3

LA cocina de los Bittelman era una vaga zona clandestina para O'Banion, y un apéndice funcional de la pensión para Halvorsen. Para la señorita Schmidt constituía un territorio prohibido que no despertaba demasiado interés; además, casi todos los territorios eran prohibidos para la señorita Schmidt. Sue Martin se encontraba tan a gusto allí como en cualquier otro lado. Entre los tormentos que aquejaban a Mary Haunt, la cocina era un infierno especial. Pero en el mundo de Robin era algo central, mucho más importante que la habitación que compartía con su madre o su cuna. Comía en la cocina. Jugaba allí cuando llovía o hacía demasiado frío. Cuando salía, lo hacía a través de la puerta de la cocina. Era un refugio al cual podía volver con una rodilla lastimada, el estómago vacío, una ola repentina de nostalgia, o esa pasión maníaca que suele asaltar a los niños de tres años. Era un lugar grande, cálido y lleno de amigos.

La más ingeniosa de esas amistades era Bitty, por supuesto. Sin perder su aire huraño, sabía cuál era el momento exacto para darle un buñuelo, contarle un cuento —generalmente acerca de un niño y su hermosa madre— o propinarle una tunda en el trasero. Sam era un amigo, también, aunque su función especial era la de ser un objeto estable al cual encaramarse. En los últimos tiempos, O'Banion se había ganado un nicho especial para él. A Robin siempre le había gustado la tímida pasividad de la señorita Schmidt, pero en cantidades limitadas: era un auditorio fantástico. Trataba a Halvorsen con un respeto alegre, y a Mary Haunt como si no existiera. Había otros personajes allí también, tan reales como los que comían, tenían un empleo y ocupaban habitaciones en otras partes de la casa. En la cocina se encontraban la licuadora y el lavarropas —ladopas, en el lenguaje abreviado de Robin—, la batidora y la cafetera. En resumen, cualquier objeto que tuviera un motor; la presencia o ausencia de motores en las cafeteras es algo que puede ser debatido solamente por aquellas personas que se manejan con prejuicios. Para él, eran todos seres animales, receptivos y volubles, y podía conversar ampliamente con ellos. Les mostraba sus juguetes y les contaba las novedades del día, los saludaba y se despedía de ellos: hola y buenos días, qué pasa y feliz cumpleaños.

Además de todos estos personajes, estaban Boff y Gogie, quienes, a pesar de no estar confinados a la cocina, se encontraban a menudo en ese lugar. Pero ese domingo oscuro, en el cual el cielo lloraba y Halvorsen luchaba con sus demonios privados, no estaban.

—¡Dora! Boff y Googie se fueron a pasear —le informó Robin a la licuadora eléctrica.

Su nombre, Dora, idéntico en el vocabulario de Robin a un nombre femenino, era simplemente una prueba más de la personalidad real que le asignaba a la licuadora. Se apoderó de un banco de cocina y lo transportó con bastante esfuerzo hasta la mesada; luego lo depositó en el suelo y se subió sobre él. Inclinó la licuadora hacia atrás y giró la perilla de control. La máquina comenzó a zumbar suavemente. Bitty guardaba las cuchillas en un cajón fuera del alcance de Robin y le dejaba jugar con la inofensiva máquina todo lo que quisiera.

—Así ta bien, Dora —canturreó—. Come tu amuerzo. ¡Eh, Ladopas! —dijo al lavarropas—: Dora ta comiendo todo su amuerzo, voy darle un minuelo, es un buen nenito.

Giraba la perilla de control en un sentido y en otro, y la máquina aullaba dócilmente. Movió el plato giratorio, apagó el motor, se detuvo a escuchar el chasquido de los cojinetes dentro del plato y encendió el motor de nuevo.

De repente, impulsado por algún sexto sentido, se volvió y vio a O'Banion en la puerta.

—Bue día, Tonio —dijo, sonriente—. ¿Salimos paseo ahora?

—Hoy no. Llueve —respondió O'Banion—. Y además se dice “buenas tardes” a esta hora. —Se acercó hasta la mesa—. ¿Qué estás haciendo, pequeño?

—Dora tá comiendo su amuerzo.

—¿Tu madre duerme todavía?

—Sí.

O'Banion se quedó observando la total preocupación del niño por la máquina. ¿Cómo diablos lo hiciste, pequeño pillo?, se preguntó en silencio.

