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UNA casa de empeño es un lugar sombrío. Una casa de empeño bajo la lluvia. Una casa de empeño cerrada, bajo la lluvia, un domingo.

Philip Halvorsen no se preocupaba por eso. Le atraía la armonía, y la atmósfera estaba acorde con sus pensamientos y sentimientos en ese momento. Un rayo de sol hubiera parecido un intruso. Una florería no hubiera contribuido tanto al ambiente. Y la presencia de la gente hubiera sido algo intolerable.

Apoyó la frente contra el negro y húmedo acero de la reja a prueba de ladrones e hizo un inventario rápido de los objetos desplegados en la ventana, y su opinión acerca de ellos. Al igual que la vidriera con sus recovecos oscuros, sus pensamientos eran dispersos y revueltos, capturados en ese purgatorio de inutilidad donde las cosas no están muertas, sino solamente acabadas e indiferentes hacia su futuro. Sus pensamientos eran gemelos sin ojos, cámaras fotográficas sin película, guitarras silenciosas y relojes sin cuerda.

Le gustaron más las guitarras que los violines que colgaban en la vidriera. Casi se preguntó acerca del porqué de esa preferencia para dejar que la pregunta se disolviera en el letargo, pero suspiró y decidió proseguir la especulación hasta su término, porque si no lo hacía se sentiría molesto, y no tenía ganas de sentirse molesto. Miró desganadamente a los instrumentos, unos tras otro, analizándolos y comparándolos. Tenían mucho en común, y diferencias significativas. Como su mente era del tipo pegajoso, y a través de casi treinta años se habían estado adhiriendo a ella una serie de datos sueltos, sabía algo de la evolución de los instrumentos de cuerda y el grado de perfección que habían alcanzado. Dado que tanto en la guitarra como en el violín, el diseño era funcional, y haciendo abstracción de los sonidos que producían —a decir verdad, Halvorsen era indiferente a la música de todos modos—, ¿por qué prefería intuitivamente las guitarras a los violines? Tamaño, proporción, el número de cuerdas, el diseño del puente, la presencia o ausencia de calado, la terminación, la mecánica de las clavijas y la cola... Todos estos aspectos entrañaban diferencias, pero todos estaban perfectamente adaptados a su trabajo.

De repente consiguió identificar lo que buscaba, y su mente pasó revista rápidamente a todos los violines que conocía. Todos lo confirmaban. Una mirada rápida a las guitarras de la vidriera aclararon el asunto.

Todos los violines tenían una voluta labrada en el extremo del cuello. En las guitarras, en cambio, era optativa; algunas la tenían, otras no. La espiral retorcida al final del cuello de un violín no era optativa sino tradicional, a pesar de no cumplir ninguna función. Halvorsen asintió levemente con la cabeza y permitió que sus pensamientos se alejaran del asunto. En sí no era importante; lo único que tenía importancia era llegar a alguna conclusión. Su preferencia inicial e intuitiva por las guitarras tampoco era un asunto vital; su preferencia por lo funcional por sobre lo puramente tradicional no era más que eso: una preferencia.

Ninguna de esas cosas ocupaba demasido la atención ni el esfuerzo consciente de Halvorsen. El examen, por lo tanto, era más que nada reflexivo, y sus pensamientos se movían como peces en un estanque de aguas claras y profundas: yacían suspendidos, aleteantes, para salir disparados de repente, agitando el agua, y terminar nuevamente suspendidos y aleteantes, llenos de vida y a la espera.

Estaba de pie, inmóvil. Una lluvia fina empapaba el cuello de su chaqueta, y sus ojos estaban vacíos pero receptivos. Gemelos nacarados; otros sin adorno. Un reloj, con rubíes de vidrio sobre la tapa. Tarjetas, peines baratos, billeteras baratas, lapiceras baratas. Una plancha de vapor eléctrica con el cable gastado. Un perchero colmado de ropa usada.

Armas.

