VIII
REGENCIAS DE POMPEYO Y DE CÉSAR
POMPEYO Y CÉSAR COMO REGENTES
Al día siguiente del consulado de César, Pompeyo ocupaba indudablemente, según la opinión pública, el primer lugar entre los jefes demócratas oficialmente reconocidos como dueños de la República, entre los triunviros. A Pompeyo era a quien los optimates llamaban «nuestro dictador». En vano se había prosternado Cicerón en su presencia; sobre él recaían los más acerados sarcasmos de los pasquines pegados por Bíbulo en las paredes y las más envenenadas flechas de los círculos de la oposición. No podía suceder otra cosa. A juzgar por los hechos anteriores, Pompeyo marchaba sin rival a la cabeza de todos los generales del siglo. Respecto de César, orador elocuente y hábil general de partido, lejos de haber adquirido un nombre ilustre como militar, no obstante su indisputable talento, pasaba por un hombre afeminado. Tal era el juicio que de él se tenía tiempo atrás en la ciudad: no podía esperarse razonablemente que los populares importantes llegasen más al fondo de las cosas y cambiasen repentinamente la dirección habitual de sus bajas adulaciones, ante algunas oscuras hazañas realizadas en las orillas del Tajo. En apariencia, César no desempeñaba en la coalición más que un papel de ayudante, a lo sumo bueno para llenar, por cuenta del jefe, tales o cuales misiones confiadas antes a los Flavios, a los Afranios y a mediocres por el estilo, que abortaban con frecuencia en sus manos. Cuando fue elegido procónsul, no pareció que se hubiese verificado ningún cambio. También Afranio había obtenido poco antes el proconsulado de la Galia cisalpina, sin aumentar por esto su importancia. En estos últimos tiempos se habían dado con frecuencia muchas provincias a uno solo, y se habían puesto bajo una misma mano más de cuatro legiones. ¿No se había restablecido la tranquilidad al otro lado de los Alpes? ¿No se había proclamado a Ariovisto amigo y vecino del pueblo romano? ¿Cómo había de preverse por esta parte una ruda y pesada guerra? Había gran analogía entre la situación que la Ley Vatinia le había creado a César y la formada antes a Pompeyo por las Gabinia y Manilia; pero, al comparar las circunstancias de ambos personajes, la de César quedaba muy por debajo de la de Pompeyo.
El mando de este se había extendido a casi todo el Imperio; César solamente dominaba sobre dos provincias. El uno había tenido a sus órdenes todos los soldados y todos los fondos del Estado casi sin reserva; el otro no disponía más que de algunos recursos limitados y de veinticuatro mil hombres. Pompeyo había sido él mismo quien fijara la época de su regreso; el imperium de César, por largo que fuese el tiempo que se le había confiado, tenía un plazo fatal. Por último, Pompeyo había tenido a su cargo la dirección de las más importantes expediciones por mar y por tierra; en cambio César había sido enviado al norte, para vigilar a Roma desde la alta Italia y ayudar a Pompeyo a reinar allí sin obstáculos.
POMPEYO Y ROMA. LA ANARQUÍA LOS ANÁRQUICOS. CLODIO
Sea como fuere, al tomar en Roma el poder de manos de la coalición, Pompeyo intentaba una empresa muy superior a sus fuerzas. No sabía nada respecto del manejo de los negocios públicos, y para él todo estaba resumido en la palabra y las exterioridades del mando. En Roma se percibía aún el grueso oleaje, resto de las pasadas borrascas y anuncio de las futuras. Gobernar sin fuerza armada una ciudad comparable en todos los aspectos con el París del siglo XIX era cosa sumamente difícil; y para Pompeyo era menos posible que para cualquier otro la solución de tal problema. Muy pronto se llegó al punto en que todos, amigos y enemigos, hacían lo que se les antojaba. Después de la partida de César, por más que la coalición dominaba aún sobre las masas, no sucedía lo mismo en las calles de la capital. El mismo Senado no tenía más que un poder nominal y dejaba marchar las cosas por su propio impulso, que era lo único que podía y debía hacerse, ya sea porque los triunviros no hubiesen dado sus instrucciones a la fracción de los senadores sujetos a sus órdenes, o porque la oposición se mantuviese desviada a raíz de su indiferencia o sus convicciones pesimistas, o bien porque toda la clase noble tuviese plena conciencia, si es que no la convicción, de su total impotencia. Por el momento, cualquiera hubiese sido el gobierno, se habría buscado en vano en Roma un centro de resistencia, una autoridad efectiva. Se vivía como en tiempos de interregno, entre las ruinas del régimen aristocrático y los crecientes progresos del régimen militar. Por lo demás, si es cierto que se puede decir con verdad que un día le fue dado a la República romana, más que a cualquier otra en la antigüedad o en la historia moderna, la posibilidad de reunir en su sistema político los órganos y las instituciones más diversas, moviéndose en su pureza y en su regularidad primitiva, es necesario convenir también en que actualmente ofrecía el cuadro de la desorganización más funesta y de la más terrible anarquía. ¡Extraña concordancia! En el momento en que César trabajaba al otro lado de los Alpes por la inmortalidad, en la escena política de Roma se está representando una de las farsas más grotescas y desdichadas de las que hace mención la historia. En vez de gobernar, Pompeyo se hacía el enojado y permanecía quieto en un rincón de su casa. El antiguo gobierno senatorial, desposeído en sus tres cuartas partes, permanece también inerte; se dan profundos suspiros tanto en los círculos privados como en la curia. Respecto de los buenos ciudadanos, los amigos del orden y de la libertad, esperan sin duda una persona que los guíe o aconseje, por más fatigados que estén de la deplorable marcha de los negocios. Pasivas e inútiles, no ejecutan ningún acto político; cuando pueden se alejan de la Sodoma romana. En cuanto a la muchedumbre, no ha gozado jamás de mejores días ni de más alegres jolgorios. Está en todo su apogeo la democracia con su imprescindible cortejo: capas raídas, barbas desaliñadas, largos cabellos flotantes. Para las ruinosas reuniones cotidianas era cosa corriente que los histriones del teatro ejercitasen sus sólidas gargantas[1]. Griegos y judíos, emancipados y esclavos formaban el núcleo de los asistentes y eran los que chillaban con más fuerza en las asambleas públicas; y, cuando llegaba el acto de la votación, eran los menos entre los votantes quienes, conforme a las leyes y a la constitución, podían votar. «Dentro de poco —dice Cicerón en una de sus cartas— veremos a nuestros esclavos votar la anulación de la tasa sobre las emancipaciones.» Los verdaderos poderes de aquel tiempo eran las bandas armadas y regimentadas, verdaderos batallones de la anarquía levantados por capitanes aventureros entre los esclavos gladiadores y los pillos de toda especie. La mayor parte de sus jefes habían militado siempre en las filas de los populares; pero después de la partida de César, que era el único que sabía conducirlos e imponérseles, estaban completamente indisciplinados, y cada agitador obedecía solo a la política de su capricho. Quizá todos estos hombres hubieran luchado todavía preferentemente bajo la bandera de la libertad; pero en realidad no eran demócratas ni antidemócratas, y en su bandera (necesitaban una, cualquiera que esta fuese) inscribían unas veces el nombre del pueblo y otras el del Senado, o el de un jefe de partido. Así, pues, Clodio, por ejemplo, había sido sucesivamente campeón de la democracia soberana, luego del Senado y por último de Craso. De hecho solo variaban los colores con objeto de hacer a sus enemigos personales una guerra a muerte, ocultando sus querellas privadas tras el nombre del partido al que se habían afiliado: por ejemplo, Clodio a Cicerón, o Milón a Clodio.
Intentar hacer la historia de esta algazara política valdría tanto como querer fijar en notas musicales los gritos y el confuso ruido de una encerrona. No se encontrarían más que relatos de homicidios, asaltos de casas, incendios y otros muchos actos vandálicos consumados en la capital del mundo. Después de los silbidos y los gritos, se escupían al rostro, se pisoteaban; después de las pedradas, se echaba mano a la espada. El protagonista de las turbas callejeras era aquel Publio Clodio a quien los regentes habían destacado contra Catón y Cicerón (pág. 217). Influyente, dotado de algún talento y de energía, había llegado a ser jefe en el oficio de faccioso. Abandonado a sus inclinaciones durante su tribunado (696), había seguido una línea de conducta ultrademocrática: así, había distribuido la anona gratuitamente entre los ciudadanos y atacado el antiguo derecho de los censores de poner una nota desfavorable a los ciudadanos de malas costumbres. También había prohibido a los magistrados la obnuntiativ y la formalidad religiosa que ataba estrechamente la máquina de los comicios; y, finalmente, había destruido las barreras levantadas poco antes contra el derecho de asociación de las clases bajas, que impedían la formación de bandas de botín. Con esto había restablecido los «clubes de las encrucijadas» (collegia compitalicia), suprimidos a un mismo tiempo, que eran un verdadero ejército del proletariado libre o servil, en cierta manera organizado militarmente en la capital, y distribuido por calles y cuarteles. Fue más lejos aún, pues proyectó una ley, cuya moción pensaba presentar durante su pretura (año 702), que quería dar los derechos políticos a todos los emancipados y a los esclavos en posesión de la libertad de hecho, al igual que a los ingenuos. Si el éxito hubiese coronado tal empresa, habría podido vanagloriarse con razón del feliz término de su obra de atrevida reforma; y cual nuevo numen de las franquicias y de la igualdad civiles, invitar a sus queridos amigos de la plebe a subir en masa al templo nuevo del Palatino, levantado y dedicado por él a la «diosa Libertad» sobre el lugar donde había existido un edificio destruido por sus incendios, para celebrar allí el advenimiento y las fiestas del millenium democrático. Estas tendencias radicales, naturalmente, no excluían el tráfico imprudente de los votos de los comicios. Clodio, por ejemplo, remedando a César hasta el extremo, quería también convertir los gobiernos de provincias en puestos grandes y pequeños para sus compañeros, y, así, vendía a subido precio la soberanía local a los reyes tributarios y a las ciudades sujetas.
