II
LA RESTAURACIÓN SILANA Y SU GOBIERNO

ASUNTOS EXTERIORES

Después de la derrota de los revolucionarios de Cina que amenazaban la existencia del Senado, y cuando volvió a ser posible al poder aristocrático restaurado fijar su atención en las cosas relativas a la salvación del Imperio de Roma en el exterior y en el interior, se encontró con una serie de cuestiones cuya solución no podía diferirse. De olvidarlas un solo instante más, se hubieran comprometido los más respetables intereses, y el embarazo del presente se habría transformado en un gran peligro para el porvenir. Además de la insurrección española, que era grave por sí sola, había que traer a razón a los bárbaros de Tracia y de los países danubianos, a quienes Sila no había hecho más que castigar de paso cuando atravesó la Macedonia (volumen III, libro cuarto, págs. 318-319). También había que arreglar militarmente la tan embrollada situación de la frontera septentrional de la península helénica, y era necesario barrer la piratería, dueña casi absoluta de los mares, sobre todo en Oriente. Por último, se debía restablecer el orden en los revueltos asuntos de Asia Menor. La paz que Sila había concluido en el año 670 con Mitrídates, rey del Ponto, y cuyas estipulaciones no había hecho más que repetir el tratado con Murena, en el año 673, no era más que una obra provisional, hecha para cubrir las necesidades del momento. En cuanto a las relaciones de Roma con Tigranes de Armenia, con quien se había estado realmente en guerra, no se había llegado ni siquiera a esta paz. Tigranes, y no sin razón, había interpretado su silencio como un permiso para someter a su cetro las posesiones romanas de Asia. Si no se las quería abandonar, se estaba otra vez frente al nuevo gran rey. En el capítulo precedente hemos referido las sacudidas que el movimiento democrático del interior había comunicado a Italia y España, y las insurrecciones que fueron vencidas por el poder senatorial. Vamos ahora a mostrar de qué modo este poder, reconstituido por Sila, gobernó en el exterior o, mejor dicho, cómo concluyó por no saber gobernar.

EXPEDICIÓN A DALMACIA Y A MACEDONIA. SUMISIÓN DE TRACIA

A pesar de todo, todavía se sentía la mano fuerte del regente en las enérgicas medidas emanadas del Senado en los últimos tiempos de la dictadura, y dirigidas a la vez contra los sertorianos, los dálmatas y los tracios, y también contra los piratas de Cilicia. La expedición enviada contra la península grecoiliria había dado por resultado la sumisión o el castigo de las hordas bárbaras, que con sus continuas incursiones devastaban toda la región comprendida entre el Adriático y el mar Negro. Particularmente se había atacado a la horda de los besos (del gran Balkan), motejados con el nombre de ladrones entre los ladrones mismos. Además se quiso limpiar el litoral de Dalmacia de los corsarios que en él se refugiaban. El ataque se verificó de frente, como se hacía por regla general, tanto por la Dalmacia como por la Macedonia, donde se había reunido al efecto un ejército de cinco legiones. El de Dalmacia lo mandaba el pretoriano Cayo Cosconio. Recorrió el país en todos los sentidos y se apoderó de la fortaleza de Salona después de un sitio de dos años. En Macedonia, el procónsul Apio Claudio se dirigió en un principio hacia la frontera de Tracia con el fin de apoderarse de la orilla izquierda del Karasou. Por ambas partes se hizo una guerra cruel y salvaje: los tracios destruían las plazas de las que se apoderaban, y degollaban a sus prisioneros; y los romanos usaban también de represalias. Finalmente no se obtuvo ningún resultado definitivo: las legiones quedaban diezmadas por las marchas penosas y por los incesantes combates con los numerosos y valientes montañeses, y su general enfermó y murió durante la guerra. Cayo Escribonio, su sucesor (del 679 al 681), no pudo superar los obstáculos. Fue detenido por una grave insurrección de sus soldados y dejó en ese estado la difícil empresa intentada contra los tracios, pero se mantuvo en la frontera septentrional de Macedonia y allí sometió a los dardanios, que eran muy débiles. Por este lado extendió la frontera hasta cerca del Danubio. Pero no tardó el valiente y hábil Marco Lúculo (de 682 a 683) en volver a tomar el camino del este, batir a los besos en sus montañas, y tomar Uscudama o Filipopolis, su capital. También obligó a reconocer la soberanía de Roma a Sadalas, rey de los odrisos, y a todas las ciudades griegas de la costa oriental, al norte y al sur de los Balcanes: Istropolis, Tomi, Callatis, Odesos (no lejos de Barna), Mesambria y otras muchas que cayeron en poder de los romanos. Por su parte la Tracia, siempre inquieta y donde hasta ahora no habían poseído más que los territorios de los Atálidas en el Quersoneso, formó parte de la provincia de Macedonia.

LA PIRATERÍA. SUS PROGRESOS

Las rapiñas de los tracios y de los dardanios no talaban más que un rincón del Imperio; las devastaciones de los piratas, en cambio, eran muy diferentes. Organizados en todas partes y avanzando día a día, causaban inmensos perjuicios al Estado y a los particulares, y habían acaparado todo el movimiento marítimo del Mediterráneo. Italia no podía ya exportar sus producciones ni importar las de las provincias; y mientras que allí morían de hambre, aquí se paralizaba la agricultura porque sus productos no tenían salida. No podía enviarse dinero ni viajar con seguridad: el Tesoro había sufrido grandes pérdidas y los corsarios tenían prisioneros a un gran número de nobles romanos que estaban obligados a pagar gruesas sumas por su rescate, cuando los piratas no preferían, en sus feroces arranques, hacerles sufrir la pena de muerte. Los mercaderes romanos y hasta los cuerpos de ejército destinados a Oriente preferían pasar en el mar la mala estación. En realidad temían menos a las tormentas que a los piratas, pues, en efecto, no todos entraban en sus puertos durante el invierno. Sin embargo, y por perjudicial que fuese el bloqueo marítimo, aún podía sufrirse mejor que los desembarcos diarios de los bandidos en todas las islas y costas de Grecia y de Asia Menor. Sus escuadras, lo mismo que más tarde las flotillas de los normandos, se presentaban delante de todas las plazas marítimas, las forzaban a rescatarse a precio de oro, o las sitiaban y se apoderaban de ellas. A la vista de Sila, y después de concluida la guerra con Mitrídates, habían saqueado Samotracia, Clazomenes, Samos y Jasos (año 670). Dejo a la consideración del lector lo que sucedería cuando ya no hubo en aquellos puntos escuadras ni ejércitos romanos. Despojaron uno tras otro todos los templos ricos de las costas griegas y de Asia Menor. Solo en Samotracia se apoderaron los piratas de mil talentos. «¡Han dejado a Apolo reducido a la miseria —exclamaba un poeta contemporáneo— hasta tal punto que, cuando la golondrina viene a visitarlo, no queda de tantos tesoros ni una pepita de oro que ofrecerle!» Se contaban más de cuatrocientas ciudades tomadas o devastadas, y entre ellas Cnido, Samos y Colofon; la población de muchas islas y ciudades marítimas antes muy florecientes había tenido que emigrar en masa para que no se la llevasen cautiva. Pero ni aun en el interior del país había ya seguridad; los piratas aparecieron en lugares situados a dos jornadas de la costa. A estos tiempos nefastos se remonta la inmensa deuda que agobió más tarde a las ciudades griegas.

ORGANIZACIÓN DE LOS PIRATAS

La organización de la piratería se había modificado por completo. A diferencia de otros tiempos, ya no son los osados forajidos que infestaban los mares de Creta, entre Cirene y el Peloponeso, «el mar de oro», como ellos decían, e imponían un tributo a los comerciantes que transportaban artículos de lujo y esclavos de Oriente a Italia; y tampoco son aquellos cazadores de esclavos, armados hasta los dientes, que ejercían a la vez «la guerra, el comercio y la piratería». En la actualidad constituyen toda una República de corsarios; tienen un pensamiento común, una organización fuerte e imponente, y una misma patria. En suma, han constituido una especie de sinmaquia, todavía en sus principios, pero que marcha sin duda alguna a un fin político bien determinado. Los filibusteros se daban el nombre de cilicios; en realidad sus buques reunían a los aventureros, a los desesperados de todos los países y a los mercenarios licenciados, comprados antes en los mercados cretenses. Había entre ellos ciudadanos desterrados de las ciudades destruidas de Italia, de España y de Asia; soldados y oficiales de los ejércitos de Cimbria y de Sertorio; los hijos perdidos de todos los pueblos; los tránsfugas y proscritos de todos los partidos vencidos, y todos aquellos, en fin, que llevaban adelante la miseria y la audacia. Ahora bien, ¿cuál era el país en que no dominaban, en estos malhadados tiempos, la desgracia y el crimen? La antigua reunión de ladrones ha desaparecido, pero ha surgido de aquí un Estado, una potencia militar. A falta de los lazos de la nacionalidad, estos hombres están unidos por la masonería de la proscripción y del crimen; y, como sucede con frecuencia aun entre los mismos criminales, tienden hacia la mejor asociación del espíritu público. En un siglo infame, en que la indisciplina y la cobardía iban corrompiendo todos los lazos del orden social, las repúblicas legítimas hubieran podido tomar por modelo esta República bastarda, hija de la necesidad y de la violencia. Allí era donde parecía que se habían refugiado, como en un último asilo, el sentimiento de una unión inquebrantable y de un fiel compañerismo, el respeto a la palabra empeñada, la obediencia al jefe elegido por todos, y, por último, la bravura y la habilidad política. Habían escrito en sus banderas y jurado vengarse de la sociedad legítima, culpable del destierro de sus miembros, con razón o sin ella. Pero ¿acaso la divisa de estos piratas era peor que la de la oligarquía italiana o que la del sultanato oriental, esos dos colosos que se dividían entonces el dominio de la tierra? Ellos se consideraban como iguales a cualquier otro Estado legítimo. Como atestiguan muchas leyendas, los corsarios tenían el fiero porte de su oficio, su fausto y su fantasía caprichosa, marcados con el sello de una indolente locura y de un bandolerismo caballeresco. Se creían y se vanagloriaban de sostener una guerra justa con todo el mundo; su ganancia era botín y no robo; y si en todos los puertos romanos estaba esperando el tormento de la cruz a algún compañero de armas prisionero, ellos se creían y proclamaban a su vez con derecho a castigar con pena capital a todo romano que caía en su poder. Sus buques, esos barcos ratones (mioparones, como se los llamaba) que eran naves pequeñas, muy veleras y sin puentes (no tenían más que un corto número de birremes y trirremes), marchaban reunidos en escuadras regulares detrás de sus buques almirantes, incrustados de oro y adornados de púrpura. Cuando uno de los suyos se hallaba en peligro, llamaba a los otros en su ayuda, y, por desconocido que fuese, los capitanes volaban en su auxilio. Los contratos hechos con uno de ellos eran considerados como inviolables por toda la comunidad, y el perjuicio sufrido era también vengado por todos. Su patria verdadera era el mar que se extiende desde las columnas de Hércules hasta las costas de Siria y de Egipto. En todas partes tenían lugares de refugio para ellos y para sus casas flotantes, principalmente en las costas de Mauritania y de Dalmacia, en la isla de Creta, ocultos por lo común detrás de muchos promontorios, y en los reductos de la costa sur del Asia Menor, esta tierra sin dueño, pero que dominaba las grandes rutas del comercio marítimo. En efecto, la federación de las ciudades licias o panfilias tenía poca importancia; y la estación romana establecida en Cilicia desde el año 652 no bastaba para proteger la extensa línea de las costas, ni mucho menos. La dominación siria no había sido más que un nombre vano en estos países, y además hacía poco tiempo que la había reemplazado la soberanía de la Armenia. Agréguese a esto que el nuevo gran rey, a quien ahora pertenecía, no se cuidaba del cetro de los mares y los abandonaba espontáneamente a las incursiones de los ribereños. Así, pues, no es extraño que los piratas prosperasen en aquella tierra. En las riberas poseían sus estaciones, sus faros y torres telegráficas, y penetraban en los escondidos reductos del interior, en el seno del impracticable y montañoso macizo de la Licia, de la Panfilia y de la Cilicia. Aquí se habían construido sus castillos en lo alto de las rocas, y encerraban allí a sus mujeres, a sus hijos y sus tesoros, mientras ellos surcaban las aguas del archipiélago. Ellos mismos se refugiaban en esos sitios cuando los amenazaba algún peligro. En la Cilicia «ruda» era donde principalmente tenían sus nidos de águila, y, como los bosques les suministraban excelentes maderas para la construcción de sus buques, tenían también allí sus arsenales más importantes. No es extraño que su ordenada República militar hubiera conseguido colocar bajo su clientela las plazas griegas marítimas abandonadas a sí mismas, y que se gobernaban de la mejor manera que podían. El comercio las ponía en relaciones con los piratas y tratados formales las unían a esta nueva potencia amiga; por tanto, se negaban a obedecer a los pretores romanos cuando estos les ordenaban luchar contra los piratas. Por el contrario, y tal como sucedió con la importante ciudad de Sidea en Panfilia, se veía que les abrían sus puertos y les permitían edificar o venir a vender a sus prisioneros. Organizada de este modo, la piratería había llegado a ser un poder político; y era considerada y tenida por tal principalmente desde que Trifon, rey de Siria, le había pedido auxilio y había apoyado en ella su propio Imperio (volumen III, libro cuarto, pág. 97). Vemos que los piratas contraen alianza con Mitrídates, rey del Ponto, y con los emigrados demócratas de Roma; los vemos también batirse en el este y en el oeste con las escuadras de Sila, y, por último, encontramos príncipes corsarios a quienes obedecen un gran número de ciudades escalonadas en las costas. No podemos decir a qué grado de desarrollo político interior había llegado este raro sistema, pero es imposible no ver en él un imperio marítimo en germen, que busca y asegura su asiento, y que estará llamado a cumplir grandes y duraderos destinos, si las circunstancias llegan un día a favorecerlo.

LA POLICÍA ROMANA DE LOS MARES REDUCIDA A LA NULIDAD

Como ya hemos dicho en otro lugar, el progreso de los piratas muestra suficientemente cómo los romanos conservaban el buen orden o, mejor dicho, cómo no lo conservaban, en los mares que dominaban (mare nostrum). La soberanía de la República sobre las provincias consistía esencialmente en la tutela militar, que concentraba en manos de Roma las defensas de mar y tierra, y a cuyos fines pagaban los provincianos un impuesto y un tributo. Pues bien, si hubo tutor que engañó indignamente a su pupilo, este fue con seguridad la oligarquía romana respecto de sus súbditos y clientes. En vez de tener siempre dispuesta una gran escuadra y vigilar sobre la policía marítima, el Senado no había hecho nada para fundar una administración fuerte, tal cual se necesitaba, con el pretexto de no alcanzar eficacia en su intento. Así dejaba a cada pretor, a cada Estado cliente, el cuidado de defenderse como pudiera o como quisiera. En lugar de cumplir una obligación sagrada y de sostener un establecimiento naval, ya con su oro y con su sangre, ya con el oro y la sangre de los pueblos clientes que guardaban su independencia nominal, Roma había dejado decaer la marina de guerra italiana. Salía del paso con algunos buques requisados en las ciudades comerciales, y más frecuentemente con algunos guardacostas situados en diferentes puntos; pero, en uno y otro caso, todos los gastos y todos los disgustos recaían sobre los desgraciados súbditos. Los provinciales podían tenerse por dichosos, sin embargo, cuando el gobernador romano aplicaba realmente a la defensa del litoral los contingentes que exigía, y no utilizaba en provecho propio los fondos que recaudaba, o no se servía de ellos (como sucedía con frecuencia) para pagar a los piratas el rescate de tal o cual personaje importante secuestrado por ellos. Lo único útil que se había intentado, la ocupación de Cilicia, por ejemplo (año 652), había tenido una ejecución completamente descuidada. Si entre los romanos de entonces se hubiese hallado un hombre a quien no cegase absolutamente la ilusión vulgar de la grandeza nacional, creo que hubiera mandado arrancar los rostros (rostra) de la tribuna de las arengas, para no tener ante sus ojos los recuerdos de las grandes victorias marítimas conseguidas allá en mejores tiempos.

