LECTURA DE «STEVE CANYON»
«Nullus sermo in his potest certificare, totum enim dependet ab experientia».
ROGER BACON, Opus Majus
Análisis del mensaje
El 19 de enero de 1947, Milton Caniff publica la primera entrega de Steve Canyon[76]. Según costumbre, el nombre del protagonista indica el título de este nuevo relato; es la única información de que el público dispone para introducirse en lo vivo de las vicisitudes y tomar contacto con los nuevos «caracteres». Por otra parte, es ya sabido que Caniff es el autor de Terry and the Pirates, aunque aquí se invita al lector a un nuevo clima narrativo. Por su parte, el autor sabe que en el desarrollo de la primera entrega debe despertar el interés (si no ya el entusiasmo) y la complicidad del público. Público extremadamente diferenciado, que en cierto momento alcanzó, para Terry, alrededor de 30 000 000 de lectores diarios. El autor, para llevar a cabo su propósito, dispone de determinados instrumentos expresivos. Le consta que, aunque nosotros no lo sepamos aún, le es preciso emplear un lenguaje muy articulado y de absoluta concisión. Sigámosle pues, señalando el «modo» en que ha dispuesto su mensaje, descodifiquemos el mensaje de acuerdo con lo que éste nos pueda comunicar, sin olvidar la observación de la estructura del propio mensaje, y distingamos finalmente los signos y las relaciones entre signos referidos a un código dado, al que el autor se remite suponiéndolo conocido de sus lectores.
La página se compone de cuatro hileras; tres de ellas, contienen tres viñetas; la primera tiene sólo dos viñetas (o encuadres) puesto que una de ellas se amplía hasta abarcar el título.
Primer encuadre. En términos cinematográficos podríamos definirlo como encuadre «en subjetivo», como si la cámara se hallase detrás del protagonista. Los objetos aparecen como vistos por una sola persona y —puesto que se supone que dicha persona se mueve hacia adelante— vienen al encuentro del espectador. De Steve Canyon se entrevé ahí sólo el gabán, de anchas y caídas hombreras, corte raglán. Que se trata de Canyon lo confirma el policía que le saluda con confidencial acento irlandés («me sister» «ye») y cuya cordialidad queda subrayada por el ademán y la amplia sonrisa. El policía se muestra como desearíamos encontrarlo en cualquier circunstancia de la vida, y como aparece de hecho en toda comedia hollywoodiense. Más que un policía, es El Policía, la Ley como Amigo. El diálogo surge: Vaya, vaya, ¡es Stevie Canyon! ¡Mi hermana de Shannon me escribió que fue usted a verla personalmente! —Así fue. La encontré bien. El hecho de que el policía dé las gracias a Steve (llamándolo con confianza «Stevie») por un acto de cortesía hacia la propia hermana, demuestra una postura cordial del protagonista ante la ley, y una propensión general a las human relations.
Segundo encuadre. Steve se halla evidentemente en la entrada de un gran edificio. Delante de un portero. Las relaciones entre éste y Steve son semejantes a las de Steve con el policía. Pero si bien el policía representaba la autoridad, el portero se representa sólo a sí mismo; si Steve le otorga su amistad y benevolencia es pues porque su técnica de las human relations no es interesada, sino espontánea. —¡Me alegra verle de regreso, Mr. Canyon! ¡Mi chico recibió el recuerdo que usted le mandó desde Egipto!— Steve, pues, quiere a los niños y realiza viajes a países exóticos. Su lacónica respuesta («good») le distingue como hombre amable pero no dado a retóricas afectivas. El portero deja entrever además que Steve vuelve a casa después de una larga ausencia.
Tercer encuadre. Es el más ambiguo de todo el contexto. No queda claro lo que Steve pudo hacer y dónde estuvo durante su ausencia. Igualmente imprecisa es su relación con el vendedor de periódicos ciego. ¡Presente, sargento! —dice Steve. Y dice el vendedor: ¡Capitán Canyon! ¿Sabe que me ha hecho sudar lo indecible con este último viaje suyo? Tengo aquí el extracto de cuentas financiero. ¡No se arrepentirá de haberme echado una mano en este asunto!— Ha existido entre ambos un tráfico, y rentable. La figura de Canyon se aureola de interés y de cierto suspense. Añádase a ello que el vendedor de periódicos le llama «capitán», dando a entender un pasado militar. No debe olvidarse que nos hallamos en 1947, y pasado militar, por lo menos en la más corriente opinión, significa comportamiento heroico en zona de operaciones. Steve, por su parte, llama «sargento» al vendedor y su relación adquiere el tono de una viva camaradería: los hombres que se han ayudado en momentos de peligro no se abandonan jamás, unidos por viriles y cordiales lazos de colaboración. La guerra es simiente de afectos, escuela de amistad, palenque de iniciativas. Sobre un trasfondo semejante, el tráfico existente entre ambos podrá ser una aventura, con consecuencias imprevistas, pero nunca ilegal. No es posible sospechar de un ciego de guerra. Se simpatiza con él. La simpatía reverbera sobre Steve, que entra ya en el cuarto encuadre como «nuestro» héroe. Se inicia la racha de proyecciones e identificaciones.
Cuarto encuadre. Steve sale del «subjetivo», la cámara ha retrocedido y ha enfocado hacia la izquierda. Steve aparece de perfil, pero su rostro no se ve aún. Es bueno que el lector saboree la espera y se construya un alma, antes de asignarla a un rostro. Y el alma se configura mejor en el contacto con la pequeña florista. Esta se le acerca llena de confianza: —¿Una flor para el ojal, Mr. Canyon? —Hoy no, guapita. Pero es ya hora de que tú y tu madre vayáis a ver una película invitadas por mí…
Quinto encuadre. La construcción del alma se ha completado. Se aproxima la revelación del rostro. Ahora se entrevé casi por reflejo. La belleza, la fascinación de Steve, declarados ya por una aparición de espaldas (alta estatura, cabello rubio y ondulado), se deduce de la reacción estática de las dos chicas del ascensor: —¿Sube? —¡Este ascensor, Mr. Canyon! Y tratándose de usted no vamos a esperar a que se llene, ¿verdad, Irma? —¡R-r-rajá!
La exclamación de la segunda muchacha nos proporciona una nueva información: «R-r-rajá» es deformación de «Roger», que en la jerga de los pilotos, equivale a «O. K.». El hecho de que la muchacha lo emplee —además de expresar entusiasmo— con Steve, deja entender que es conocido como aviador. Finalmente, este último encuadre remacha una impresión que se había ya delineado en la lectura de las viñetas precedentes, que la acción transcurre en un gran rascacielos de despachos, en el centro de una metrópoli industrial, en zona de gran prestigio profesional.
Sexto encuadre. Aparece el rostro de Steve Canyon. Belleza masculina, de rasgos marcados, una cara firme y tensa: madurez y vigor. Nos remite a una serie de estereotipos hollywoodianos, desde Van Johnson a Cary Grant. La corriente de simpatía con el rostro de Steve no se funda, pues, en una mera virtud evocadora del hecho plástico, sino en la cualidad de «signo» que el hecho plástico asume y que nos remite, con función jeroglífica, a una serie de tipos de estándar, de ideas sobre virilidad que forman parte de un código conocido por el lector. La simple delimitación gráfica de los contornos constituye el elemento convencional de un lenguaje. En resumen, Steve es elemento iconográfico estudiable iconológicamente como el santo de una miniatura, con sus atributos canónicos y un tipo determinado de barba o aureola. Steve abre luego la puerta de su despacho; que el despacho es suyo se nos advierte por medio del nombre que figura en el cristal. En cuanto a la razón social de la empresa, no hace más que acrecer la impresión, la fascinación de la situación y el personaje. Jugueteando con la expresión financiera limited, la empresa de Steve se llama Horizons Unlimited, horizontes ilimitados. ¿Exportación, investigaciones arqueológicas, viajes espaciales, transportes aéreos, investigaciones policíacas, contrabando, compra-venta de secretos atómicos? Probablemente, como se verá por las viñetas siguientes, se trata de una agencia dedicada a asuntos de toda clase, una agencia que ha hecho del riesgo su actividad profesional. Dentro de la oficina está la secretaria (que anuncia a alguien la llegada de Steve). Incluso ésta, constituye un prototipo bien definible, referido a un código del gusto de los años cuarenta. Mezcla convincente de fascinación mediterránea y oriental (que nos remite a los dos escenarios de guerra de los que se han importado los modelos de erotismo postbélico), la muchacha, evidentemente procaz (la procacidad de la secretaria es proporcional al prestigio del boss), muestra no obstante cierto frescor no desprovisto de virtud. Si el lector, poco habituado ahora al maquillaje de los años cuarenta, es capaz de captar el sentido real del hecho iconográfico, no dejará de advertir el elemento «blusa de lunares»: esta circunstancia, en la división maniquea entre bien y mal —por la que se rige inevitablemente una tipología del cómic— se halla claramente del lado del candor. En las viñetas que seguirán se hará aún más patente el contraste entre la vaporosa blusa de lunares y el ajustado vestido de seda negra de la vamp.
Séptimo encuadre. Después de la cantidad de indicaciones tipológicas proporcionadas por la viñeta precedente, la séptima, desde el punto de vista iconográfico, desempeña una función interlocutoria. Introduce, en cambio, nuevos elementos en el plano conceptual a través del diálogo. De hecho, sirve para preparar la escena representada en la viñeta octava. La secretaria pasa a Steve la comunicación telefónica que sostenía al entrar éste y presenta al interlocutor:
—Es mister Dayzee, secretario de Cooper Calhoon, la Loba de la Bolsa…
—Hum… La llaman «trigonocéfalo». Ulula quizá, ¿o silba…?
El diálogo es rico en anotaciones. El nombre del secretario sugiere la imagen de una «margarita» (daisy); y de hecho, cuando el secretario haga su aparición, será fácil unir a su desarmada vacuidad un nombre tan risible. El nombre de Miss Calhoon es «Cooper» (cobre; pero corrientemente esta expresión equivale también a «Cabellos rojos»): se perfila la idea de una cabellera leonina. En cuanto a calificación profesional, no precisa comentarios. Es revelador, en cambio, el sobrenombre que Steve le atribuye: «copperhead» no sugiere tan sólo la idea de «cabeza de cobre», sino también el nombre de una serpiente. De ahí el juego de palabras sobre el alarido (la Loba) y el silbo. Ante todos estos personajes, la postura de Steve es despreocupada e impávida.
