13
O'BANION, aturdido, levantó la cabeza de la guarda de su Blackstone y la prolija inscripción que tenía grabada:
Al que roba el ganso de la tierra comunal
la ley lo castiga con rigor sin igual;
¿cómo puede ser que la ley proteja
al que roba la tierra, pero el ganso deja?
Era una copla satírica del siglo XVIII, que O'Banion deploraba. Sin embargo, había sido consignada en el libro por Opdycke, cuando estudiaba abogacía, y los Opdycke eran de muy buena familia; gente de Princeton, claro está, pero eso no hacía mal a nadie.
Todas esas cosas pasaron por su mente mientras emergía de las profundidades del sueño, junto con ciertas preguntas como: “¿Qué le pasa a mi cabeza?”, porque le parecía que el rugido que oía tenía que provenir de sus oídos, pues era demasiado increíble que se originara en otro lado, y... “¿Qué pasa con la luz?”.
Por entonces ya estaba totalmente despierto y de pie, diciendo “¡Dios mío!” en voz alta. Corrió hasta la puerta y la abrió. Una llamarada se dirigió hacia él como si saliera de una manguera, y en una fracción de segundo sintió que sus cejas desaparecían. Gritó y retrocedió trastabillando, pero la llama lo persiguió. Giró y se arrojó por la ventana, cayendo torpemente sobre su estómago, con los puños cerrados sobre el plexo solar. Se clavó los puños con su propio peso y quedó boqueando más de un minuto. Finalmente se levantó sacudiéndose, y corrió hasta la parte delantera de la casa. Ya había una autobomba cerca del bordillo de la acera. También había un coche patrullero de la policía y el habitual grupo de espectadores azorados, que parecen surgir de la tierra en el lugar de un accidente, en cualquier sitio y a cualquier hora. Desde el otro extremo del terreno de los Bittelman se oyó el chillido de neumáticos, y se vio el resplandor de las luces de un taxi que se acercaba casi hasta tocar la barrera policial. La puerta ya estaba abierta y una figura salió despedida, mitad corriendo, mitad impulsada por la brusca frenada.
—¡Sue! —gritó, pero nadie le prestó atención. Todos los demás estaban gritando también—. ¡Miren! ¡Deténganla! ¡Oiga! ¡Eh, usted!
O'Banion retrocedió un poco y puso las manos para amplificar la voz y gritar de nuevo, cuando directamente encima de su cabeza oyó una infantil y alegre vocecilla que decía:
—¡Mamá, corre rápido!
—¡Robin! Así que estás bien... —dijo O'Banion.
Robin estaba sentado encima de la autobomba con un brazo alrededor de la campana, con todo el aspecto de un ángel de Botticelli. Había alguien a su lado... Dios santo, era la señorita Schmidt, desgreñada y con los ojos brillosos, envuelta en un sacón enorme. La señorita Schmidt gritó:
—¡Párenla, párenla, el niño está aquí conmigo!
—Tonio tamién corre rápido, ¿viste? —dijo Robin a la señorita Schmidt.
Ahora todo el mundo le gritaba a O'Banion, pero después de dar cuatro pasos lo único que podía oír era el rugido de las llamas delante de él. Nunca había visto arder una casa así, toda entera, de repente. Subió los escalones de la entrada de un solo salto y apenas tuvo tiempo de girar para tomar la puerta con el hombro. Estaba entreabierta, pero no pudo resistir el impacto. La puerta cayó de plano y, por un enloquecido segundo, O'Banion se vio penetrando un mar de llamas, pues el piso de la sala de entrada estaba ardiendo. En ese momento la punta de la puerta se enganchó en algo, y O'Banion salió despedido. Rodó un par de veces sobre los escombros humeantes y se puso de pie. Parecía una pesadilla especialmente horrible, tan familiar y a la vez tan confusa. Giró sobre sí mismo para orientarse, encontró el pasillo, y comenzó a recorrerlo, llamando a Sue a los gritos.