Esa pregunta fue lo único que pudo expresar acerca de la amistad extrañamente gratificante que había florecido entre Robin y él. Nunca le había gustado un chico antes en su vida, y si vamos al caso, tampoco había aborrecido a ninguno. Simplemente no había tenido contacto con ellos antes; su única hermana era mayor que él, y desde su propia infancia había alternado con personas de su misma edad.

Un día, Robin lo había arrinconado y había exigido saber su nombre.

—Tony O'Banion —había gruñido a regañadientes.

—¿Tonio?

—Tony O'Banion —le había corregido con precisión al niño.

—Tonio —había reafirmado Robin, y desde ese momento ese fue su nombre inalterable.

Extrañamente, a O'Banion le había llegado a gustar. Cuando un Carnaval Infantil, una especie de parque de diversiones en miniatura, se instaló en las afueras de la ciudad, en una zona que O'Banion visitaba para manejar unos asuntos de tierras para su empresa, éste se sorprendía pensando en Robin cada vez que veía el Carnaval, y en el lugar cada vez que veía al niño. De modo que un domingo caluroso se sorprendió a sí mismo y a todos los demás personajes involucrados cuando le preguntó a Sue Martin si podía llevar al chico al Carnaval. Ella lo miró seriamente por unos instantes.

—¿Por qué? —le preguntó.

—Me parece que le va a gustar.

—Bueno, gracias —le había dicho calurosamente—, creo que es una idea fantástica.

Y Robin había ido con él al Carnaval.

Habían vuelto a ir ya varias veces, sobre todo los domingos, cuando Sue Martin se tomaba su única siesta —especial y lujosa— en toda la semana, y también un par de veces durante la semana, cuando O'Banion tenía asuntos en las afueras y podía pasar a buscar al niño al salir de la oficina, depositándolo nuevamente en su hogar antes de volver al trabajo. Y después, para variar, un paseo al campo; el primero en la vida de Robin, a orillas de un arroyo. Vieron renacuajos de ojos perlados, mojarritas refulgentes y un monstruo minúsculo pero aterrador que luego pudo identificar como una crisálida de libélula. Robin preguntó tantas cosas, que al día siguiente O'Banion tuvo que ir a la librería a comprarse un libro sobre pájaros y otro sobre flora silvestre.

A veces se preguntaba: ¿Por qué? ¿Cuál era la satisfacción que obtenía? Las respuestas no eran ni incómodas ni evasivas. Quizá lo más importante era el descanso. Por primera vez podía entrar en contacto con otro ser humano sin tener que prestar esa tensa y vigilante atención que le exigían las preguntas tales como “¿Dónde fuiste a la escuela?” y “¿Quiénes son tus padres?” Quizás era ese calor amistoso que irradiaba de un rostro pequeño, pero tan conmovedoramente parecido a aquel otro..., que solía interponerse entre sus ojos y su trabajo de vez en cuando, y que se mostraba tan cerrado y controlado cuando lo enfrentaba personalmente.

Estuvo aquel domingo en el cual Sue Martin, luego de haber dado su permiso para una de las consabidas excursiones, había dicho de repente:

—No tengo nada demasiado importante que hacer hoy a la tarde. Esas aventuras suyas, ¿son para hombres solamente?

—Sí —le había respondido de inmediato—, lo son.

Para que aprendiera. Pero no había parecido ser una gran victoria, ni ella se mostró demasiado derrotada cuando encogió los hombros, sonriente.

—Avíseme cuando sean mixtas.

Después de eso tampoco planteó objeciones a los paseos campestres, lo que hubiera permitido a O'Banion sentirse complacido con el resentimiento que hubiera tenido hacia ella. Se encontró deseando recibir la pregunta de nuevo, pero sabía que no la haría nunca. Y si él la invitaba y ella lo rechazaba... No podía soportar ni siquiera la idea. A veces pensaba que todo el asunto de entretener al niño era algo que hacía para impresionar a la madre. Había alcanzado a oír un comentario de Mary Haunt a la señorita Schmidt en ese sentido, y se había jurado furiosamente abandonar todo. Su resolución duró seis horas, es decir, hasta que Robin le preguntó adonde irían a pasear.