Octavo encuadre. La presentación del ambiente es ejemplar. Una decoración de gran lujo, modernista tardía, con influjos de un novecientos pomposo, «direccional», de los años veinte-treinta; predominio de las líneas verticales, de forma que sugieren un salón de paredes altísimas y de vastas proporciones. El secretario de Copper Calhoon, por su parte, viste como un magnate de opereta; el rostro bobalicón —que se verá mejor en la viñeta siguiente— concuerda con la marcada ostentación que emana del atuendo. Dado este tipo de secretario, dedúzcase cómo es la dueña: Copper Calhoon aparece tras una exagerada mesa de despacho, enfundada en un vestido negro que la cubre hasta la nuca. El personaje aparecerá mejor en los siguientes encuadres, pero ya a partir de este momento podemos caracterizarla como una inteligente mezcla de Reina de Blancanieves, la Veronica Lake de Me casé con una bruja y Hedy Lamarr. Prototipo de mujer fatal, en ella las relaciones más obvias con la matriarca industrial aparecen sublimadas en cierto sentido en el más vertiginoso y patente de los estándares eróticos de cuño cinematográfico. Todo cuanto en esta mujer alude a la potencia económica es transferido al plano del glamour, en forma enfática y con clara conciencia de lo inverosímil. Copper Calhoon es inverosímil porque debe ser entendida de inmediato y sin equívocos como símbolo de potencia, fascinación, prestigio, imperio. En tal sentido, sólo una simbología absolutamente convencional, amplificadora, puede conducir inmediatamente al lector a la clave apropiada. Únicamente en base a lo dicho puede adquirir significación el diálogo telefónico entre Steve y el secretario.
—¿Mr. Canyon? Miss Copper Calhoon quisiera utilizar sus servicios profesionales. ¿Quiere usted venir enseguida al apartamento de Miss Calhoon? —¿Y si yo no quisiera prestar mis servicios profesionales a Miss Calhoon?
Noveno encuadre. El secretario aparece consternado. Como puede advertirse, la estupefacción se hace patente en los tres niveles complementarios, dibujo, conceptos y sonidos. El estupor reflejado en el rostro del personaje constituye un ejemplo normal de estilización psicológica. Lo mismo se expresa en sus palabras: ¡Mister Canyon: No hay persona que rechace una audiencia con Miss Calhoon! El secretario queda anonadado ante conducta tan aberrante, y no acierta a hacer otra cosa que referirse a las costumbres, tan brutalmente infringidas. Más curioso es en cambio el modo en que se expresa el nivel sonoro con que el secretario formula la primera exclamación (valiéndose de una especie de carácter grueso y traduciendo con ello la intensidad del sonido en la pesadez del signo, así como la especie de escandalizado «tartamudeo» con que el «mister Canyon» es pronunciado). «Mister» aparece subdividido en dos sílabas, la primera de ellas subrayada. El artificio gráfico explica toda una postura psicológica, una aceleración emotiva, sugiriendo un especial tipo de pronunciación. Naturalmente, el hecho de que se definan como «curiosos» los medios utilizados para lograr la situación, se debe a que estamos leyendo una página suponiendo en el lector una cierta «virginidad», asumida como hipótesis de trabajo; en realidad, el tipo de estilización gráfica que examinamos se funda en una serie de convenciones bastante comunes mediante las cuales todo buen lector de historietas es capaz de captar rápidamente el alcance del mensaje. Hay además en esta viñeta otros dos datos de información. Uno de ellos nos lo proporciona la respuesta irónica de Canyon: ¡Y yo que siempre creí ser una persona! ¡Buenos días, mister Doozie! (adviértase que el nombre del interlocutor y el «buenos días» son expresados en forma incorrecta). Segunda información, Cooper, que ahora aparece con todo detalle, enriqueciendo las consideraciones deducidas de la viñeta precedente (largo cigarrillo, guantes negros, maquillaje que acentúa los caracteres «fatales») se manifiesta aún más como mujer perspicaz y de múltiples recursos: sigue la conversación por una derivación de la línea, y tiene pleno control de la situación.
Décimo encuadre. Aquí la negativa de Steve adquiere nueva impertinencia. El encuadre refleja evidentemente el diálogo en su fase final (se sobreentienden algunas réplicas de la conversación). Dice Steve: Mister Dizzy —otra deformación, esta vez más ofensiva—, pero ¿qué está usted diciendo? ¡Y yo que soy tan joven y tan sensible!… ¡Cuando oiga el clic sabrá que pilota usted solo! La última expresión confirma que Steve es aviador: «solo flight» es jerga de pilotos. La respuesta entera de Steve aparece, finalmente, como acto petulante de un hombre amante de la propia independencia, a despecho de las necesidades y la adversidad. En efecto, la secretaria comenta desconsolada que no habría ido mal disponer, al fin, del dinero para pagar el alquiler de la oficina, pero que en realidad no se puede pretender que su jefe adquiera semejantes hábitos. La oficina, en efecto, aparece en esta viñeta como un modesto cuchitril dispuesto con sencillez.
Undécimo encuadre. En el plano iconográfico este encuadre no añade nada nuevo, salvo la larga espiral de humo emitida por Copper antes de hablar, señal de una larga pausa. Pero, aparte el hecho de que incluso el fenómeno «espiral de humo» se nos da a través de otro recurso a la convención (en realidad aquel signo significa «espiral de humo» sólo en el universo del cómic), lo que es altamente significativo es el diálogo. El secretario dice lo que es lógico esperar de un individuo de su clase: ¡Copper! ¡Ha oído en su auricular lo que dijo Steve Canyon! En mi vida me he visto… Pero Copper corta la charla: Quiero a este hombre. ¡Consíguemelo! Con ello se dibuja definitivamente el personaje y se abre un camino lleno de promesas. El hecho de que la entrega acabe aquí no es casualidad. Las once viñetas han constituido un crescendo de indiscutible maestría, que ha conducido al lector hasta el clímax de la última escena. En sólo el espacio de una página, Caniff ha logrado delinear un grupo de personajes y dar comienzo a una historia. Nada ha ocurrido todavía, pero a partir de este momento el lector está persuadido de que todo puede ocurrir. La historia se detiene aquí, con la situación tensa como la cuerda de un violín. Si la expresión suspense tiene un significado, he aquí un ejemplo concreto y, nótese bien, sin recurrir a la violencia, al misterio explícito, al tradicional golpe de efecto. Esta página ha logrado su finalidad; ha conquistado de inmediato una comunidad de lectores, que no abandonarán ya al personaje.
El examen, inevitablemente pedante y minucioso, de esta página, nos sugiere dos series de anotaciones. La primera sobre el lenguaje del cómic en general, la segunda se refiere a una cadena de interrogaciones que esta página nos ayuda a formularnos sobre la naturaleza de esta historia, la naturaleza de otras historias de cómics de diverso carácter, y la naturaleza de los medios de masas en general.
El lenguaje del cómic
1. En esta página hemos señalado los elementos de una iconografía que, incluso cuando nos remite a estereotipos realizados ya en otros ámbitos (el cine por ejemplo), lo hace con instrumentos gráficos propios del «género». En la página examinada hemos indicado sólo la espiral de humo, pero si examináramos una producción vasta de dicho campo se podrían registrar decenas de elementos figurativos ya canónicos, con estatuto iconológico preciso. Podríamos citar por ejemplo varios procedimientos de visualización de la metáfora o de la semejanza, al estilo de la historieta humorística: ver las estrellas, tener el corazón alegre, sentir que la cabeza da vueltas, roncar como una sierra, son otras tantas expresiones que en el cómic se realizan recurriendo constantemente a una simbología figurativa elemental, captada inmediatamente por el lector. A la misma categoría pertenecen las gotas de saliva que expresan concupiscencia, la lámpara encendida que significa «idea repentina», etc. Pero en realidad estos elementos iconográficos se componen en una más amplia gama de convenciones, que constituye un verdadero repertorio simbólico, lo cual nos permite hablar de una semántica del cómic.
2. Elemento fundamental de esta semántica es, ante todo, el signo convencional de la «nubecilla» o «bocadillo» (que es precisamente el fumetto, el echtoplasme, el balloon) que rasgueada según ciertas convenciones y acabada en una cola hacia la cara del que habla, significa «manifestación hablada», si dicha cola está unida al que habla por una serie de burbujas, significa «pensado»; si está circunscrita por contornos cortados, en ángulos agudos, en diente de sierra, puede representar a su vez miedo, ira, agitación, explosión de cólera, alarido, según una precisa estandarización de los humores[77]. Otro de los elementos es el signo gráfico utilizado en función sonora en una libre ampliación de los recursos onomatopéyicos de una lengua. De tal forma tenemos una tabla de los rumores, bastante rigurosa, que va desde el «sss» de la pelota en vuelo, al «crac» de la carabina, el «paf» del puño, el «bang» de la puerta que bate, el «zas» de la persecución sin resultado, los diversos tipos de caída y choque, desde el «blomp» al «ploff», el «sigh» o «sob» del sollozo, el «gulp» de la consternación, al «mumble» del trabajo cerebral. En muchos casos se trata de verdaderas onomatopeyas, dotadas de significado en inglés, que se transfieren a países de otra habla con pura función evocativa, perdiendo la inmediata conexión con el significado —transformándose de «signo» lingüístico que eran, en equivalente visual del rumor, y volviendo en función, como «signo», al ámbito de las convenciones semánticas del cómic.
