede introducir en un programa aceptable incluso músicas «difíciles» de imponer al propio público, el disco deber vender y vende «tan sólo lo que gusta». Estos límites puede obviarlos una buena política cultural radiofónica: el programa radiofónico tiene la misma intachabilidad que el del concierto.
4) Por otra parte, dada su difusión, el disco —ya sea, sin embargo, gracias a fenómenos esnobísticos— introduce en el aprecio musical a enormes grupos humanos que vivían al margen de una civilización del concierto. Sería injusto subestimar este hecho: personas que antes jamás habrían podido escuchar una sinfonía de Beethoven dirigida por un gran maestro, tienen hoy a su disposición el producto y pueden sentirse inducidas a oír en vivo la misma música en una sala de conciertos.
5) En este punto nace el problema de si la extrema disponibilidad del producto sonoro, ya sea a través del disco, ya a través de la radio, al eliminar el esfuerzo que había que hacer antes para «merecerse» la música (o producirla uno mismo o someterse al trabajo organizativo de peregrinar hasta la sala de conciertos más próxima, aceptando todo un ritual y disponiéndose psicológicamente a un consumo consciente y calculado) no contribuye a embotar la sensibilidad y a reducir la música a un objeto que ya no es de «audición» consciente, sino de trasfondo sonoro «percibido» como complemento habitual de otras operaciones domésticas, como la lectura, la comida, la conversación o el coloquio sentimental. La posibilidad de amarse sobre un «fondo» de música de cuerda, en otro tiempo reservada a los más impúdicos de los monarcas, se halla hoy a disposición de cualquier esteta pequeñoburgués. Si al disco se le añade la radiodifusión o —típico aparato para crear ambientes musicales— el hilo musical, habrá que admitir que el problema es más bien importante y nuevo en la historia del gusto y de las costumbres. Y si las consecuencias pueden ser limitadas en lo que respecta a la difusión de música «culta», el panorama cambia al pasar a la música ligera.
6) En el campo de la música ligera —sin plantearnos el problema de la validez estética de este género de producto— el disco, la radio, el hilo musical y el juke box proporcionan al hombre de hoy una especie de continuum musical en el cual moverse en todos los momentos del día. El despertar, las comidas, el trabajo, las compras en los grandes almacenes, la diversión, el viaje en coche, el amor, la excursión, el momento que precede al sueño, se desarrollan en este «acuario sonoro» en el que la música ya no se consume como música, sino como «rumor». Este rumor se ha hecho hasta tal punto indispensable que sólo dentro de algunas generaciones será posible percatarse del efecto de semejante práctica sobre la estructura nerviosa de la humanidad[158].
7) La difusión de la música ligera contribuye a una universalización del gusto; todo pueblo consume y goza del mismo género de música. Terminan las civilizaciones musicales autónomas.
8) En consecuencia, al disponer de música grabada de óptimo nivel ejecutivo, cesa la función de la música popular como producción autóctona de música de consumo. Sustituido el órgano de la iglesia por el altavoz, ningún párroco de aldea tendrá ya necesidad de encargar —o hacer él mismo— un nuevo Stille Nacht; en las ferias, juke boxes y gramófonos sustituyen al cantor ambulante, y en las tabernas suprimen al guitarrista o al que toca el acordeón, como lo han eliminado de las fiestas nupciales o de los bautizos rurales.
9) Estando sujeta a las leyes económicas típicas de un producto industrial —de modo diferente a lo que sucedía en la producción autóctona— la música reproducida debe consumirse rápidamente y envejecer pronto, de modo que se cree la necesidad de un nuevo producto. De aquí la presión ejercida, como ocurre con el automóvil o con las faldas de las mujeres, por el mercado para que los estilos cambien con rapidez y los discos «pasen de moda». Hoy, el twist ya ha envejecido con respecto al madison, y éste con respecto al surf. Si este ritmo acelerado somete la sensibilidad a una especie de excitación neurótica, por otro lado le impone también determinada gimnasia y le impide aquel acercamiento a fórmulas fijas, típico de las civilizaciones musicales populares, que constituía un factor de conservadurismo. La función que tenían estas tradiciones —la de conservar a través de los siglos un estilo determinado o una determinada técnica de ejecución— hoy viene asumida por las discotecas. Por otro lado, los grupos humanos dejan de tener raíces musicales y en los siglos venideros ya no podrán reconocerse, como sucede todavía hoy, en los propios repertorios tradicionales capaces de reasumir toda una historia y un ethos.
