XI
LA ANTIGUA REPÚBLICA Y LA NUEVA MONARQUÍA

CARÁCTER DE CÉSAR

Tenía apenas cincuenta y seis años el nuevo señor de Roma, Cayo Julio César (nació el 12 de julio de 652), el primero de los soberanos a quienes rindió vasallaje el antiguo mundo grecorromano, cuando la victoria de Thapsus, último de sus grandes hechos de armas, puso en sus manos el cetro y los destinos del mundo. ¡Pocos hombres han logrado ver su actividad sometida a una prueba tan grande! Pero ¿no fue por ventura Julio César el único genio creador que ha dado Roma, y el último que la antigüedad ha producido? Descendiente de una de las más antiguas y nobles familias del Lacio, cuya genealogía se remontaba a los héroes de la Ilíada y a los reyes romanos y alcanzaba a Venus Afrodita, diosa común a las dos naciones, había llevado en su infancia y adolescencia la vida propia de los jóvenes nobles de su tiempo. Tipo acabado del hombre a la moda, recitaba y declamaba, era literato y componía versos cuando se hallaba descansando en su cama. Era experto en todo linaje de asuntos amorosos, conocía los más nimios detalles del tocador, cuidaba con esmero de sus cabellos, de su barba y de su traje, y tenía, sobre todo, gran habilidad en el arte misterioso de levantar diarios empréstitos y de no pagarlos nunca. Pero su naturaleza, de flexible acero, pudo resistir esta vida disipada y licenciosa, conservando intactos el vigor del cuerpo y el expansivo fuego de su corazón y de su espíritu. En la esgrima, o en montar a caballo, no había ningún soldado que lo igualase. En cierta ocasión, hallándose delante de Alejandría, salvó su vida nadando sobre las encrespadas olas. Cuando estaba en campaña, hacía casi siempre las marchas durante la noche con objeto de ganar tiempo. Su increíble rapidez contrastaba con la majestuosa lentitud de los movimientos de Pompeyo, y a esa misma rapidez, que maravillaba a sus contemporáneos, debió Julio César buena parte de sus victorias. Sus cualidades de alma corrían parejas con las condiciones de su cuerpo: en sus órdenes, siempre seguras y de fácil ejecución, aun cuando fueran dadas lejos del campo de operaciones, se reflejaba su admirable golpe de vista. Su memoria era incomparable: con frecuencia se ocupaba a la vez en muchos asuntos, sin embarazo y sin tropiezo alguno. A pesar de ser hombre del gran mundo, hombre de genio y árbitro de los destinos de Roma, tuvo abierto su corazón a tiernos sentimientos. Durante toda su vida rindió un culto de cariño y veneración a su digna madre Aurelia (César, siendo muy joven, había perdido a su padre)[1]. Fue en extremo complaciente con sus hermanas, y muy particularmente con su hija Julia[2], complacencia que no dejó de influir en los asuntos políticos. Con los hombres más inteligentes y de más carácter de su tiempo, fuesen de alta o de humilde condición, había anudado las mejores relaciones de una recíproca amistad: trataba a cada uno según su carácter y, lejos de caer en la pusilánime indiferencia de Pompeyo para con sus amigos, jamás abandonó a sus partidarios, quienes fueron sostenidos por él sin ningún cálculo egoísta, tanto en la próspera como en la adversa suerte. Muchos, entre ellos Aulo Hircio y Cayo Macio, le dieron aun después de su muerte noble testimonio de su adhesión. El único rasgo predominante y característico de esta maravillosa organización, cuyas cualidades estaban perfectamente equilibradas, era el desvío que mostraba hacia todo lo ideológico y fantástico. César era apasionado: sin pasión no hay genio; pero en él la pasión no tuvo una gran fuerza. En su