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PHIL Halvorsen abrió los ojos y vio que la casa estaba en llamas. Se quedó muy quieto, mirando crecer las llamas. ¿No era eso lo que estaba esperando?, se preguntó.

Ahora puede haber un final para todo esto, pensó con tranquilidad. Ya no tendré que preocuparme más si estoy bien o mal así como estoy, y las necesidades de los demás, los rituales y los apetitos de los “normales” ya no me acusarán más. Si no existo, no puedo ser excluido; por lo tanto, aquí está la posibilidad de terminar con esa exclusión. No podrán despreciarme si no me ven.

El cielo raso comenzaba a tostarse y un polvillo blanco se precipitaba sobre su rostro. Se tapó con una almohada. Estaba resignado a padecer las agonías finales más adelante, pero no veía razón para tener que soportar las preliminares. Justo en ese momento una gran cantidad de yeso se desplomó sobre él. No le dolió mucho, pero prenunciaba un final más próximo de lo que él había imaginado.

Por encima del rugido colosal pudo oír a lo lejos un grito de mujer. Se quedó quieto. Normalmente, se hubiera preocupado tanto o más que cualquiera por los demás. Pero no en este momento. Ahora no. Esa era una preocupación para los que tendrían que vivir con su conciencia después.

Algo que parecía ser una pared interior se desplomó muy cerca de él. Sacudió el extremo de su cama y pudo sentir un aliento caliente y cargado de hollín, pero no se inmutó.

—Bueno —dijo con cortedad—, veamos de terminar pronto con esto —y arrojó la almohada a un costado.

Como obedeciendo su pedido en forma directa, el cielo raso encima de su cabeza se abrió hacia arriba; una viga se había roto y estaba descendiendo en la habitación contigua. Por consiguiente, comenzó a elevarse en la suya. Luego las riostras se desprendieron y comenzaron a caer. Más arriba había algo oscuro, apuñalado de repente por una luz anaranjada y humeante: la parte de adentro del techo, una sección del cual se desplomaba junto con las riostras.

—Está bien —dijo Halvorsen, como si alguien le hubiera formulado una pregunta.

Cerró los ojos. Al hacerlo vio algo así como el relampagueo de una luz interior y ultraterrena, y el tiempo se detuvo... O quizá solamente sintió que tenía todo el tiempo subjetivo del mundo para examinar ese cosmos interior sin sombras.

Casi de inmediato, la secuencia de acontecimientos que lo había llevado a yacer sobre una cama en llamas, aguardando la muerte, se desplegó delante de él. En esa secuencia, una sola palabra lo sacudió como una revelación. Era el término “normal”, y la revelación lo alcanzó como una carcajada. Para cualquiera esto hubiera sido una perogrullada, algo demasiado evidente: como un idiota, había dejado que su cerebro torturado lo llevara a preocuparse por lo “normal” sin detenerse a examinarlo jamás.

Pero lo “normal” —el Apetito Normal— estaba allí representado para que él pudiera verlo: una línea trazada de un lado a otro de un enorme gráfico. El gráfico estaba colmado de millones de puntos... Halvorsen se encontraba en un estado tal que podía ver y comprender el significado de la palabra “millones”. Sobre esa línea vivía ese semidiós, ese engendro al cual había adorado durante tanto tiempo, cuyos apetitos y cuyo sentido de la propiedad habían sido el punto de referencia de la vida de Halvorsen. Siempre se había sentido miembro de una minoría; una minoría que se achicaba cada vez que él la examinaba, lo que sucedía muy a menudo. Todo el mundo estaba al servicio del Hombre Normal y sus apetitos “normales”, y eso debía ser lo correcto, pues era consciente de la reciprocidad: el Hombre Normal recibía esas cosas porque eso era lo que el Hombre Normal necesitaba y quería.

Necesitar y querer... Y allí estaba el descubrimiento extraordinario que había hecho aquella vez que Bitty le preguntó: “Si la gente realmente lo necesitara, ¿por qué tendría que usarse tanta técnica de ventas?”.

