XII
RELIGIÓN, CULTURA, LITERATURA Y ARTE

RELIGIÓN DEL ESTADO

Ningún nuevo elemento se produjo en las esferas de la religión y de la filosofía. La religión del Estado romanohelénico y la filosofía oficial del pórtico, indisolublemente unida a ella, constituían para todo gobierno, oligarquía, democracia o monarquía, un instrumento cómodo, y, más que cómodo, indispensable. Construir de nuevo el Estado sin el elemento religioso habría sido tan impracticable como inventar una religión nueva que reemplazara el antiguo culto, tan apropiado a la vieja Roma. A veces se había visto detenerse repentinamente el huracán revolucionario ante las predicciones de los augures, y el aparato corrompido y dislocado que había sobrevivido al cataclismo en que pereció la República fue transportado entero, con su falsa majestad y sus vanos ritos, al campo de la nueva monarquía. Pero se comprende fácilmente que, para los espíritus libres, habían caído en desgracia aquellas formalidades. Respecto de la religión del Estado, la opinión pública manifestaba una gran indiferencia: nadie quería ver en ella más que un instrumento de mando y de conveniencia pública, y no interesaba gran cosa, como no fuera a algunos eruditos de la política y a algunos partidarios de la tradición. En su hermana la filosofía, que tuvo muy diferente acogida aun entre las gentes menos avisadas, no encontró más que hostilidad, como un justo e infalible efecto de sus vanas doctrinas y de su pérfido charlatanismo. Y la misma escuela que parecía tener conciencia de su nulidad, también hace un esfuerzo hacia el sincretismo, e intenta así recibir un soplo vivificador. Antíoco de Ascalon (floreció hacia el año 675), quien se vanagloriaba de haber sabido fundir en una sabia unidad el estoicismo de Zenón con las ideas de Platón y de Aristóteles, alcanzó en Roma más de un triunfo. Su filosofía, bastante mal recibida al principio, estuvo de moda entre los conservadores de entonces, y la estudiaron con pasión los diletantes y los letrados del gran mundo. Él, que aspiraba a un campo más libre para el pensamiento, desconocía el pórtico o le era hostil. Eran mal vistos estos fariseos de Roma, estos fanfarrones de palabras huecas y enfadosas. Era preferible abandonarse a los senderos prácticos de la vida, y entregarse a la enervada apatía o a la ironía que todo lo niega. De aquí los progresos del epicureísmo en los grandes círculos de Roma; de aquí el derecho de ciudad conquistado por los cínicos de la secta de Diógenes. Condenada como estaba a la aridez y a la infecundidad, esta filosofía valía menos aún que la algarabía de palabras y que las nociones vacías de la ciencia estoica. Lejos de buscar el camino de la sabiduría en la renovación de las doctrinas tradicionales, se contentaba con el presente y no prestaba fe sino a las sensaciones materiales. Y, en cuanto al cinismo, este tenía la ventaja sobre todos los sistemas filosóficos de entonces, pues al despreciarlo todo, hombres y sectas, se contentaba con no ser un sistema. Esta ventaja era en verdad inmensa, pues entre las dos sectas, el epicureísmo y el cinismo, había una acalorada contienda donde el pórtico llevaba la peor parte. El epicúreo Lucrecio, al predicar para los hombres serios con el poderoso acento de una convicción profunda y de un santo celo, atacaba los dioses, la providencia divina de los estoicos, sus doctrinas y la teoría de la inmortalidad del alma humana. Varrón el cínico, ante el grosero público que prefería la burla, aguzaba los ligeros dardos de sus sátiras por todos alabadas y lograba su objetivo con más seguridad. Y, mientras los mejores de la antigua generación se mostraban hostiles al pórtico, los hombres de la nueva generación, Catulo, por ejemplo, se mantenían alejados del palenque, y su sátira era más casuística por lo mismo que ignoraban y querían ignorar.

LAS RELIGIONES ORIENTALES. EL CULTO DE MITRA.
EL CULTO DE ISIS. EL NEOPITAGORISMO. NIGIDIO FÍGULO

Sin embargo, al lado de la incredulidad mantenida por las conveniencias políticas, se hacían muchos prosélitos. La incredulidad y la superstición, estos dos prismas diversos del mismo fenómeno histórico, corrían parejas y se daban la mano en el mundo. Tampoco faltaban entes que, al reunir estos dos vicios, negaban los dioses con Epicuro y hacían sacrificios delante del altar más insignificante. Naturalmente, solo se trataba de los dioses orientales. A medida que una multitud de gentes de las provincias griegas acudían a Italia, estos inundaban las regiones occidentales en número siempre creciente. Ya sabemos la importancia que habían adquirido los cultos de Frigia. Esto lo atestiguan con sus ataques los hombres de edad avanzada, tales como Varrón y Lucrecio, y lo mismo aseguran los jóvenes del día: testigo de esto son las glorificaciones del poético Catulo, que terminó con una plegaria característica: «Diosa, aleja de mí tus furores y lánzalos sobre los demás». Al lado de los dioses de la Frigia vinieron a colocarse los de la Persia. Estos habían tenido por propagadores a los piratas del Este y del Oeste, que se encontraban sobre las olas del Mediterráneo, y se dice que su más antiguo santuario estaba al occidente del Olimpo de Siria. Pero en el curso de su emigración hacia el Oeste, el culto oriental había perdido todos los elementos morales y de elevado espiritualismo que encerraba primitivamente, y lo que prueba esto es que la mayor divinidad de la pura doctrina de Zoroastro, Ahura Mazda, fue desconocida entre los occidentales. Sus adoraciones se dirigieron hacia el dios que en la antigua religión de los persas ocupaba el primer lugar, Mitra, hijo del Sol. Con más rapidez que las deidades del cielo persa, figuras más espirituales y más dulces, propagaron en Roma las cohortes misteriosas y rudas de las grotescas teogonías egipcias: Isis, madre de la naturaleza y de todas sus obras; Osiris, que muere y resucita todos los años; el sombrío Serapis; el Horus-Harpocrate, severo y silencioso, y Anubis Cinocéfala. El mismo año en que Clodio dejó en libertad a las asociaciones y conventículos, y sin duda por efecto de aquella emancipación popular, este enjambre de dioses amenazó con instalarse hasta en la antigua ciudadela del Júpiter romano, en el Capitolio. Y, en efecto, costó mucho trabajo evitarlo. Aquellos dioses necesitaban a toda costa un templo, y se les asignaron los arrabales. Ningún culto ha alcanzado tanta popularidad como este entre las bajas clases. Un día, cuando el Senado mandó destruir el santuario de Isis que estaba en el recinto de las murallas, no se encontró ni un obrero que se atreviera a poner allí su mano, y el cónsul Lucio Paulo se vio obligado a arrancar la primera piedra. Seguramente no había una joven de libertinas costumbres que no fuera devota de la diosa en proporción a su libertinaje. Dicho está que los sortilegios, la oneirocricia y todas las artes libres del mismo linaje eran oficios lucrativos; también se profesaba la ciencia de los horóscopos. Lucio Tarucio de Firmun, hombre respetable, erudito en su arte y gran amigo de Cicerón y de Varrón, determinaba muy seriamente, después de muchos cálculos, la fecha del nacimiento de Rómulo y Numa, y hasta la de la fundación de Roma y, auxiliado por la sabiduría caldea y egipcia, confirmaba las relaciones de la leyenda romana con gran edificación de los creyentes de ambos partidos. Un fenómeno todavía más notable se vio producirse por primera vez en el mundo romano: un ensayo de fusión entre la fe grosera y el pensamiento especulativo, manifestación no desconocida de la tendencia que llamamos neoplatonismo. Tuvo por primer y más antiguo apóstol a Publio Nigidio Fígulo, distinguido romano que pertenecía al más rígido partido de la aristrocracia, pretor en 696, quien murió desterrado de Roma por causas políticas en 709. Verdadero prodigio de erudición, y más admirable todavía por la obstinación en sus creencias, fundó con los más disparatados elementos un sistema de filosofía religiosa, cuyos principios enseñaba en sus lecciones orales, más que en sus libros consagrados a las materias teológicas y a las ciencias naturales. Al rechazar lejos de sí los principios y las abstracciones de los sistemas que estaban en boga, sacó, hasta de abajo de los escombros, las fuentes de esta filosofía antisocrática cuyo pensamiento se había revelado a los sabios de los tiempos antiguos con su forma más viva y sencilla. Y dicho está que en esta filosofía las ciencias físicas trascendentales habían de desempeñar un papel importante. ¿Acaso no se las ve también entre nosotros ofrecer diariamente un poderoso apoyo al charlatanismo místico y a los piadosos escamoteos? Con más razón había de suceder esto mismo en la antigüedad, cuando se ignoraban más las verdaderas leyes de la naturaleza. Con respecto a la teología de Fígulo, esta no era otra cosa que aquella extraña confusión en que se hallaban sumidos por sus correligionarios griegos, y que resultaba de la unión de la ciencia órfica y de otros antiguos principios con los nuevos dogmas inventados en la Italia y con los misterios de la Persia, de la Caldea y del Egipto. Además, como si no fuera ya bastante grande la confusión, so pretexto de perfeccionar la armonía del sistema, agregó a él los principios de la ciencia etrusca hijos de la nada, y la ciencia indígena del vuelo de las aves. Hecho esto, la doctrina fue puesta bajo la invocación política, religiosa y nacional del nombre de Pitágoras, aquel ultraconservador cuya máxima era «fundar el orden e impedir el desorden». Pitágoras, el milagroso, el conjurador de los espíritus, el antiguo sabio natural de Italia, cuya leyenda se entrelaza con la de Roma, y cuya estatua se hallaba levantada en el Forum. El nacimiento y la muerte tienen su afinidad: Pitágoras había asistido a la fundación de la República, había sido amigo de Numa y colega de la Mater Egeria, de divina prudencia, y en la hora suprema había sido el último refugio del sagrado arte de los augurios de las aves. El sistema de Nigidio no era solo una maravilla, también hacía prodigios: el día en que nació Octavio predijo a su padre la futura grandeza del hijo. Para los creyentes, los profetas evocaban a su vez los manes, y aún más, indicaban el sitio donde se ocultaban los tesoros perdidos. Esta ciencia, vieja y nueva a un tiempo, había producido en los contemporáneos una impresión profunda, y los hombres más respetables, más sabios y más valientes de todos los partidos, Apio Claudio, cónsul en el año 700, el erudito Marco Varrón y Publio Vatinio, oficial de los más bravos, se dedicaron también a la nigromancia. Parece que la policía debió intervenir para evitar estos extravíos de la sociedad romana, últimos y tristes esfuerzos que no bastaron para salvar la religión y que, parecidos a los honrados esfuerzos que hizo Catón en el orden político, se nos ofrecen con su aspecto lamentable y cómico a la vez. Por mucho que muevan a risa el evangelio y el apóstol, no deja de ser extremadamente grave que hombres de temperamento vigoroso también se dejaran arrastrar al absurdo.

EDUCACIÓN. CIENCIAS GENERALES EN MATERIA DE EDUCACIÓN

En cuanto a las humanidades, la educación de la juventud continuaba moviéndose en el programa que comprendía el estudio de las dos lenguas, expuesto en otro lugar, de la época precedente. A medida que el tiempo avanza, la cultura general del mundo romano se va sujetando más a las formas instituidas por los griegos. Se abandonaron los ejercicios del baile, las carreras y la esgrima, para dedicarse a la gimnástica perfeccionada de la Grecia; y, si es cierto que no existían aún establecimientos públicos de esta clase, tampoco había una granja elegante que no tuviera su palestra al lado de las termas. Pero, si se quiere ir más lejos y preguntar qué transformación se había operado en este siglo en toda la educación, compárese el programa de la enciclopedia de Catón con el del libro análogo de Varrón sobre las ciencias escolásticas. En la obra de Catón, el arte oratorio, la agricultura, la jurisprudencia, la guerra y la medicina no constituyen los elementos de una educación científica especial; y en la de Varrón, como puede inferirse con algún acierto, el programa de los estudios comprende la gramática, la lógica o la dialéctica, la retórica, la geometría, la aritmética, la astronomía, la música, la medicina y la arquitectura. De suerte que, en el curso del siglo VII, el arte militar, la jurisprudencia y la agricultura pasaron de la categoría de ciencias generales a la de ciencias profesionales. Además, según Varrón, para la educación de la juventud se adoptaba el programa griego en toda su integridad, y, al mismo tiempo que las lecciones de gramática, retórica y filosofía introducidas en Italia desde épocas anteriores, se abrieron cursos de geometría, aritmética, astronomía y música, que por mucho tiempo habían sido enseñanzas propias de las escuelas de la Grecia[1]. La astronomía, por ejemplo, al dar la nomenclatura de las estrellas, entretenía la ociosidad de los eruditos del tiempo. Asociada a la astrología, alimentaba las piadosas supersticiones, muy poderosas por aquel entonces. Para la juventud, era un conjunto de estudios regulares y profundos, como lo prueba el hecho de que fuesen los poemas didácticos de Arato las primeras obras que, entre todas las de la literatura alejandrina, hallaran una benévola acogida cerca de los jóvenes romanos, ávidos de instruirse. A la serie de los cursos griegos se unía la medicina, rama antigua del programa de la educación indígena y, por último, la arquitectura, arte indispensable para los romanos, que se habían aficionado a edificar palacios y granjas, al mismo tiempo que abandonaban el trabajo de los campos.

ESTUDIOS GRIEGOS. EL ALEJANDRINISMO

Pero si la educación grecolatina había ganado en extensión y en rigor de escuela, perdió mucho en pureza y delicadeza. La ciencia griega, estudiada con irresistible ardor, ha dado sin duda un barniz más sabio a la cultura; pero explicar a Homero o a Eurípides no es, después de todo, un arte. Discípulos y maestros de dedicaron a la poesía alejandrina porque, dada la situación del mundo romano, esta se acomodaba al espíritu de todos mucho mejor que la antigua y verdadera poesía nacional de la Grecia. Su antigüedad era por lo menos tan remota como la de la Ilíada y, en opinión de los profesores, los alejandrinos eran verdaderos clásicos. Las poesías eróticas de Euforion, Las causas de Calímaco y su Ibis, y la Alexandra cómica y oscura de Licofron, encerraban a propósito un caudal de palabras raras (glossœ) para las antologías y los comentarios de los intérpretes. En estas obras se encontraban frases y sentencias rebuscadas, oscuras y de difícil explicación, giros confusos, un conjunto intrincado y misterioso de mitos olvidados y, en fin, una copia de erudición en extremo pesada. Cada día se exponían en la Academia los trozos más difíciles, y todos estos productos de la literatura alejandrina, obras maestras de la industria de los profesores, llegaban a ser excelentes temas para los buenos escolares. Así se vio a los alejandrinos invadir los gimnasios itálicos a título de modelos y de textos de enseñanza. Sin duda ellos hicieron progresar la ciencia pero a costa del gusto y del buen sentido. Muy pronto se apoderó de toda la juventud romana esta sed de peligrosa cultura, y quiso acudir, en cuanto le fue posible, a la fuente misma de la ciencia helénica. Los cursos de los profesores griegos de Roma eran buenos solo para los primeros ensayos; pero luego se deseaba hablar con los griegos mismos. La juventud acudía a Atenas a escuchar las lecciones de los filósofos griegos, y a Rodas, para oír a los retóricos, y hacía viajes literarios y artísticos al Asia Menor, donde se encontraban y eran estudiados sobre el terreno los antiguos tesoros del genio de los helenos, y donde se continuaban, a manera de oficio por cierto, las tradiciones del culto de las musas. En cuanto a la capital del Egipto, considerada como el santuario de las más austeras disciplinas, como lo había sido antes, era visitada con menos frecuencia por la juventud ávida de saber.