juventud, el canto y los placeres de Baco y de Venus habían tenido una gran influencia en las facultades de su espíritu. Sin embargo, jamás se entregó por entero a estas pasiones. La literatura fue para él una ocupación seria y duradera. Así como el Aquiles de Homero había quitado el sueño a Alejandro, César consagró largas veladas al estudio de las desinencias de los sustantivos y de los verbos latinos. Escribía versos como toda la gente de su tiempo, mas sus versos eran flojos; en cambio, mostraba gran interés por las ciencias astronómicas y naturales. Alejandro, para alejar de sí los cuidados, se entregó a la bebida, y entregado a ella estuvo hasta el fin de sus días; el sobrio romano, por el contrario, abandonó esta pasión una vez superados los años de su fogosa juventud. Todos aquellos que en su adolescencia han sido afortunados en las lides amorosas conservan siempre un imperecedero recuerdo de aquellos tiempos, algo así como el reflejo de la brillante aureola con que se vieron un día coronados. Esto le aconteció a César. Las aventuras y galanteos fueron achaque suyo aun en la edad madura. En su aire conservaba una cierta fatuidad o, mejor dicho, una cierta satisfacción de las ventajas exteriores de su varonil belleza. Cubría cuidadosamente su cabeza, calva muy a pesar suyo, con la corona de laurel, sin la cual no se presentaba jamás en público. Habría dado gustoso la mayor de sus victorias por recobrar la flotante cabellera que en su juventud lo adornaba. Aunque se complacía en el trato con las mujeres, siendo ya el verdadero emperador de Roma, no las consideró sino como un mero pasatiempo, ni les dejó la más leve sombra de influencia. Se ha hablado mucho de sus amores con Cleopatra, pero lo cierto es que, si se entregó a ellos al principio, fue para ocultar el punto débil de la situación del momento. Como hombre positivo y de claro entendimiento, se ve en sus concepciones y en sus actos la fuerte y penetrante influencia de un sobrio pensamiento: su rasgo esencial era el no embriagarse nunca. De aquí que pudiera desplegar toda su energía en el momento oportuno, sin extraviarse en los recuerdos ni en las esperanzas. De aquí su fuerza de acción, reunida y desplegada cuando había de ello verdadera necesidad. De aquí su genio, obrando en escasas ocasiones a favor del interés más pasajero. De aquí esa poderosa facultad para abrazar y dominar todo lo que la inteligencia concibe y todo lo que la voluntad quiere; esa fácil seguridad tanto en la disposición de los períodos, como en un plan de batalla; esa maravillosa serenidad que no lo abandonó nunca, ni en sus buenos ni en sus malos tiempos. Y de aquí, por último, esa completa independencia, que no se dejó jamás arrebatar ni por un favorito, ni por una dama, ni por un amigo. Esta misma perspicacia de su espíritu no le permitía hacerse ilusiones sobre la fuerza del destino y el poder del hombre: frente a él se había levantado el velo bienhechor que nos oculta la debilidad de nuestro esfuerzo en la tierra. Por sabios que fueran sus planes, aunque hubiese previsto todas las eventualidades de una empresa, comprendía que el éxito de todas las cosas depende en gran manera del azar, y con frecuencia se lo vio comprometerse en las más arriesgadas empresas, y exponer su propia persona a los peligros con la más temeraria indiferencia. Es, pues, muy cierto que los hombres de un entendimiento superior se entregan voluntariamente a los azares de la suerte; y no ha de maravillarnos, por lo tanto, que el racionalismo de César llegase a parar en un cierto misticismo.