EXPEDICIÓN A LAS COSTAS DE ASIA MENOR. PUBLIO SERVILIO
EL ISAURICO. VICTORIA SOBRE ZENICETOS

Como quiera que fuese, en el transcurso de la primera guerra contra Mitrídates, Sila había podido convencerse de los peligros que provocaba el abandono en que se hallaba la marina, y había tomado diversas medidas para prevenir el mal. Pero, si bien había encargado a los lugartenientes que dejó en Asia la misión de reunir, a toda costa, en los puertos la escuadra de guerra contra los piratas, sus órdenes habían servido de poco. Murena había preferido ir a pelear contra Mitrídates, y el pretor de Cilicia, Gneo Dolabela, solo había dado pruebas de incapacidad. En consecuencia, el Senado tuvo que decidirse (en el año 675) a enviar allá a uno de los cónsules, y la suerte designó al valiente y activo Publio Servilio. Este libró un sangriento combate a la escuadra de los piratas, y después se propuso arrasar sucesivamente todas las ciudades de la costa del Asia Menor, ante las cuales los buques piratas venían generalmente a anclar y a traficar. De este modo fueron destruidas las ciudades de Zenicetos, uno de los más poderosos reyes del mar: Olimpos, Coricos y Faselis en la Licia oriental, y Ataleya en Panfilia. El mismo Zenicetos pereció en el incendio de Olimpos. Para continuar con sus triunfos, Servilio marchó contra los isaurios, pueblo acantonado en el ángulo noroeste de la Cilicia ruda, en la falda septentrional del Tauro, oculto detrás de un laberinto de montañas escarpadas, de picos suspendidos sobre los abismos y de profundos valles (esta región conserva aún en nuestros días las huellas y los recuerdos de los bandidos de los tiempos antiguos). Para llegar hasta aquellos nidos de águila, últimos y seguros asilos de los piratas, Servilio pasó por primera vez el Tauro con las legiones. Se apoderó de las fortalezas del enemigo, Oroanda e Isaura; esta última era el ideal de un nido de ladrones, pues estaba construida en lo alto de una montaña casi impracticable y dominaba toda la llanura de Iconion. Esta ruda campaña de tres años (del 676 al 678), durante la cual Publio Servilio conquistó el sobrenombre de Isaurico para sí y sus sucesores, no careció de resultados. Cayeron en poder de los romanos muchos buques y un gran número de piratas; devastaron la Licia, la Panfilia y la Cilicia occidental, anexionaron a Roma los territorios de las ciudades destruidas y extendieron la provincia de Cilicia. Sin embargo se comprende que, lejos de desaparecer, la piratería no haría más que cambiar de domicilio, y que se trasladaría al antiguo refugio de los piratas del Mediterráneo, es decir a la isla de Creta (volumen III, libro cuarto, pág. 70). Para remediar esto por completo hubiera sido necesario tomar medidas represivas en mayor escala y con más unidad de miras, o mejor dicho, crear una alta policía de los mares.

ASUNTOS DE ASIA. TIGRANES EL NUEVO GRAN REY DE ARMENIA.
CONQUISTA DE SIRIA POR PARTE DE TIGRANES

A la guerra contra los piratas iban unidos muy de cerca y en muchos aspectos los intereses del continente de Asia Menor. Lejos de mejorar, la ya tirante situación entre Roma y los reyes de Ponto y de Armenia había empeorado. Por un lado, el armenio Tigranes había proseguido sus conquistas marchando adelante, sin respetar nada. El Imperio de los partos, destrozado por luchas intestinas, estaba en baja, por decirlo de alguna forma. Atacados constantemente por su enemigo, se veían empujados cada día más lejos hacia las profundidades de Asia. En los territorios situados entre Armenia, Mesopotamia y el Irán, algunos, como la Korduana (Gordiana o Kurdistán septentrional) y la Media de Atropatena, habían dejado de ser reinos feudales pertenecientes a los partos y se habían convertido en reinos tributarios armenios. Asimismo, el reino de Nínive (Mosul) y la Adiabena habían tenido que someterse por algún tiempo a la clientela de Tigranes. En Mesopotamia, en Nisibis y en sus alrededores, también se había arraigado la dominación armenia. Solo al sur el nuevo gran rey no poseía por completo el vasto desierto que constituye la mitad del país; Seleucia, sobre el Tigris, parece que no llegó a obedecerlo. Había dado el reino de Edesa o la Ozroena a una horda de árabes nómadas, transplantados del sur de la Mesopotamia y establecidos sobre esta nueva tierra, con la finalidad de que guardasen el paso del Éufrates y la gran vía del comercio[1]. Sin embargo, no limitó de manera alguna sus conquistas a la orilla oriental del Éufrates. Su objetivo principal era la Capadocia, y desarmada como estaba fue bien pronto dominada por los golpes de su poderoso vecino. Tigranes le quitó la provincia oriental de Mitelene, y, al anexionarla a la Sofena armenia que limitaba con ella, fue dueño de los vados del Éufrates en esta región y en toda la gran vía del tráfico entre Asia Menor y su reino. Después de la muerte de Sila, sus ejércitos penetraron en el corazón de la Capadocia propiamente dicha y se llevaron consigo a Armenia a los habitantes de Mazaka (después Cesárea), la capital, y de otras once ciudades pertenecientes a la civilización griega. El imperio de los Seléucidas estaba en completa disolución y no podía luchar contra el nuevo gran rey. Al sur, conforme se va de la frontera de Egipto a la Torre de Estrabón (Cesárea de Judea), reinaba Alejandro Janeas, príncipe judío que al luchar todos los días con sus vecinos sirios, egipcios y árabes, y con las ciudades reales, se había engrandecido paso a paso. Las principales ciudades del país, Gaza, Torre de Estrabón, Tolemaida y Berca, se habían erigido en ciudades libres o colocado bajo el cetro de los tiranos locales, e intentaban defenderse por sí mismas. Antioquía, la capital, se había hecho independiente de las demás, por decirlo así. Damasco y los valles del Líbano obedecían al príncipe nabateo Aretas de Petra, mientras que en Cilicia dominaban los piratas o los romanos. Por otra parte, como su corona estaba así dividida en mil pedazos, y como si su papel fuera servir de juguete y de escándalo, los Seléucidas mantenían incesantes cuestiones intestinas. Condenados a eternas y sangrientas luchas, como la casa de Lago de Tebas, mientras veían que todos sus súbditos se hacían independientes, se entretenían en aspirar al trono de Egipto, que había quedado sin heredero legítimo a la muerte de su último rey, Alejandro II.

Tigranes se arrojó sobre esta presa fácil, y de un golpe se apoderó de toda la Cilicia oriental; y actuando de la misma forma que con los capadocios, se llevó consigo a la población de Soli y de otras ciudades. También sometió con las armas toda la región de la Alta Siria, a excepción de Seleucia, situada en la desembocadura del Oronte y que fue valerosamente defendida, y a la mayor parte de Fenicia. Hacia el año 680 tomó Tolemaida y amenazó seriamente a la ciudad de los judíos. Antioquía, la antigua ciudad de los Seléucidas, no era ya más que una de las residencias del rey de Armenia desde el año 671. Los anales sirios mencionan a Tigranes como señor y dueño del país; y así la Siria y la Cilicia se convirtieron en una satrapía armenia, que Magadates gobernaba por cuenta del gran rey. Parecía, pues, que volvían a comenzar los tiempos del Imperio de Nínive, los tiempos de Salmanasar y de Senaquerib. El despotismo oriental nuevamente pesó sobre las poblaciones comerciales de la costa de Siria, como en los tiempos de Sidón y Tiro. El Asia central se había arrojado otra vez sobre la región mediterránea, y las playas de Siria y de Cilicia volvieron a ver los ejércitos asiáticos de un millón de hombres. Por otra parte, así como en otros tiempos Salmanasar y Nabucodonosor se llevaron a los judíos a Babilonia, así hoy los habitantes de los países fronterizos del nuevo Imperio, gordianos, adiabenianos, asirios, cilicios, capadocios y, sobre todo, los habitantes de las ciudades griegas o semigriegas, se vieron obligados a emigrar a la nueva residencia real, cualquiera que fuera la defensa que hiciesen, y bajo la pena de confiscación de todo lo que dejasen detrás de sí. Debían ir a una de esas ciudades gigantes que atestiguan más bien la nulidad de los pueblos, que la grandeza del soberano, y que, a cada cambio de imperio en las orillas del Éufrates, salían de la tierra a la palabra mágica del nuevo sultán. Tigranocerta (la ciudad de Tigranes), situada en la Armenia del Sur y no lejos de la frontera con la Mesopotamia[2], tenía, como Nínive y Babilonia, muros de cincuenta codos de elevación, palacios, parques y jardines; en suma, todas las magnificencias de las que se rodean los sultanes de Oriente. Tigranes, por su parte, supo desempeñar su papel. En Oriente, país que está siempre en una eterna infancia, los reyes no saben sobreponerse a las pueriles ideas populares. En este sentido, se veía al monarca armenio parodiando en público el espléndido aparato del sucesor de los Daríos y Jerjes, adornado con el caftán de púrpura, con la túnica, mitad blanca y mitad roja, con los anchos calzones plegados, el alto turbante y la banda real. Por dondequiera que pasaba, además, llevaba siempre a su lado a cuatro reyes para que lo acompañasen y sirviesen.

MITRÍDATES

Mitrídates era más modesto. Había renunciado a atacar al Asia Menor y se había vuelto hacia el lado del mar Negro, lo cual no le estaba prohibido por los tratados. De esta forma se aplicaba a consolidar los fundamentos de su poder y a reducir poco a poco a una sujeción más completa a los países colocados entre el Bósforo y el Ponto, donde su hijo Machares mandaba como delegado suyo. Se esforzaba además en construir una buena escuadra y un buen ejército, formándolo y organizándolo a la romana, para lo cual utilizaba los excelentes servicios de los emigrados que se habían refugiado en su corte en gran número.

CONDUCTA DE LOS ROMANOS EN ORIENTE. REHÚSAN LA ANEXIÓN DE EGIPTO

No les convenía a los romanos engolfarse más de lo que estaban en las complicaciones de los asuntos de Oriente, y manifestaron sus intenciones en este sentido en una cuestión de bastante trascendencia. Se ofrecía la ocasión de anexionar amistosamente el Egipto al imperio de la República, pero el Senado no quiso aprovecharla. La descendencia legítima de Tolomeo Lágida acababa de extinguirse en la persona de Alejandro II, hijo de Alejandro I, a quien Sila había hecho rey a la muerte de Tolomeo Soter. Pocos días después de su advenimiento al trono, murió en un motín en las calles de la capital (año 673). Este mismo Alejandro II había instituido en su testamento por heredera a la República[3]. Es verdad que se negó la validez de este documento; pero el Senado lo tuvo por verdadero puesto que hizo que le entregasen las sumas que el rey tenía depositadas en Tiro, si bien dejó que dos hijos de Soter, notoriamente ilegítimos, se apoderasen uno de Egipto (lo llamaban Tolomeo XI, el Auletes), y el otro de Chipre (llamado Tolomeo el Chipriota). No quiere decir esto que el Senado los reconociese formalmente, pero no les obligó a restituir el poder usurpado. ¿A qué atribuir esta conducta ambigua? ¿Por qué no renunció al menos expresamente a la posesión de Chipre y de Egipto? No vacilo en reconocer como causa determinante de esta conducta la renta que los dos reyes precarios pagaban a los jefes de las pandillas de Roma, a fin de que continuase aquel estado de cosas. En el fondo, Roma tenía razón al no tocar el cebo que se le ofrecía. Por su posición especial y su organización financiera, Egipto hubiera puesto en manos de un pretor romano el poder del dinero, el de la dominación de los mares, y, sobre todo, una fuerza independiente. ¿Cómo admitir que una oligarquía suspicaz y débil pudiera nunca contribuir a la formación de un poder semejante? Desde este punto de vista se comprende también que Roma no quisiese la posesión inmediata y directa de los países del Nilo.

POLÍTICA DE NO INTERVENCIÓN EN ASIA MENOR Y EN SIRIA

La inacción del Senado ante los acontecimientos que agitaban el Asia Menor y la Siria no podía justificarse. Concedo que la República no reconociese al conquistador armenio los títulos de rey de Capadocia y de Siria, pero no hizo nada tampoco para que se mantuviese dentro de sus límites, por más que le hubiera sido fácil penetrar en Siria con motivo de la guerra contra los piratas, en el año 676. Tolerar la ocupación de Capadocia y de Siria, sin declarar la guerra, equivalía no solo a abandonar a sus protegidos, sino a dejar que destruyesen los más sólidos fundamentos de su poderío en el exterior. Era cosa grave por sí misma sacrificar en el Éufrates y en el Tigris los establecimientos helénicos, estos puestos avanzados de su Imperio, pero permitir a los asiáticos fijar su planta en las orillas del Mediterráneo, verdadera base política del Imperio oriental, no probaba solamente su amor a la paz, sino que confesaba que la oligarquía restaurada por Sila, no por ser más oligárquica que antes, era más hábil ni más enérgica. También probaba que había sonado la hora del principio del fin del mundo romano.

Tampoco por la otra parte se quería la guerra. Tigranes no tenía motivo alguno para desearla, puesto que los romanos abandonaban sus clientes sin tomar las armas. Mitrídates, que no era un sultán estúpido y que en sus días de fortuna o de desgracia había experimentado a sus amigos y a sus enemigos, sabía muy bien que, en caso de una segunda guerra con Roma, estaría otra vez solo, igual que en la primera. Por lo tanto, lo mejor que podía hacer era mantenerse tranquilo y prepararse en silencio. Las protestas de paz eran sinceras, como lo había mostrado en su entrevista con Murena, y continuaba en este camino evitando toda ocasión que diese motivo a la República para salir de su actitud pasiva.

Pero así como la primera guerra contra el rey de Ponto se había empeñado sin que ninguno de los beligerantes la quisiera en realidad, así también en los momentos actuales iban aumentando las sospechas recíprocas por efecto de los intereses encontrados. Las sospechas trajeron consigo los preparativos de defensa, y estos conducían a un rompimiento abierto. Hacía mucho tiempo que Roma tenía poca fe en su efectivo militar y en sus inmediatos recursos de combate. Por otra parte, ¿qué cosa más natural que semejante desconfianza en alguien que no mantiene en pie de guerra un ejército permanente, y en un gobierno que reposa en el seno de una asamblea deliberante? En consecuencia, era un axioma de la política romana el que, una vez emprendida, la guerra debía continuarse no hasta la derrota del enemigo, sino hasta su destrucción completa. Además estaban poco satisfechos con la paz concluida tiempo atrás por Sila, de la misma forma que en otro tiempo se había murmurado de las condiciones otorgadas a Cartago por Escipión el Africano. Entretanto, se manifestaban constantes temores respecto del rey de Ponto y se pronosticaba un segundo y próximo ataque. No se decía esto sin motivo, siendo las circunstancias presentes exactamente las mismas que doce años antes. Con los armamentos de Mitrídates coincidían una guerra civil peligrosa, las incursiones de los tracios en Macedonia, y las de los piratas, cuyas flotas cubrían todos los mares. Por lo demás, así como en otros tiempos se habían cambiado los mensajes y los emisarios entre Mitrídates y los italianos, así también en la actualidad se iba y se venía desde el campamento de los emigrados romanos de España al de los refugiados en la corte de Sinope. Ya a fines del año 677, durante la guerra civil italiana, se había exclamado en pleno Senado que el rey de Ponto no esperaba más que una ocasión para arrojarse sobre el territorio romano; y, para prevenir eventualidades, se habían reforzado los cuerpos de ejército de las provincias de Asia y de Cilicia.

