CONCLUSIÓN

Asistimos a la muerte de la República romana. Durante quinientos años la hemos visto dominar la Italia y la región mediterránea y precipitarse a su ruina, no bajo el rudo golpe de derrotas de los bárbaros, sino por el vicio interior de su decadencia política y moral, religiosa y literaria, para dejar el campo a la nueva monarquía. En este mundo romano, tal como César lo encontró, sobrevivían aún muchas cosas veneradas, leyes de los siglos pasados, infinito cúmulo de grandezas y esplendores; pero casi no había alma, y menos aún gusto, y solo se pensaba en los goces de la vida. Este mundo era verdaderamente viejo, y no pudo rejuvenecerlo el genio patriótico de César; y tampoco apareció la aurora hasta que la negra noche hubo invadido por entero con sus sombras aquel inmenso organismo. Con César, sin embargo, los pueblos litorales del Mediterráneo, azotados durante tanto tiempo por los huracanes del Sur, podían esperar una tarde más serena. Del mismo modo, al salir de las largas tinieblas de la historia, brillará la nueva era de los pueblos: rompiendo sus ligaduras, jóvenes naciones se dirigirán a realizar un fin nuevo y más alto, y entre ellas encontraremos más de una en la que habrán germinado las semillas arrojadas por César y que le serán deudoras de su individualidad.