EL HOMBRE DE ESTADO

De tal organización había de salir necesariamente un hombre de Estado, y César lo fue, en toda la acepción de la palabra, desde su juventud. El fin que se propuso fue el más alto que se puede proponer hombre alguno: levantar en el orden político, militar, intelectual y moral a su nación del decaimiento a que había llegado, y levantar asimismo a la nacionalidad helénica, esta hermana estrechamente ligada a su patria, y que se hallaba aún más postrada que ella. Después de treinta años de experiencia, cuyas severas lecciones no podrían ser estériles para un hombre como César, modificó sus opiniones sobre el camino que debía seguir y los medios a utilizar. Se propuso el mismo fin en los días de infortunio, cuando no abrigaba ninguna esperanza en el porvenir, que en la época de su omnipotencia; en los días en que, demagogo y conspirador, penetraba en un sombrío laberinto, que en aquellos en que, compartiendo con otro el poder soberano o siendo absoluto señor de Roma, trabajaba en su obra a la luz del día y de cara al mundo. Todas las medidas que él había tomado en diversas ocasiones iban encaminadas a la realización de los vastos planes que se había propuesto. Parece, en verdad, que no pueden citarse hechos aislados llevados a cabo por él, pues ninguno fue realizado de esta forma. Con justicia se alabará en él al orador de enérgica palabra, que desdeñaba los artificios retóricos, y persuadía y arrebataba al auditorio con su vivo y claro ingenio. Con justicia se admirará en él al escritor que se distingue por la inimitable sencillez de su composición, por la singular pureza y belleza del lenguaje. Con justicia los hombres entendidos en el arte de la guerra en todos los siglos consideran a César como un gran general. Nadie mejor que él, pues abandonó los procedimientos tradicionales y rutinarios y supo inventar la estrategia que en el momento oportuno conduce a la victoria, a la que desde entonces es la verdadera victoria. ¿No inventó para cada fin los buenos medios, dotado de una seguridad que casi parecía adivinación? ¿No estaba siempre, aun después de una derrota, dispuesto a resistir, a combatir de nuevo y, como Guillermo de Orange, a no terminar la campaña sin haber derrotado al enemigo? El secreto principal de la ciencia de la guerra, aquel por el que se distingue el genio del gran capitán del talento vulgar del oficial, el rápido impulso comunicado a las grandes masas, lo ha poseído César, y lo ha utilizado con una perfección admirable. Nadie lo ha aventajado en esta cualidad: él supo encontrar el éxito de las batallas, no en la superioridad de sus fuerzas, sino en la rapidez de sus movimientos; no en los lentos preparativos, sino en la acción rápida y aun temeraria cuando conocía la insuficiencia de sus recursos.

Pero todas estas no eran más que cualidades secundarias. Llegó a ser un gran orador, un gran escritor y un insigne general, porque era un eminente hombre de Estado. El carácter militar es en Julio César de muy secundaria importancia: uno de los rasgos que más lo distinguen de Alejandro, de Aníbal y de Napoleón es el haber empezado su carrera política en la demagogia y no en el ejército. Al principio pretendió llegar a la realización de sus proyectos, como Pericles y como Cayo Graco, sin tener necesidad de hacer uso de las armas. Estuvo dieciocho años a la cabeza del partido popular, y no abandonó nunca los tortuosos senderos de las cábalas políticas, hasta que convencido, no sin pena y a la edad de cuarenta años, de la necesidad de apoyarse en los soldados, tomó finalmente el mando de un ejército. Y, aun después de esto, continuó siendo un hombre de Estado antes que general distinguido. De la misma manera Cromwell, jefe al principio de un partido de oposición, llegó a ser sucesivamente capitán y rey de la democracia inglesa. Y llegó a decirse, si es que puede haber comparación entre el rudo héroe puritano y el atildado romano, que aquel es entre todos los grandes hombres de Estado el que más se asemeja a César, tanto por las vicisitudes de su carrera, como por el fin que se proponía.

