APUNTES SOBRE LA TELEVISIÓN
Partiendo de la premisa de que la televisión es uno de los fenómenos básicos de nuestra civilización (y que por tanto es preciso no sólo alentarla en sus tendencias más válidas, sino también estudiarla en sus manifestaciones), los organizadores del premio Grosseto, desde hace cuatro años, además de incluir en el jurado a hombres de cultura de distintas tendencias, han organizado siempre ad latere encuentros de tipo vario entre estudiosos, críticos de televisión, artistas y educadores. En 1962, la asignación de premios fue presidida por una mesa redonda sobre el tema «Influencias recíprocas entre Cine y Televisión»[161].
Me es difícil proporcionar un informe exacto sobre el desarrollo de las discusiones, pues como participante en la mesa redonda, me encontré escuchando con oído «partidista», tendente a captar en las palabras estímulos para reflexiones personales, confirmación de las propias opiniones y objeciones aptas para ser apropiadas. Mejor que intentar informar fielmente sobre las intervenciones concretas y dejar a cada uno la paternidad de las propias opiniones, será intentar entresacar algunos grupos temáticos que surgieron en la discusión; declarando previamente que cuanto se va a exponer no será el resumen de un observador imparcial, sino la exposición por parte de un participante de lo que manifestaron los participantes.
Toma directa e influencia sobre el film
Uno de los primeros temas sobre los que se orientó la discusión, en la tentativa de discriminar un «específico» televisivo ante el ya canónico problema de lo específico fílmico, fue el de la toma directa. En la forma directa, la televisión hallaría aquellas características por las que puede distinguirse de otras formas de comunicación o de espectáculo, y en la enseñanza de la toma directa se podría localizar la deuda del nuevo cine para con la televisión. El cine, de hecho, al menos en sus formas tradicionales, había habituado al espectador a una especie de narración concatenada y construida según pasajes necesarios, según las leyes de la poética aristotélica: serie de acontecimientos terribles o conmovedores que acaecen a un personaje capaz de determinar una identificación por parte del espectador; desarrollo de estos acontecimientos hasta alcanzar el máximo de tensión y la crisis; desenlace de la crisis (y de los nudos dramáticos) con conclusión y pacificación de las emociones en juego. Dicho de otro modo, como la novela ochocentista y como la tragedia clásica, el film se estructuraba según un comienzo, un desarrollo y un fin, durante cuyos momentos todo elemento de la acción parecía necesitado de una especie de ley de economía de la narración, conspirando todo hacia la «catástrofe» final, en una alineación narrativa de lo esencial, con exclusión de todo cuanto fuese resultado casual a fines del desarrollo de la acción. Ahora bien, con la toma directa televisiva se ha ido afirmando un modo de «narrar» los acontecimientos totalmente distinto: la toma directa manda a las ondas las imágenes de un acontecimiento en el preciso momento en que tiene lugar, y el director se halla, por un lado, obligado a organizar una «narración» capaz de ofrecer una exposición lógica y ordenada de cuanto ocurre, pero, por otro, debe también saber introducir en su «narración» todos aquellos acontecimientos imprevistos, aquellos factores imponderables y aleatorios que el desarrollo autónomo e incontrolable del hecho real propone. Y aunque sepa controlar estas aportaciones ocasionales, no podrá dejar de presentar una «narración» cuyo ritmo, cuya dosificación entre esencial y no esencial sean profundamente distintos de cuanto ocurre en el cine: habituando así al público a un nuevo tipo de cañamazo narrativo, continuamente alterado en lo superfluo, pero por otra parte capaz de hacer gustar de modo nuevo la compleja casualidad de los acontecimientos cotidianos (que el film nos había habituado a olvidar, en su obra de selección y de depuración narrativa). No es quizá accidental que, sólo tras unos años de habituación al relato televisivo, también el cine haya adoptado posiciones encaminadas a un diverso tipo de narración. Un ejemplo insigne podrían ser las obras de Antonioni: en ellas la acción principal, caso de existir, aparece continuamente diluida en el trasfondo de los acontecimientos aparentemente insignificantes que se desarrollan alrededor, y de hecho estos acontecimientos vienen a constituir el núcleo de una nueva acción, tendente a redescubrir, en el cañamazo de los acontecimientos cotidianos más nimios, significados o ausencia de significados.
A tales afirmaciones, otros participantes en el debate formularon objeciones de diversa índole. Se dijo ante todo que era distinta la casualidad real de la toma televisiva (debido a verdadero y auténtico «desorden», a falta de organización artística del material) y a la de los citados films. Se dijo que era impropio llamar narración a la toma directa, puesto que «narración» presupone decantación y formación de la experiencia —y en último término, «poesía»— mientras que en la toma de televisión se tiene una pura y simple crónica reproductiva. E incluso cuando se dijo que el gusto por la crónica fiel y minuciosa de lo no esencial y de lo inmediato nos remite a varias experiencias de la narrativa actual (apareció el nombre de Joyce y las referencias al monólogo interior), se observó que teorizar sobre este hecho significa sólo volver a tomar, con retraso, temas y motivos que los novelistas habían desarrollado desde hacía cuarenta años, y por ello no había motivo para que la televisión hiciese de ello objeto de investigación, y mucho menos el cine.
Sobre estas discusiones gravitaba en realidad la sombra de un equívoco, debido quizá a la escasa familiaridad de los estudiosos, ilustres en otros campos con el medio televisivo. De hecho, como otros advirtieron, no es cierto que la toma directa en televisión constituya una exposición fiel e incontaminada de cuanto ocurre; lo que ocurre, encuadrado en la pequeña pantalla, enfocado previamente según una elección de ángulos, llega al director en tres o cinco monitores, y entre estas tres o cinco imágenes él escoge la que se va a mandar a las ondas, instituyendo de tal forma un montaje, improvisado si se quiere y simultáneo con el acontecimiento, pero «montaje» al fin, lo cual equivale a decir «interpretación» y «elección».
Si es típico del arte elaborar un material bruto de experiencia para convertirlo en una organización de datos tal que refleje la personalidad del propio autor, la toma directa de televisión contiene in nuce las coordenadas esenciales del acto artístico. En medida elemental, en forma tan sencilla y tosca que bordea siempre la caída con la pura improvisación carente de reflexión, pero las contiene. Y aunque la característica «específica» de la televisión en toma directa sea narrar sobre la base de una provocación inmediata de la realidad y según exigencias de simultaneidad, la operación que el director realiza puede compararse a una narración, a la elaboración de un punto de vista personal sobre los hechos. De ahí la posibilidad de relacionar ciertos episodios de la experiencia televisiva a otros episodios del cine actual, aun distinguiendo las modalidades de la narración televisiva de las de una cinematografía que provoca y finge, con mucha mayor conciencia y cálculo estético, la dispersión y la accidentalidad de la vida vivida. Por otra parte, se tuvo cuidado en advertir que, cuando se formulan analogías entre nuevo cine y práctica de televisión, no nos referimos tanto a derivaciones directas por parte del director, como a la existencia de nuevos hábitos receptivos que la televisión ha cultivado indudablemente en el espectador. El fenómeno, pues, aun si se le niega importancia estética, está presente en el plano de la sociología del gusto. En cuanto a la objeción de que no se ve por qué deben atribuirse al cine o a la televisión descubrimientos que la literatura ya ha realizado hace decenios —aparte el hecho de que la objeción fue formulada por un narrador que, en nuestra opinión, no llegó nunca a asimilar aquellas experiencias narrativas—, no tiene en cuenta que diversos «géneros» artísticos (y confiamos que entre los lectores no exista ya ninguno que mantenga desconfianzas instintivas hacia una problemática de los géneros, a las que el idealismo crociano nos había deshabituado injustamente) tienen también fases diversas de desarrollo, y que una misma adquisición puede ser hecha por la novela cincuenta años antes y por el cine cincuenta años después, sin que ello permita hablar del «carácter literario» del cine. El hecho de que el cine haya hallado con medios propios ciertos cambios ya hollados por la literatura, demuestra en realidad la existencia de ciertas exigencias profundas que serpentean a varios niveles de la cultura contemporánea.
Comunicación y expresión
En muchas de estas objeciones latía sin embargo una reserva mental, que algunos honestamente declararon de modo explícito: que el cine permite «expresarse» (con todas las connotaciones estéticas que asume la categoría de «expresión»), mientras que la televisión permite como máximo «comunicar» (la diferencia, pues, entre los dos medios sería la misma que existe entre arte y crónica). Hubo incluso quien acusó a la televisión de «no existir» (y los conformes, de perder con ella el tiempo), porque constituye sólo un medio de comunicación y, como mucho, un fenómeno sociológico, totalmente irrelevante desde el punto de vista estético.
Declarar inexistente un hecho únicamente porque es hecho sociológico y no estético, evidencia cierto defecto esteticista en nuestra cultura humanista (y la cosa es tanto más preocupante cuanto que quien esto manifestaba era un escritor que hace profesión de marxismo y del que es lícito esperar una mayor adhesión a la concreción de los fenómenos técnicos y sociales, sin demasiadas inclinaciones exclusivas para el universo de valores estéticos). Es grave, en efecto, no darse cuenta de que, si bien la televisión constituye un puro fenómeno sociológico, hasta el presente incapaz de dar vida a creaciones artísticas verdaderas y propias, aparece sin embargo, como fenómeno sociológico precisamente, capaz de instituir gustos y tendencias, de crear necesidades, esquemas de reacción y modalidades de apreciación, aptos para resultar, a breve plazo, determinantes para los fines de la evolución cultural, incluso en el campo estético. Nadie cree que exista una regla eterna y canónica de lo bello, y las definiciones que una sociedad da de lo bello y de lo artístico, de lo agradable y de lo estético, dependen estrechamente de un desarrollo de las costumbres y los modos de pensar. He aquí en qué términos una reflexión sobre la televisión como fenómeno sociológico interesa a la estética.
