EL MUNDO DE CHARLIE BROWN

Como ha mostrado el análisis del mito de Superman, no es cierto que los cómics sean una diversión inocua que, hechos para los niños, pueden ser disfrutados por adultos, que en la sobremesa, sentados confortablemente en un sillón, consuman así sus evasiones sin daño y sin preocupaciones. La industria de la cultura de masas fabrica los cómics a escala internacional y los difunde a todos los niveles: ante ellos (como ante la canción de consumo, la novela policíaca y la televisión) muere el arte popular, el que surge desde abajo, mueren las tradiciones autóctonas, no nacen ya leyendas contadas al amor del fuego, y los narradores ambulantes no se llegan ya a las plazas y a las eras a mostrar sus retablos. La historieta es un producto industrial, ordenado desde arriba, y funciona según toda la mecánica de la persuasión oculta, presuponiendo en el receptor una postura de evasión que estimula de inmediato las veleidades paternalistas de los organizadores. Y los autores, en su mayoría, se adaptan: así los cómics, en su mayoría, reflejan la implícita pedagogía de un sistema y funcionan como refuerzo de los mitos y valores vigentes. Dennis the Menace remacha la imagen, en definitiva feliz e irresponsable, de una buena familia middle class que ha hecho del naturalismo deweyano un mito educativo apto para ser mal comprendido y producir neurosis en cadena; Little Orphan Annie se convertirá para millones de lectores en supporter de un maccarthismo nacionalista, de un clasismo paleocapitalista, de un filisteísmo pequeñoburgués dispuesto a celebrar los fastos de la John Birch Society; Jiggs and Maggie (en Italia conocidos también como Arcibaldo y Petronilla) reducirán el problema sociológico del matriarcado americano a un sencillo hecho individual; Terry y los Piratas se ha prestado con constancia a una educación nacionalista militarista de las jóvenes generaciones estadounidenses; Dick Tracy ha puesto el sadismo de la novela policíaca, no sólo al alcance de todos a través de las tramas, sino a través del propio signo de un lápiz acomplejadísimo y sangriento (y no tiene en cuenta que, en cuanto a gustos, ha envejecido mucho el paladar del propio público); y Joe Palooka continúa cantando sus alabanzas al prototipo de yanqui íntegro y candoroso, el mismo al que apelan todas las persuasiones electorales de fondo conservador. De igual forma, la protesta y la crítica de las costumbres, cuando han existido, han sido contenidas con habilidad en el ámbito del sistema y reducidas a simple fábula. Todos sabemos que la figura de Uncle Scrooge resume todos los vicios de un capitalismo genérico fundado en el culto al dinero y en la explotación del prójimo con fines exclusivamente lucrativos; pero el mismo nombre que ostenta el personaje (que recuerda el del viejo avaro del Cuento de Navidad de Dickens), sirve para dirigir esta crítica indirecta hacia un modelo de capitalismo ochocentista (primo hermano de la explotación de los menores en las minas y de los castigos corporales en las escuelas) que la sociedad moderna obviamente no teme ya, y que cualquiera puede permitirse criticar. Y si las historietas de Al Capp desarrollan, a través de las aventuras de Li’l Abner, una crítica de los tics y los mitos americanos, a veces con indómita picardía —pienso en la sátira de una sociedad opulenta fundada en el consumo, que la historia de Shmoo ha prolongado por cierto—, sin embargo, esta crítica es mantenida siempre sobre un fondo indestructible de bondad natural y de optimismo, mientras el teatro de los acontecimientos, en su dimensión «extracampesina», reduce constantemente a nivel de saga primitiva el mordiente de los distintos ataques a situaciones que en su origen eran concretos y delimitables.

¿Debemos decir que los cómics, encerrados en las reglas férreas del circuito industrial-comercial de la producción y del consumo, están destinados a proporcionar sólo productos estándar de un paternalismo quizá inconsciente o quizá programado? ¿Que si ha elaborado, como lo ha hecho, módulos estilísticos, cortes narrativos, proposiciones de gusto originales y estimulantes para la masa, usará siempre sin embargo de estas condiciones artísticas para una constante función de evasión y de enmascaramiento de la realidad?