Sintió de nuevo esa vaga insatisfacción; trató de oponerle una resistencia letárgica, pero cuando la venció a pesar de sus esfuerzos, le cedió paso pacientemente. Miró las armas. ¿Qué era lo que le molestaba de las armas?

Una tenía una empuñadura de nácar y un grabado rococó sobre el cañón. Pero ése no era el problema. Recorrió la hilera con la vista y se decidió por una pistola automática calibre 38. Era un artefacto de lo más funcional: pequeño, cuadrado, pulido aquí y nudoso allá, con el seguro de empuñadura y el seguro de corredera en los lugares exactos donde debían estar. Sin embargo, subsistía ese tenue sentimiento de desaprobación, esa insatisfacción que implicaba una crítica. Amplió su campo de observación a todas las armas y lo sintió con igual intensidad; o con igual falta de intensidad, que era lo mismo.

Era algo categórico, entonces. Tenía que ver con todas esas armas, o quizá con todas las armas. Las miró nuevamente, y luego otra vez más, pero dentro de la gama existente de armas no pudo encontrar ninguna rendija por la cual pudiera filtrarse su razonamiento. Entonces decidió dar vuelta el problema y, mirando de nuevo, se preguntó: ¿Cómo debería ser un arma para satisfacer su fastidiosa intuición?

La imagen se le presentó en un santiamén, y casi no pudo creerlo: un aparato endeble de metal laminado con un simple percutor montado sobre una pieza articulada como la parte móvil de una ratonera. Sin empuñadura ni elementos de mira. Sin gatillo tampoco; un mero disparador, y... ¿qué era eso otro? Un trozo de piolín. La visualizó posada sobre una superficie pulida, sostenida por un soporte de alambre, con su delgado cañón inclinado en un ángulo de unos cuarenta y cinco grados, como un obús de juguete. Tenía un calibre 38, aproximadamente. Lo que más le sorprendió era la sensación de fragilidad, de ligereza, que transmitía todo el diseño. ¡Qué diseño! ¿Con qué fin podía haberse diseñado un objeto así?

Miró nuevamente las armas empeñadas que estaban en la vidriera. Tenían una cosa particular en común, entre muchas otras: la solidez. Recámaras de acero, ánimas de paredes gruesas, seguramente estriadas. Eran piezas templadas, endurecidas, que habían sido diseñadas y construidas para contener y encauzar explosiones repetidas, asaltos reiterados de metal fundido y doliente.

Sentía como una lucecita roja de alarma que guiñaba sobre esa palabra: repetida. ¿Era ese el problema? ¿Que todas estas armas habían sido diseñadas para ser usadas en forma repetida? ¿Era eso lo que le producía insatisfacción? ¿Por qué?

Evocó la imagen de una pistola de duelo de un solo tiro que había visto una vez: de cañón largo, sistema de carga por la boca, con una cámara de pólvora para cebarla y un pedernal fijado al martillo. Sin embargo, la pequeña luz roja en su cabeza seguía guiñando; ese diseño también le disgustaba, dentro del área de la repetición. Se sintió sorprendido.

Incluso una pistola de un solo tiro estaba diseñada para ser usada más de una vez; ésa era la única explicación posible. Por lo tanto, un arma cumplía su función verdadera —para él— si estaba destinada a ser usada una sola vez. Lo suficiente es el criterio de un diseño óptimo, y en este caso una sola vez era suficiente.

Halvorsen resopló con enojo. Le desagradaba llegar por medio de un razonamiento racional a conclusiones claramente irracionales. Examinó la lógica de sus argumentos, buscando aquellas bifurcaciones donde habría tomado por un camino equivocado.

No existían tales bifurcaciones.

En ese momento, su curiosidad tranquila y casi autosuficiente fue desplazada por una furia examinadora e incandescente. La lógica inflamaba a Halvorsen del mismo modo que la furia a otros hombres, y no toleraba lo irracional para nada. Lo tomaba como una afrenta personal, y no lo abandonaba hasta que lo tenía seguramente aprisionado en las redes de su entendimiento.

