15
LA muchacha se subió al asiento delantero de la autobomba.
—Córrase un poco —dijo.
La señorita Schmidt apartó su preocupada mirada de la casa en llamas.
—No creo que debas subirte, niña —dijo, llena de consternación—. Somos de esa ca... ¡Pero si es Mary Haunt!
—No me reconoció, ¿eh? —replicó Mary Haunt. Movió las caderas desplazando a la señorita Schmidt—. No la culpo. ¡Qué lío! —agregó, refiriéndose a la casa.
—El señor O'Banion está adentro; fue tras la señora Martin. ¿Ha visto al señor Halvorsen?
—No —dijo Mary.
—¡Tonio! ¡Tonio! —gritó Robin de repente.
—Calla, querido. Ya vendrá —dijo la señorita Schmidt.
—¡Aistá! ¡Aistá! ¡Mamá! —chilló el niño alegremente—. Ven a ver mi camión de bomberos. ¿Sííí?
—Oh, gracias a Dios, están bien —dijo la señorita Schmidt, abrazando a Robin hasta hacerlo gruñir.
—Estoy arruinada —masculló Mary Haunt; hizo nuevamente un gesto de enojo hacia la casa—. ¡Qué desastre! Perdí todo: los cosméticos, la ropa, las revistas, todo. Y ya sabe lo que significa eso. Me...
Me tengo que ir a casa ahora. Y fue en ese momento, en medio de una duda acerca del matiz de una frase, cuando el extraño rayo de plata inundó a Mary Haunt. No fue bajo la guadaña amenazadora de la Muerte, ni bajo el impacto de un encuentro de sentimientos, sino impulsada por unas palabras. Así llegó Mary Haunt a un instante en el cual el tiempo no contaba.
Toda su vida, el sentido de su vida y las cosas que la llenaban: las cortinas prolijas y el pan casero, Jackie y Seth peleándose por el privilegio de llevarle los libros, el estante de las especias y las flores bajo las ventanas de la sala. Las había amado tanto, había reinado sobre todas esas cosas con mano benévola: había sido una princesa dulce.
¿Te echaron, muchacha?
Nunca supo cómo había comenzado, ni cuándo, hasta ese momento. Pero ahora sí sabía. Había sido papá, aun antes que ella pudiera caminar. Papá era uno de los millones de espectadores que aplaudían a la niña actriz llamada Shirley Temple, uno de los miles que la idolatraban, uno de los cientos que la endiosaron. Llamó a su hija “la pequeña Mary Hollywood” y siempre decía “cuando estés en el cine, querida”. Cada mañana era una fuente en la cual vaciar el depósito de sus sueños; cada noche volvía a llenar ese depósito en el pozo sin fondo de su ambición para ella.
Y todos le creyeron. Primero mamá, luego su hermanito y finalmente todo el pueblo. No podían hacer otra cosa: la convicción ciega de papá se sobreponía a cualquier duda. Ella misma contribuyó al asunto en forma decisiva, simplemente siendo lo que era: una niña exquisita, prolijamente aseada, que se volvía cada año más hermosa “según los cánones de Hollywood”. Ella quería lo que quiere toda niña: amor y atención. Los recibió a manos llenas. Quería hacer lo que quiere toda niña: ganarse la aprobación de sus mayores. Y lo intentó; a decir verdad, no le quedaba otro curso de acción.
¿Te echaron, muchacha?
Quizá papá lo hubiera superado, o tal vez hubiera descubierto cómo hacer realidad su sueño en este mundo. Pero su padre murió cuando ella tenía seis años, y mamá se hizo cargo de sus sueños como si fueran flores de su mano muerta. No los alimentó: los apretó entre las hojas de su memoria más querida. En verdad era una cosa viviente, pero detenida en la intensidad y ambigüedad de sus esperanzas en torno a una niña de seis años. Impulsó a su hija a querer entrar en el cine y a estar segura de que lo iba a lograr; nunca se le ocurrió que la niña pudiera aprender otra cosa. Su carrera futura se acercaba con seguridad, con la misma seguridad que las Navidades.
Pero nadie sabía cuándo vendría.
Cuando limpiaba la casa, todos pensaban qué dulce era, tan agradable a la vista, pero le sacaban la escoba; cuando cocinaba, también pensaban que era amorosa, pero ella no estaba realmente para eso. Cuando leía las secciones de dietología en las revistas, estaba bien, pero en cuanto a las otras cosas, cómo hacer una salsa de tamarindo para pato, o quitar manchas de las fibras sintéticas... “Pero, Mary: tendrás un pequeño ejército para que se ocupe de esas cosas por ti”.
A las revistas de cine, entonces, y al cine. A esperar..., hasta el día en que se fue.
¿Te echaron, muchacha?