3. Los elementos semánticos se componen de una gramática del encuadre, de la que en Steve Canyon hemos visto ejemplos convincentes. Desde la historieta banal, prácticamente bidimensional, se llega a ciertas construcciones elaboradas, en el ámbito de la viñeta, que acusan de forma obvia una sofisticada atención a los fenómenos cinematográficos. El gusto del encuadre se apodera hasta tal punto del dibujante, que lo lleva a virtuosismos inútiles respecto a la finalidad del mensaje, como ocurre con los que pecan de preciosismo cinematográfico, tomando un edificio de abajo arriba cuando ningún motivo de orden expresivo exige acudir a referencias expresionistas. En el ámbito del encuadre, los factores semánticos se articulan en una serie de relaciones entre palabra e imagen: así se obtiene el nivel mínimo de una complementariedad por efecto (la palabra expresa una postura que el dibujo es incapaz de explicar en todas sus implicaciones); la excedencia pleonástica de lo hablado, que interviene para aclarar continuamente aquello que en realidad es ya explícito, como para controlar mejor un público subdesarrollado (se tienen ejemplos típicos en los cómics de Superman); una especie de independencia irónica entre palabra e imagen, como ocurre en ciertas historietas en las que, por ejemplo, mientras en primer plano se desarrolla un episodio, en segundo plano aparecen hallazgos de gusto surrealista o jocoso como los hombrezuelos que surgen de las esquinas de los cuadros en Jiggs and Maggie, de Mao Manus, o en ciertas viñetas de Smoke Stover. En otros casos, la independencia no es debida a ironía, sino a una potente efusión de lo visual, como en ciertos encuadres en los que, en el trasfondo, el gusto por lo particular, por la anotación ambiental, supera las inmediatas necesidades comunicativas del mensaje, pero de hecho enriquece la escena con anécdotas destinadas a ser disfrutadas por sí mismas como los detalles cuidados de una naturaleza muerta. Es más, se dan casos en que la fusión entre la abundancia de los detalles visuales y la esencialidad de lo hablado se aúnan para obtener una representación de eficacia cinematográfica, como en el caso que acabamos de examinar.
4. La relación entre encuadres sucesivos muestra la existencia de una sintaxis específica, o mejor de una serie de leyes de montaje. Hemos dicho «leyes de montaje», pero la alusión al film no debe hacernos olvidar que la historieta se «monta» de forma original, aunque sólo sea porque el montaje de la historieta no tiende a resolver una serie de encuadres inmóviles en un flujo continuo, como en el film, sino a realizar una especie de continuidad ideal a través de una real discontinuidad. El cómic desmenuza el continuum en unos pocos elementos esenciales. Que luego el lector une estos elementos en su imaginación y los ve como continuum, es cosa evidente. Nosotros mismos, al analizar la página, hemos actuado resolviendo una serie de momentos estáticos como una cadena en movimiento[78].
5. En la página en cuestión, los diversos elementos formales de la narración (encuadre, montaje, etc.) funcionan como condiciones de la acción, pero emergen como explícitos en la conciencia del lector. En otros cómics, en cambio, la estructura formal de la narración pasa ella misma a ser objeto de ironía o de variación humorística. Ocurre así en ciertos casos de salidas de encuadre, en otros una auténtica acción en el encuadre; o se establece una relación directa entre el personaje y el autor («Gould, te has excedido», dice en 1936, un personaje de las historietas de Dick Tracy, dirigiéndose al dibujante que lo ha colocado en situación difícil) indicando la intervención del dibujante, algunas veces, en forma de un lápiz o pluma que penetran en el encuadre para alterar su orden, desde fuera.
6. Los diversos elementos formales examinados determinan la naturaleza de la trama. En el caso de Steve Canyon hemos observado una especie de trama de tipo cinematográfico, pero en un sinnúmero de casos la estructura del plot adopta otras formas, fundándose no tanto en el desarrollo, como en la iteración continua de elementos recurrentes[79].
7. El examen de Steve y de los personajes que a su alrededor se mueven, nos ha permitido darnos cuenta de la existencia de una tipología caracterológica bien definida y fundada en estereotipos precisos. En el caso de Steve Canyon puede hablarse propiamente de estereotipos, más que de «tipos[80]», y en la mayor parte de casos dicha condición parece ser esencial a la construcción de un argumento de cómic. Si pasamos revista a los héroes más característicos del cómic de entreguerras, observaremos que el tópico novelesco está extremadamente simplificado: el Hombre Enmascarado o el Aventurero Errante y Misterioso, Mandrake o la Magia; Gordon o el Espacio; X9 o el Investigador; Jim de la Selva o el Cazador; y así sucesivamente. Y en medida correspondiente, cada uno de ellos representa a su vez la Ascesis, la Ironía, la Belleza, la Perspicacia, etc.
8. Finalmente, la página examinada nos ha mostrado claramente que en el ámbito de once encuadres es posible desplegar una declaración ideológica relativa al universo de valores. En Steve Canyon hemos podido descubrir fácilmente como valores: la Belleza, el amor al Riesgo, la indiferencia hacia el Beneficio Material (templada sin embargo por cierto respeto al Dinero), la Generosidad, la Ternura, la Virilidad, el Sentido del Humor. Estos son los valores sugeridos por el personaje Steve; pero la página, en su conjunto, propone también como valores las Buenas Relaciones con la Ley, la Cordialidad con los Humildes, los Símbolos del Prestigio, el Misterio, la Fascinación Túrbida, la Procacidad. En síntesis, la página de Steve Canyon nos permite entrever una sustancial adhesión a valores de un American Way of Life templado por la Leyenda Hollywoodiana, de forma que el personaje y su historia se erigen en modelo de vida para un lector medio. En el mismo título podemos hallar, en otra clave, una declaración ideológica semejante, no sólo en Terry y los piratas, sino en narraciones como la de Joe Palooka, Dick Tracy o Dennis the Menace. En otros casos nos ha parecido ver una mayor acentuación de la lección conformista, insertada en la misma estructura de la trama, y resuelta casi a nivel de una implícita metafísica[81]. Pero sería igualmente posible identificar una declaración ideológica fundada en la protesta y en la oposición, aparente o real.
He aquí, pues, que un análisis de los elementos de lenguaje (que incluye las convenciones iconográficas y los estereotipos empleados en función de signo convencional) nos ha permitido establecer una tabla de las posibilidades comunicativas del cómic, al margen, todavía, de cualquier valoración. La conclusión que se desprende de dicho análisis, al menos en primera instancia, no puede ser otra que la siguiente: la «lectura» de la página de Steve Canyon nos ha enfrentado con la existencia de un «género literario» autónomo, dotado de elementos estructurales propios, de una técnica comunicativa original, fundada en la existencia de un código compartido por los lectores y al cual el autor se remite para articular, según leyes formativas inéditas, un mensaje que se dirige simultáneamente a la inteligencia, la imaginación y el gusto de los propios lectores.
Cuestiones derivadas
Una «lectura» crítica de este género se ha resuelto, en definitiva, en un análisis descriptivo que nos ha permitido esclarecer las «estructuras» del cómic. Pero detenerse en este orden de consideraciones impediría identificar el valor de tales estructuras en relación a un contexto cultural más amplio. Una definición de las estructuras, en todo caso, no puede ser más que la operación introductoria a otros niveles de investigación, so pena de resolverse en una mera justificación técnica del hecho, de todo hecho que parezca definible estructuralmente.
He aquí, pues, que, en una primera observación, las estructuras nos conducen a una serie de interrogantes que rebasan el fenómeno específico y nos obligan a ponerlo en correlación con otros órdenes de fenómenos, ya sea en el plano sincrónico ya en el diacrónico.
1. El hecho de que el género presente características estilísticas precisas no excluye que pueda hallarse en posición parasitaria respecto a otros fenómenos artísticos. Por otra parte, el hecho de que se puedan observar relaciones de parasitismo a ciertos niveles, no excluye que, en otros, el género se halle por el contrario en relación de promoción y precedencia. Véanse por ejemplo el conjunto de convenciones gráficas que concurren en la representación del movimiento en el ámbito del encuadre. No es difícil observar una estilización gráfica de los dinamismos, que recuerda mucho las soluciones del futurismo. Entre el Dinamismo de futbolista de Boccioni y la típica representación de un superhéroe de historieta (cuyo paso supersónico se indica con una especie de trazo horizontal, como de imagen que pasa velozmente ante un objetivo fotográfico inmóvil), la relación es evidente. Es igualmente cierto que sería posible hallar representaciones semejantes en cartoons que preceden a la experiencia futurista, pero lo es también que únicamente a consecuencia de los experimentos de la pintura contemporánea y de los descubrimientos de los técnicos y los artistas de la fotografía, la historieta puede imponer sus propias convenciones gráficas como lenguaje universal, sobre la base de una sensibilidad adquirida ya por un público más vasto. Es obvio que en un caso como éste, parasitismo no significa inutilidad. El hecho de que una solución estilista sea tomada en préstamo de otros campos, no invalida su uso, si la solución es integrada en un contexto original que la justifique. En el caso de la representación del movimiento, puesta en vigor por el cómic, nos hallamos frente a un típico fenómeno de transmigración a nivel popular de un estilema que ha hallado un nuevo contexto en que integrarse y en que reencontrar una fisonomía autónoma[82]. De parecido modo, parece superfluo indicar los parentescos entre técnica del cómic y técnica cinematográfica. En el plano del encuadre, la historieta es claramente deudora al cine de todas sus posibilidades y de todos sus vicios. En el plano del montaje, la relación es más compleja, si consideramos más a fondo el aspecto, ya mencionado, de que la historieta, al contrario que el cine, realiza un continuum, merced a la yuxtaposición de elementos estáticos. Hágase la prueba de volver a la página de Steve Canyon y leerla como «puesta en escena» de una posible película. En tal caso, la página representa una serie de anotaciones esenciales que el eventual director debería integrar rellenando, por así decirlo, los huecos que la página puesta en escena ha dejado entre viñeta y viñeta. Realizada en este sentido, la página se resolvería en una secuencia continua en la que Steve Canyon, una vez dentro del edificio, sería seguido paso a paso hasta el ascensor, para volver a hallarse, después de una interrupción, mientras recorre un pasillo y penetra en su oficina. Intentemos ahora pensar en esta página, no como puesta en escena, pero sí como película: intentemos pensar que el film es esto, sin añadidos ni integraciones. Advertiremos que, vista en la pantalla, esta sucesión de elementos inmóviles, este proceder por interrupciones —este proceder que habría dejado atónito al espectador cinematográfico de 1947—, no nos hallaría desprevenidos: reconoceríamos en él el estilo de Goddard en Vivre sa vie, o mejor el de Chris Marker de La Jetée, donde el discurrir del film está magistralmente articulado por medio de simple y pura yuxtaposición de fotogramas inmóviles. Todo esto significa pues que, a nivel del montaje, el cómic estaba realizando desde hacía tiempo una trayectoria que preanunciaba (¿y hasta qué punto promovía?) la de un cine posterior.
