7

DURANTE la Prohibición había sido un restaurante de una categoría mejor que “bueno” pero sin llegar a “exclusivo”; el pueblo era demasiado chico en ese momento como para brindar un sitio exclusivo. Ahora era un bar también, y aunque había algunas paredes recubiertas con mármol de imitación del de Carrara y luz difusa, el balcón seguía igual. Todavía tenía una verja que lo bordeaba por completo y que lucía como una cerca de jardín que se hubiera ganado el cielo. Arriba había un pequeño bar, y uno podía permanecer toda la noche allí, mirando lo que ocurría abajo sin ser visto. Eso era justamente lo que estaba haciendo Tony O'Banion, y lo hacía porque tenía ganas de tomar algo, porque nunca había estado en el club antes, porque quería ver qué clase de lugar era y qué era lo que hacía Sue Martin ahí.

Todas esas razones eran superficiales; pero si intentaba indagar sus motivos se sentiría perdido. En su fuero interno había cosas en las cuales creía, que versaban sobre la gente como uno, la educación, la crianza y la sangre. Alrededor de él se encontraba el bar, tan real como las cosas en las cuales creía. Por qué estaba aquí, por qué quería tomar algo justamente ahora, por qué quería conocer ese lugar y lo que ocurría en él: ése era el puente entre una realidad y la otra; y era un puente bastante nebuloso y desconcertante. Siguió tomando, mientras esperaba verla aparecer por la pequeña puerta al lado de la orquesta. Cuando apareció, la miró ir hasta el piano y ayudar al pianista, un joven desaliñado que ordenaba y volvía a ordenar sus hojas de música. Sin dejar de tomar, la observó mientras fue hasta la caja y comenzó a ocuparse de un registro y un montón de cheques. Desapareció detrás de la puerta vaivén de la cocina, y él siguió tomando. Tomó mientras ella salía conversando con un individuo atildado vestido de smoking, y dio un respingo cuando se rieron.

Finalmente, las luces se atenuaron, y el hombre atildado la presentó. Se puso a cantar con una voz llena y agradable. El tema era algo acerca del muchacho de la cuadra, y alguien tocaba un acordeón que desafinaba un poco —pero muy poco— con el piano. Después el piano tocó solo, y el hombre la acompañó con la voz en la última parte. Luego se prendieron las luces, y ella le pidió al público que se quedara para ver el espectáculo principal a las diez de la noche. El acordeón y el piano comenzaron a tocar música bailable. Era todo bastante poco atractivo, y Tony se preguntó por qué había decidido quedarse. Sin embargo, no se fue.

—Mozo, tráigame otro —dijo.

—Traiga dos —dijo una voz detrás de él. Tony se dio vuelta—. Era hora de que alguien te convidara con un trago, ¿no es cierto? —dijo Sam Bittelman, sentándose.

—¡Sam! ¡Qué bien! Siéntate. Bueno, ya veo que lo has hecho. —Tony rió, incómodo.

Tenía la lengua torpe, y estaba infinitamente agradecido por la presencia del viejo. Se iba a preguntar por qué, pero se acordó de que por el momento había decidido desistir de sus intentos de explicarse las cosas. Iba a preguntarle a Sam qué estaba haciendo en ese lugar, pero se dio cuenta de que él le devolvería la pregunta, y ése era un problema con el cual no tenía demasiadas ganas de enfrentarse por el momento. Corrección: sí, tenía ganas.

—Aquí estoy, gozando de la vida regalada y observando el jolgorio y la alegría de los seres inferiores —dijo abruptamente, haciendo un esfuerzo descomunal por parecer contento.

Pero no lo parecía. Causaba, en cambio, la impresión de ser un engreído, y un engreído mezquino, por añadidura. Sam lo miró seriamente, pero sin aprobar ni desaprobar.

—¿Sabe Sue Martin que estás aquí?

—No.

—Bien —dijo Sam.

El mozo llegó justo a tiempo. El monosílabo de Sam lo había herido en lo profundo; pero a pesar del dolor, era una cosa impersonal, como recibir un golpe de un golfista al levantar el palo.

—¿Por qué no te casas con esa chica? —preguntó Sam tranquilamente, cuando el mozo se fue.

—¿Estás bromeando?

Sam negó con la cabeza. O'Banion lo miró a los ojos y luego desvió la vista. Miró hacia abajo, hacia donde Sue Martin estaba apoyada sobre el piano, hojeando una partitura. ¿Por qué no te casas con esa chica?

—¿Quieres decir... si me acepta? —dijo O'Banion. No era eso lo que sentía, pero al menos era algo para decir. Miró de reojo al rostro de Sam, que seguía esperando la respuesta verdadera—. Y bueno... No sería correcto —dijo.

—¿Correcto? —repitió Sam.