Pero no se trata sólo de esto. La mitad de las discusiones terminaron en un callejón sin salida, puesto que al pronunciarse la palabra «televisión» cada uno de los reunidos pensaba en algo distinto: unos en la toma directa, otros en el telequiz (mezcla de tomas directas y efectos preordenados), otros en el teatro transmitido por televisión, otros en el propio film, otros en los servicios periodísticos, la publicidad, etc. Se comprende, pues, que en tal sentido resultasen ambiguas todas las discusiones sobre una estética o un «específico» de la televisión. El equívoco, a mi entender, tenía su origen en considerar la televisión como género artístico en lugar de como servicio. En otros términos, la televisión es un instrumento técnico —del que se ocupan los manuales de electrónica— basándose en el cual, una cierta organización hace llegar al público, en determinadas condiciones de escucha, una serie de servicios, que pueden ir desde la comunicación comercial hasta la representación de Hamlet. Ahora bien, hablar en bloque de «estética» de tal fenómeno es como hablar de estética de una casa editorial; la casa editorial produce libros de narrativa, que caen en el ámbito de los fenómenos susceptibles de investigación estética, y libros, por ejemplo, de cocina, que son juzgados según otros criterios. De una editorial puede darse una «política editorial», pero no una «estética». Algo semejante ocurre con la televisión; aparte de las discusiones sobre política televisiva, que constituyen una rama de problemas que se apartaron (quizá) de los temas de la mesa redonda, cuando la televisión transmite la toma directa de un partido de fútbol, el medio es usado según sus precisas características técnicas, que imponen una gramática y una sintaxis particulares. Y, como se ha intentado sugerir, en el límite de este tipo de comunicación puede darse un resultado narrativo y embrionariamente artístico. Cuando, en cambio, transmiten desde el estudio una comedia clásica realizada a propósito, la emisión obedece a otras leyes, que sin embargo no son las del espectáculo teatral y tampoco las del cine, puesto que actúa un diverso ritmo posible del montaje, quizá un «grano» diverso de la imagen, una capacidad distinta de los objetivos de las cámaras respecto a la entrega de las dimensiones (la cámara de televisión otorga a la imagen un tono esférico, una tridimensionalidad distinta de aquella de la cámara cinematográfica, como cualquiera que sepa algo de técnica de televisión puede comprobar comparando una transmisión realizada desde el estudio y otra filmada). La observación, pues, formulada por un estudioso, de que un film normal transmitido por televisión pierde la mitad de su eficacia, no debe conducirnos, como lo hizo, a concluir que la televisión carece de posibilidades artísticas, sino al contrario, a concluir que, poseyendo todo medio sus leyes precisas, conexas al material sobre el que se trabaja y a las técnicas empleadas, la televisión rinde pésimos resultados cuando se la quiere convertir en vehículo de obras pensadas y realizadas para otros destinos.
La televisión posee, pues, posibilidades realizativas autónomas, ligadas a su naturaleza técnica específica (y podríamos indicar la toma directa de lo vivo y la toma desde el estudio); pero es preciso poner atención y no extraer conclusiones tajantes. Puede ocurrir que la televisión, en cuanto «género» artístico autónomo, se limite a estas dos posibilidades, pero como «servicio» presenta otras vías de desarrollo. La pregunta que se formuló de si la televisión no presentaba ningún punto de convergencia con el cine, acusaba todavía una tentativa inconsciente de querer hacer una estética de la televisión como género, en bloque.
La relación con el público
La televisión como «servicio» constituye en cambio un preciso fenómeno psicológico y sociológico: el hecho de que determinadas imágenes sean transmitidas sobre una pantalla de dimensiones reducidas, a determinadas horas del día, para un público que se halla en determinadas condiciones sociológicas y psicológicas, distintas a las del público de cine, no constituye un fenómeno accesorio que nada tenga que ver con una encuesta sobre las posibilidades del medio empleado. Es precisamente esta específica relación la que califica todo el discurso televisivo. Y un análisis serio no puede prescindir de ella.
Sobre la relación psicológica espectáculo-espectador hicieron hincapié algunos de los reunidos, pero estas intervenciones quedaron apagadas por otras más «crítico-filosóficas» (remachando así el vicio falso-humanista antes mencionado). Y sin embargo, aquélla habría sido la única vía para esclarecer muchos puntos. Véase, por ejemplo, la postura sostenida por Blasetti: el director sostuvo la identidad entre procesos televisivos y procesos cinematográficos, pues afirmó que en la preparación de su encuesta (filmada) tuvo posibilidad de recoger mucho material documental y de elaborarlo artísticamente, de conferirle una autonomía narrativa (sin sacrificar nada a la veracidad, pero dando a cuanto de «verdadero» había registrado una apariencia de «verosímil»), gracias a un montaje cuidado y respetuoso de las realidades antes citadas. En tal sentido, no habría hecho otra cosa que componer un «film» para transmitir por televisión. Sin embargo, el propio Blasetti intervino en varias ocasiones para subrayar las diversas exigencias que derivan de la existencia de una pantalla pequeña distinta a la grande de la sala cinematográfica. Y por otra parte, subrayó que había aceptado realizar su obra para la televisión y no para un productor cinematográfico, porque esto le permitía dirigirse a cierto público y en cierto momento, alcanzando un auditorio que por su dimensión y calidad no era el del cine en circuito normal.
He aquí, pues, cómo una determinada relación con el público, conducida a través de un medio dado, contribuye a calificar una expresión incluso en sus componentes estéticos. El trabajo de Blasetti se había articulado formalmente, quizá, como una información cinematográfica, pero el «servicio» a través del cual pensaba comunicarla (con todas sus características sociológicas y técnicas) había condicionado indudablemente las intenciones con las que había proyectado, iniciado, conducido su obra. Y la actitud receptiva del espectador de televisión, diferente del cinematográfico, fue tenida en cuenta por el director, hombre sensible e inteligente, en todos los momentos de su actividad. Había producido, como el Premio Grosseto confirmó después, una obra televisiva.
Creemos, pues, que no se puede conducir un razonamiento correcto sobre la televisión, sus posibilidades estéticas y sus caracteres específicos, si antes no se distinguen, en el interior del fenómeno de televisión como «servicio de telecomunicaciones», diversas posibilidades de comunicación, sometidas a diversas exigencias técnicas, dotadas unas de mayor autonomía gramatical, sintáctica y —al límite— expresiva, otras más ligadas a exigencias inmediatas de comunicación para usos de consumo. Bajo esta última denominación podría incluirse por ejemplo la simple proyección o transmisión de películas realizadas para el circuito cinematográfico; si bien habría que preguntarse, como alguien ha sugerido, si para determinados films (que constituirían fenómenos privilegiados) la reducción a la pantalla pequeña no cambia hasta tal punto la relación emotiva con el espectador que altera el propio «impact» psicológico y por ende el resultado estético de la obra. Un segundo aspecto de un razonamiento correcto atañe, como se ha dicho, al hecho de que no puede hablarse de un lenguaje televisivo (mejor, de varios lenguajes televisivos, según las diversas posibilidades comunicativas y expresivas que el medio ofrece) si no se considera siempre el fenómeno «lenguaje» en relación con un espectador sociológica y psicológicamente caracterizado. Dicho de otro modo, sólo renunciando a hacer inmediatamente una estética de la televisión para desarrollar una serie de investigaciones psico-sociológicas (y técnicas), se podrán alcanzar conclusiones válidas igualmente para el campo estético.
Únicamente articulando el discurso en los términos antes expuestos, adquirirán valor ciertas exigencias importantísimas esgrimidas en el transcurso de la discusión (pero no profundizadas); y no olvidemos el problema de una libertad de expresión y de crítica fundamental si la televisión es, como se ha dicho, también narración y por tanto interpretación de los hechos.
Desdichadamente, estas líneas de discusión se abrieron camino sólo hacia el final de la mesa redonda: signo, de todas formas, de que la mesa había funcionado, de que si no terminaba con una conclusión definitiva, establecía las premisas para un tipo de discurso más preciso, del que era necesario sin embargo hallar los puntos de referencia metodológicos. Adviértase cuántos horizontes quedaron abiertos: se había perfilado la existencia de un «servicio» de comunicaciones que estaba habituando al público a una nueva dimensión de la «crónica» (capaz de hacer apreciable lo inmediato de los acontecimientos reales en su libre desconexión e imprevisibilidad) y se aclaró que esta «crónica» era en realidad «interpretación» y por lo tanto «historia» o «arte». Y se entrevió la situación paradójica de un público que se dirige, en determinadas condiciones emotivas, a una máquina de la que se espera una «crónica» y que en cambio le suministra, sin que se entere, «historia». Singular situación de disponibilidad de quien se apresta a un contacto con la fea realidad y asimila en cambio una realidad humanizada, filtrada y argumentada. De ahí derivan una serie de problemas que atañen no sólo y exclusivamente a la estética, sino a la pedagogía y a la política. Quizá porque el tema parecía inclinarse hacia las conexiones entre cine y televisión, toda esta problemática política, en el curso de la mesa redonda, debía ser mencionada y no lo fue. Mientras los mismos desarrollos recientes de una cinematografía documental, comprometida en interpretaciones polémicas de la realidad contemporánea o de la historia reciente, habrían podido sugerir nuevas líneas de estudio. Dejando a un lado que recientemente han aparecido numerosas publicaciones que afrontan el problema de la televisión precisamente desde el punto de vista sociológico, psicológico y político.