ESTUDIOS LATINOS

Al mismo tiempo que se amplió el programa de los estudios griegos, también se amplió el de los latinos, lo cual era, en parte, el resultado puro y simple del movimiento del helenismo. En el fondo, los latinos recibían de los griegos el impulso y el método. Muy pronto, y bajo la influencia de las ideas democráticas, se abrió la tribuna del Forum a todas las clases y atrajo una gran concurrencia. Las condiciones políticas de la nueva Roma contribuyeron a que se aumentara el número de los oradores: «A donde quiera que dirijáis la vista, encontraréis abundancia de oradores», decía Cicerón. A esto se suma el culto que se rendía a los escritores del siglo VI que, a medida que se remontaban al pasado, se rodeaban cada vez más de la aureola clásica y componían la edad de oro de la literatura latina. En ellos se concentra el esfuerzo del trabajo pedagógico, y se les proporciona el más poderoso contingente. Después, la barbarie inmigra de todas partes, penetra en el Imperio y se latinizan populosas regiones, como las Galias y España, con lo cual ganan mucho la lengua romana y las letras latinas. ¿Habría sucedido lo mismo si el idioma indígena hubiera permanecido estacionado en el Lacio? En Como y en Narbona, el preceptor era un personaje mucho más importante que en Ardea o en Preneste y, sin embargo, bien mirado, la cultura bajaba en vez de ir en progreso. La ruina de las ciudades provinciales itálicas, la enorme afluencia de hombres y de elementos extranjeros, la decadencia política, económica y moral de la nación y, por encima de todo, los estragos de las guerras civiles hacían a la lengua un daño que no podrían remediar todos los maestros de escuela del mundo. Al mismo tiempo, el estrecho contacto con la civilización griega de la época y las más directas influencias de la ciencia locuaz de Atenas, la retórica de Rodas y del Asia Menor, infestaban a la juventud de los más deletéreos miasmas de helenismo. Así como la importación de este en Oriente había perjudicado al idioma de Platón, de la misma manera la propaganda latina entre los galos, los iberos y los libios llevaba consigo la corrupción de la lengua romana. Aquel público que aplaudía los periodos sabiamente redondeados, cadenciosos y rimados del orador, que hacía pagar caro al comediante la menor falta de gramática o de prosodia; aquel público, repito, poseía la lengua madre, que había sido estudiada a fondo y que llegó a ser el bien común de todas las clases. Según los escritores contemporáneos, incluso aquellos que son más benévolos en sus juicios, la cultura helénica de los italianos en el año 690 estaba muy en decadencia comparada con lo que era un siglo antes. Estos mismos escritores deploraban la corrupción del hermoso y puro latín de otros tiempos, que solo era cultivado por muy escasos personajes. Todavía se oye en los labios de algunas ancianas matronas de la alta sociedad romana; pero las tradiciones de la verdadera elegancia, el vigor y la gracia del antiguo latín, la delicadeza de Lucilio y los giros literarios de los Escipiones, todo esto ya se había perdido. No se podía hablar de urbanidad (urbanitas) a pueblos para quienes esta palabra, y la idea que representa, era nueva. Lejos de reinar en las costumbres la cortesía, esta va desapareciendo por completo, y en la ruina de aquellas y de la lengua, entre los bárbaros latinizados o los latinos convertidos en bárbaros, se puede ver claramente la ausencia de la urbanidad. Las sátiras de Varrón y las cartas de Cicerón nos dan el modelo de la conversación elegante y son el eco de las antiguas costumbres, vivas aún en Rieti y en Arpio; pero en Roma no quedaba nada de ellas.

INSTRUCCIÓN PÚBLICA.
PRIMEROS ESTABLECIMIENTOS

El sistema de educación de la juventud era, en el fondo, el mismo; pero al ser allí el bien más raro que en otros tiempos, se mostraba con más frecuencia el mal por efecto de la decadencia nacional antes que por vicios del sistema. Sin embargo, Cesar también llevó sus reformas a este punto. Mientras que el principio romano había combatido la cultura literaria y después no había hecho más que tolerarla, el nuevo Imperio italohelénico, cuya esencia era la humanidad (humanitas), la tomó por su cuenta y ejerció la dirección. César concedió el derecho de ciudad a todos los profesores de artes liberales y a todos los médicos de Roma. Este primer paso anuncia la futura creación de grandes establecimientos, en los cuales se dará a la juventud romana la instrucción superior en las dos lenguas, y que serán la expresión completa y poderosa de la cultura nueva en el Estado nuevo. Poco después decidió el regente la fundación de una biblioteca griega y latina en la capital, y para dirigirla nombró a Marco Varrón, el más erudito de los romanos, e hizo ver por este medio que abría a la literatura universal este reino de Roma que se extendía sobre todo el mundo.

LA LENGUA

Con respecto a la lengua misma, su evolución obedece a elementos completamente opuestos: por una parte, al latín clásico de los elementos cultos, y, por la otra, al latín vulgar de la vida común. El primero es el producto de la cultura italiana. En efecto, hablar el latín fue una regla favorita en el círculo de los Escipiones. Allí la lengua patria no tenía toda su primitiva sencillez y tendía a distinguirse del idioma que hablaba la muchedumbre. Pero desde principios del siglo se manifiesta una notable reacción contra el clasicismo de las altas clases y su literatura, reacción que se relacionaba entrechamente, por dentro y por fuera, con otra reacción análoga que en el mismo período ocurría en la Grecia. Ya, en efecto, Hegesias de Magnesia, retórico y poeta, y todos los retóricos y literatos del Asia Menor se habían armado enseguida contra el aticismo ortodoxo, y habían pedido el derecho de ciudad para la lengua vulgar, ya vinieran las palabras o las frases de Atenas, de la Caria o de la Frigia. En este sentido, hablaron y escribieron no para las reuniones de las gentes elegantes, sino a gusto de las muchedumbres. El proyecto seguro era bueno, pero, en rigor, tanto valía el público del Asia Menor, como la práctica que se quería introducir, porque entre los asiáticos de este tiempo se había perdido por completo el sentido de la pureza severa y sobria, y no se preciaban más que de la vana hojarasca y de los halagos. Sin extenderme aquí sobre los géneros bastardos y las producciones de esta escuela, romances, historias y otras de este linaje, diremos solamente que el estilo de los asiáticos era muy cortado, sin cadencia ni periodos, flojo y pesado, lleno de hojarasca y de vanas imágenes, trivial por añadidura y en extremo amanerado. «Quien conozca a Hegesias —dice Cicerón—, no necesita ir muy lejos a buscar un fatuo.»

VULGARIDAD EN ROMA. REACCIÓN LA ESCUELA DE RODAS. CICERONIANISMO

Y, no obstante, este género de literatura hizo progresos en el mundo latino. Al haber invadido los programas de la educación latina al final de la época precedente, la retórica, que estaba de moda entre los griegos, había alcanzado todo su desarrollo al principio del siglo actual. Con Quinto Hortensio (640-704), el más ilustre abogado del tiempo de Sila, había ocupado la tribuna de las arengas, y se la vio entonces, con el uso del idioma latino, acomodarse servilmente al depravado gusto importado de la Grecia. El público no tenía ya aquel oído delicado y puro del tiempo de los Escipiones, y aplaudía muy naturalmente al nuevo orador, si se mostraba hábil en cubrir sus vulgaridades con un barniz exterior. Este acontecimiento tenía una alta importancia. De la misma suerte que en Grecia se habían contratado los pugilatos literarios en la escuela de los retóricos, en Roma se dio el lenguaje forense, mucho más que la literatura propiamente dicha, la regla y la medida del estilo. Y el «príncipe de los abogados» tuvo, por decirlo así, jurisdicción sobre el tono del lenguaje y sobre la manera de escribir según la moda de la época. La vulgaridad asiática de Hortensio desterró la forma clásica de la tribuna romana y en parte de los otros géneros literarios. Pero pronto la moda cambió en Grecia y en Roma. Primero los maestros rodios, sin volver por completo a la austera pureza del estilo ático, intentaron abrirse un nuevo sendero entre la forma antigua y la nueva y, sin sujetarse rigurosamente a la exacta corrección de la expresión y del pensamiento, atendieron a las purezas de la lengua y de la frase, poniendo cuidado en la elección de las palabras y de los giros, y buscando la cadencia en el periodo. En Italia se presentó Marco Tulio Cicerón, quien, guiado por las lecciones de los rodios y su gusto más maduro por mejores preceptos, fue en lo sucesivo, y mientras vivió, un celoso defensor de la pureza de la lengua. Se consagró a los periodos y a la cadencia de la oratoria, y buscó sus modelos favoritos con preferencia en la alta sociedad romana, que no se hallaba contaminada en el gusto de la vulgaridad moderna, pues, como hemos dicho más arriba, algunos, aunque pocos, se habían librado de la corrupción general.

La antigua literatura latina y la buena literatura griega, cualquiera que haya sido la influencia de esta en el movimiento de la frase, ocupaban un puesto muy secundario. En la tan preconizada depuración del lenguaje era forzoso ver, más que la revolución del lenguaje escrito contra el idioma vulgar, la revolución de la lengua hablada, tal como se usaba por las gentes instruidas, contra la jerga del falso o del mediano saber. En esto Cicerón se presentó como el maestro más grande de su tiempo: se hizo la expresión viva del clasicismo romano y de su dogma fundamental. Evitó en sus discursos y en sus escritos las palabras extranjeras, con la solicitud propia del marino que navega entre escollos, y rechazó tanto las expresiones puramente poéticas, las olvidadas en la antigua literatura y los términos del idioma rústico, como los giros tomados del lenguaje familiar y aquella multitud de frases y de palabras griegas que habían invadido el lenguaje usual, como lo atestiguan las correspondencias del tiempo. De cualquier manera, el clasicismo de Cicerón se salía fuera de todos los recursos artificiales de la escuela. Dicho clasicismo era al de los Escipiones lo que la falta confesada es a la ignorancia; lo que son los clásicos del tiempo de Napoleón a los Molière y a los Boileau del gran siglo de oro de los franceses. En tiempo de los Escipiones se había acudido a la misma fuente del idioma, mientras que Cicerón tuvo que recoger, lo mejor que pudo, el soplo expirante de una generación insensiblemente perdida. Pero, tal como era, se propagó pronto el nuevo clasicismo. Con el reinado de la tribuna, la dictadura de la lengua y del gusto pasa de Hortensio a Cicerón, y este, en sus múltiples y vastas obras de todos los géneros, da a la literatura lo que faltaba hasta entonces: los textos modelos en prosa. Cicerón es, en efecto, el verdadero creador de la moderna prosa latina. A él, artista hábil del estilo, se liga estrechamente la escuela clásica. Al estilista, más que al gran escritor y mucho más que al hombre de Estado, se dirige aquel elogio, excesivo sin duda, pero que no es una frase vana, que le consagran los mejores representantes de la nueva forma, César y Catulo.

LA POESÍA NEORROMANA

No se detuvo aquí el progreso. Lo que hizo Cicerón en la prosa lo realizó también en la poesía una pléyade de jóvenes, siendo Catulo el más brillante campeón de la poesía neorromana. Los griegos alejandrinos no habían abandonado aún los modismos, pero también entre ellos la lengua usual de la alta sociedad repudiaba las reminiscencias arcaicas aceptadas poco antes sin medida, y, como la prosa buscaba entonces el ritmo del periodo ateniense, la poesía latina se sujetó poco a poco a la regla métrica estrecha, y con frecuencia difícil, de la escuela alejandrina. A partir de Catulo ya no fue permitido comenzar el verso por un monosílabo o por un bisílabo que no fuese de una medida particular, ni cerrar en este mismo lugar la frase comenzada en el verso precedente.

LA GRAMÁTICA

Tratemos ahora de la ciencia que determina las leyes de la gramática y desenvuelve sus preceptos, ciencia que ya no obedece, como antes, a los azares del empirismo, sino que tiende, por el contrario, a dar reglas a las que se sujete la gramática. En la declinación de los sustantivos, las desinencias, que hasta entonces habían sido inciertas, quedaron de una vez determinadas. Para el genitivo y dativo de la cuarta declinación (según nuestras escuelas), César empleó exclusivamente la forma contracta us y u, en lugar de la antigua forma, hasta entonces igualmente aceptada[2]. En la ortografía se introdujeron modificaciones parecidas y la escritura fue puesta en completo acuerdo con la lengua hablada: César fue el primero que reemplazó la vocal aspirada u de las raíces por la i[3]. Dos consonantes del alfabeto romano, la k y la g, fueron en adelante inútiles: el uso de la primera fue abandonado y se propuso la supresión de la segunda. En fin, aunque la lengua no había alcanzado aún toda su pureza, estaba en vías de conseguirlo, y, si bien es cierto que todavía no se sujetaba a las reglas, ya tenía conciencia de ellas. La gramática latina tomó de la griega su espíritu y método general, y aún más, el latín se modificó hasta en sus detalles según el idioma helénico, como lo prueba la s final que, hasta los últimos años del siglo, tuvo valor de consonante o de vocal ad libitum, y de la cual los poetas de la nueva escuela, a imitación de los griegos, no hicieron más que una desinencia consonante. Toda esta reforma lingüística es del dominio propio de los clásicos en todos los casos y por los medios más diferentes. Por otra parte, lo que demuestra la importancia de este hecho es que la nueva regla hace ley entre los corifeos literarios, Cicerón, César y el poeta Catulo, quienes condenaban toda infracción. Además, debe comprenderse que en este tiempo la vieja generación había de rechazar la innovación gramatical, como también había luchado contra la revolución política, a la que sucumbió[4]. Pero mientras el clasicismo nuevo, o mejor dicho, el latín regular marchaba a la par del modelo griego en cuanto era posible, y convertido él también en modelo abandonaba la resistencia intentada contra los vulgaristas de las altas clases y de la literatura; mientras este idioma reformado se fija por la literatura y las fórmulas gramaticales, su adversario no abandona el campo. De hecho, no solo busca un asilo en las obras de escritores subalternos o en la Memoria sobre la segunda guerra española, continuación de los Comentarios de César, sino que también lo encontramos en la literatura propiamente dicha, imponiendo su sello al romance y hasta a las obras estéticas de Varrón. Es característico que se sostenga perfectamente en los géneros populares, igual que los hombres que se convierten en sus campeones son, como Varrón, conservadores puros. De la misma manera en que la monarquía fue edificada sobre las ruinas de la nacionalidad, el clasicismo se apoyó en la expirante lengua de los italianos. Y era lógico que aquellos en quienes encarnaba todavía la República persistiesen también en mantener los derechos del antiguo idioma, y cerrasen los ojos ante sus lagunas y efectos desde el punto de vista artístico, o por afición al sabor popular y a la vitalidad relativa del idioma mismo. Entonces fue cuando se manifestó esta extraña divergencia de opiniones y de tendencias: de una parte Lucrecio, el antiguo poeta franco; de otra Catulo, el poeta moderno. De un lado Cicerón, con su periodo cadencioso; del otro Varrón, que desdeña el número y divide la frase. Cuadro fiel de las discordias de este tiempo.

MOVIMIENTO LITERARIO LAS LETRAS GRIEGAS EN ROMA

En la esfera propia de la literatura, comparada la época actual con la que precede, se observa en Roma un marcado y creciente movimiento. Desde hacía tiempo la actividad literaria de los griegos no se movía ya en la ancha esfera de la independencia civil, y por lo tanto necesitaba los establecimientos científicos de las grandes ciudades y, sobre todo, las cortes de los reyes. Estos habían sido condenados al favor o a la protección de los grandes, y luego arrojados sucesivamente de los santuarios de las musas cuando vinieron a extinguirse las dinastías de Pérgamo (621), de Cirene (658), de Bitinia (679) y de Siria (690), y desaparece el esplendor de la corte de las Lágidas[5]. Por lo demás, al haber vivido en forzoso cosmopolitismo después de la muerte de Alejandro Magno, las letras griegas, verdaderamente extranjeras tanto entre los egipcios y los sirios como entre los latinos, tienden cada vez más hacia la capital del Imperio. Al lado del cocinero, de la desenfrenada prostituta y del parásito, en medio del enjambre de esclavos griegos que rodeaban entonces al romano de las clases ricas, se encuentran en primer término el filósofo, el poeta y el historiógrafo. Literatos distinguidos aceptan esta humilde condición, como, por ejemplo, el epicúreo Filodemos, filósofo doméstico de L. Pisón y cónsul en 696, cuyos ingeniosos epigramas edificaban a los iniciados en el grosero epicureísmo del fundador de esta escuela. De todas partes y a todas horas acudían a Roma en número creciente los más notables representantes del arte y de la cultura helénicas. Allí prosperaba el mérito literario más que en ningún otro lugar, y entre todos se distinguieron el médico Asclepiades, a quien Mitrídates intentó en vano atraer a su servicio; Alejandro de Mileto, erudito en todos los ramos, también llamado Polyhistor; el poeta Parthenius, de Nicea de Bitinia[6]; el profesor y escritor Posidonio de Apamea, ilustre también por sus viajes, quien vino, siendo anciano, de Rodas a Roma (en 703).

Una casa como la de Lucio Lúculo, parecida al Museum de Alejandría, era a la vez un asilo para la cultura helénica y un centro de comunicación para las letras griegas. El poder de Roma y el refinamiento griego habían reunido en estos salones, consagrados a la riqueza y a la ciencia, un incomparable tesoro de esculturas y pinturas de los maestros antiguos y contemporáneos, y una biblioteca cuidadosamente escogida y magníficamente dispuesta. Cualquier hombre de cultura, cualquier griego, era allí bien recibido; y también allí se encontraba el dueño, paseando bajo los espléndidos pórticos, conversando e intercambiando ideas filológicas y filosóficas con sus sabios huéspedes. Pero los griegos no llevaron a Roma solamente las maravillas de su espléndida civilización, sino que importaron allí sus vicios y su servil condescendencia. Un día, uno de estos sabios vagabundos, Aristodemo de Nisa (700), autor de una retórica de la lisonja, se recomendaba a su señor demostrando esta proposición: «Que Homero había sido romano».