Así, las diversas relaciones de parasitismo y promoción se articulan en una serie de fenómenos difícilmente reducibles a un único juicio. Parece claro que «parasitismo» o «promoción» no pueden constituir indicaciones de valor, sino sólo caracterizaciones preliminares, que despejan el camino para un juicio más complejo. Las historietas de Little Nemo, de 1905, presentan relaciones con el gusto modernista y revelan conexiones con el design de las construcciones de hierro del ochocientos tardío, sin que las «citaciones» parezcan extrañas al contexto. Las historias del Prince Valiant de Harold Foster, contrariamente, acabadas y cinceladas en sus mínimos detalles, se muestran como una reviviscencia tardía de gusto prerrafaelista, artesanamente correcto, sustancialmente agradable, pero por entero académico (pedagógicamente conservador, aunque debemos formularnos la pregunta acerca del nuevo público al que quizá se dirigían, ayudándolo a recuperar una medida de gusto al que era históricamente extraño). En cambio, deben leerse en otra clave las indudables influencias surrealistas que se involucran en las páginas del Krazy Kat de Herriman: aquí, si bien por un lado el aficionado al arte podría lamentar el hecho de que determinadas sugestiones oníricas, nacidas en diverso contexto, con intentos de revelación profunda, aparezcan como simples elementos de fondo para una anécdota, tan poética como se quiera, pero mucho menos comprometida, por otro, no puede negarse que las mismas sugestiones, que de otro modo habrían podido permanecer inoperantes, se hallen aquí fundidas en el ámbito de una trayectoria jocosa en que locura y gentileza se amalgaman en un contexto original, nunca vulgar, extremadamente maduro[83].
En resumen, si por un lado los cómics ponen en circulación formas estilísticas originales, y bajo este punto se estudia no sólo como hecho estético sino también como modificador de la costumbre, por otro cumplen una acción de homologación y difusión de estilemas, ya sea a título de mera depauperación ya a título de recuperación. No es posible un enjuiciamiento general de este proceso; es precisa una valoración histórico-crítico-pedagógica caso por caso. En el ensayo «La estructura del mal gusto» hemos intentado elaborar instrumentos de investigación aptos para permitir discriminaciones de este tipo[84].
2. No es difícil, sin embargo, señalar algunos elementos estructurales que, no sólo viven en función parasitaria, sino que la derivación parasitaria se petrifica en meros estándares. Hemos puesto de relieve un caso típico en la caracterización de los personajes: la referencia al cine obliga al autor a reducir aquel esquema que anteriormente era el actor (en cuanto prototipo de un modo de ser o de aparecer) a otro ulteriormente empobrecido. Steve Canyon, con respecto a aquellos tres o cuatro «divos» de los que es resumen, es mucho más elemental y genérico, aunque sólo sea porque el dibujo no es capaz de conferirle aquella movilidad de expresión que en un divo, aún estandarizado, revela siempre al individuo. El mismo signo gráfico exigido a la historieta obliga a una estilización casi total, y el personaje se hace más y más jeroglífico. Existe un umbral más allá del cual la estilización recupera toda posibilidad de matizaciones expresivas: es el caso de los personajes de Schulz o de Feiffer. Pero por lo general, la estilización a medias (como en el caso de Caniff, maestro en una estilización naturalista, donde lo alusivo no deja nunca de ser imitativo, en el sentido de que una arruga en la comisura de los labios puede indicar experiencia y madurez y resumir una biografía, por convención, pero sigue siendo una arruga, y es tenida como tal, en términos naturalistas) nos restituye por la fuerza de las cosas un personaje-convención. En este punto se plantean dos preguntas. La primera es cómo se funden los elementos originales con los elementos estandarizados y si la fuerza comunicativa de los elementos originales (convenciones de lenguaje, montaje, etc.) funciona sólo si se refiere a personajes estándar. En tal sentido, el lenguaje del cómic sería sólo apto para narrar historias muy simplificadas, en que los matices psicológicos estén reducidos al mínimo, y el personaje no sea válido por sus capacidades de individuación, sino por su posibilidad de utilización esquemática, alegórica, o como puro cuadro de referencia para una serie de proyecciones e identificaciones realizadas libremente por el lector. Esto nos lleva a la segunda pregunta, o sea, si la historieta es capaz de crear tipos o sólo estándares, topoi. Intentamos dar respuesta a este problema con tres ensayos que constituyen la parte de esta obra dedicada a los «Personajes». Creemos poder señalar la posibilidad de construcción de caracteres individuales y universales al propio tiempo (y por ello típicos); mientras que, igualmente, nos parece fatal que la mayor parte de la producción se oriente hacia la creación de puros esquemas utilizables, lugares (topoi) convencionales. Como es fácil intuir, el problema, planteado aquí en el ámbito del cómic, se extiende sin embargo a todo el campo de los mass media.
3. Hemos apuntado que Steve Canyon expresa una clara visión ideológica. Preguntémonos ahora si, dados estos elementos ideológicos, los medios comunicativos, los elementos estilísticos individuados, resultan privilegiados a fines de la comunicación de aquella precisa ideología (mejor dicho: obligados a no expresar otra cosa que aquélla). En tal caso deberíamos admitir que el cómic está ideológicamente determinado por su naturaleza de lenguaje elemental fundado en un código muy sencillo, fundamentalmente rígido, obligado a narrar por medio de personajes-estándar forzado en gran parte a servirse de formas estilísticas introducidas ya por otras artes y adquiridas por la sensibilidad del gran público tras un sensible lapso de tiempo (es decir, cuando históricamente no revisten ya función provocadora), aisladas del contexto original y reducidas a puros artificios convencionales. Por desgracia, no podría comunicar otra cosa que contenidos ideológicos inspirados en el más absoluto conformismo; no sería capaz de sugerir otra cosa que ideales de vida compartidos ya por todos sus lectores, ignorando toda propuesta de transformación; no podría hacer otra cosa que repetir y remachar, tanto en arte como en política, tanto en ética como en psicología, lo ya sabido[85]. Si, en cambio, parece imaginable, y demostrable, la perspectiva de una historieta que, haciendo uso de los mismos elementos de comunicación, exprese una visión distinta, el problema se fragmenta en una serie de casos concretos y no abarca al género como tal[86]. La oposición que formulamos entre Superman y Charlie Brown, en la sección dedicada a los «personajes», nos adentra por esta segunda senda.
4. A medio camino entre una problemática estética y una problemática ideológica se presentan dos cuestiones: una sobre la determinación ejercida sobre el lector por la característica estructura sintáctica del género, y la otra a propósito de las determinaciones ejercidas sobre el autor por las contingencias industriales (en términos de industria cultural), que imponen una especial distribución «parcelaria» del producto.
La primera de las cuestiones apuntadas es: ¿hay que considerar que al fragmentar la realidad en una serie de momentos inmóviles, el cómic condiciona la recepción del lector influyendo psicológicamente sobre él? ¿Puede hablarse, como se ha hecho, de auténtica disociación de la realidad, que producirá necesariamente repercusiones psicológicas de cierto peso? El riesgo a que conducen semejantes interpretaciones (ver con clave neurótica aquello que para el sujeto normal es superable e integrable) no exime sin embargo de intensificar las investigaciones en este sentido, como se ha hecho ya sobradamente en lo que respecta a la recepción de la imagen fílmica[87].
La segunda cuestión atañe al hecho de si la distribución del cómic en columnas de periódico (o en páginas semanales) determina o no a fondo la estructura de la anécdota. En el caso de Steve Canyon, el autor fue inducido a situar el clímax de la acción en el undécimo encuadre precisamente para alimentar en el lector la espera del siguiente episodio (y por consiguiente, la «demanda» comercial). Probablemente, por otra parte, una secuencia de tanta perfección técnica se debió a que disponía de una página y no de una simple columna de tres o cuatro viñetas[88], en cuyo caso se habría visto forzado a suministrar un producto más adocenado. Por otra parte, obligado a reemprender la narración al cabo de un día o de una semana, el autor se ve impulsado a proponer situaciones y personajes estándar precisamente para poder ofrecer al lector puntos claros de referencia sin exigirle un esfuerzo de memoria. Una mujer «fatal», precisamente porque va enfundada en un vestido de seda negra, se impone sin equívocos a mi memoria. Si el personaje se delinease a través de la acumulación progresiva de detalles infinitesimales, no lograría yo conservar de él un esquema mnemónico en el que hacer converger toda nueva información, y quedaría disuelto en una serie de impresiones no unificables. El problema es idéntico al del novelista de folletín por entregas, que se veía forzado a construir personajes tallados a golpe de hacha. El personaje stendhaliano no puede ser leído «por entregas»; y sólo puede ser seguido por el lector a condición de que éste no abandone nunca el libro, ni siquiera durante los intervalos de lectura, y lo reelabore para sí durante todo el período de su confraternización con él. Esta dificultad objetiva del autor de cómics es la evidenciada por Poe al afirmar que una obra poética debe ser tal que permita ser leída de un «tirón», con el fin de evitar la dispersión del efecto. La historieta, en cambio, no sólo debe ser leída a intervalos, sino con otras historietas a la vez (una página-suplemento de diario contiene por lo general de cuatro a diez columnas). El único auxilio mnemotécnico que el lector puede recibir, radica pues en el empleo de estándares reconocibles.
Este hecho (que podría señalar una especie de límite máximo opuesto a las varias posibilidades del «género») explicaría también por qué, habitualmente, las historietas a las que se reconoce mayor validez y madurez estética e ideológica, no son las que se publican por entregas sino las que en el ámbito de una sola columna —o de cualquier forma, en un solo agregado de viñetas— agotan su propia historia. El caso de Peanuts (del cual hablaremos en el ensayo «El mundo de Charlie Brown») es sintomático: no sólo cada entrega agota una vicisitud, sino que la «saga» en su complejo extrae valor del sistema reiterativo con que los diversos episodios conclusos cabalgan uno sobre otro, por una parte llevando a la exasperación algunos elementos fijos, por otra jugando precisamente con la aptitud de ser reconocidos estos elementos y no usándolos como artificios para coordinar la memoria del lector, sino como auténticos objetos de ironía consciente[89]. En este caso el condicionamiento específico se asume como ocasión de discurso. Por ello, a la afirmación de que la finalidad comercial y el sistema de distribución del producto «historieta» determinan su naturaleza, podría responderse que aun en este caso, y como siempre ocurre en la práctica del arte, el autor de genio es el que sabe convertir los condicionamientos en posibilidades.