Hasta en la manera de dirigir la guerra se veía en César al general improvisado. Cuando Napoleón preparaba sus expediciones a Egipto y a Inglaterra, se manifestó en él el gran capitán formado en la escuela del oficial de artillería. Pero en César se descubría el demagogo convertido en general en jefe. ¿Qué táctico de profesión, por razones puramente políticas y no siempre absolutamente imperiosas, habría despreciado, como lo hizo César con frecuencia, y sobre todo cuando desembarcó en Epiro, las prudentes enseñanzas de la ciencia militar? Desde este punto de vista, más de una de sus empresas podrían ser censuradas; pero lo que perjudique al general, enaltecerá al hombre de Estado. La misión de este es universal por su naturaleza, y universal era el genio de César. Por múltiples y separadas en el tiempo que fueran sus empresas, todas se dirigían a un gran fin, al que permaneció siempre fiel sin desviarse de él un punto. En el inmenso movimiento de una actividad que a todas partes se dirigía, jamás sacrificó un detalle por otro. Aunque era un consumado estratega, hizo todo lo posible, obedeciendo a consideraciones políticas, para evitar que estallara la guerra civil, y, cuando la consideró inevitable, puso de su parte para que no se ensangrentaran sus laureles. Aunque fue fundador de una monarquía militar, se opuso, con una energía sin ejemplo en la historia, a que se elevara una jerarquía de generales o un régimen de pretorianos; y, en fin, como último y principal servicio a la sociedad civil, prefirió siempre las ciencias y las artes de la paz a la ciencia militar. En su aspecto político, el carácter predominante es una perfecta y poderosa armonía. La armonía es, sin duda, la más difícil de todas las manifestaciones humanas. En la persona de Julio César todas las condiciones se reunían para producirla. Espíritu positivo y amante de la realidad, no se dejó jamás seducir por las imágenes del pasado ni por las supersticiones de la tradición. En los asuntos políticos no atendía sino a la realidad presente, a la ley motivada en la razón. De la misma suerte, en sus estudios gramaticales rechazaba la erudición histórica de la antigüedad, y no reconocía otra lengua que la usual, ni otras reglas que la uniformidad. Había nacido soberano, y ejercía sobre los corazones el mismo imperio que el viento ejerce sobre las nubes, atrayendo a sí mismo, de buen grado o por la fuerza, las más diversas naturalezas: al simple ciudadano y al rudo oficial, a las nobles damas de Roma y a las bellas princesas de Egipto y de Mauritania, al brillante jefe de caballería y al calculador banquero. Su genio organizador era maravilloso. Ningún hombre de Estado, por lo que respecta a sus alianzas, ni capitán alguno respecto de su ejército, tuvo que enfrentarse con elementos más insociables y dispares. César los supo amalgamar cuando hizo la conciliación u organizó sus legiones. Ningún soberano juzgó a sus instrumentos y medios de acción con tan penetrante mirada; nadie como él supo designar a cada uno su lugar. Él era el verdadero monarca, jamás quiso jugar al oficio de rey. Si llegó a ser señor absoluto de Roma, guardó todas las apariencias de jefe de partido. En extremo dócil y complaciente, de trato sencillo y afable, al estar por encima de todos parecía no pretender otra cosa que ser el primero entre sus iguales. Evitaba el defecto en que incurren con tanta frecuencia los caudillos: el de llevar a la política el duro tono del mando militar; y, aunque tuviese algún motivo de disgusto por alguna provocación del Senado, no quiso nunca emplear la fuerza bruta o hacer un dieciocho brumario. Era el verdadero monarca sin experimentar el vértigo de la tiranía. Quizá fue el único de los «poderosos ante el Señor» que en los asuntos más baladíes obedeció siempre a su deber de gobernante, sin guiarse jamás por sus afecciones y caprichos. Al volver la vista a su pasado, encontraba en él algunos falsos cálculos; pero no halló errores en que la pasión lo hubiera hecho incurrir, y de los cuales tuviera que arrepentirse. Nada hay en su carrera que nos recuerde los excesos de la pasión sensual; tampoco hay la muerte de un Clitus, el incendio de Persépolis y aquellas poéticas tragedias que la historia une al nombre de su gran predecesor en Oriente[3]. En fin, de todos los que han alcanzado el poder supremo, es quizás el único que hasta el término de su carrera conservó el sentido político de lo que era posible e imposible, y no fracasó en esta última prueba, la más difícil de todas para las naturalezas superiores: el reconocimiento del justo y natural límite en el punto culminante de los acontecimientos. Cuando una cosa era posible, la realizaba sin dejar de cumplir un bien por conseguir otro mayor que estaba fuera de su alcance. Y, cuando un mal se había cumplido y era irreparable, nunca dejó de poner los paliativos que lo atenuaran; pero, una vez pronunciado el fallo del destino, siempre se sometió a él. Una vez que Alejandro había llegado a Hipanis, se batió en retirada, y otro tanto hizo Napoleón en Moscú, ambos contrariados e irritados contra la fortuna, que ponía un límite a la ambición de sus favoritos. Sobre el Rin y sobre el Támesis retrocede César voluntariamente, y cuando sus designios lo llevan hasta el Danubio o el Éufrates, no se propone la conquista del mundo, sino que busca una frontera segura y racional para el Imperio.