MOVIMIENTO LITERARIO ENTRE LOS ROMANOS

Por lo demás, el amor a las letras y la actividad literaria fueron progresando en Roma con la afluencia y el movimiento de los sabios que vinieron de Grecia. La manía de escribir en griego, desterrada en otro tiempo por el gusto severo del siglo de los Escipiones, despertó de nuevo y llegó a ser la lengua universal. Los escritos griegos eran mucho más leídos que los libros redactados en latín; y así como antes se había visto a los reyes de Armenia y de Mauritania dedicarse a las composiciones en prosa, y hasta en verso, en la lengua de la Hélade, de la misma manera se dedicaban ahora los ilustres romanos Lucio Lúculo, Marco Cicerón, Tito Atico, Quinto Escévola (tribuno del pueblo en 700) y otros que no menciono. Por otra parte, para los verdaderos romanos, todo este trabajo de pluma era un puro pasatiempo y una mera diversión. En el fondo los partidos políticos y literarios se mantenían todos obstinadamente en el terreno de la nacionalidad itálica, más o menos minada por el helenismo, y sería injusto quejarse de la falta de actividad de los escritores latinos, pues abundaban los libros, los folletos de todo género y, sobre todo, las poesías. En Roma abundaban también los poetas, tanto como antes abundaban en Tarso o en Alejandría; las publicaciones en verso llegaron a ser el pecado en que incurrían frecuentemente todos los jóvenes de viva imaginación, y se tenía por dichoso aquel cuyos primeros ensayos eran protegidos contra la crítica por un olvido afortunado. Todo el que ejercía la profesión presentaba a certamen, sin reparo alguno, sus quinientos hexámetros, irreprochables a juicio del maestro, pero sin mérito para el lector. Hasta las mujeres tomaban parte en estas lides; no contentas con dedicarse al baile y a la música, ostentaban en la conversación las dotes de su inteligencia y de su espíritu, y producían obritas de literatura griega y latina; y cuando la poesía inflamaba el corazón de la joven, prorrumpía en hermosísimos versos. Los ritmos eran el entretenimiento diario más noble de los jóvenes de ambos sexos de las familias distinguidas, y a todas horas se cambiaban esquelas en verso, se hacían en común ejercicios poéticos, y se celebraban lides de la misma índole entre los buenos compañeros. A fines de esta época, se abrieron en Roma muchas escuelas, en las cuales los poetas latinos, aún en la edad de la pubertad, aprendían las reglas de la versificación mediante estipendio. Hubo entonces un enorme consumo de libros; se perfeccionó la edición de las copias manuscritas y la publicación de ellas fue relativamente rápida y más barata. El comercio de obras llegó a ser una profesión considerada y productiva, y las gentes instruidas se citaban en las librerías. Leer estaba de moda, era una verdadera manía. En la mesa misma, a menos que en ella se entregasen los comensales a los más groseros pasatiempos, se leía con frecuencia, y cualquiera que iba de viaje no olvidaba llevar en su equipaje una biblioteca portátil. En el campamento, bajo la tienda de campaña, el oficial superior tenía en su cabecera algún folleto griego de lúbrica moral, y en el Senado, al lado del hombre público, solía verse algún tratado filosófico. En suma, en el Imperio Romano sucedía lo que ha sucedido y pasará siempre en todo imperio donde los ciudadanos lean «desde el portal hasta el retrete». El visir de los partos tenía razón cuando, al mostrar a los habitantes de Seleucia los libros hallados en el campamento de Craso, les preguntaba si podían ser terribles adversarios los lectores de tales libros.

CLÁSICOS Y MODERNOS

Las inclinaciones literarias del siglo no eran ni podían ser sencillas, cuando la literatura misma se dividía entre la ciencia antigua y la moderna. Lo mismo que en la política, se hallaban en lucha abierta y también libraban sus batallas las tendencias nacionales e italianas de los conservadores por un lado, y las helénicas e italianas, o si se prefiere, cosmopolitas de los nuevos monárquicos por otro, quienes se apoyan en la antigua latinidad que reviste decididamente el carácter clásico en el teatro, en la escuela y en las indagaciones de los eruditos. Si el gusto ha decaído, el espíritu de partido es más enérgico que en tiempo de los Escipiones, de forma tal que se ensalza hasta las nubes a Ennio, a Pancuvio y, sobre todo, a Plauto. Las tablas sibilinas adquirían un gran valor a medida que eran más raras, y los poetas del siglo VI, con su nacionalismo relativo y su fecundidad relativa también, nunca alcanzaron tanto favor de sus refinados epígonos como en este siglo. Para estos, tanto en literatura como en política, la edad de oro de Roma es la época de las guerras de Aníbal; la era del pasado irrevocable. Para mucha gente, esta admiración de los antiguos clásicos iba unida a la misma devoción profunda que se veía en el fondo de las ideas conservadoras de entonces, y no faltaban hombres que sostenían opiniones medias. Cicerón, por ejemplo, el principal campeón de las nuevas tendencias en la prosa, profesaba a la antigua poesía nacional el mismo respeto que le inspiraban la constitución democrática y la ciencia augural: «El patriotismo lo quiere —exclamaba—, leed, con preferencia al original, tal traducción de Sófocles notoriamente mala». Y mientras la nueva escuela, afiliada a las ideas de la monarquía democrática, contaba con un gran número de partidarios mudos entre los admiradores fieles de Ennio, no faltaban censores más audaces, mal avenidos con la literatura indígena y con la política senatorial, que hicieran una severa crítica de la escuela de los Escipiones. Solo Terencio salía bien parado de sus censuras, mientras Ennio y sus discípulos eran condenados sin apelación. Los jóvenes y temerarios traspasaban todo límite razonable en esta herética impugnación a la ortodoxia literaria, y se atrevían a calificar a Plauto de grosero bufón, y a Lucilio de mal versificador. En este punto, la moderna escuela se aparta de la literatura nacional y se dedica a los nuevos griegos, al alejandrinismo, como se lo llama.

EL ALEJANDRINISMO GRIEGO

Nos vemos obligados a dar algunos detalles de este curioso invernadero de la lengua y del arte helénicos y, sin embargo, no diremos nada que no sea útil para la inteligencia de la literatura romana en la época que nos ocupa y en los tiempos posteriores. La literatura alejandrina se ha formado sobre las ruinas del idioma puro de la Grecia, reemplazado después de la muerte de Alejandro Magno por una jerga bastarda, mezcla informe que resultó del contacto de los dialectos macedonios con los numerosos idiomas de las razas griega y bárbaras. Para hablar con más exactitud, la literatura alejandrina salió de los escombros de la nación helénica que, en el momento de fundar la monarquía de Alejandro y el Imperio del helenismo, estaba condenada a desaparecer, y que en efecto desapareció como individualidad nacional. Si se hubiera mantenido el trono que levantó Alejandro, en vez de la literatura helénica y popular de los primitivos tiempos, se habría formado otra que no tuviera de griega más que el nombre, sin patria verdadera, cuya literatura recibiría la vida e inspiración de arriba, y que al ser cosmopolita habría ejercido un dominio universal. Pero no sucedió así. El Imperio de Alejandro se desmembró después de su muerte, y poco después cayeron los fundamentos del imperio literario. La Hélade solo pertenecía al pasado, y con ella todo lo que había poseído: nacionalidad, lengua y arte. El círculo relativamente estrecho, no de hombres cultos, que ya no los había, sino de letrados, dio todavía asilo a una literatura muerta, de cuya rica herencia hacen el inventario unos con triste curiosidad, y otros con un refinamiento de áridas investigaciones. En la agitación febril que todavía reina, y bajo aquella corriente de erudición sin vida, se encontraba una apariencia de fecundidad, que en realidad es la fecundidad póstuma del alejandrinismo. Este, parecido a la literatura culta que floreció en el transcurso de los siglos XV y XVI, rehace y depura los idiomas vulgares, busca su sustancia en el fondo de las nacionalidades romanas todavía vivas, y se implanta en el círculo cosmopolita de los eruditos en filología, como la flor delicada de la extinguida antigüedad. Aunque más corta en el tiempo, la diferencia entre el griego clásico y el griego vulgar del siglo de los diadocos es la misma que entre el latín de Manucio y el italiano de Maquiavelo.

EL ALEJANDRINISMO EN ROMA

Hasta entonces, Italia se había defendido contra los alejandrinos. Había tenido un relativo florecimiento literario en el tiempo que precede y que sigue a las guerras púnicas. Pero Nevio, Ennio, Pacuvio y toda la escuela de los escritores romanos puros, hasta Varrón y Lucrecio, habían distado mucho en todos los géneros de la producción poética, incluso en el poema didáctico, de sus contemporáneos griegos o de sus predecesores inmediatos, y todos, sin excepción, habían acudido a las fuentes de Homero, Eurípides, Menandro y los otros maestros de la viva y popular literatura de la antigua Grecia. Nunca las letras romanas tuvieron la savia de la nacionalidad, y sin embargo puede decirse que, mientras ha habido un pueblo romano, los escritores de Roma se han inspirado en los modelos vivos y nacionales, y que, aun sin copiar a la perfección a los mejores, han procurado imitar en lo posible el original. En Roma los primeros imitadores de la literatura griega posalejandrina, sin contar con los pequeños ensayos del tiempo de Mario, se encuentran entre los contemporáneos de Cicerón y de César, y desde este momento se precipita una innovación indetenible, aunque las causas de este fenómeno se atribuyen en parte a hechos exteriores. Las relaciones cada día más frecuentes con la Grecia, los viajes de los romanos que acudían en masa a los países helénicos y la afluencia de letrados griegos en la capital formaron naturalmente, hasta en la misma Italia, un público para la literatura griega contemporánea, para los poemas épicos y elegíacos, para los epigramas y los cuentos milesios que circulaban en la Hélade. Después llega la hora en que, como hemos dicho, la poesía de los alejandrinos también se introduce en las escuelas frecuentadas por la juventud italiana, y allí adquiere una influencia tan grande, que desde entonces el sistema de educación fue y continuó siendo modelado por los programas que se usaban en Grecia, y se relacionó estrecha y rápidamente la nueva literatura de Roma con la nueva de los griegos. Uno de los más famosos elegíacos alejandrinos, Parthenius, citado más arriba, abrió en Roma una cátedra de literatura y de poesía hacia el año 700, y de él nos quedan algunos extractos, verdaderos temas escolares de elegía y de mitología según la fórmula helenoegipcia, destinados sin duda a sus nobles discípulos. Y no fue solamente una causa fortuita la que suscitó el alejandrinismo romano y le dio vida, sino que también es necesario considerarlo como el resultado inevitable del desarrollo político y nacional del Imperio. De la misma suerte que la Hélade se había fundido en el helenismo, se funde el Latium en el romanismo, y, al desbordarse de sus fronteras, Italia se extiende en la monarquía cesariana del mundo mediterráneo, como había hecho el helenismo en el mundo oriental de Alejandro Magno. Por otro lado, al haber absorbido el nuevo Imperio las dos poderosas corrientes de las nacionalidades latina y griega, confundidas en lo sucesivo después de haber llenado durante tantos siglos sus dos lechos paralelos, no fue suficiente para la literatura italiana buscar su punto de apoyo en la nación hermana, sino que necesitó presentarse al nivel del alejandrinismo, representante literario de la Grecia en aquel tiempo. La escuela latina popular estaba agonizando y perecía con el latín escolar del último siglo, junto a sus pocos iniciados clásicos y con la sociedad exclusiva de los lectores fieles a la urbanidad. En su lugar nacía una literatura imperial verdaderamente epigónica, artificial en su desarrollo y sin fundamentos populares fijos. Esta anunciaba en las dos lenguas su evangelio universal de humanidad, inspirado en un todo, y con plena conciencia de ello, en el genio de los antiguos maestros griegos, y recibía su lengua en parte de estos y en parte de los antiguos maestros romanos nacionales. ¿Esto fue acaso un progreso? Ciertamente que aquel era un edificio grandioso y una creación más necesaria que la monarquía mediterránea de César. Pero, al no recibir sino de arriba el soplo de vida, no tenía nada de la lozana vitalidad popular, nada de la vigorosa savia nacional, atributo ordinario de las sociedades más jóvenes, más limitadas y más próximas al estado de naturaleza; atributo glorioso, en fin, del Estado italiano en el siglo VI.

La extinción de la nacionalidad latina, absorbida por el gran Imperio cesariano, destruyó el fundamento de la literatura latina. Cualquiera que tenga el sentimiento de las afinidades íntimas del arte de la nacionalidad, dejará a Cicerón y Horacio por Catón y Lucrecio. Solo una crítica histórica y literaria igualmente pervertida por las rutinas de escuela pudo conceder el título de edad de oro a la época artística que comienza con la nueva monarquía. No obstante, aunque el alejandrinismo romanohelénico de los tiempos de César deba ceder el puesto a la antigua literatura de Roma, por imperfecto que haya llegado a ser es muy superior al del tiempo de los diadocos, lo mismo que el sólido edificio cesariano lleva una gran ventaja a la efímera obra del rey macedonio. Demostraremos en su momento que, si se compara la literatura que lleva el nombre de Augusto con la de los sucesores de Alejandro, que tiene con ella un parentesco próximo, observaremos que la primera es inferior a la segunda como obra de filología, pero muy superior como instrumento de dominación, y por lo tanto tiene entre las altas clases sociales una duración y un campo de influencia más vastos que los que ha tenido nunca el alejandrinismo helénico.

LITERATURA DEL TEATRO.
DECADENCIA DE LA COMEDIA Y LA TRAGEDIA. EL MIMO

En el género dramático observamos la esterilidad más lamentable. Desde antes de la época actual, el drama, la tragedia y la comedia agonizaban en Roma. En tiempo de Sila, aún acudía el público al teatro, como se prueba por las frecuentes representaciones de las comedias de Plauto, cambiados solo los títulos y los nombres de los personajes. Pero los directores literarios tenían cuidado de decir que era preferible presenciar la representación de una antigua y buena comedia que de una mala pieza moderna. De esto a no abrir la escena sino a los poetas muertos, no había más que un paso, y este paso se dio en tiempo de Cicerón, sin que intentasen luchar los alejandrinos, cuyas producciones teatrales eran tan malas que era mejor pasar sin ninguna. En efecto, la escuela alejandrina jamás ha conocido la poesía dramática; pero al ensayarse en obras bastardas, escritas únicamente para ser leídas y no para ser representadas en escena, se consiguió que obtuvieran en Italia carta de naturaleza, y en breve se las dio al público de Roma como se las había dado antes en Alejandría. Entre los vicios de civilización de la capital, llegó a ser manía crónica escribir tragedias. Y puede conjeturarse cómo serían tales producciones cuando sabemos que Quinto Cicerón, para distraerse en sus cuarteles de invierno en las Galias, acabó cuatro en dieciséis días. La única rama fresca todavía de la literatura nacional va a perderse en lo sucesivo en el mimo o «cuadro vivo», que era la farsa atelana con los diferentes vástagos etológicos (Mimi ethologici, Cic., De orat., 59) de la comedia griega, a los cuales se consagraron exclusivamente los alejandrinos, cuyo astro poético y sus triunfos brillaron más en este género de composiciones.

El mimo se origina en la danza de carácter con acompañamiento de flauta, que estaba en uso desde mucho tiempo atrás en los convites, y más frecuentemente en los entreactos para divertir al público que ocupaba el patio de los teatros. El discurso se introdujo por necesidad en esta clase de espectáculos, lo que condujo fácilmente a colocar la pantomima en el desarrollo de una fábula medianamente desenvuelta, con un diálogo acomodado. Entonces se transformó en un drama cómico corto que se diferenciaba de la antigua comedia o de la comedia atelana, en que el baile, con sus inseparables obscenidades, tenía, como antes, el principal papel. A decir verdad, el mimo era, más que espectáculo de teatro, un pasatiempo acomodado a la gente del patio; desechó la ilusión escénica, la máscara y el coturno (plano pede), pero introdujo la gran innovación de admitir a las mujeres en escena para representar papeles femeninos. Hacia el año 672 apareció en Roma este nuevo género que absorbió muy pronto al bufo populachero, al cual imitaba en más de un concepto, y sirvió de intermedio o de pequeña pieza después de la tragedia de los antiguos poetas (exodium). Poco importaba allí la fábula. Sin nudo y más liviana aún que la atelana, con tal que hubiera mucho movimiento y confusión, y que el mendigo se convirtiese repentinamente en un creso o viceversa, no se contaba para nada con el poeta, que cortaba el nudo que no podía desatar. El asunto era amoroso, de ordinario, y muy frecuentemente de la peor índole y en extremo imprudente. Los maridos, por ejemplo, tenían contra ellos al autor y al público sin excepción, y la moral del poema consistía en mofarse de las buenas costumbres. Como en las atelanas, todo el encanto del mimo estaba en la pintura de la vida de las más humildes y bajas clases. Los cuadros rústicos son reemplazados allí por las escenas populares, por los hechos y proezas de los modestos ciudadanos, y el buen público de Roma, a imitación de lo que hacía el de Alejandría en las piezas griegas análogas, acude a aquellas representaciones a aplaudir su propio retrato. Buen número de personajes escénicos pertenecían a la clase artesana. Allí encontraremos al inevitable batanero, al cordonero, al tintorero, al salinero, al tejedor y al criado que cuidaba los perros. En otra parte hallamos los papeles de carácter: el olvidadizo, el charlatán y el hombre de los cien mil sestercios[7]. Otra vez el autor va al extranjero en busca de sus tipos, y trae a la mujer etrusca, a la gala, a la cretense y a la alejandrina; después toca su turno a las fiestas y reuniones populares, las compitales, las saturnales, la Anna Perenna y las termas, y aun en algunas ocasiones, en El viaje a los infiernos y en El lago Averno, el mimo parodia a la mitología. Las injurias y las palabras picantes son las que más aceptación tienen, como también los proverbios vulgares y las sentencias cortas, fáciles de retener en la memoria y de fácil aplicación, y, en suma, los más absurdos propósitos reciben allí carta de naturaleza. Aquel era el mundo al revés: mientras a Baco se le pedía agua clara, se quería que la ninfa de las aguas diese vino; y, cosa que hasta entonces había estado severamente prohibida en la escena, el poeta se permite hacer alusiones políticas, de lo cual tenemos más de un ejemplo[8]. En cuanto a la métrica, los autores de mimos no se cuidaban, como ellos mismos lo declaran, de la medida del verso, y en sus pequeñas piezas, escritas sin consideración al juego escénico, abundaban las expresiones vulgares y las más triviales formas. El mimo, como se ve, en el fondo no era otra cosa que la antigua farsa sin la máscara de carácter, sin la localización ordinaria de la escena en Atela, sin la pintura exclusiva de las costumbres rústicas, y que, usando de una libertad que excede todos los límites y desafía todo pudor, sustituye la atelana por el cuadro de las costumbres de la ciudad.