SE INDISPONE POMPEYO CON CLODIO
Pompeyo presenciaba todo esto sin moverse; pero si él no comprendía hasta qué punto se comprometía, Clodio lo veía perfectamente. En su descaro, un día osó chocar de frente con el regente de Roma en una cuestión insignificante: por haber dado libertad a un príncipe armenio cautivo. La cuestión se enconó y tomó proporciones, poniendo de manifiesto la completa derrota del triunviro. El llamado jefe del Estado no pudo hacer para luchar contra el faccioso más que valerse de las mismas armas, pero sin saber manejarlas con la destreza de aquel. Clodio había buscado la camorra con Pompeyo por la cuestión del príncipe armenio; Pompeyo se vengó facilitando a Cicerón, que era el hombre a quien más aborrecía Clodio, la vuelta del destierro adonde había sido enviado por este. Con esto consiguió convertir a su adversario del momento en un irreconciliable enemigo. Puesto a la cabeza de sus bandas, Clodio hizo que no estuviesen seguras las calles; y a su vez el ilustre general alistó a los esclavos y los gladiadores. Fácil es prever que en cuestión de motines el demagogo había de ser más fuerte que el soldado: Pompeyo fue batido en la guerra de las calles, y los esbirros de Clodio tenían casi constantemente bloqueado a Cayo Catón en su jardín. Peripecias extrañas en el drama raro que se estaba representando: en su odio mutuo, se vio al regente y al caballero de industria ponerse al lado del gobierno caído y demandar sus favores. Fue en parte para agradar al Senado que Pompeyo permitió que se levantase el destierro de Cicerón. Por su lado, Clodio declaró nulas y como no existentes las Leyes Julias, invocó a Marco Bíbulo y le exigió que confirmase solemnemente su inconstitucionalidad. ¿Qué resultado serio podía esperarse de este tumultuoso conflicto de bajas pasiones?
La nulidad de fin, la ridiculez y la vergüenza: he aquí lo que lo caracteriza. El mismo César, por más que fuese un gran genio, debió haber aprendido a sus expensas que la panacea democrática estaba ya gastada, y que para llegar al trono no convenía pasar por la demagogia. En el interregno actual entre la República y la monarquía, era desempeñar un pobre papel adornarse neciamente con el manto y el bastón del profeta, o traer a la escena una cierta parodia que desfiguraba los grandes pensamientos de Cayo Graco. El pretendido ejército que intentó la renovación de la agitación democrática distaba tanto de ser un partido, que en la hora de la batalla decisiva no se le reservó lugar alguno. Un error parecido sería sostener que la anarquía, al menos, podría actuar sobre las convicciones de los indiferentes y despertar en ellos la aspiración a entronizar un poder militar estable y fuerte. Recordemos que la mayor parte de los ciudadanos que habían permanecido neutrales estaban fuera de Roma, y que los alborotos no los perjudicaban directamente. Además, todos los hombres cuya opinión bien hubiera podido retroceder ante semejantes motivos, después de haber experimentado la conspiración de Catilina, se habían convertido de antemano a la doctrina de la autoridad. Sin embargo, los cobardes políticos temían ante todo la terrible crisis, inseparable de la catástrofe final, y sufrían preferentemente la perpetua anarquía de Roma, anarquía que por lo demás permanecía en la superficie. En efecto, esta no tenía más consecuencias que crear a Pompeyo una posición casi insostenible, cada día más expuesto a los ataques de los clodianos, que iban impulsándolo, de buen grado o por la fuerza, hacia el camino en que vamos a seguirlo.
POMPEYO FRENTE AL VENCEDOR DE LAS GALIAS
Por poco dispuesto que el regente estuviese a tomar la iniciativa, ya fuese por falta de carácter o de inteligencia, llegó un día en que tuvo que salir de su letargo. ¿Qué otra cosa había de suceder cuando las cosas habían cambiado completamente, tanto respecto de Clodio como respecto de César? Los embarazos y las afrentas que le había causado el primero habían despertado al fin el odio y la cólera en su perezosa naturaleza. Pero la alteración era mucho más seria en lo tocante a César. Mientras que el triunviro que había permanecido en Roma decaía completamente en el terreno reservado a su actividad, el otro había sabido sacar del lote de sus atribuciones un partido prodigioso que superaba todas las esperanzas y todos los temores. Sin pedir previamente autorización, había duplicado su ejército por las levas verificadas en la provincia meridional de las Galias, poblada en gran parte de ciudadanos. Después, en vez de limitarse a la custodia de la Italia del Norte y a vigilar a Roma, había pasado los Alpes y ahogado en su germen una nueva invasión cimbria; y aún más, en solo dos años había llevado las victoriosas armas romanas hasta el Rin y el canal de Bretaña. Ante semejantes hazañas caía por su base la táctica ordinaria de los aristócratas. No era ya posible ignorarlas ni desvirtuarlas. Este hombre afeminado a quien antes se desdeñaba era hoy el dios del ejército, el héroe famoso coronado por la victoria. Sus frescos laureles arrojaban a la oscuridad las marchitas hojas de los de Pompeyo; y ya en el año 697, al terminar una gloriosa campaña, el Senado le había concedido honores públicos tales como no los había ordenado jamás, ni siquiera para el mismo Pompeyo. Al lado de su antiguo ayudante político ahora ocupaba el segundo rango, el rango que César había ocupado al día siguiente de las leyes Gabinia y Manilia.
César era el héroe del día: tenía en su mano el más poderoso de los ejércitos romanos. Pompeyo no era más que un general de antiguo renombre. Pero aún no podía temerse el conflicto entre el yerno y el suegro, pues las relaciones eran buenas en apariencia. Sin embargo, ¿no había terminado toda alianza política en el momento en que la balanza de las fuerzas se cargaba hacia una de las partes interesadas? La cuestión con Clodio no era más que un embarazo; la nueva y gran importancia de César era un peligro serio. Al ir al ejército, César y los suyos habían tomado precauciones respecto de Pompeyo, y este, a su vez, se veía obligado a recurrir a los mismos medios: necesitaba un apoyo militar contra César. Así, pues, saliendo de su nulidad oficial, reclamó una misión extraordinaria, cualquiera que fuese, donde pudiera disponer de un poder igual o superior al del procónsul de las Galias, a fin de poder llegar a colocarse a su nivel, si es que no más alto. Su posición actual y la táctica a la que iba a recurrir no eran más que repetir punto por punto lo que César había hecho mientras él guerreaba contra Mitrídates. Pero para obtener un mando análogo al del procónsul y llegar a pesar tanto como este adversario más fuerte, que por fortuna permanecía alejado, Pompeyo necesitaba de la antigua máquina del gobierno. Dos años antes estaba todo a su disposición. Por entonces los regentes mandaban tanto en los comicios, que estaban en manos de los agitadores demagógicos, como en el Senado, a quien había aterrado la energía de César. Como la coalición lo había dejado en Roma a título de representante y jefe reconocido, Pompeyo lo hubiese obtenido todo en esa época, así del Senado como del pueblo, aun cuando sus mociones hubiesen ido en contra de los intereses de César. Su torpeza respecto de Clodio le había hecho perder el imperio de las calles, y en adelante le era imposible contar con el consentimiento de los comicios populares. No iban tan mal las cosas para él en el Senado; pero podía dudarse de que, luego de haber dejado flotar las riendas por tanto tiempo, su antiguo ascendiente pudiese fácilmente influir sobre la mayoría e imponerle que votase lo que convenía a sus proyectos.
LA
OPOSICIÓN REPUBLICANA EN EL PÚBLICO. TENTATIVAS DE LOS REGENTES
PARA REMEDIAR ESTO.