5. Hasta aquí hemos hablado de convenciones estándar, código. Todo ello presupone que el recurso a convenciones comunicativas se funda en la existencia de una koiné. Un código (al igual que una lengua) con todas sus posibilidades de dar lugar a mensajes descifrables por los receptores, presupone una comunidad de la que forman parte, por lo menos en el momento en que el mensaje es emitido, tanto quien emite como quien recibe. Ahora bien, la koiné en la que se piensa analizando en términos de comunicación la estructura de una narración de cómic, ¿con qué se identifica? ¿Con la sociedad americana en su conjunto? Aparte de que existen historietas no americanas (pese a que el género naciera oficialmente en Estados Unidos y allí haya encontrado su estatuto más articulado), es evidente que las historietas producidas para el público americano se consumen también en Europa, donde gozan de escasa aceptación únicamente las historietas relativas a aspectos específicos de hábitos políticos americanos, como por ejemplo Pogo, historias que a fin de cuentas se basan en un sistema de referencias más complicado que las demás. Pero ¿hasta qué punto estamos seguros de que un lector americano identifica en una página como la de Steve Canyon los mismos elementos que reconocería en ella un lector europeo? ¿Hasta qué punto (el fenómeno, sin embargo, atañe a la fortuna de cualquier obra de arte vista a través del tiempo o a través del espacio, consumida por gentes histórica o sociológicamente disformes) la misma página, en cuanto a mensaje, ha sido leída utilizando códigos parcialmente distintos[90]?
Parece, pues, muy imprudente identificar la koiné de los lectores con los miembros de una sociedad industrial moderna, o con ciudadanos de una sociedad industrial en un sistema capitalista.
Que el autor, o el productor de la historieta, pueda construir el propio producto teniendo ante los ojos el modelo de un hombre medio como ciudadano ideal de una sociedad de masas, es innegable. Existe toda una ideología de la felicidad y del consumo (véase[91] la amable filosofía del Dr. Dichter) que actúa sobre la base de una abstracción semejante. Pero si el «persuasor oculto» o el productor de un producto cultural medio para el hombre medio emplea un modelo abstracto de tal género, es porque la abstracción se convierte para él en hipótesis metodológica a seguir: por una parte sabe implícitamente que cuanto más se adapten sus productos a un modelo abstracto de «hombre medio» más contribuirá a formar consumidores adaptados al producto, y el modelo abstracto se convertirá en realidad; por otra, a una ética de la felicidad y del consumo le es necesaria, como base ideológica, la persuasión de que existe, a un nivel de civilización dado, una sociedad sin clases, en que los símbolos de prestigio y la búsqueda del estatus pasan a sustituir toda otra diferenciación. En este sentido es necesario ignorar (puesto que se trata de ignorancia operativa) que puedan existir diferenciaciones ideológicas (posean o no raíces de clase) capaces de hacer que el producto cultural sea consumido en claves diferentes. Es pues más rentable, y más cómodo, operar refiriéndose a una koiné indiferenciada, con la esperanza de que esta insistencia en la oferta pueda crear una demanda real, lo cual simplificaría fundamental y definitivamente el funcionamiento del mercado[92].
Lo grotesco es que, a la ilusión-abstracción de una masa indiferenciada, se remitan incluso aquellos que deberían indagar críticamente el fenómeno de la producción y de la fruición de los medios de masa[93]. También esta simplificación refleja un deseo inconsciente de unificación del mercado: existe un mercado de la cultura «superior», que es determinado por el producto (que constituye en sí un absoluto) y no por las modalidades de fruición; y existe un mercado del hombre-masa que no atañe a la cultura (ni a los productos de cultura) más que en la medida en que la elaboración de antropologías negativas permite la confección de análisis deprecatorios y generalizadores.
Volvamos a una página como la de Steve Canyon. Hemos señalado ante todo varios niveles estructurales: el nivel de la trama; el de los medios estilísticos; el de los valores imitativos (capacidad amable y deseable de un personaje o de un ambiente); el de los valores ideológicos. El hecho de que nos hayamos detenido a valorar la página en términos técnico-formales (logro y no logro de una estrategia de comunicación; atractivo de una representación; originalidad o parasitismo de un estilema), no impide que otro lector pueda hallar en ella sólo valores de trama, limitándose a esperar con impaciencia la siguiente entrega. El hecho de que hayamos señalado valores ideológicos precisos no impide que a otro lector, no sólo le hayan pasado inadvertidos, sino que hayan obrado inconscientemente orientando de forma oculta su visión del mundo: y puede ocurrir que este mismo lector, prestando atención, incluso de modo ingenuo, a los simples valores formales (dibujo bueno, dibujo malo) haya agotado en esta inspección su propia vinculación al producto. ¿De qué forma varían las diferentes fruiciones según la clase, la categoría intelectual, la edad y el sexo del lector? ¿De qué forma, pertenecer a una clase, a una categoría intelectual, a un tipo psicológico, a una edad y a un sexo, procuran al lector un código de lectura distinto de los demás? ¿En qué modo modifican el tipo de atención con que el lector se enfrenta al objeto? Es evidente que, una vez planteado el problema en este sentido, se desmenuza el fetiche de la «masa» y del «hombre-masa», que resultan ambos metodológicamente paralizantes. No cabe duda de que estos conceptos han desempeñado una función de cuadro de referencia para elaborar cierta visión del clima cultural presente. Pero su validez no va más allá de la intuición de costumbre. Es legítimo continuar empleándolos en la medida en que, en investigaciones semejantes, la intuición de costumbre constituye siempre una hipótesis de trabajo, la individualización de un problema.
Añádase que la hipótesis de una «masa» homogénea de consumidores varía mucho en validez según se proponga en fase de descripción de las estructuras del producto o en fase de investigación sobre las modalidades de fruición. Nos explicaremos: describiendo las estructuras del producto, como en el caso de la página de Steve Canyon, se advierten elementos de un código que claramente emplea el autor pensando en la koiné de los lectores; el autor piensa efectivamente en términos de masa homogénea, y esta presunción psicológica pasa a formar parte de su poética. En este sentido el modelo del hombre-masa no es abstracto, es un dato real que actúa como componente de una intención operativa. El error consiste en emplear el modelo hombre-masa a base de extraer ilaciones teóricas sobre las modalidades de fruición del producto. Ahí el analista comete el primer error metodológico: presume que su análisis de las estructuras ha agotado todos los aspectos del objeto analizado y, lo que es más, ha establecido la única jerarquía posible entre los varios aspectos de fruición. Si luego complica este equívoco mediante el otro, el de considerar el modelo de hombre-masa como negativo, al que no competen las características típicas del hombre lisonjeado por la cultura «superior», la ilación se hace aún más equívoca. Dicho de modo más simple: observar en Steve Canyon el consabido recurso al arquetipo ingenuo de la vamp-hechicera, y suponer que el lector de Steve Canyon sucumbe sin reservas a la fascinación de este arquetipo (dado que tal lector es considerado como hombre-masa dotado de escaso sentido crítico, dirigido inevitablemente por un poder pedagógico contra el que no puede nada, nada en un sentido casi metafísico) significa haber dado por resuelto el problema de antemano. Añádase que el moralista apocalíptico no llega, habitualmente, ni al mero análisis de las estructuras del producto. Más que «leerlo», se niega a leerlo y lo condena como «ilegible»; más que someterlo a juicio, se niega a juzgarlo y lo encuadra en una presunta «totalidad» que hace de partida negativo el producto, totalidad que no entendemos cómo puede haber elaborado sin una confrontación dialéctica de los fenómenos singulares analizados objetivamente.
Parcialmente legítimo, pues, en fase de descripción estructural, el concepto de «masa» se hace equívoco en fase de investigación sobre las modalidades de fruición. En este punto, la única finalidad de la investigación debe ser establecer en qué medida las fruiciones se diferencian, según los diversos tipos de estratificación psicológica, cultural, social, biológica. El precedente análisis de estructuras sirve en esta fase como hipótesis de trabajo.
A nivel de un análisis, aún teórico, de los productos, se plantea sin embargo un ulterior problema: dado que las fruiciones varían, y que sujetos diversos podrían ver en el producto diversos órdenes y jerarquías de valores —puesto que la fruición podría variar en función del código empleado por quien descifra el mensaje—, ¿puede sostenerse que en el producto existan de todos modos elementos de comunicación tales que, aun variando los códigos de los fruidores, orienten hacia lo descifrado? Dicho de otro modo: el hecho de que moda, posturas, símbolos de prestigio, aparecidos en Steve Canyon, sean típicos de un código compartido por el lector americano, y probablemente un lector italiano se enfrente con la página según otros esquemas de referencia (por ejemplo: la belleza de la secretaria posee distinto sentido para un yanqui alto y rubio y para un siciliano bajo y moreno; para uno de ellos la mujer es absolutamente exótica, para el otro moderadamente familiar), ¿hace que la misma página contenga para ambos un mensaje totalmente distinto? ¿O existe quizá un código básico, fundado sobre constantes psicológicas, o en algunos valores típicos de toda sociedad occidental, tales que orienten el mensaje en un sentido más o menos unitario? ¿Comporta, pues, la figura de Steve algunas connotaciones de base, que serían entonces las que hemos intentado identificar en el curso de nuestra lectura?
He aquí pues que, a nivel de una lectura de página de cómic, se plantea un problema más bien vetusto y digno de consideración filosófica: el problema de la relación entre la mutabilidad de los esquemas de fruición y la objetividad de las estructuras de la obra degustada.