Mientras todo fuera una cosa simple entre él y el niño, no necesitaba de excusas ni explicaciones. Pero cuando lo ubicaba dentro de cualquier contexto, se transformaba en un asunto confuso que le provocaba gran incertidumbre. Por lo tanto evitaba analizarlo, y se limitaba a preguntarse, con aire académico y admirado, “¿Cómo lo hiciste, pequeño pillo?”, mientras contemplaba el animado diálogo entre Robin y la licuadora eléctrica.

Le acarició los cabellos a Robin y se dirigió hacia la estufa, donde levantó la cafetera y la sacudió para ver si tenía algo adentro. Estaba casi llena, así que prendió una hornalla y la apoyó encima.

—¿Qué hace Tonio? ¿Caienta café?

—Así es, muchacho.

—Ta bien —dijo Robin, como si le otorgara permiso—. Boff no toma café, Tonio —le confió—. Él no hace eso.

—¿Así que no toma café, eh? —O'Banion levantó la vista y miró a su alrededor—. ¿Está aquí Boff?

—No —respondió Robin—, no ta.

—¿A dónde fue? ¿Salió con los Bittelman?

—Sí. —La cafetera gruñó, y Robin agregó—: Hola, Cafetera.

En ese momento entró Halvorsen; se detuvo como un ciego en vano de la puerta. O'Banion levantó la cabeza para saludarlo, lo vio y dijo “Dios mío” en voz baja, mientras cruzaba la habitación.

—¿Se siente bien, Halvorsen?

Halvorsen lo miró con los ojos todavía ciegos, sin verlo, orientándose por el sonido de su voz. O'Banion pudo ver que la visión volvía lentamente a surgir en las pupilas del hombre, como una escena de película que se aclaraba gradualmente.

—¿Qué? —dijo.

Tenía el rostro húmedo por la lluvia y pálido como la panza de un pescado, y estaba encogido como si cargara un gran peso sobre sus espaldas. Levantaba la cara para mirar las cosas en vez de alzar la cabeza.

—Será mejor que se siente —dijo O'Banion, admitiendo que su solicitud y preocupación por las tribulaciones del otro estaban motivadas por un sentimiento puramente egoísta: el de no querer verse frente a la necesidad de levantarlo si se cayera al suelo. Sin embargo, cuando Halvorsen se dirigió hacia el comedor diario con sus sillas de madera, O'Banion manoteó la solapa de su chaqueta—. Déme eso —dijo—: está empapado.

—No, no —dijo Halvorsen.

Pero dejó que O'Banion le sacara la chaqueta o, mejor dicho, la dejó en sus manos mientras seguía caminando. O'Banion buscó donde colgarla, y la dejó sobre el gancho que sostenía las escobas. Se volvió hacia Halvorsen, quien acababa de desplomarse en una de las sillas.

Nuevamente Halvorsen efectuó la lenta transición entre la ceguera y la visión, entre el aislamiento y la conciencia de lo que lo rodeaba. Realizó un enorme esfuerzo interno, y logró decir algo.

—¿Está lista la cena?

—Tenemos que arreglárnoslas solos —contestó O'Banion—. Bitty y Sam se han tomado su franco mensual para visitar los lugares de esparcimiento.

—Pacimiento —dijo Robin, sin mirarlo.

Controlando su voz y su rostro con cuidado, O'Banion prosiguió hablando.

—Tenemos permiso para saquear el refrigerador. Lo único que no debemos tocar es la pata de cordero; es para mañana. —Señaló a Robin con la cabeza—. No se pierde una —agregó, y al fin dejó que una sonrisa amplia le invadiera el rostro.

—No tengo hambre —dijo Halvorsen.

—Estoy calentando café.

—Qué bien.

O'Banion apoyó un posaplatos de amianto sobre la mesa y fue a buscar la cafetera. Cuando volvió traía una taza y un platito consigo. Los puso sobre la mesa y se sentó. El azúcar ya estaba sobre el mantel, y las cucharas estaban dentro de un jarro, con los mangos hacia abajo, al estilo campestre. Se sirvió, agregó azúcar y revolvió con la cuchara. Miró hacia Halvorsen y vio algo en ese reservado rostro acerca de lo cual había leído varias veces, pero nunca había visto personalmente: el hombre tenía los labios azules. Solamente en ese momento se le ocurrió traer una taza para Halvorsen. La fue a buscar, y trajo además el jarro de leche, por las dudas. Lo puso sobre la mesa, vaciló y sirvió una segunda taza. Agregó una cuchara, y con una repentina timidez empujó la taza y el jarro de leche hacia el otro hombre.