EL SENADO RECOBRA SU INFLUENCIA
En este intervalo se habían modificado notablemente las situaciones del Senado y de la nobleza. La coalición del año 694 había producido sus frutos, por más que aún no estuviesen maduros. El alejamiento de Catón, el destierro de Cicerón, quien con su infalible tacto daba a la opinión pública a sus verdaderos autores, por más cuidado que pusiesen los triunviros en aparecer extraños a él y en mostrarse compungidos, y además el matrimonio de Pompeyo con la hija de César y otros muchos sucesos tienen una significación triste pero evidente: la aparición de la monarquía con sus órdenes de destierro y sus alianzas de familia. En cuanto al público, por más que estuviese alejado de los sucesos, veía también con inquietud cómo se fijaban los jalones que conducían al futuro régimen. Desde el día en que se vio que César no aspiraba solo a una reforma constitucional, y que esto era una cuestión de vida o muerte para la República, gran número de ciudadanos honrados, afiliados hasta entonces al partido popular y adictos a César, se pasaron inmediatamente al campo opuesto. No fue ya solo en lo salones o en las quintas de la nobleza, antes dueña del poder, donde se oyó murmurar contra los «tres dinastas» y contra el «monstruo de tres cabezas». La muchedumbre acudía presurosa a oír los discursos consulares de César y permanecía muda sin dar la señal más leve de consentimiento. Nadie aplaudía cuando el cónsul demócrata entraba en el teatro. Si uno de los sostenedores de los triunviros aparecía en la calle, era recibido a silbidos; y los espectadores, aun los que estaban sentados, aplaudían toda frase antimonárquica, toda alusión que se hiciese en la escena contra Pompeyo. Cuando Cicerón tuvo que abandonar Roma, gran número de ciudadanos (se dice que llegaron a veinte mil, pertenecientes la mayor parte a la clase media) imitaron al Senado y se vistieron de luto. «En la actualidad —dice un escritor contemporáneo—[2] nada es tan popular como el odio a los populares.» Pero los regentes hicieron comprender que si los caballeros les hacían oposición podían perder sus puestos en el teatro, y que la plebe, a su vez, perdería su parte en la anona. La malevolencia guardó un prudente silencio, pero el espíritu público continuó siendo lo que era. Entonces se puso en juego con más éxito que antes la palanca de los intereses materiales. César derramó torrentes de oro. Los ricos en apariencia, pero con la bolsa medio vacía, las mujeres influyentes que necesitaban mucho dinero, la entrampada juventud noble, los comerciantes y banqueros que llevaban mal sus negocios, todos corrieron a las Galias para beber en la fuente, o llamaron a la puerta de los agentes de César en Roma. Aquí y allí, todo hombre de honradas apariencias —César descartaba a los perdidos y callejeros— estaba seguro de obtener una buena acogida. Agréguense a esto las enormes construcciones llevadas a cabo en Roma de su bolsillo particular, donde hallaban trabajo infinidad de necesitados, desde el consular hasta el simple bracero, y las inmensas profusiones consagradas a los juegos públicos. Esto mismo hacía Pompeyo, aunque en menor escala: a él es a quien Roma debió su primer teatro edificado de piedra, cuya apertura se celebró con inusitada magnificencia. Se comprende que estas generosidades corruptoras reconciliasen hasta cierto punto a muchos miembros de la oposición con el nuevo orden de cosas. Sin embargo, no hay ni que decir que el núcleo de aquella no se dejaba seducir por tales medios. Cada día mostraba más a las claras cuán profundas raíces habían echado en el seno del pueblo las instituciones republicanas, y cuán poco atraídos hacia la monarquía se sentían principalmente los hombres que vivían alejados de la agitación de los partidos y las ciudades del interior. Si Roma hubiese conocido el sistema representativo, el descontento del pueblo habría hallado en las elecciones un medio natural de manifestarse y hasta de fortalecerse; pero, en el estado al que habían llegado las cosas, a los constitucionales no les quedaba más recurso que ligarse con el Senado, que aun en su decadencia continuaba siendo a sus ojos el representante y defensor nato de la legalidad republicana. De repente, este cuerpo, que estaba humillado hasta la tierra, vio que llegaba en su auxilio un ejército más fuerte e incomparablemente más fiel que el del día en que, por el hecho de su gran poder, había podido exterminar a los Gracos, o cuando había restaurado el antiguo régimen, protegido por la espada de Sila. La aristocracia comprendió sus ventajas y se puso inmediatamente en movimiento. Fue entonces cuando Marco Tulio Cicerón obtuvo permiso para volver a Roma. Prometió marchar con el grupo de los dóciles en la curia, guardarse de toda veleidad oposicionista, y hasta trabajar con todas sus fuerzas en interés de los triunviros. Al llamarlo, Pompeyo no había querido más que hacer a la oligarquía una concesión temporal, vengarse de Clodio y atraer a su causa, si es que era posible, en la persona del elocuente consular un instrumento amaestrado ya por tantas pruebas. Pero, así como su destierro había sido una manifestación contra el Senado, su regreso sirvió también de pretexto para hacer demostraciones republicanas. Protegidos contra los clodianos por la facción de Tito Annio Milón, los dos cónsules presentaron al pueblo de la manera más solemne la moción del llamamiento previamente autorizada por un senadoconsulto expreso. El Senado había invitado a todos los ciudadanos amigos de la constitución a que no faltasen a la votación. Y, efectivamente, el día fijado para esta (4 de agosto del año 697), se reunieron en los comicios una multitud de ciudadanos notables, muchos de los cuales venían de las provincias. El viaje del consular, desde Brundisium hasta Roma, no fue más que una serie de manifestaciones análogas. En esta ocasión se selló públicamente el pacto de la nueva alianza entre el Senado y los conservadores: se pasó revista, por decirlo así, y su excelente actitud contribuyó mucho a que la aristocracia levantase la cabeza, admirada de semejante cambio de fortuna. Pompeyo asistía derrotado a este desafío de la opinión. Su pasada inmovilidad, y lo indigno y lo ridículo de su actual posición respecto de Clodio habían dado el golpe de gracia al crédito de la coalición. La fracción que en el Senado se mantenía fiel a aquella, desmoralizada por tantas torpezas cometidas, fatigada y desprovista de consejo, no podía impedir a los republicanos y a los aristócratas, unidos ahora, que adquiriesen en todas partes una gran supremacía. En este momento (697) todavía hubiesen podido jugar con destreza la partida, pues esta no era desesperada. Tenían en el pueblo el firme apoyo que les había faltado hacía un siglo: tener fe en él y en ellos mismos era el medio más corto y honroso para llegar al fin. ¿Por qué no atacar de frente a los triunviros? ¿Por qué, si había algún noble de valor, no se ponía a la cabeza de los senadores? ¿Por qué no anular las medidas excepcionales y violentas de los triunviros, y no llamar a las armas a todos los republicanos de Italia contra la facción de los tiranos? Quizá todavía era posible restablecer al Senado en su antigua soberanía. Los republicanos corrían quizá gran riesgo; pero ¿quién sabe? ¿No era ahora la audacia, como acontece muchas veces, sinónimo de sabiduría? Por desgracia, la aristocracia carecía de energía, y apenas si era capaz de una decisión fuerte, a la vez que sencilla. Aún quedaba otro camino al alcance de los constitucionales, tal vez más seguro dados su carácter y costumbres. Pensaron en separar a los dos triunviros principales y, aprovechándose de la división que iban a producir, apoderarse por sí mismos del timón de la República. Cuando César se había impuesto a Pompeyo, obligándolo a ambicionar nuevos poderes, se había enfriado la intimidad entre los dos hombres que dominaban en el Senado. Si Pompeyo conseguía el objeto codiciado, de un modo o de otro debían venir muy pronto una ruptura y una lucha abiertas. Si Pompeyo entraba solo en campaña, su derrota era segura, pero con su caída no ganaba nada el partido constitucional, pues en vez de obedecer a dos señores pasaría a someterse a uno solo. Pero si los nobles sabían usar contra César los medios que hasta entonces les habían asegurado la victoria y entraban en alianza con su rival más débil, con lo cual dispondrían de un capitán como Pompeyo y de un ejército sólido de constitucionales, podían esperar el triunfo. Después, al tener que habérselas nada más que con Pompeyo y su notoria incapacidad política, podrían concluir con él pronto y fácilmente.
POMPEYO SOLICITA UN NUEVO MANDO.
LA CUESTIÓN DE LOS CEREALES. EXPEDICIÓN A EGIPTO
Por consiguiente, las cosas volvían a unir a Pompeyo y el partido republicano, y se aprestaban a una inteligencia: ¿se verificaría esta? ¿Cuáles serían en adelante las relaciones entre los dos triunviros y la aristocracia, relaciones confusas y en extremo indecisas en aquel momento? Esto es lo que iba a decidir la moción presentada al Senado por Pompeyo en el otoño del año 697, en la que se solicitaba formalmente un mando extraordinario. En un principio, por exigencia suya se tomaron las medidas que once años antes habían contribuido a fundar su poder: creía remediar la carestía del pan, que había subido en Roma de una manera desconsoladora y de la misma forma que antes de la Ley Gabinia. No es posible decir si los precios habían subido por efecto de ciertos manejos; en este sentido Clodio acusaba ya a Pompeyo, ya a Cicerón, y estos a su vez le devolvían la acusación. La piratería siempre activa, la pobreza del Tesoro y la negligencia o desorden administrativo en la vigilancia de los aprovisionamientos eran más que suficientes para producir la escasez en aquella gran capital, sin necesidad de acaparadores que obrasen con miras políticas, pues la ciudad subsistía casi exclusivamente con las importaciones de ultramar. El plan de Pompeyo era el siguiente: que el Senado le diese la administración de los cereales en toda la extensión del Imperio, y, por consiguiente, el derecho ilimitado de disponer de las cajas del Estado. Al mismo tiempo, según lo que solicitaba, tendría un ejército y una escuadra, y su mando, igualmente extendido sobre todas las regiones pertenecientes a la República, en cada provincia estaría por sobre el imperium del procónsul o del pretor local. En suma, no aspiraba nada menos que a una nueva edición, corregida y aumentada, de la Ley Gabinia, con la perspectiva de la dirección de la guerra que entonces amenazaba en Egipto (pág. 162), y que se enlazaba, como antes la guerra contra Mitrídates, con una expedición contra los piratas. Cualesquiera que fuesen los progresos que la oposición hubiese hecho contra los nuevos dinastas durante estos últimos años, hay que convenir en que, cuando se abrió la discusión de esta moción (septiembre del año 697), la mayoría del Senado estaba todavía bajo la influencia del terror imprimido por César. En principio admitió dócilmente la moción y esto ocurrió por una proposición del mismo Cicerón, quien en esta primera ocasión debía dar, y en efecto dio, una prueba de la sumisión que le había enseñado el destierro. Pero, cuando se llegó a la discusión por artículos, el proyecto primitivo salido de manos del tribuno del pueblo, Cayo Mesio, sufrió modificaciones esenciales. Pompeyo no tenía ni la libre disposición de los fondos del Tesoro, ni un ejército y una escuadra, ni el imperium sobre los comandantes provinciales. En realidad no se hizo más que entregarle sumas considerables para el aprovisionamiento de Roma. Se le dieron quince lugartenientes y el pleno poder en todo el Imperio proconsular en materia de administración de cereales; esto sí durante los cinco años siguientes. Tal era el tenor del plebiscito propuesto y sometido a la votación de los comicios. Estas enmiendas al proyecto primitivo casi equivalían a rechazarlo, y se explican por causas diversas y numerosas. El nombre de César pesaba mucho en las deliberaciones; aunque estaba ausente e internado en las Galias, los tímidos retrocedían ante la idea de colocar a Pompeyo, no a su lado, sino por encima de él. Craso, a su vez, el enemigo hereditario de Pompeyo, lo perseguía con una sorda oposición; más tarde él mismo no dejó de acusarlo, sinceramente o no, del fracaso de la moción. Únanse a esto la antipatía de la facción republicana en el Senado contra toda medida que aumentase, siquiera fuese de nombre, los poderes de los triunviros, y, por último, pero fundamentalmente, la incapacidad personal de Pompeyo que, aun después de llegada la hora de la acción, no pudo decidirse a obrar. Según su costumbre, prefirió ocultarse detrás del incógnito y lanzar por delante a sus amigos encargados de revelar su pensamiento, mientras él, como siempre, afectaba modestia y aparentaba contentarse aun con menos, si menos se le daba. Como es natural, se le cogió la palabra. Como quiera que fuese, era una suerte encontrar al fin algo que hacer, y sobre todo tener un pretexto honroso para abandonar Roma. Pompeyo consiguió inmediatamente hacer que llegase trigo en abundancia y barato, aunque las provincias se resintieron con ello gravemente. Sin embargo, no había alcanzado su principal objeto, y el título proconsular que tenía derecho a usar en todas las provincias no era más que un nombre vano, mientras que el procónsul no tuviese soldados. Así, pues, no tardó en presentar al Senado una moción según la cual debía reinstalarse en su trono al rey de Egipto, expulsado por una insurrección, aunque fuera por la fuerza. Pero, cuanto más patente se hacía que necesitaba del Senado y que no podía nada sin él, menos tratables los senadores se le mostraban. Se descubrió primero en los libros sibilinos un oráculo que prohibía, como cosa impía, todo envío de tropas romanas a Egipto; y así, poseído el Senado de un santo error, votó inmediatamente por unanimidad contra toda intervención armada. En cuanto a Pompeyo, tan grande era su humildad que hubiera aceptado la misión, aun usando medios pacíficos; pero jugó a escondidas como siempre, y mientras hacía hablar en favor suyo a sus amigos, él habló y votó por otro senador. El Senado rechazó naturalmente su proposición: sería un crimen exponer una cabeza tan preciosa para la patria. Por último, después de todos estos largos debates se decidió (en enero del año 698) que Roma no intervendría en aquella cuestión.