Vio que una pared se desplomaba sobre él y tuvo que retroceder para evitarla; apenas se hubieron asentado los escombros, continuó avanzando de nuevo. Por encima de los rugidos y estruendos y de sus propios bramidos creyó oír la loca risa de una mujer, en algún lugar de la casa incendiada. A pesar de su estado de histeria, todavía podía razonar: “Esa no es Sue, no es Sue Martin”. Antes de lo esperado, estaba pasando frente a la habitación de Sue Martin. Intentó asirse del marco de la puerta, pero éste se desprendió de sus manos. Chocó con el final del pasillo, y rebotando como un nadador de carreras de posta entró en la habitación.
—¡Sue! ¡Sue! —gritó.
¿Estaba errado, o había oído a alguien decir “Robin... Robin, mi amorcito”? Se puso de rodillas, para poder ver un poco mejor a través del aire menos denso, cerca del piso.
—¡Sue! Oh, Sue...
Yacía semicubierta por los escombros del cielo raso. Apartó los trozos calcinados de ladrillo y tejas, la tomó de los hombros y la sacó de debajo de un montón de yeso que, a Dios gracias, la había protegido un poco.
—¿Sue?
—Robin... —gimió ella.
La sacudió.
—Está bien, está afuera. Yo lo vi.
Sue abrió los ojos y frunció el ceño; no por él sino por lo que decía.
—No, está aquí, en algún lado... —murmuró.
—Yo lo vi, te digo. ¡Vamos! —La obligó a ponerse de pie, y como se resistía, insistió—. Pero si es la verdad... ¿Piensas que yo puedo mentirte? —dijo.
Tony sintió que el cuerpo de Sue cobraba fuerza.
—Te olvidaste de decir “Yo, un O'Banion” —dijo ella, pero a él no le dolió.
Trastabillaron hasta la ventana. Él la empujó por el hueco y saltó detrás de ella. Quedaron tendidos, respirando dolorosas bocanadas de aire puro. O'Banion se puso de pie. La cabeza le daba vueltas y estaba por caer de nuevo, pero apretó las mandíbulas y ayudó a Sue a levantarse.
—¡Estamos demasiado cerca! —gritó, ayudándola a sostenerse.
No habían dado un paso cuando de repente Sue se enderezó y con una fuerza totalmente inesperada e irresistible saltó hacia el muro en llamas, arrastrando a Tony tras de sí. Se tomó de ella para recobrar el equilibrio, y ella lo abrazó con fuerza.
—¡El muro! —gritó Tony, al ver que se combaba hacia ellos.
Sue no dijo nada: solamente lo abrazó con más fuerza aún. Él se podría haber movido con más facilidad si hubiera estado cargado de cadenas y atado a un poste. En ese momento el muro se desplomó sobre ellos, rugiente y en llamas, como si fuera el fin del mundo. Fuera de todo contexto, se le ocurrió en ese momento la forma de resolver uno de los casos jurídicos que tenía pendientes.
Pero en vez de morir, recibió un fuerte golpe en el hombro derecho, y eso fue todo. Abrió los ojos. Todavía estaba abrazado a Sue Martin, y alrededor había un fuego que dibujaba sobre el césped la forma aproximada de la pared de la casa y su techo a dos aguas. Alrededor de sus pies estaba el marco circular del montante del altillo; tenía algo más de un metro de diámetro y los había ensartado como en el tejo.
La mujer se desplomó en sus brazos y Tony la alzó en vilo y la llevó, trastabillando, hasta los oscuros y amistosos bomberos. Pero cuando trataron de tomarla de sus brazos, ella se aferró a él y no lo quiso soltar.
—Déjenme bajar, déjenme bajar —dijo—. Estoy bien. Déjenme bajar.
Así lo hicieron, y se recostó contra O'Banion.
—Estamos bien ahora. Vamos a salir por la calle. No se preocupen por nosotros —dijo Tony.
Los bomberos dudaron, pero cuando Sue y Tony comenzaron a caminar, se sintieron más tranquilos y volvieron a su trabajo. Trabajo de balde, pensó O'Banion. Salvo algunos pilones derruidos y las dos chimeneas, el resto de la casa era un pozo de llamas.
—¿Es verdad que Robin...?
—Shhh. Es verdad. Creo que fue la señorita Schmidt quien logró sacarlo. De todos modos, está sentado sobre la autobomba, gozando de cada instante. Te vio entrar. Le gustó la rapidez con que corres.