—Eh —avisó.

—¿Qué? —dijo Halvorsen con el mismo tono muerto y chato que antes—. ¡Oh, oh! Gracias, O'Banion, gracias; discúlpeme. —De repente se rió con fuerza, pero sin alegría. Se tapó los ojos—. ¿Qué es lo qué me pasa? —dijo con un quejido.

Era una pregunta que ninguno de los dos podía contestar, así que se quedaron tomando el café incómodamente. Un hombre que no sabía sincerarse con nadie, y otro que nunca se había hecho cargo de los problemas ajenos.

En esta escena irrumpió Mary Haunt. Tenía puesta una salida de cama de color amarillo chillón y llevaba una revista doblada debajo del brazo. Echó una mirada rápida alrededor de ella e hizo una mueca de desprecio.

—Parece un bar de estación —gruñó, y se fue.

La ira que invadió a O'Banion en ese momento fue un alivio; casi sintió agradecimiento hacia la muchacha.

—Uno de estos días alguien va a agarrar a esa chiquilina del cuello y le va a enseñar lo que es bueno —bufó.

Halvorsen también pudo encontrar una voz para hablar, y probablemente se sentía igualmente agradecido por el cambio de ambiente.

—No va a durar —dijo.

—¿Qué quiere decir?

—Quiero decir que no va a poder seguir siendo así por mucho tiempo —dijo Halvorsen, pensativo; hizo una pausa y cerró los ojos.

O'Banion podía ver como salía lentamente de su pantano personal, paso a paso, hacia tierra firme, donde podría contemplar con familiaridad el mundo real nuevamente. Cuando abrió los ojos de nuevo, miró a O'Banion con una extraña sonrisa.

—Gracias por el café, O'Banion —dijo, como dentro de un paréntesis, y luego retomó el hilo de su explicación—. Esa chica está esperando La Gran Ocasión. Cree que es lo que se merece, y que vendrá sólo con esperarla. Y lo cree en serio. Habrá oído hablar de las colegialas que se quedan sentadas en las mesas de las confiterías esperando que las descubra un promotor de cine. Es algo inofensivo si se lo hace durante una o dos horas al día. Pero Mary Haunt lo hace durante todos y cada uno de los minutos que pasa fuera de esta casa. Ninguno de los que estamos aquí podemos ayudarla, así que nos trata como si fuéramos objetos inútiles. Pero debería verla cuando está en la estación.

—¿Qué estación?

—Copia libretos en la estación de radio —dijo Halvorsen—. Por lo que pude oír, no es demasiado buena, pero como no le pagan demasiado, nadie protesta. Pero para ella la estación de radio es la orilla del mundo al cual quiere llegar. Empieza allí, y sigue con la TV y el cine. Le apuesto lo que quiera a que tiene la escena ensayada hasta el último detalle. Un gran productor o director que aparece por allí y pasa por la estación de radio para visitar a alguien, y ¡zas! nuestra Mary es una estrellita lanzada hacia la cumbre.

—Sería mejor que aprendiera algunos modales —refunfuñó O'Banion.

—Ah, pero los tiene cuando piensa que le van a servir de algo.

—¿Por qué no los usa con usted, por ejemplo?

—¿Conmigo?

—Por supuesto. ¿Usted no ayuda a la gente a conseguir mejores empleos, o algo así?

—Yo entrevisto a un montón de gente, distintos tipos de gente —dijo Halvorsen—, pero tienen una cosa en común: no están seguros de qué es lo que quieren hacer, qué es lo que quieren ser. —Apuntó con la cuchara hacia la puerta—. Ella sí lo está. Puede que esté equivocada, pero está segura.

—Bueno, ¿y qué hay de Sue Martin? —dijo O'Banion. Insistió en el tema rápidamente, casi sin pensarlo; tenía la vaga sensación de que si no lo hacía, Halvorsen volvería a sumergirse en ese incómodo e introspectivo silencio—. Seguramente hay mucho acerca de la farándula que Mary Haunt podría aprender de ella.

Algo parecido a una sonrisa se dibujó en el rostro de Halvorsen mientras se servía café.