Mitrídates, por su parte, seguía con inquietud creciente todos los movimientos de la política de los romanos. Comprendía bien que más allá de cualquier repugnancia que, en su debilidad, el Senado mostrase hacia una declaración de guerra, a la larga o a la corta no podía menos que declararla a Tigranes, y que él a su vez tendría que tomar parte en ella forzosamente. En medio del tumulto de la revolución de Lépido, había intentado en vano obtener del Senado el documento escrito de su tratado de paz. Pero nunca lo logró y no lo esperaba ya, y veía en esto el síntoma de la próxima renovación de la guerra. Roma comenzaba ya su lucha contra los piratas. Atacarlos equivalía a atacar indirectamente a los reyes de Oriente, que eran sus aliados. Las pretensiones ambiguas de Roma sobre Egipto y la isla de Chipre eran otra piedra de toque. ¿Acaso el rey de Ponto no había casado a dos de sus hijas, Mitrídatis y Nisa, con estos dos Tolomeos a quienes el Senado persistía en no reconocer formalmente? Los emigrados lo impelían también a dar un gran golpe. Por último, los triunfos de Sertorio en España, triunfos de los que se enteraba el rey por medio de sus enviados que seguían al ejército de Pompeyo con especiales pretextos, le abrían la ventajosa perspectiva de que en la próxima guerra no tendría que luchar a la vez contra los dos partidos, sino que, por el contrario, podría batir a uno apoyándose en el otro. ¿Dónde hallar un momento más favorable? ¿No valía más, después de todo, declarar la guerra a los romanos antes de que estos la declarasen?

SE HACEN ROMANAS BITINIA Y CIRENE. EXPLOSIÓN DE LA GUERRA

Por entonces murió el rey de Bitinia, Nicanor III Filopator, que era el último de su raza, pues un hijo que había tenido su mujer, Nisa, pasaba por ilegítimo o lo era en efecto. En su testamento dejaba su reino a los romanos, que se apoderaron inmediatamente de aquel país, limítrofe con su provincia y visitado desde hacía muchos años por los magistrados y los traficantes italianos. En esta misma época se erigió también a Cirene en provincia, y enviaron a ella un pretor (año 679). Estas medidas y los ataques dirigidos contra los piratas de la costa sur del Asia Menor sobreexcitaban las desconfianzas de Mitrídates. La anexión de Bitinia, sobre todo, y el no poder contar con Paflagonia, hacía que los romanos fueran vecinos inmediatos de su reino póntico. Este fue ya el último golpe. Tomó su partido y en el invierno del año 679 al 680 declaró la guerra a la República.

ARMAMENTOS DE PONTO

Mitrídates hubiera deseado contraer algunas alianzas que lo auxiliasen en esta ardua empresa. Su más próximo y natural aliado era el gran rey de Armenia, pero este, que era un político de cortas miras, rechazó las proposiciones de su suegro. Quedaban los insurrectos y los piratas. Mitrídates tuvo cuidado de mantenerse en comunicación con unos y con otros, y mandó numerosas escuadras a las aguas de Creta y a las de España. En otro lugar hemos visto que había concluido con Sertorio un tratado por el cual Roma le cedía la Bitinia, Paflagonia, Galacia y Capadocia. Claro que estas cesiones eran puramente nominales, y que solo podían ratificarse por la suerte de las armas. Más seria era la asistencia que debía recibir del general de los españoles, es decir, el envío de oficiales que pudieran dirigir los ejércitos y las escuadras de Ponto. Sertorio había nombrado como representantes suyos en la corte de Sinope a los hombres más activos que había entre los emigrados de Oriente, a Lucio Magio y a Lucio Fanio. Por lo demás, también entre los piratas Mitrídates halló recursos. Parece que se habían establecido en gran número en el reino póntico, y que gracias a ellos le fue posible reunir una fuerza naval imponente, tanto por su número como por la bondad de sus naves. Sea como fuese, su principal apoyo estaba en su propio ejército, y con él podía esperar apoderarse de las posesiones romanas en Asia mucho antes de la llegada de las legiones. Además, todo favorecía la invasión de los soldados del Ponto. Las contribuciones impuestas por Sila a la provincia de Asia agotaban todos sus recursos: la Bitinia se rebelaba contra la nueva administración romana, y, en Cilicia y en Panfilia, la reciente guerra devastadora había dejado el terreno dispuesto a reproducirla. Había abundancia de municiones, y los graneros reales encerraban dos millones de medimnos de trigo. Por su parte la escuadra y los soldados eran numerosos y estaban bien ejercitados; y los mercenarios bastarnas, en particular, suministraban una tropa escogida, capaz de habérselas con los legionarios italianos. También esta vez fue Mitrídates quien tomó la ofensiva. Un cuerpo de ejército mandado por Diofauto entró en Capadocia con el fin de ocupar las plazas fuertes y cerrar a los romanos el camino del Ponto. Al mismo tiempo, un oficial enviado por Sertorio, el propretor Marco Mario, entró en Frigia acompañado de un general póntico llamado Eumacos; ambos debían sublevar la provincia romana y a los habitantes del Tauro. El ejército principal, que se componía de más de cien mil infantes, dieciséis mil caballos y cien carros con hoces, iba conducido por Taxila y Hermócrates bajo las supremas órdenes del rey, y recorría la costa norte del Asia Menor dándose la mano con una escuadra de guerra de cuatrocientos buques que obedecía a Aristónico. Así se habían apoderado de Paflagonia y de Bitinia.

ARMAMENTOS DE ROMA

Por parte de Roma se había elegido desde un principio para general en jefe al cónsul del año 680, a Lucio Lúculo. Se le había dado el gobierno de Asia y de Cilicia con el mando de las cuatro legiones acampadas en Asia Menor, y llevó consigo otra más. Por tanto, su ejército constaba de treinta mil infantes y mil seiscientos caballos. Tenía orden de marchar sobre el Ponto, atravesando la Frigia. Su colega, Marco Cotta, se dirigió con una escuadra y otro cuerpo de ejército hacia la Prepóntide, a fin de cubrir el Asia y la Bitinia. Por último, el Senado había ordenado el armamento general de las costas, sobre todo de las de Tracia, que eran las más particularmente amenazadas por la escuadra enemiga. Como medida extraordinaria, se dio al mismo tiempo a otro hombre la misión de limpiar todos los mares y playas infestados por los piratas y sus aliados del Ponto. La elección del Senado recayó sobre Marco Antonio, hijo de aquel que treinta años antes había sido el primero en castigar a los corsarios de Cilicia. Además, se puso a disposición de Lúculo una suma de setenta y dos millones de sestercios para el equipo de una escuadra, pero él rehusó esta suma. Se ve, pues, que finalmente el gobierno de la República comprendía y confesaba que casi todo el mal procedía del abandono en que había estado la marina de guerra, y que, en el porvenir, se proveería formalmente a su restablecimiento, por lo menos hasta donde es posible hacerlo a fuerza de decretos.

PRINCIPIO DE LA GUERRA. DERROTA DE LOS ROMANOS DELANTE DE CALCEDONIA

Finalmente la guerra comenzó en todas partes en el año 680. Para desgracia de Mitrídates, en el momento en que rompía las hostilidades, la estrella de Sertorio empezaba a declinar; consigo se llevaría una de las grandes esperanzas del asiático, a la vez que dejaba a Roma libre para consagrar todas sus fuerzas a las expediciones marítimas y a las de Asia Menor. Sin embargo, Mitrídates recogió aquí los beneficios de la ofensiva y de la distancia que separaba a los romanos del actual teatro de la lucha. El propretor de Sertorio había penetrado inmediatamente en la provincia, y un gran número de ciudades le abrieron sus puertas. Las familias romanas que habían fijado en ella su residencia fueron pasadas a cuchillo, lo mismo que en el año 666. Se sublevaron además los psidios, los isaurios y los cilicios. En estos momentos aún no habían llegado a los puntos amenazados los soldados de la República; y algunos hombres más atrevidos intentaron impedir por sí mismos la matanza. Así, por ejemplo, a la nueva de estos graves acontecimientos, el joven Cayo César salió de Rodas, donde proseguía sus estudios, y se presentó con algunas tropas reunidas precipitadamente a contener los progresos del enemigo. Pero ¿qué podía hacer este puñado de voluntarios? Si Deyotaro, el bravo tetrarca de los tolistoboyos, galos establecidos alrededor de Pesinunte, no hubiese tomado el partido de Roma y luchado victoriosamente contra los generales de Mitrídates, Lúculo hubiera tenido que comenzar reconquistando todo el macizo interior de la provincia. Sin embargo, perdió aquí un tiempo precioso en restablecer la calma y en rechazar al enemigo hasta la frontera; y el éxito insignificante que pudo conseguir su caballería en dos o tres ocasiones no compensó, ni con mucho, las primeras desventajas. En la costa norte del Asia Menor, las cosas marcharon aún peor que en Frigia. La escuadra y el ejército del Ponto eran completamente dueños de Bitinia. El cónsul Cotta, con su pequeño ejército y las pocas naves de que disponía, a duras penas había podido refugiarse en los mares y en el puerto de Calcedonia, donde lo tenía bloqueado Mitrídates. No obstante, esta mala situación produjo algo bueno para los romanos. Como el ejército del Ponto estaba ocupado delante de Calcedonia, Cotta atrajo a Lúculo en su auxilio, y de este modo provocó la unión de todas las fuerzas romanas. Por lo tanto, la lucha podía decidirse inmediatamente sin tener que perseguir al enemigo por países lejanos e impracticables. En efecto, Lúculo marchó a reunirse con Cotta; pero este, soñando con una victoria conseguida por sí solo, antes de la llegada de su colega ordenó a Publio Rutilo Nudo, jefe de la escuadra, que saliese con esta y empeñase el combate, que dio por resultado una sangrienta derrota. La escuadra del Ponto atacó inmediatamente el puerto, rompió la cadena que lo cerraba y quemó todas las naves romanas que en él había, que ascendían a setenta. Lúculo estaba en el río Sangara cuando supo lo que había sucedido, y aceleró su marcha con gran descontento de sus soldados, que en realidad se inquietaban poco por Cotta, y que hubieran preferido saquear un país indefenso antes que enseñar a sus camaradas la manera de vencer. Finalmente la llegada de Lúculo restableció un tanto los asuntos. El rey levantó el sitio; pero, lejos de volver hacia el Ponto, se extendió por todas las costas de la Prepóntide y del Helesponto, ocupó Lampsaca y comenzó el sitio de la grande y rica ciudad de Ciziquia (Bal-kir).

SITIO DE CIZIQUIA POR MITRÍDATES. DESTRUCCIÓN DEL EJÉRCITO DEL PONTO

Esto equivalía a encerrarse en un verdadero callejón sin salida. Hubiera obrado mejor para su causa retirándose de los romanos. En Ciziquia se habían conservado, más que en ninguna otra ciudad, las antiguas tradiciones y el antiguo valor de los helenos. Aunque sus buques y sus soldados habían sido diezmados en el doble y desastroso combate de Calcedonia, opusieron una tenaz resistencia. La ciudad estaba edificada sobre un islote muy inmediato a la costa, con la que se comunicaba por medio de un gran puente. En un principio, los sitiadores ocuparon las alturas de tierra firme que dominaban el puente y el arrabal inmediato, y en la isla misma coronaron la célebre colina dindimeniana. Después, tanto en la parte del continente como en la isla, los ingenieros griegos de Mitrídates emplearon todos los medios de que entonces disponía el arte para hacer practicable el asalto. Pero durante una noche los sitiados cerraron la brecha abierta con tanto trabajo; y los esfuerzos del ejército del Ponto se estrellaron contra las murallas, así como también la bárbara amenaza participada por el rey a los de Ciziquia, de que haría degollar a sus hermanos cautivos delante de sus puertas, si se negaban a abrirlas inmediatamente. Los ciziquianos se defendieron entonces con más energía y mejor éxito, hasta el punto de que un día estuvieron muy cerca de coger prisionero al mismo Mitrídates. Entre tanto, Lúculo había ocupado una fuerte posición a retaguardia de los sitiadores, y, aunque no podía socorrer directamente la ciudad, cortaba todos los víveres que llevaban por tierra a los soldados asiáticos. Este inmenso ejército, evaluado en más de trescientas mil personas incluyendo la comitiva o séquito, no podía retirarse ni combatir, encerrado como estaba entre una plaza inexpugnable y las legiones inmóviles. De hecho no se aprovisionaba sino gracias a la escuadra que, por fortuna de Mitrídates, dominaba en el mar. Finalmente llegó la mala estación, y una gran tempestad destruyó casi todos los trabajos de sitio. Por lo demás, la falta de víveres y, sobre todo, de forraje hacían la situación insostenible. Mandaron las bestias de carga y los bagajes, y fueron escoltados por la mayor parte de la caballería, que debía a toda costa lanzarse sobre las filas enemigas y abrirse paso por la fuerza. Lúculo los alcanzó sobre el Rindaco, al este de Ciziquia, y los exterminó. Otra división de la caballería, a cuya cabeza iban Metrofano y Lucio Fanio, anduvo errante mucho tiempo por todo el occidente de Asia Menor, hasta que por último tuvo que volverse al campamento de Ciziquia. El hambre y las enfermedades hacían terribles estragos. Al comenzar la primavera del año 681, los sitiados redoblaron sus esfuerzos y se apoderaron de los trabajos construidos por Mitrídates sobre el monte Dindimon. De esta forma no quedó ya al rey más remedio que levantar el sitio y colocar sobre su escuadra todo lo que pudiese salvar. Después se hizo a la vela hacia el Helesponto; pero, mientras embarcaba sus tropas y durante la travesía, sufrió grandes pérdidas a causa de las tempestades. La división de tierra, conducida por Hermacos y Mario, levantó también el campamento a fin de ir a refugiarse dentro de los muros de Lampsaca, para embarcarse allí a su vez. Abandonó sus bagajes, sus enfermos y sus heridos, a quienes asesinaron los exasperados habitantes de Ciciquia. En el camino, sostuvo con Lúculo dos sangrientos combates al pasar el Esopo y el Gránico. Aunque muy disminuida la división, alcanzó su fin; así, las naves del rey condujeron fuera del alcance de los romanos a los últimos restos del gran ejército y a los habitantes de Lampsaca.