—Y tú...
—Yo te vi entrar también. Te grité.
—Y luego me fuiste a buscar —caminaron despacio un par de pasos—. ¿Por qué lo hiciste?
Iba a decir que fue porque Robin estaba bien, claro está, y porque no era necesario que ella... Pero en ese preciso momento sintió un silencioso fogonazo en su interior que iluminó todo lo que había sido y lo que había hecho y lo que habla leído; la gente, los lugares y las ideas. Allí donde había actuado bien, sintió que la corrección de su proceder estaba probada; allí donde se había equivocado, podía ver sus errores con toda su fuerza, aun cuando hubiera justificado su equivocado proceder durante años. Ahora veía de lleno aquello de lo cual el viejo Sam Bittelman casi lo había convencido con sus preguntas.
Había combatido la sugerencia de Sam de que había algo ridículo y contradictorio en la ley y sus pretensiones de inamovilidad. Ahora veía que la ley, tal como la conocía, no estaba siendo atacada de ninguna manera. Mientras los hombres tratara el cuerpo de la ley como un contrafuerte de piedra cimentada en la roca y usada para sostener la civilización, estaban fortificando algo muerto, que sólo serviría para matar aquello que pretendían sostener. Pero si consideraban la civilización como una entidad compleja y cambiante, la ley tendría otra función. Era el estabilizador, el control de algo dinámico y progresivo, sujeto a los castigos y privilegios de la evolución como si fuera un ser viviente.
Toda su concepción de la búsqueda del “precedente” como un proceso de refinamiento de la ley era equivocada. En lugar de eso, era un proceso adaptativo. La insinuación acerca de la inexistencia de una ley común a todas las culturas humanas pasadas y presentes ya no le parecía un insulto a la ley en sí. Todo lo contrario; era un cumplido. Condenar una cultura a leyes inmodificables le parecía ahora un concepto tan ridículo como que el hombre se hubiera negado a abandonar las branquias y las escamas.
Y junto con la revelación acerca de la viabilidad del hombre y sus obras, O'Banion experimentó una profunda modificación en su actitud hacia sí mismo; es decir, si era realmente suya esa actitud. Reconsideró su esforzada preocupación por defender y justificar su sangre y su educación, su puesto de caballero en este mundo. Se le ocurrió que aunque aquí la ley diga que todos los hombres nacieron iguales, y allí que son iguales ante la ley, solamente un idiota total podría insistir en que eran realmente iguales. Por encima de su providencia y de lo que se adjudicaran, los hombres eran solamente aquello que traían en sus mentes y en sus corazones. La sangre real más pura, si engendra un rey débil creará un fracaso; un campesino fuerte puede llegar más alto y tener más éxito, y si aquello que logra realizar es compatible con el bienestar humano, no tiene nada que envidiar a un rey justo.
Por encima de todo, sin embargo, está el hecho de que un hombre bueno no necesita probar su bondad afirmando que proviene de una estirpe de hombres buenos; y asumir los privilegios y las posturas de terrateniente cuando las tierras ya han desaparecido..., no es más que una bufonada. Ya llegará el momento para establecer discriminaciones verticales claras entre los hombres, cuando las diferencias se tornen tan grandes que los más elevados no puedan mezclar su sangre con los más humildes; hasta ese momento, las diferencias serán lo suficientemente sutiles como para ser despreciables. El concepto de “no contraer matrimonio fuera de la propia clase” pertenecía a la mitología, junto con la génesis de hipogrifos y grifos.
Todas estas cosas, y miles más, se desplegaron claramente ante O'Banion en ese instante luminoso, tan repentino que casi no ocupó tiempo, tan brillante que bañó no sólo todos los días de su pasado sino parte de su futuro también, en una luz espectacular. Y todo esto había ocurrido entre un paso y el siguiente, cuando Sue Martin le había dicho: “¿Por qué lo hiciste?”
—Te amo —dijo instantáneamente.
—¿Por qué? —susurró ella.
Él rió jubiloso.
—No importa porqué.
Sue Martin —sí, Sue Martin— comenzó a llorar.