La televisión como «servicio»
El equívoco de quien propone una «estética» televisiva tout court es considerar la televisión como un hecho artísticamente unitario, como el cine, el teatro o la poesía lírica, o sea, considerar la televisión como un «género». Los géneros artísticos son cosa que debe tomarse, cierto, con la máxima consideración, pero la televisión no es un género. Es un «servicio»: un medio técnico de comunicación a través del cual se pueden dirigir al público diversos géneros de discurso comunicativo, cada uno de los cuales responde, además de a las leyes técnico-comunicativas del servicio, a las típicas de aquel determinado discurso. Dicho de otro modo, un documental periodístico transmitido por televisión (ideado para la televisión) debe ante todo satisfacer ciertas exigencias de la comunicación periodística, y estas exigencias se funden con otras que derivan del fenómeno televisivo como particular modo de comunicación.
Ahora bien, el «servicio» televisivo comunica también varias formas de espectáculo, algunas de ellas sencillamente «tomadas» como ya existentes (e incluso éstas, al ser transmitidas, adquieren nuevas características e imponen nuevos problemas), otras ideadas a propósito para el servicio televisión. Únicamente a partir de este punto puede comenzar un razonamiento idóneo sobre las características de un espectáculo televisivo, sobre los problemas estéticos de televisión, sobre el nacimiento de un nuevo lenguaje.
Debe quedar muy claro: calificar a la televisión de «suma de preexistentes modos y formas», no significa negar la existencia de un lenguaje televisivo: significa ir en busca de este lenguaje a la luz de la definición señalada, significa en suma proceder con cautela metodológica.
De una definición como «suma de preexistentes modos y formas», parte el libro de Federico Doglio, Televisione e Spettacolo (Roma, Studium, 1961), que expone en lenguaje claro y accesible los resultados de una gran cantidad de investigaciones, que son el punto de partida para un análisis original. La amplitud de la bibliografía, la abundancia de citas de varias corrientes y especialidades, hace que el libro de Doglio sea, además de una contribución personal, un excelente manual para el que quiera adentrarse en la intrincada selva de las estimaciones técnico-estilísticas y de las definiciones crítico-estéticas. El libro de Doglio es la obra de un erudito que observa el fenómeno desde dentro (como responsable de una rama de los programas), y como tal debe leerse; acreditan la honestidad del autor una serie de observaciones críticas, aunque no se trata de un examen particularmente polémico (como otros que examinaremos), y debemos reconocer a Doglio el haber intentado con moderación una sistematización de las varias investigaciones. Por otra parte, el tema predilecto de Doglio es la definición de una «espectacularidad» televisiva, en el plano «gramatical» y estético. Y, pese a que el problema nos interesa mucho y de muy cerca, aquí preferimos examinar el fenómeno televisivo desde otro aspecto, el psico-sociológico de la relación televisión-público. Como hemos tenido ya ocasión de exponer, abordar este problema no significa desinteresarse de la televisión como forma de arte y de sus posibles resultados estéticos, significa un intento de iniciar la discusión precisamente desde un punto de partida que permita proseguirla luego a otros niveles, tras haber aclarado algunos puntos fundamentales.
Está claro: es perfectamente inútil hablar de los bisontes prehistóricos de Altamira, alabando su vivacidad impresionista, su sentido del movimiento, o poniendo de relieve su acentuada bidimensionalidad, si no se ha esclarecido el tipo de relación que se instituía entre quién realizaba estas imágenes, las mismas imágenes y quién las veía, admitiendo que, pintadas en una caverna, estuviesen destinadas verdaderamente a ser vistas. Mientras no se hayan aclarado los usos mágicos y rituales a los que tales pinturas se consagraban, es inútil iniciar una discusión en términos de estimación estética.
Lo mismo ocurre con la televisión: ante un «servicio» que coordina diversas formas de expresión, desde el periodismo al teatro y la publicidad, para comprender cómo el «servicio» impone condiciones nuevas a cada uno de estos «géneros», traspuestos a una nueva situación, es preciso comprender a quién se dirige la televisión y qué es lo que goza verdaderamente el espectador cuando se halla frente a la pequeña pantalla.
De ahí, pues, la importancia de ciertos estudios psicológicos (situaciones del espectador ante la pantalla) y sociológicos (modificación introducida por el ejercicio continuo de esta situación en los grupos humanos, así como tipo de demandas que los grupos dirigen al medio), de los cuales se desprenden problemas de psicología social (nuevas posturas colectivas, realizaciones debidas a un nuevo tipo de relación psicológica ejercida en especial situación sociológica; con todas las consecuencias que de ello se desprenden para la historia de la cultura), y por tanto de antropología cultural (surgen nuevos mitos, tabús, sistemas de asunción), de pedagogía y naturalmente de política. Sólo a la luz de este cuadro se podrá hablar de lo que significan los «valores estéticos» de una transmisión de televisión; cómo no se pueden comprender verdaderamente cuáles fueron los valores estéticos de la escultura medieval únicamente, si no se contemplan las estatuas de las catedrales como fantasiosas variaciones imaginativas resueltas en particulares soluciones plástico-figurativas, sino como mensajes precisos, preparación de un sistema de medios pedagógicos, repertorio iconográfico de significados determinados, introducido en un determinado contexto cultural, propuesto según ciertas intenciones y gozado según ciertas disposiciones en un ambiente social dado.
Estudio vastísimo, imposible de agotar en esta obra. Aquí intentaremos sólo señalar algunas investigaciones recientes que son una excelente introducción a estos problemas, y, aunque a menudo poco sistemáticas, proporcionan instrumentos indispensables a quien quiera forjarse unas ideas más precisas en este campo.
Las investigaciones experimentales
Indicaremos en passant una publicación que, en Italia, ha abierto camino a una intensificación de las discusiones. Se trata de la colección Televisión y Cultura, organizada y dirigida por la revista Pirelli de Alco Visalberghi y Gino Fantin (reunida luego en un fascículo-volumen único, en 1961). En esta colección se afrontaba el problema de la televisión desde el punto de vista de una crítica a menudo severa respecto a los peligros del nuevo medio y su situación en la sociedad italiana. Esta crítica, sin embargo, no cayó nunca en el error aristocrático típico de nuestro ambiguo «humanismo», que ve en las técnicas nuevas un atentado masificador contra tradiciones culturales de hecho nunca patrimonio común de todos los ciudadanos. Y, partiendo de una valoración responsable de las enormes posibilidades de la comunicación televisiva, discutía sus posibilidades de desarrollo y de aplicación en una (y para una) sociedad democrática.
Por otra parte, quien denuncia en la televisión una especie de ataque fraudulento e hipnótico a la capacidad de reacción del espectador, advierte en realidad, quizá en el plano literario e imaginativo, algo que de hecho subsiste y puede constituir objeto de estudio. En este sentido tienen capital importancia las investigaciones de Gilbert Cohen-Séat, realizadas en el ámbito del Institut de Filmologie de la Sorbona (desarrolladas en la Revue de Filmologie) y proseguidas hoy en Milán, en el Consiglio Internazionale della Ricerca Scientifica sulla Informazione Visiva, donde se va organizando un Registro Central (destinado a fichar y coordinar todas las investigaciones emprendidas y a emprender en todo el mundo) y se utiliza el trabajo experimental de un laboratorio psicológico montado en Affori para estudiar con nuevos dispositivos los varios fenómenos conexos con la recepción del mensaje visual, cinematográfico y televisivo[162].
En no raras ocasiones, las conclusiones de Cohen-Séat pueden parecer preocupantes: los resultados experimentales a que ha llegado son a menudo apocalípticos. No obstante, sería erróneo ver en este estudioso a un enemigo de los nuevos medios; dado que manifiesta la clara conciencia de vivir en un mundo en que los medios de comunicación visual constituirán a no tardar el principal vehículo de las ideas. El autor mantiene una polémica contra la pretensión, en su opinión utópica, de alfabetizar en poco tiempo las inmensas zonas humanas que están resurgiendo o surgiendo a la vida civil y democrática (piénsese en las tribus africanas), y afirma que sería preciso enfrentarse francamente con la cuestión y estudiar nuevos medios de approach visual. Las voces de alarma, implícita o explícitamente dadas por Cohen-Séat, no son un fin en sí mismas: quieren sólo mostrarnos todas las dimensiones del problema a fin de que se sepa qué instrumentos estamos maniobrando y hasta qué punto podemos y debemos emplearlos.
La existencia de las técnicas visuales nos introduce en una nueva dimensión psicológica de la que nos resistimos a darnos cuenta. El razonamiento vale tanto para el cine como para la televisión, si se considera que en la recepción televisiva la fijeza hipnótica de quien está aislado entre la multitud que lo rodea en una sala de cine es corregida por las mayores posibilidades de distracción permitidas por la situación de quien se halla sentado en grupo, en el ambiente familiar, frente a la pequeña pantalla.