—La señora Martin es una anfitriona de cabaret —dijo—, y en la opinión de Mary Haunt los cabarets son tugurios.

O'Banion se sonrojó violentamente y al mismo tiempo se maldijo por haberlo hecho.

—Pero si ésa... no tiene educación, ni... ni... cómo se atreve a despreciar a... ¡quiero decir, es muy poca cosa! —se dio cuenta de que estaba balbuceando bajo la mirada directa y neutra de los ojos oscuros de Halvorsen, y trató de finalizar diciendo algo que no fuera totalmente traído de los pelos—: Una noche, hace un par de meses, la señora Martin y yo la vimos tener un ataque de histeria por alguna cosa insignificante... ¡Ah!, era que la señorita Schmidt tenía una revista que ella quería... bueno, lo importante fue que después del incidente, la señora Martin dijo algo acerca de Mary Haunt que podría haber sido un cumplido. Al menos podría ser así para alguna gente. No se me ocurre que Mary Haunt haya hecho algo similar por ella.

—¿Qué fue lo que dijo la señora Martin?

—Oh, que cualquiera que se interpusiera entre Mary Haunt y lo que ella quería, iba a verse perforado por un orificio del tamaño de Mary Haunt.

—No era un cumplido —dijo Halvorsen de inmediato—. La señora Martin sabe tan bien como usted o yo qué es lo que se interpone entre Mary Haunt y su Gran Ocasión.

—¿Y qué es?

—La propia Mary Haunt.

O'Banion lo pensó durante un instante, y luego rió.

—Un orificio de su propio tamaño no dejaría demasiado en pie —miró a Halvorsen—. ¿Sabe? Usted tiene dotes de psicólogo.

—¿Yo? —dijo Halvorsen, genuinamente sorprendido.

En ese momento Robin, que había estado murmurando confidencias a la licuadora, la apagó y miró hacia arriba.

—¡Boff! —gritó con júbilo—. ¡Hola, Boff! —dijo, observando algo que se acercaba a él, girando un poco para seguirlo con la vista hasta que se hubiera instalado sobre los estantes encima de la mesa—. ¿Qué tás haciendo, Boff? ¿Viniste cenar? —luego rió, como si hubiera pensado en algo agradable y muy cómico.

—Pensé que Boff estaba afuera con los Bittelman, Robin —dijo O'Banion.

—No, sescondió —dijo Robin, y rió a carcajadas—. Boff ta aquí. Golvió.

Halvorsen observaba la escena con una sonrisa confundida.

—¿Quién diablos es Boff? —preguntó a O'Banion.

—Un compañero de juegos imaginario —dijo O'Banion sabíamente—. Ya me he acostumbrado ahora, pero le aseguro que al comienzo me daba escalofríos. Muchos niños los tienen. Mi hermana tenía una amiguita imaginaria. Al menos eso dice mi madre; mi hermana no se acuerda ya. Era una niña llamada Ginny que vivía en la despensa. Uno se ríe de este “Boff” y de la otra, se llama Googie, hasta que lo ve a Robin abriéndoles la puerta para que entren, o negándose a salir a jugar hasta que hayan bajado. Y no bromea. Es un buen chico la mayor parte del tiempo, Halvorsen, pero hay cosas que lo pueden hacer estallar como un frasco de nitroglicerina. Una de esas cosas es tratar de negar la existencia real de Boff y Googie. Lo sé por propia experiencia: intenté hacerlo una vez y me llevó medio día y seis vueltas en la calesita calmarlo. Y seis vueltas para Boff y Googie también —enfatizó con el dedo.

Halvorsen miró al niño nuevamente.

—Qué cosa, ¿eh? —sacudió la cabeza suavemente—. ¿Y eso... este... es normal?

—Compré un libro —dijo O'Banion, e inexplicablemente sintió que se sonrojaba de nuevo— y dice que es normal, en tanto y en cuanto el niño tenga un buen contacto con la realidad. Y eso nadie lo puede dudar en el caso de Robin. Es un asunto que se supera con la edad; no hay por qué preocuparse.

En ese momento Robin levantó la mirada hacia el estante, como escuchando un sonido.

—Ta bien, Boff —dijo, bajándose de la silla y llevándola hasta su lugar contra la pared—. Tonio, Boff quere ver autos. ¿Vamos? ¿Sí?