La producción mecánica de música de consumo
El hecho de que pueda reproducirse música con medios técnicos ha influido ante todo en la producción de esta misma música. A continuación ha estimulado la producción de música imaginada precisamente para el aparato reproductor, ya sea en el campo de la música de consumo, ya en el de la música «culta».
1) El estilo de la música de consumo viene determinado por las condiciones del consumo. El hecho de que cierta música ligera se consumiera como fondo de otras operaciones ha provocado el nacimiento del crooner, del cantante confidencial, de la música susurrada y de «ambiente», que ha marcado y marca una época de la canción; la difusión de los juke boxes, alquilados en los bares y en otros lugares públicos, y por tanto destinados a ser usados a alto volumen, ha provocado el surgimiento de una música que debería escucharse a todo volumen; es conocido el hecho de que la canción gritada se ha afirmado en el circuito de los juke boxes, no en el del disco o el de la radio.
2) El estilo de la música reproducida viene determinado por la naturaleza técnica de los medios de reproducción. El canto a lo Mina o a lo Betty Curtis ha sido sugerido por las posibilidades de las cámaras de eco: la típica vocalización sincopada, lanzada por los Platters en Only you, se ha hecho posible merced al eco magnético. Es sabido que para la mayoría de los cantantes actuales, la audición en vivo da un resultado inferior al de una de sus grabaciones. La canción de consumo tiende a ser, cada vez más, un producto «pensado para la grabación», y no pensado, cantado y «después grabado».
3) Además, nuevos tipos de música para aficionados han sido sugeridos por la posesión de instrumentos de grabación. El fenómeno de un grupo de amigos que se reúne para producir curiosos efectos musicales que grabar en una cinta a veces experimentando el resultado de ruidos naturales, es de escasa importancia hoy sólo por motivos económicos, debido al hecho de que las buenas grabadoras son bastante caras y están poco difundidas. El día que pudieran ponerse a disposición de las masas, como sucede con el disco, podrían verificarse fenómenos de diletantismo de éxito imprevisible, y en dos direcciones: por un lado, el ejercicio experimental sobre nuevas posibilidades sonoras; por otro, el revivir de repertorios populares reasumidos gracias a la provocadora presencia de la grabadora (es útil observar cómo la fascinación de la grabadora accionada por los etnólogos nacionales, que recorren las zonas más deprimidas de nuestro país, estimula a los indígenas a resucitar cantos tradicionales que no se exhumaban desde hacía años).
4) El medio técnico de grabación sugiere al mismo ejecutante nuevas posibilidades de manipulación del propio producto, con resultados estéticos a menudo interesantes[159]. Por un lado tenemos desde hace tiempo a los jazzistas que graban las jam sessions en una cinta para luego poder aislar los momentos en que la improvisación ha alcanzado las mejores cotas. Por otra parte, tenemos ejemplos de instrumentistas que graban en cintas magnéticas diversas líneas melódicas acompañadas por su instrumento y, luego, en busca de efectos polifónicos que van desde el resultado comercial al del buen nivel ejecutivo, las superponen.
La producción mecánica de música culta
Es sabido que la música «culta» se planteó, a partir de Schînberg, una serie de problemas relativos a cómo superar la tonalidad y al descubrimiento de nuevos horizontes sonoros, no sólo en el plano melódico, sino también en el armónico y en el tímbrico. La invención de nuevos timbres ha sido más bien uno de los problemas fundamentales de la nueva música, incluso para proponer al oído mezclas sonoras que no estuviesen demasiado ligadas, por tradición y por íntima necesidad gramatical, al sistema tonal. Ahora bien, la presencia de la máquina ha sugerido a los músicos inmensas posibilidades operativas; la máquina podía producir nuevos sonidos y, por consiguiente, sugerir nuevas relaciones entre los sonidos. Sabemos muy bien que la aparición de una nueva materia revoluciona, en arte, los géneros existentes y lleva a la invención de nuevas formas: el descubrimiento de la pintura al óleo llevó a los cambios formales que sabemos; la posibilidad de construir en metal y en cemento armado ha hecho surgir la arquitectura moderna.