Vigilancia y participación
En el momento en que un individuo se coloca ante la pantalla, se produce una experiencia bastante nueva que Cohen-Séat llama «fortuitismo inicial». Se está ante una superficie blanca, y en el instante en que la luz se apaga, nos ponemos tensos a la espera de algo que no se sabe aún lo que será, y que de todas formas es deseado y valorado por nuestra tensión. Desde el momento en que se perfila la imagen y se desarrolla el discurso (la historia), Cohen-Séat muestra, con un diagrama bastante claro, que existen varias posibilidades de compromiso psicológico, que van desde la separación crítica más total (la persona que se levanta y se marcha molesta), al juicio crítico que acompaña a la fruición, al abandono inadvertido a una evasión irresponsable, o a la participación, la fascinación, o (en casos patológicos) la verdadera y auténtica hipnosis. Parece ahora que, a diferencia de cuanto se creía, las posibilidades de vigilancia crítica son escasísimas, incluso en profesionales que asisten al cine en función de críticos (que alcanzan sólo cierto distanciamiento, por lo general, en la segunda visión del film). En realidad el espectador culturalmente dotado oscila entre una tenue vigilancia y la participación, mientras que las masas se decantan rápidamente desde un fortuitismo inicial a un estado de participación-fascinación. Todo lo dicho no es sólo fruto de inducciones moralistas o de una aproximativa psicológica: Cohen-Séat cree poder probarlo con experimentos electroencefalográficos, algunos de ellos realizados incluso sobre personas del oficio, interesadas en demostrar la posibilidad de una visión vigilante. Las experiencias realizadas llevan a creer que la imagen en movimiento induce al espectador a co-actuar con la acción representada, a través del fenómeno de inducción posturomotriz. En otras palabras, si en la pantalla un personaje da un puñetazo, el electroencefalograma revela en el cerebro del espectador una oscilación equivalente a una «orden» que el órgano central, por una especie de mimesis instintiva, da al aparato muscular; orden que no se traduce en acción sólo porque en la mayoría de casos la orden es más débil de lo que sería preciso para pasar de la reacción nerviosa a la acción muscular verdadera.
Cohen-Séat explica esta situación de participación total, psico-física, recurriendo a procesos de comprensión semántica. La comunicación de una palabra pone en actividad, en mi conciencia, todo un campo semántico que corresponde al conjunto de las diversas acepciones del término (con las connotaciones afectivas que cada acepción comporta); el proceso de comprensión exacta se verifica porque, a la luz del contexto, mi cerebro, por así decirlo, inspecciona el campo semántico y localiza la acepción deseada excluyendo las demás (o manteniéndolas en el trasfondo). La imagen, en cambio, me coge precisamente de modo inverso: concreta y no general como el término lingüístico, me comunica todo el complejo de emociones y significados a ella conexos, me obliga a captar instantáneamente un todo indiviso de significados y de sentimientos, sin poder discernir ni aislar el que me sirve. Es la vieja diferencia entre «lógico» e «intuitivo», estamos de acuerdo, pero se especifica, en el ámbito de la presente explicación, en una oposición entre un saber lógico que produce efectos de comportamiento (a la orden «dame el libro» yo entresaco el significado exacto de la frase y mi saber determina el comportamiento consiguiente) y la visión de efectos de comportamiento en acto (la escena representada) que se hacen causas de un saber alógico, complejo, entretejido de reacciones fisiológicas (como ocurriría si por vía verbal me fuesen comunicados no términos referenciales, sino exclamaciones de efecto imperativo como «¡alto!», «¡basta!», «¡atención!»).
Pasividad y relación crítica
Sobre la relación «hipnótica» con la pantalla de televisión, se han extendido, por otra parte, psicólogos y estudiosos de ciencias sociales, desde hace ya tiempo, planteándose el problema de una comunicación que se propone como «experiencia cultural», cuando, en realidad, no posee las connotaciones fundamentales de ésta.
Una comunicación, para convertirse en experiencia cultural, exige una postura crítica, la clara conciencia de la relación en que se está inmerso y la intención de gozar de tal relación. Este estado de ánimo se puede comprobar, ya sea en una situación pública (en un debate), ya en una situación privada (lectura de un libro). La mayor parte de las investigaciones psicológicas sobre la visión ante la pantalla de televisión tienden en cambio a definirla como un particular tipo de recepción en la intimidad, que se diferencia de la intimidad crítica del lector para adoptar el aspecto de una entrega pasiva, de una forma de hipnosis. Este tipo de intimidad pasiva no exige necesariamente el aislamiento: el espectador del cine, en medio de una multitud que participa de sus mismos sentimientos (y que a menudo goza con la situación de sociabilidad en que se halla; piénsese en el efecto reconfortante de la carcajada colectiva y en la sensación de malestar que se experimenta asistiendo solos a un film cómico en una sala casi vacía), se halla igualmente en un estado de intimidad pasiva y experimenta la hipnosis de la pantalla de modo tal que el mismo carácter social de la situación, difundiendo una sensación de anónima complicidad, lo conforma en su aislamiento psicológico[163].
En este tipo de reacción pasiva, el espectador está relaxed. Como observan Cantril y Allport, no se halla en un estado de ánimo polémico, sino que acepta sin reservas aquello que le es ofrecido (cosa que hemos experimentado nosotros mismos en momentos en que, aun reconociendo la vacuidad de un programa sobre el que se había echado una ojeada distraída, se es incapaz de apartarse de pronto del espectáculo y se sigue perezosamente la secuencia de las imágenes, todo lo más concibiendo la coartada moral de una presunta comprobación a efectuar…). En este estado de ánimo relajado se establece un particularísimo tipo de transacción, por la que se tiende a atribuir al mensaje el significado que inconscientemente se desea. Más que de hipnosis, puede hablarse de autohipnosis o de proyección. Como observa Cantril, «la predisposición del público dirige el modo en que la transmisión es comprendida». En el estudio de la famosa transmisión radiofónica sobre la invasión de marcianos lanzada a las ondas en Estados Unidos, en 1940[164], el mismo Cantril destaca que muchos de los que tomaron en serio el programa (como ya es sabido, se dieron escenas de terror colectivo y la vida de Nueva York quedó paralizada por algunas horas debido al éxodo de ciudadanos), lo habían escuchado desde el principio y, habiendo oído su título, estaban capacitados para darse cuenta de que se trataba de un artificio dramático; pero ellos, en un período de especial tensión internacional, escogieron la solución que inconscientemente esperaban.
Podríamos observar que en televisión la presencia de imágenes claramente reconocibles, reduciendo la ambigüedad propia de la evocación radiofónica, hace más difíciles ciertas sugestiones. Pero no nos separan muchos años del episodio de Los hijos de Medea, una transmisión-sorpresa de Vladimiro Cajoli, en la que la representación dramática era interrumpida para advertir al público que el hijo de Alida Valli había sido raptado por el actor Salerno. Pese a la inverosimilitud de la noticia, pese a que el comisario de policía, que prontamente intervino, fuese interpretado por Tino Bianchi (actor conocido del público de televisión por haber tomado parte en comedias y espectáculos de variedades), fueron muchos los espectadores que importunaron con llamadas telefónicas alarmadas a la televisión y que llamaron a los números falsos dados por el pseudocomisario.
Fácil vehículo de falsas sugestiones, la televisión es vista asimismo como estímulo de una falsa participación, de un falso sentido de lo inmediato, de un falso sentido de lo dramático. El público que asiste a una sala de programas de variedades y aplaude a la voz de mando (sustituido a menudo por aplausos registrados) parece efectivamente sugerir una sociabilidad inexistente; la presencia agresiva de rostros que nos hablan en primer plano, en nuestra propia casa, crea la ilusión de una relación de cordialidad que en realidad no existe, y nuestra sensación de diálogo tiene algo de onanístico. Tuve en mi casa una sirvienta que estaba convencida de que Mike Bongiorno la hacía objeto de una particular simpatía porque durante la transmisión de Lascia o Raddoppia? miraba siempre hacia ella; se trata obviamente de un ejemplo límite, pero son esta clase de ejemplos los que amplifican las situaciones.
El continuo paso de un material filmado a un material en toma directa (y es un hecho que muchas tomas directas son cuidadosamente montadas de forma que nada quede al azar) crea efectivamente una impresión de participación inmediata en el acontecimiento, que en definitiva es engañoso. Sobre la ilusión del dramatismo, R. K. Merton, en un estudio sobre las transmisiones de propaganda en tiempo de guerra[165], refería el episodio de la actriz Kate Smith, que durante una jornada entera, interrumpió a intervalos regulares los programas radiofónicos para lanzar una llamada. De las investigaciones desarrolladas resultó que el público se mostró especialmente sensible, no sólo a la excepcionalidad dramática de estas intervenciones bruscas e inhabituales (ritmadas obsesivamente, para sugerir el sentido de la importancia del acontecimiento), sino también al sacrificio personal ejercido por una actriz famosa, puesta a disposición de la comunidad. Ahora bien, las intervenciones de Kate Smith habían sido grabadas previamente: pero el público prefería creer que ella intervenía cada media hora. Cuando el público es desilusionado, reacciona duramente: recuérdese el episodio del hijo del conocido crítico literario Van Doren que, después de haber triunfado en una transmisión de quizzies, confesó seguidamente que la transmisión estuvo «trucada». La indignada reacción del público reveló la contrariedad por tantas energías emotivas malgastadas ante un drama inexistente: a Van Doren podía perdonársele el aspecto financiero de la cuestión, pero no los falsos sudores en primer plano, el entrecejo fruncido, el juego nervioso de las manos atormentadas.
La media de los gustos y la modelación de las exigencias
Producto de una industria cultural sometida a la ley de la oferta y de la demanda, el mass medium tiende a secundar el gusto medio del público y se esfuerza en determinarlo estadísticamente. La televisión americana, que vive en un régimen de competencia libre, intenta satisfacer esta exigencia mediante el rating. O sea la imagen estadística, realizada con varios medios, dirigida a determinar qué estratos de público siguen un determinado programa y qué éxitos cosecha. Los resultados del rating son objeto de una confianza casi religiosa por parte de los empresarios que regulan así su participación financiera en determinado programa.