Podemos responder, aunque sólo en teoría, que desde que el mundo es mundo, artes mayores y artes menores han podido prosperar casi siempre únicamente en el ámbito de un sistema dado que permitía al artista cierto margen de autonomía a cambio de cierta sumisión a los valores establecidos: y que, con todo, en el interior de estos varios circuitos de producción y de consumo se han visto surgir artistas que, valiéndose de ocasiones concedidas a todos los demás, lograron transformar profundamente el modo de sentir de sus consumidores desarrollando, en el interior del sistema, una función crítica y liberadora. Como siempre, es cuestión de genialidad individual, de saber elaborar un discurso lo suficientemente límpido, incisivo y eficaz para lograr el dominio de todas las condiciones dentro de las que, por la fuerza de las cosas, se mueve.

Creo que en este sentido los cómics nos han ofrecido dos vías maestras. La primera es aquella de la que el representante más reciente, quizá el mayor, es Jules Feiffer: la sátira del autor de Sick, Sick, Sick, de Passionella, de Boy, Girls-Boy, Girls, es tan precisa, capta con tanta exactitud de contornos los males de una sociedad industrial moderna, traduciéndolos en otros tipos ejemplares, pone tanta humanidad en el descubrimiento de estos tipos (maldad y piedad al mismo tiempo) que sea cual fuere el periódico en que dichas historietas se publiquen, sea cual fuere el éxito que obtengan, aunque todos las acepten sonrientes, incluidos aquellos que deberían sentirse aterrorizados y ofendidos, no se pierde nada de su fuerza. Una historia de Feiffer, una vez publicada, no puede ya ser neutralizada; una vez leída, permanece en la mente y allí trabaja silenciosamente. En los casos en que la sátira no pasa de mecánica, puede a la larga entrar en el repertorio de los lugares comunes; pero en los casos en que es tocado (y ocurre a menudo) un momento «universal» de la debilidad humana, la historia sobrevive y abre brecha en el sistema que intentaba condicionarla.

Existe una segunda vía, y para ejemplificarla elijo una historieta ya clásica, el Krazy Kat de George Herriman, que nació entre 1910 y 1911 y terminó en 1944 con la muerte del autor. Las dramatis personae eran tres: un gato, de sexo impreciso, probablemente una gata; un topo, Ignatz Mouse; un perro en funciones de policía, Offissa Pop. Un dibujo singular para ciertas situaciones surrealistas, especialmente en paisajes lunares e improbables creados adrede para quitar toda verosimilitud al acontecimiento. ¿La situación? El gato ama locamente al topo y el topo, maléfico, odia y tiraniza al gato, a menudo golpeándole la cabeza con un ladrillo. El perro intenta en todo momento proteger al gato, pero el gato desprecia ese amor sin reservas; el gato ama al topo y está siempre dispuesto a justificarlo. De esta situación absurda y sin especiales ribetes cómicos, el autor extrae una serie infinita de variaciones basándose en un hecho estructural de fundamental importancia para la comprensión de los cómics en general: la breve historia diaria o semanal, la tira tradicional, aunque cuente un hecho que concluye en cuatro viñetas, no funciona por sí sola, sino que adquiere sabor en la secuencia continua y obstinada que se desarrolla tira tras tira, día tras día. En Krazy Kat la poesía nace de cierta terquedad lírica del autor que repite hasta el infinito su anécdota, haciendo siempre variaciones de un mismo tema, y sólo por esta causa, la perversidad del topo, la piedad sin recompensa del can y el desesperado amor del gato alcanzan aquella condición que a muchos críticos parece una propia y verdadera condición poética, como una ininterrumpida elegía hecha de doliente candor. En una historieta semejante, el espectador, no solicitado por el gag desbordante, por la referencia realista o caricatural, por una llamada al sexo o a la violencia, substraído a la rutina de un gusto que lo lleva a buscar en los cómics la satisfacción de determinadas exigencias, descubre la posibilidad de un mundo puramente alusivo, un placer de tipo «musical», un juego de sentimientos no banales. Se reproduce en cierta medida el mito de Scheherazada: la concubina tomada por el sultán para gozarla una noche y eliminarla después, comienza a contar una historia, y el sultán olvida a la mujer por la historia, descubre otro mundo de valores y de placeres.