La revista Mundo de la Pantalla sacó un artículo sobre la Escuela Superior de Hollywood, y mencionaba cuántas estrellas y estrellitas habían salido de ahí, y las edades que tenían cuando firmaron sus primeros contratos. Y de repente, ya no era más la niña como Shirley Temple; era más grande, varios años más grande que dos de las niñas del artículo, y de la misma edad que otras cinco. Sin embargo, seguía allí, mientras todo el pueblo esperaba. ¿Y si no lo lograba? ¿Si no pasaba nada? Comenzó a interpretar algún comentario, esa mirada, aquel silencio, de un modo desagradable. Al final quería esconderse en algún lado, caerse muerta, o simplemente irse de allí.
Y esa fue la solución: irse. Sin decirle a nadie, tomó la ropa buena que tenía, compró un pasaje a cualquier lado y escribió cartas imaginativas, llenas de aventuras y cada vez menos veraces, espaciéndolas cada vez más. Ingenuamente buscó un empleo que podría llevarla hasta su Gran Oportunidad, pero que en realidad nunca lo haría. Finalmente llegó a un punto en el cual no podía mirar hacia atrás —por la añoranza que tenía de su hogar— ni hacia el futuro, porque lo sabía vacío. De modo que se mantenía en un presente de inutilidad y de negativa intencional a impulsar la ambición que decía tener. Su único placer y su único escape era la ira. Se refugió en sus rabietas; despreciaba a las gentes, las cosas que hacían y lo que deseaban, y se los decía en la cara. Y tomó un retrato de mamá parada delante de la casa en primavera, rodeada de junquillos y tulipanes, y lo envolvió en un vestido floreado de algodón que su madre le había hecho al cumplir catorce años y que no le había dejado usar porque Mundo de la Pantalla decía que los vestidos floreados para niñas estaban fuera de moda.
¿Te echaron, muchacha?
El viejo Sam le había preguntado eso; él lo sabía, aunque ella no se diera cuenta aún. Pero ahora, en ese extraño y plateado instante, lo supo; se dio cuenta de todo. Sí, la habían echado. La habían obligado a ser el sueño de un muerto hasta casi matarla a ella; nunca la dejaron ser Mary Haunt, que quería colgar cortinas nuevas y hacer un pastel de moras, tener un cerco cuadrado en su casa de Elm Street e ir a la iglesia los domingos. Le habían marcado un destino en el cuerpo y en la cara y en la ropa que usaba; le habían modelado el habla y el cabello en la forma en que ellos querían. Estaba resentida desde lo más profundo de su corazón.
De repente se le ocurrió, por primera vez, que podría ser la verdadera Mary Haunt si lo deseaba, e irse a casa, ya que su casa era un lugar muy bueno para tratar de ser esa persona. Les transformaría la desilusión en orgullo real. Podría llegar a casa antes del Festival de las Frutillas; usaría un delantal y se llenaría la frente de espuma de jabón por tocarse el pelo mientras lavaba, como a veces le pasaba a Bitty. Y Mary Haunt, sentada sobre una autobomba al lado de una bibliotecaria de escuela envuelta en un sacón inmenso, decía que todo se había quemado, que todo estaba perdido, y estaba a punto de decir “me tengo que ir a casa ahora”.
Pero en vez de eso, dijo:
—Me puedo ir a casa ahora... —y miró a los ojos a la señorita Schmidt con una sonrisa que la otra mujer nunca había visto antes—. ¡Sí, puedo! ¡Me puedo ir a casa ahora! —cantó Mary Haunt. Impulsivamente, tomó la mano de la señorita Schmidt y se la apretó. Le miró la cara y rió—. Ya no estoy enojada con nadie, ni con usted ni con nadie... Estuve hecha una necia, y lo siento. ¡Ahora me voy a casa!
Y la señorita Schmidt miró el rostro manchado de hollín, el cabello chamuscado recogido en una infantil cola de caballo y asegurada con un elástico, y el pulcro vestido floreado.
—¡Vaya! —dijo la señorita Schmidt—. ¡Eres hermosa! ¡Simplemente hermosa!
—No, no lo soy —canturreó Mary Haunt con alegría—. Tengo solamente diecisiete años y me voy a casa a hacer una torta.
Sonriente, se abrazó al retrato de la madre; ni siquiera la casa en llamas brillaba con tal intensidad.
EXTRACTO DEL [LIBRO DE BITÁCORA] DE LA EXPEDICIÓN INVESTIGADORA:
[!!!!] ¡Qué bien anduvo todo! [Uno] podría pensar que estos ejemplares han usado el Reflejo Beta sub Dieciséis durante toda su vida. Si [nosotros] tuviera[mos] la [décima] parte de esa vitalidad, [nos] podría[mos] [recostar] en un lecho de paradojas e ir[nos] a [dormir]. Los observare[mos] por un [período corto] más, antes de partir. Éste es un lugar [fascinante] para visitar, pero no [me] gustaría [vivir] aquí.