Hume y el indio: introducción a la investigación empírica
Hemos dicho problema vetusto. Si debiéramos indicar quién lo ha expresado con mayor lucidez teórica unida a un vivo sentido de lo empírico, citaríamos a David Hume en Of the Standard of Taste. El autor parte de la constatación, admitida como «obvia», de la variabilidad de los gustos, que acepta como razonable dato de partida. Se pregunta sin embargo Hume si existe una «regla» capaz de permitir una conciliación de estos sentimientos tan varios y distintos: la vieja convicción de que le beau pour le crapaud soit sa crapaude se halla presente, aunque bajo forma diferente, en nuestro pensador; pero él se pregunta si existen, en medio de la «variedad de los caprichos de gusto», «ciertos principios generales de aprobación o de censura, cuya influencia puede ser descubierta en todas las operaciones de nuestra internal fabric». Principios generales que evidentemente no constituyen puras constantes trascendentales, pero que deben hallar correspondencia en las estructuras del objeto saboreado. Hume aclara el problema con este ejemplo, extraído de Cervantes: dos parientes de Sancho (tenidos ambos por buenos entendedores de gusto seguro) son llamados cierto día para juzgar el vino contenido en un tonel. El primero, después de probarlo, decide que el vino sabe ligeramente a cuero; el segundo nota cierto sabor ferruginoso. Perplejos por esta radical diferencia de gusto, los presentes vacían el tonel: y encuentran, en el fondo, una vieja llave atada a una correa de cuero. Hume comenta: «si bien es cierto que la belleza y la deformidad (más que lo dulce y lo amargo) no son cualidades inherentes a los objetos, sino que atañen totalmente al sentimiento —externo o interno—, hay que reconocer que existen ciertas cualidades con que la naturaleza ha dotado a los objetos a fin de suscitar estos sentimientos especiales».
Una estructura objetiva de la obra que, por un lado, permita la variabilidad de las fruiciones, y por otro justifique una fundamental coherencia: éste es el problema al cual la estética se enfrenta constantemente. Pero en el caso de dos fenómenos de comunicaciones de masa el problema se plantea en medida mucho más acentuada, y exige un reconocimiento valeroso de la relatividad de las perspectivas que el mismo Hume, una vez más, nos ayuda a definir de modo preciso.
Afirma Hume que el juez de varios géneros de belleza es llevado naturalmente a parangonarlos entre sí con el fin de matizar en todo caso su juicio; y deja entender claramente que la comparación no puede dejar de referirse a la diversa resonancia que los diferentes géneros de belleza producen en el ánimo de fruidores distintos. «El cartel más basto posee un cierto atractivo de color y cierta exactitud en la imitación, ciertamente lejana, de la belleza; sin embargo el espíritu de un campesino o de un indio pueden verse arrastrados a la máxima admiración. Las más vulgares baladas no carecen enteramente de armonía y de naturaleza, y nadie —excepto quien esté habituado a bellezas superiores— dirá que sus versos sean desarmónicos o que su tema no sea interesante… Sólo una persona habituada a ver, a examinar, a leer atentamente las obras admiradas por edades y países diferentes, es capaz de apreciar los méritos de una obra, sometida a su opinión, y de señalarle su lugar apropiado entre las diversas producciones del genio… Toda obra de arte —para producir el debido efecto sobre el espíritu— debe ser examinada desde determinado punto de vista, y no puede ser plenamente gustada por una persona cuya situación —real o imaginaria— no sea conforme a lo que la obra pide… El crítico, pues, que, en tiempo y país distinto, quisiera juzgar exactamente la oración [se refiere a un discurso dirigido a un auditorio específico], debería abarcar todas las circunstancias y colocarse en la situación del auditorio… La persona influenciada por prejuicios no puede ajustarse a estas condiciones: se mantendrá obstinadamente en su posición natural y no se colocará en el ángulo que la obra requiere. Si la obra está dirigida a personas de edad y de países diferentes de los suyos, no simpatizará con sus opiniones ni con sus prejuicios especiales, sino que, influenciado por los usos de su tiempo y de su país, condenará a ojos cerrados aquello que parecía admirable a los individuos para los que fue ideado el discurso.»[94]
Esta página tiene valor aún hoy de lección antietnocéntrica para todo antropólogo, y, bajo su apariencia iluminista y empírica, revela un sentido de la historia que a menudo ha fallado en muchos historiadores al enjuiciar estéticamente obras de edades pasadas, de países lejanos, o producidas por «masas» extrañas al mundo de la «cultura». En nuestro caso, esta página tiene un atractivo especial. El estudioso de estética que ejercita la propia reflexión sobre fenómenos de fruición artística, cual nos los ha propuesto la tradición occidental hasta hace medio siglo, se halla en una situación de investigación en la que, sustancialmente, el autor de la investigación y el sujeto de la misma coinciden. En otras palabras, si yo pretendo determinar qué es la sensación de placer que se experimenta al examinar una obra de arte, y si asumo como «tipo» de obra de arte un cuadro de Rafael o una sinfonía de Mozart, ejecuto, más o menos explícitamente, una doble operación. Por un lado, intento determinar cuáles son las estructuras fruibles de la obra, y por otro, me esfuerzo en comprender cómo «los hombres» fruyen de estas estructuras. Al obrar de tal forma (incluso dándome cuenta de que la postura de los «hombres» cambia con las épocas y los países), me erijo en representante de la humanidad. Me esfuerzo en colocarme en el estado de ánimo del observador renacentista que se complacía en el cuadro de Rafael, o me remito a textos y documentos de la época, pero siempre intentando establecer una conexión entre el estado de ánimo del contemplador de aquel tiempo y el mío, reconstruyendo por lo tanto a aquél en mí, admitiendo que entre él y yo existen diferencias superables, dada la común pertenencia al público de los gustadores de arte. El mismo razonamiento es válido para alguien que sea distinto a mí en el plano de la contemporaneidad histórica. Sea o no consciente de ello, supone siempre la presunción de que entre yo y los demás existe una afinidad fundamental: presunción justificada, dado que hasta hace medio siglo el que saboreaba una obra de arte pertenecía a una categoría bastante precisa, intelectualmente definida. El que yo reconozca la existencia de un público muy distinto de mí y de los míos tiene poca importancia: puesto que yo sé que la obra ha sido producida para un público de gentes que se asemejan, aunque de una o de otra forma consuman la obra, entresacarán de ella sólo aspectos accesorios, la contemplarán en forma reducida, la gozarán sólo a cierto nivel. Es evidente que el estudioso de estética no olvida jamás que existe una comunidad de fruidores que no se identifica con la comunidad de fruidores cultos y sensibles; y sin embargo, se ve llevado a definir la naturaleza de la obra refiriéndola a una comunidad específica de la que forman parte el autor, él mismo y los fruidores capaces de elevarse al nivel del autor, dado que la reacción de éstos colabora a sacar a la luz las verdaderas características de la obra, mientras que la reacción de los otros no aporta información sobre la obra, sino sobre la situación del gusto popular en una determinada circunstancia histórica o sociológica. Por más que el estudioso de estética se esfuerce en contemplar las posibilidades de fruiciones aberrantes respecto a aquella norma que es la obra, nunca podrá evitar utilizarse a sí mismo como punto de referencia de la fruición normal. Y obrando así caracteriza las estructuras de la obra de tal forma que las fruiciones distintas a la suya aparecen, respecto a la obra-norma, precisamente como aberrantes. Incluso la definición de la obra como esquema de referencia de infinitas fruiciones, en el fondo no escapa de este círculo. Porque una fruición aberrante que no se tiene en cuenta es precisamente aquella para la cual la obra es vista no como fuente de fruiciones sino como algo distinto. El círculo es inevitable desde el momento en que se quiere definir la obra de arte en términos homogéneos de una visión cultural precisa; y esta limitación del estudioso de estética no aparece como defecto de su posición, sino como la natural condición en que debe moverse si quiere comunicar sus ideas en los términos de una tradición cultural. Si el estudioso decidiese recurrir a medios de comprobación sociológica, con el fin de asegurar igual validez al comportamiento del docto que «contempla» la obra en términos estéticos, como al zafio que ve el cuadro, pongamos por caso, como excelente material combustible, o el desnudo griego como incentivo de pura concupiscencia, entraría en otra esfera de investigación. Puesto que su misión estriba en conferir un sentido a la experiencia del arte en el ámbito de una noción de civilización, humanidad y cultura, asumida como cuadro de referencia.
El problema varía totalmente cuando se habla de productos elaborados en el ámbito de la comunicación de masas. Aquí la estética, asumido su cuadro de referencia axiológica, no puede más que distinguir entre al campo del arte propiamente dicho (creador de valores privilegiados) y el campo de una «artisticidad» difusa, dirigido a productos de varia utilización[95]. Pero, en el horizonte de una cultura de masas, lo que queda por determinar es precisamente la validez de una fruición estética ejemplar; lo que se pone en duda es que el producto tienda a una fruición de tipo estético, en el sentido propio de la expresión. El producto de masas puede tender legítimamente a producir, empleando medios «artísticos» —poniendo en obra una técnica artesana que pide prestados al arte modos de operar y referencias a valores—, efectos de tipo vario, lúcido, erótico, pedagógico. Que cada uno de estos efectos no ataña a la estética propiamente dicha, carece de importancia. Atañe en todo caso a una teoría de las comunicaciones, a una fenomenología de lo artístico, a una pedagogía de las comunicaciones de masa.
Ocurre, pues, que para un objeto, estructuralmente analizable, se da una variedad de posibles reacciones, cuyo control escapa al investigador, de igual forma que el control total de todas las implicaciones psicológicas de un rito primitivo escapa al etnólogo recientemente llegado al campo. En el campo de las comunicaciones de masa, el investigador no puede ya coincidir con la cobaya. A un lado está la obra, al otro (para referirnos a Hume) una multitud de indios.
Las reacciones de estos indios no son reconstruibles por el investigador, en tanto que persiga determinar una congenialidad profunda con la situación de otros. Los «otros» están mucho más diferenciados de lo que sus posibilidades de «congenialidad» le permiten. El objeto es producido precisamente en despreocupada referencia a una multitud de «otros» (aunque, por comodidad, se reúnan en el modelo hipotético de hombre-masa). Únicamente la investigación empírica, sobre el campo, es capaz de iluminar al investigador sobre las varias posibilidades de reacción ante el objeto. De forma que su investigación preliminar sobre las estructuras del objeto debe ser integrada por la revelación sobre lo que los indios hayan localizado en el objeto. La investigación sobre las estructuras puede orientar la investigación empírica, nunca determinarla. Como máximo podrá determinarla en segunda instancia.