La mejor prueba de que los cómics son un producto industrial de puro consumo, es que, aunque un personaje sea inventado por un autor de genio, poco después el autor es sustituido por un equipo, su genialidad se hace fungible, su invento producto de oficina. La mejor prueba de que Krazy Kat, gracias a su tosca poesía, logró dominar al sistema, es que a la muerte de Herriman nadie quiso recoger la herencia y los industriales no supieron forzar la situación[155].

Y nuestro estudio nos lleva al Peanuts, de Charles M. Schulz, que nosotros adscribimos al filón «lírico» de Krazy Kat.

También aquí se da una situación elemental: un grupo de chicos, Charlie Brown, Lucy, Violet, Patty, Frida, Linus, Schroeder, Pig Pen y el perro Snoopy, ocupados en sus juegos y su quehacer. Sobre este esquema de base, un flujo continuo de variaciones, según un ritmo propio y ciertas epopeyas primitivas (y primitiva es también esta absurda y fiel forma de indicar siempre al protagonista con nombre y apellido —incluso su madre le llama así— como un héroe epónimo), de forma que no es posible descubrir la fuerza de esta «poésie ininterrompue» leyendo tan sólo una o dos o diez historias, sino que es preciso haber penetrado a fondo en los caracteres y en las situaciones, porque la gracia, la ternura o la sonrisa nacen sólo en la repetición, infinitamente cambiante, de los esquemas, nacen de la fidelidad a la inspiración básica, y exigen al lector un acto continuo y fiel de simpatía.

Esta estructura formal bastaría ya para establecer la fuerza de estas historias. Pero hay más: la poesía de estos niños nace del hecho de que en ellos reencontramos todos los problemas, todas las congojas de los adultos tras los bastidores. En este sentido Schulz es un Herriman que se acerca al filón crítico y social de un Feiffer. Estos niños nos tocan de cerca porque en cierto sentido son monstruos: son las monstruosas reducciones infantiles de todas las neurosis de un ciudadano moderno de la civilización industrial. Nos tocan de cerca porque nos apercibimos de que si son monstruos es porque nosotros, los adultos, los hemos convertido en tales. En ellos lo hallamos todo, Freud, la masificación, la cultura absorbida a través de las varias «Selecciones», la lucha frustrada por el éxito, la búsqueda de simpatías, la soledad, la reacción malvada, la aquiescencia pasiva y la protesta neurótica. Y todos estos elementos no florecen, tal y como nosotros los conocemos, en boca de un grupo de inocentes: son pensados y repetidos después de haber pasado por el filtro de la inocencia.

Los niños de Schulz no son un instrumento malicioso para pasar de contrabando problemas de los adultos; estos problemas son vividos en ellos según modos de una psicología infantil, y precisamente por ello nos parecen conmovedores y sin esperanza, como si reconociésemos de improviso que nuestros males lo han cambiado todo, hasta la raíz.

Y aún hay más: la reducción de los mitos adultos a mitos de la infancia (de una infancia que no se sitúa ya antes de nuestra madurez, sino luego, y que nos muestra sus resquebrajaduras) permite a Schulz una recuperación: y estos niños-monstruos son capaces de pronto de candores y de ingenuidades que lo plantean todo de nuevo, filtran todos los detritus y nos restituyen un mundo amable y suave, que sabe a leche y a limpieza. De tal forma que, en una oscilación continua de reacciones, dentro de una misma historia, o entre historia e historia, no sabemos si sentirnos desesperados o concedernos un respiro de optimismo. Nos damos cuenta de que en todo caso hemos salido del círculo banal del consumo y de la evasión, y hemos alcanzado casi el umbral de una meditación.