Desde el momento en que el universo sonoro de la música clásica se basaba en una serie de convenciones a las que, desde hacía siglos, estaba acostumbrado el oído, pero que no representaban el optimum natural (y en realidad las músicas orientales, la música griega y la medieval no se basaban en el sistema tonal y, con todo, resultaban muy agradables a sus oyentes); desde el momento en que los instrumentos clásicos, como el piano, condicionaban esta ilusión naturalística (no sólo produce el piano sonidos según la convención tonal, sino que es más bien efecto de un «temperamento», de un arreglo convencional de los intervalos musicales, que ahora resulta familiar y agradable a nuestro oído, pero que no por ello es absoluto), el compositor saludaba con entusiasmo la aparición de instrumentos técnicos capaces de ampliar su horizonte de búsqueda y de ensanchar los límites de la sensibilidad común. Así, la llegada de la máquina al campo musical ha producido los siguientes resultados que suelen definirse como «experimentales», aunque el término puede inducir a varios equívocos:
1) Los sistemas de grabación han permitido componer sonidos naturales o rumores y organizarlos en secuencias que obedezcan a determinados proyectos formativos. Se ha obtenido, pues, la «música concreta», que trata de liberar al oído de los hábitos melódicos adquiridos y de mostrar la riqueza del mundo sonoro que nos circunda y que la costumbre nos induce a ignorar. Los resultados estéticos de esta práctica operativa pueden calificarse de discutibles, y muchos prefieren pensar en la música concreta como en un expediente bueno para confeccionar columnas sonoras y comentarios musicales de diverso género. De todos modos, tal práctica ha desarrollado una propia función liberadora sobre un determinado gusto musical.
2) Los aparatos electrónicos han permitido producir sonidos nuevos, timbres nunca conocidos anteriormente, series de sonidos diferenciados por matices mínimos, «fabricando» directamente las frecuencias de las que se compone el sonido y, por consiguiente, actuando en el interior del sonido, de sus elementos constitutivos; de igual modo han permitido filtrar sonidos ya existentes y reducirlos a sus componentes esenciales. En tal sentido el compositor se ha encontrado frente a un universo sonoro inexplorado, frente a una materia nueva y provocadora.
3) La música electrónica ha introducido en el mundo musical una nueva figura de músico, no ignorante en matemáticas y en física, experto en aparatos electroacústicos, abierto a las nuevas dimensiones de la cultura. Es lógico que entre estos músicos ingenieros pueda haber alguno que siempre y solamente sea «ingeniero», como insinúan los «moralistas culturales», pero es archisabido que entre cien arquitectos siempre encontraremos un porcentaje de artistas y otro, mayor, de «ingenieros» o de «geómetras».
4) La producción de música sobre cinta ha suscitado, gracias al empleo directo de filtros y de moduladores de frecuencia, nuevos e inéditos problemas relativos a la conservación del producto musical. Existe, a este propósito, una fuerte polémica entre los músicos electrónicos: los unos sostienen que es posible anotar, mediante signos gráficos, las operaciones realizadas para llegar a la producción y al montaje sobre cinta de una determinada serie de sonidos y que, por tanto, su música es susceptible de ser anotada y reproducible; los otros afirman que, dado que la producción del sonido se halla también dominada por momentos casuales, por manipulaciones directas de la cinta —no planificables con exactitud—, por dosificaciones de los filtros y de los generadores, no describibles en exactos términos matemáticos, la música, una vez producida, no puede ser «refabricada» por otros a base de una pretendida partitura; por tanto, la música sólo quedaría confiada a la cinta. Luego la supervivencia de la cinta sería «limitada», puesto que sobrevienen fenómenos de desmagnetización que provocan su deterioro. Así, la música electrónica gozaría de una existencia computable en unos diez años, sería perecedera como las improvisaciones jazzísticas o los juegos de agua, y resultaría el producto típico de una sociedad de consumo basada en la rápida mutación de las formas.
5) En el plano más específicamente artístico, la música electrónica elimina el dualismo entre ejecutante e intérprete. El ejecutante es el que, manipulando, aunque sea con la ayuda de técnicos, los aparatos electroacústicos, graba en la cinta su propia ejecución. En el caso de que la notación fuese posible, se eliminaría también la figura del compositor «ejecutor de sí mismo a distancia de tiempo». Desapareciendo este dualismo, desaparecen también problemas estéticos que fueron fuente de muchas discusiones como, por ejemplo, el de la fidelidad interpretativa.