TENTATIVA DE RESTAURACIÓN ARISTOCRÁTICA
Todas estas repulsas de parte del Senado, repulsas que Pompeyo sufrió y, lo que es peor, sin represalias, para el público eran victorias para los republicanos y derrotas para el triunvirato, sin importar el lugar de donde procediesen. La oposición republicana iba engrosando por momentos; ya en las elecciones del año 698 habían obtenido el triunfo solo en parte los dinastas. Si por un lado habían podido pasar Publio Vatinio y Cayo Alfio, candidatos cesarianos para la pretura, el pueblo en cambio había elegido a dos partidarios decididos del antiguo régimen: Gneo Léntulo Marcelino y Gneo Domicio Calvino. Uno había sido nombrado cónsul y el otro pretor. Para el año 699 se presentó candidato al consulado Lucio Domicio Ahenobarbo: a causa de su influencia en Roma y de su colosal fortuna, era difícil impedir su elección, pero no podía dudarse de que sus actos fuesen los de una oposición declarada. Así, pues, los comicios se revelaban con pleno consentimiento del Senado. El cielo mismo daba a conocer que, en medio de las querellas de los altos órdenes, corrían peligro de caer en manos de un señor el poder militar y las arcas del Tesoro, y que también corría peligro la libertad. Hasta los dioses mostraban claramente con el dedo la moción de Cayo Mesio.
ATAQUE CONTRA LAS LEYES JULIAS
Pero, abandonando el cielo, los demócratas volvieron pronto a la tierra. Siempre habían sostenido la nulidad de las leyes consulares de César, tanto la relativa al territorio de Capua como todas las demás. Por otra parte, desde el mes de diciembre del año 697 habían pedido con urgencia en pleno Senado su casación por un vicio de forma. El 6 de abril del año 698, el consular Cicerón propuso solemnemente que se pusiese a la orden del día, en el 15 de mayo, el decreto de distribución de las tierras de Campania. Esto equivalía a declarar la guerra. La moción procedía de uno de los hombres que solo muestran sus colores cuando creen que pueden hacerlo con toda seguridad. Es evidente que la aristocracia juzgaba que había llegado el momento oportuno de empezar la batalla, no solo contra César, con la ayuda de Pompeyo, sino contra la tiranía, cualquiera que esta fuese y de donde quiera que viniese. Era fácil prever lo que iba a sobrevenir. Domicio hablaba en voz alta y decía que estaba dispuesto a pedir al pueblo que llamase inmediatamente al vencedor de las Galias. La restauración aristocrática trabajaba con todas sus fuerzas: al atacar la colonia de Capua, la nobleza arrojaba el guante.
CONFERENCIA DE LOS TRIUNVIROS EN LUCA
César recibía diariamente noticia circunstanciada de todo lo que sucedía en Roma. Hasta donde se lo permitían sus ocupaciones militares, seguía con la vista el curso de los acontecimientos desde el fondo de la provincia del sur, pero evitaba cuidadosamente mezclarse en ellos en lo más mínimo. Mas he aquí que se declara la guerra, no solo a su colega sino a él mismo. Había llegado la hora de obrar y obró con gran diligencia. Casualmente no lo cogía lejos: los aristócratas habían cometido la imprudencia de no esperar que cruzase los Alpes. A principios de abril del año 698, Craso salió de Roma y fue al encuentro de su colega más poderoso para convenir en la medida en que su interés lo aconsejaba: lo halló en Rávena. De allí marcharon ambos a Luca y allí se les reunió Pompeyo, quien también había abandonado Roma pocos días después que Craso (11 de abril), diciendo que iba a apresurar las remesas del trigo de Cerdeña y de África. Asistieron a la cita sus principales partidarios, Metelo Nepote, procónsul de la España citerior; Apio Claudio, propretor en Cerdeña, y otros muchos. Se contaban más de ciento veinte lictores y asistieron más de doscientos senadores a estas famosas conferencias, en las que la monarquía oponía un nuevo Senado a la asamblea de los padres conscriptos de la República. Desde todos los puntos de vista, pertenecía a César la suprema decisión. Aprovechándose de su influencia predominante, restableció y fortificó la regencia común de los triunviros sobre las nuevas bases de una más equitativa distribución de poderes. Dio a sus colegas las provincias más importantes militarmente hablando, que quedaban libres fuera de las dos Galias: Pompeyo obtuvo ambas Españas y Craso la Siria. En virtud de un plebiscito expreso, debían obtener por cinco años (de 700 a 704 inclusive) la administración militar y financiera de aquellas. En lo que a él mismo concernía, César propuso una prorrogación de su mando que expiraba en el año 700: ahora debería continuar hasta fines del 705, le sería lícito elevar a diez sus legiones y las tropas que levantase por autoridad propia deberían ser pagadas por el Tesoro. Para el año siguiente (669), Pompeyo y Craso debían asegurarse un segundo consulado, antes de su partida a sus respectivas provincias. Por su parte, César se reservaba también su segunda elección al terminar su proconsulado, en el año 706, cuando hubiese transcurrido el intervalo de diez años exigido por la ley entre la investidura de dos magistraturas supremas. Como Craso y Pompeyo tenían necesidad de soldados para reinar como señores en la capital, y como no se podía hacer que volviesen de la Galia transalpina las legiones destinadas en un principio a la custodia de Roma, se convino en que utilizarían para sus necesidades las nuevas legiones que levantasen con destino a España y a Siria, y que no las retirarían de Italia hasta que les conviniese personalmente. Arreglados así los puntos principales, no se necesitó una deliberación larga respecto de la táctica que debía seguirse frente a la oposición en Roma, la determinación de candidaturas para el año siguiente y otros detalles secundarios. Gracias a su inmutable genio de conciliación, César supo allanar con su facilidad ordinaria las disidencias personales que a cada paso surgían, y, de buen grado o por la fuerza, trajo a un mismo camino a todos los elementos contrarios. Se restableció la inteligencia entre Pompeyo y Craso como entre buenos colegas, al menos en apariencia. Aún hay más, hasta Clodio prometió permanecer tranquilo y no inquietar a Pompeyo. Hazaña admirable de aquel encantador irresistible.
MIRAS DE CÉSAR
Todo demuestra que este arreglo de las grandes cuestiones pendientes no fue un simple compromiso entre hombres igualmente poderosos, que luchaban con armas iguales. En Luca, Pompeyo estaba en la posición de un fugitivo caído del poder que viene a solicitar el auxilio de su rival. Ya lo rechazase César declarando disuelta la coalición, o lo acogiese y dejase viva su alianza en las condiciones en que estaba, en ambos casos, políticamente hablando, Pompeyo se hallaba perdido. Si entonces no rompía con César, se convertía en un impotente cliente de su asociado. Pero si por el contrario se separaba de él, cosa que no era entonces verosímil, y entraba en una nueva coalición con la aristocracia, tal pacto, forzado y concluido a última hora, no tendría nada que pudiese asustar a César y determinarlo a hacer tan grandes concesiones a favor de Pompeyo, con el objetivo de impedir que se consumase. En cuanto a una rivalidad formal de Craso contra César, era absolutamente imposible. Por consiguiente, ¿qué motivos habían impulsado a César a descender, sin necesidad, de la altura desde donde dominaba a Pompeyo? ¿Por qué hoy le concede de buen grado el segundo consulado, que le había negado rotundamente en 694 al concluir la primera coalición? Ese consulado que desde entonces Pompeyo había perseguido en vano por todos los medios imaginables, sin el concurso de César, y aun a pesar suyo, con el designio manifiesto de hacer de él un arma contra su asociado. No es fácil responder esta cuestión. Bien sé que no era solo Pompeyo el que ganaba poniéndose a la cabeza de un ejército, pues lo mismo hacía Craso, su antiguo enemigo y antiguo aliado de César. El poder dado nuevamente a aquel servía, sin duda alguna, de contrapeso al poder militar puesto en manos de su futuro colega en el consulado. Pero, incluso entonces, César perdía mucho en el mero hecho de que su rival iba a cambiar su actual nulidad por un mando de importancia. Quizás el procónsul de las Galias no se considerase todavía bastante dueño de sus soldados como para lanzarse sin temor en una empresa contra las autoridades regulares del país. De estallar la guerra civil, le sería necesario conducir su ejército al otro lado de los Alpes, que era precisamente lo que él no quería ni debía hacer. Pero, se llegase o no a la guerra civil, tenía delante de sí a los aristócratas de Roma, antes que al mismo Pompeyo. Parece que su principal interés era no romper con él, justamente para no dar ánimo a la oposición con semejante ruptura. Pero ¿por qué concederle tanto? Quizá César obedeció a motivos enteramente personales; quizá recordó el día en que Pompeyo, al retirarse repentinamente, lo había salvado cuando se hallaba desacreditado y sin fuerzas delante de él, aun cuando lo hubiera hecho más por cobardía que por un arranque de generosidad. Además, ¿quién sabe si se propondría complacer a su querida hija, esposa amante de Pompeyo? En el alma de César había muchos otros sentimientos al lado de las preocupaciones del político. En todo caso, lo que lo decidió fue el estado de las Galias. Digan lo que quieran sus biógrafos, la Galia no era a sus ojos una conquista del momento y a propósito para valerle la corona, sino que en esta vasta empresa iba también envuelta la seguridad exterior de Roma, su reorganización interior y, en una palabra, todo el porvenir de la patria. Para terminar su conquista antes de ser reemplazado, y para no tocar antes de tiempo la embrollada complicación de los asuntos de Italia, abandonó sin vacilar su inmensa ventaja sobre sus rivales y dio a Pompeyo la fuerza necesaria para batir al Senado y a sus adherentes. Si no hubiera llevado otra mira que la de hacerse rey lo más pronto posible, César habría cometido seguramente en Luca una falta muy grave. Pero, en esta alma rara, la ambición no se limitaba a la humilde adquisición de un trono, siquiera fuese el del Imperio Romano. Se había impuesto dos tareas inmensas que debía cumplir a la vez: en el interior, dotar a Italia de un sistema político mejor; en el exterior, conquistar y asegurar para la civilización italiana un terreno virgen y nuevo. Sus proyectos fueron naturalmente contrariados muchas veces; y, si bien su expedición a las Galias le abría el camino hacia el trono, no dejaba de detener su marcha. ¡Cuántas amarguras se preparaba retrasando la revolución italiana hasta el año 706, cuando hubiera podido hacerla en el 698! No importa: general u hombre de Estado, César era muy audaz: tenía gran fe en sí mismo y despreciaba a sus adversarios, apoyándolos algunas veces más de lo que exigía la prudencia.