LABERIO

Nadie duda de que las obras mímicas han sido casi siempre las más efímeras, y que no han podido aspirar a un puesto cualquiera en la literatura. Solo las obras de Laberio, notables por el vigor de los caracteres, y tenidas en su género por obras maestras de estilo y versificación, han pasado a la posteridad. Es una desgracia para el historiador no poder comparar el drama de los últimos días de la República agonizante con el gran prototipo ateniense.

PRESENTACIÓN ESCÉNICA

En el momento en que desaparece la literatura dramática, el aparato teatral y el aparato escénico se desarrollan y crecen en magnificencia. En Roma y en las ciudades de provincia los espectáculos tienen una regular importancia en la vida pública. Pompeyo dio a la capital su primer teatro permanente. Antes, las representaciones tenían lugar al aire libre, pero en la época que nos ocupa se pedía a la Campania el inmenso velum, que protegía a la vez a actores y espectadores (676). Así como en Grecia antes se había abandonado la pléyade, más que pálida, de los dramaturgos alejandrinos, y el teatro se había sostenido con el auxilio de las piezas clásicas, las de Eurípides sobre todo, representadas con un riquísimo aparato escénico; en Roma, en tiempo de Cicerón, no se representaban más que las tragedias de Ennio, Pacuvio y Accio, o las comedias de Plauto. Se recordará que en el periodo anterior, Terencio, que era poeta de menos inspiración pero de un gusto más delicado que Plauto, había obtenido el triunfo sobre este. Luego aparecen Roscio y Varrón, el arte dramático y la filosofía reunidas, quienes preparan el renacimiento de la antigua comedia, como harán un día Garrick y Johnson con Shakespeare. Y aun el mismo Plauto, a pesar de su justa fama, tuvo que sufrir por el gusto estragado y por las turbulentas impaciencias de un público halagado por la fábula ligera y desordenada de las atelanas y otras bufonadas. Por su parte, los directores, para que se les perdonase la extensión de las obras del antiguo autor, hacían en ellas muchas supresiones y reformas. A medida que el repertorio es más escaso, empresario y actores se esfuerzan más en volver el interés hacia el decorado escénico. Por lo demás, ignoro si había entonces oficios más productivos que el de actor de profesión o el de primera bailarina. Ya hemos hablado de la colosal fortuna del autor trágico Esopo. Su contemporáneo y rival, Roscio, más célebre aún que él, evaluaba su renta anual en seiscientos mil sestercios[9]. Dionisia, la bailarina, estimaba la suya en doscientos mil sestercios. Se gastaban enormes sumas en decorados y en trajes: se vieron desfilar en el teatro hasta seiscientos mulos enjaezados, y, en otra ocasión, cuando se tenía que representar el ejército de los troyanos, se aprovechó la ocasión para mostrar al público los tipos de todos los pueblos asiáticos vencidos por Pompeyo. La música que acompañaba las canciones intercaladas en las piezas dramáticas también se abrió un horizonte más ancho y libre: «Como el viento agita las olas —dice Varrón—, de la misma suerte el hábil flautista, a cada nota melodiosa, arroba el alma del auditorio». La ejecución adopta con preferencia los movimientos rápidos y obliga al actor a hacer su papel más animado. Los diletantes de la música y del teatro van siendo cada vez más numerosos, y, desde la primera nota, el aficionado reconoce la composición, cuya letra sabe de memoria, y el público percibe de inmediato la menor falta en el canto o en el recitado, y es implacable con ella. En suma, las costumbres teatrales de Roma en la época de Cicerón nos recuerdan de una manera exacta el teatro francés de nuestros días. De la misma suerte que el mimo romano responde a la licencia de los cuadros y de las piezas modernas, para las cuales tampoco hay algo que sea muy bueno o muy malo, encontramos también en los dos pueblos la misma tragedia y la misma comedia tradicionalmente clásicas, que todo hombre de buen tono se cree obligado a admirar, o por lo menos a aplaudir. En cuanto a la muchedumbre, esta halla su distracción en las piezas bufas, en las cuales se ve retratada, y en los espectáculos de gran aparato escénico, donde se extasía pues le dejan la vaga impresión de un mundo ideal. Por su parte, el buen diletante de esta época se cuida poco del drama, y solo está atento a la ejecución. Muy pronto el arte dramático en Roma oscila, en sus diversas esferas, como el arte francés, entre la choza y el salón. Nada más frecuente, en efecto, que ver al final de un espectáculo a las bailarinas despojarse repentinamente de sus vestidos y entretener a los espectadores con una danza de bailarinas semidesnudas. Por otra parte, el Talma romano tenía por ley suprema del arte, no la verdad y la naturaleza, sino simplemente la simetría.

CRÓNICAS EN VERSO

En el género histórico fueron numerosas las crónicas en verso, a imitación de Ennio. Su mejor crítica la encontramos en Catulo, en un gracioso voto que hace una joven enamorada:

«¡Oh diosa santa, vuelve a mis brazos a este amante, a quien han trastornado el juicio esos condenados versos políticos, y arrojaré al fuego la más escogida de sus tristes heroidas!»

LUCRECIO

En realidad, la antigua escuela nacional y romana no tiene más que un representante entre los poetas historiadores de la época; y bien vale la pena nombrarlo, al ser su obra una de las más importantes de toda la literatura latina. Me refiero al poema De la naturaleza. Su autor, Tito Lucrecio Caro (655-699), pertenecía a los círculos distinguidos de la sociedad de Roma. Pero quizá por su constitución enfermiza, o por repugnancia, se mantuvo alejado de la vida pública y murió en la flor de la edad (a los 44 años), poco antes de estallar la guerra civil. En sus versos permaneció fiel a la escuela de Ennio y a la clásica griega, despreciando el superficial helenismo de su tiempo y declarándose, con toda su alma y sin ninguna duda, discípulo de los «griegos austeros», hasta el punto de que el delicado y suave acento de Tucídides encontró un eco digno en uno de los más célebres episodios del poema romano. Ennio se inspiró en Epicarmo y en Evemeres, mientras que Lucrecio tomó las formas de su exposición filosófica de Empédocles, preciosa joya de la fecunda isla de Sicilia, y para el fondo de sus obras fue recogiendo y conciliando «las palabras de oro de las producciones de Epicuro, cuyo esplendor oscurece a todos los demás sabios, de la misma manera que el sol oculta las estrellas»[10]. Lucrecio siente, como Ennio, verdadera repugnancia por la erudición mitológica de que se reviste la poesía alejandrina, y solo exige de sus lectores el conocimiento de las leyendas más corrientemente aceptadas[11]. A pesar del moderno puritanismo que desechaba las palabras exóticas, nuestro poeta, a imitación de Ennio, abandona la expresión latina que es vulgar u oscura, y la sustituye por la voz griega de sentido preciso. En la estructura de su metro, encontramos con frecuencia la antigua aliteración. No admitía la transición del verso ni de la frase, y su signo obedecía a la antigua forma oratoria o poética. Más armonioso que Ennio, sus hexámetros no se desarrollan como los de la nueva escuela, que se deslizan ligeros y juguetones a semejanza del susurro del cristalino arroyo, sino que, por el contrario, marchan lentos y majestuosos parecidos a un río de oro líquido. Desde el punto de vista filosófico y material, Lucrecio todavía se acerca a Ennio, único maestro a quien celebra en sus cantos. La profesión de fe del poeta de Rudia es también todo su catecismo religioso: «Para mí no ofrece duda de que hay dioses en el cielo; pero entiendo que no se cuidan para nada del género humano». Esto era, en efecto, lo que se anuncia y se confirma en sus versos.

«Los cantos de nuestro Ennio, que es el primero que lleva la corona de verde follaje del alegre Helicón, la cual le da una brillante aureola entre todos los pueblos de Italia.»

Aún se manifiestan por última vez en esta extraña poesía el orgullo y la vanidad de los maestros del siglo VI. Como si el poeta se encontrase frente al terrible cartaginés o los terribles Escipiones, ante tales visiones se cree transportado a aquellos tiempos, y parece que no vive en esta época de decadencia[12]. El canto «que brota gracioso de su rica fantasía», comparado con los versos de los otros poetas, resuena en su oído como «el fugitivo canto del cisne al lado del chillido de las grullas. También él, al escuchar las melodías que inventaba, sentía henchirse su corazón de una esperanza de gloria, y a semejanza de Ennio, que prometía la inmortalidad a aquellos sobre quienes derramaba los inflamados versos que brotaban de su inspiración», prohibió que llorasen sobre la tumba del inmortal poeta.

Por un extraño fenómeno, este raro genio, cuya inspiración poética se remonta a las primitivas fuentes y oscurece a todos o a casi todos sus antecesores, nació en un siglo en el que parecía como perdido y extranjero, y de aquí su completo desdén en la elección del motivo de sus cantos. Se hizo sectario de Epicuro, que transformó el mundo en un inmenso torbellino de átomos, y que intentó explicar por la casualidad puramente mecánica el principio y fin de las cosas, así como los problemas de la naturaleza y la vida. Este sistema era mucho menos insensato que el grosero, rústico y frío sincretismo histórico ensayado por Evemeres y, después, por Ennio. Pero querer poner en verso tales especulaciones cósmicas era malograr el arte, empleándolo en el más ingrato objeto, además de esterilizar la inspiración más fecunda. Por otra parte, quien lea con ojos de filósofo el poema didáctico de Lucrecio, verá que en él no se tocan los puntos más importantes del sistema, y observará con disgusto la exposición más superficial de las controversias, las repeticiones y la distribución defectuosa de las materias. Y, aquellos que solo busquen en él la poesía, se fatigarán pronto de aquellas disertaciones matemáticas, sujetas a la medida del verso, que hacen verdaderamente ilegible una buena parte del libro. Sin embargo, a pesar de estos gravísimos vicios, los cuales habrían hecho fracasar a un escritor ordinario, Lucrecio pudo vanagloriarse de haber conquistado, en esta Arabia pétrea de la poesía, una palma que las musas no habían dado a otro antes que a él. Y no se diga que la debe solamente a algunas felices comparaciones, a algunas poderosas descripciones, a los asombrosos fenómenos físicos y a las pasiones luminosas que se consignan en diferentes pasajes de su obra; pues la originalidad de sus apreciaciones sobre las cosas de la vida y sobre lo ideal tiende en el fondo a su misma incredulidad. Al no creer, camina, y puede caminar con paso victorioso, con la verdad en sus manos, armado de todas las fuerzas vivas de la poesía, contra la falsa devoción y las grandes supersticiones de la sociedad romana.

Humana ante oculos fæde cum vita jaceret

In terris, oppressa gravi sub Relligione,

Quæ caput a coeli regionibus ostendebat,

Horribili super aspectu mortalibus instans,

Primus Graius homo mortales tollere contra

Est oculos osus, primus que obsistere contra.

Quem nec fama Deum, nec fulmina, nec minitanti

Murmure compressit coelum; sed eo magisacrem

Virtutem inrritat animi, confringere ut arcta

Naturæ primus portarum claustra cupiret.

Ergo vivida vis animi pervicit, ex extra

Procesit longe flamantia mænia mundi

Atque omne immensum peragravit mente animoque[13].

Así, pues, el poeta quiere derribar a los dioses, tal como Bruto había derribado a los reyes: «Quiere romper la estrecha cárcel que se cierra sobre la Naturaleza». Pero no es contra el trono de Júpiter, hacía mucho tiempo derribado, contra el que lanza el dardo de sus versos, sino que, a semejanza de Ennio, en realidad ataca a aquellos dioses importados del extranjero y a la superstición del populacho, como por ejemplo al culto de la Magna Mater y a los agoreros estúpidos de la Etruria, que leían en el relámpago y en el trueno. Lucrecio solo siente horror y disgusto hacia aquel mundo espantoso en que vivía y para el que eran sus escritos; allí encontraba su inspiración. Compuso su poema en aquellos tiempos de desesperación en los que la oligarquía estaba fuera del poder y César no había conquistado todavía el trono; aquellas horas supremas y terribles en que el temor de la guerra civil se había apoderado de todos los espíritus. Ciertas desigualdades y ciertas dificultades en la ejecución descubren, sin duda, la ansiedad de un hombre que a cada momento cree ver desencadenarse contra él y contra su obra los tumultos y convulsiones de una revolución: al ver el juicio que le merecían los hombres y las cosas, no debe olvidarse qué cosas y qué hombres tenía presentes. Antes del siglo de Alejandro, había una máxima generalmente admitida en Grecia y sinceramente proclamada por los mejores ciudadanos: la suprema felicidad es no haber nacido y, después de esto, lo mejor que hay es la muerte. De igual manera, las nociones morales sobre la naturaleza del mundo conducían fácilmente a las almas delicadas y poéticas a la opinión, relativamente más noble, de que era una dicha para el hombre el perder la fe en la inmortalidad del alma, y al mismo tiempo el temor de la muerte y de los dioses, temor perjudicial que embarga nuestro ser y que es muy parecido al miedo que se apodera de los niños cuando están en un lugar oscuro. Y, así como el sueño de la noche es más reparador que la fatiga del día, de la misma manera la muerte, ese reposo eterno, exento de esperanza y de solicitud, vale mucho más que la vida. Los mismos dioses del poeta no son nada, y solo gozan de un eterno y saludable reposo. No hay penas del infierno con las que sea castigado el hombre después de esta vida; las penas las sufren los vivos, y son hijas de esas pasiones sin freno que agitan continuamente nuestro corazón. Luego, el fin del hombre es establecer el equilibrio y la calma de su espíritu: no estimar la púrpura más que como un vestido de abrigo, mantenerse entre la muchedumbre de los súbditos antes que confundirse en el número de los candidatos al poder, y permanecer tendido junto a un arroyo en vez de ir a sentarse bajo los dorados artesones del rico junto a las mesas de convite cargadas de manjares numerosos. En estas doctrinas de filosofía práctica encontramos la idea bastante exacta del poema de Lucrecio que, aunque a veces se oculta tras las nebulosidades de sus demostraciones físicas, no por eso es ahogada y viene a ser el fundamento de todo lo que de sabiduría y de verdad contiene dicho poema. En cuanto al mismo Lucrecio, quien lleno de veneración hacia sus grandes antecesores puso en la predicación de su doctrina un celo desusado en su tiempo, y fortificó sus lecciones con el atractivo de la musa, puede decirse de él que fue un excelente ciudadano y un gran poeta. Cualesquiera que sean las censuras que merezca el poema De la naturaleza, debemos colocarlo entre los más brillantes astros del poco estrellado cielo de la literatura romana. También el maestro más grande de la lengua alemana lo escogió un día para su último y perfecto trabajo, procurando proporcionar lectores a Lucrecio.

POESÍA GRIEGA DE MODA

Aunque recibió de sus más esclarecidos contemporáneos el justo tributo de admiración debido a su genio y a su talento de poeta, Lucrecio, hijo póstumo de otra escuela, siempre fue un maestro sin discípulos. Por el contrario, la poesía griega que estaba de moda tuvo muchos prosélitos que trataban porfiadamente de rivalizar con los más distinguidos poetas alejandrinos. Los que reunían mejores dotes dieron pruebas de gran prudencia, y se guardaron de imitar las grandes obras y de cultivar los géneros puros de la elevada poesía, tales como el drama, la epopeya y la oda. Sus más felices producciones, como también las de los neolatinos, se reducían a trabajos de escasa importancia, y con especialidad a los géneros mixtos que están en las últimas esferas del arte, y, entre otros, a aquel término medio entre la historia y el poema lírico. Ya no se contaba con las poesías didácticas, y las composiciones favoritas eran los pequeños poemas amorosos, y más particularmente la elegía erótica y erudita, sazonado fruto del Saint Martin de la poesía griega. Como no se inspira sino en las fuentes filológicas, única Hippocrene del autor, sus obras cuentan frecuentemente aventuras y sufrimientos, más o menos interrumpidos por digresiones y relatos épicos recogidos ad libitum en los cielos legendarios griegos; aunque también se ordenaban cantos de fiesta, artística y asiduamente trabajados. En fin, a falta del libre sentimiento poético, los alejandrinos cultivaban preferentemente la poesía de costumbres y el epigrama, géneros literarios en los cuales se distinguieron mucho. En cuanto a la aridez del asunto y a la falta de vigor en la lengua y en el ritmo en esta llaga incurable de literaturas sin raíces populares, eran defectos que se disimulaban más o menos con lo alambicado del tema, con los giros rebuscados, con las palabras extrañas y raras, con la versificación más sutil, y en fin, con la completa apariencia de la erudición del anticuario o del filólogo, unida a la extrema habilidad del poeta.