6) Hasta hoy la notación de la música electrónica ha obedecido a criterios tan personales (debiendo inventar el músico un sistema de notación diferente para cada composición, dado que cada composición se basaba en la producción de diversas posibilidades sonoras y en su organización según diversos criterios de montaje) que las partituras existentes parecen poco menos que ilegibles, y pueden interesar más como aportaciones a la biografía del artista que como instrumentos prácticos de trabajo. Aparte de que (como lo ha demostrado hace poco una exposición celebrada en Milán) pueden adquirir un notable relieve gráfico, he aquí que este hecho introduce nuevos problemas en la historia de la notación musical. Por ejemplo, desaparece, en cierto sentido, la función del editor musical, que se dispone a convertirse en productor de cintas más bien que en impresor de partituras.
7) La música electrónica cambia también las condiciones del consumo. Con ella muere la situación típica del concierto y, en cierto modo, la de la ejecución «frontal». Dado que muchas composiciones se valen de efectos estereofónicos (muchas bandas magnéticas difundidas por altavoces situados en diversos puntos de la sala), la misma arquitectura de la sala de conciertos resulta revolucionada. Cabe preguntarse, y los músicos lo hacen, si debe seguirse pensando en la sala de conciertos o si esta música no debería buscar nuevas formas de ejecución, según diversos conceptos de la audición, en el ámbito quizá de un tipo de sociedad diferente. Queda además la posibilidad de la «ejecución privada»; o sea, haciendo que giren las cintas de la grabadora de uno mismo. En tal sentido, la música electrónica ha previsto también la posibilidad de una intervención directa del consumidor sobre el producto, y se han ideado cintas montables a placer por el consumidor privado que, de esta manera, colabora dando formas varias a la composición que le es propuesta.
8) La práctica musical corriente nos muestra también múltiples ocasiones en que la música electrónica se emplea conjuntamente con la música instrumental, para obtener particulares mezclas sonoras. También en estos casos la presencia de altavoces, de sistemas estereofónicos, de tableros de mezclas empleados durante la ejecución, cambia la naturaleza de la ejecución tradicional, la disposición de los ejecutantes respecto del público e impone a los ejecutantes mismos un tipo distinto de atención y de responsabilidad.
9) Huelga decir que, en la música contemporánea, incluso allí donde no se utiliza la instrumentación electrónica, o donde la cinta magnética no contribuye con rumores concretos, la experiencia de los medios mecánicos ha sugerido nuevos e inopinados empleos de los instrumentos tradicionales de los que extraer nuevas posibilidades sonoras: el piano percutido por el ejecutante sobre la caja o en las patas es sólo un ejemplo, ahora frecuentísimo en los conciertos corrientes de «música nueva».
En resumen, éste es el panorama, y las discusiones sobre la imposibilidad de reproducir las composiciones deberían hacer cavilar a quien acusa a esta música de estar dominada, ingenierísticamente, por la máquina y de haber perdido todo aspecto humano; más bien deberíamos sospechar, como hace alguno, que entre los músicos electrónicos todavía perduran muchas actitudes románticas que eliminar, como si el compositor trabajase delante de su panel, rodeado de luces, de espectrógrafos y de mandos, como el pianista decimonónico ante el teclado de su propio piano. La verdad es que las condiciones de la invención y de la creación son modificadas, no anuladas, por la llegada de nuevas técnicas. Lo que resulta modificado es el panorama psicológico y sociológico de la producción y de la audición; son las características estilísticas del producto. En la música culta, como en la de consumo; en las obras de arte, como en las obras de artesanía. En las cosas valiosas como en las inútiles y nocivas.
El cuadro de problemas que hemos presentado debe servir únicamente para mostrar la complejidad de la nueva situación y la imposibilidad de reducirla a un simple juicio moralístico. A partir de este punto, se abren discursos más elaborados acerca de la valoración de estos fenómenos, cómo aceptarlos y cómo combatir sus tendencias peligrosas; dando por descontado que, puesto que estos fenómenos han salido a la escena del mundo, conviene operar con relación a ellos, sin ignorar su existencia.