Tal fue este hombre, cuyo retrato parece fácil de hacer, y del cual es en extremo difícil trazar el más ligero rasgo. Su naturaleza toda no es sino claridad y transparencia, y la tradición conserva de él recuerdos más completos y más vivos que de otros héroes de los antiguos anales. Si se lo juzga a fondo o superficialmente, el juicio será siempre el mismo: ante todo hombre que lo estudie, su figura se presenta con sus mismos caracteres esenciales, y por lo tanto nadie ha sabido todavía reproducirla en su total realidad. El secreto consiste aquí en la perfección del modelo. Humana o históricamente hablando, está colocado César en ese punto donde vienen a confundirse los grandes caracteres contrarios. Inmenso poder creador e inteligencia infinitamente penetrante, no tiene los inconvenientes de la vejez ni adolece de los defectos de la juventud. Todo en él es voluntad y acción, su alma está llena del ideal republicano, y, sin embargo, parece haber nacido para ser rey. Romano hasta el fondo de su espíritu, y al mismo tiempo llamado a conciliar en el interior y en el exterior las civilizaciones griega y romana, César es el gran hombre, el hombre completo. También le faltan, más que a ninguna otra figura importante en la historia, esos rasgos que se dicen característicos, que son las desviaciones del desarrollo natural del ser humano. Si algún detalle nos parece en él individual al primer golpe de vista, desaparece cuando se lo considera de cerca y se pierde en el tipo más vasto de la nación y de su siglo. En sus aventuras de joven, imitó a sus contemporáneos y a sus opulentos iguales: su natural, refractario a la poesía, pero enérgicamente lógico, es el natural del ciudadano romano. Como hombre, su verdadera manera de ser consistió en saber regular y medir admirablemente sus actos según el tiempo y el lugar. El hombre, en efecto, no es un ser absoluto: vive y se mueve en conformidad con su nación, con la ley de una civilización determinada. César es completo porque supo, mejor que todos, colocarse en medio de la corriente de su siglo; y porque, mejor que todos, poseyó la actividad real y práctica del ciudadano romano, esa sólida virtud que fue propiedad de Roma. El helenismo no es en él otra cosa que la idea griega fundida y transformada en el seno de la nacionalidad itálica. Y en esto consisten la dificultad y, podría decirse, la imposibilidad de retratarlo.

El artista puede ensayar toda suerte de retratos, pero se detiene en presencia de la belleza absoluta. Lo mismo acontece al historiador: es más prudente que guarde silencio, cuando, una vez en mil años, se encuentra frente a un tipo acabado. La regla se puede expresar sin duda, pero no nos da sino una noción negativa, la de la ausencia de toda falta. Nadie sabe traducir este gran secreto de la naturaleza, la alianza íntima de la ley general y la individualidad en sus creaciones más acabadas. ¡Dichosos aquellos a quienes fuera dado contemplar de lleno la perfección, y reconocerla al resplandor del rayo de brillante luz que cubre las obras inmortales de los grandes hombres! Y, sin embargo, el tiempo ha marcado en ellas sus caracteres indelebles. El romano había observado la misma conducta que su joven y heroico predecesor en Grecia. O, mejor dicho, lo había excedido; pero en el intervalo transcurrido entre la vida de uno y otro héroe, el mundo había envejecido y su cielo oscureció. Los trabajos de César no son, como los de Alejandro, una entretenida conquista, avanzando en una extensión sin límites. A él le fue forzoso construir sobre las ruinas y con las ruinas mismas. Por vasta que fuera su empresa, era limitada, y tuvo necesidad de aceptarla, sosteniéndose en ella y asegurándola lo mejor que pudo. La musa popular no se ha equivocado en el carácter de estos dos héroes, y, prescindiendo del positivo romano, ha adornado al hijo de Filipo de Macedonia con los más bellos colores de la poesía y con el arco iris de las leyendas. En su vida política, después del transcurso de muchas centurias, las naciones se ven conducidas incesantemente a la línea que la mano de César les trazara. Si los pueblos que comparten la posesión de la tierra dan su nombre a sus más altos monarcas, ¿no puede verse en esto una lección tan profunda como humillante?