GUERRA MARÍTIMA. MITRÍDATES SE VE OBLIGADO A VOLVER A ENTRAR EN EL PONTO

Lúculo había hecho la guerra con habilidad y prudencia, y reparado las faltas de su colega, pues sin librar batalla había destruido la flor de los ejércitos del rey, que, según se dice, ascendía a doscientos mil hombres. Si él hubiera tenido a su disposición aquella escuadra quemada por los pónticos en el puerto de Calcedonia, no se habría escapado ni un soldado. Pero su obra estaba incompleta; a pesar de la catástrofe de Ciziquia, no pudo impedir que las naves enemigas penetrasen en la Prepóntide, bloqueasen Perinto y Bizancio, en la costa de Europa, devastasen Priapos, en la de Asia, y cubriesen el cuartel general del rey, establecido en Nicomedia. Al poco tiempo se vio una escuadra penetrar en el mar Egeo: llevaba a bordo a diez mil hombres, con Mario y la flor de los emigrados. Se corrió la voz de que bajaba hacia Italia para verificar allí un desembarco y volver a encender la guerra civil. Afortunadamente, ya estaban dispuestos para entrar en campaña los buques que Lúculo había pedido a las ciudades asiáticas al día siguiente del desastre de Calcedonia, y una pequeña escuadra pudo salir a buscar al enemigo en las aguas del archipiélago. La mandaba el mismo Lúculo, que era marino experimentado. Delante del puerto de los aqueos, en el canal que separa la costa troyana de la isla de Tenedos, había cinco quinquerremes que Isidoro conducía a Lemnos. Lúculo las sorprendió y pasó por ojo. Poco más allá, en la pequeña isla de Nea, punto poco concurrido entre Lemnos y Esciros, había otros treinta y dos buques pónticos extendidos a lo largo de la costa. Lúculo cayó sobre ellos y los capturó a todos. Allí sucumbieron combatiendo, o bajo el hacha del verdugo, Mario y los emigrados más atrevidos. Como resultado de esto, había quedado aniquilada la escuadra del mar Egeo. Durante este tiempo, Cotta y los lugartenientes de Lúculo, Vaconio, Barbo y Cayo Valerio Triario, habían continuado la guerra en Bitinia reforzados por nuevas tropas italianas, y por una escuadra regular reunida a toda prisa. En el interior Barbo se había apoderado de Prusiada, al pie del Olimpo, y de Nicea; Triario había tomado Apamea, sobre la costa (la antigua Mirleya), y Prusiada, sobre el mar (la antigua Cios). Se reunieron inmediatamente todos los generales y marcharon contra Mitrídates, apostado todavía en Nicomedia; pero este no permaneció esperándolos, huyó en sus naves y tomó el camino del Ponto. Solo escapó merced a la tardanza de Vocconio, encargado de bloquear con su escuadra el puerto de aquella ciudad. De paso, el rey se había apoderado de Heráclea, entregada por traición; sin embargo sobrevino una tempestad que le arrebató sesenta buques y dispersó los demás de su escuadra, con lo cual volvió a entrar prácticamente solo en Sinope. La ofensiva tomada por él había dado por resultado la completa derrota de sus ejércitos de mar y tierra: derrota poco gloriosa, sobre todo para el jefe supremo.

INVASIÓN DEL PONTO POR LÚCULO. VICTORIA DE CABIRA.
CONQUISTA DEL PONTO. SITIO DE LAS CIUDADES

Lúculo atacó a su vez. Triario se encargó del mando de la escuadra, con la misión de cerrar el Helesponto y apoderarse a su paso de las naves pónticas que viniesen de Creta o de España. Cotta emprendió el sitio de Heráclea, mientras que el activo y fiel jefe de los galos y el rey de Capadocia, Ario Barzana, se encargaron de la difícil tarea del aprovisionamiento de los romanos. Finalmente, el mismo Lúculo entró en el otoño del año 681 en el territorio del Ponto, cuyo suelo hacía mucho tiempo que ningún enemigo había pisado. Mitrídates, decidido a mantenerse en una rigurosa defensiva, retrocedió sin pelear desde Sinope hasta Misos, y desde Misos hasta Cabira (hoy Niksar), por el Licus, afluente del Iris. Contaba con atraer al romano al interior del país para cortarle enseguida los víveres y las comunicaciones. Lúculo lo siguió a marchas forzadas: dejó atrás a Sinope, franqueó el Halis, antigua frontera de Escipión, y colocó un cordón de tropas alrededor de las importantes fortalezas de Amisos Eupatoria (sobre el Iris) y Tesmicira (sobre el Termodonte). Solo el invierno puso fin a sus progresos, pero no al sitio de las ciudades. Los soldados murmuraban contra su capitán, que no quería otra cosa más que ir siempre avanzando, sin pararse a recoger jamás los frutos de sus esfuerzos. Además les repugnaban estos bloqueos establecidos en gran escala en el rigor del invierno. Pero Lúculo no acostumbraba oír las quejas, y desde la primavera del año 682 marchó adelante y llegó a Cabira, en tanto dejó a Lucio Murena con dos legiones delante de Amisos. Durante el invierno, Mitrídates había hecho nuevas tentativas para comprometer en la lucha al gran rey de Armenia, pero estos esfuerzos no habían producido más que vanas promesas. Menos inclinados se hallaban los partos a venir en ayuda de una causa perdida. Sin embargo, a fuerza de actividad y reclutando soldados entre los escitas, el rey había conseguido reunir en Cabira un ejército considerable a las órdenes de Diofanto y de Taxilo. Los romanos, que no contaban más que con tres legiones y con una caballería muy inferior a la de los pónticos, no podían hacer frente en la llanura. De hecho, para llegar a Cabira tuvieron que ir por senderos muy largos y difíciles, a raíz de lo cual sufrieron grandes pérdidas durante la marcha. Los dos ejércitos permanecieron algún tiempo inmóviles uno frente a otro. Solo se verificaban algunas escaramuzas entre los forrajeadores, en tanto los víveres escaseaban en ambos campamentos. A este efecto Mitrídates había organizado una gran columna volante con la flor de sus caballeros, y una división de infantería mandada especialmente por los mismos Taxilo y Diofanto. Siempre en movimiento entre el Licus y el Halis, cortaban los transportes mandados a los romanos desde Capadocia. Pero un día, un oficial subalterno del ejército de Lúculo, Marco Fabio Adriano, encargado de la escolta de un convoy, batió en un desfiladero a los enemigos que le cerraban el paso, en el momento en que estos se iban a arrojar sobre él. Entonces fue reforzado inmediatamente por una división destacada del campamento; venció a los generales de Ponto y puso sus tropas en desordenada fuga. Esta derrota era irreparable, pues ya no existía la caballería del rey, en cuyo cuerpo este había depositado toda su confianza. Supo en Cabira esta desastrosa nueva por los primeros fugitivos llegados del campo de batalla, que no eran otros que los mismos Taxilo y Diofanto; incluso lo supo antes de que Lúculo tuviese noticia de su victoria, y se decidió a emprender inmediatamente la retirada. Pero la noticia de esta decisión se extendió como un relámpago entre los íntimos del rey, y, cuando los soldados lo vieron liar precipitadamente su equipaje, se apoderó de ellos un gran pánico. Aquello fue un «sálvese el que pueda»: todos, pequeños y grandes, huían como una manada de ciervos asustados sin escuchar ya nada, ni siquiera la voz del rey, que fue impelido por el inmenso oleaje de una desbandada confusa e irresistible. Lúculo, advertido, les salió inmediatamente al encuentro, y los pónticos se dejaron degollar casi sin resistencia. Si las legiones hubiesen guardado el orden debido y dominado su deseo de botín, no se habría escapado ni un solo hombre, y el mismo Mitrídates habría caído prisionero. Este pudo llegar a Comana con gran dificultad, yendo por la montaña y seguido solo por algunos de los suyos. También salió de aquí perseguido por Marco Pompeyo con un cuerpo de ejército; y, por último, pasando la frontera con unos dos mil caballos, entró en la pequeña Armenia por un sitio cerca de Talauro. Pero, si bien encontró un asilo en los Estados del gran rey, no encontró nada más. Tigranes afectaba tratar como rey a su suegro fugitivo; por eso no lo invitó a que pasase a su corte y lo retuvo confinado en una de las más lejanas fronteras de sus Estados, en una especie de prisión decente. Durante este tiempo, los romanos recorrían como vencedores el Ponto y la pequeña Armenia; la llanura se sometió sin resistencia hasta Trapzus (Trevisonda). Los guardas de los tesoros reales se rindieron a su vez, después de mayor o menor vacilación, e hicieron entrega de sus cajas. En cuanto a las innumerables mujeres del harén, hermanas, esposas y concubinas del rey, como este no había podido llevarlas consigo en su huida, las mató uno de sus eunucos en Farnacea (Cerasonte). Solo las ciudades se defendieron tenazmente. Las del interior, Cabira, Amasea y Eupatoria, no pudieron sostenerse mucho tiempo; pero no sucedió lo mismo con las grandes plazas marítimas. Amisos y Sinope, en el Ponto; Amastri, en Paflagonia; Tios y Heráclea, en Bitinia, se defendieron a la desesperada por su rey, o por las franquicias helénicas que este les había conservado, o, por el contrario, por terror a los corsarios llamados por Mitrídates. Sinope y Heráclea armaron sus buques contra los romanos. La escuadra de la primera se apoderó de una flotilla romana que conducía trigo de la península táurica al ejército de Lúculo. Heráclea no sucumbió sino al cabo de dos años de sitio, después de que los romanos le cortaron sus comunicaciones por mar con las ciudades griegas y con esta misma península, y por la traición de su guarnición. Amisos estaba reducida al último extremo. Los soldados la prendieron fuego, y protegidos por las llamas se escaparon en sus buques. En Sinope, donde Seleuco, un atrevido jefe de los piratas, y el eunuco real Baquidas dirigían la defensa, la guarnición saqueó las casas antes de abandonar la ciudad, y quemó las naves que no pudo llevarse. Se dice que Lúculo encontró allí todavía a ocho mil corsarios y que los hizo pasar a cuchillo; pero la mayor parte de los defensores de la plaza se habían fugado. Todos estos sitios duraron más de dos años, a contar desde la batalla de Cabira (de 682 a 684). Lúculo los confió a sus principales lugartenientes, y él mismo presidió la organización de la provincia de Asia, donde se necesitaban grandes reformas y así se verificaron. La historia debe hacer notar la enérgica resistencia de las ciudades comerciales de Ponto, sin producir nada provechoso a la arruinada causa de Mitrídates. Tigranes no tenía designio de restituirlo en su reino. La emigración había perdido sus mejores hombres en la derrota y había sufrido destrucción de la escuadra del mar Egeo. Los jefes más activos de los que aún quedaban, Lucio Magio y Lucio Fanio, habían convenido la paz con Lúculo. Por último, la muerte de Sertorio, ocurrida en el mismo año de la derrota de Cabira, había quitado a los emigrados su última esperanza. El poder de Mitrídates se había derrumbado por completo, y sus últimos pilares caían uno tras otro. Una escuadra de sesenta buques que volvía de España y de Creta fue atacada y destruida por Triario, junto a Tenedos. Aún hay más: hasta se vio a su hijo Machares, gobernador del reino del Bósforo, desertar del partido de su padre; se hizo príncipe independiente del Quersoneso táurico, y concluyó la paz y la amistad con los romanos (en 684). El rey, después de haber combatido sin gloria, estaba encerrado en una lejana fortaleza, oculta en el fondo de las montañas de Armenia, desterrado de sus Estados y casi prisionero de su yerno. Aún quedaban algunos corsarios en Creta, y los que habían escapado de Sinope y de Amisos habían podido refugiarse en la costa oriental del mar Negro, en las casi inaccesibles playas de los sanegas y de los lasas. Lúculo había hecho la guerra con habilidad; no había desdeñado dar satisfacción a las justas quejas de los provincianos y había recibido como oficiales en su ejército a los emigrados arrepentidos. Había liberado al Asia Menor a poca costa y penetrado en el territorio enemigo. Abatido el reino del Ponto, había pasado del estado de país cliente al de país sujeto. Solo se esperaba a la comisión senatorial, encargada de organizarlo en provincias de común acuerdo con el general en jefe.

PRINCIPIO DE LA GUERRA DE ARMENIA

Quedaban las diferencias con Armenia que aún no se habían ventilado. Hemos visto ya que los romanos hubieran podido, con razón, declarar la guerra a Tigranes, pues todo imponía una inmediata ruptura. Presenciando los hechos sobre el terreno y con un sentido más alto que el común de los senadores de Roma, Lúculo veía claramente la urgente necesidad de expulsar a Armenia a sus límites, y reconstituir en el Mediterráneo el predominio que había perdido la República. No puede negarse el hecho de que en la dirección de los asuntos de Asia se condujo como digno continuador de Sila, su maestro y amigo. Más filoheleno que ninguno de los romanos de entonces, tenía el sentimiento del deber que se impuso la República el día en que aceptó la herencia de Alejandro, a saber: constituirse en Oriente como espada y escudo de los griegos. Únanse a esto la pasión personal, el deseo de recoger laureles más allá del Éufrates y un vivo rencor contra aquel gran rey, que le escribía sin saludarlo con el título de imperator. Sin embargo, seríamos injustos en no hallar en su conducta más que motivos mezquinos y egoístas, cuando bastan para explicarla deberes grandes y serios.

De esperar, no podía contar con la asamblea gobernante de Roma. Temerosa, negligente, mal informada de los hechos, y, sobre todo, siempre escasa de recursos, no podía creerse que fuese a tomar jamás la iniciativa para una expedición vasta, lejana y dispendiosa, de no verse muy obligada a ello. Hacia el año 682, alentados por el feliz aspecto que tomaba la guerra del Ponto, habían venido a Roma los representantes legítimos de la dinastía Seléucida, Antíoco, denominado el Asiático, y su hermano. Solicitaban una intervención en Siria y, accesoriamente, el reconocimiento de sus derechos al trono de Egipto. Por más que esta última demanda no podía ser bien acogida, hay que reconocer que jamás se habían presentado momento ni ocasión más favorables para declararle a Tigranes una guerra, que por otra parte desde hacía mucho tiempo se consideraba inevitable. El Senado había proclamado a los dos príncipes reyes legítimos de Siria, pero sin decidirse a apoyarlos con las armas. Si quería aprovechar la ocasión y obrar con vigor contra Armenia, Lúculo necesitaba provocar la guerra y hacerla por su cuenta y riesgo. Él mismo ahora se veía, como en otro tiempo Sila, en la necesidad de tomar a su cargo los intereses de la República y marchar adelante sin ella, y hasta a pesar de ella. Por otra parte, las relaciones entre Roma y Armenia fluctuaban desde hacía mucho tiempo entre la paz y la guerra, y lo que tenían de ambiguo venía en ayuda de Lúculo, que hallaba en esto la razón de decidirse y un paliativo para sus actos arbitrarios. No faltaban pretextos para una ruptura, sobre todo en Capadocia y en Siria. Cuando los romanos iban persiguiendo al rey de Ponto, habían ya violado el territorio del gran rey. Después, envió a uno de sus oficiales a Tigranes, que estaba entonces en Antioquía, para reclamarle la extradición del ex rey, lo cual equivalía a declarar la guerra. En la situación en que se hallaban las legiones, esto no dejaba de ser una increíble audacia. Para penetrar en Armenia era necesario ocupar sólidamente el extenso territorio del Ponto, sin lo cual los romanos estaban cortados y completamente aislados de su patria, y además tenían que impedir el regreso del rey a sus Estados. El ejército con que Lúculo había dado fin a la guerra póntica apenas contaba con treinta mil hombres, y era evidente que no bastaba para su doble tarea. En circunstancias ordinarias, otro general hubiera pedido y obtenido que el gobierno le enviase un segundo ejército. Pero como quería la guerra por encima de la cabeza de los senadores, y hasta se creía obligado a dar un golpe de audacia, Lúculo renunció de buen grado, o por la fuerza, a apoyarse en tal refuerzo, y se contentó con alistar entre sus tropas a los tracios prisioneros, poco tiempo atrás a sueldo de Mitrídates. De esta forma, marchó hacia el Éufrates con solo dos legiones, es decir, unos quince mil hombres. Esto era sin duda una temeridad, aun cuando lo exiguo del número podía en cierto modo compensarse con la bravura de un ejército compuesto solo de veteranos. El verdadero peligro era el mal humor del soldado, pero Lúculo hacía poco caso de esto desde lo alto de su orgullo de casta.