SUMISIÓN DE LA ARISTOCRACIA
Para la aristocracia había sonado el momento de defender su última intriga y mantener con valor la guerra que había declarado con tanta bravura. Pero no hay un espectáculo más lamentable que el de la cobardía, que no tiene otro medio de salvación que el obrar con vigor. Nada habían previsto todos estos hombres. A ninguno de ellos se le había ocurrido que, de un modo o de otro, César habría de oponer ardid contra ardid, y sobre todo que, si Pompeyo y Craso se unían a él, harían una alianza más estrecha que nunca. La ceguera del partido raya en lo increíble, y, sin embargo, uno puede darse cuenta de ella al pasar revista al ejército de la oposición constitucional en el Senado.
Es verdad que Catón estaba aún fuera de Roma[3], y que el hombre más influyente del Senado era Marco Bíbulo, el héroe de la resistencia pasiva y el más testarudo de todos los consulares. Solo habrían tomado las armas para entregarlas cuando el enemigo amenazase tocar el puño de su espada. En cuanto se tuvo la nueva de la conferencia de Luca, desapareció todo pensamiento de oposición seria. La masa de los tímidos, o mejor dicho, la inmensa mayoría de los senadores, se prosternó bajo el yugo que en mala hora habían intentado sacudir. No se volvió a respirar sobre el debate a la orden del día, esto es, sobre la validez de las Leyes Julias. Si César ha levantado nuevas legiones por su autoridad propia, allí hay un senadoconsulto que decide que el Tesoro pagará los gastos y el sueldo. Asimismo, en el momento de la repartición de las provincias consulares a fines de mayo del 698, la mayoría rechazó la moción que quitaba al triunviro las dos Galias, o por lo menos una. El cuerpo senatorial hacía público propósito de enmienda. Los senadores se presentaban en secreto unos después de otros, asombrados de su temeridad de la víspera; pedían la paz y prometían una obediencia absoluta. Marco Cicerón se adelantó a todos, arrepintiéndose demasiado tarde de haber faltado a su palabra, y calificando su reciente conducta con vivos epítetos, que, lejos de ser aduladores, estaban chorreando sangre[4]. Como puede juzgarse, los triunviros se mostraron complacientes y otorgaron a todos su perdón: no había entre ellos uno solo que valiese la pena de hacer una excepción. Si se quiere juzgar el repentino cambio de tono que se verificó en los círculos aristocráticos ante la nueva del convenio de Luca, pueden verse y compararse, sin perder el tiempo, los folletos de Cicerón publicados la víspera e inmediatamente después, aquellos en los que canta su retractación y da público testimonio de su arrepentimiento y de sus buenas intenciones futuras[5].
ESTABLECIMIENTO DEL NUEVO RÉGIMEN MONÁRQUICO
De este modo, los triunviros eran dueños de reconstituir a su antojo todo el sistema itálico y de ponerlo a actuar con más fuerza que antes. En adelante, Roma e Italia tendrán su guarnición con uno de los regentes por jefe, si no sobre las armas, asignada al menos. De las tropas levantadas por Craso y Pompeyo con destino a Siria y España, las primeras marcharon a Oriente; pero Pompeyo dejó sus dos provincias españolas bajo la custodia de sus lugartenientes, al frente de los soldados que en ellas se encontraban. En cuanto a los oficiales y soldados de las legiones nuevamente reclutadas, y en apariencia con destino a España, las retuvo en Italia, donde él también permaneció, aunque dispuestas a marchar en caso necesario. Sin embargo, la resistencia sorda de la opinión pública iba creciendo a medida que se manifestaba más claramente el pensamiento del triunvirato. ¿No se trabajaba a las claras para suprimir la constitución antigua de Roma y para reemplazar suavemente el sistema actual de gobierno y de administración por las formas de la monarquía? Pero era necesario obedecer, y se obedeció. Ante todo, las cuestiones más importantes, todas las que interesaban al ejército o a las relaciones exteriores, se resolvían en adelante sin consultar al Senado, a través de un plebiscito o por orden de los regentes. Las estipulaciones de Luca fueron ejecutadas. Craso y Pompeyo hicieron aprobar por voto directo de los comicios la prorrogación del mando militar de César en las Galias. Lo mismo hacía el tribuno del pueblo Cayo Trebonio respecto de las provincias de Siria y de España; por último, otros gobiernos, los más importantes en otro tiempo, fueron entregados asimismo por plebiscito. César ya había mostrado que los triunviros no necesitaban autorización de los antiguos poderes del Estado para aumentar sus ejércitos; tampoco encuentran escrúpulo en tomar los unos los soldados de los otros. Hemos visto a Pompeyo prestar los suyos a César para pelear en las Galias, y veremos a Craso, al ir a la guera contra los partos, recibir de César, su colega, un cuerpo de legionarios auxiliares. Por otra parte, según la constitución, los transpadanos no tenían más que el derecho latino; pero, durante su proconsulado, César los trató como si gozasen del derecho de plena ciudadanía[6]. Hacía tiempo que una comisión senatorial organizaba los territorios conquistados, sin embargo César no obedecía más que a su libre albedrío en los inmensos países galos por él sometidos. Así, por ejemplo, fundó colonias de ciudadanos sin tener para ello previos poderes, y estableció en Novum Comun a cinco mil colonos. Otros acontecimientos significativos son: Pisón pelea en Tracia; Gabinio, en Egipto, y Craso marcha contra los partos, todo sin previo acuerdo del Senado, sin darle siquiera cuenta, según la antigua costumbre. En este sentido, se conceden o se toman triunfos y honores militares sin solicitarlos del alto cuerpo. Y no se crea que hay aquí una mera negligencia en las formas, lo cual sería tanto menos explicable, cuanto que en casi ningún caso había que temer la oposición más insignificante. Por el contrario, se obra con la deliberada intención de excluirlo de todo lo que se refiere al ejército y a la alta administración; se tiende a que no intervenga en las cuestiones financieras ni en los asuntos interiores. Los adversarios de los triunviros no se engañaron en esto, y, hasta donde pudieron, protestaron a fuerza de senadoconsultos y de acusaciones criminales contra tales intrusiones. Pero, al mismo tiempo que arrojaban al Senado al último puesto, hacían funcionar perfectamente la máquina de los comicios populares, que les ofrecían menos peligros. Ya habían puesto gran cuidado en que los tiranos callejeros no pusiesen ningún obstáculo a su paso. Sin embargo, les ocurrió más de una vez tener que prescindir de todas estas vanas formalidades y erigirse sin rodeos en autócratas.
EL SENADO ANTE LA MONARQUÍA. CICERÓN Y LA MAYORÍA
El Senado estaba abatido y tuvo que resignarse. Marco Cicerón continuó siendo el jefe de la mayoría, pues tenía a su favor ser abogado de talento y saber hallar la expresión y el motivo de todo. En esto es en lo que se manifiesta más a las claras la ironía cesariana. Este hombre, ayer instrumento elegido para las demostraciones aristocráticas contra los triunviros, era hoy el que llevaba la voz del servilismo. A tal precio se le perdonaban sus efímeras veleidades de insurrección, aunque tomando seguridades para su sumisión completa. Su hermano había tenido que ir con César en calidad de oficial al ejército de las Galias, o más bien de rehén, y Pompeyo le había impuesto a él mismo una lugartenencia: medio fácil y honroso de desterrarlo de Roma en el momento que conviniese. Si bien es verdad que Clodio tenía orden de dejarlo en paz, César no quería deshacerse de Clodio por cariño a Cicerón, ni de Cicerón en interés de Clodio. El ilustre salvador de la patria, por un lado, y el campeón de la libertad, no menos grande que él, por otro, se hacían una competencia de camarilla en el cuartel general de Somarobriva. ¡Qué cuadro, si Roma hubiese tenido un Aristófanes! Por lo demás, no contentos con tener suspendidas sobre la cabeza de Cicerón las varas con que ya lo habían sacudido fuertemente, se lo ligaba también con doradas cadenas. Cuando César acudía a sacarlo de sus apuros le hacía grandes préstamos «sin interés» y le daba en Roma comisiones muy lucrativas, tales como la intendencia de las construcciones en que se gastaban sumas enormes. ¡Cuán bellas arengas senatoriales y cuántos bellos discursos, inmortales si hubiesen visto la luz pública, debieron aniquilarse ante el fantasma de la gente de negocios de César, dispuesto a levantarse al fin de la sesión con su letra de cambio en la mano! Y cuánto debió prometer el gran orador «que no se preocupará ya más del derecho y del honor, y ¡que no cuidará de otra cosa que de conciliarse el favor de los fuertes!». Bien considerado, se lo empleó en el oficio para que presentara mejores disposiciones: como abogado se le confía el desdichado papel de defender a sus más encarnizados enemigos, y como senador se lo convierte en el órgano ordinario de los dinastas. Así, presenta mociones «¡que apoyan los demás, cuando él votaría en contra!». Por último, leader reconocido y oficial de la sumisa mayoría, reconquistó de este modo su importancia política. Lo mismo se hizo con el resto del rebaño; el temor, las caricias o el oro los corrompieron a casi todos: todo el cuerpo senatorial se entregó a discreción a los triunviros.