La prueba más sorprendente de estas y otras cosas es que, mientras historietas decididamente cultas como las de Pogo Possum, agradan sólo a los intelectuales (y son consumidas por la masa únicamente por distracción), los Peanuts fascinan con igual intensidad a los mayores más sofisticados y a los niños, como si cada uno hallase en ellos algo para sí, y es siempre la misma cosa, gozable en dos claves distintas.

El mundo de los Peanuts es un microcosmos, una pequeña comedia humana para todos los bolsillos.

En el centro está Charlie Brown, ingenuo, terco, siempre torpe y destinado al fracaso. Necesitado hasta un punto neurótico de comunicación y de «popularidad», encuentra sólo el desprecio de las niñas matriarcales y sabiondas que le rodean, alusiones a su cabeza redonda, acusaciones de estupidez, pequeñas maldades que hieren a fondo. Charlie Brown, impávido, busca ternura y afirmación por todas partes: en el beisbol, en la construcción de cometas, en las relaciones con su perro Snoopy, en los contactos y juegos con las muchachas. Fracasa siempre. Su soledad se hace abismal, su complejo de inferioridad arrollador (teñido de continuo por la sospecha, que asalta también al lector, de que Charlie Brown no tiene ningún complejo de inferioridad, sino que es verdaderamente inferior). La tragedia está en que Charlie Brown no es inferior. Peor aún: es absolutamente normal. Es como todos. Y por ello marcha siempre al borde del suicidio o por lo menos del colapso: porque busca la salvación según las fórmulas de acomodo propuestas por la sociedad en que vive (el arte de ganar amigos, cómo forjarse una cultura en cuatro lecciones, la búsqueda de la felicidad, cómo agradar a las muchachas… lo han estropeado, obviamente, el doctor Kinsey, Dale Carnegie y Lyn Yutang). Pero dado que lo hace con absoluta pureza de corazón y sin malicia alguna, la sociedad se muestra pronta a rechazarlo en la persona de Lucy, matriarcal, pérfida, segura de sí, buscadora del beneficio seguro, dispuesta a desplegar una pompa falsa de efecto indudable (sus lecciones de ciencias naturales al hermanito Linus son un amasijo que a Charlie Brown le produce náuseas, «I can’t stand it», no puedo soportarlo, gime el desgraciado, pero ¿con qué armas puede uno enfrentarse a la mala fe cuando tiene la desgracia de ser puro de corazón?).

Charlie Brown ha sido definido como «el niño más sensible aparecido en una historieta, capaz de cambios de humor de tono shakespeariano» (Becker), y el lápiz de Schulz logra representar estas variaciones con una economía de medios milagrosa: la leyenda, siempre casi áulica, en lengua de Harvard (raramente estos niños caen en la jerga y pecan de anacolutos) se une así a un dibujo capaz de dominar, en cada personaje, el mínimo matiz psicológico.

Para rehuir esta tragedia de la no-integración, la tabla de los tipos psicológicos ofrece algunas alternativas. Las muchachas la rehúyen con una tenaz autosuficiencia y altivez: Lucy (una géante para admirar asustados), Patty y Violet no presentan grieta alguna; perfectamente integradas (¿queremos decir «alienadas»?) pasan de la hipnosis ante el televisor, a saltar a la comba y a las charlas cotidianas tejidas de perfidia, alcanzando la paz a través de la insensibilidad.

Linus, el más pequeño, lleva ya la carga de todas las neurosis y su condición perpetua sería la inestabilidad emotiva, si con la neurosis la civilización en que vive no le hubiese ofrecido asimismo los remedios: Linus lleva ya tras de sí a Freud, Adler y quizá también a Binswanger (trámite Rollo May), ha localizado en la manta de su primera infancia el símbolo de una paz uterina y de una felicidad puramente oral… Dedo en boca y manta (el blanket) junto a la mejilla (posiblemente con el televisor en marcha, ante el cual permanece indolente como un indio, en un aislamiento de tipo oriental, apegado a los propios símbolos de seguridad), Linus vuelve a hallar su «sentimiento de seguridad». Arrancadle el blanket y recaerá en todas las turbaciones emotivas que le acechan día y noche. Dado que ha absorbido con la inestabilidad, toda la sabiduría de una sociedad neurótica, representa el producto tecnológicamente más audaz. Si Charlie Brown no logra construir una cometa que no caiga entre las ramas de un árbol, Linus revela de pronto habilidades fantasticocientíficas y maestrías vertiginosas: construye juegos de alucinante equilibrio o acierta al vuelo un cuarto de dólar con un cabo de la manta, utilizada como látigo («the fastest blanket in the West!»).