SON RECHAZADOS LOS ANTIGUOS PARTIDOS

Suponiendo que Roma pudiera salvarse del abismo de sus incurables miserias y rejuvenecerse alguna vez, ante todo sería preciso restablecer la tranquilidad en el país, y separar aquellos montones de escombros que cubrían el suelo después de las últimas catástrofes. César emprendió esta obra sobre la base de la reconciliación de los antiguos partidos, o más bien (pues no se puede hablar de paz cuando existen antagonismos irreconciliables) hizo que ambos, la nobleza y el partido popular, abandonasen el campo donde habían librado reñidas batallas, para reunirlos a la sombra de una nueva constitución monárquica. La primera necesidad era ahogar para siempre las discordias del pasado republicano. Por una parte ordenaba que se volviesen a levantar las estatuas de Sila, que la pleble romana había destruido al tener noticia de la batalla de Farsalia, haciendo ver con esto que solo la historia tiene derecho a juzgar al hombre grande. Y por otra suspendía la ejecución de las leyes de proscripción del dictador, algunas de las cuales estaban todavía en vigor. Así abría las puertas de la patria a los últimos desterrados de las revoluciones de Cina y de Sertorio, y reintegraba a los hijos de los proscritos de Sila en el derecho de ser elegidos para los cargos de la República, derecho que antes habían perdido. De igual manera restituyó en su silla senatorial o en sus derechos de ciudadanía a los numerosos personajes que, en tiempo de las anteriores crisis, sufrieron la eliminación del censor, o sucumbieron bajo el peso de los procesos políticos, y sobre todo a las muchísimas personas que por acusaciones fueron víctimas de las leyes de proscripción del año 702. Los que sobornados por el oro fueron asesinos de los proscritos, quedaron, como era justo, con la nota de infamia; y Milón, el más desvergonzado de los condottieri del partido senatorial, fue excluido de la amnistía general.