Todo ello no resta validez a una investigación sobre las estructuras: la instituye incluso como primer paso indispensable de la investigación. Y no impide tampoco que, en el curso de una investigación sobre las estructuras, el investigador adelante hipótesis sobre el tipo de fruición que una determinada estructura permitirá a un tipo de gozador. Nuestra «lectura de Steve Canyon» se ha movido totalmente en tal sentido. Salvo que no constituye el punto de llegada de una investigación sobre los medios de masa, sino, como mucho, el punto de partida.
La investigación sobre las estructuras del producto puede solamente preceder a una investigación interdisciplinaria en que la estética puede definir las modalides de organización de un mensaje, la poética que se halla en su base; la psicología estudiará la variabilidad de los esquemas de fruición; la sociología aclarará la incidencia de estos mensajes en la vida de los grupos, y su dependencia de la articulación en la vida de los grupos; la economía y las ciencias políticas deberán poner en claro las relaciones entre tales medios y las condiciones de base de una sociedad; la pedagogía se planteará el problema de su incidencia sobre la formación de quienes pertenecen a esta sociedad; la antropología cultural establecerá, finalmente, hasta qué punto la presencia de estos medios es función del sistema de valores, creencias, comportamientos, de una sociedad industrial, ayudándonos a comprender qué sentido asumen en este nuevo contexto los valores tradicionales del Arte, la Belleza, lo Culto.
La función de la crítica y de la historiografía
De todas formas, además de ingenuo, sería demasiado cómodo remitir toda conclusión relativa a la naturaleza y efectos de los medios de masa a una investigación empírica capaz de documentarnos sobre la relatividad, real o presunta, de las reacciones. Si hemos insistido sobre esta necesidad es porque de hecho ha sido casi ignorada por la mayor parte de trabajos sobre el fenómeno en cuestión, excepción hecha de algunas beneméritas investigaciones experimentales en el campo sociológico o psicológico, fatalmente limitadas[96]. Pero considerar la descripción de las estructuras como pura operación preparatoria para una investigación empírica sobre las reacciones, en la cual se concluya finalmente todo esfuerzo de clarificación, deja descubierta la función que posee en cambio una reflexión crítica a nivel filosófico e histórico.
Ante todo, la reflexión crítica exige la investigación empírica precisamente para controlar las propias hipótesis iniciales y volver al objeto de indagación con nuevas interrogaciones. Nuestra lectura de Steve Canyon implicaba ya algunas conclusiones, por ejemplo, sobre la lección ideológica de la narración, o el valor a conferir a ciertas realizaciones técnicas. Ahora bien, una investigación sobre las modalidades de fruición, ofreciendo un abanico de las variantes, podría quizá invalidar nuestra descripción; o podría obligar a corregir algunas perspectivas. En todo caso, el trabajo de análisis estructural recomenzaría, porque de esta dialéctica debe nutrirse la investigación. Recomenzaría tanto más cuanto que las mismas modalidades de fruición, recontroladas después de un lapso de tiempo, resultarían probablemente distintas: mensaje emitido para los miembros de una sociedad industrial moderna sometida al veloz sucederse de los estándares, una página como la examinada está destinada a enfrentarse con un público que cambia continuamente y que se enfrenta a ella con códigos siempre nuevos. En tal sentido, la investigación sobre los medios de masa no puede más que plantear de continuo conclusiones en condicional: «debería concluirse esto, si se mantuvieran inalteradas estas condiciones».
Pero por encima de esta variabilidad de los resultados, también los objetos, la reflexión crítica intenta ejercerse a otro nivel. Se esfuerza en resumen en volver, aunque consciente de los demás factores considerados, a aquella posición en que hemos hallado por ejemplo al estudioso de estética. Este sabe que con la variación del período histórico, o del público, la fisonomía de la obra puede también cambiar, y adquirir nuevo sentido el objeto. Pero su deber es también asumir una responsabilidad: adaptar al período histórico, al ámbito cultural en que trabaja, el fenómeno obra de arte, decidir conferirle un cierto sentido, y sobre esta base elaborar sus definiciones, sus comprobaciones, sus análisis, sus reconstrucciones.
Así ocurre finalmente con los productos de medios de masas. Consciente de trabajar sobre un objeto que espera su definición de una masa de indios (cuyas reacciones no deberá ignorar), el crítico (el filósofo en función de historiador de la cultura) debe señalarse una misión: partiendo de una noción lo más articulada posible del período histórico en que vive, intentar definir la función del producto referido a los valores que ha asumido como parámetro. Sabe muy bien que la investigación sobre los indios puede revelarle que existen otras tablas de valores, referido a las cuales el producto adquirirá otra fisonomía; y su misión será promover también la investigación en este sentido. Pero antes debe pronunciar una serie de juicios sobre el objeto. Un mensaje comunica, a los ojos del crítico, ciertos valores; es posible que a los ojos de un indio estos valores sean otros o cambien de función. Es un hecho que, relacionados a los valores sobre los que se ejercita el trabajo cultural, aquellos valores pueden ser colocados en un ámbito de relaciones tal que, situándolos en una perspectiva, los juzgue implícitamente. Veamos un ejemplo.
Leídas por cincuenta millones de lectores por día, las historietas de Li’l Abner de Al Capp mantienen desde hace treinta años un discurso homogéneo, aunque difícilmente definible por ser conducido en el filo del humor y lo grotesco. Sería más sencillo definir el contenido de la Little Orphan Annie de Harold Gray: su línea ideológica es precisa; la vocación profundamente reaccionaria de su autor, inequívoca. Registrando las reacciones de miles de indios se podría quizá deducir que para algunos la historieta tiene influencia política más o menos oculta; para otros la ideología aparece tan desenmascarada que no puede revestir ninguna función de convicción; para otros ocurrirá que, dada la intención con que abordan la lectura cotidiana de la historieta, el mensaje ideológico no es siquiera recibido (expresado de forma vulgar, les entra por un oído y les sale por el otro). Pero el juicio sobre Harold Gray y su obra es posible sin equívocos: de dibujo conservador, de precisión ochocentista, halaga la ideología conservadora. Colóquese la obra en el contexto de la cultura americana y fácilmente se pronunciará el juicio, concorde, claro está, con la posición del crítico.
Pero en cuanto a Li’l Abner, Steinbeck ha comparado Al Capp a Sterne, Cervantes y Rabelais, lo ha declarado el único americano digno del Nobel (con encomiable y preventiva modestia). Su sátira de las costumbres medias americanas, sus alusiones a la vida política, llenas de jocosos sarcasmos, hacen de él un cotidiano y corrosivo panfleto. Pero ¿hasta qué punto? Después de que decenas de escritores y publicistas solventes han empleado ríos de tinta para celebrar a Al Capp, ¿no será obligado poner en duda el alcance innovador de este cómic y preguntarnos si éste —reduciendo todo problema al plano de una sátira amablemente qualunquista— no vacía de hecho las situaciones y ridiculizándolas las desdramatiza? Ayudado por un diseño ingenioso y original, ¿no hará Al Capp de todo personaje, no un alma desvelada por el lápiz (como podía ocurrir con Grosz, o más sencillamente con Feiffer), sino una caricatura?
Una primera respuesta a estas preguntas podría obtenerse por el «recurso al indio». En aras de la sencillez, limitémonos a dos únicos protocolos de lectura, suministrados uno por el propio autor y otro por un crítico de su obra[97]. Las declaraciones de Al Capp oscilan entre los polos del cinismo operativo y el tesón moralista. Tratándose de un humorista, será difícil discernir los momentos en que se confiesa de aquellos en que se enmascara. Sus declaraciones son de este tipo: «La finalidad primera de Li’l Abner es darme de comer». Pero añade: «La segunda y más famosa es la de crear dudas y escepticismo en cuanto a la perfección de las instituciones. Esto es lo que llamo yo educación… Una buena dosis de escepticismo sobre el carácter sacro de todos los aspectos del Establishment es un ingrediente precioso de la educación… Mi oficio (y el oficio de todo humorista) es recordar a la gente que no debe estar contenta de nada». Por consiguiente, Al Capp yuxtapone a toda historia un puntilloso comentario moralista que sabe a exégesis de parábola evangélica.
Finalmente es entrevistado por un crítico, que le hace hablar largamente ante la cinta magnetofónica. Entonces el autor se desintegra, su moralismo se entibia, surgen algunas contradicciones no resueltas. «El cómic es el más libre de los mass media», dice. En realidad, el autor no se halla sometido a la tiranía de la toma de televisión, los condicionamientos entre los que se mueve son múltiples, pero ninguno de ellos es realmente tiránico. De tal forma, el autor es libre de exponer a su propio público cualquier idea que le pase por las mientes. Cierto que tiene algunos límites: ante todo debe operar de manera «que la idea se afirme de modo bastante claro para ser comprendida por el mayor número de personas». Pero esta condición, ¿no cambiará totalmente la idea a exponer?
Capp responde primeramente dejando suponer que, en realidad, no le interesa la idea a exponer: «Mi primer pensamiento es ser tan divertido y dejar al lector tan perplejo que le obligue a leerme sin falta al siguiente día». ¿Pura finalidad comercial? No, Capp añade que posee «algunas nociones sobre el mundo y el hombre, y las quiere proponer a los lectores de sus historietas». Tenemos, pues, una finalidad pedagógica. Pero ¿cómo se constituye este proyecto pedagógico? «Creo que el hombre está interesado en dos o tres cosas. Está interesado en la muerte, está ocupado por la idea de la muerte. Esta es la base de todas las aventuras de Li’l Abner. En ellas existe siempre una especie de “flirt” con la muerte; hay siempre el triunfo sobre algo que pensábamos triunfaría sobre nosotros. Creo que Li’l Abner se propone una especie de fuga de la certeza final».
