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¡MADRE, se quema el pan!

Mary Haunt abrió los ojos para encontrarse con un resplandor increíble y un rugido infernal. Gritó y agitó los brazos ciegamente, como para espantar la visión, y luego recobró los sentidos lo suficiente como para darse cuenta de que todavía estaba sentada en su silla cerca de la ventana, y que la casa estaba en llamas.

De un salto se puso de pie. Con el impulso envió la silla al otro lado de la habitación. Al final chocó con el ropero, y éste, como siempre cuando se lo golpeaba, comenzó lentamente a abrir sus puertas. Pero Mary Haunt no se detuvo a contemplarlo. Golpeó el mosquitero con la palma de la mano, se zafó con facilidad, y aterrizó sobre el piso de afuera casi al mismo tiempo que el mosquitero. Corrió unos metros, y luego, como a la mujer de Lot, la invadió la curiosidad y se detuvo. Fascinada, dio media vuelta sobre sí misma.

Las enormes llamaradas se elevaban hasta veinte o treinta metros, y todas las ventanas vomitaban fuego. Desde la calle podía oír el aullido de las sirenas de los bomberos, el ruido de puertas y ventanas que se abrían y el sonido de pasos que corrían. Pero el ruido más grande era el del fuego, como el soplete de un gigante.

Volvió a mirar hacia su ventana. Podía ver la habitación con toda claridad, la silla volcada, la cama con el cobertor brotado con un sarampión de chispas y ceniza, la puerta abierta de par en par del...

—¡Mi ropa, mi ropa!

Corrió furiosamente hasta la ventana, y se detuvo un momento horrorizada para contemplar el fuego, que corría por el zócalo de la pared interna como una oruga de pesadilla.

—Mi ropa... —susurró.

No ganaba mucho en su empleo, pero cada centavo que le sobraba de sus gastos en casa y comida lo invertía en ropa. Masculló algo, y desde el fondo de su garganta surgió ese gruñido animal que le era característico. Puso ambas manos sobre el marco de la ventana y saltó hacia el centro de la habitación.

Se había preparado para el impacto del calor, pero no para la luz enceguecedora ni para el ruido; eso fue lo peor de todo. Retrocedió ante su embate y se quedó un momento con las manos sobre los ojos, tambaleando bajo su efecto. Apretó los dientes y se dirigió hacia el ropero. Abrió el cajón inferior y vació la ropa cuidadosamente doblada. Debajo de todo había un vestido de algodón, doblado sobre el marco de un cuadro. Lo sacó y lo llevó abrazado hasta la ventana. Se asomó y lo dejó caer con cuidado sobre el césped, y volvió a entrar.

La pared del lado de la puerta comenzó a quebrarse, y de repente comenzó el fuego a brotar allí. La esquina cercana del cielo raso se desplomó en medio de una estruendosa nube de polvo blanco y humo pringoso, y entonces toda la pared se desplomó, pero no hacia ella, sino hacia el otro lado, de manera tal que su habitación incluía ahora una sección del pasillo. Entre el polvo que se asentaba apareció un hombre, bramando incoherentemente y trepando por los escombros. No pudo identificarlo. Por lo visto trataba de avanzar por el pasillo, independientemente de la presencia de ella, y pronto lo vio desaparecer nuevamente entre las llamas.

Volvió trastabillando hasta el ropero. Se sentía enajenada, ebria, desvariante. Quizá se debiese al ambiente desoxigenado, o quizá fuera una reacción de miedo; pero de todos modos tenía algo de maravilloso también. Podía sentir que su rostro se alteraba. Una parte de ella estaba aturdida por lo que estaba haciendo la otra: se estaba riendo. Chocó con el ropero, jadeante, se llenó los pulmones y prorrumpió en una carcajada estruendosa y aguda. Debilitada por la risa, tomó un vestido de noche de raso con una banda plateada, lo sostuvo ante sí y se rió otra vez, acurrucándose sobre el vestido. Luego se enderezó de nuevo, y haciendo una pelota con el vestido lo arrojó con toda su fuerza sobre los escombros del pasillo. Después fue un vestido negro con un bolero; y con una expresión que solamente se podía describir como de alegría en el rostro, lo arrojó tras el vestido de noche. Luego el vestido azul, el de organdí con forro de tafetán, el negro y naranja; cada uno de los vestidos era alzado y arrojado sobre los demás.

—Éste —gruñía entre sus convulsiones de risa—. Éste, y éste, y éste —y cuando el ropero quedó vacío, corrió hasta la cómoda y abrió el cajón de los pañuelos, descubriendo un tesoro de delicadas bufandas, chalinas y pañuelos de seda, de raso, de nailon. Tomó un enorme pañuelo, casi tan liviano como el aire que lo sostenía, y corrió con él hasta la masa llameante de la puerta de la habitación. Giró y se balanceó como una bailarina, agitándolo entre las llamas, y cuando comenzó a arder lo devolvió al cajón de la cómoda, junto a los demás. El cajón empezó a arder también, y ella se reía cada vez más...

De repente algo le mordió las pantorrillas; lanzó un grito y se dio vuelta: el encaje de su negro camisón estaba ardiendo. Se agachó, y tomando la tela, arrancó la parte en llamas. El dolor la había serenado: ahora estaba como perdida y comenzaba a asustarse. Se encaminó hacia la ventana, trastabilló y cayó pesadamente. Cuando se levantó, el humo era como una manta hirviente sobre su cabeza y sus hombros, y no sabía hacia dónde dirigirse. Se arrodilló para observar y encontró la ventana en una dirección inesperada. No bien salió de la habitación, el cielo raso y luego el techo se precipitaron adentro.

Se alejó arrastrándose de la casa, sollozando, y finalmente se puso de rodillas. Apestaba a humo, tenía el cabello chamuscado y todas las hermosas uñas de sus dedos estaban quebradas. Se sentó en cuclillas, mirando la cáscara ardiente de la casa, y lloró como una niña pequeña. Pero cuando sus ojos hinchados se posaron sobre el bulto rectangular que yacía sobre el césped, dejó de llorar, se levantó y fue rengueando a buscarlo. Su vestido de algodón, y el cuadro... Recogió el prolijo paquete, y se alejó con paso cansino hacia las sombras donde la cerca de arbustos se encontraba con el garaje.