Tal era el evangelio literario que los maestros predicaban a la juventud romana, y que esta acudía en masa a oír para aprenderlo y practicarlo. Desde el año 700, los poemas eróticos de Euforión y de toda aquella pléyade de alejandrinos parecidos a él constituían la habitual lectura y el arsenal constante de las piezas de declamación de que se servían los jóvenes de educación esmerada[14]. La revolución literaria estaba hecha, pero, salvo una o dos excepciones, no dio más que frutos secos sin madurez ni sabor. Muchos eran los poetas de esta nueva escuela, pero ¿dónde encontrar la poesía? Cuando en el Parnaso abundan los cultivadores de las musas, Apolo despide a las gentes sin miramiento alguno. En los poemas largos, jamás se encuentra ninguna cosa que valga, y en los pequeños, también es raro encontrarla. Verdadero azote de este siglo literario, la poesía corriente se difunde por todas partes y en toda ocasión, y muy pronto fue objeto de distracción entre los amigos mandarse, a título de regalo, algún paquete de malos versos, recientemente comprados en la librería, y cuya elegante encuadernación y finísimo papel revelaba a la distancia su procedencia y su valor. Público real, ese que sirve de cortejo a la literatura nacional, no tuvieron nunca los alejandrinos ni en Grecia ni en Roma. Todas sus obras son poesías de reunión, o mejor dicho, poesías de un cierto número de círculos. Sus miembros se reúnen, reciben mal a cualquier intruso, leen y critican entre ellos mismos toda obra nueva. Saludan a su manera y en verso, como verdaderos alejandrinos que son, tal o cual producción más o menos afortunada, a la que dispensan una falsa y efímera gloria si es de alguno de sus camaradas. Valerio Catón, renombrado profesor de literatura latina y fecundo partidario de la nueva poesía, parece que ejerció por entonces una especie de patronato de escuela sobre los más distinguidos miembros de estos círculos, y fue erigido juez supremo del mérito relativo de las composiciones de la época. Todos estos versificadores romanos se hacen imitadores de los modelos griegos y, con frecuencia, sus serviles copistas. La mayor parte de sus composiciones parece que no han sido otra cosa que frutos prematuros o abortados de una poesía de estudiantes, que todavía no conocen las reglas del arte y que en mucho tiempo no han de obtener la autorización del maestro. Sin embargo, en la gramática y en la métrica se ajustaban más estrechamente que los antiguos nacionales a la tradición de sus predecesores en Grecia. Y al hacer esto no se puede negar que manifestaron en alto grado el espíritu de imitación y gran corrección en la lengua y en el ritmo, progreso que compraron al precio de la flexibilidad y amplitud del antiguo idioma. Con respecto al fondo, los temas eróticos, tan poco apropiados para la alta poesía, tomaron un increíble vuelo bajo la influencia de sus afeminados modelos o de la inmoralidad de los tiempos, y después se empezaron a traducir los resúmenes métricos que entonces tenían más aceptación entre los griegos. Cicerón se ensaya en los Astronómicos de Arato; y, al fin de este periodo o al principio del siguiente, Publio Varrón del Aude puso en latín el Tratado geográfico de Eratóstenes, haciendo otro tanto Emilio Macer con el manual físico medicinal de Nicandros. No nos causa sorpresa ni aflicción que hayan sobrevivido tan pocos nombres de toda esta turba de poetastros, pues todavía estos pocos que se citan es solo a título de curiosidades literarias o por la importancia de los personajes. Tal fue, por ejemplo, Quinto Hortensio el orador, con sus «quinientos mil versos» tan pesados como licenciosos; tal fue también Levio, del que se hace mención más frecuentemente: sus Pasatiempos de amor despertaron algún interés por la complicación del metro y el giro de la frase[15]. Luego se presenta Cayo Helvio Cinna (muerto en 710), muy elogiado en todos los círculos, con su pequeña epopeya de la Smirna, y atestigua no menos la depravación de la época, tanto por la elección del asunto, el incestuoso amor de una hija hacia su padre, como por los nueve años que empleó en pulimentar semejante poema. Solo pueden exceptuarse de esta general corrupción un reducido número de poetas, en los cuales tenemos el gusto de encontrar verdadera originalidad, sobriedad y flexibilidad en la forma, unidas al fondo nacional y sólido de la tradición republicana y agreste. Sin hablar de Liberio y de Varrón, conviene recordar aquí los nombres de tres poetas del campo republicano, de quienes ya hemos hablado antes: Marco Furio Bibáculo (652-691), Cayo Licinio Calvo (672-706) y Quinto Valerio Catulo (667-700 aproximadamente).

CATULO

Con respecto a los dos primeros, cuyos escritos se han perdido, solo podemos hacer conjeturas; pero, en cuanto a Catulo, tenemos materia para formular nuestro juicio. Este poeta, así por el tema como por la forma de sus composiciones, también es de la escuela alejandrina. En su colección hallamos algunas traducciones de piezas de Calímaco, ciertamente no de las mejores, sino de las más oscuras. Entre sus obras originales se encuentran algunas poesías contorneadas y del género a la moda, como las Galiambas, de un precioso estilo, en alabanza de la Phrygia Mater. Hasta en las Nupcias de Tetis, obra excelente por otra parte, el autor, discípulo fiel de los alejandrinos, intercaló en la acción principal el episodio de mal gusto de las Lamentaciones de Ariadna. Pero, dejando aparte estos trozos, en el resto de sus obras Catulo nos hará oír la melodiosa queja y la verdadera alegría, y sus «cantos festivos» brillan con los más vivos colores de la poesía y son de un movimiento casi dramático. ¿Qué más completo y delicado que sus descripciones de los círculos elegantes? ¿Qué más bello que sus relaciones, un poco libres en verdad, de aventuras amorosas? De cualquier manera, proporcionan un rato de solaz sus frívolas charlatanerías, sus confidencias poéticas y sus secretos amorosos. En otros pasajes nos cuenta la agradable vida de la juventud, siempre apurando la copa y siempre disipando su fortuna, los goces del viajero y del poeta, las anécdotas locales de Roma y más frecuentemente de Verona, y el ameno pasatiempo de sus reuniones de familiares y amigos. Su Apolo no solamente hace vibrar las cuerdas de la lira, sino que también maneja el arco; y la ligera flecha del sarcasmo de Catulo no perdona ni al rudo poeta, ni al provincial asesino de la lengua, y hiere, sobre todo, a los poderosos, a los hombres que han puesto en peligro la libertad del pueblo. Sus cortos ritmos, sus pequeños versos, animados a veces de preciosos proverbios, atestiguan la perfección del arte sin descubrir jamás un ligero barniz de fábrica. El poeta nos lleva de pronto desde las riberas del Po hasta las del Nilo; pero donde se muestra incomparable y en su propio terreno es en el valle del río cisalpino. No se puede negar que el arte alejandrino es su guía; mas no por esto su inspiración es menos libre y personal. Se mantuvo ciudadano de su ciudad provincial al oponer Verona a Roma, y el leal y franco habitante del municipio al noble senador de la capital, que de ordinario trataba con desdén a sus amigos de más baja esfera social. La Galia cisalpina, patria de Catulo, estaba floreciente aún y llena de vigor y savia; ¿qué hay de extraño, pues, en que el poeta haya recibido en ella la inspiración de su canto más que en cualquier otra parte? Los alegres paisajes del lago de Garda se reflejan en sus más hermosas poesías, y no sé si en estos tiempos algún ciudadano de Roma habría sabido escribir con tan profundo acento una elegía sobre la muerte de un hermano, o el epitalamio de tan propio y tan sencillo colorido de las bodas de Manlio y Aurunculeya. Aunque como partidario del nuevo género y como familiar de los círculos literarios marchaba atrás de los alejandrinos, Catulo era algo más que un buen discípulo entre tantos medianos y malos, y muy pronto aventajó a sus maestros, así como el ciudadano de una ciudad libre italiana aventajaba al diletante griego cosmopolita. Sin embargo, no busquemos en él eminentes facultades creadoras ni elevadas miras: es solo un poeta festivo de rica fantasía, no un gran poeta; y su obra, como él mismo lo declara, no contiene más que bagatelas y puerilidades. Y si, a pesar de eso, sus contemporáneos fueron los primeros que se sintieron electrizados por sus pequeños poemas, y más tarde los críticos de la época de Augusto lo pusieron al lado de Lucrecio como el lírico más eminente de su siglo, todos, posteridad y contemporáneos, tuvieron razón al juzgarlo así. Después de Catulo no ha producido Roma poeta alguno en el que se encuentren tan perfectamente asociados la forma y el fondo en el arte, y la colección poética que lleva su nombre seguramente es la producción más perfecta de la poesía latina propiamente dicha.

POEMAS EN PROSA. LA NOVELA

En esta misma época apareció también la prosa poética. Al principio, una ley inmutable y siempre obedecida del arte natural y verdadero, del arte que tenía conciencia de sí mismo, prescribía que el asunto poético y el metro se correspondiesen: el uno llamaba al otro. Pero, en la mezcla y confusión de los géneros que caracterizan el siglo, esta ley cedió. Y no tengo nada que decir de la novela, sino que el más notable historiador de la época, Sisenna, no creyó rebajarse a traducir para la muchedumbre los Cuentos milesios de Arístides, aquellas novelas de moda, en extremo licenciosas y obscenas.

OBRAS ESTÉTICAS DE VARRÓN. SUS MODELOS.
ENSAYOS MEDIO FILOSÓFICOS Y MEDIO HISTÓRICOS

Luego están los escritos estéticos de Varrón, aparición más feliz y original, y que puede ser considerada como el precedente de la prosa poética. No satisfecho con haber llegado a ser el principal representante de los estudios latinos históricos y filosóficos, Varrón también fue uno de los más fecundos y más interesantes autores en las bellas letras puras. Descendiente de una familia plebeya, originaria del país sabino, que había sido admitida hacía doscientos años en el Senado de Roma, Marco Terencio Varrón, natural de Rieti (638-737), era de edad avanzada al comenzar este periodo; y al haberse puesto, como puede suponerse, al lado de los constitucionales, tomó enérgica y honrosa parte en sus hechos y también en sus sufrimientos. Hombre de letras, luchó en sus escritos contra la primera coalición, «el monstruo de las tres cabezas»; como soldado, lo hemos visto ejerciendo el mando de la España ulterior al frente de un ejército pompeyano; y, cuando sucumbió la República, obtuvo la gracia del vencedor y fue nombrado director de la biblioteca que quería fundar en Roma. Siendo ya muy anciano lo vemos todavía, una vez más, envuelto en el torbellino de las contiendas civiles que se suceden, y murió dieciséis años después del asesinato de César, a la avanzada edad de noventa y nueve años. Las obras estéticas que sobre todo ilustran su memoria, no son otra cosa que cortos ensayos, tanto de asuntos en prosa como de trozos de fantasía, cuyo bosquejo igualmente prosaico estaba salpicado de fragmentos en verso. Los primeros consistían en breves ensayos filosóficos e históricos (logistorica), y los segundos fueron las famosas Sátiras menipeas. En unos y otras, no son los antiguos maestros latinos los que le sirven de modelos; y especialmente en sus sátiras, se aparta del sendero de Lucilio. Se ha visto que la sátira romana no constituía un género especial y determinado, y la misma palabra (satura) solo tiene un sentido negativo, puesto que es la «poesía variada», no se refiere a ningún género antes conocido, y cambia de forma y de carácter según el talento del poeta que la maneja. En obras ligeras o serias, Varrón siempre escoge sus modelos en la filosofía griega anterior a los alejandrinos. En sus ensayos estéticos imita los diálogos de Heráclides, de la Heráclea póntica, que murió hacia el año 450; y en la sátira siguió la escuela de Menipo, natural de Gadara, en Siria, que floreció hacia el año 475. Esta elección lo expresa todo. Heráclides se había inspirado en los diálogos filosóficos de Platón, pero, ciego admirador de la forma del maestro, había prescindido del valor científico y no había pensado más que en revestir con el ropaje poético sus elucubraciones de fabulista. Aunque era un autor ameno y sus obras eran muy leídas, no fue, sin embargo, un filósofo. Otro tanto debemos decir de Menipo, verdadero corifeo de una secta, cuya única sabiduría consistía en renegar de la filosofía misma, burlarse de sus adeptos y practicar, en fin, el cinismo de Diógenes. Profesor burlón de una doctrina, a pesar de todo severa, Menipo había enseñado, por medio de ejemplos llenos de satíricos arranques, que fuera de la vida modesta no hay más que vanidad aquí abajo y allá arriba, y que nada hay más vano que las disputas de los pretendidos sabios. Tales fueron los verdaderos modelos de Varrón, aquel romano de los antiguos tiempos, indignado de las miserias de su época, saturado también del humor chocarrero de sus antepasados, y no ajeno, por otra parte, al sentimiento plástico. Por lo mismo, era insensible a todo lo que no era hecho material o acontecimiento realizable, a todo lo que era idea o sistema, en una palabra, era el hombre más antifilosófico de todos los romanos[16]. No obstante ser sectario, conservó su libertad, y si toma de Heráclides y de Menipo la inspiración y la forma general de su obra, es demasiado celoso de su independencia personal y demasiado romano para no dar a sus reproducciones un carácter esencialmente libre y nacional. Véanse sus escritos del género serio, sus ensayos consagrados al desenvolvimiento de un pensamiento moral o a un objeto cualquiera de interés común. En ellos no va a perderse, como Heráclides, en las moralejas de los Cuentos milesios, ni a ofrecer al lector historietas pueriles como las Aventuras de Abaris o de la joven resucitada al séptimo día de su muerte. Y es muy raro cuando cubre su moralidad con el ropaje de los nobles mitos griegos, como en el ensayo titulado Orestes o la alucinación (Orestes, de insania). De ordinario ofrece un cuadro de la historia contemporánea de su patria, lo que da a sus ensayos el carácter de Elogios (este es el nombre que llevan) consagrados a los romanos notables y, sobre todo, a los corifeos del partido constitucional. Así, el pasaje Sobre la paz (Pius de pace) no era otra cosa que una manifestación hecha a Metelo Pío, el último de la brillante cohorte de los grandes generales senatoriales; el opúsculo Sobre el culto de los dioses celebra la memoria de un venerable optimate y pontífice, Cayo Curión; el capítulo Sobre la fortuna trata de Mario; el de la Manera de escribir la historia está dedicado al primer historiógrafo de la época, a Sisenna. Scaurus, el fastuoso empresario de juegos, figura en el trabajo Sobre los orígenes del teatro en Roma; y el famoso banquero diletante ático, en el estudio sobre los números. Véanse los dos escritos de Cicerón, medio históricos y medio filosóficos, titulados también Lelius o de la amistad, y Catón de la antigüedad, que según parece eran imitaciones del gusto de Varrón, y se tendrá una idea cabal de lo que eran estos ensayos, a la vez didácticos y narrativos.

LAS SÁTIRAS MENIPEAS

Varrón no se mostró menos original en el fondo y en la forma de sus menipeas. Por un arranque audaz que jamás tuvieron los griegos, hizo jugar la prosa y el verso en sus sátiras, y todo su pensamiento estaba impregnado de una savia puramente romana y aun me atrevería a decir de un gusto propio del rústico sabino. Como los ensayos, las menipeas tienen por asunto un objeto moral o un tema cualquiera de los que agradaban a la muchedumbre. He aquí sus títulos: Las columnas de Hércules o de la gloria; La marmita tiene su cobertera o los deberes del marido; Al jarro su medida o de la embriaguez; Turlututu o del elogio.