Hábil general, hombre honrado y de buenas intenciones, en cuanto lo permitían las ideas aristocráticas, tenía mucha necesidad de captarse el cariño de sus tropas. Primero era impopular como partidario decidido de la oligarquía; luego, porque en Asia Menor había reprimido enérgicamente las odiosas usuras de los capitalistas romanos. También era impopular a causa de los trabajos y fatigas con que agobiaba a su ejército, por la seria disciplina que hacía reinar en este, y por impedir con todas sus fuerzas el saqueo de las ciudades griegas, mientras que hacía cargar carros y camellos con los inmensos tesoros del Oriente para su propia persona. Por último, era impopular por la elegancia de sus costumbres nobiliarias, de su gusto griego, de sus altivos modales y del apasionado refinamiento de su vida y hábitos. No tenía nada de lo que entusiasma y atrae, de eso que une al soldado a la persona de su general. Por lo demás, la mayor parte de sus veteranos, y precisamente los más sólidos, se quejaban con razón de la ilimitada prórroga de su tiempo de servicio. Sus dos mejores legiones habían venido a Oriente con Flacco y Fimbria en el año 668; y aún hacía poco, al día siguiente de la batalla de Cabira, que se les había prometido su licencia, licencia que tenían muy bien ganada en trece campañas consecutivas, cuando he aquí que su general los conducía al otro lado del Éufrates y se empeñaba en una nueva guerra, cuya duración no podía preverse. En realidad, los vencedores de Cabira eran peor tratados que los vencidos de Canas. En estas circunstancias, ¿no era una temeridad lanzarse con semejante ejército, insignificante y descontento, e ir a una expedición de guerra por su propia autoridad? Y en realidad ¿no era una temeridad penetrar violando la ley en regiones lejanas, desconocidas, cortadas a cada paso por torrentes devastadores y por montañas cubiertas de nieve, y cuya inmensa extensión era por sí sola un peligro para el agresor? En Roma se prodigaron a Lúculo las inculpaciones, y no sin fundamento. Sin embargo, hubiera valido más reconocer que solo la incurable impericia del gobierno había hecho necesaria la audaz calaverada del general en jefe, y que, si no era perdonable por completo, era al menos excusable.

LÚCULO PASA EL ÉUFRATES. SITIO Y BATALLA DE TIGRANOCERTA.
LOS ROMANOS DUEÑOS DE TODOS LOS PAÍSES CONQUISTADOS POR LA ARMENIA

La embajada del oficial de Lúculo, Apio Claudio, además de que conducía a la guerra por las vías diplomáticas, tenía por objeto promover la insurrección de los príncipes y de las ciudades de Siria contra el gran rey. Así, en la primavera del año 685 se comenzó el ataque en toda regla. El rey de Capadocia había reunido en el invierno y con el mayor sigilo algunas embarcaciones, gracias a las cuales pudo pasarse inmediatamente el Éufrates. Lúculo atravesó la Sofena en línea recta, sin perder su tiempo en sitiar plazas de poca importancia, y marchó sobre Tigranocerta, adonde había acudido Tigranes desde el fondo de la Siria, luego de tener que aplazar, a causa de sus luchas con los romanos, la prosecución de sus planes de conquista en el Mediterráneo. En este momento, mientras proyectaba la invasión del Asia Menor romana por la Cilicia y la Licaonia, el gran rey se preguntaba si los romanos evacuarían simplemente el Asia, o si intentarían antes librar una batalla, quizás en las inmediaciones de Éfeso. Fue entonces cuando supo de la llegada de Lúculo. Se enfureció y mandó colgar al mensajero. Pero la dura realidad mandaba, y tuvo que abandonar su capital y penetrar en la Armenia interior para levantar allí un ejército, cosa que no había ocurrido hasta entonces. Esperaba que Mitrobarzana, con las tropas de su mando, se concertaría con los beduinos de las inmediaciones, que se habían armado precipitadamente, y mantendría ocupado a Lúculo. Desgraciadamente, la vanguardia romana dispersó la división de Mitrobarzana, y los árabes desaparecieron como por encanto ante un destacamento que mandaba Sextilo. Mientras tanto, una división que había marchado adelante y había tomado buenas posiciones tenía en jaque, mediante afortunados combates, al gran ejército que Tigranes quería reunir en las montañas situadas al nordeste de la capital, y en las inmediaciones de Bittis, Lúculo estrechaba cada vez más el asedio. Una espesa lluvia de flechas caía constantemente sobre los romanos, e incendiaba sus máquinas el aceite de nafta arrojado desde las murallas: Roma hacía su primer ensayo de guerras con el Irán. Defendía la ciudad Mankeos, un bravo jefe que se sostuvo valerosamente hasta la llegada del gran ejército que debía auxiliarlo. Este, que había sido reunido en todos los puntos de aquel inmenso reino y en las regiones vecinas abiertas a los reclutadores armenios, finalmente apareció al otro lado de las montañas del norte. Taxilo, el general experimentado de las guerras del Ponto, aconsejó al rey evitar la batalla, rodear con su caballería y sitiar por hambre el pequeño ejército de Lúculo. Pero cuando Tigranes vio que el romano, deseoso de librar la batalla sin abandonar el sitio, marchaba solo con diez mil hombres al encuentro de un ejército veinte veces superior, y pasaba atrevidamente el río que los separaba; cuando por un lado vio a este puñado de hombres, «que eran muchos para una embajada, pero muy pocos para un ejército», y por otro a la inmensa multitud de sus tropas, donde se codeaban los pueblos del mar Negro y del Caspio con los del Mediterráneo y el golfo Pérsico; cuando vio a sus temibles lanceros de caballería vestidos de hierro, más numerosos por sí solos que todo el ejército de Lúculo, y a su infantería armada en gran parte a la romana, no vaciló un momento en aceptar inmediatamente el combate que le ofrecía el enemigo. Pero, mientras los armenios se formaban en línea de batalla, Lúculo notó que Tigranes no se había cuidado de ocupar una altura que dominaba toda la caballería armenia. En seguida la ocupó él con dos cohortes, al mismo tiempo que un ataque de flanco de su pequeño cuerpo de caballería había llamado la atención del enemigo. Después, cuando ya estaban en la cima, sus legionarios atacaron por la espalda a los armenios. La caballería ligera de Tigranes se dispersó y se lanzó sobre la infantería, que aún no se había colocado en orden de batalla, con lo cual la obligó a huir antes de comenzar siquiera el combate. Lúculo escribió su victoria con el mismo estilo que Sila, su maestro; según él, murieron cinco romanos y cien mil armenios, y Tigranes, arrojando su turbante y su banda, pudo salvarse con algunos caballeros. Lo que sí es cierto es que la victoria de Tigranocerta (6 de octubre del año 685) es una de las más gloriosas páginas de la historia de los hechos de guerra de Roma, y fue tan decisiva como brillante. Después de este desastre militar, Armenia perdió los territorios conquistados a los partos y a los sirios, y casi todos cayeron en poder del vencedor, sin que este tuviera que romper una lanza. La nueva capital del gran reino dio la señal de disolución. Los griegos que Tigranes había transportado y establecido allí a la fuerza se sublevaron y abrieron a los romanos las puertas de la ciudad, cuyo saqueo Lúculo les permitió. En Siria y Cilicia no había quedado ningún enemigo, ya que el sátrapa Mazadatos había retirado todas las tropas para reforzar el gran ejército que había de auxiliar a Tigranocerta. Lúculo pasó a la Comagena, dependiente de la Siria del Norte, y tomó por asalto Samosata. No descendió hasta la Siria misma; pero todos los dinastas y todas las ciudades hasta el mar Rojo, helenos, sirios, judíos y árabes, vinieron o enviaron sus representantes a prestarle homenaje a él y a los romanos, sus nuevos señores supremos. Se sometió el príncipe de la Gordiana, país al este de Tigranocerta, y solamente cerró sus puertas Nisibis. Por otra parte, Guras, hermano del rey, pudo sostenerse en la Mesopotamia. Lúculo se conducía en todas partes como el soberano de los príncipes y de las ciudades helénicas: en Comagena colocó en el trono a un Seléucida llamado Antíoco; reconoció como rey de Siria a Antíoco el Asiático; volvió a entrar en Antioquía después de que Tigranes hubiera salido, y por último envió a sus patrias respectivas a los extranjeros establecidos por la fuerza en Tigranocerta. Los aprovisionamientos y tesoros del gran rey eran inmensos. Solo en Tigranocerta se encontraron veinte millones de medimnos de trigo y ocho mil talentos en oro, con los que Lúculo pudo pagar los gastos de guerra sin apelar a las cajas de la República, y gratificar con un regalo de ochocientos dineros a sus soldados, que se estaban tratando además a cuerpo de rey.

TIGRANES Y MITRÍDATES

El gran rey había quedado humillado por completo. Carácter débil, tan presuntuoso en la prosperidad como apocado en la desgracia, se habría arreglado probablemente con Lúculo, si no hubiera estado allí Mitrídates. Tenía muchas razones para comprar la paz aun a costa de grandes sacrificios; y Lúculo, además, estaba dispuesto a otorgársela con buenas condiciones. Mitrídates no había tomado parte en los combates de Tigranocerta. Al cabo de veinte meses de prisión, la contienda empeñada entre los romanos y el gran rey le había valido su libertad; pues lo habían mandado a su antiguo reino con diez mil caballos armenios para amenazar por retaguardia al enemigo. Pero fue llamado inmediatamente sin haber podido aún hacer nada, cuando Tigranes reunía toda su gente para ir en socorro de su nueva capital. El rey de Ponto marchaba sobre Tigranocerta cuando supo el desastre de su yerno por los fugitivos que le salieron al encuentro; todo parecía perdido a los ojos del gran rey y a los del más ínfimo de sus soldados. Sin embargo, si Tigranes hacía la paz, Mitrídates sabía que no solo debía perder su última esperanza de reconquistar su reino, sino que además la primera condición del vencedor sería su extradición personal; y Tigranes no vacilaría en tratarlo como Bocco había tratado a Yugurta. Por tanto, Mitrídates puso en juego todos sus recursos para impedir la paz y decidir a la corte de Armenia a que continuase una guerra en la que él no tenía nada que perder, pero en la que podía ganarlo todo. Aunque fugitivo y destronado, conservaba aún gran influencia. Siempre imponente y de un gran vigor físico, a pesar de sus sesenta años se lo veía saltar vestido de hierro sobre su caballo y arrojarse como un bravo soldado a lo más recio de la pelea. Su valor se había endurecido al contacto de los años y de la desgracia. Antes colocaba a la cabeza de sus tropas a personas de su confianza y no tomaba personalmente parte en los combates. En la actualidad, que ya es viejo, manda y se bate a la vez. Después de haber sufrido durante cincuenta años de reinado las vicisitudes más inauditas, era el único que no desesperaba de la causa del gran rey, abatida junto a los muros de Tigranocerta. Por el contrario, sostenía que Lúculo se hallaba en situación difícil y hasta peligrosa, con tal de que no se le pidiese la paz y de que se supiese hacer la guerra.

SE REANUDA LA GUERRA

Fue entoces cuando este anciano, tan probado por la fortuna, adquirió sobre el gran rey todo el ascendiente de un padre, tal como lo parecía exteriormente, y comunicó su energía al débil ánimo de Tigranes. Se decidió continuar la lucha y que Mitrídates la dirigiese militar y políticamente. En lugar de una guerra de gobierno a gobierno, esta sería nacional y asiática: los reyes y los pueblos de Oriente debían unirse contra la presunción y la excesiva preponderancia de Occidente. Se comenzó por intentar reconciliar a los partos con los armenios por todos los medios, y atraerlos también a la lucha. Por consejo de Mitrídates, Tigranes ofreció al Arsácida Fraat el Dios (que reinaba desde el 684) restituirle los territorios conquistados poco tiempo atrás por la Armenia: la Mesopotamia, la Adiabena y «los grandes valles»; y le propuso además ser en adelante amigos y aliados. Pero después de lo que había sucedido no podía contarse con el buen éxito de estas tentativas. Fraat prefirió unirse a los romanos y recibir de ellos, por medio de un tratado, la frontera del Éufrates, a recibirla de los armenios; le era muy ventajoso asistir pacíficamente a ese gran duelo entre un vecino aborrecido e incómodos extranjeros. Mitrídates volvió entonces la vista a los pueblos orientales, y consiguió más de ellos que de los reyes. No le fue difícil mostrarles que la guerra actual era la lucha de las naciones de Oriente contra las de Occidente, pues el hecho era verdadero. Hasta se convirtió en una guerra de religión cuando se corrió la voz de que el ejército de Lúculo iba a dirigirse contra el templo de la Nanea, o Anaitis pérsica, en la Elimaida (el Luristán actual), que era el más célebre y rico de todos los santuarios de las regiones del Éufrates[4]. Los árabes acudían en masa de todas partes a colocarse bajo la bandera de los dos reyes, que los llamaban a defender el Asia y los dioses de la agresión de extranjeros impíos. Pero los acontecimientos ya habían mostrado que una simple aglomeración de hordas salvajes, por grande que fuese, no era una fuerza de combate. Lejos de esto, fundirlos en el ejército era embarazar los movimientos de los soldados uniformados y condenarlos a la destrucción. Mitrídates se dedicó principalmente a desarrollar y ejercitar su caballería, que era el arma más débil entre los occidentales y la mejor entre los asiáticos; de modo que la mitad de su nuevo ejército pertenecía a esta arma. Respecto de la infantería, eligió con gran cuidado a los hombres más vigorosos, e hizo que sus oficiales pónticos los ejercitasen y adiestrasen. Por lo demás, las numerosas tropas que se reunieron inmediatamente alrededor del gran rey no podían medir sus armas en cualquier terreno con los veteranos de la República, sino que debían mantenerse a la defensiva y hacer la guerra de escaramuzas. Ya durante su última lucha con los romanos Mitrídates había retrocedido y evitado constantemente venir a las manos en batalla campal; y esta táctica era la que pensaba seguir también ahora. Eligió por teatro de operaciones la Armenia propia, el país hereditario de Tigranes; allí el enemigo no había entrado jamás, y por su conformación física y el ardor patriótico de sus habitantes se prestaba admirablemente a la estrategia adoptada.