CATÓN Y LA MINORÍA
Quedaba una fracción hostil que conservaba sus colores y que había permanecido inaccesible al temor y a la seducción. Los triunviros sabían muy bien que las medidas de rigor, como las tomadas poco antes contra Catón y Cicerón, perjudicaban más que lo que favorecían, y que era mejor sufrir una oposición incómoda, que hacer de los opositores los mártires de la causa republicana. En consecuencia, permitieron también a Catón volver (a fines del año 698), pero este reanudó inmediatamente la guerra en el Senado y en el Forum, muchas veces con peligro de su vida: guerra honrosa, sin duda, pero ridícula. Los triunviros toleraron que combatiese delante del pueblo las mociones de Tebonio, tanto y tan bien, que se llegó a las manos. Toleraron, además, que atacase en el Senado al procónsul César, con motivo de la matanza de los usipetas y de los tencteros, y hasta que pidiese que fuera entregado a los bárbaros. El día en que el Senado hizo que cargase sobre el Tesoro el sueldo de las legiones cesarianas, Marco Favonio, el «Sancho» de Catón, pudo lanzarse impunemente a la puerta de la curia y decir a voces a los transeúntes que la patria estaba en peligro. En otra ocasión, cuando Pompeyo se había atado una tira de lienzo en una pierna que tenía mala, este mismo loco osó decir en su trivial lenguaje que no había hecho más que colocar la diadema fuera de su lugar. Otro día, cuando la muchedumbre estaba aplaudiendo al consular Lucio Marcelino, exclamó: «Usad, usad de ese derecho de proclamar vuestro pensamiento, puesto que todavía os lo permiten». Por último, cuando Craso partió hacia su provincia de Siria, Cayo Ateyo Capitón, tribuno del pueblo, lo encomendó públicamente a los dioses infernales, según la fórmula de las imprecaciones religiosas. Después de todo, estas no eran más que vanas demostraciones de impotencia; pero, por insignificante que fuese el partido, tenía su importancia en cuanto alimentaba y proporcionaba salida a la levadura de la oposición republicana, y en cuanto arrastraba muchas veces a tomar medidas hostiles contra los triunviros a la mayoría de los senadores, que en el fondo estaba animada de un mismo espíritu. Esta no podía menos que ceder en ciertas ocasiones y en asuntos de poco interés a la necesidad de dar salida a sus rencores; y a la manera de los serviles descontentos, que se consideran impotentes contra los fuertes, saciaba su furor sobre el enemigo más raquítico. En cuanto se presentaba el momento oportuno, echaba la zancadilla a los instrumentos del triunvirato. Así es como Gabinio vio que le negaron un día las rogaciones que reclamaba (año 698), y, en otra ocasión, Pisón fue llamado de su provincia. Así es también como los senadores visten y conservan el luto hasta la salida del cargo de Marcelino, cónsul constitucional, cuando un tribuno del pueblo, Cayo Catón, puso obstáculos a las elecciones para el año 699. Hasta el mismo Cicerón, que tan humilde se manifiesta delante de los triunviros, osó publicar contra el suegro de César un folleto a la vez venenoso y de un gusto detestable. Ahora bien, todas estas veleidades opositoras de la mayoría senatorial y la estéril resistencia de la minoría no hacían más que mostrar más claramente que, si antes el poder había pasado de manos del pueblo a manos del Senado, hoy lo había verificado de las del Senado a las de los triunviros. La curia no es ya más que el consejo de Estado de una monarquía y el receptáculo de todos los elementos antimonárquicos. «¡No hay ningún hombre importante fuera de los triunviros!», exclaman los partidarios del gobierno caído, y agregan: «Tenemos señores omnipotentes y que procuran lo que nadie ignora: toda la República está transformada y obedece a estos señores; nuestra generación no presenciará un cambio de fortuna. En suma, no se vive ya en República, sino bajo el régimen del poder absoluto».
PERSISTE LA OPOSICIÓN EN LAS ELECCIONES
Sin embargo, por más que en la gobernación del Estado los triunviros no atendiesen otra ley que la de su voluntad, quedaba aún en el dominio de la política un terreno en cierto modo reservado, muy fácil de defender y muy difícil de conquistar: me refiero a las elecciones periódicas y a los tribunales. Por más que estos últimos no procedían directamente de la política, no dejaron de sufrir la influencia del espíritu que predominaba en la constitución; el hecho es patente por sí mismo. En cuanto a las elecciones de los magistrados, procedían del poder gobernante, desde cualquier punto de vista que se las considere y hasta conforme a los términos de la ley. Sin embargo, como en aquellos tiempos el poder estaba en manos de magistrados excepcionales, o de hombres sin un título regular, como los altos funcionarios exigidos por la constitución, no ejercían acción sensible sobre la máquina del gobierno. Desde el momento en que pertenecían a la oposición antimonárquica, se los vio descender poco a poco al papel de simples pantallas, calificándose a sí mismos los más enérgicos con el nombre de «nulidades impotentes»; incluso hasta su elección no servía más que como una demostración. Por tanto, en la elecciones y en los procesos criminales era donde los constitucionales, arrojados de todas las grandes posiciones del campo de batalla, intentaban todavía continuar la lucha. También aquí hicieron los triunviros todos los esfuerzos posibles para salir vencedores. En lo que respecta a las magistraturas, habían formado en Luca sus listas de candidaturas para los años siguientes de común acuerdo: todos los medios eran buenos para hacerlas triunfar. En un principio, durante la agitación electoral esparcieron el oro a manos llenas. Todos los años llegaban en tropel a Roma los soldados de Pompeyo y de César con licencias temporales, y tomaban parte en la votación. César se mantenía en la alta Italia, todo lo cerca de Roma que le era posible, y desde allí vigilaba y conducía el movimiento. Sin embargo, los triunviros no pudieron conseguir su fin sino muy imperfectamente. Los cónsules nombrados para el año 699 fueron efectivamente Pompeyo y Craso, conforme se había estipulado en Luca. La oposición vio derrotado a Lucio Domicio Ahenobarbo, su único candidato, y que luchó hasta el fin. Pero para triunfar había sido necesario usar públicamente la violencia y, entre otros graves excesos, fue herido Catón. En las siguientes elecciones consulares, para el año 700, triunfó Domicio a pesar de todos los ardides de los triunviros, y Catón fue elegido pretor. El año anterior, en cambio, había sido despojado de su derecho por Vatinio, cliente de César, con gran descontento de la masa de los ciudadanos. En las elecciones para el año 701, la oposición demostró respecto de los candidatos de César y de Pompeyo corrupciones tan escandalosas que los triunviros, sobre quienes recaía el escándalo, abandonaron al fin sus hechuras. Estas derrotas repetidas y sensibles en los comicios electorales podían explicarse en parte por el fraccionamiento de un mecanismo descompuesto, por los azares posibles de prever del movimiento electoral, por los trabajos y las conquistas de la oposición en las clases medias, y por el juego de intereses privados que venían a cobrar en sentidos diversos, muchas veces en contra de los intereses de partido. Sin embargo, se encuentra en otra parte su causa principal. En esta época las elecciones estaban en poder de los diversos clubes donde se agrupaba la aristocracia: en estos, la corrupción, organizada en sistema, disponía de recursos inmensos y de todo un ejército colocado en línea de batalla. Así, pues, esta aristocracia, que tenía en el Senado su representación legal, podía triunfar todavía en las elecciones. Es que, mientras en el Senado cedía disimulando su despecho, en las luchas electorales obraba y votaba en secreto, y hacía frente a los triunviros en los días en que se daban las cuentas. Aun prescindiendo de las elecciones para el año 700, las leyes contra las cábalas de los clubistas, leyes que Craso hizo confirmar por el pueblo durante su consulado en el 699 (Lex licenia; de Sodalitiis), muestran muy a las claras cuánto pesaba aún la influencia del partido noble.