Debemos convenir que la representación plástica era necesaria en estas sátiras, pero Varrón no la toma de la historia nacional sino muy rara vez, como, por ejemplo, en la sátira titulada Serranus o de las elecciones. Allí es el mundo de Diógenes el que presenta al lector: perro de caza, perro retórico, perro caballero, perro bebedor de agua y catecismo de los perros son sus habituales temas, en los cuales la mitología contribuye para producir el efecto cómico. Hallamos en el repertorio un Prometeo libertado, un Ayax de paja, un Hércules socrático y un Ulises y medio, cuyos errantes viajes por tierra y por mar no solo han durado diez años, sino quince. A veces, para embellecer su obra, nuestro autor la inserta, a juzgar por los restos que hasta nosotros nos han llegado, en una narración dramática o romántica, como hace en su Prometeo libertado, en su Sexagenario (Sexageris) y en su Madrugador. Aunque no siempre, algunas veces su fábula se refiere a los incidentes de su existencia personal. Los personajes del Madrugador, por ejemplo, se acercan a él como un «bien reputado escritor», y le refieren sus narraciones. Imposible sería decir hoy cuál era el valor poético de estas composiciones diversas, pero, en los escasos fragmentos que nos ha sido dado a leer, ¡cuán bellísimos rasgos encontramos!, ¡cuánto vigor y cuánta animación! Prometeo es desencadenado, y al punto abre el héroe «una fábrica de hombres», donde «Zapato de Oro, el rico», va a encargar a una joven toda de leche y cera fina, como la «que saben extraer del jugo de mil flores las abejas de Mileto; una doncella sin hueso ni nervios, sin cabellos ni piel, pura, elegante y esbelta, de delicado tacto, tierna y adorable». Sus composiciones se hallan animadas de un espíritu de polémica, pero no de aquella polémica política y de partido que emplearon Catulo y Lucilio, sino de una moral general más austera. La antigua Roma censura allí la juventud indisciplinada y corrompida; el erudito, que vivía en medio de sus clásicos, apostrofa la nueva poesía tan floja y pobre y de tan vituperables tendencias[17], y el ciudadano de la antigua roca ve allí a la nueva Roma, donde el Forum se ha convertido, valiéndonos de su frase, en «un establo de puercos», y donde Numa, si resucitase y contemplara su ciudad, no encontraría vestigio de sus sabias leyes. En la reñida batalla a causa de la constitución, Varrón siguió la que estimaba ser la línea del deber, a pesar de que sus aficiones eran otras que la contienda de los partidos. «¿Por qué, exclamaba, hacerme abandonar mi vida tranquila y pura por las inmundicias del Senado?» Pertenecía a los antiguos buenos tiempos en los que la palabra era licenciosa, pero el corazón estaba sano; y la guerra que hace contra el enemigo hereditario de la tradición antigua, contra los sabios cosmopolitas de la Grecia, no era más que uno de los aspectos de su oposición de viejo romano contra el espíritu de los nuevos tiempos. Por otra parte, estaba en su terreno y representaba su papel de cínico, cuando, al atacar con preferencia a los filósofos, hacía silbar en sus oídos el látigo de Menipo y los trataba con dureza. No sin grandes temores los poetas del día mandaban sus pequeños libros, editados la víspera, a este hombre de ojos de lince. Filosofar no es ciertamente un arte. Tomándose diez veces menos trabajo que el que necesitaba para hacer de su esclavo un buen pastelero, un caballero romano podía educarlo como filósofo. Además, poniendo en subasta pública a un pastelero y a un filósofo, el primero obtenía un precio cien veces más alto que el segundo. Extraños personajes eran estos sabios. Uno pretendía «que se sumerjan los cuerpos en miel; pero afortunadamente no es atendido su precepto, porque, en este caso, faltaría el vino dulce»; otro estima «que el hombre ha brotado como el berro»; y un tercero «inventa una máquina para perforar el mundo (Cosmotorine): por ella la tierra perecerá el mejor día».

«Ciertamente que no se ha producido ninguna delirante extravagancia que no hayan enseñado ya los filósofos.»

¿Qué cosa hay más entretenida que ver al hombre de «hocico belludo» (el estoico, que escribe etimologías) «pesando cuidadosamente sus palabras en una balanza»? Pero nada es comparable a una buena disputa entre filósofos. En efecto, «¿qué lluvia de bofetones entre atletas puede ni siquiera aproximarse a una pelea estoica a puñetazos?». En la sátira titulada La ciudad de Marcus o del gobierno (Marcopolis), Marcus se ha construido una Nefelococygía según su deseo: todo sale bien al campesino, como en la antigua comedia; pero también todo se conjura contra el filósofo, el hombre diestro en la prueba por un solo miembro. Antipatros, hijo del estoico, derribó de un azadonazo la cabeza (rutro caput displanat) a su adversario, el «bimembre filosófico» (evidentemente el hombre del dilema). A estas tendencias morales y polemistas a la vez, a este don de la expresión cáustica y florida que jamás lo abandonó, ni aun en los días de la extrema vejez (como lo prueban las personificaciones y el diálogo del Tratado de agriculturaDe re rustica—, escrito a los ochenta años), Varrón reunía del modo más feliz el conocimiento incomparable de las costumbres y de las lenguas nacionales. Esta ciencia, que solo se manifiesta con la forma de especílegas en los escritos puramente filológicos de los últimos tiempos de su vida, se despliega aquí directamente en su plenitud y lozanía primera. Varrón, en el más recto y más completo sentido de la palabra, es el príncipe de la erudición local. Conocía admirablemente su país por haberlo estudiado durante muchos años, lo mismo en las particularidades y tradiciones exclusivas de otras épocas, que en las disipaciones y decadencia de los tiempos actuales. Sabía directamente las costumbres y la lengua nacionales, y había completado y profundizado su saber gracias a infatigables indagaciones en los archivos de la historia y de la literatura. Suplía lo que le faltaba de erudición y de clara y verdadera conexión, según nuestras ideas modernas, a fuerza de un estudio penetrante y del vivo sentimiento de la poesía. No fue tras las denominaciones de los anticuarios ni tras palabras arcaicas y poéticas[18], sino que continuó siendo el hombre antiguo de pura raza, casi un rústico, amante de conversar todos los días con los clásicos nacionales. Por otro lado, no se podía impedir que muchas veces se extendiese en sus escritos sobre las costumbres de sus antepasados, a quienes amaba sobre todas las cosas y le eran familiares, ni que su discurso estuviese lleno de giros y de adagios griegos y latinos, de antiguas palabras usadas aún en el lenguaje vulgar de los sabinos y de reminiscencias de Ennio, Lucilio y, principalmente, de Plauto. Sus escritos estéticos en prosa recuerdan una edad más florida, y su estilo no podremos hallarlo en el tratado filológico del autor, obra de los últimos años de su vida, tal vez inacabada en el momento de su publicación, y donde, «como los zorzales enredados en el lazo del cazador», los miembros de la frase se refieren mejor o peor al sentido general, al hilo del asunto. Pero ya hemos manifestado más arriba que nuestro autor, con premeditada intención, había desechado el aparato del estilo estudiado y del periodo ático; y que sus ensayos morales, despojados de la común hinchazón y de la falsa hojarasca de la vulgaridad, afectaban el movimiento y la vida más que la frase artísticamente trabajada. Rara vez dejaba de escribir en estilo clásico, y con frecuencia se abandonaba a su inspiración. Las largas tiradas de versos intercaladas en sus obras atestiguan el conocimiento de la variedad métrica, y esto no se encontrará en ninguna de las obras de los maestros más favorecidos de la época, salvo quizás en uno solo: Varrón, quien con justo título puede contarse entre aquellos a quienes «el Dios ha concedido el privilegio de desterrar las penas del corazón de los hombres por medio de los cantos y del sagrado arte de la poesía»[19].

Los trozos morales de Varrón tampoco formaron escuela, como el poema didáctico de Lucrecio. De hecho deben agregarse a las causas generales de este resultado el carácter en extremo individual de estas composiciones, carácter inseparable de la edad avanzada de su autor, de su rudeza y de la naturaleza misma de su erudición. No sucedió lo mismo con las sátiras menipeas, al parecer muy superiores por el número y la importancia a sus escritos más serios. En ellas el gracejo y la fantasía del poeta subyugaron a aquellos de sus contemporáneos y de las generaciones posteriores que estimaban la originalidad y el numen patrio. Nosotros mismos, a quienes no nos ha sido dado leerlas, todavía podemos formarnos una idea de su mérito real al examinar los escasos fragmentos que nos quedan. «Varrón supo reír y chancearse con mesura»; fue la última emanación del honesto y puro genio de los ciudadanos romanos, el último vástago floreciente de la poesía nacional latina. En su testamento poético, Varrón ha legado con justicia sus hijas, las sátiras menipeas, a todo aquel que «en su corazón abrigue el sentimiento de la floreciente Roma y del Lacio». Las sátiras ocupan un lugar distinguido en la literatura y la historia del pueblo itálico[20].

SISENNA

Roma nunca ha poseído la historia crítica y nacional de los tiempos clásicos de Atenas, la historia universal como fue escrita por Polibio. Incluso en un terreno más favorable, la relación de los acontecimientos contemporáneos o recientes no se ensayó nunca sino de una manera más o menos incompleta. Desde los tiempos de Sila hasta los de César, apenas encontramos una obra que pueda compararse con las poco importantes, por cierto, del anterior periodo: con los trabajos de Antipater y de Aselio, por ejemplo. La única producción que en este género merece ser citada es la Historia de la guerra social y de la guerra civil de Lucio Cornelio Sisenna, pretor en 676. Atestiguan los que leyeron esta obra que había en ella más animación e interés que en las áridas crónicas de otros tiempos, pero que su estilo, absolutamente falto de pureza, degeneraba en un amaneramiento pueril. Por los cortos fragmentos que nos quedan de dicha obra, se ve que el autor se complacía en describir horribles detalles[21], y que empleó deliberadamente neologismos y palabras sacadas de la lengua familiar[22]. Autor de una biografía de Alejandro Magno, mitad historia y mitad fábula, muy semejante al cuento publicado más tarde bajo el nombre de Quinto Curcio. Y no vacilaremos en afirmar que esta muy elogiada narración de la guerra social no fue una obra de crítica juiciosa ni una obra de arte. En ella debemos ver simplemente el primer ensayo hecho en Roma de este género bastardo al que los griegos eran tan aficionados, y en el cual el autor, sobre el bosquejo de los hechos consigna toda clase de hechos ficticios que transforman su libro en un tejido de falsedades y mentiras, creyendo aumentar el interés y el movimiento. Y no habrá de extrañarnos tampoco encontrar al mismo Sisenna entre los traductores de cuentos griegos a la moda.

CRÓNICAS DE ROMA

Como era natural, la crónica general o local alcanzaba una suerte todavía peor. El movimiento impreso al estudio de las antigüedades, el examen de los títulos y la indagación de las fuentes históricas dignas de fe habrían podido contar con la esperanza de la rectificación de los relatos corrientes; pero tal esperanza no se concretó. Cuanto más se desenvolvían los documentos antiguos, se hacía más evidente la dificultad de intentar escribir la historia crítica de Roma. Los obstáculos que se oponían a los estudios y a la exposición científica eran inconmensurables, y entre los mayores no podían contarse tan solo los puramente literarios. Tal como era referida, la historia convencional de los primeros tiempos de Roma, a la que se había prestado entera fe durante diez generaciones, había nacido y se había ensanchado a la par de la ciudad. Pero cualquiera que haga un atento e imparcial estudio de ella comprenderá que no era tan solo tal o cual detalle el que convenía modificar, sino que se necesitaba trastornar por entero el edificio, como entre los francos para la historia de Faramundo, y como entre los ingleses para la del rey Arturo. Si un crítico, Varrón, por ejemplo, pertenecía a la escuela de los conservadores, no podía abrigar el pensamiento de emprender tamaña tarea; pero, si hubiese habido un espíritu bastante fuerte y atrevido que la hubiera intentado, de inmediato los buenos ciudadanos habrían promovido una guerra terrible contra el insensato revolucionario que arrebataba su pasado al partido constitucional. Así, la erudición filológica y anticuaria, en vez de empujar la historia nacional hacia aquel fin, la detenía. Varrón y los demás críticos sagaces reconocían con sinceridad que faltaba la crónica de Roma. Lo máximo que intentó uno de ellos, Tito Pomponio Atico, fue formar el cuadro de los magistrados y de las familias, aunque sin grandes pretensiones, por cierto. Con esto terminó el sincronismo del cómputo grecorromano, tal como los siglos posteriores lo han admitido convencionalmente.

Entre tanto menudeaban las crónicas romanas. A la ya extensa colección de los pesados y empalagosos escritos de este género se añaden diariamente nuevas producciones del mismo linaje, en prosa o en verso, sin que los escritores, que eran en su mayor parte libertos, se cuidasen de remontarse a las fuentes. De estos libros, de los cuales solo se han conservado algunos títulos (no ha llegado hasta nosotros ninguno de aquellos), puede decirse que todos eran de un mérito menos que secundario, y que casi todos estaban impregnados del espíritu corriente de las falsas tradiciones. ¿Tendremos que citar la crónica de Quinto Claudio Cuadrigario (hacia el año 676), escrita en estilo anticuado aunque bastante bueno, cuya crónica se distinguía al menos por una laudable brevedad en la exposición de los hechos fabulosos? ¿Habremos de citar a Cayo Licinio Macer (que murió siendo pretor en 688), padre del poeta Licinio Calvo? Nadie como este celoso demócrata y cronista ha fijado tales pretensiones en la profundidad de la crítica y en la sabia investigación de los caracteres. Y, sin embargo, sus Libros de lienzo, como todo lo que a él personalmente se refiere, nos resultan en alto grado sospechosos. A mi entender, estos libros no han sido más que una evolución operada en gran escala del conjunto de las crónicas anteriores, con un fin y unas tendencias democráticas, y los analistas posteriores se han apropiado de las intercalaciones.

VALERIO ANTIO

Aparece a continuación Valerio de Antium, que excedió a todos sus antecesores en lo prolijo y pueril de la fábula, y prosiguió sistemáticamente hasta la época contemporánea las falsedades cronológicas. La historia primitiva de Roma, tomada de las patrañas de la tradición antigua, abundaba en mil géneros de falsedades. En ella se leía cómo el sabio Numa, aconsejado por la ninfa Egeria, había emborrachado a los dioses Fauno y Pico, y, más adelante, el alegre pasatiempo del mismo Numa con el dios Júpiter. Tales narraciones se recomendaban con eficacia a todos los partidarios de la historia legendaria de Roma, creyendo que por este medio se los afirmaba en su creencia, cuando en rigor habría habido motivo para maravillarse de que los autores de novelas y cuentos griegos se hubieran mantenido alejados de aquellos materiales acopiados expresamente para ellos. Así, vemos que más de un literato griego se puso a componer en forma de cuento la historia de la ciudad. Alejandro Polihistor, por ejemplo, nombrado más arriba entre los maestros helénicos establecidos en Italia, publicó cinco libros sobre Roma, mezcla extravagante de tradiciones históricas vulgares y de triviales invenciones, exóticas en su mayor parte. Se conjetura que fue este el primero que hizo una lista de reyes holgazanes, como las que encontramos en gran número en los cronógrafos egipcios y griegos, y el primero también que quiso llenar la laguna de quinientos años entre la destrucción de Troya y la fundación de Roma, intentando restablecer la concordancia cronológica que la leyenda de los dos pueblos reclamaba. Según todas las apariencias, este autor fue quien inventó a los reyes Aventino, Tiberino y la gens de los Silvios de Alba. La posteridad se encargó de añadir los nombres, la época, el tiempo de los diferentes reyes y hasta los caracteres propios de cada uno de ellos para la mayor edificación de todas las gentes. Como el cuento griego influye en diferentes direcciones en la historiografía romana, debemos creer que, en todo lo que llamamos hoy la tradición de los primitivos tiempos de la ciudad, no es menor el contingente de datos que suministran fuentes tan seguras y fidedignas como el Amadís de Gaula o los libros de caballería de Motte Fouqué. Este magnífico resultado lo recomendaremos mucho a todo aquel que tenga el sentido de las ironías de la historia, a aquel que sepa estimar en todo su valor la piadosa fe de los cómicos adoradores del rey Numa, todavía vivo entre ciertas gentes en pleno siglo XIX.

LA HISTORIA GENERAL. CORNELIO NEPOTE

Al lado de la historia crítica, comienza a manifestarse en la literatura latina la historia universal, o mejor dicho, la compilación de la historia romanohelénica. Empieza Cornelio Nepote publicando una Crónica general allá por el año 700 (entre el 650 y el 725), y después escribe una especie de biografía universal, ordenada según ciertas categorías, en la cual aparecen los hombres ilustres de Roma y de Grecia, políticos o literarios, o aquellos que se distinguen por su influencia en ambos Estados. Estas composiciones se ligan con la historia general, tal como desde hacía mucho tiempo la entendían y realizaban los helenos, al mismo tiempo que los cronistas griegos inscribían la historia romana, hasta entonces descuidada por ellos, en el cuadro general de sus obras. De esto da testimonio el libro de Castor, hijo del rey gálata Deyotaro, terminado en 698. A imitación de Polibio, quisieron sustituir la historia puramente local con la de la región del Mediterráneo. Pero lo que Polibio supo realizar con tan profundo sentido histórico y con el auxilio de su poderosa y clara inteligencia, estos lo intentaron tan solo para satisfacer las necesidades prácticas de las escuelas o las de su propia instrucción. ¿Pueden considerarse como historia artística todas estas crónicas universales, estos tratados escritos para el uso de los escolares, estos manuales redactados para auxiliar la memoria, y todas las demás composiciones, que, en gran número e igualmente escritas en latín, se refieren más tarde a este género? Estoy dispuesto a negarlo. El mismo Nepote no fue más que un simple compilador, sin genio y sin habilidad de plan o de composición.

En resumen: la historiografía, aunque da muestras de una actividad notable y perfectamente característica, no se eleva por encima del bajo nivel de la época. En ningún género se manifiesta como en este la completa fusión de las literaturas griega y romana, que desde luego se identifican en el fondo y en la forma. El niño recibe de sus maestros una enseñanza uniforme, común a las dos naciones, y según el método adoptado por Polibio mucho tiempo atrás. Pero si es cierto que el Estado mediterráneo ha encontrado su historiador aun antes de tener conciencia de su propia vida histórica, hemos de convenir también en que en el momento de reconocerse ya formado, a Italia y a Grecia les faltó el hombre que habría debido darle su verdadera expresión. «No conozco una historia de Roma», dice Cicerón, y en verdad tuvo razón al decirlo. La erudición abandonó la composición histórica, y esta a su vez desechó la erudición, con lo cual la historiografía quedó reducida al manual del estudiante y al cuento. Todos los géneros del puro arte literario, epopeya, drama, lírica e historia, están muertos en esta época de total decadencia, y solo en ella podemos encontrar el triste y evidente reflejo de la decadencia intelectual de la era en que vivió Cicerón.