DESCONTENTO CONTRA LÚCULO, TANTO EN ROMA COMO EN EL EJÉRCITO

Cuando comenzó el año 686, la situación de Lúculo, difícil ya por sí misma, fue agravándose por momentos. A pesar de sus brillantes victorias, en Roma no estaban satisfechos con su conducta. Su proceder independiente disgustaba al Senado, y los capitalistas, a quienes había perjudicado en sus intereses, ponían por obra la intriga o la corrupción para hacer que se lo llamase. Diariamente resonaban en el Forum las acusaciones, justas o injustas, lanzadas por todos contra el temerario general, contra su codicia, sus opiniones antirromanas y hasta su traición. Se censuraba al Senado por haber reunido en una misma mano un poder sin límites: dos provincias proconsulares y un mando excepcional de tal importancia. El Senado finalmente cedió y confió la provincia de Asia a uno de los pretores, y la de Cilicia, con dos legiones nuevas, al cónsul Quinto Marcio Rex. De esta forma limitaba el imperium de Lúculo a la expedición contra Mitrídates y Tigranes. Pero los clamoreos que se levantaban en Roma tenían sus peligrosos ecos en los campos sobre el Liris y el Tigris. También allí ciertos oficiales, y hasta Publio Clodio, cuñado del general en jefe, trabajaban por sublevar al soldado. Sin duda eran ellos los que, para exasperarlo más, extendían el rumor de que la actual guerra contra el Ponto y la Armenia iba enlazada a todo un plan de invasión del Imperio de los partos.

LÚCULO ENTRA EN ARMENIA. RETIRADA A MESOPOTAMIA.
TOMA DE NISIBIS

Amenazado por un llamamiento del Senado y una insurrección de los soldados, Lúculo marchó adelante en esta guerra victoriosa como el que juega el todo por el todo. No tenía intención de marchar sobre los partos; pero convencido de que Tigranes no pedía la paz, y de que por otra parte se negaba a librar una segunda gran batalla, que él tanto deseaba, Lúculo tomó su partido. Dejó Tigranocerta, pasó por la región escarpada y montañosa de la orilla oriental del lago Wan y penetró en el valle del alto Éufrates oriental (Arsanias). De aquí quería ganar el Arasca y llegar al pie del Ararat septentrional, pues allí se hallaba la gran ciudad de Artaxata, capital de la propia Armenia, y donde el rey tenía el antiguo castillo de sus padres y su principal harén. Amenazando la residencia hereditaria de los soberanos esperaba obligar al gran rey al combate, ya en el camino o ya delante de la plaza. Pero necesitaba forzosamente dejar una división en Tigranocerta: todas las reducciones que podía hacer de su ejército le imponían la necesidad de debilitar la división que guardaba el Ponto, para hacer que algunos soldados guarnecieran la capital conquistada. Por otra parte, la gran dificultad de la actual empresa radicaba en la corta duración del estío en Armenia. En las altas mesetas de esta región, a más de cinco mil pies sobre el nivel del mar, en las inmediaciones de Erzerun, el trigo nace a principios de junio y el invierno comienza en septiembre, inmediatamente después de hecha la recolección. Lúculo no tenía más que cuatro meses para llegar a Artaxata y terminar la campaña.

Así, pues, partió de Tigranocerta en medio del estío (año 686) remontando el valle del Karasu. Este valle corre del sudeste al nordeste y se une al brazo oriental del Éufrates; luego forma el unido enlace de las llanuras de Mesopotamia con las montañas del macizo de Armenia y llega hasta la meseta de Muscha, y de aquí al Éufrates. El ejército había avanzado muy lentamente, atacado a cada paso y fatigado por la caballería del enemigo y sus arqueros montados. Sin embargo, aun cuando no había encontrado serios obstáculos le fue disputado obstinadamente el paso del río, y solo pudo vadearlo después de un afortunado combate contra la caballería, pero sin haber podido comprometer a la infantería de Tigranes a tomar parte en la lucha. Cuando llegaron a las altas mesetas, las legiones se internaron en un país completamente desconocido. No sobrevino ningún incidente, aunque en verdad era ya bastante verse a cada paso detenidos por las inevitables dificultades del terreno y por la numerosa caballería de los armenios: todos tenían conciencia del peligro. Llegó el invierno cuando aún estaban lejos de Artaxata. A la vista de las nieves que los rodeaban por todas partes, los soldados italianos se sublevaron y se rompió la disciplina por su tirantez excesiva. Lúculo tuvo que disponer la retirada, y la ejecutó con su acostumbrada habilidad. Una vez en la llanura, donde la estación permitía intentar una revancha, el general pasó el Tigris y se arrojó con el grueso de su ejército sobre Nisibis, la capital de la Mesopotamia armenia. El gran rey la sacrificó, instruido por la experiencia de lo ocurrido en Tigranocerta. Los sitiadores la tomaron por asalto durante una noche oscura y lluviosa; y Lúculo halló en ella, para él y los suyos, buenos cuarteles de invierno y un botín tan rico como el cogido el año anterior en la ciudad de Tigranes.

GUERRA EN EL PONTO Y DELANTE DE TIGRANOCERTA

Durante este tiempo, todo el peso de la ofensiva enemiga había recaído sobre los débiles destacamentos romanos establecidos en el Ponto y en Tigranocerta. Aquí Tigranes atacó a Lucio Fanio, el mismo que antes había servido de intermediario a Sertorio en sus relaciones con Mitrídates, lo obligó a encerrarse en un fuerte, y allí lo sitió. Como libertador y vengador de su pueblo, Mitrídates volvió a entrar en su territorio con cuatro mil caballeros armenios y cuatro mil pónticos, y los llamó a las armas contra el invasor. Todo el mundo voló a su encuentro, y en todas partes fueron asesinados los italianos que se encontraban esparcidos por el país. Adriano, el comandante romano, marchó al encuentro del rey; pero entre los soldados había algunos que habían pertenecido a Mitrídates y que se pasaron en masa al enemigo; y con ellos, todos los pónticos unidos al ejército como esclavos. Se prolongó dos días una lucha muy desigual. Si el rey, herido en dos ocasiones, no hubiera tenido que abandonar el campo de batalla, el romano no habría podido desenredarse de una lucha donde no llevaba la mejor parte, ni ir a refugiarse en Cabira con el resto de su ejército. Por último, otro lugarteniente de Lúculo había reunido nuevas tropas y librado al rey un segundo combate; sin embargo no tuvo fuerzas para arrojarlo del Ponto ni impedirle que estableciese en Comana sus cuarteles de invierno.

NUEVA RETIRADA HACIA EL PONTO. DERROTA DEL CUERPO DE EJÉRCITO DEL PONTO EN ZIELA

La nueva campaña comenzó en la primavera del año 687. El ejército principal reunido en Nisibis se había entregado al reposo durante la mala estación, y su ociosidad y las frecuentes ausencias de su jefe habían alimentado y propagado la indisciplina. Exigió tumultuosamente el regreso; y era evidente que, en caso de negativa, emprendería él mismo la retirada. Fanio y Triario, sumamente escasos de recursos, pedían con insistencia socorro a su jefe. Lúculo tuvo que ceder ante la necesidad. Abandonó Nisibis y Tigranocerta, y, renunciando a las brillantes perspectivas de la expedición de Armenia, se decidió a cruzar a la orilla derecha del Éufrates. Finalmente Fanio pudo ser socorrido; pero era ya demasiado tarde para reconquistar el Ponto. Como Triario no había podido hacer frente a Mitrídates, había tomado una fuerte posición en Gaziura (Turksal, sobre el Iris, al oeste de Tokat), dejando sus bagajes en Dadasa. Mitrídates atacó inmediatamente esta ciudad, y los soldados romanos, inquietos y temerosos de perder su equipaje y su botín, obligaron a su general a abandonar su seguro asilo y a dar al rey la batalla en las alturas de Escotica, entre Gaziura y Ziela (Zilleh). Sucedió lo que Triario había previsto: a pesar de una encarnizada resistencia, el rey rompió con el ala que mandaba la línea de los romanos, y empujó a su infantería a un desfiladero, donde fue degollada sin piedad al no poder marchar adelante ni de flanco. En vano un bravo centurión se sacrificó e hirió casi mortalmente a Mitrídates: la derrota fue completa. El campamento romano fue tomado después de haber quedado tendidos en el campo de batalla la flor de los legionarios y casi todo el estado mayor, y los cadáveres permanecieron insepultos. Cuando Lúculo llegó a la orilla derecha del Éufrates, supo la fatal noticia, no por los suyos, sino por los naturales del país.

NUEVA RETIRADA HACIA EL ASIA OCCIDENTAL

Este desastre no vino solo; precisamente en aquel momento estalló una insurrección militar. En el campamento se supo que el pueblo había decidido en Roma que se licenciase inmediatamente a los soldados cuyo tiempo de servicio hubiese ya expirado, o lo que es lo mismo, a los legionarios de Fimbria, y que se había conferido el mando del Ponto y de Bitinia a uno de los cónsules de aquel año. Incluso ya había desembarcado en Asia el sucesor de Lúculo, el cónsul Manio Acilio Glabrion. El licenciamiento de las legiones más valientes e indisciplinadas, el llamamiento de Lúculo y la impresión producida por la derrota de Ziela, todo venía a llevar el desorden a su colmo; y el general no tenía ya autoridad precisamente cuando más la necesitaba. Se hallaba en Talaura, en la pequeña Armenia, con un ejército de pónticos delante de sí. Lo conducía Mitrídates el Medo, yerno de Tigranes, que ya había salido victorioso en una escaramuza de caballería. Por otra parte llegaba de la propia Armenia el gran rey con el grueso de sus tropas. Lúculo pidió auxilio a Quinto Marcio, el nuevo pretor de Cilicia, que para dirigirse a su provincia había llegado a Licaonia con tres legiones. Marcio respondió que sus soldados se negaban a marchar. Entonces mandó a decir a Glabrion que viniese a encargarse del mando supremo que le correspondía por el voto del pueblo; pero el cónsul no estaba dispuesto a aceptar una misión tan difícil y peligrosa. De buen grado o por la fuerza, Lúculo tuvo que continuar al frente de sus tropas, y por no verse obligado a batirse en Talaura contra los pónticos y los armenios reunidos, dio la señal de marchar al encuentro del ejército armenio, que se dirigía a aquel punto. Sus soldados se pusieron en movimiento; pero, cuando llegaron al punto donde se dividen los caminos de Armenia y Capadocia, todos tomaron por este último, deseando volver a entrar en la provincia de Asia. También aquí los fimbrianos reclamaron su licencia, y solo cedieron a las instancias del general y de las otras legiones con la condición de que se les licenciaría a la entrada del invierno, a menos que se viesen frente al enemigo. Lo hicieron así y abandonaron el ejército. Mitrídates pudo volver a ocupar casi todo su reino: sus caballeros se extendieron por toda la Capadocia y hasta por parte de Bitinia. En vano el desgraciado rey Ariobarzana llamó en su auxilio a Marcio, a Lúculo y a Glabrion. Ese fue el resultado extraño, casi increíble de esta gran guerra, tan gloriosamente comenzada. Considerando solo los hechos militares, no hubo quizá ningún general romano que hiciese tanto con tan pocos recursos como Lúculo; el discípulo de Sila parecía haber heredado el talento y la fortuna del maestro. En tales condiciones, haber conducido el ejército romano intacto al Asia Menor es una hazaña aún mucho más grande que la retirada de los diez mil, contada por Jenofonte. Se explica indudablemente por la solidez de los soldados romanos y por la mala organización militar de los orientales; pero, con todo, aseguró al hombre que la llevó a cabo un puesto honroso entre los más ilustres capitanes. Si muchas veces no se encuentra entre ellos a Lúculo, sin duda se debe a que no ha llegado hasta nosotros ningún relato de algún valor acerca de sus campañas, y, además, a que en todo, y principalmente en materia de guerra, nada vale quizá tanto como su resultado final. En realidad, este fue para Lúculo una completa derrota. Las últimas y tristes vicisitudes de su expedición, sobre todo la insurrección de sus soldados, le hicieron perder todas las ventajas conseguidas en una guerra de ocho años. A la entrada del invierno del año 687 al 688 se estaba precisamente en la misma situación que a principios del invierno del 679 al 680.

GUERRA CONTRA LOS PIRATAS. DERROTA DE ANTONIO DELANTE DE CIDONIA.
GUERRA DE CRETA. SUMISIÓN DE CRETA POR METELO

Por mar, la guerra contra los piratas, que había comenzado al mismo tiempo que la guerra continental y que se le parecía en muchos aspectos, no había dado mejores resultados. Ya hemos dicho que, en el año 680, cuando el Senado tomó la prudente resolución de limpiar el Mediterráneo, le encomendó el mando supremo a un almirante único, al pretor Marco Antonio. Desgraciadamente, se habían engañado desde un principio en su elección, o mejor dicho, los que habían provocado la medida, aunque excelente en sí misma, no calcularon que en el Senado se decidían todas las cuestiones de personas bajo la influencia de Cétego y de los intereses de bandería. Además, bueno o malo, al almirante elegido no se le habían suministrado el dinero ni los buques necesarios para la realización de una misión tan vasta. Le fue necesario hacer enormes requisas y mantenerse a costa de los provinciales, exactamente igual que los corsarios. Los resultados fueron los que debían esperarse. En las aguas de Campania, Antonio capturó algunos buques; pero bien pronto tuvo que habérselas con los cretenses amigos y aliados de los piratas, quienes habían respondido con una rotunda negativa ante la obligación de abandonar su alianza criminal. El cuestor sufrió una gran derrota en las inmediaciones de la isla, y las cadenas dispuestas a bordo de sus buques para sujetar a los cautivos que había de hacer en la expedición sirvieron solo para amarrarlo a él y a los otros romanos a los mástiles de sus propios buques. Los almirantes Lastenes y Panares volvieron a entrar triunfantes en el puerto de Cidonia. Antonio había consumido inmensos tesoros en esta guerra mal dirigida y estéril; y murió en Creta en el año 683. Después de él y de su desgraciada tentativa, no se volvió a nombrar más almirante en jefe, quizá porque se desanimasen con la derrota, o porque se retrocediese ante la costosa reconstrucción de otra escuadra, o quizás, en fin, porque repugnase a la oligarquía dar a uno solo un mando tan importante. Se volvió al antiguo método, que dejaba a cada pretor el cuidado de combatir la piratería en su provincia. De este modo es como Lúculo, según recordaremos, reunió una escuadra para hacer una campaña en el mar Egeo. En cuanto a los cretenses, por degenerado que el Senado estuviese, no podía permanecer imperturbable ante la vergüenza del desastre de Cidonia; era necesario contestar a él con una declaración de guerra. Sin embargo, poco faltó para que los embajadores cretenses enviados a Roma en el 684 para ofrecer la devolución de los prisioneros y la renovación de la antigua alianza se volviesen con un senadoconsulto favorable. Lo que la corporación en conjunto llamaba una vergüenza, cada senador en particular hubiese accedido a ello vendiéndose por dinero contante. Un voto formal del Senado puso término al escándalo y decidió que los banqueros romanos no tendrían acción en la justicia respecto de los empréstitos suscritos por los enviados. Al hacer imposible la corrupción, se ponían al abrigo de ella. En seguida se decretó que las ciudades cretenses debían entregar primero a los tránsfugas romanos, después a los autores del crimen de Cidonia, los almirantes Lastenes y Panares a quienes los romanos darían el castigo merecido, luego sus naves de guerra y cuatrocientos rehenes, y por último una multa de cuatro mil talentos. Con estas condiciones se evitaría la guerra que los amenazaba. Pero, como se le habían retirado los poderes a los enviados para acceder a dichas condiciones, se dispuso que uno de los cónsules del año siguiente marcharse a Grecia al expirar su cargo, para exigir satisfacción a las demandas de la República o comenzar inmediatamente la guerra. En virtud de este decreto, el procónsul Metelo apareció en el año 686 en las aguas de Creta. Las ciudades importantes de la isla, sobre todo Gortina, Cnosa, y Cidonia, habían decidido defenderse a todo trance antes que sufrir tan onerosas condiciones. Los cretenses eran un pueblo degradado y pervertido. La piratería estaba admitida en sus instituciones públicas y en sus costumbres privadas, como el robo por tierra era tradicional entre los etolios, a quienes eran semejantes también en otras muchas cosas, entre otras en su bravura. Así, solos y sin el auxilio de los griegos, lucharon hasta el fin y no sin gloria por mantener su independencia. Luego de desembarcar en Cidonia con tres legiones, Metelo halló frente él a Lastenes y a Panares, que habían salido a recibirlo con veinticuatro mil hombres. Se empeñó una batalla en campo raso, en la que los romanos salieron vencedores después de una encarnizada lucha. Pero las ciudades cerraron sus puertas y Metelo tuvo que sitiarlas una después de otra. Cidonia fue la primera que se rindió; en ella se habían refugiado los restos del ejército cretense, y sostuvieron el sitio por largo tiempo. Por último la entregó Panares, después de que se le prometiera que podría salir libremente. Lastenses se había escapado algún tiempo antes, y Metelo fue a sitiarlo por segunda vez a Cnosa. Cuando la ciudad estaba a punto de sucumbir, destruyó sus tesoros y huyó por segunda vez; fue a refugiarse a otros puntos fortificados, como Lictos y Eleutera. Metelo necesitó dos años completos para someter toda la isla. Sonó, en fin, la hora en que este puñado de tierra griega, que aún era libre, había de caer bajo la irresistible dominación de Roma. Por lo demás, así como se habían anticipado a todas las otras de la raza helénica en el establecimiento de sus franquicias locales y en el dominio de los mares, las ciudades cretenses fueron también las últimas en desaparecer entre todos los Estados griegos marítimos, absorbidas por el poder continental de Italia.