El hecho es a veces científicamente irrefutable: en el área de Chicago, todos los jueves por la noche, a una hora determinada, la presión del agua, comprobada en la sede central del Chicago Department of Water, descendía de pronto durante algunos minutos de forma excepcional, como si en todas las casas de la ciudad los ciudadanos abrieran simultáneamente los grifos del lavabo o del baño. Y en efecto así era: fue posible comprobar que el fenómeno se repetía todas las semanas en el preciso instante en que terminaba una transmisión de gran éxito. En aquel momento, la mayoría de ciudadanos que habían permanecido hipnotizados ante el televisor, al llegar el anuncio comercial final, se levantaba y se distendía, bebía un vaso de agua, preparaba el café, comenzaba su aseo nocturno. Casos semejantes son sin embargo raros, y las estadísticas usuales son mucho más aleatorias.
Los medios empleados para la investigación van desde la llamada telefónica repentina a centenares de telespectadores escogidos en el listín telefónico, a los contadores aplicados a los aparatos televisores con el fin de comprobar qué canales, y a qué horas, han sido escogidos con mayor frecuencia en el transcurso de una semana. Las agencias especializadas son numerosas, y entre ellas las más célebres son la Nielsen Co. y la Trendex Inc. Nielsen aplica un contador electrónico, el audímetro, Trendex el test telefónico; Nielsen calcula minuto por minuto cuántas familias contemplan cierta parte de un programa, Trendex obtiene el número preciso de personas que están mirando un programa en el momento de la llamada telefónica; Nielsen mezcla las respuestas de la ciudad con las del campo, Trendex limita su «universo de investigación» a las veinte ciudades más importantes. Es curioso y significativo que a la pregunta, formulada por un semanario, «¿Podéis deducir vuestro Nielsen de vuestro Trendex?», la respuesta fue no. Diversos los «universos» de los dos tipos de rating, diversamente limitadas las indicaciones que dan: el objetivo de una media de los gustos es puramente teórico. Ed Hynes, uno de los jefes de la Trendex, confiesa: «A veces un sponsor me pregunta: “El mes pasado me dio 5,3. ¿Es un buen rating?”. ¿Cómo puedo yo saberlo? Entran en juego muchos factores, el costo del tiempo, los gastos del programa, el tipo de público al que se quiere llegar, la edad de los telespectadores, sus ingresos, incluso su temperamento. Un rating es sólo un número. Mide la cantidad de un auditorio. No mide la eficacia. No verifica siquiera si el espectáculo gusta a la gente»[166].
Ahora bien, los sponsors recurren a medidas económicas de este tipo: dividen el costo por el número de oyentes de la clase que les interesa, y obtienen una cifra económica que llaman coste por mil. Estas investigaciones están claramente estimuladas por una necesidad de comprobación científica de costes, que permite trabajar más tranquilamente si se apoya en un número: la decisión parece apoyarse entonces en algo. Pero si analizamos este algo, vemos que hay en él ante todo la decisión de dirigirse a un público bien determinado, y de comunicar según un gusto preescogido, no basándose en una media de gustos. Se hace un programa para teen agers ateniéndose a la idea de un modelo teen agers, cual se desearía para que resultase el cliente ideal del producto anunciado. En lugar de ser el espectador el que modifica el gusto del programa, es una inconsciente política cultural la que determina al espectador.
La televisión puede así convertirse en instrumento eficaz para una acción de pacificación y de control, en garantía de conservación del orden, establecido a través de la repetición de aquellas opiniones y de aquellos gustos medios que la clase dominante juzga más aptos para mantener el statu quo.
En una sociedad totalitaria, si bien existen medios claros de persuasión y propaganda, tienden éstos a inculcar directamente la ideología imperante, sin temores a un approach problemático: se impone a la población un modo de pensar, de meditar —en términos dogmáticos— sobre los principios que regulan la propia sociedad.
En una civilización en la que, en cambio, el respeto a la autonomía individual es un principio declarado y la diversidad de opiniones un artículo de fe, y en la que sin embargo, por exigencias económicas, se ejerce una dirección «oculta» de la opinión, además de orientarla en el ámbito del sistema, la industria cultural, al proponer al público su implícita y fácil visión del mundo, adopta los medios de la persuasión comercial, y en lugar de dar al público lo que éste quiere, le sugiere lo que debe querer o creer querer.
Si así no fuese, no se explicaría por qué en países donde no se halla sujeta a libre competencia, la televisión, dirigida por hombres más o menos conscientes de las realidades culturales, no se vale de su posición de monopolio para imponer al público una crítica visual de los valores. Sería una acción paternalista y pedante, pero ciertamente no se vacilaría en elegir este camino en países cuyos ministros no vacilan tampoco en dirigir la palabra en latín a multitudes no preparadas y en que la ampulosidad y la retórica doctrinarias forman parte de los hábitos oficiales, como si se temiera tomar ese camino.
En cambio, las reiteradas afirmaciones de los responsables de los programas de televisión, la declarada intención de adaptarse a los gustos medios del espectador para no ocasionar descontentos, si por un lado revelan la existencia de una efectiva competencia comercial (la carrera del responsable con los humores del público, con el fin de no provocar disensiones capaces de poner ostentosamente en duda su idoneidad para desempeñar el cargo), por otro manifiestan la tendencia, a menudo instintiva, inconsciente, dictada por oscuros instintos conformistas más que por deliberado cálculo político, a promover, a través de los programas, los gustos y las opiniones de un ciudadano ideal, de un oyente perfecto que satisfaga las necesidades de quienes detentan el poder, aceptando su dirección, indiferente a los grandes problemas y amablemente desasido de pasiones periféricas.
La televisión sabe que puede determinar los gustos del público sin necesidad de adecuarse excesivamente a él. En régimen de libre competencia, se adapta a la ley de la oferta y la demanda pero, no respecto al público, sino respecto a los empresarios. Educa al público según los intereses de las firmas anunciantes. En régimen de monopolio se adapta a la ley de la oferta y la demanda según las conveniencias del partido en el poder.
Esta situación, naturalmente, no es total. Precisamente porque sabe que puede orientar al público, la televisión, a través de sus mejores hombres, intenta cumplir esta misión, dado que existen sectores en que una cierta política cultural no se opone a las exigencias de quienes controlan el medio.
Los ejemplos de esta iniciativa del medio respecto a las exigencias del público son múltiples; he aquí uno de nivel mínimo, pero precisamente por ello muy significativo. Hasta 1956, el nivel medio de la canción italiana fue deplorable. La producción corriente no había superado cierto acaramelado sentimentalismo igual al de la anteguerra: dannunzianismos o deamicismos inferiores, escasa invención melódica, sordera total respecto a la evolución de la música ligera en los países anglosajones (vivificada por el jazz, rítmica y armónicamente muy madura y refinada), o a la antigua tradición de la canción francesa (rica en textos excelentes, vigorizada por una actitud dramática y una temática anticonformista). Cuando la televisión inició sus propios espectáculos de variedades y música ligera, tras algunas tentativas poco afortunadas, se le reprochó no llevar ante las cámaras los varios Claudio Villa en la misma asiduidad con que la radio los llevaba ante los micrófonos.
Por exigencias del espectáculo (y debido al buen gusto de algunos funcionarios de la televisión, especialmente en la sección de Milán), la televisión dio en cambio a conocer al público los astros de la canción francesa y otros cantantes extranjeros. En los años 55 y 56, los funcionarios de servicio en las horas de la tarde fueron víctimas de miles de llamadas telefónicas airadas (realizadas adrede por vía interurbana, precisamente en medio de una transmisión de variedades) en las que se pedía el cese de aquellos bárbaros gritos en lengua extranjera y se invocaban melodías napolitanas. Durante dos o tres años el público italiano soportó, contra su voluntad, a Juliette Greco y Gilbert Becaud, Yves Montand o George Ulmer, las Peter Sisters y Junie Richmond. Entre 1957 y 1958 se dieron dos booms: Modugno forzó con Nel blu dipinto di blu (canción que contradecía las reglas melódicas convencionales y no hablaba de amor ni de la mamma) la plaza fuerte de San Remo, sede de la reacción armónica; y los bares de Italia se vieron invadidos por juke boxes en los cuales los best seller estaban representados por jóvenes desconocidos, los Dallara y las Betty Curtis, o por éxitos americanos como los Platters, manifestación todos ellos de un gusto musical más afinado, de una atención a nuevos e inhabituales valores rítmicos, a intentos sonoros más sofisticados. Es evidente que Paul Anka puede ser empleado como hipnótico a igual título que Claudio Villa; pero existe un perfeccionamiento cultural incluso en el vicio, y el que fuma opio puede escribir poesía fantástica, mientras el salvaje que lo mastica se halla en el estadio de la pura bestialidad. Y por ende una educación encaminada a la ruptura de las costumbres sonoras es siempre una iniciación a las aventuras del gusto, que revela la dimensión musical como hecho técnico constructivo y no como irreflexivo abandono sentimental.