ACCESORIOS HISTÓRICOS.
MEMORIA MILITAR DE CÉSAR

Sea como fuere, en medio de las innumerables y olvidadas obras de escaso mérito, la pobre literatura histórica cuenta al menos con una producción de primer orden. Me refiero a las Memorias de César, o, mejor dicho, a la Memoria militar dirigida por el general demócrata al pueblo cuyos poderes tenía. La parte más acabada de estas memorias, la única que su autor publicó directamente, el Comentario sobre la guerra de las Galias, que alcanza hasta el año 702, tiene visiblemente por objeto la posible justificación de la empresa de conquistar un gran país. Comienza con la violación de la constitución, sin encargo formal de la autoridad competente, y al mismo tiempo justifica los continuos reclutamientos que hacía para aumentar el ejército conquistador. Este Comentario fue escrito y publicado en 703, en el momento mismo en que, al estallar la tempestad en Roma, se le exigía a César que licenciase sus tropas y que viniera a responder por su conducta[23]. El autor de estas memorias, como él mismo confiesa, escribió en estilo propio del soldado, evitando encubrir su relato puramente militar tras digresiones tal vez peligrosas que se relacionaran con la organización política y administrativa. En su forma especial, esta obra de circunstancias y de partido es igual, en cierto modo, a los boletines de Napoleón. No es ni puede ser una obra de historia en el sentido real de la palabra: el autor tiene allí su objetivo, que no es el objetivo histórico. De cualquier manera, dados los modestos límites en que se encerraban, los Comentarios están redactados por una mano maestra y alcanzan un grado de perfección como ninguna otra obra de la literatura latina. La narración es siempre sencilla sin pobreza, fácil sin negligencia, animada y clara, sin amaneramiento ni afectación. El lenguaje es puro, sin arcaísmos ni palabras vulgares, y lleva el sello de la urbanidad moderna. En los libros relativos a la guerra civil, es evidente que el autor quiso pero no pudo evitar el conflicto, y también se nota que en el alma de César, como en las de sus contemporáneos, las esperanzas eran más puras y más bellas que el fin al presente alcanzado. Pero los Comentarios sobre la guerra de las Galias se distinguen por su alegre serenidad y por su sencillez encantadora: es una obra única en las letras, igual que César es un hombre único en la historia.

CORRESPONDENCIAS

Las correspondencias intercambiadas entre los políticos y los literatos de la época constituyen un género inmediato al anterior, y fueron cuidadosamente recogidas y publicadas en el curso del siglo siguiente. Podemos citar como modelos las cartas familiares de César, de Cicerón, de Calvo y otras. No sería justo colocarlas entre las producciones literarias propiamente dichas, y, sin embargo, son una preciosa mina para los estudios históricos y otros, y también fiel espejo de una época en que iban perdiéndose y disipándose en pequeñas tentativas tantos tesoros acumulados en el pasado, tanto genio, actividad y talento.

Los romanos no conocieron el periodismo en el sentido que tiene hoy. La polémica literaria había recurrido al folleto y siempre se auxilió en la práctica, muy generalizada entonces, de las noticias escritas o grabadas en los lugares públicos para conocimiento de las gentes que por allí pasaban. Además, se encargaba a algunos subalternos que informaran de los acontecimientos del día y de las novedades de la ciudad a los personajes notables que se hallaban ausentes, y, por último, durante su primer consulado, César dio disposiciones para que se publicaran los extractos de los debates del Senado (Suet., Cæs.,20).

DIARIOS

Las informaciones privadas de estos noticieros de Roma y estas noticias oficiales corrientes muy pronto dieron origen a una especie de diario (acta diurna), en el cual los curiosos podían leer el resumen de los asuntos tratados ante el pueblo o en la curia, los nacimientos, las defunciones y otros mil detalles. Estas actas fueron importantísimos documentos históricos, pero no tuvieron jamás significación política o literaria.

LAS ARENGAS. DECADENCIA DE LA ELOCUENCIA POLÍTICA

La elocuencia y las arengas escritas pertenecen a los auxiliares históricos. La arenga, buena o mala, efímera por naturaleza, no es en sí una obra literaria. Sin embargo, como manifiesto, o como correspondencia, también puede ser colocada entre las joyas de la literatura nacional, con más facilidad que estos documentos, ya por la gravedad de las circunstancias o por el genio poderoso del orador. Los discursos pronunciados ante el pueblo o ante los jurados, y las explicaciones que contenían sobre los asuntos políticos habían alcanzado en Roma desde hacía tiempo una gran importancia en la vida pública. Recuérdese que las arengas de Cayo Graco, para no citar más que este nombre, se contaban con justo título entre las obras maestras clásicas. En el siglo que nos ocupa se operaba por todas partes un extraño cambio: la arenga política popular y hasta la arenga deliberativa del hombre de Estado iban degenerando. La primera había llegado a su apogeo en las demás ciudades antiguas y sobre todo en Roma, en el seno de la asamblea del pueblo. Allí nada detenía al orador: ni las consideraciones debidas a los colegas, ni el obstáculo de las formas senatoriales, ni, como ante los pretorios, el interés de la acusación o del acusado, cosa extraña por lo general a la política. Allí, por lo tanto, solo se oía la voz del sentimiento que tenía encadenado al grande y poderoso auditorio del Forum romano. Aquellos buenos tiempos habían pasado ya, y no porque faltasen oradores o porque hubiesen dejado de publicarse los discursos pronunciados ante los ciudadanos. Por el contrario, empiezan a pulular los escritos políticos de todas clases, y el anfitrión mortifica a los convidados leyéndoles en la mesa el último discurso que ha terminado. Publio Clodio publica en folletos sus alocuciones populares como había hecho Cayo Graco; pero, a pesar de que hicieron lo mismo, sus obras no son iguales. Los principales jefes del partido de oposición, César sobre todo, hablaron al pueblo muy pocas veces, y jamás publicaron sus arengas. Dando a sus folletos políticos otra forma que la de los tradicionales discursos, aparecieron los elogios de Catón y las críticas anticatonianas, notables variedades de este género. Cayo Graco había hablado al pueblo, mas ahora dirige la palabra al populacho: a tal auditorio, tales discursos. No nos cause extrañeza que en adelante el escritor político de reputación evite en sus discursos todo adorno que no condujera a nada, obligado como se hallaba a hablar ante las muchedumbres apiñadas en el Forum.

APARICIÓN DE LA LITERATURA FORENSE. CICERÓN

Sin embargo, en el momento mismo en que la elocuencia, en cuanto a su importancia literaria y política, decae y languidece como todas las otras ramas de las bellas letras, florecientes en otro tiempo bajo la inspiración de la vida nacional, aparece un nuevo y singular género, la elocuencia forense, extraña por lo común a la política. Hasta entonces no se había pensado que los discursos de los abogados se pronunciasen para otros que no fuesen los jueces y las partes, y que debieran aspirar a la educación literaria de los contemporáneos y de la posteridad. Jamás un abogado había hecho recoger y publicar sus discursos forenses, salvo en los casos excepcionales en que se trataban asuntos que se relacionaban con negocios de Estado y había un interés de partido en su divulgación. Al comenzar este periodo, Quinto Hortensio (640-704), el más ilustre abogado de Roma, no había terminado más que un pequeño número de estas publicaciones, cuando el asunto era político, en su totalidad o en parte. Pero su sucesor en el principado del foro, Marco Tulio Cicerón (648-711), al mismo tiempo que hablaba diariamente ante los tribunales, era no menos fecundo escritor. El primero de estos oradores tuvo cuidado de coleccionar sus alegatos, aun los de aquella época en que no intervenía en ellos la política o se relacionaba de lejos. Cierto que en ello no había progreso, y a mi entender era, por el contrario, decadente y artificial. De la misma suerte, la entrada del género de los alegatos en la literatura fue un fatal síntoma en Atenas, y en Roma el mal era mucho mayor. En la primera de estas, puede decirse que el alegato había salido de la exaltación de la retórica como una necesidad de aquel estado de cosas. Pero en Roma, la desviación se produjo por la fantasía del enfermo y no era más que una importación extraña, absolutamente contraria a las sanas tradiciones nacionales. A pesar de esto, el nuevo género fue rápidamente aceptado. Quizás esto se explica por la influencia de su contacto con la arenga política, o porque los romanos, pueblo sin poesía, ergotistas y retóricos por instinto, ofrecieron un terreno fecundo para su semilla ¿No vemos hoy mismo florecer en Italia una especie de literatura de tribunales y de alegatos? A Cicerón se debe el que la elocuencia, despojándose de su ropaje político, obtuviera carta de naturaleza en la república de las letras romanas. Con bastante frecuencia hemos hablado ya de este personaje desde diferentes aspectos. Hombre de Estado sin penetración, sin grandes miras y sin objetivo, Cicerón es indistintamente demócrata, aristócrata e instrumento pasivo de la monarquía. No es, en suma, más que un egoísta miope; y, cuando se muestra enérgico en la acción, es porque la cuestión ya ha sido resuelta. El proceso de Verres lo sostiene la Ley Manilia, y cuando fulmina los rayos de su elocuencia contra Catilina, ya estaba resuelta la marcha de este. Es grande y poderoso contra un falso ataque y alcanza grandes triunfos contra fortalezas de cartón; pero, bien o mal, ¿qué asunto serio se ha resuelto jamás por su iniciativa? En la conjuración de Catilina no ha hecho otra cosa que dejar hacer. Ya he manifestado en otro lugar que, en literatura, Cicerón es el verdadero creador de la prosa latina moderna. Su arte de estilo es su mejor gloria y lo que le ha dado toda su importancia, y solo como escritor es como tiene segura conciencia de su fuerza. Desde el punto de vista de la concepción literaria, no le reconozco más importancia que como político: se ensayó en los más diversos trabajos, cantó en innumerables hexámetros las grandes empresas de Mario y todos los hechos por él realizados, quiso vencer en la elocuencia a Demóstenes, y a Platón, en los diálogos filosóficos, y si no le hubiera faltado el tiempo, habría vencido también a Tucídides en la historia. Ante todo, estaba poseído de la pasión de escribir, y poco le importaba el asunto con tal de cultivarlo. Teniendo naturaleza de periodista en el peor sentido de la palabra, y siendo rico en expresiones, según él mismo declara, y en extremo pobre de pensamiento, no había género literario en que con el auxilio de algunos libros, traduciendo o compilando, no improvisase una obra de agradable lectura. Su fiel retrato lo hallamos en sus epístolas, que son generalmente alabadas por su interés y facundia; y no tengo inconveniente en asentir junto a la común opinión que considera a dichas epístolas como el diario de la ciudad y de la campiña y el espejo del gran mundo. Pero si consideramos al autor abandonado a sí mismo en el destierro en Cilicia, después de la batalla de Farsalia, lo veremos frío e insustancial, como un folletinista a quien se sacara de su elemento. Además creo completamente inútil aducir pruebas de que tal político y tal literato no pudieron ser sino un hombre superficial y de apocado ánimo con una capa exterior de brillante barniz. ¿Habremos de ocuparnos ahora del orador? Todo gran escritor es de hecho un gran hombre; y el orador eminente es aquel en el que las convicciones y la pasión se desbordan a torrentes claros y sonoros desde las profundidades del corazón. Otra cosa sucede con la muchedumbre de insustanciales charlatanes, muchos en número y de escasa importancia. En Cicerón no encontramos ni convicción ni pasión: no es más que un abogado, y, me atrevo a decir, un mediano abogado. Expone bien los hechos, los reviste de picantes anécdotas excitando, si no la emoción, el sentimentalismo de su auditorio, y anima la aridez del asunto jurídico por medio de su ingenio y del giro, con frecuencia personal, de sus agudezas. Finalmente, sus buenos discursos son de fácil y amena lectura, aunque no alcancen, ni con mucho, la libre animación ni la seguridad de las descripciones de las obras maestras del género, como las memorias de Beaumarchais. Pero a los ojos del juez severo, allí no hay más que cualidades de muy dudoso mérito. Cuando se ve en Cicerón la completa ausencia del hombre de Estado en sus escritos políticos, y la falta de la deducción lógica y jurídica en sus escritos forenses; cuando se contempla sin cesar aquella presunción del abogado, que pierde de vista su causa para no pensar más que en sí mismo y, en fin, cuando se observa aquella absoluta carencia de pensamiento, no se puede acabar la lectura sin que se subleven el corazón y el espíritu. Y en este punto, lo que me sorprende es la admiración que el abogado suscita. La crítica, libre de toda suerte de prevenciones, rápidamente ha derribado a Cicerón de su pedestal. Pero el ciceronianismo es un problema al cual no se sabría, propiamente hablando, dar la solución. Esta se encuentra solo cuando se penetra en el gran secreto de la naturaleza humana, teniendo en cuenta la lengua y la influencia de esta sobre el espíritu. En el momento mismo en que se acerca la muerte del latín como idioma popular, aparece un estilista delicado y hábil que recoge y resume esta noble lengua y la conserva en sus numerosos escritos. De este imperfecto vaso trasciende algo del poderoso perfume de la lengua, algo de la piedad que ella evoca. Antes de Cicerón, Roma no poseía grandes prosistas, puesto que César, como Napoleón, no había escrito sino por accidente. ¿Acaso es extraño que a falta de un prosista se honre el genio del habla latina en las composiciones del artista de estilo, y que los lectores de Cicerón, a imitación de Cicerón mismo, se pregunten cómo ha escrito, y no qué obras ha producido? La costumbre y las rutinas de escuela concluyeron lo que la lengua había comenzado.

OPOSICIÓN AL GÉNERO CICERONIANO.
CALVO Y SUS COMPAÑEROS

Con todo, se comprende bien que entre los contemporáneos de Cicerón esta preocupación extraña no fuera tan lejos como en las generaciones siguientes. La forma ciceroniana dominó un tercio de siglo en el mundo forense, como antes había predominado la escuela, muy inferior, de Hortensio. Pero los más preclaros ingenios, entre ellos César, no imitaron el modelo; y, en aquella generación, los hombres que estaban dotados de vigoroso y fecundo talento declararon una oposición decidida a la elocuencia hermafrodita y enervada del maestro. Se reprochaba a Cicerón su ampulosidad y falta de energía, su fría gesticulación, la falta de método y la ambigüedad de sus divisiones, y, sobre todo, la absoluta carencia de entusiasmo, condición que constituye por sí sola al orador. Al abandonar la escuela ecléctica de Rodas, se pretendía imitar a los verdaderos atenienses, a Lysias y a Demóstenes; en fin, se quería introducir en Roma la enérgica y varonil elocuencia. A esta escuela pertenecieron Marco Junio Bruto, razonador grave pero engreído (669-712); los dos jefes de partido, Marco Celio Rufo (672-712) y Cayo Escribonio Cario (murió en 705), ambos oradores llenos de inspiración y de energía; Calvo, igualmente reputado como poeta, corifeo literario de esta pléyade de jóvenes (672-706), y, por último, el severo y concienzudo Asinio Polión (678 a 757). No puede negarse que esta nueva escuela dio más pruebas de gusto y genio de las que dieron los partidarios de Hortensio y de Cicerón juntos. Desgraciadamente las convulsiones revolucionarias arrebataron muy pronto a esta joven y brillante milicia de las letras, a excepción de Polión, y hoy no podemos estimar qué frutos hubieran podido producir aquellos preciosos gérmenes, pues les faltó por desdicha el tiempo. En lo que más empeño tuvo la nueva monarquía fue en combatir la libertad de la palabra y en ahogar muy pronto la voz de la tribuna. Sobrevivió el muy secundario género del alegato, pero, al alimentarse solo de la vida política, se extinguieron la alta elocuencia y el lenguaje de la tribuna, y quedaron sepultados en la misma tumba.