Visualizó nuevamente el “arma” producto de su complaciente imaginación, con su mecanismo de percusión de trampa para ratones, el trozo de hilo y su endeblez e inutilidad general. Por un momento imaginó a la policía, a los granaderos, a los oficiales del ejército empuñando un objeto tan ridículo. Sin embargo, la visión no tardó en disolverse; las armas usadas a diario por ese tipo de gente satisfacían su sentido de la función en forma perfecta. Se ubicó —hipotéticamente— en la conciencia de un hombre de ese calibre y se encontró contemplando su propia arma —o cualquier otra arma— con satisfacción. Por lo visto, este asunto era algo personal, totalmente diferente de la insatisfacción que debería sentir todo el mundo si se preocupara un poco por el hecho extraordinario de que los automóviles están bien terminados solamente en las partes visibles, y que, por otro lado, son movidos por un motor térmico que no puede funcionar sin un sistema de ventilación.

¿Qué es lo que tiene de especial mi arma-ratonera?, se preguntó, volviendo la vista hacia adentro para observarla de nuevo. Allí estaba, posada sobre una superficie pulida —¿sería una mesa?— con ese ridículo trozo de hilo colgando hacia él y el cañón apuntando hacia arriba, exhibiendo descaradamente su débil construcción.

¿Cómo podía ver el fino espesor del metal del cañón?

Porque estaba apuntado directamente a su nariz.

Haz una afirmación, Halvorsen, y pruébala. Afirmación: las otras armas satisfacían a los demás hombres porque pueden ser usadas una y otra vez. Esta arma me satisface a mí porque dispara una sola vez, y eso es suficiente.

Una prueba: una pistola de duelo dispara una sola vez, pero puede ser recargada y usada nuevamente. ¿Por qué no es adecuada? Porque la persona que usa una pistola de duelo espera poder usarla nuevamente. El que ha podido verla funcionar sabe que volverá a ser usada, pues el mundo seguirá andando.

Sin embargo, después de disparar la pistola “ratonera” de Halvorsen, el mundo se detendría. Al menos para Halvorsen..., lo que, dado el caso, era equivalente a una detención objetiva. Aquello de “yo soy el centro del universo” puede ser una afirmación válida para cualquiera.

Así que reformulemos el asunto y extraigamos una conclusión: el arma de diseño óptimo es aquella que, una vez que dispare entre los ojos de Halvorsen, pierda la razón de su existencia. Ya que la palabra óptimo tiene un sabor a función preferida, es justo afirmar que en su fuero íntimo Halvorsen tenía una marcada preferencia por ser fusilado. En términos más específicos, por la muerte. Una corrección: por estar muerto; de buena gana.

Al principio, Halvorsen sintió un placer tan grande por haber resuelto su problema, que se olvidó de considerar la conclusión. Cuando alcanzó a hacerlo, le dio más escalofríos que los justificables por la fina llovizna que caía.

¿Por qué querría estar muerto?

Contempló las armas ordenadas en la vidriera de la casa de empeños como si las estuviera viendo por primera vez; cada una de ellas era muy real y genuinamente amenazadora. Un escalofrío lo recorrió. Se sostuvo un momento apoyado sobre el metal negro y húmedo del portón, y luego giró abruptamente para alejarse.

En toda su vida pensativa —y pensadora— nunca se había detenido a considerar una idea así. Quizás esto se debía a que era una persona más propensa a recibir que a transmitir. Las cosas que juntaba las usaba para el mundo exterior en su trabajo, más que para sí mismo. No sentía la necesidad de abundar en explicaciones y disculpas, ni en las interpretaciones y exigencias de atención que caracterizan a la persona extrovertida. Como resultado de esto, tampoco necesitaba entregarse a la búsqueda de sí mismo, ni a la enredada semántica usada para interpretar el yo interno. Su mente era más bien una clasificadora de datos que tomaba conocimientos y experiencia de aquí y los almacenaba casi sin tocarlos hasta poder aplicarlos allí.