Schroeder, en cambio, halla la paz en la religión estética: sentado ante su pequeño piano del que arranca melodías y acordes de complejidad trascendental, entregado a su total adoración por Beethoven, se salva de las neurosis cotidianas sublimándolas en otra forma de locura artística. Ni siquiera la amorosa y constante admiración de Lucy logra conmoverlo (Lucy no puede amar la música, actividad poco rentable de la que no comprende la razón, pero admira en Schroeder un vértice inalcanzable, la estimula quizá este carácter inaccesible de su Parsifal de dieciséis años, y persigue con obstinación su obra de seducción sin lograr siquiera arañar las defensas del artista): Schroeder ha escogido la paz de los sentidos en el delirio de la imaginación. «No hable mal de este amor, Lisaweta; es bueno y fecundo. Hay en su interior nostalgia y melancolía, envidia y un poco de desprecio, y una completa, casta felicidad»; no es Schulz, naturalmente, es Tonio Kroeger, pero el tono es el mismo. Y no en vano los niños de Schulz representan un microcosmos en el que nuestra tragedia o nuestra comedia se halla representada.

También Pig Pen ostenta una inferioridad de la que lamentarse: es irremediablemente, definitivamente sucio. Sale de su casa compuesto y bien peinado y al minuto los cordones de los zapatos se le sueltan, los pantalones se deslizan sobre sus nalgas, su pelo se cubre de polvo, su piel y sus vestidos quedan cubiertos por una capa de barro… Consciente de esta vocación hacia el abismo, Pig Pen hace de su situación un elemento de gloria: «Sobre mí se concentra el polvo de innumerables siglos… He iniciado un proceso irreversible: ¿quién soy yo para alterar el curso de la historia?»; no es un personaje de Becket, naturalmente, es Pig Pen quien habla, el microcosmos de Schulz alcanza la extrema cumbre de la elección existencial.

Contrapunto continuo a la congoja de los humanos, el perro Snoopy conduce a la última frontera metafísica las neurosis de adaptación fracasada. Snoopy sabe que es un perro; ayer era perro; hoy es perro; mañana será quizá todavía un perro; para él, en la dialéctica optimista de la sociedad opulenta que consiente ascensos de estatus en estatus, no existe esperanza de promoción. A veces intenta el extremo recurso de la humildad («nosotros, los perros, somos tan humildes…», suspira un tanto consolado), se une tiernamente a quien le promete estima y consideración. Habitualmente, no obstante, no se acepta e intenta ser lo que no es; personalidad disociada, si las hubo, le agradaría ser un caimán, un canguro, un pingüino, una serpiente… Intenta todos los caminos de la mixtificación, luego vuelve a la realidad, por pereza, por hambre, por sueño, por timidez, por claustrofobia (que le asalta cuando rastrea entre las hierbas altas), por dejadez. Estará sosegado, nunca feliz. Vive en un apartheid continuo, y del segregado tiene la psicología, de los negros a lo Tío Tom tiene la devoción, faute de mieux, el ancestral respeto por el más fuerte.

De improviso, en esta enciclopedia de las debilidades contemporáneas, se producen, como se ha dicho, despejes luminosos, variaciones libres, allegros y rondós, en los que todo se resuelve en escasos y ágiles movimientos, los monstruos vuelven a ser niños, Schulz se transforma en un poeta de los niños.

Nosotros sabemos que no es verdad, aunque finjamos creerlo. En la próxima tira, Schulz seguirá mostrándonos en la figura de Charlie Brown, con dos golpes de lápiz, su propia versión de la condición humana.