O'Banion se levantó, riendo.

—La voz del amo. Compré el número especial de Mecánica Popular que trae todos los modelos de automóviles de este año, y Boff y Robin están encantados.

—Ah, ¿sí? —Halvorsen sonrió—. ¿Qué es lo que les gusta este año?

—Los autos rojos. Vamos, Robin. Hasta luego, Halvorsen.

—Hasta luego.

Robin corrió hasta O'Banion, vaciló cerca de la puerta y gritó:

—¡Vamos, Boff! —y agitó la mano violentamente en dirección a Halvorsen—: Hasta luego, Borse.

Halvorsen lo saludó también, y se fueron.

El viejo permaneció un instante con la mano levantada. La presencia del otro hombre y el niño había sido una distracción que lo alejaba de su explosión interna y las ondas que propagaba. Ahora que se habían ido, no podía permitirse sucumbir bajo el peso de la bala que se aproximaba, los cuerpos húmedos y ese “¿Por qué me quiero morir?” que lo perseguía. Se sintió suspendido por un momento, inmóvil, entre la preocupación y el esparcimiento. Se le ocurrió seguir a O'Banion hasta la sala. Pensó en volver hacia su pánico, enfrentarlo, combatirlo. Pero aún no estaba listo para combatirlo, y no quería huir... pero no podía quedarse así. Era como tratar de no respirar. Cualquiera puede hacerlo, pero no por mucho tiempo.

—¿Señor Halvorsen?

Con pasos y voz suaves, la señorita Schmidt ingresó en la cocina, mirando tímidamente alrededor de ella para estar segura de que no molestaba. Halvorsen tuvo ganas de abrazarla.

—¡Pase, pase! —dijo amablemente.

La pálida sonrisa se iluminó como una brasa al viento.

—Buenas tardes, señor Halvorsen. Estaba buscando, es decir, preguntaba, usted sabe, si había vuelto el señor Bittelman, y pensé quizás que... —se humedeció los labios y aparentemente pensó que valía la pena hacer otro intento—. Quisiera verlo para, quiero decir, preguntarle si... acerca de algo —exhaló, respiró hondo y hubiera seguido del mismo modo si Halvorsen no la hubiera interrumpido.

—No, no volvieron todavía. La verdad es que les tocó un día espantoso para salir a divertirse.

—Eso no parece preocuparles a los Bittelman. Cada cuatro semanas, como un reloj... —de repente, emitió un pequeño y suave balido de risa—. Claro, no quise decir como un reloj en serio, señor Halvorsen; cada cuatro semanas, quiero decir.

Él rió educadamente, por ella.

—La entiendo perfectamente. —Vio cómo su mirada bajaba hasta sus manos agitadas, y adivinó que su próximo movimiento sería hacia la puerta. Sintió que no podría aguantar quedarse solo, y menos en ese preciso momento—. Este... ¿no le gustaría una taza de té, o algo? Un emparedado. Justamente iba a... —se levantó.

El rostro de la señorita Schmidt se puso de un color rosado y sonrió nuevamente.

—Bueno, yo...

Se oyó un ruido corto y siseante en la puerta, un pequeño resoplido iracundo. Allí estaba Mary Haunt, mirándolos fijamente.

—No, no, gracias —dijo la señorita Schmidt en voz baja—, sería mejor que yo, quiero decir, me voy, y... solamente quería saber si el señor Bittelman había...

Se apagó por completo y se dirigió con la cabeza gacha hacia la puerta. Mary Haunt giró los hombros, pero no movió los pies para dejarla pasar. La señorita Schmidt se deslizó por el hueco y escapó.

Halvorsen permaneció de pie, sintiéndose enojado y tonto a la vez. Sus últimas palabras resonaron en su cabeza: “Un emparedado. Justamente iba a...”, y dejó que lo empujaran hasta el otro extremo de la cocina. Estaba furioso, pero... ¿por qué? No había pasado nada. No, en realidad había pasado mucho. Le hubiera gustado contraatacar y fulminar a Mary por perseguir a un pobre conejo indefenso como la señorita Schmidt; pero ¿qué había hecho en realidad? No lo podría decir con absoluta sinceridad... ¡Si no le dijo una sola palabra!