Transportó esto al gráfico y el resultado fue otra línea que lo cruzaba de lado a lado, pero mucho más abajo, indicando con mucha más exactitud cuál era el interés real del Hombre Normal en ese apetito específico acerca del cual hacía tanta alharaca. Acercó la vista y contempló los millones de puntos, individuos todos ellos, cada uno con su necesidad personal y verdadera de esa presión cultural que estaba impulsando a un hombre, aquí y ahora, hacia su muerte ahogada en culpa.

Lo primero que Halvorsen notó fue que los puntos estaban distribuidos de tal modo que la cantidad que estaba justo sobre la línea del Hombre Normal era despreciable; había muchos millones más de seres anormales. Se le ocurrió que aquellos que profesan el evangelio del Hombre Normal en su esfuerzo por ser como el resto de la masa humana, están en realidad obedeciendo los dictados de una de las minorías más pequeñas del mundo.

Inmediatamente después pensó que la línea estaba donde estaba gracias a la presencia de todos y cada uno de los puntos; no era un asunto de mejores o peores, ni de más o menos aptos. Descontando unos pocos aquí abajo y sus opuestos allí arriba —ese puñado de individuos enfermos, alienados, incompletos o deformes cuyos apetitos sexuales eran inexistentes o extremos—, la inmensa mayoría de los que se encontraban de uno u otro lado de la raya eran en el fondo “normales”. Ahí era donde él, Halvorsen, podía aparecer en el gráfico y estaría bien acompañado.

¡Nunca se había percatado de eso! Las tapas de las revistas, los avisos, la literatura pornográfica le habían ocultado la verdad.

Ahora finalmente comprendía el mecanismo de esa preocupación cultural. Recordó cómo había ido a trabajar durante trescientos días laborables consecutivos y nadie había reparado en sus orejas. Un día se le infectó un quiste cebáceo en el lóbulo izquierdo y el médico se lo había extirpado. Al día siguiente había ido a trabajar con una oreja vendada. ¡Y todo el mundo empezó a pensar en la oreja de Halvorsen! Cada nueva entrevista tenía que comenzar con una explicación acerca de su oreja, porque de lo contrario el entrevistado se distraía contemplándola. También se dio cuenta de que, cuando explicaba lo del quiste, el entrevistado miraba la otra oreja de Halvorsen de reojo antes de volver a prestar atención a la entrevista.

Ahora, en ese lugar donde todas las interrelaciones eran las verdaderas, podía comparar su oreja vendada con una malla de dos piezas, y ver con toda claridad cómo un esquema normal de interés-desinterés-aceptación podía ser forzado. También descubrió por qué esa matriz sociocultural en particular se manejaba de esa manera. En su subconsciente colectivo era probable que conociera la importancia real de sus apetitos sensuales. Seguramente razonaría que, si no mantenía esos apetitos excitados en todo momento, no podría crecer numéricamente, y eso era una necesidad. No era una conclusión agradable, pero tampoco era agradable ver un gato abalanzarse sobre un pichón de pájaro; sin embargo no se podía argumentar en contra del impulso subyacente en ninguno de los dos casos.

Y, de este modo, las razones que tenía Halvorsen para terminar con su existencia dejaron de existir. Sin faltar a la verdad, podía decir que no era ni un eunuco, ni un afeminado, ni un inútil, ni un anormal... y que no estaba solo.

El descubrimiento fue realizado en esa negación del tiempo durante la cual cerró los ojos para aguardar la masa de mampostería que caía en ese momento sobre su cuerpo. Y el reflejo de reflejos actuó en el preciso instante en que se tocaron sus párpados; saltó de la cama, se precipitó por la ventana cercana y cayó sobre el césped de afuera en el mismo segundo en que el cielo raso y las paredes se encontraban con el suelo en una orgía de fuego.