Se habían cumplido todas las condiciones que permitían las celebraciones de un gran triunfo tradicional: la gens de los Metelos tenía perfecto derecho a unir a los títulos de Macedonio, Numídico, Dalmático y Baleárico, el de Cretense. Roma contaba una gloria militar más.

LOS PIRATAS EN EL MEDITERRÁNEO

Sea como fuere, el poder de Roma nunca había estado más humillado, ni el de los piratas había sido mayor en el Mediterráneo. Cilicios o cretenses, los corsarios se reían en sus ligeros bergantines (de los que contaban más de mil) de Servilio el Isaúrico y de Metelo el Cretense. Ya hemos referido con qué ardor entraron en lo más recio de la lucha empeñada por Mitrídates, cómo las ciudades marítimas del Ponto les habían pedido medios enérgicos de combate, y los recursos para su tenaz resistencia. Al mismo tiempo, la asociación se había robustecido en una escala que no era menor. Casi a la vista de Lúculo y de su escuadra, el pirata Atenodoro había sorprendido a Delos en el año 685 y arrasado sus santuarios y sus famosos templos; también se había llevado a todos sus habitantes para venderlos como esclavos. La isla de Lipara, inmediata a Sicilia, pagaba un crecido tributo anual para librarse de sus ataques. Otro jefe, Heracleon, había destruido en el 682 una escuadra reunida en Sicilia y dirigida contra él; y hasta había osado penetrar en el puerto de Siracusa con cuatro embarcaciones solamente. Dos años después apareció en las mismas aguas su compañero de rapiñas, Pirganion. Desembarcó, se fortificó allí mismo, envió sus corsarios por toda la isla, y fue necesaria una expedición del pretor romano para obligarlo a tomar de nuevo el mar. En adelante, en todas las provincias hubo necesidad de tener dispuestas una escuadra y guardacostas; y pagar una y otros. Con todo, esto no impedía a los corsarios arribar con toda regularidad y saquear el país que los pretores saqueaban también a porfía[5]. Aquellos audaces bandidos no tardaron en no respetar ni siquiera el territorio sagrado de Italia: en Crotona se apoderaron del tesoro de la Hera laciniana. Desembarcaron en Brindisi, en Misena, en Gaeta, en los puertos de Etruria, y hasta en el de Ostia. Se llevaron consigo prisioneros a los más nobles oficiales romanos, al jefe de la escuadra unida al ejército de Cilicia y a dos pretores con todo su séquito, con las tan temidas hachas, las haces y demás insignias. Atacaron también una villa cerca de Misena y se llevaron cautiva a una hermana de Antonio, el almirante romano encargado de destruirlos. Por último, en Ostia echaron a pique la escuadra de guerra preparada contra ellos, y que mandaba un cónsul. El campesino del Lacio, el que viajaba por la vía Apiana, o el elegante bañista que se adormecía en el paraíso terrestre de Baia, todos eran presa de aquellos osados malhechores; nadie estaba seguro un momento de su propia existencia. El comercio y las relaciones internacionales estaban interrumpidas; la carestía más horrorosa reinaba en Italia, sobre todo en Roma, que solo viviría del trigo traído del otro lado de los mares. La historia contemporánea se hizo eco de las quejas suscitadas por la intolerable escasez: este último rasgo vino a completar el cuadro.

SUBLEVACIONES DE LOS ESCLAVOS

Ya hemos pasado revista a los actos del Senado restaurado por Sila; hemos dicho cómo supo proveer a la defensa de las fronteras en Macedonia, a la disciplina de los reyes clientes en Asia Menor y a la policía de los mares. Hemos visto también que por todas partes no produjo más que tristes resultados. Por lo demás, este gobierno no fue más feliz en otro aspecto no menos peligroso y urgente de su misión: me refiero a la vigilancia del proletariado de las provincias y sobre todo el de Italia. El cáncer de la esclavitud tenía corroídos hasta la médula los Estados de la antigüedad, y el mal era tanto más grave cuanto mayor era la fortuna de aquellos. En las condiciones de su economía social, el poder y la riqueza conducían al aumento desmedido de la institución de la esclavitud. Por lo tanto, es muy natural que en este aspecto Roma haya sufrido mucho más que ningún otro imperio del mundo antiguo. Ya en el siglo VI el gobierno había tenido que enviar las legiones contra las bandas sublevadas de los esclavos dedicados a la agricultura y al pastoreo. Como el sistema de las plantaciones se había apoderado de todo el terreno con el impulso de los especuladores italianos, este peligroso ejército se había multiplicado hasta el infinito. En tiempo de los Gracos, lo mismo que en el de Mario, y tal vez en relación íntima con las revoluciones de entonces, se habían verificado muchas insurrecciones en varios puntos del territorio romano. Sicilia había sido devastada por dos sangrientas guerras (del 619 al 622, y del 652 al 654). Los diez años que siguieron a la muerte de Sila fueron la edad de oro de la piratería en el mar y de los ladrones por tierra, sobre todo en la península italiana, mal organizada y peor regida. La paz había huido de Roma en cierto modo. Aquí, y en las regiones menos pobladas de Italia, se robaba y asesinaba todos los días. Sin duda, de este tiempo data un plebiscito especial contra esas cacerías de los hombres libres y de los esclavos, y se inventó un nuevo procedimiento sumario en materia de usurpación violenta de los bienes raíces[6]. Semejantes crímenes parecían tanto más peligrosos cuanto que la mayoría de las veces eran cometidos por los proletarios; pero las clases altas eran moralmente las instigadoras y las que recibían más provecho de ello. Los excesos cometidos con los hombres y las cosas tenían casi siempre por autores directos a los intendentes de los grandes dominios, a los que servían de instrumento sus rebaños de esclavos armados, mientras que el ciudadano notable aceptaba sin repugnancia las conquistas hechas por su celoso capataz. Esto me recuerda a Mefistófeles apoderándose para Fausto de los tilos de Filemón. Puede apreciarse la situación por el aumento de la pena en materia de atentados contra la propiedad, cometidos por cuadrillas y a mano armada, aumento decretado por uno de los más honrados optimates: Marco Lúculo, pretor urbano en el año 676 (78 a.C.). Al estatuir de esa forma, el juez expresaba sin rodeos su intención de obligar a los propietarios de las grandes plantaciones de esclavos a vigilarlos más de cerca, bajo la pena de verse condenados ellos mismos. Como quiera que fuese, matando y robando en provecho de las gentes de alta alcurnia, los esclavos y los proletarios no tenían que dar más que un paso para llegar a matar y a robar por su propia cuenta. Solo faltaba que cayese una chispa, y, prendido el fuego, todo el proletariado se convertiría en un ejército rebelde. No tardó en presentarse la ocasión.

EXPLOSIÓN DE LA GUERRA DE LOS GLADIADORES. ESPARTACO.
PRINCIPIO DE LA INSURRECCIÓN. GRANDES VICTORIAS DE ESPARTACO

Los gladiadores, cuyos combates ocupaban el primer rango en los juegos públicos de Italia, tenían numerosas escuelas en Capua y en sus inmediaciones. Vivían allí reunidas numerosas bandas de esclavos, unos de reserva y otros recibiendo lecciones del oficio, pero todos destinados a matar y a morir para divertir al pueblo soberano. Por lo demás, casi todos eran esclavos de guerra intrépidos, que no olvidaban que antes habían combatido frente a los romanos. Cierto día una de estas bandas de hombres atrevidos rompió las puertas de una de las escuelas de Capua y se marchó al Vesubio. Al frente de ellos había dos celtas que se llamaban Crixos y Enomaos, y un tracio llamado Espartaco, vástago quizá de la noble raza de los Espartácidas, que fue ilustre en su patria, y que llegó hasta sentarse en el trono de Panticapea (en Crimea). Había servido en el cuerpo auxiliar tracio, y luego había huido a la montaña haciéndose desertor. Vuelto a coger por los romanos, estos lo habían destinado a los juegos del circo. La pequeña partida de bandidos no contaba en un principio más que con setenta y cuatro hombres, pero se aumentó rápidamente con todos los tránsfugas de los alrededores. Sus depredaciones causaron tanto daño a los ricos propietarios de Campania que se vieron impotentes para defenderse a pesar de todos sus esfuerzos, y no les quedó otro remedio que implorar el auxilio de Roma. El Senado mandó a Clodio Glaber con una división de tres mil hombres reunidos precipitadamente. Este, tras ocupar todas las subidas del Vesubio, creyó que se apoderaría de los esclavos por hambre. Pero ellos, aunque en corto número y mal armados, descendieron audazmente desde los escabrosos cráteres de la montaña y se arrojaron sobre los destacamentos romanos. Al repentino ataque de este puñado de hombres desesperados, los pobres soldados volvieron las espaldas y se dispersaron. El primer triunfo dio a los bandidos armas y reclutas. La mayor parte no tenían nada más que palos; y, sin embargo, cuando el pretor Publio Varinio marchó contra ellos con todas las milicias locales que pasaban de dos legiones, los encontró acampados como un ejército regular. La posición del pretor era muy difícil. Obligados a vivaquear en presencia del enemigo, sus soldados se hundían en los lodazales del otoño. Las enfermedades y, aun más que estas, la cobardía y la indisciplina mermaban notablemente sus filas. Desde el primer momento se desbandó una de sus divisiones, y los fugitivos, en lugar de ir a unirse al grueso del ejército, se marcharon a sus casas. Después, cuando se dio la orden de atacar las trincheras del enemigo y tomarlas por asalto, la mayor parte de los soldados se negaron a seguir a su general. Varinio se puso en marcha con los que quisieron seguirlo, pero no encontró a los bandidos donde los buscaba. Habían levantado el campamento en silencio, y, dirigiéndose hacia el sur, fueron a atacar Picenica (Vicenza cerca de Amalfi). Allí el pretor no pudo impedirles pasar el Silaro e internarse en el centro de la Lucania, esa tierra prometida de pastores y bandidos. Varinio los siguió, y este enemigo, a quien se creía despreciable, aceptó al fin la batalla. Las cosas salieron mal para los romanos. Los soldados que pocas horas antes gritaban tumultuosamente que querían pelear, se batieron mal. Varinio fue vencido; sus caballos, sus insignias y su campamento cayeron en poder del enemigo. Inmediatamente, todos los esclavos de la Italia del Sur, sobre todo aquellos bravos y semisalvajes que vivían dedicados al pastoreo, acudieron en tropel a ponerse a las órdenes de aquel libertador inesperado. Según las evaluaciones más moderadas, los insurrectos armados pasaban ya de cuarenta mil. Volvieron a apoderarse de toda la Campania que habían abandonado, y dispersaron o exterminaron la división romana que Varinio había dejado allí a las órdenes de su cuestor Cayo Toranio. En el sur y en el sudoeste, todo el país abierto pertenecía ya a los jefes de las bandas victoriosas. Ciudades importantes, como Consentia en el Brutium; Turii y Metaponte, en Lucenia; Nola y Nucevia, en Campania, fueron tomadas por asalto y sufrieron todos los horrores que pueden hacer sufrir los bárbaros y los esclavos desencadenados a sus antiguos señores, al verse más fuertes que los habitantes civilizados e indefensos. Se comprende que en esta lucha no hubiese nada que recordase el derecho de los beligerantes; que fuese una carnicería y no una guerra. Cuando los señores hacían prisioneros a los bandidos, los ponían en cruz; estos a su vez no daban cuartel, y a veces por crueles represalias obligaban a los romanos cautivos a matarse unos a otros como gladiadores. Un día se vieron trescientos hombres sometidos a este castigo para festejar los funerales de un jefe muerto en el combate. Ante este incendio creciente y devastador, la inquietud en Roma era grande. Se decidió para el año siguiente (682) enviar a los dos cónsules contra el terrible bandido. Un pretor, Quinto Arrio, lugarteniente del cónsul Lucio Gelio, tuvo la gran suerte de alcanzar y destruir al pie del Gárgano, en Apulia, una partida de galos que, bajo la dirección de Crixos, se había separado del grueso del ejército de los insurrectos. Pero Espartaco obtuvo grandes victorias en el Apenino y en la Italia del Norte. Primero, el cónsul Gneo Léntulo cuando creía que lo tenía cercado e iba a aniquilarlo; al poco tiempo, su colega Gelio; después, Arrio, el vencedor del Gargano; más tarde, cerca de Módena, el procónsul de la Galia cisalpina, Cayo Casio (cónsul en 681), y, por último, el pretor Gneo Manlio: todos sucumbieron, uno detrás del otro. Las hordas medio desarmadas eran el terror de las legiones; por lo demás, esta larga serie de desastres les traía a la memoria los primeros años de la guerra contra Aníbal. No puede decirse lo que habría acontecido si, en lugar de simples gladiadores fugitivos, los victoriosos bandidos hubieran tenido a su cabeza a los reyes de las tribus de los montes de Auvernia o del Balkan. Pero, a pesar de sus brillantes triunfos, no dejaron de ser lo que eran, una horda de bandidos y de rebeldes destinados a perecer, no tanto bajo los golpes de sus adversarios más fuertes, como por sus propias discordias y su falta de plan. La unión contra el enemigo común, ese fenómeno tan notable de las antiguas guerras de los esclavos en Sicilia, faltó ahora por completo. La causa de ello es evidente. Mientras que en Sicilia los esclavos tenían un centro de interés nacional en la comunidad de su origen sirogreco; en Italia, por el contrario, se dividían en dos grupos, los helenobárbaros y los celtogermanos. Las disensiones eran entre el galo Crixos y el tracio Espartaco, pues Enomaos había muerto en los primeros combates. De hecho, las querellas y los rencores les impidieron sacar provecho de sus primeros triunfos y dieron en algunas ocasiones la victoria a los romanos. Pero, lo repito, la falta de plan y de objeto fue la causa de la ruina de la empresa intentada por los esclavos, más que la indisciplina de los galogermanos. A juzgar por lo poco que de él sabemos, Espartaco era muy superior a sus compañeros. Además de su genio estratégico, tenía un talento organizador poco común; y desde el principio había llamado la atención de todos, tanto por la justicia en el gobierno de su banda y en la distribución del botín, como por su bravura. Cuando se vio casi sin caballería y sin armas, y para reparar este gran vacío, había tomado todos los caballos que pudo hallar en la Italia del Sur. Después, en cuanto se apoderó del puerto de Thurium, se procuró hierro y bronce, sin duda por medio de los piratas. Desgraciadamente, tenía que tratar con hordas salvajes, a las que no podía nunca organizar ni mantener en el camino que conducía al fin. Quiso impedir aquellas bacanales crueles y locas a las que se entregaban los bandidos en las ciudades conquistadas, y que eran el principal obstáculo para que ninguna ciudad itálica hiciese causa común con la insurrección, pero la obediencia que aquellos hombres le prestaban en la hora del combate desaparecía en cuanto alcanzaba la victoria. Sus representaciones, sus ruegos, todo era trabajo perdido. Después de los triunfos conseguidos en el año 682 en el Apenino, su ejército tenía libre todos los caminos. Entonces parece que formó el designio de pasar los Alpes, abriendo de este modo para él y los suyos la vuelta a la patria, a la Galia o a la Tracia. Si la tradición no miente, muestra que hacía poco caso de sus triunfos y de su propio poder, por más que era vencedor. Pero sus hombres no quisieron volver tan pronto la espalda a Italia; y tomó el camino de Roma, pensando embestir la capital. Empresa lógica seguramente, pero empresa de desesperación. Sin embargo, sus bandas también se negaron a esto y obligaron a este jefe que quería ser general de ejército a continuar siendo capitán de ladrones; en consecuencia, se pusieron a recorrer y a saquear todos los países de Italia. Roma se juzgó dichosa de verse libre, aunque a tal precio: el expediente costaba muy caro. Faltaban buenos soldados y generales experimentados: Quinto Metelo y Gneo Pompeyo estaban ocupados en España; Marcio Lúculo, en Tracia, y Lucio Lúculo, en Asia Menor. No tenían a mano más que reclutas y oficiales medianos, y fue necesario confiar el mando en jefe de Italia al pretor Marco Craso, capitán de escasísimo mérito, pero que sin embargo había servido bajo Sila con cierto honor, y que tenía bastante energía. Se le entregaron ocho legiones. Este era un ejército imponente por el número, pero no por la calidad. Luego de que una división huyera y arrojara las armas delante de los bandidos, el nuevo general usó con ella todo el rigor de las leyes militares y la hizo diezmar. Las legiones hicieron un esfuerzo sobre sí mismas; Espartaco fue vencido en el combate siguiente, retrocedió y tomó el camino de Rhegium y de Lucania. En aquel tiempo, los piratas eran dueños no solo de las aguas de Sicilia, sino también del puerto de Siracusa. Espartaco, con la ayuda de su flotilla, esperaba poder trasladar algunas bandas a la isla, donde los esclavos no esperaban más que este auxilio para insurreccionarse por tercera vez. Se efectuó la retirada sobre Rhegium; pero los corsarios, a quienes tenían en jaque los destacamentos que el pretor Verres había establecido en las costas de Sicilia, recibieron el precio del pasaje convenido con Espartaco y después le negaron su asistencia, quizá comprados por los romanos. Entre tanto, Craso había seguido a los bandidos hasta la desembocadura del Cratis. Allí, imitando a Escipión delante de Numancia, y como quiera que sus soldados no se batían aún con bastante bravura, les hizo construir un muro fortificado y atrincherado de siete millas (alemanas) de largo, que separó de Itálica toda la península del Brutium[7]. Con esto cerró el paso a los bandidos que volvían de Rhegium, y les cortó los víveres. Espartaco forzó las líneas durante una oscura noche de invierno, y en la primavera del año 683[8] disponía la campaña en Lucania. Todo este trabajo penoso de Craso había sido completamente inútil. El romano comenzó a desesperar de no poder cumplir él solo su misión, y pidió al Senado que llamase en su ayuda a las tropas de Macedonia con Marco Lúculo, y a las de la España citerior con Gneo Pompeyo. No era, sin embargo, necesario llegar a tal extremo; la desunión de los bandidos y su loca presunción bastaron para anular de nuevo sus últimos triunfos.