EL DIÁLOGO CIENTÍFICO. DIÁLOGOS CICERONIANOS

El periodo de César señala otro movimiento en la literatura estética, compuesto por numerosas composiciones artísticas, cuyo asunto lo forman las diferentes ciencias, que toma la forma del diálogo como estilo. Sabemos que este género había tenido gran aceptación entre los griegos, y en la misma Roma, en el siglo precedente, había producido ya algunos aislados ensayos. También fue Cicerón quien adoptó este género en sus numerosos escritos sobre la retórica y la filosofía, y se esforzó por acomodar a él el tratado didáctico y el libro. De estos escritos, los principales son el diálogo Del orador, redactado en 699, al que conviene agregar el Brutus o la historia de la elocuencia romana (escrito en 708), y algunas otras disertaciones que lo completan. También está el diálogo político Del Estado (escrito en el año 700), con el tratado De las leyes, su complemento (702), imitación evidente del de Platón. Sin duda se trata de grandes obras de arte en las cuales, puestas de relieve las cualidades del autor, no se evidencian tanto sus faltas. Los escritos sobre el arte oratorio no han alcanzado, ni con mucho, el rigor instructivo de los principios, ni la pureza de concepción de la retórica dedicada a Herenio. Sin embargo, encierran un tesoro de experiencia práctica para el uso de los abogados y variadas anécdotas igualmente relativas al foro, todo con una exposición fácil y de buen gusto, lo que permitió que aquellas obras se convirtieran en un material de agradable lectura. En el tratado Del Estado, cuadro híbrido y singular, semihistórico y semifilosófico, no hace más que seguir un pensamiento fundamental: la actual constitución de Roma es el ideal de la forma política que buscan los filósofos, cuyo pensamiento no era en realidad ni filosófico, ni histórico, ni estaba tampoco en las convicciones del autor. Sin embargo, se entiende que había que obtener y conservar el favor del pueblo. En cuanto al bosquejo científico de estos escritos, Cicerón lo tomó de los griegos al copiar directamente de ellos hasta los mismos detalles, de lo cual es una prueba el Sueño de Escipión, trozo de efectos que sirve de conclusión al libro Del Estado. No niego que, después de todo, se encuentre en estas obras una cierta originalidad relativa: en ellas aparece el color local romano y aquella conciencia del sentimiento político, por la cual se distinguen justamente los romanos de los griegos. Estas eran ventajas reales en las composiciones de Cicerón, quien manifiesta una indudable independencia con respecto a sus modelos. Por otra parte, la forma de su diálogo no se sujeta a la dialéctica socrática de preguntas y respuestas empleada en los buenos diálogos griegos, ni al tono de conversación que se encuentra en los de Diderot o de Lessing. Pero, al reunir alrededor de Craso o del orador Antonio aquellos numerosos grupos de abogados, tal como lo hace, y al convocar para una disertación erudita a todos los jóvenes y ancianos del círculo de los Escipiones, el autor presenta un cuadro de indudable importancia, elocuente y viva representación de la realidad, que se presta a las constantes alusiones históricas, lo mismo que a la anécdota, y que le proporciona un feliz argumento para la disertación científica. En estas producciones, el estilo es muy trabajado y tan pulimentado como en las mejores arengas, alcanza un alto grado de perfección y no en vano el autor iba en busca del aplauso.

Pero, si estamos obligados a reconocer un verdadero mérito en estos escritos de retórica y de política con un baño superficial de filosofía, no podríamos decir lo mismo de las numerosas compilaciones, obra de los últimos años de Cicerón. Para entretener sus obligados ocios, Cicerón se consagró muy especialmente a la filosofía propiamente dicha, y acopió en un par de meses, por ejemplo, una larga y enojosa serie de obras, toda una biblioteca científica. El procedimiento era sencillo: imitaba los escritos populares de Aristóteles, aquellos en los que el Estagirita usa la discusión dialogada en la exposición crítica de los sistemas antiguos. Cicerón se entretiene a su vez en zurcir, a medida que le vienen a las manos o cuando se los ha procurado, los diferentes escritos de los epicúreos, de los estoicos o de los sincréticos que trataban de un mismo tema. De esta manera, quedaba terminado su pretendido diálogo, sin que él hubiera puesto nada de su cosecha, a no ser tal o cual introducción que iba a buscar en su gran repertorio de prefacios preparados siempre para los libros que escribiera, o algunas alusiones, fácil recurso para alcanzar popularidad. También incluía ejemplos tomados de los romanos, o episodios zurcidos, familiares y agradables al autor o al lector (no creo que tenga necesidad de citar al efecto una singular digresión en la Ética sobre las conveniencias oratorias) o, en fin, un retoque literario, sin el cual el simple literato, ajeno a todo pensamiento y saber filosófico, y sin otra ventaja que la fecundidad y la fijeza del estilo, no se aventurará jamás a reproducir una argumentación dialéctica. De esa suerte, imagínese los libros que podían salir en un momento de tal oficina. «No son más que transcripciones y copias», dice el mismo Cicerón a un amigo que se admiraba de aquella sin igual fecundidad, «que me cuestan poco trabajo: en ellas solo tengo que poner las palabras, y poseo tantas, que por muchas que gaste todavía me quedan». Después de esta declaración, nada nos queda por decir. Pero, al que pretenda encontrar una obra clásica en este amontonamiento de escritos, debemos darle un consejo: que guarde prudente silencio en materia de crítica literaria.

CIENCIAS. FILOLOGÍA LATINA. VARRÓN

En las ciencias no hubo movimiento alguno, salvo en la filología latina. Estilón (volumen III, libro cuarto, pág. 453) había levantado un edificio notable, inaugurando la indagación de la lingüística y de los hechos en el terreno mismo de la nacionalidad latina; y, entre otros, Varrón, que fue su discípulo, dio un poderoso vuelo a la obra comenzada. Luego aparecieron extensos trabajos sobre el estudio de la lengua, tales como los vastos Comentarios gramaticales de Fígulo, la gran obra de Varrón sobre la Lengua latina, otras monografías gramaticales y de filología histórica, como los tratados, también de Varrón, sobre el Latín usual, sobre los Sinónimos, sobre la Antigüedad de las letras alfabéticas y sobre los Orígenes del latín. También hay comentarios sobre la antigua literatura y, especialmente, sobre Plauto, trabajos relativos a la historia literaria, biografías de los poetas, investigaciones sobre el antiguo teatro, sobre la división escénica de las comedias de Plauto y sobre su autenticidad. La filología real latina, que comprendía toda la historia de las antigüedades romanas y encerraba dentro de su esfera el derecho sagrado que no tenía nada en común con la jurisprudencia práctica, fue depositada y abrazada por entero en el libro de Varrón, considerado fundamental en todos los tiempos y titulado Las antigüedades de las cosas humanas y divinas (publicado entre 687 y 709). En su primera sección se ocupaba de los tiempos primitivos de Roma, las divisiones de la ciudad y la campiña en cuarteles, el conocimiento de los años, los meses y los días, y, en fin, de los acontecimientos públicos interiores y de los hechos de la guerra. En la segunda sección, consagrada a las «cosas divinas», se leía la exposición de la religión oficial: colegios de personas sagradas, su naturaleza y su carácter, lugares santos, fiestas religiosas, ofrendas y sacrificios piadosos, y, en fin, los diversos dioses. Todo se hallaba descrito en este inmenso cuadro, y debemos añadir a esto una multitud de monografías sobre el origen del pueblo romano, por ejemplo, y sobre las gentes originarias de Troya y sobre las tribus. Pero esto no es todo. Varrón también quiso dar a su gran obra, con la forma de una publicación independiente, un extenso e importante suplemento. Escribió La vida del pueblo romano, notable ensayo de una historia de las costumbres latinas, en la cual se describían los usos domésticos, la hacienda y la civilización de Roma durante el gobierno de los reyes, en la época de la primera República, en el tiempo de Aníbal y en época posterior. Para tales trabajos, este hombre ha necesitado una erudición tan colosal como variada, que excediese al saber de sus predecesores y de todos los que vinieron después de él; necesitó conocer todos los hechos relativos al mundo romano y al vecino mundo griego, y a la vez examinó los acontecimientos contemporáneos e hizo los estudios literarios más profundos. Así, pues, es muy justo y merecido el elogio que le tributan los hombres de su siglo. Según ellos, Varrón ha sido un seguro guía para sus compatriotas, extranjeros y como perdidos en su propio suelo, al mostrarles quiénes eran y dónde estaban.

Pero no le pidamos crítica ni sistema. Lo que dice de Grecia lo ha tomado de fuentes turbias, y aun en lo que se refiere a Roma se evidencia la influencia de los cuentos históricos que por entonces corrían. Si sienta su argumento sobre una base cómoda y simétrica, no sabe dividirlo ni desenvolverlo según la ley de un buen método, y, si parece atento a armonizar los documentos que ha recibido con sus observaciones personales, puede afirmarse que, en sus conclusiones científicas con respecto a la tradición, no ha sabido desligarse por completo de la fe ciega y sencilla ni de las trabas escolásticas[24]. Al imitar los defectos de la filosofía griega, antes que aprovecharse de sus verdaderas riquezas, sigue las etimologías fundadas en la simple asonancia y cae en un juego insustancial de palabras y sandeces groseras, junto a todos los lingüistas de su tiempo[25]. Con su seguridad y superabundancia empírica, y con su insuficiencia y falta de método, también empíricas, la filología de Varrón recuerda la escuela filológica de Inglaterra, y como esta se detiene en el antiguo teatro como centro de sus estudios. Hemos visto que la literatura monárquica, al rechazar estas prácticas, se aplicó al desarrollo de los verdaderos principios. Y hay algo en extremo digno de consideración: quien se puso al frente de los nuevos gramáticos fue el mismo César, quien, en su tratado sobre la Analogía (editado entre el año 695 y 704), fue el primero que acometió la empresa de someter la lengua, hasta entonces sin norma, al dominio de las reglas.

LAS OTRAS CIENCIAS

Al notabilísimo movimiento que se produjo en la filología, no correspondió una actividad creadora semejante en la esfera de las otras ciencias. Algunos trabajos filosóficos de cierta importancia, como la exposición del epicureísmo por Lucrecio, revestida del primitivo ropaje práctico según la fórmula antisocrática, y los escritos académicos, que eran las obras de Cicerón mejor logradas, solo se hicieron un lugar y alcanzaron algún favor del público al prescindir del asunto y por la forma estética que ensayaban. Las innumerables traducciones de libros epicúreos, los tratados pitagóricos como el voluminoso libro de Varrón sobre los Principios de los números, y el todavía más voluminoso tratado de Fígulo Sobre los dioses, no tuvieron, en verdad, ni el valor científico ni el mérito de la forma. De la misma suerte, las ciencias profesionales fueron pobremente cultivadas. El diálogo de Varrón Sobre la agricultura, que guarda más método que las obras de sus antecesores, Catón y Saserna, merecería las justas censuras de una severa crítica. Sin embargo, revela un mayor trabajo de gabinete que las demás obras mencionadas, para cuya redacción solo se tuvo presente la experiencia de los campos. Varrón y su consular del año 703, Sulpicio Rufo, publicaron también trabajos jurídicos. De ellos solo diremos que fueron un tributo pagado a la composición dialéctica y filológica de la jurisprudencia romana. Después de estas obras mencionaremos los tres libros de Cayo Macio sobre la cocina, las salazones y la confitería, primer libro de este género publicado en Roma, al menos que nosotros sepamos, y producción digna de ser notada si se tiene en cuenta que el autor es un hombre del gran mundo. Las matemáticas y la física recibieron un gran impulso, gracias a las tendencias cada vez más helenistas y utilitarias de la nueva monarquía. De esta forma, se pudo determinar su progreso por la parte que tuvieron en el programa de la educación y en las aplicaciones prácticas, entre las cuales debemos mencionar la reforma del calendario, el establecimiento de las primeras cartas geográficas, el mejoramiento de las construcciones navales, de la fabricación de los instrumentos de música, de las plantaciones y edificaciones. De todo esto son ejemplos el palomar descrito por Varrón, el puente de estacas tendido sobre el Rin por los ingenieros de César, y las dos andamiadas semicirculares de madera, dispuestas para colocarse una en frente de la otra, y que forman separadas dos teatros, y reunidas, un anfiteatro. No era rara la exposición de las curiosidades naturales exóticas ante la muchedumbre que asistía a los juegos populares; y la descripción que hace César en sus comentarios sobre los animales prodigiosos atestigua claramente que, si Aristóteles hubiera resucitado, habría encontrado en él su príncipe y protector. De cualquier manera, todo lo que se refiere a la literatura de la historia natural se mantuvo dentro de los límites del neopitagorismo, como sucedió con las Observaciones celestes griegas y bárbaras, es decir, egipcias, recogidas por Fígulo, y con sus escritos sobre los animales, los vientos y los órganos sexuales. Entre los griegos, los estudios físicos, separados del método aristotélico que indagaba el porqué de las cosas, habían degenerado en un empirismo sin crítica, en un rebuscamiento insensato de lo extraordinario y maravilloso. En la época a que nos referimos, esta ciencia fue transformada en una especie de filosofía mística de la naturaleza, y, en vez de difundir la luz y la vida, no hacía más que ahogarlas y oscurecerlas. En vista de tales tendencias, era preferible sujetarse al necio precepto que nos da Cicerón como la última palabra de la sabiduría socrática: «El estudio de la naturaleza se ocupa de cosas que nadie puede conocer o que nadie tiene necesidad de saber».

EL ARTE. ARQUITECTURA

Volvamos ahora la vista al campo de las artes. En esta, como en las otras ramas de la vida intelectual del siglo, no se ofrece nada que recree nuestro ánimo. La crisis financiera de los últimos tiempos de la República ha puesto fin a los trabajos públicos. Ya hemos dicho cuál era el lujo de las construcciones privadas que mandaban edificar los grandes. Los arquitectos habían aprendido recientemente a emplear el mármol. Las diversas variedades de colores, el amarillo de Numidia (Giallo antico) y otros, se ostentaban con orgullo; y, por vez primera, fueron explotadas las canteras de Luna (Carrara). El pavimento de las habitaciones era de riquísimo mosaico; se cubrían los muros con tablas de mármol o con un estuco que lo imitaba, y de esto se fue más tarde a los frescos de las habitaciones interiores: dispendiosas magnificencias que no eran de provecho alguno para las bellas artes. Un abogado afectaba la sencillez catoniana al hablar ante los jueces de las obras maestras «de un tal Praxíteles»; pero todo el mundo viajaba y observaba. El oficio de cicerone o de exégeta, como entonces se llamaba, producía mucho. Se buscaban cuidadosamente los objetos de arte; tal vez menos las estatuas y los cuadros que los diferentes utensilios y las curiosidades de la mesa y del mobiliario. En esto encontraba su recreo la incultura romana, que se preciaba del ornato. Se comenzaron a excavar las antiguas tumbas griegas de Capua y de Corinto para extraer de ellas los vasos de acero y de arcilla colocados al lado de los muertos. Por un bronce, una pequeña estatua o una figurita, se pagaban cuarenta mil sestercios; un par de preciosos tapices, doscientos mil sestercios, y una marmita de bronce de esmerado trabajo se pagaba al precio de una finca rústica. ¿Cuántas veces no sería estafado por los mercaderes el aficionado rico, aquel bárbaro que iba en busca de joyas de arte? Sin embargo, el saqueo y la ruina del Asia Menor, rica en obras maestras, le valieron a Roma la posesión de las joyas antiguas más preciosas. Atenas, Siracusa, Cicica, Pérgamo, Cios, Samos y todas las antiguas capitales del arte fueron despojadas de sus riquezas artísticas para trasladarlas a Roma. Todo lo que se vendía, y aun lo que no se vendía, era trasladado a los palacios y a las granjas de los grandes de Roma. Ya sabemos las maravillas que encerraba la casa de Lúculo, a quien se reprochó un día haber abandonado sus deberes de general en jefe del ejército por su afición a los objetos de arte. Los curiosos acudían a la aldea Borghesis entonces como ahora; y también como ahora se quejaban de que estuvieran encerrados los tesoros de arte en los palacios y en las casas de campo de los grandes, donde la entrada era difícil y siempre se exigía una autorización especial concedida por el dueño. En cambio, los edificios públicos no habían adquirido ninguna de las obras de los grandes escultores y pintores de la Grecia, y en la mayor parte de los templos de Roma se veían aún las antiguas estatuas de madera de los dioses. En cuanto al cultivo de las artes, Roma no ha producido nada que valga la pena de ser nombrado. Con dificultad se encontraría en todo el siglo un solo escultor o pintor cuyo nombre haya llegado hasta nosotros, si se exceptúa a un tal Arelius, cuyas obras tenían una gran aceptación en la época, no porque fuesen de un verdadero mérito plástico, sino porque el molido maestro daba a sus figuras de diosas el tipo y parecido exacto de sus actuales amigas.

EL BAILE Y LA MÚSICA

En el interior de las casas y en los parajes públicos cada vez obtenían mayor favor la música y el baile. Hemos visto ya que la música escénica y el baile habían conquistado en el teatro un lugar independiente e importantísimo, y a esta indicación debemos añadir otro hecho no menos digno de consideración. En épocas anteriores, el teatro público se abría frecuentemente a las representaciones de los músicos, bailarines y declamadores que venían de la Grecia, parecidos a aquellos otros que desde mucho tiempo antes recorrían el Asia Menor y todas las regiones helénicas o helenizadas. Estos mismos músicos, danzantes y bailarinas alquilaban sus servicios para entretener a los convidados en los banquetes y en otras varias ocasiones. Los hombres ricos mantenían también en sus casas, para que sirviesen en su capilla, tocadores de laúd y de instrumentos de viento, y cantores; y, no contentas con esto, las gentes de buen tono se dedicaban también a tocar y a cantar. Así, en lo sucesivo, se vio entrar la música en el programa universalmente admitido de los diversos ramos de la educación. Y, con respecto al baile, no había una sola persona, incluso las consulares (sin contar a las mujeres), a quien no se pudiera echar en cara el haberse puesto en espectáculo en algún baile de sociedad.

INFLUENCIA YA MANIFIESTA DE LA MONARQUÍA

Por último, debemos manifestar que en los albores de la nueva monarquía, al fin del periodo actual, comenzó a mostrarse el principio de una era mejor para las artes. Ya hemos comentado en el capítulo precedente el poderoso vuelo que por impulso de César tomó la arquitectura, y debía tomarlo todavía más, tanto en la capital como en todo el Imperio Romano. Lo mismo sucedió en el grabado de las monedas, que se transformó hacia el año 700: en adelante, la pureza y lo delicado del relieve reemplazaron el sello, por lo común grosero y descuidado, de la antigua medalla.