Se sintió impotente, castrado; la imagen del frágil cañón apareció por un instante delante de sus ojos, impactándolo con fuerza. Temblaba, pero se serenó, agudamente consciente de! par de ojos brillantes e iracundos que lo observaban desde la puerta. Revolvió la panera y sacó medio pan casero, ese magnífico pan que hacía Bitty. Descolgó la tabla y el cuchillo para cortar el pan, y comenzó a serruchar. Oyó un ruido seco detrás de él: Mary Haunt había tirado su revista sobre la mesa, al lado de la cafetera, y Halvorsen notó que estaba justo detrás de él, mirando por sobre su hombro. De haber dicho ella una sola palabra, hubiera tenido que soportar una explosión de ira fuera de toda proporción. Pero no dijo nada; se limitó a observarlo. Terminó de cortar la primera rodaja y comenzó a serruchar otra. Casi se dio vuelta para encarar a su observadora, pero se contuvo, razón por la cual el cuchillo se hundió en la primera articulación de su dedo pulgar. Cerró los ojos, terminó de cortar el pan y se dirigió a la heladera. La abrió y se inclinó hacia los estantes, sosteniéndose el dedo cortado con la otra mano.

—¿Qué está haciendo? —dijo la chica.

—¿Qué le parece? —gruñó. La herida empezaba a dolerle.

—No puedo adivinarlo —dijo Mary Haunt.

Fue hasta la tabla de cortar, levantó el cuchillo y lo utilizó para tirar el pan cortado a la pileta.

—¡Qué diablos...!

—Será mejor que apoye esa herida contra el congelador por un instante —dijo Mary Haunt con calma. Puso una mano sobre el pan, y con un movimiento prolijo le aparejó la punta—. Siéntese —dijo, mientras Halvorsen se llenaba los pulmones para emitir un rugido de indignación—. Si hay algo que odio es ver un inepto dando vueltas con la comida.

Una, dos, tres, cuatro parejas rodajas cayeron sobre la tabla mientras hablaba. Cuando Halvorsen estaba por lanzar un aullido de oso herido, lo interrumpió de nuevo:

—¿Quiere un emparedado o no? Entonces siéntese allí y no estorbe.

La miró, atónito. ¿Le estaría haciendo un favor? ¿Mary Haunt, haciéndole un favor a alguien?

No tuvo más remedio que obedecerla. Apoyó la herida contra el congelador. Se sintió mejor. Retiró la mano justo a tiempo, cuando ella se acercaba a la heladera. La esquivó y fue hasta la mesa. Se sentó a observarla.

Valía la pena mirarla. Sus manos pálidas y excesivamente cuidadas volaban. Sacó mayonesa, queso de nata, un plato de fiambre, perejil y rabanitos. Con un solo y rápido movimiento colocó una pequeña sartén y una olla sobre el fuego y encendió las hornallas. Esparció un par de fetas de tocino en la sartén, y dos cucharadas de agua y la mitad del líquido de un jarro de alcaparras en la olla. Agregó especias “a ojo”: una pizca, un poco de aderezo de pollo, orégano y sal de ajo. La olla empezó a sisear, y de repente la cocina olió como el comedor del paraíso. Retiró la olla, echó el contenido en una fuente, agregó el queso y la mayonesa y lo puso en la batidora eléctrica. Dio vuelta el tocino, puso dos rodajas de pan en la tostadora y comenzó a picar los rabanitos.

Halvorsen sacudió la cabeza con incredulidad y masculló una exclamación. La chica lo favoreció con una mirada tal de desprecio que bajó los ojos. Su mirada se posó sobre la revista que había traído. Se llamaba Día Familiar, y era una publicación hogareña de una cadena de supermercados, sin relación alguna con el mundo del cine.

El tocino salió chisporroteando de la sartén. Mary lo colocó sobre una toalla de papel y lo trituró en la fuente donde trabajaba la batidora. Como si hubiera algún coreógrafo de cocina dirigiendo la tarea, las tostadas saltaron de la tostadora en el momento en que la mano de Mary Haunt se extendía a recogerlas. Introdujo las dos rodajas restantes en el aparato y volvió a ocuparse de los rabanitos. Un instante después apagó la batidora, untó las tostadas con el contenido de la fuente, y colocó encima los trozos de fiambre que había cortado en tiras de diverso tipo, de manera que formaban un atractivo trenzado. Ni bien hubo terminado con los dos primeros, la segunda tanda saltó de la tostadora. Era un proceso continuo, en el cual se fundían todas las cosas distintas que hacía; algo así como una partitura musical o un paisaje visto desde la ventanilla de un tren.