DIVISIÓN DE LOS EJÉRCITOS INSURRECTOS. SU DERROTA

Los galos y los celtas quisieron salirse de la alianza cuya alma era el tracio; y, así, reunidos bajo los jefes de sus naciones, Gannico y Casto, fueron a hacerse exterminar por los romanos. Espartaco pudo salvarlos una vez, no lejos de un lago en Lucania, al llegar con oportunidad. Entonces establecieron su campamento junto al de este; pero Craso pudo ocupar a Espartaco con su caballería y envolvió al mismo tiempo a los galos; de esta forma los obligó a combatir separados de sus aliados y los destruyó por completo. Perecieron todos en número de doce mil trescientos después de una valerosa lucha, todos heridos por delante y sin haber retrocedido ni un paso. Espartaco procuró entonces marchar con su banda a las montañas de Petelia (Strongoli, en Calabria), y destruyó completamente la vanguardia romana que lo seguía en su retirada. Esta victoria perjudicó más al vencedor que al vencido. Embriagados con su triunfo, los bandidos no quisieron ir más lejos y obligaron a su jefe a marchar desde Lucania hacia la Apulia, donde los esperaba un último y decisivo combate. Antes de venir a las manos, Espartaco mató su caballo, pues había querido participar con los suyos tanto de la fortuna próspera como de la adversa; quiso mostrarles que allí se jugaba su vida y la de todos. Comenzó el combate y se arrojó a lo más recio de la pelea con el valor de un león: dos centuriones murieron a sus manos, y herido y de rodillas en tierra mató con su lanza al enemigo que lo acosaba. De este modo terminó aquel gran jefe, y con él, sus mejores compañeros; pero murieron con la muerte de hombres libres y de valientes soldados (año 683). La victoria había costado cara. Entonces comenzó en toda Apulia y Lucania una guerra a todo trance, como no se había visto jamás, tanto de parte de las legiones victoriosas como del ejército de Pompeyo que había llegado entonces de España después de la destrucción de los sertorianos. Se extinguieron con la sangre de las últimas llamaradas del incendio. Hubo todavía alguna agitación en el sur, donde una banda tomó y saqueó la pequeña villa de Tempsa. Por su parte, en Etruria, tan maltratada poco tiempo atrás por las expropiaciones de Sila, no había una paz completa. Sin embargo, podía decirse que, oficialmente al menos, la había en toda la península. En la única victoria conseguida sobre los galos reconquistaron cinco águilas, que tan vergonzosamente habían perdido. Por lo demás, las cuarenta mil cruces con los cadáveres de los esclavos ajusticiados en todo el camino que va de Capua a Roma atestiguaban el triunfo del orden y la supremacía del derecho público sobre el espíritu de rebelión y de independencia.

OJEADA GENERAL SOBRE EL GOBIERNO DE LA RESTAURACIÓN

Volvamos la vista atrás y echemos una ojeada sobre los acontecimientos de los diez años que siguieron a la restauración de Sila. Ni en los del interior ni en los del exterior hubo ninguno que atacase el nervio vital de la nación romana. Nada que representase un serio peligro: ni en la insurrección de Lépido, ni en la empresa de los emigrados de España, ni en las guerras de Tracia, de Macedonia o de Asia Menor, ni en las incursiones de los piratas ni en la insurrección de los esclavos. ¿Por qué, pues, el Estado romano tenía que luchar en casi todas partes por su propia existencia? Porque cuando el mal pudo ser fácilmente vencido en un principio, no se había marchado directamente contra él. Despreciando las más sencillas precauciones, se habían dejado abiertas las puertas a las desventuras y a los reveses más terribles; los súbditos y los reyes más insignificantes se habían convertido en poderosos adversarios. Roma había vencido a la democracia y a los esclavos rebeldes; pero sus victorias no habían hecho desaparecer el mal moral del vencedor ni habían aumentado sus fuerzas materiales. Los dos generales más famosos del partido gobernante habían dirigido la guerra durante ocho años contra el insurrecto Sertorio: guerra en la que cuentan más derrotas que triunfos. ¿Era honroso no haber podido concluir con él y con sus guerrillas españolas, y deber solo al puñal de los asesinos que terminase la lucha con ventaja para la República? ¿En dónde está la gloria para Roma en sus guerras contra los esclavos? ¿No era más bien una vergüenza haberlos tenido durante tan largo tiempo talando el campo de la Italia y hasta derrotando numerosas legiones? No había transcurrido más que un siglo desde las guerras de Aníbal, y ya todo buen romano se ruborizaba al contemplar la espantosa y rápida decadencia a partir de aquella gran época. En esa época los esclavos habían resistido como fuertes muros a los veteranos cartagineses; en la actualidad los legionarios se dispersaban ante los palos de los siervos insurrectos, como la débil paja que arrastra el viento.

¡Entonces el más insignificante de los oficiales hacía las veces de general en caso de necesidad, y salía del apuro, si no victorioso, al menos siempre con honra! Por el contario, en la actualidad apenas si puede encontrarse en todo el estado mayor un capitán de algún talento. Entonces la República echaba mano a su último campesino, antes que renunciar a la conquista de España y Grecia; hoy se abandonarían ambos territorios conquistados hacía mucho tiempo para no pensar más que en defender la Italia de una horda de esclavos insurrectos. Un Espartaco pudo un día, como si fuera otro Aníbal, recorrer con sus hordas toda la península, desde las orillas del Po hasta el estrecho de Sicilia, derrotar a dos cónsules y amenazar a Roma con un sitio. Para atacar a la Roma de otros tiempos había sido necesario todo el genio del capitán más grande que produjo la antigüedad; pero en la actualidad bastaba para esto un jefe de bandidos. ¿Hay que admirarse ahora de que después de estos tristes triunfos sobre los rebeldes y los ladrones no se reavivase ni rejuveneciese nada en la República? No hablemos de las guerras exteriores; sus resultados fueron más pobres todavía.

La guerra de Tracia y Macedonia, aunque no había cubierto los gastos en hombres y dinero, y eso que fueron grandes, no había sido la de peores resultados; pero respecto del Asia Menor y de las expediciones contra los piratas, la República había naufragado por completo. La guerra de Asia había terminado con la pérdida de todas las conquistas, fruto de ocho campañas; en la lucha contra los piratas, muchos romanos habían sido arrojados de «su mar» (mare nostrum). En otro tiempo, confiando en la irresistible fuerza de sus ejércitos continentales, Roma había extendido su dominación sobre el segundo elemento. En los tiempos actuales la gran República era impotente en los mares, y parece estar en vísperas de perder sus conquistas continentales de Asia. Seguridad de la frontera, relaciones pacíficas respecto del derecho de gentes, protección de la ley, administración regular: en suma, todos estos beneficios, que debe garantizar el Estado constituido, desaparecen a la vez de los pueblos unidos bajo el cetro de Roma. Los dioses benéficos se han subido al Olimpo y han dejado esta mísera tierra presa de los ladrones y de los verdugos oficiales o voluntarios. Y no era solo para el ciudadano celoso de su derecho, y dotado de un buen sentido político, para quien tal decadencia era una calamidad pública. Por causa de la insurrección del proletariado, el bandolerismo y la piratería organizados, como sucedería más tarde en tiempo de los Fernandos del reino de Nápoles, el sentimiento del mal iba propagándose por toda Italia, hasta por los más escondidos valles y las chozas más humildes. Todo el que se movía o comerciaba, todo el que tenía siquiera que comprar una medida de trigo, sufría en su persona las consecuencias del estado general.

¿Hay que preguntar a quién debe referirse la causa de este mal inaudito e incurable? ¡Cuántos debían ser los acusados! Poseedores de esclavos, que no tenían más sentimiento que la codicia; soldados sin disciplina; generales cobardes, incapaces o temerarios; demagogos del Forum, buscando siempre falsas ilusiones; todos ellos tenían su parte de culpa, o mejor dicho, ¿qué romano habría que no fuese responsable? Instintivamente se decía que estas desgracias, estas vergüenzas y este colosal desmoronamiento no podía proceder de uno solo, así como la grandeza de la República romana no se debía a algunos hombres de genio superior, sino que procedía de una agregación cívica poderosamente organizada. De la misma forma, la caída del edificio no procedía de los actos de un corto número de individualidades funestas, sino del vicio de la desorganización general. La gran mayoría del pueblo estaba pervertida y cada uno de sus pilares corroído; esto contribuía, por su parte, a la ruina de todo el edificio. Las faltas cometidas por toda la nación, las pagaba la nación entera. Se era injusto cuando, al ver en el poder la expresión última y concreta de la ciudad, se lo proclamaba el único responsable de todas las enfermedades, incurables o no, del cuerpo social; pero lo que había aquí de verdadero es que el poder contribuía en una proporción desmedida a las faltas de todos. La guerra de Asia Menor, por ejemplo, donde no se vio a ninguno de los principales senadores comprometerse personalmente, y donde el mismo Lúculo, en lo que respecta a los hechos militares, dio pruebas de talento y adquirió mucha gloria, mostró claramente que el fracaso había dependido del mal sistema del poder, del reciente abandono de Capadocia o de Siria, y de la mala situación en que habían colocado a un hábil general frente a un gobierno incapaz de una decisión enérgica. En la cuestión de policía de los mares, el Senado había tenido la buena idea de atacar a los piratas en todas partes a la vez; pero, mal ejecutado, este pensamiento se abandonó muy pronto y se volvió a la antigua y absurda táctica de enviar legiones contra «la caballería de mar».

De este modo se emprendieron las expediciones de Servilio y de Marcio en Cilicia, y de Metelo en Creta; de este modo fue que Triario imaginó rodear Delos con una muralla para defenderla de los corsarios. Querer dominar el mar por tales medios es obrar como el gran rey de los persas, que lo azotaba para sujetarlo. El pueblo romano tenía razón al imputar al gobierno la bancarrota política de la hora actual. Con el restablecimiento de la oligarquía comenzaba siempre en Roma la mala administración. Esto sucedió después de la caída de los Gracos, de la de Mario y de la de Saturnino. Sin embargo, nunca la oligarquía se había presentado más poderosa ni más enfermiza, más corruptora y corrompida al mismo tiempo. El poder deja de ser legítimo cuando no sabe gobernar; y el que tiene la fuerza, tiene también el derecho de derribarlo. Por desgracia, es una verdad que un poder incapaz y criminal puede pisotear por mucho tiempo la honra y la fortuna de un pueblo, antes de que el mismo pueblo produzca hombres que, apoderándose de las terribles armas por él forjadas, las vuelvan también contra él; antes de que se subleven los buenos, y de que la opresión y la angustia de las masas evoquen al fin la revolución, esta vez justa sin duda. ¡Es muy cómodo y provechoso jugar con la felicidad y la honra de las naciones, y este juego puede durar muchos años; pero llega la triste hora en que el pueblo se cansa y arroja al jugador al abismo, y nadie acusa entonces al hacha que al cortar el árbol de dañosos frutos arranca también hasta sus raíces! En Roma había ya sonado la hora de la oligarquía. Las guerras del Ponto y de Armenia, la lucha con los piratas, he aquí las últimas y próximas causas de la caída de la restauración silana, y el advenimiento de la dictadura militar al día siguiente de verificarse una nueva revolución.