Creo también que la gente está interesada en el amor, en todos sus aspectos. Mucha gente se siente defraudada en amor. En Li’l Abner incluso las frustraciones convierten en verdaderas las fantasías amorosas. Los estúpidos, ridículos, piadosos fallos de los habitantes de Dogpatch hacen que el resto de nosotros, tan fácilmente expuestos al fallo de los propios deseos, nos sintamos quizá un poco menos necios y menos incompetentes.
Y, finalmente, creo que nosotros todos estamos interesados también en lo que llamamos fortuna o poder, todo lo que a fin de cuentas resulta de la victoria, de conseguir cualquier cosa en competencia con alguien. Muerte, amor y poder son los tres grandes intereses del hombre. Se hallan en la raíz de todas las historias de Li’l Abner…
Creo que el entero significado de la existencia, el premio por haber vivido otro día, es que este día haya sido menos malo de lo que podía ser. Creo que la mayor satisfacción para los lectores de Li’l Abner es que por mala que haya sido su jornada, la suya [la de Li’l Abner] ha sido peor aún.
¿Qué puede añadirse a estas declaraciones? Que están inspiradas en una antiquísima y elemental filosofía, en un pesimismo trágico y desalentado. Que sin embargo, desde el momento en que se convierte en proyecto pedagógico (convencer a los demás de que, pese a todo, se vive del mejor modo posible), desde el momento en que se convierte en alimento cotidiano para ciudadanos de una civilización de masas, sospechosos ya de heterodirección, de pasiva manipulación por parte de un poder que los trasciende, esta filosofía en nada se diferencia de aquella ética de la felicidad barata en que se sustenta la civilización del beneficio y del consumo. ¿Al Capp no será, pues, otra cosa que el sirviente fiel del poder, el inventor de un espléndido paliativo inoculado en dosis cotidianas a una comunidad de cincuenta millones de fieles?
He aquí el segundo protocolo de lectura, suministrado por un portavoz «culto» de Al Capp, que es también apasionado ensalzador del cómic como típico arte americano, David Manning White: Capp está en la línea de los grandes autores satíricos sobre y en la tradición americana… con Kelly, ha sido el único cartoonist que ha empleado la historieta para comentar los problemas políticos. Se ha ocupado de todos los grandes problemas que han obsesionado a la sociedad americana, desde el prejuicio racial a la ayuda a países extranjeros, desde el programa espacial al bienestar. Si existe un mensaje que se manifiesta y desarrolla a través de sus historias, es la denuncia de la estupidez que nos acecha desde todas partes a nosotros, pobres mortales, la denuncia del fanatismo, de la gazmoñería, de la intolerancia, de la estulticia de los mass media, del peso de la burocracia miope, de la dureza de corazón; y no sólo en sentido universal, sino referido directamente a los vicios nacionales americanos.
En una entrevista realizada a Al Capp, White adelantó la opinión de que en treinta años nuestro autor había demolido prácticamente toda gran institución de la escena social americana. Capp contestó que él se había limitado a decir que «nada es perfecto». White concluyó que aceptaba la tesis del interlocutor, a condición de que hubiese continuado hablando de tal manera, sin reservas.
Así, la interpretación de Li’l Abner oscila, en esta confrontación entre dos «lecturas» especialmente autorizadas, entre una poética genéricamente metafísica y una interpretación en clave social. Una investigación sobre las reacciones de millares de otros indios podría arrojar resultados interesantes y descubrir otras perspectivas. Recuerdo haber visto las primeras historietas de Li’l Abner a la edad de trece o catorce años, en la postguerra, y la primera cosa que me llamó la atención, no fue la polémica social ni el pesimismo extratemporal (y su atemperación en el optimismo trágico del autor), fue la belleza procaz de Daisy Mae, fue este arquetipo femenino que un decenio después debía hallar su encarnación en Marilyn Monroe[98]. ¿Para cuántos lectores, incluso no ya de catorce años, las historias de Li’l Abner no quedaron y no quedarán en más que esto, en una invitación a la evasión a través de una llamada sexual iluminada por el humor, o a través de una llamada sexual depauperada en el ridículo[99]?
Las respuestas del indio podrán variar e iluminarnos sobre la función social de Al Capp, pero, como hemos dicho, queda aún espacio para la investigación cultural, en un retorno al acto crítico que se remita al contexto histórico. Véase por ejemplo el ensayo que dedica a Li’l Abner, en relación con las historias de Pogo, Reuel Denney en The Astonished Muse[100]. En él coloca a Li’l Abner en una línea de naturalismo típico de la historieta americana, nacido en conexión con la pedagogía deweyana y con los propósitos del Popular Front de 1930. En 1935, Li’l Abner habría aparecido como ejemplo de un realismo «regional» y «cultural» (en el sentido antropológico del término), iluminando al lector sobre una situación de pauperismo agrícola. Las historias de Li’l Abner habrían reflejado, desde el principio, la exigencia popular, estimulada por el New Deal, de adquirir conciencia de una situación nacional, vista en sus contradicciones reales[101]. Pogo, en cambio, pone en escena animales antropomórficos que viven en una comunidad rural del Sur, pero, separándolos de situaciones sociales concretas —y reflejando la naturaleza culta de sus vicisitudes en un lenguaje de derivaciones joyceanas, capaz de expresar en su disociación una serie de turbaciones psicológicas de las que tales personajes son, universalmente, los representantes—, desarrolla una sátira política, indudablemente democrática, pero en clave de sofisticación individualista.
Li’l Abner, ligado a un signo gráfico caricatural pero realista, inspirándose en personajes y en atmósferas de un Sherwood Anderson, plantea continuamente el problema del individuo en contacto con los problemas de la desorganización social, adquiriendo así una permanente fuerza de choque ideológica. Fuerza que Pogo no posee, ocupado como está en divulgar para la élite una psicología postfreudiana que contempla «la existencia humana como una serie de problemas planteados al individuo en la psicopatología de la vida cotidiana». He aquí un ejemplo de lectura crítica, indudablemente digno de atención, porque realiza un ideal de investigación en que las motivaciones históricas iluminan la articulación de los valores estructurales (en efecto, Denney desarrolla ampliamente la comparación entre elementos gráficos e ideológicos en las dos historietas, mostrando la interrelación forma-contenido; y la relación entre lenguaje y visión psicológica es tratada muy agudamente). Este análisis puede quizá no satisfacer totalmente. Queda, en la lectura de Li’l Abner, la sospecha de que tanta adhesión a los valores populares, a la realidad regional, a los problemas concretos, pueda resolverse en los términos expresados por Al Capp, como una optimista invitación a no dejarse abatir por las adversidades, porque el mundo podría ser peor. ¿Cuál es, pues, la raíz de una crítica que, aun siendo tan despiadada, se detiene siempre en el umbral de la rebelión y reabsorbe la impaciencia y el inconformismo en una especie de humorístico Amor Fati?
La respuesta se halla probablemente más allá de las conclusiones de Denney. Y Li’l Abner es —como muchos han dicho— verdaderamente, en el fondo, un héroe americano[102]. Un héroe en el que la rebelión contra la injusticia, la crítica generosa a los errores de los hombres, el reconocimiento de las contradicciones sociales y políticas, no va nunca más allá de una fe casi religiosa en el sistema. Héroe kennediano, precisamente por new-dealista. Li’l Abner representa la crítica del hombre bueno a las supercherías de que es testigo. Y porque es precisamente su ambiente el que lo ha hecho «hombre bueno», sabe, inconscientemente, que deberá hallar las soluciones siempre y únicamente en el interior del propio ambiente. En su ingenuidad, Li’l Abner es el mejor y más iluminado de los radicales stevensonianos, y con él su autor. Dedicado a una búsqueda de la pureza, la única sospecha que nunca le asalta es que la pureza pueda adquirir la faz de la subversión total, de la negación del sistema. En esto es exponente de una religiosidad americana enraizada en la predicación de los Padres Peregrinos[103]. En el ámbito del propio universo, Li’l Abner es perfecto, y en él se le juzga. Pero en el fondo, su base ideológica sigue siendo la de Steve Canyon. Allí donde Caniff acepta como buenos todos los mitos del hombre americano y los manipula, Capp los somete a continua revisión, pero el objetivo final es la salvaguardia del sistema mediante la reforma. Capp sabe que, si no los mitos, el hombre que los profesa queda, en medida sustancial, preservado[104].
La identidad ideológica es reconfirmada por una identidad formal (salvo que la clave interpretativa es opuesta a la de Denney). En su raíz, tanto Steve Canyon como Li’l Abner, en medida muy distinta, se basan en una asunción naturalista. Daisy Mae es tan deseable como Copper Calhoon, aunque la primera sea implícitamente una burla de la segunda. Los dibujos de ambos cómics apelan a los hábitos adquiridos por la sensibilidad común. El respeto por los endoxa en el campo del gusto no puede dejar de implicar el respeto por los endoxa en los demás campos. También en el cómic, la negación de un modo de pensar debe pasar casi siempre a través de la negación de un modo de formar. Feiffer se halla ya en los umbrales de esta postura. No complace ya al lector, ni le ofrece una sensación a consumir. Le sugiere una realidad posible (Schulz, por su parte, rehúye el naturalismo a través de una estilización grotesca; y su carácter grotesco no es el de Al Capp, sus personajes son «verdaderos» precisamente porque no podrían ser nunca reales; Daisy Mae no puede ser deseable, remite a la realidad de todos los días no porque nos obliga a reflexionar, sino porque nos la presenta tal cual es, o casi). De tal forma, la lectura crítica de Li’l Abner, esbozada apenas, nos ofrece ya algunas perspectivas de reflexión en términos de historia de la cultura.
La lectura de Steve Canyon, conducida de modo más riguroso, localizada en una sola página, sostenida a nivel puramente descriptivo, nos ha abierto una problemática tan vasta que implica los medios de masa en su conjunto. Y nos ha mostrado un campo de investigación que debe ser recorrido todavía en gran parte, a otros niveles y desde otros ángulos. Remitiéndonos a la necesidad de una investigación colectiva interdisciplinaria, nos ha reafirmado la validez de una lectura descriptiva preliminar y de una interpretación crítica mantenida aún a nivel de historia de la cultura. Ha circunscrito por tanto el campo de algunas «lecturas» que seguirán, como la de Superman, la de Charlie Brown o la de Rita Pavone.