O'Banion es mordisqueó la lengua, con la esperanza de que eso lo despabilara. La corrección... recordaba vividamente las palabras de su madre sobre este tema: «Aparte de los problemas que deberás cuidar de evitarte, Anthony, debes recordar que no solamente es tu derecho, sino también tu deber no realizar un casamiento por debajo de tu condición social. Perros de raza, caballos de raza y humanos de raza, querido; es la alcurnia lo que cuenta». Todo eso estaba muy bien, pero ¿cómo se lo iba a decir ahora a este viejo amable, que obviamente había sido un obrero toda su vida? O'Banion no era un hombre cruel, y era consciente de que un origen humilde no siempre va acompañado por falta de sensibilidad. Por el contrario, algunas de esas personas son muy sensibles. De modo que hizo un esfuerzo genuinamente noble para ser al mismo tiempo veraz y bondadoso.

—Siempre he pensado que sería más conveniente entablar relaciones de este tipo con... este... gente de mi propia condición —dijo.

—¿Que tengan el dinero que tienes tú, quieres decir?

—¡Pero no! —O'Banion estaba sinceramente escandalizado—. Ese ya no es un criterio válido para medir estas cosas, y probablemente nunca lo fue, al menos por sí solo. —Rió con amargura y agregó—. Además, desde que tengo uso de razón no hay dinero en mi familia. Por lo menos desde 1929.

—¿Entonces en qué consiste eso de “tu clase de gente”?

¿Cómo explicarlo? ¿Cómo?

—Es un modo de vida —dijo al fin. Eso le gustó—. Un modo de vida —repitió, y bebió un sorbo. Deseó que Sam no prosiguiera su indagación sobre el asunto. ¿Por qué examinar tanto algo cuando uno está satisfecho del modo en que está?

—¿Por qué estás aquí, muchacho? —preguntó Sam—. Quiero decir, ¿por qué en este pueblo y no en Nueva York, o en alguna otra ciudad?

—Podré aspirar a ser un abogado asociado dentro de un año o dos. Luego me puedo pasar a alguna firma grande como socio joven. Si hubiera ido a una gran ciudad, hubiera demorado el doble en adquirir la misma posición —explicó O'Banion.

Sam asintió con la cabeza.

—Lindo arreglo. Pero, ¿por qué la abogacía? Siempre pensé que era un trabajo bastante duro y aburrido para un hombre joven.

«Por supuesto, actualmente el ejercicio de la abogacía está siendo invadido por toda clase de indeseables», había dicho su madre, «Pero... ¿qué no lo está? A pesar de todo, todavía queda algo que un caballero puede hacer en esa profesión». Sí, pero eso no serviría como explicación. Tendría que profundizar más. Desvió los ojos de la mirada despreocupada pero penetrante de Sam.

—Sí, es duro —respondió—; pero hay un no sé qué en el ejercicio de la abogacía... —se preguntó si el viejo comprendería lo que estaba diciendo—. Mira, Sam, ¿pensaste alguna vez que la ley es lo más grande que se haya ideado jamás? Más que los puentes o los edificios... ya que todas esas cosas están basadas en ella. Y el abogado es parte de la ley, y la ley es parte de todo lo demás: de lo que poseemos, de nuestro modo de gobernarnos, de todo lo que hacemos y usamos. ¿Alguna vez se te ocurrió pensar en eso?

—No podría decirte que sí —dijo Sam—. Dime una cosa: la ley, ¿está terminada?

—¿Terminada?

—Lo que quiero decir es lo siguiente: ¿es sólida esa roca sobre la cual lo demás está construído? ¿No va a cambiar? ¿No cambió mucho para llegar a lo que es ahora?

—¡Por supuesto! Todo cambia mientras está en un período de desarrollo —dijo O'Banion.

—¡Ah! Y ahora ya está desarrollado.

—¿Qué te parece? —preguntó O'Banion con una truculencia repentina.

Sam sonrió con tranquilidad.

—Caramba, muchacho, a mí no me parece nada; yo me limito a preguntar. Estabas hablando de la “gente de tu condición”: ¿piensas que todos ustedes son parte de la ley?

—¡Sí! —dijo O'Banion, y se dio cuenta de inmediato de que Sam no se quedaría contento con tan poco—. Y lo somos en el siguiente sentido —prosiguió con convicción—: a través de toda la historia los hombres han trabajado, han construido y han... poseído. Y entre ellos surgieron unos pocos que nacieron y fueron criados para... para... —tomó otro trago, pero éste, agregado a la suma de todos los demás tragos anteriores, no parecía ayudarlo. Quería decir gobernar y quería decir poseer, pero estaba lo suficientemente lúcido como para comprender que Sam no sabría interpretarlo. Así que intentó explicarlo de otro modo—. Nacidos y criados para vivir de acuerdo con... hum... ese modo de vida del cual hablé antes. Es del interés de esos pocos invertir sus vidas en mantener las cosas como están; en otras palabras, trabajar para salvaguardar la Ley.

Con un gesto que de algún modo no era tan elocuente como hubiera querido, y que además casi le vuelca el vaso, se reclinó en su asiento.

—¿Y la Ley no se contradice de vez en cuando? —preguntó Sam.