Una última cuestión, en cuanto a las relaciones entre televisión y gusto del público, sería la de la influencia de los espectáculos televisivos sobre los hábitos de lectura. Basta tener en cuenta que también bajo este punto de vista, no es la televisión en sí, sino un empleo especial de ella, la que puede convertirla en un elemento culturalmente negativo. En otras palabras, es lícito pensar que la televisión sólo aparta de la lectura en aquellos casos en que la lectura no constituye elemento de formación cultural. Sería largo enumerar aquí una serie de encuestas desarrolladas sobre este tema en Estados Unidos, especialmente después de los primeros años de la instalación de redes de televisión eficientes[167]. Sin embargo, de estas investigaciones se puede deducir una indicación de carácter general: la práctica de la televisión no parece haber retraído de la lectura de los diarios (los únicos capaces de suministrar cierto tipo de información, ligados además a una especie de ritual doméstico estrechamente conexo con el desayuno y el traslado hacia el lugar de trabajo); los que han sufrido en cambio la competencia más poderosa han sido los magazines populares tipo True Confessions, que publicaban historias muy parecidas, por compromiso moral y por nivel artístico, a las narraciones televisivas. También sufrieron una baja los semanarios de actualidades, vencidos en el tiempo por las actualidades televisivas, mientras ascendía la tirada de las revistas especializadas (divulgación científica, histórica, geográfica) capaces de responder más a fondo a curiosidades suscitadas por las transmisiones televisivas, y de las publicaciones mensuales de alto nivel, los high brow magazines como Atlantic, Reporter, Harper’s, etc. Una serie de observaciones análogas podría formularse por lo que respecta a Italia: es curioso que, excepto en el caso de semanarios políticos, en los últimos años no haya aparecido ningún semanario a rotograbado verdaderamente importante, y en cambio hemos asistido a un florecimiento de revistas «monográficas», desde las entregas geográficas del Milione a Natura Viva, Storia Illustrata, Historia, y a la serie de fascículos Fabbri, que indudablemente constituyen, al margen de toda valoración cultural, un fenómeno social de gran alcance. La televisión parece haber retraído a los lectores superficiales de una serie de lecturas superficiales, sin haber minado la autoridad de los diarios, pero habiéndolos llevado a «visualizarse» más, asumiendo aspecto de rotograbados (véase el fenómeno de Il Giorno).
En cuanto a los libros, una sustancial estadística debería indicarnos el éxito obtenido por los editores (y son muchos, a menudo en competencia) que realizan nuevas ediciones de obras célebres con ocasión de una novela televisada.
Un último problema a considerar es el de la televisión en las áreas subdesarrolladas. Como David Riesman ha observado, el advenimiento, en sociedades primitivas dominadas por una cultura de tipo oral, de los medios audiovisivos, antes de que esta sociedad haya pasado por la fase de la cultura escrita, a través de la civilización del libro, puede ser fuente de varios desequilibrios. Pero también es cierto que en áreas como el sur de Italia, en que la civilización del libro ha agotado su fuerza de shock sin poder penetrar más a fondo, el advenimiento, en las tierras más alejadas, en las parroquias y en los círculos de partido, de un instrumento que, de un modo o de otro, presenta violentamente nuevas formas de vida, realidades sociales diversas, fenómenos a menudo incomprensibles pero henchidos de prestigio —el advenimiento de un fenómeno que lleva de golpe al espectador a enfrentarse con dimensiones inesperadas haciéndole entrever mil posibilidades— todo esto no puede dejar de resolverse en un movimiento; y movimiento, curiosidad, despertar, son fases pedagógicamente positivas para grupos humanos amodorrados en sumisiones seculares e incurables[168].
Cuanto se ha dicho nos permite concluir que la televisión puede ofrecer efectivas posibilidades de «cultura», entendida como relación crítica con el ambiente. La televisión será elemento de cultura para el ciudadano de las áreas subdesarrolladas, haciéndole conocer la realidad nacional y la dimensión «mundo», y será elemento de cultura para el hombre medio de una zona industrial, obrando como elemento de «provocación» sobre sus tendencias pasivas. Reconocer las posibilidades de la cultura contenidas incluso en un buen programa de canciones o de desfile de modas, y comprender la necesidad de integrar estos aspectos en una función de denuncia y de invitación a la polémica, es el cometido del hombre de cultura ante el nuevo medio. El primer aspecto puede ser realizado inteligentemente incluso dentro de la situación existente; el segundo requiere indudablemente una acción política consciente.
Al exigir a la televisión una acción de provocación de la opinión, se pueden tener en cuenta legítimamente sus límites de medio a disposición de toda la comunidad y de «hogar de las familias». Es curiosa la condición de este instrumento de comunicación que, entre todos los demás, dispone del público más vasto e indiferenciado, porque se dirige a todos, incluso a quienes no leen los periódicos, incluso a los niños que nada leen. La justificación del responsable en televisión que a menudo dice «pero la televisión debe poder ser vista hasta por los niños» suena a hipocresía, pero es absolutamente cierta. Quien haya leído el código de autocensura de la televisión americana[169] habrá podido descubrir un monumento de prudencia, una cautela minuciosa digna de un casuista de la contrarreforma: ateniéndose en rigor a este código, cualquier transmisión podría parecer ofensiva para alguna categoría de ciudadanos o para la infancia. Y sin embargo no se puede disentir de sus artículos, tomados uno a uno. Una vez más, nos hallamos ante un problema de equilibrio. Recordemos que hay una forma de respetar la inocencia de los niños que nos puede llevar a traicionarlos. Para respetar a los niños, las viejas generaciones evitaron revelarles la verdad sobre la procreación y crearon con ello inadaptados sexuales abiertos a todas las neurosis.
Éstos son los límites y las posibilidades de la televisión. Avanzar previsiones es muy difícil. Puede ocurrir que un día la televisión llegue a ser más «culta» y precisamente por ello extraña a su público. Si, como sugiere Arnold Hauser, toda nueva forma de arte desarrolla, al principio, un lenguaje propio en sintonía con el propio público, y después, al perfeccionarse, se atasca en gramáticas formales que carecen ya de auditorio, vivimos entonces una época heroica y algún día la barbarie del Musichiere o de Campanile Sera nos parecerá el aspecto irrecuperable de una época feliz, de un momento auroral de las telecomunicaciones, en que todo tenía dimensiones épicas. En la novela de Robert Sheckley, Matar el tiempo, Thomas Blaine, llevado a vivir en el futuro, adquiere un par de «sensoriales», aparatos que aplicados a las sienes provocan visiones fantásticas en las que el vidente se halla directamente inmerso. «Los sensoriales eran parte integrante del 2110, omnipresentes y populares como lo fue la televisión en tiempos de Blaine… Tenían también, naturalmente, sus detractores, que deploraban la pasividad progresiva a que se reducía el espectador… Leyendo un libro o mirando la televisión, decían los críticos, el espectador debía realizar un esfuerzo para participar. Los sensoriales, en cambio, se adueñaban de él, vivaces, brillantes, insidiosos, dejándolo bajo la impresión, antes reservada a los esquizofrénicos, de que los sueños son mejores que la propia vida… Una generación más, tronaban los críticos, y la gente no será ya capaz de leer, de pensar, de obrar».
Quizá la televisión nos esté llevando sólo a una nueva civilización de la visión, como la que vivieron los hombres del medioevo ante los pórticos de las catedrales. Quizá, como ya ha sido sugerido, cargaremos gradualmente los nuevos estímulos visuales de funciones simbólicas, y nos dirigiremos a la estabilización de un lenguaje ideográfico.
Pero el lenguaje de la imagen ha sido siempre el instrumento de sociedades paternalistas que negaban a sus dirigidos el privilegio de un cuerpo a cuerpo lúcido con el significado comunicado, libre de la presencia de un «icono» concreto, cómodo y persuasivo. Y tras toda dirección del lenguaje por imágenes, ha existido siempre una élite de estrategas de la cultura educados en el símbolo escrito y la noción abstracta. La civilización democrática se salvará únicamente si hace del lenguaje de la imagen una provocación a la reflexión crítica, no una invitación a la hipnosis.
El universo de la iconosfera
La información visual (y la menor intensidad de la información televisiva —respecto a la cinematografía— es compensada en el fondo por su mayor insistencia y continuidad) disminuye la vigilancia del espectador, lo fuerza a una participación, induce en él una comprensión intuitiva que puede también no desarrollarse verbalmente. En consecuencia, esta comunicación visual provoca en la masa de fruidores unos cambios psicológicos que no pueden dejar de tener su equivalente en el campo sociológico y crean una nueva forma de civilización, una radical modificación de las relaciones entre los hombres y el mundo que los rodea, sus semejantes, el universo de la cultura.
Cohen-Séat habla de una verdadera y real iconosfera en la cual los nuevos hijos del hombre se encontrarían viviendo apenas venidos al mundo. Pero aun prescindiendo de la masa de material visual que el periodismo, la publicidad, el cine, procuran al hombre actual, el autor nos advierte que el total de la población mundial pasa anualmente ante la imagen electrónica 300 mil millones de horas (piénsese en la restringida zona de países que gozan de televisión), cifra que ascenderá a un billón con la utilización industrial de los satélites artificiales retransmisores. Esto significa que cada día una parte del globo vivirá pasivamente «mirando» aquello que una restringida minoría preparará para ella; y mirando en las condiciones de participación emotiva ya comentadas. Este «mirar», como ocurre ya en el cine, tendrá algunas características estupefacientes. Pensemos que hasta nuestros días el ojo humano había sido potenciado (anteojos, prismáticos) para ver en línea recta hacia adelante, mientras que la televisión permite al ojo ampliar el propio radio de acción en medida casi total. Además, esta masa de «observadores» pasivos en el transcurso de unos decenios verá (en gran parte el hecho se ha producido ya) uniformarse los propios estándares de cultura y de gusto, según un límite de «promiscuidad afectiva y mental». La percepción del mundo circundante es fundamental para la formación del individuo y para la orientación de su conducta; ahora bien, esta percepción del mundo (esta suma de experiencias) tiende a hacerse hipertrófica, masiva, superior a las posibilidades de asimilación; e idéntica inicialmente para todos los habitantes del globo. Por otra parte, este aumento de experiencia se da según modalidades cualitativas nuevas: por vía sensorial y no conceptual; sin enriquecer la imaginación y la sensibilidad según las modalidades de «catarsis» estética (que requiere conciencia de la ficción, racionalización del acontecimiento representado y juicio sobre él), sino imponiéndose con la evidencia de la realidad indiscutible; y —lo más perturbador— alterando las proporciones que regulaban la relación cuantitativa entre informaciones sobre acontecimientos pasados y sobre los presentes. Dicho en otras palabras, mientras la información tradicional era en su mayor parte de orden histórico, el hombre de la era «visual» recibe una mole vertiginosa de informaciones sobre todo cuanto está ocurriendo en el espacio, en detrimento de las informaciones sobre los acontecimientos temporales (y dado que la noticia visual envejece, la comunicación periodística está fundada en la novedad, el hecho de ayer no es ya noticia, y se da el caso de que el ciudadano de la ciudad actual sabe todo cuanto acontece hoy en Nueva York, pero no recuerda nada, ni siquiera las fechas, del conflicto coreano). Esta pérdida del sentido histórico es sin duda grave, pero lo que Cohen-Séat deja quizá en la sombra es que la información sobre todo cuando «está ocurriendo» es siempre una garantía de libertad. Saber, como el esclavo egipcio acababa finalmente por saber, aunque quizá diez años más tarde, que algo ha ocurrido, no me ayuda a modificarlo; en cambio saber que algo está ocurriendo me hace sentirme corresponsable del acontecimiento. Un siervo de la gleba medieval nada podía hacer para aprobar o desaprobar la primera cruzada, de la cual tenía conocimiento años después; el ciudadano de la metrópoli contemporánea, el día mismo de la crisis cubana, pudo tomar partido por uno u otro de los contendientes y contribuir a determinar el curso de los acontecimientos con su manifestación pública, la petición al periódico y, en algunos casos, con el voto o la revolución.
