1
EL pueblo era lo suficientemente antiguo como para tener un barrio bajo, y lo suficientemente grande como para que no hubiera “vías” de tren específicas con un lado “bueno” y otro “malo”. Su naturaleza era tal que una pensión podía albergar, sin que fuera algo insólito, a gente de tan variada condición social como la que se encontraba allí. Una joven y viuda anfitriona de cabaret con su hijo de tres años de edad; un muy buen perito en orientación vocacional; un joven estudiante de abogacía; la bibliotecaria de la escuela secundaria, y una damisela con aspiraciones de actriz que provenía de un pueblo muy chiquito componían la lista completa.
Se decía que Sam Bittelman, quien nominalmente era el dueño y señor de la pensión, podría haber llegado a ser ingeniero o incluso constructor de barcos, pero que nunca había pasado de capataz de taller. Considerar esto como un éxito o un fracaso era una mera especulación; pregúntese a un suboficial principal o a un sargento primero que no aceptan una comisión de oficial, y al presidente de su banco, y seleccione los argumentos usted mismo. Probablemente Sam nunca se había detenido a pensar en el asunto. Tenía otras cosas para distraerse. Tolerante, curioso y con una vivacidad intensa, el viejo Sam no parecía haber abandonado nada salvo su empleo en los astilleros de la costa este.
Su mujer, a su vez, era dueña y señora de él. Todos la llamaban Bitty, y poseía el rostro más agrio y la lengua más ácida que haya podido encontrarse jamás en una socia fundadora de la Sociedad de Socorro a Gatitos Enfermos y Otros Seres Abandonados. Entre los dos cuidaban a sus huéspedes de ese modo tan especial, posible solamente en las pensiones que tenían una mesa grande con un sitio puesto para cada uno.
Tales lugares eran poco menos que una familia; o poco más, si uno apreciaba la libertad. Eran más que un hotel; o menos, si uno gustaba de la formalidad. Para Mary Haunt, que decía tener veintidós años pero mentía, el lugar era el peldaño más transitorio de todos los peldaños transitorios. Para Robin era un hogar, y algo más: era el mundo y el universo, un entorno tan natural, tan inadvertido y aceptado como el agua para un pez. Pero seguramente Robin se sentiría de otro modo más adelante; tenía solamente tres años. El único huésped de la casa que se amoldaba a las cualidades de los Bittelman del mismo modo en que respiraba el aire era Phil Halvorsen, un joven pensativo que se dedicaba a la orientación vocacional. Su mente prestaba atención a la casa y la comida solamente cuando lo molestaban. Y como se sentía cómodo con los Bittelman, eran invisibles para él.
Reta Schmidt apreciaba a los Bittelman por varias razones. La primera era lo que obtenía a cambio del dinero que les pagaba, pues la señorita Schmidt era empleada de un Consejo de Educación. El señor Anthony O'Banion no se permitía admirar casi nada genuinamente en la localidad. Así que quedaba solamente Sue Martin para admirarlos y respetarlos, desde un comienzo, de un modo aproximado a lo que se merecían.
Sue era la madre viuda de Robin, y trabajaba en un cabaret como anfitriona, y a veces como maestra de ceremonias. En el pasado, las cosas le habían ido unas veces mejor y otras peor. Todavía podía llegar a pasarla mejor, pero sería algo peor para Robin. Los Bittelman eran un regalo de Dios para ella. Robin los adoraba. Le daban su desayuno a la mañana, lo vestían para que saliera a jugar, y lo cuidaban y entretenían hasta que Sue se levantaba a las once. El resto del día era para Sue y Robin, hasta que el chico se iba a acostar y ella le contaba cuentos para que se durmiera. Y cuando salía para el trabajo, a las nueve de la noche, los Bittelman estaban allí, seguros y confiables, preparados para enfrentar cualquier emergencia, desde una visita al baño hasta un incendio. Eran como la póliza de seguros o los extinguidores para incendios: se usan poco, pero es reconfortante tenerlos a mano. Así que los valoraba... Pero hay que tener en cuenta que Sue Martin era una persona poco común. También lo era Robin; pero esto es una perogrullada cuando se aplica a los niños de tres años de edad.
Ésta era la población de la pensión de los Bittelman, y si parecen muchos o demasiado variados para identificarlos de inmediato, tenga paciencia y recuerde que cada uno de ellos sintió lo mismo cuando le presentaron a todos los demás.