—¡Oh, por supuesto! —la imagen incipiente que comenzaba a tener O'Banion de la nobleza de su vocación lo intoxicaba más que cualquier otra cosa—. La naturaleza misma de nuestra jurisprudencia es un proceso de constante refinamiento y purificación. —Excitado, se inclinó hacia adelante—. Mira, las leyes son como sueños, casi como inspiraciones cuando se las piensa por primera vez. Hay algo... hum... sagrado en todo esto, algo que está más allá del mundo de los hombres. Por eso es que cuando el mundo de los hombres entra en contacto con ese más allá, la letra de la interpretación tiene que ser reformulada, en las audiencias o en los libros. Eso es lo que llamarnos “precedentes”; para eso están todos esos libros grandes y polvorientos: para crear y mantener la coherencia dentro del marco de la ley.

—¿Y qué pasa con la justicia? —murmuró Sam, y luego, sin pausa, como si no hubiera sido su intención cambiar de tema, agregó—: No era eso a lo que me refería cuando hablaba de contradicciones, doctor. Estaba hablando de todas las leyes que los hombres han imaginado, por las cuales han vivido y por las cuales se han hecho matar. Una pregunta, doctor: ¿existe aunque sea una sola ley tan justa para los hombres que haya aparecido en todos los países del mundo, presentes y pasados?

O'Banion emitió un sonido de sorpresa. Se le ocurrieron media docena de excelentes ejemplos a la vez, los cuales, sin embargo, se desvanecieron después de un primer examen.

—Porque si no —prosiguió Sam con voz amigable, casi disculpándose—, si no existe tal ley, se podría pensar que cualquier conjunto de leyes que se haya puesto en práctica jamás, incluso aquellos conjuntos que han tenido una vigencia más duradera y que fueron más completos que el que se practica aquí y ahora... más aún, cualquier conjunto que uno se pueda imaginar para el futuro... Bueno, todos se pueden contradecir los unos a los otros en algún momento, y por lo tanto, ¿quién puede decir cuál de esos conjuntos de leyes es el correcto... o el adecuado para ser la base de algo, o para producir un pequeño grupo de hombres capaces de conducir ese... algo?

O'Banion contempló su vaso sin tocarlo. Por un instante terrible se sintió perdido: un abismo caótico se extendía a sus pies, y estaba por precipitarse hacia el fondo. ¡No puede dejarme aquí, viejo!, pensó con terror. Será mejor que digas algo pronto, o... o...

Sintió una especie de presión sobre los oídos, como el de un sonido cuyo tono era demasiado elevado para la audición humana.

—¿Realmente piensas que Sue Martin no es lo suficientemente buena para ti? —le preguntó Sam con voz suave.

—¡No dije eso; eso no fue lo que dije! —espetó O'Banion, ronco de indignación y de miedo, pero también de alivio. Sintió que lo recorría un escalofrío y retrocedió del borde de su abismo personal. Con el rostro encendido miró hacia la cara plácida del viejo—. Dije diferente, demasiado diferente; eso es todo. Lo dije pensando en ella tanto como en...

Por primera vez Sam lo interrumpió sin ambages, como si ya no tuviera paciencia con lo que O'Banion le decía.

—¿Qué es lo que hay de diferente?

—La manera en que uno se educa, ya lo dije. ¿No sabes lo que significa eso? —dijo O'Banion.

—¿Quieres decir que cuanto más se parezca la forma en que se educa una muchacha a la forma en que te educaste tú, mayor es la posibilidad de que sean felices por el resto de sus vidas?

—¿No es obvio? —dijo O'Banion. Se le ocurrió un ejemplo perfecto, y señaló el piano con el dedo—. ¿Escuchaste lo que estaba cantando antes que te sentaras? El muchacho de la cuadra. ¿No entiendes qué es lo que significa, por qué esa canción, esa idea, llega a tanta gente? Todo el mundo entiende eso; tiene el atractivo de aquello que es familiar, cercano... criado del mismo modo, ¡como te digo yo!

—¿Por qué tienes que gritar? —rió Sam—. Bueno, doctor —dijo, serio de repente—. Si vas a pensar coherentemente, como dijiste, creo que podrías imaginarte una crianza más similar que la que se comparte con un vecino...

O'Banion lo miró sin comprender, y el viejo Sam Bittelman terminó la frase con una pregunta:

—¿Eres hijo único, doctor?

O'Banion cerró los ojos y vio delante de él el abismo que lo aguardaba; su instinto de preservación lo hizo volver a abrirlos. Le dolían las manos, y las miró. Lentamente, las desprendió del borde de la mesa a la cual estaban aferradas.

—¿Qué es lo que estás tratando de decirme? —susurró.

—¡Diablos, hijo, yo no podría decirte nada, absolutamente nada! —dijo Sam, con una cara que era la vera efigie del candor—. ¡Vaya, si no sé nada que tú ya no sepas como para decírtelo! No te hice una sola pregunta que no pudieras haberte formulado tú mismo, y las respuestas fueron todas tuyas y no mías. Oye... —respiró hondo—. Será mejor que vengas para casa. No querrás que Sue Martin te vea en el estado en que estás ahora, ¿no?

Ciegamente, Anthony Dunglass O'Banion siguió a Sam hasta la puerta.