Se encaminó lentamente hacia su casa, en un estado que podría describirse como de adormecimiento, si no fuera por un núcleo agitado e inquisitivo que revoloteaba dentro de él, acosando y hurgando el sentido de esta nueva revelación. ¿Por qué querría estar muerto?

Philip Halvorsen amaba la vida. Corrección: le gustaba estar vivo. Pregunta: ¿por qué tal corrección? Archivar este asunto para investigar después. Era un orientador vocacional contratado por una organización de servicio social nacional. Recibía el sueldo que merecía, de acuerdo a su escala de valores, y gracias a los Bittelman podía vivir un poco mejor de lo que hubiera podido en otras circunstancias. De todos modos no trabajaba por el dinero: su trabajo era un modo de pensar y de vivir. Le parecía algo absorbente, intrigante y profundamente satisfactorio. Cada candidato era un desafío, y cada orientación lograda era una victoria sobre todos y cada uno de los enemigos que asediaban a la humanidad: la inseguridad, el sentimiento de inferioridad, la miopía y la ignorancia.

Cada vez que levantaba la cabeza de lo que estaba haciendo para ver ingresar a un nuevo candidato en su oficina, sentía una extraña excitación silenciosa. Era una presión, una potencia, como el encendido de la llave maestra de una computadora. Se quedaba donde estaba, pero con todos los relevadores abiertos y los circuitos en blanco, esperando la respuesta a sus dos primeras preguntas: ¿Qué es lo que está haciendo ahora? y ¿Qué es lo que quiere hacer? Nada más que eso; era suficiente como para empezar a sentir esa vaga sensación de satifacción —o insatisfacción— que lo embargaba. Del mismo modo en que había analizado su origen en el asunto de las armas, lo hacía con sus clientes. Esa luz intermitente, que podría estar indicando equivocación, falta de aplicación, mal funcionamiento, una evaluación equivocada —en suma, todas las fallas de planificación, las metas falsas, las frustraciones y los dolores que aquejaban a aquellos que dudaban de su vocación—, esa luz brillaba todo el tiempo mientras atendía un caso, y se resistía a apagarse hasta que no hubiera encontrado la respuesta.

Alguna que otra vez había deseado, un tanto caprichosamente, que su imaginaria señal luminosa enfocara un cartel para el cliente que quería ser picapedrero y otro para aquel que quería ser criador de sapos, pero la luz se negaba a ser tan amable. Solamente le advertía cuando se estaba equivocando. Dar con la solución correcta era un trabajo meticuloso y sacrificado, pero lo realizaba con alegría. Cuando al fin se consideraba satisfecho, no era extraño que su tarea real comenzara entonces: informarle a un empleado bancario que ganaba ochenta dólares por semana que su lugar apropiado en la vida era trabajar en un depósito de cargas con un período como aprendiz de dos años a cincuenta dólares por semana, era, al menos al principio, una tarea poco grata.

Pero Halvorsen sabía callarse y esperar. Era un experto en el arte de dejar que un cliente se peleara consigo mismo, se derrotara, se reconstruyera y finalmente se convenciera de que el consejero vocacional tenía razón. Halvorsen disfrutaba de todo el proceso, desde el desafío hasta la resolución. ¿Por qué entonces ese deseo de terminar con todo, de eliminar un mundo en el cual existían todos esos problemas apasionantes? ¿Y cómo, además, podía estar contento con ese final?

¿Qué le aconsejaría a un cliente, a un extraño, si le expresara un deseo similar?

Bueno, no le aconsejaría nada. Dependería del caso. Lo incluiría junto con los otros datos personales del cliente —edad, educación, temperamento, estado civil, coeficiente de inteligencia—, y además, dejaría que el deseo de muerte pesara junto con todos los demás factores. Sin embargo, lo predispondría a concluir que el individuo estaba completamente inadaptado en algún aspecto de su vida: su matrimonio, su situación familiar, un aprieto social de algún tipo..., o su trabajo. Su trabajo. ¿Podría ser que él, Halvorsen, juez y árbitro de las ocupaciones, estuviera en un trabajo que no le correspondía?