LA OPOSICIÓN EN LOS TRIBUNALES
No eran menores las dificultades que suscitaban a los triunviros los tribunales jurados. En la forma en que entonces estaban organizados, tenían la preponderancia la clase media al lado de la nobleza senatorial. En el año 699 una nueva ley, votada a propuesta de Pompeyo, elevó a una tasa muy alta el censo para jurado. La cosa es digna de tenerse en cuenta. En efecto, el espíritu de oposición se concentraba en la clase media; y en los tribunales, lo mismo que en todas partes, se mostraba la alta banca mucho más flexible. No obstante, el partido republicano todavía tenía puesto allá su pie; si bien no osaba atacar la persona misma de los jefes, perseguía a sus principales agentes con sus infatigables acusaciones políticas. Esta guerra de procesos era tanto más viva puesto que, según la costumbre antigua, la acusación se verificaba por parte de los senadores jóvenes. Naturalmente estos tenían más pasión republicana, talento más vigoroso y audacia más agresiva que los hombres de edad madura de su casta. Sin embargo, los tribunales no eran del todo libres, y, en cuanto los triunviros fruncían el entrecejo, nadie osaba desobedecer. El adversario contra quien la oposición se mostraba más encarnizada era Vatinio. Era casi proverbial su odio furioso hacia este familiar de César que, a pesar de ser el más insignificante de todos, era no obstante el más temerario. Pero habló el señor y se paralizaron todos los procesos que se le habían formado. Ahora bien, cuando la acusación tenía por órganos a Cayo Licinio Calvo o a Cayo Asinio Polión, armados con la espada de su poderosa dialéctica y con el látigo de su ironía, no dejaba de tocar a la meta si bien no siempre triunfase. Por último, el partido pudo conseguir algunos triunfos, pero los que sucumbieron eran, en su mayor parte, oscuros subalternos. Sin embargo, un día se atacó a uno de los más poderosos, y por ende más odiados, satélites de Pompeyo. Me refiero al consular Gabinio. La aristocracia veía en él un enemigo irreconciliable y no le perdonaba su ley referida al mando de la expedición contra los piratas, ni su falta de miramientos para el Senado durante su proconsulado de Siria (véase el cap. IV). También le tenían ganas los rentistas porque en Siria había osado defender los intereses de los provinciales; y, por último, también Craso le guardaba rencor por su lentitud al entregarle su provincia. Contra tantos enemigos no le quedaba más apoyo que Pompeyo, y este tenía muchas razones para defender a toda costa al más capaz, al más atrevido y fiel de sus lugartenientes. Pero en esta ocasión, igual que en todas, no sabía servirse de su poder y patrocinar a sus clientes, como César patrocinaba a los suyos. Los jueces declararon a Gabinio culpable de concusión, y lo condenaron al destierro (a fines del año 700). Así, pues, en las elecciones y en los tribunales de justicia muchas veces eran derrotados los triunviros. Los elementos influyentes escapaban a la corrupción y al miedo mejor que los órganos directos del gobierno y de la administración. En las elecciones, sobre todo, los triunviros tenían que habérselas con la constante resistencia de una oligarquía exclusiva, concentrada en sus camarillas de las que no era fácil apoderarse por más que se las hubiera arrojado del poder, y que en definitiva era más difícil de quebrantar, puesto que obraba de un modo más oculto. En los tribunales del jurado, principalmente, tenían que habérselas con la malevolencia de las clases medias hacia el nuevo régimen monárquico, odio que traía consigo mil dificultades y que no les era posible destruir. De aquí esa serie de derrotas sufridas en ambos terrenos. Pero, lo repito, las victorias electorales de la oposición solo tenían la importancia de una demostración, pues los triunviros tenían y aplicaban medios para anular a todo funcionario que no les agradase. Por el contrario, los veredictos hostiles les asestaban golpes sensibles, pues les quitaban sus más útiles auxiliares. En resumen, no podían ni desembarazarse de las elecciones y de los jurados, ni dominarlos suficientemente. Por oprimida que estuviese, la oposición todavía se sostenía en su campo.
LA OPOSICIÓN EN LA LITERATURA
Había otro refugio de donde había que renunciar a desalojarla, y en el que se defendía con tanto más ardor cuanto que ya había sido completamente arrojada de sus diversas posiciones puramente políticas. Me refiero a la literatura. Las manifestaciones ante los pretores habían comenzado a ser en realidad, y ante todo, literarias; los discursos de los abogados se publicaban y circulaban en hojas sueltas, y trataban de los acontecimientos del día. Más rápidos y acerados dardos eran los lanzados por los poetas. La juventud ilustrada de la alta aristocracia y, quizá con más energía que esta, los jóvenes literatos pertenecientes a la clase media de las ciudades del interior, todos hacían una ruda guerra de sátiras y de epigramas a porfía y con éxito. En primera fila combatían juntos Cayo Licinio Calvo, noble e hijo de senador (de 672 a 706), temido por sus discursos, sus sátiras y sus agudos versos, y otros dos ciudadanos de Cremona y de Verona, Marco Furio Vibaculo y Quinto Valerio Catulo, cuyos epigramas mordaces y elegantes corrían por toda Italia rápidos como las flechas. En suma, toda obra literaria revestía en estos años un marcado sello de oposición.
La cólera y el desprecio se dan en ellos la mano contra el «Gran César, imperator único; contra el amable suegro y el amable yerno, que arruinan el universo por dar a sus innobles favoritos una ocasión de recorrer las calles de Roma adornados con los despojos del celta de cabellos largos, de preparar festines y darse una vida de príncipes con el botín traído de las lejanas islas de Occidente, o para convertirse en rivales de amor, derramando el oro a manos llenas, robando así sus amantes a los honrados jóvenes de Roma». En las poesías de Catulo y en los demás restos de la literatura de aquel tiempo, se halla el primer acento de estos odios vigorosos, personales y políticos. En ellos se nota la agonía de la pasión republicana deleitándose, hasta en sus últimos furores, en la desesperación que se desborda, y hablando todavía, más o menos poderosamente, el lenguaje de los Aristófanes y de los Demóstenes. Al menos el más inteligente de los triunviros reconocía que, aun cuando la oposición de los literatos no fuera despreciable, no había que pensar en destruirla por la fuerza, así que prefirió, en cuanto estaba a su alcance, intentar atraerse los principales. Cicerón era el primero que debía a su renombre la mayor parte de las benévolas atenciones que César le prodigaba. En otra ocasión, aprovechando la amistad que lo unía al padre de Catulo, el procónsul de las Galias no desdeñó recurrir a su mediación para hacer las paces con el hijo. Se vio, pues, al poderoso imperator olvidar los sarcasmos y las injurias directas, y colmar al joven poeta de las más pomposas distinciones. Espíritu original, si los hubo, quiso seguir hasta en su propio terreno a los literatos, sus enemigos. Así publicó, a título de defensa indirecta contra sus multiplicados ataques, el relato detallado de la guerra de las Galias, afectando una simpática sencillez en la forma y exponiendo a la consideración de todos los motivos necesarios y la legalidad constitucional de sus operaciones militares. Pero, por más que se haga o intente lo que quiera, la libertad, y solo ella, es la que forma a los poetas y sus brillantes creaciones; solo la libertad es la que inflama las imaginaciones vivas y ricas. Ella es, en fin, la que anima con su último soplo de vida a las pobres caricaturas de los libelistas. Por consiguiente, todos los elementos literarios y todas las inspiraciones eran y permanecían antimonárquicas; y, si fue dado a César ensayarse en el cerrado campo de las letras sin fracasar, es porque también tenía ante sus ojos el sueño grandioso de una sociedad libre, ese sueño cuyo cumplimiento no podía confiar a sus adversarios ni a sus partidarios. Resumamos: en el dominio de las letras, los republicanos eran dueños tan absolutos como los triunviros en la política práctica y corriente[7].
SE DECIDEN NUEVAS MEDIDAS EXCEPCIONALES
Sin embargo, se hacía necesario emplear el rigor contra esta oposición, que, por más que fuese impotente, era atrevida y molesta. La condenación de Gabinio dio la señal, según parece. Los triunviros convinieron en constituir una dictadura temporal que les permitiese toda clase de medidas colectivas contra las elecciones y los tribunales. Como Pompeyo tenía entonces la alta inspección de los asuntos de Roma y de Italia, le correspondía la ejecución del plan proyectado y así fue que lo puso en obra con su lentitud indecisa e inactiva y su chocante mutismo, por más que tuviese intención y poder para dictar la ley. Ya a fines del año 700 se había aludido por otros en el Senado a la próxima dictadura. ¿No tenían los triunviros el pretexto perfecto que oponer? ¿No estaba la capital llena de clubes y de banderías que pesaban sobre las elecciones y los jurados por la corrupción y la más deplorable violencia, y que tenían organizado un motín permanente? Tales excesos parecían justificar las medidas excepcionales de los coaligados. Pero, por otra parte, mientras el futuro dictador en apariencia rehusaba una expresa petición de poderes, la servil mayoría rehusaba también ofrecérsela. Llegó la agitación sin par de las elecciones consulares para el año 701, en las que se cometieron los más tristes excesos. Retrasada durante todo un año de lo que marcaba el término legal, la votación no pudo verificarse hasta julio de 701, después de siete meses de interregno. Pompeyo tenía al fin la tan deseada ocasión de pronunciarse en el seno de la curia sobre la oportunidad de la dictadura, único medio de cortar el nudo, ya que no podía desatarse. Tampoco ahora dejó escapar la palabra decisiva. Quizá se habría callado todavía por mucho tiempo, si en las elecciones consulares para el año 702 no hubieran tenido los candidatos triunvirales, Quinto Metelo Escipión y Publio Plaucio Hipseo, ambos sus parientes y completamente adictos, la concurrencia de Tito Anio Milón, uno de los más ardientes agitadores de la oposición. Milón estaba dotado de valor físico y era bastante listo como para urdir una intriga, y lo era aún más para contraer deudas. Audaz por naturaleza y por educación, se había conquistado un nombre entre los caballeros de industria de la política del día. Después de Clodio, era el hombre más reputado del oficio y entre ellos había, por consiguiente, una rivalidad y un odio a muerte. Como los triunviros habían comprado a este Aquiles callejero, hacía el papel de ultrademócrata aunque con permiso expreso. El Héctor del otro campo se convirtió inmediatamente en el campeón de la aristocracia.