Hizo una maniobra rápida con el cuchillo y depositó lo obtenido sobre dos platos: eran pequeños bocados dispuestos en forma de estrella, con una pieza en el medio que asemejaba un capullo de rosa. Los rabanitos, preparados con pétalos curvados y anidados en un hato de perejil, mostraban sus tallos agrupados por algún nudo artero. La función completa había demorado apenas unos seis minutos.

—Puede hacerse el café solo —finalizó.

Halvorsen se acercó y levantó uno de los platos.

—¡Pero si esto es... es...! Bueno, ¡muchas gracias! —levantó la vista y la miró, sonriente—. Vamos, sentémonos.

—¿Con usted?

Ella se acercó a la mesa, llevando el otro plato, y recogió la revista como si fuera un secreto terrible. Fue hasta la puerta.

—Puede lavar las cosas usted mismo —dijo—; y si se le ocurre contarle esto a alguien alguna vez... la va a pasar muy mal.

La miró irse, atontado. Sin pensar, levantó uno de los bocados y lo mordió. Por un instante se olvidó de su sorpresa, tan delicioso estaba. Se sentó lentamente, y por primera vez desde el momento en que se le había ocurrido comparar las guitarras con los violines frente a la casa de empeños, se entregó totalmente a sus sentidos e hizo caso omiso de sus tribulaciones.

Comió sus emparedados con lentitud y regocijo, dejando que lo colmaran uno a uno.

EXTRACTO DEL [LIBRO DE BITÁCORA] DE LA EXPEDICIÓN INVESTIGADORA:

Estoy tan [cansado-irritado] que casi no puedo [escribir]. Como si este tipo de investigación no fuera arduo de por sí en el mejor de los casos —y éste no es uno de ellos— y con el mejor instrumental —que [nosotros] no tenemos— tengo la desgracia de estar [acompañado] por un [compañero de equipo] cuyo entusiasmo es insuperable y que está imbuido de una cualidad que solamente puede [describirse] como [testarudez-obcecación]. [Smith] está bien intencionado, por supuesto, pero el universo está lleno de [individuos] bien intencionados que lo único que han logrado es quedar como unos [¿?]s.

Durante el transcurso de todo el enervante y tedioso proceso de re[cargar] el [cuasco], [Smith] sostuvo que la observación puramente objetiva no [nos] reportaría ningún resultado, y sería un proceso [interminable]. Según [Smith], ya tenía[mos] suficientes datos como para aplicar un estímulo exterior sobre estos ejemplares, y de ese modo determinar de una vez por todas si el Reflejo Beta sub Dieciséis existía entre ellos. Por supuesto, objeté que era contrario a [nuestros] más caros [principios éticos] recurrir a la aplicación de [la fuerza] contra una especie extraña. [Smith] insistió en que no sería [forzarlos] realmente, sino simplemente [magnificar-amplificar-aumentar la eficiencia de] las características que ya poseían. [Le] señalé que, aun en el caso de tener éxito, solamente podría[mos] verificar el resultado final por medio de pruebas que seguramente liquidarían a uno o más de los ejemplares. [Smith] dijo que estaba dispuesto a ocuparse de ese problema cuando se presentara, no antes. [Le] expliqué que para proveer los estímulos necesarios tendría[mos] que modificar los [circuitos] no sólo del [cuisco], sino también de ese [¿?] ineficiente y pre[histórico] aparato, el [cuasco]. [Smith] estuvo de acuerdo inmediatamente, así que, mientras [yo] seguía exponiendo [mis] argumentos, comenzó a modificar los [circuitos]. [Yo] exponía y [él] trabajaba, y cuando [hube] llegado a una conclusión, ya casi había terminado. Al final [me] encontré ayudándo[lo] en los [toques] finales.

Olvidé preguntarle a [Smith] qué pensaba hacer si alguno de los ejemplares llegara a descubrir[nos]. ¿Matarlo? ¿Matarlos a todos? No me [sorprendería]. [Smith] es uno de esos [individuos] capaces de [matar] a la [madre] en nombre de la libertad del investigador.