Se encorvó bajo la lluvia, tapándose para escapar de un frío mucho más penetrante que el de la niebla húmeda. Tan ensimismado estaba en sus pensamientos que no reparó que ya había dado unos cuantos pasos sobre un sector de pavimento seco. Se detuvo y miró para ver dónde estaba.

Se había detenido bajo la marquesina del más chico y más barato de los cuatro teatros que poseía el pueblo. Estaba oscuro y cerrado, por ser domingo. Sin embargo, las puertas clausuradas y las luces apagadas no modificaban la estridente decoración. Sobre la entrada principal se veían dos grupos de letras enormes, que anunciaban las dos películas que se proyectaban: PECADO EN VENTA, se leía en el primero, mientras que el otro decía ESCLAVAS DE LA FLOR SATÁNICA. Un poco más abajo había un tercer cartel, para ofrecer Los Ritos Amorosos de un Paraíso en los Mares del Sur como atracción adicional. Desde la vereda izquierda hasta la marquesina y continuando del otro lado había un arco de mujeres recortadas en cartón, mustias y húmedas bajo la lluvia, exhibiendo proporciones insospechadas y poses inhumanas, engalanadas con trozos de cintas y velos, rizos de cabello y sombras rebuscadas que oficiaban de llamativo ocultamiento para sus increíbles cuerpos.

Sobre la boletería, un severo cartel anunciaba PARA ADULTOS SOLAMENTE. Los pilares del salón de entrada estaban empapelados con fotos de las escenas culminantes de las películas: una mujer con la espalda desnuda y los brazos atados a la rama de un árbol soportaba un flagelamiento; un hombre, de pie y con un arma en la mano, contemplaba el atractivo cadáver de una mujer cuya cabeza colgaba sobre el borde de una cama, permitiendo que su cuidadosamente dispuesto cabello cayera hasta el piso, y también había algunas vistas un tanto deterioradas de la anunciada guarida de los Mares del Sur, en las cuales los habitantes habían sido recubiertos con tinta negra en las zonas estratégicas, cumpliendo —sin duda, con enojo y a desgano— con alguna insignificante reglamentación del lugar.

En el mejor de los casos, este tipo de despliegue hubiera sido recibido con indiferencia por Phil Halvorsen. En el peor de los casos, hubiera experimentado una sensación de suave desagrado, aliviada humorísticamente ante la crudeza escatológica del asunto como para hacerla soportable, y rápidamente olvidable. Pero en ese momento las cosas estaban un poquito peor de lo que siempre habían estado. Sentía como si su desagradable descubrimiento anterior lo hubiera ablandado de algún modo, abriendo una brecha en un lugar totalmente insospechado de su armadura. El anuncio lo arrolló como una ola de calor. Parpadeó y retrocedió un paso, levantando las manos y cerrando los ojos con fuerza. Detrás de sus párpados, la imagen de su ridícula arma de un solo tiro apareció, rugiendo. Le parecía poder ver la bala, que se asomaba por su boca humeante como la punta de una lengua negra y ardiente. Retrocedió temblando ante esa pesadilla microtemporal y abrió los ojos para recibir en cambio un segundo y aun más arrollador impacto de parte del frente del teatro.

¿Dios mío, qué me está pasando?, gritó en silencio. Se golpeó la frente con los puños un par de veces, luego agachó la cabeza y corrió calle arriba. Su ojo fotográfico había detectado un cartel dentro de la sala de entrada, y mientras corría una parte de su ser lo recreaba fríamente:

VEA (decía el cartel, en letras escarlatas) las orgías de la gran ciudad. VEA la corrupción de una adolescente. VEA la lujuria desenfrenada. VEA los ritos secretos de un culto salvaje. VEA... VEA... Había mucho más. Halvorsen gimió mientras corría.

En lo de los Bittelman hay gente, pensó entonces. Hay luz, es cálido: casi como el hogar.

Y comenzó a correr hacia algo en vez de huir.