ASESINATO DE CLODIO. ANARQUÍA. POMPEYO DICTADOR
La oposición republicana actual estaba dispuesta a aliarse con el mismo Catilina, si acaso resucitaba y se dirigía a ella. Por lo tanto, proclamó a Milón como su héroe en todos los alborotos del Forum; y, en realidad, los pocos éxitos conseguidos en el campo de batalla solo los debió a Milón y a su banda de gladiadores sabiamente organizados. Fue entonces cuando Catón y los suyos pusieron manos a la obra, y propusieron la candidatura de este hombre. El mismo Cicerón no podía menos que hablar en pro del contrario de su enemigo, en pro de aquel que había tomado su defensa durante muchos años. Como por otra parte Milón no perdonaba el oro ni las fechorías para asegurar su elección, parecía asegurado su triunfo. Su nombramiento no habría sido solamente una derrota nueva y sensible, sino también un grave peligro para los triunviros. ¿Cómo había de creerse que el astuto y atrevido partidario, una vez promovido a cónsul, fuera a dejarse anular fácilmente, a la manera de Domicio y otros personajes de la oposición honrada? Entre tanto, sucedió que Aquiles y Héctor se encontraron por casualidad fuera de la ciudad, en la vía Apia: se empeñó la batalla entre sus bandas, y Clodio, herido de un sablazo en la espalda, se refugió en una casa vecina. Todo esto se verificó sin la orden de Milón; pero las cosas habían llegado a este punto y la tormenta ya había estallado, le pareció más provechoso y menos peligroso consumar el crimen que perpetrarlo a medias. Por consiguiente, expidió a sus gentes, quienes sacaron a Clodio fuera de la casa y lo asesinaron (13 de enero del año 702). Inmediatamente los demás agitadores del partido, los tribunos del pueblo Tito Munacio Planco, Quinto Pompeyo Rufo y Cayo Salustio Crispo, aprovecharon la excelente ocasión que se les ofrecía y quisieron rechazar la candidatura hostil de Milón, en provecho de sus patronos, y elevar finalmente a Pompeyo a la dictadura. El pueblo bajo, esclavos y emancipados, al perder a Clodio, perdieron un protector y un emancipador futuro. Nada más fácil que suscitar el motín que se necesitaba. Se expuso solemnemente en la tribuna de las arengas el cadáver ensangrentado; se pronunciaron vehementes discursos de circunstancias y se verificó inmediatamente la explosión. Se eligió la misma curia, la ciudadela de la pérfida aristocracia, como pira para el salvador del pueblo: la muchedumbre condujo allí el cadáver y prendió fuego al edificio.
Después, las masas corrieron hacia la casa de Milón y la sitiaron; pero los habitantes rechazaron a flechazos a los sitiadores. Desde allí se dirigieron a casa de Pompeyo y de los candidatos amigos, saludando a uno como dictador y a los otros como cónsules. Por último, fueron a casa del interrey Marco Lépido, a quien pertenecía la dirección de las elecciones. Como según los términos de la ley este se negó a volver a abrirlas en aquel momento, que es lo que exigía la muchedumbre, esta lo tuvo sitiado durante cinco días. Los autores del escándalo habían traspasado su objeto. Sea como fuere, finalmente su señor y maestro se decidió y aprovechó el feliz accidente del asesinato de Clodio no solo para rechazar a Milón, sino también para hacerse dictador. Sin embargo, no quería tener su título proveniente de una banda de amotinados, así que necesitaba la designación del Senado. Reunió tropas con el pretexto de contener la anarquía que se había hecho omnipotente e intolerable en Roma. Mientras que antes pedía, ahora ordenó, y el Senado cedió inmediatamente. Solo a propuesta de Catón y de Bíbulo se recurrió a un subterfugio: así, el 25 del mes intercalar (que correspondía a este año del 702) el procónsul Pompeyo, conservando sus demás cargos, fue nombrado no dictador, sino «cónsul sin colega». Subterfugio miserable que daba otro nombre a la cosa a costa de una doble y esencial contradicción[8]. Sin embargo, se había retrocedido ante la denominación usual, la cual decía cuanto podía decir. De este mismo modo en tiempos anteriores se había visto a la nobleza expirante no conceder a los plebeyos más que el poder consular, en vez de abrirles el consulado.
CAMBIOS EN EL ORDEN DE LAS MAGISTRATURAS Y EN LOS JURADOS
Una vez en posesión legal del poder supremo, Pompeyo puso manos a la obra y obró con vigor contra el partido republicano que dominaba en los clubes y en los jurados. Reforzó la disciplina electoral en dos ocasiones, con una ley especial y con otra contra la candidatura; esta última tenía efecto retroactivo respecto de todas las infracciones cometidas desde el año 684, agravando las penas anteriores. Conforme a una medida aún más importante, se determinó que las provincias, ese departamento que era la más extensa y remuneratoria de las funciones públicas, en adelante no serían dadas a los cónsules y a los pretores a la inmediata terminación de sus cargos, sino después de un intervalo de cinco años. No hay que decir que la nueva organización no se pondría en vigor hasta dentro de cuatro años; y que hasta entonces se proveerían todos los gobiernos por senadoconsultos. Todo se ponía en manos del hombre y de la facción a quien obedecía el Senado mismo. Las comisiones de los jueces jurados continuaron siendo lo que eran, aunque se dictaron ciertas restricciones al derecho de acusación, y, lo que era quizá más grave, no se dejó ya campo libre a la palabra en los tribunales de justicia. Así, el número de abogados en cada causa y el tiempo que podían durar sus discursos estaban limitados por un máximo fijo. Insensiblemente había prevalecido el uso de traer en apoyo del acusado, a falta de testigos sobre el hecho, otros que lo fuesen acerca de su buen nombre (laudatores). En adelante, se suprimió esta mala práctica, y el Senado, obediente siempre, decretó en seguida a una señal de Pompeyo que la patria había estado en peligro por el drama sangriento de la vía Apia. Asimismo, por una ley extraordinaria se instituyó una comisión especial con el fin de proceder contra todos los crímenes referentes a este asunto: los miembros de esta comisión debían ser nombrados por Pompeyo. Por último, se intentó dar una seria eficacia a la censura y purgar de una porción de gentes indignas el cuerpo de los ciudadanos, abandonado hoy al desorden y a la corrupción.
Todas estas medidas eran votadas bajo la presión del sable. Una vez que el Senado declaró que la patria estaba en peligro, Pompeyo llamó a las armas a todos los contingentes itálicos y les hizo prestar juramento de homenaje absoluto, amenazando con emplear la fuerza al primer movimiento que intentara la oposición. Durante el proceso contra los asesinos de Clodio, llegó incluso a apostar soldados alrededor de los tribunales de los jueces, cosa inaudita e insólita.
SUMISIÓN DE LOS REPUBLICANOS
Como entre los serviles de la mayoría senatorial no se encontrara ninguno que se sintiese con valor o autoridad suficientes para osar presentarse como candidato a un cargo semejante, abortó la resurrección de la censura. Los jueces jurados condenaron a Milón (8 de abril del año 702), y no produjo resultado la tentativa de candidatura consular de Catón para el año 703. La reforma del procedimiento dio a la oposición del folleto y del discurso un golpe del que no pudo levantarse más; expulsada la hasta entonces temible elocuencia judicial del dominio de la política, revistió a su vez el arnés monárquico. Sin embargo, el espíritu de oposición no había dejado de vivir en los corazones de la gran mayoría de los ciudadanos, ni de manifestarse en las cosas de la vida pública. Para esto no bastaban las medidas restrictivas en las elecciones, en la justicia y en la literatura, sino que hubiera sido necesario aniquilarlo todo. Digámoslo de una vez: dada la nueva situación, es decir, siendo dictador, Pompeyo halló todavía, a fuerza de torpeza y de falta de buen sentido, el medio de proporcionar a los republicanos muchos triunfos que debieron llegarle a lo vivo. Naturalmente, cuando los regentes dictaban medidas de fuerza con tendencia aristocrática con el objeto de fortificar su dominación, no omitían nunca la coletilla oficial del orden y de la paz pública. Según ellos, todo ciudadano estaba interesado y debía auxiliarlos, a no ser que quisiese fomentar la anarquía. Pero Pompeyo fue demasiado lejos en la representación de una ficción tan transparente. Al formar la comisión especial que debía emitir su informe contra el motín último, en lugar de recurrir a hombres que fuesen en su mano instrumentos seguros, eligió los más ilustres personajes de todos los partidos, y a Catón el primero de todos. Se aplicó con todo el peso de su influencia a mantener el orden material en el pretorio, con lo cual en adelante hizo imposibles las escenas tumultuosas de sus amigos y de sus adversarios, que eran el ordinario apéndice de la justicia de estos tiempos. A esta imparcialidad afectada respondieron inmediatamente las materias judiciales. Si los jueces no osaron absolver a Milón, lo hicieron en cambio respecto de la mayor parte de los acusados de la facción republicana, en tanto al mismo tiempo era segura la condena de todo el que en aquel motín había estado de parte de Clodio, o lo que es lo mismo, de parte de los triunviros. Entre las víctimas había un gran número de familiares de César y del mismo Pompeyo, su propio candidato al consulado, Hipseo, y los tribunos del pueblo Planco y Rufo, que se habían puesto por él a la cabeza del motín. Como el dictador quería aparecer siempre imparcial, no impidió su condena. Primera falta desde el punto de vista de su interés. Cometió además una segunda, ya fuese que violase personalmente y sin necesidad a favor de sus amigos las leyes que él mismo había promulgado la víspera (se lo vio asistir al proceso de Planco como testigo de su buena conducta, laudator), ya que cubriese con su protección a ciertos acosados muy cercanos a él (a Metelo Escipión, por ejemplo) y los salvase del veredicto de los jueces. Como siempre, quería simultáneamente las cosas más contrarias: intentaba cumplir los deberes del gobernante que no tiene más que un peso y una medida para todos, y continuaba siendo el jefe de un partido: así es que no consiguió ni una cosa ni otra. Mientras que la opinión continuaba viendo en él, y con razón, un déspota; para sus adherentes no era más que un capitán que no sabe ni quiere proteger a sus soldados.
Por tanto la oposición todavía se movía y, gracias principalmente a las faltas de Pompeyo, conseguía alguna que otra victoria que le daba valor. Pero no por esto los triunviros habían dejado de conseguir casi por completo el fin que se habían propuesto al erigir la dictadura: habían cogido las riendas más cortas, el partido republicano humillado cedía el puesto a la aristocracia y el pueblo comenzaba a acostumbrarse a ello. Un día en que Pompeyo se levantó después de una grave enfermedad, se celebró su alivio en toda Italia con fiestas y regocijos obligados, como se hace en tales ocasiones en todos los pueblos regidos por instituciones monárquicas. Los regentes se mostraban satisfechos; al llegar el 1 de agosto del año 702, Pompeyo resignó la dictadura y compartió el poder consular con Metelo Escipión, su cliente.