El problema, desde luego, existe de antiguo. Y añádase otra situación paradójica (que en parte se opone a nuestros postulados): esta información sobre la contemporaneidad puede asumir la función de un estímulo a la evasión, y el espectador televisivo, en el fondo, puede soñar valiéndose de las noticias sobre los hechos más urgentes de nuestro tiempo. La evasión en el espacio se uniría, pues, al rechazo de la historia.
La élite sin poder
Por otra parte, el público de esta civilización de la visión no renuncia a crearse modelos de conducta y puntos de referencia axiológica. Pero paradójicamente las élites que elige como modelo son élites irresponsables. Y en este punto intervienen las investigaciones realizadas por Francesco Alberoni sobre el fenómeno del divismo en la sociedad actual[170].
Alberoni parte de una hipótesis que seguidamente comprueba gracias a una observación experimental muy minuciosa: en todo tipo de sociedad existen categorías de personajes, casi siempre detentadores de algún poder, cuyas decisiones y comportamiento influyen en la vida de la comunidad; en una sociedad de tipo industrial, junto al poder efectivo de las élites religiosas, políticas, económicas, se ha ido perfilando la función de una élite irresponsable, compuesta por personas cuyo poder institucional es nulo, y que por tanto no están llamadas a responder de su conducta ante la comunidad, y cuya postura sin embargo se propone como modelo influyendo en el comportamiento.
Se trata, claro está, del divo, que aparece dotado de propiedades carismáticas, y cuyo comportamiento en la vida, al pasar a ser modelo de acción para las masas, puede modificar profundamente el sentido de los valores y las decisiones éticas de la muchedumbre. Alberoni comprueba la hipótesis, a base de detallados cuestionarios, aplicados a varios grupos humanos respecto a varias figuras de divos, y sus conclusiones tienen un alcance más vasto del que nuestro breve comentario permite suponer. Basta pensar en el hecho del que hablan los periódicos mientras estoy escribiendo estas notas (el anuncio de la maternidad de Mina), en la forma en que la prensa propone el acontecimiento y la multitud lo acepta, para comprender que el acontecimiento contribuirá más que muchas polémicas filosóficas a difundir una diferente conciencia de la relación entre los dos sexos y a modificar profundamente, en la mente de los ciudadanos italianos, la idea de un nexo imprescindible entre unión sexual, procreación y matrimonio.
Este y otros tipos de investigación iluminan, por otra parte, un punto muy importante. No es cierto (o, al menos, no es unilateralmente cierto) que la televisión como «servicio» que una Entidad presta al público, deba adaptarse a los gustos y exigencias de este público. En realidad, la televisión más que responder a exigencias, crea demandas. El problema del divismo es bastante sintomático. Un divo evidentemente tiene éxito porque encarna un modelo que resume en sí deseos más o menos difundidos entre el público. El gesto de Mina se convierte en ejemplar porque, de hecho, en la sociedad en que Mina «muchacha-madre» pasa a ser «modelo», se hallan ya sometidas a proceso, en la conciencia popular, algunas instituciones. Pero en definitiva el divo encarna unas tendencias antes que otras, y escogiendo algunas las lleva a la luz de la legalidad, de la ejemplaridad. Se establece, pues, una dialéctica por la que el divo, por un lado, adivina ciertas exigencias no especificadas y por otro —personificándolas— las amplifica, las promueve, y así vemos a la televisión operando como escuela de gusto, de costumbres, de cultura.
El rechazo del intelectual
Esta y otras investigaciones sirven para hacernos entrever en todo su alcance las consecuencias, inmediatas y a largo plazo, de una civilización de imágenes. Es útil repetir una vez más que si los estudiosos se esfuerzan en desentrañar estos temas es precisamente porque la civilización de imágenes es hoy un hecho real e indiscutible, y no se puede ya prescindir de él. En otras palabras, el mayor riesgo que esta cuestión entraña es el rechazo indiscriminado de los nuevos medios de comunicación, rechazo que escindiría fatalmente a la sociedad (como en gran parte ocurre ya en Estados Unidos) en un restringido grupo de intelectuales que desdeñan los nuevos canales de comunicación, y un vasto grupo de consumidores que permanecen naturalmente en manos de una tecnocracia de los mass media, carente de escrúpulos morales y culturales, atenta únicamente a organizar espectáculos para atraer a las multitudes.
Y aquí no podemos dejar de recordar la «Premessa» del excelente libro de Cesare Mannucci Lo spettatore senza libertà (Bari, Laterza, 1962), en que el autor se lanza contra aquellos que fácilmente explotan en imprecaciones vociferantes contra la bêtise del llamado hombre-masa, e insiste en cambio sobre el hecho de que la única y verdadera misión del intelectual es hoy la de comprender y modificar la situación de los nuevos medios, con el fin de no encasillarse, pese a sus propias intenciones, en posiciones reaccionarias. Esta toma de posición implica una convicción: que no es cierto que un nuevo hecho técnico, por haber nacido en cierta situación histórica y haberse desarrollado de determinado modo, sea inevitablemente negativo, no apto para usos más altos, maniqueísticamente marcado por un mal que, más que arrastrar casualmente, encarna por naturaleza. Pueden parecer formulaciones de teología herética de los primeros siglos, pero hay quien, de una forma o de otra, las sostiene aún hoy y no sin una fuerza persuasiva aceptada por un amplio sector del público. Pensamos, por ejemplo (como lo hace también Mannucci), en la postura de Elémire Zolla, el cual insiste desde hace tiempo en la convicción de que ciertos hechos no pueden ser instrumentos indiferenciados de diversas políticas culturales, sino que constituyen en sí mismos una ideología, y quedan, por tanto, fuera de toda posible mejora.
En realidad no existe ningún producto de la técnica humana que no pueda ser instrumentalizado cuando se posee verdaderamente una ideología en base a la cual programar nuestras operaciones. Y en lo que se refiere a la televisión, no son raros los casos en que se ha observado que una inteligente estructuración de los programas ha producido cambios absolutamente positivos. Piénsese por ejemplo en «Tribuna política», en la cantidad de discusiones, en las tomas de conciencia que ha provocado, en la crisis en que ha sumido a muchos espectadores que se han hallado faltos de preparación ante muchos problemas y han sentido la necesidad de documentarse e interesarse más a fondo… Ninguna objeción es válida ante este ejemplo de educación para la democracia, ni siquiera la insinuación de que la transmisión ha contribuido a la difusión de cierto qualunquismo, colocando a los espectadores más desprevenidos ante la relatividad de las opiniones y la calificación de algunos hombres políticos. La respuesta es que si un país democrático se rige (como se rige) por el recíproco intercambio de opiniones, fatalmente relativas, y estas opiniones son expresadas algunas veces por hombres no calificados (como puede suceder), la democracia ganará en la medida en que los ciudadanos se hallen al corriente. Cualquier otra conclusión es paternalista y autoritaria. A menos que se considere negativa, no sólo la iluminación de las mentes a través de la información televisiva, sino cualquier forma de difusión cultural, desde la invención de la imprenta a la Enciclopedia de Diderot (perspectiva hacia la que en los momentos de mayor debilidad parece inclinarse Zolla). En tal caso, es inútil discutir y no queda otro camino que alabar la decisión de aquellos intelectuales que se retiran desdeñosamente de la liza pública. A condición de que realmente lo hagan: porque si siguen comunicando a través del medio de masas que es el periódico de gran tirada, estarán en flagrante contradicción.
Un cauto dirigismo cultural
Instrumentalización de las técnicas a la luz de claras perspectivas culturales e ideológicas. Entre otras razones, porque los famosos efectos negativos de la televisión no se explican con mucha claridad en valores absolutos, sino que varían según las situaciones sociológicas y a menudo aparecen envueltos en radicales contradicciones. Un espectáculo que a la luz de ciertas investigaciones parece, por ejemplo, pábulo de delincuencia, visto desde otro ángulo presenta otros efectos. En este orden de hechos nos parece de vivo interés un volumen publicado en América (Joseph T. Klapper, The Effects of Mass Communications, Glencoe, Illinois, 1960) en que se contraponen, con exactitud científica, las varias conclusiones contradictorias a que han llegado diversos estudios sobre el fenómeno televisivo (y sobre otros aspectos de la cultura de masas).
Klapper llega a una definición final que puede parecer escéptica y desesperanzada («algunos tipos de comunicación, relativos a algunos tipos de problemas llevados a la atención de algunos tipos de personas, bajo determinados tipos de condiciones, producen cierto tipo de efecto»), pero que sirve en cambio para demostrarnos cuánto es aún el trabajo a realizar para determinar con exactitud todas las implicaciones psicosociológicas del fenómeno. Hay que preguntarse si entre tanto no sería más útil experimentar probando distintos caminos, en lugar de anquilosarse en ascéticas negativas.
En posición muy cauta, muy semejante a la adoptada por Klapper (cuya obra, por otra parte, no cita en su copiosa bibliografía), se sitúa Adriano Bellotto en su La televisione inutile (Milán, Comunità, 1962). Este autor se propone localizar aquellos cambios que de hecho la televisión parece haber ya provocado en el propio público (desde los ritmos de vida familiar hasta la distribución de la instalación, los hábitos culturales o la fruición de otros tipos de espectáculo), con el fin de proyectar las posibilidades de empleo del medio hacia una democratización y difusión de la cultura. Al igual que el libro de Mannucci, tampoco el de Bellotto oculta los graves defectos de paternalismo y de aliento a la mediocridad difusa que la actual televisión lleva consigo, pero tiende a ilustrar al lector sobre algunos aspectos mensurables de los varios problemas relacionados con la educación popular a través de la televisión, citando gran cantidad de estudios estadísticos.
Son interesantes, por ejemplo, las observaciones sobre el efecto de las transmisiones políticas (que parecen no tanto «persuadir» más o menos fraudulentamente a los espectadores, como dejar un residuo final de «información» y claridad de ideas, disponibles, luego, para una elección autónoma y meditada), sobre las modificaciones introducidas por la televisión en la casa actual, sobre los «desiderata» de los espectadores. El libro de Bellotto puede parecer imbuido de cierto optimismo de base, pero hay que admitir que este optimismo no es el del tecnócrata irresponsable que juzga bueno al nuevo medio por el simple hecho de que existe y prospera (viniendo a colocarse así en igual posición que el maniqueo que lo juzga como irremediablemente malo). Podríamos decir que, si la posición de este último es la de un «liberal» clásico, la posición cultural de Bellotto está inspirada en una forma de dirigismo cultural responsable: plantea el problema de una operación educativa a emprender con conocimiento de causa a fin de hacer verdaderamente del medio un vehículo de cultura democrática.
Pero es preciso prestar atención a un problema: pueden proyectarse empresas de este tipo sólo si se cree que es posible una «cultura democrática», es decir, si no se abriga la secreta persuasión de que la cultura es un hecho aristocrático, y de que ante la república de los hombres cultos se yerguen las masas, incorregibles e irrecuperables, para las cuales, como mucho, se puede preparar una subcultura (la cultura de masas), para criticar luego sus modos y efectos.
¿Cultura de masas o cultura democrática?
De este equívoco (que se infiltra en muchas discusiones sobre el tema) se ocupa ampliamente el libro de Mannucci: su primer capítulo intenta ya definir los conceptos de masa y cultura para las masas. Valiéndose de un razonado y diáfano análisis de las características de una sociedad democrática moderna, Mannucci rechaza la idea de que los hombres comunes (los de la masa robotizada) son gente subdotada, para la que hay que preparar un alimento espiritual distinto. Al ideal de una democracia fundada en la igualdad de oportunidades (cualquier vendedor de periódicos puede llegar a presidente de la república), Mannucci opone el de una equivalencia de formación: esto presupone considerar a todos los ciudadanos como dotados en igual medida, en principio, de bagaje cultural. Esto, referido a la televisión, acarrea una serie de consecuencias muy claras: la mayor parte de programas televisivos (y aquí Mannucci, que no tiene pelos en la lengua, documenta sus afirmaciones con valentía, poniendo de relieve incluso alarmantes declaraciones de los máximos dirigentes, debidamente «psicoanalizadas») se funda en la voluntad de distinguir entre élite que piensa y masa subdotada, gobernada esta última mediante dosificación paternalista de los bienes intelectuales. Mannucci sostiene su tesis con muchos análisis convincentes; y entre éstos, citaremos una penetrante desmitificación de la aparente «popularidad» de una transmisión como «Campanile Sara», en que la neta subdivisión de los participantes entre una élite de expertos, entronizada en un palco e investida de poderes resolutorios, y una masa indiferenciada de no-participantes, llamados sólo a aportar una aprobación de orden emotivo, remacha en medida altamente simbólica la estructura paternalista de los programas.
El libro de Mannucci, tanto en el análisis de lo ya hecho como en la proposición de lo que hay que hacer, perfila la visión ideal de un país democrático en que el ente televisivo no teme hacer saber las cosas a todos los ciudadanos, y a todos en igual medida, sin miedo a que la representación de obras dramáticas de alto nivel artístico pueda ocasionar traumas culturales, o la propagación de noticias políticas pueda subvertir las costumbres. Añadiremos que la reacción conmovida e intensa de la muchedumbre que en los bares presenciaba el Edipo Rey presentado por Gassman (así como los concretos resultados de la tan temida «Tribuna Politica») son recuerdos que nos invitan a compartir las tesis de Mannucci.
Este autor, en cierto punto, formula también una observación que nos parece especialmente idónea para desconcertar a los maniqueos y a los que sostienen la incurable negatividad del medio; refiriéndose a la oleada maccarthista en América, hace notar que «la ironía del azar ha querido que precisamente del más potente instrumento de masificación y de embotamiento moral, la televisión, surgiesen los más eficaces estímulos para comprender y condenar la armadura demagógica: con la simple y neutral presentación (aunque la objetividad y el estilo liberal no son nunca neutrales) de los enloquecedores interrogatorios y las ridículas acusaciones del senador por Wisconsin, hasta entonces conocidos únicamente a través de las reseñas de la prensa».
Sin embargo, puede observarse que cada vez que surgen perspectivas para la mejora y elevación de los programas de televisión, los remedios válidos son únicamente y siempre de orden político; sólo la ideologización del medio técnico es capaz de cambiar su signo y su dirección. «Ideologización» no significa «partidismo»; significa imbuir a la administración del medio de una visión democrática del país; bastaría decir: usad el medio en el espíritu de la Constitución y a la luz de la inteligencia. Todos los casos en que la televisión ha dado buena prueba de sí misma, no han sido, en el fondo, más que correctas deducciones de este teorema.
Conclusiones
Las investigaciones de los psicólogos y de los sociólogos nos han mostrado las fuerzas inmensas que nos vemos obligados a sojuzgar si no deseamos la destrucción de nuestra cultura; la televisión se nos aparece como algo semejante a la energía nuclear, y como ésta sólo puede canalizarse hacia buen fin a base de claras decisiones culturales y morales. Las investigaciones psicológicas nos indican también los caminos para futuras investigaciones sobre el «lenguaje» televisivo, sus posibilidades, sus limitaciones, su área de desarrollo; las sociológico-políticas nos han abierto más vastas dimensiones de compromiso polémico. Si las conclusiones a las que nos ha parecido poder llegar, poco a poco, son sustancialmente optimistas, no se deben interpretar, sin embargo, como abandono a una mística del laissez faire. Incluso si se admite que en este terrible y potente medio de masas se encierran y reúnen las varias posibilidades de difusión cultural para el futuro próximo, es preciso no olvidar la naturaleza emocional, intuitiva, irreflexiva de una comunicación por la imagen.
Recordemos que una educación a través de la imagen ha sido típica de todas las sociedades absolutistas y paternalistas; desde el antiguo Egipto hasta la Edad Media. La imagen es el resumen visible e indiscutible de una serie de conclusiones a las que se ha llegado a través de la elaboración cultural; y la elaboración cultural que se sirve de la palabra transmitida por escrito pertenece a la élite dirigente, mientras que la imagen final es construida para la masa sojuzgada. En este sentido tienen razón los maniqueos: en la comunicación por la imagen hay algo radicalmente limitativo, insuperablemente reaccionario. Y sin embargo no podemos rechazar la riqueza de impresiones y de descubrimientos que en toda la historia de la civilización los razonamientos por medio de imágenes han dado a los hombres.
Una prudente política cultural (mejor, una prudente política de los hombres de cultura, como corresponsables de la operación TV) será la de educar, aun a través de la televisión, a los ciudadanos del mundo futuro, para que sepan compensar la recepción de imágenes con una rica recepción de informaciones «escritas».
La civilización de la televisión como complemento a una civilización del libro. Es quizá menos difícil que lo que se cree, y no sería desacertado proponer a la televisión una serie de transmisiones didácticas encaminadas a «descondicionar» al público, a enseñar a no contemplar la televisión más de lo necesario, a dominar e identificar por uno mismo el momento en que la escucha no es ya voluntaria, en que la atención se hace hipnosis, la convicción asentimiento emotivo. Para que no llegue un día en que digamos con sencillez, sin ni siquiera darnos cuenta del alcance de semejante afirmación, lo que escribió una espectadora y Bellotto sagazmente ha colocado como epígrafe al comienzo de su libro: «Digo la verdad, no me gusta esta televisión, que a menudo es aburrida, para no decir algo peor, y que me obliga a permanecer pegada ante la pantalla horas y horas, mientras tengo muchas otras cosas que hacer».