DESCONTENTO DE LOS DEMÓCRATAS.
CELIO Y MILÓN. DOLABELA

El arreglo de todas estas cuestiones se refería solo al pasado. Mucho más difícil era la dirección de los partidos, todavía enconados y enfrentados los unos con los otros. Por una parte, César necesitaba de los demócratas que lo seguían; por otra, estaba la aristocracia arrojada del poder. Menos aún que esta última, los demócratas no podían acomodarse a la actitud de César, después de la victoria que habían alcanzado, ni aceptar la orden que los intimaba a abandonar las posiciones tomadas. César, en suma, quería lo que había deseado Cayo Graco. Pero las miras de los cesarianos en nada se parecían a las de los partidarios de los hijos de Cornelia. Por una progresión siempre creciente, el partido popular pasaba de la reforma a la revolución, de la revolución a la anarquía, y de la anarquía a la guerra contra la propiedad. Solemnizaban los recuerdos del régimen del terror, y adornaban con flores y coronas la tumba de Catilina, como antes lo hacían con la de los Gracos. Alistándose bajo las banderas de César, esperaban de él lo que Catilina no pudo darles. Pronto se convencieron de que el ilustre romano pretendía otra cosa que ser el ejecutor testamentario del gran conspirador, y que a lo sumo procuraba que se diese a los deudores algunas facilidades y prórrogas para el pago de sus deudas. Entonces se hicieron oír amargas recriminaciones, y el partido popular decía: «¿A qué conduce nuestra victoria, si el resultado de ella no ha sido favorable al pueblo?». Esta muchedumbre, pequeños y grandes, que se había prometido saturnales políticas y financieras, volvió después los ojos hacia el partido de Pompeyo. Durante los dos años de la ausencia de César (desde enero del año 706 al otoño del 707), se agitó y fomentó en Italia una guerra civil dentro de otra guerra civil. El pretor Marco Celio Rufo, de noble alcurnia, mal pagador de sus deudas, hombre de talento por otra parte, y de bastante cultura, era hasta entonces uno de los más celosos campeones de César. Fogoso y elocuente en el Senado y en el Forum, se atrevió un día a presentar al pueblo, sin el consentimiento de su jefe, una ley por la cual se daba a los deudores seis años de prórroga sin interés para el pago de sus deudas. Y, como se le hiciese oposición, propuso que no se admitiesen en juicio las demandas de préstamo y de pago de alquileres corrientes de las casas; por lo cual el Senado cesariano lo destituyó de su cargo. Sucedía esto cuando se libraba la batalla de Farsalia: parecía que la suerte favorecía a Pompeyo. Rufo, entonces, hizo alianza con Milón, el antiguo senador y antiguo cabecilla de las facciones, y ambos intentaron la contrarrevolución, consignando entre sus principios el sostenimiento de la forma republicana, la abolición de las deudas y la libertad de los esclavos. Milón había abandonado Masalia, lugar de su destierro, y llamó a las armas, en la región de Thurium, a los pompeyanos y a los esclavos pastores, mientras que Rufo, armando también a los esclavos, se disponía a tomar Capua. Pero su proyecto fue descubierto antes de que llegara a ejecución, al delatarlo los mismos capuanos. Se dirigió Quinto Pedio con una legión al territorio de Thurium, y dispersó las partidas que allí merodeaban. La muerte de los dos cabecillas puso término bien pronto a aquel escandaloso tumulto (706). Otro insensato, Publio Dolabela, tribuno de la plebe, cargado de deudas como Rufo y Milón, pero de menos inteligencia que ellos, se presentó al año siguiente (707) en escena, y puso sobre el tapete la ley sobre las deudas y sobre los alquileres, con lo cual encendió por última vez la guerra social. Le hizo frente su colega Lucio Trebelio. De ambos lados chocaron partidas armadas y pelearon y promovieron escándalos en las calles públicas, ocasión en que Marco Antonio, pretor de Italia, vino con sus soldados a poner término a aquellas contiendas. Bien pronto, César volvió de Oriente y sometió a aquella turba de insensatos. A esta necia tentativa de renovar el drama de Catilina prestó tan poca importancia, que consintió que Dolabela permaneciese en Italia y lo perdonó al poco tiempo. Contra estos miserables, para quienes nada significa la cuestión política y cuyo objetivo era la guerra a la propiedad, bastaba, como contra las hordas de malhechores, que hubiese un gobierno activo y fuerte. César era demasiado grande y demasiado sabio para preocuparse largo tiempo de los comunistas de Roma, terror y espanto de la gente pusilánime de toda Italia. Al combatirlos, desdeñó el atractivo de una falsa popularidad para su monarquía.

MEDIDAS CONTRA LOS REPUBLICANOS Y LOS POMPEYANOS

Pero si podía abandonar, y abandonaba sin temor, la moribunda democracia a su próxima y total descomposición, necesitaba apoderarse de la antigua aristocracia, que era infinitamente más poderosa. Aun cuando reuniera contra ella todos los medios coercitivos y de combate, no lograría por eso darle el golpe de gracia, lo cual solo era obra del tiempo. Sin embargo, se preparaba y aceleraba el término fatal. Movido, por otra parte, por un sentimiento natural de conveniencia, César evitó las vanas jactancias que irritan a los partidos caídos, y no quiso los honores del triunfo por las victorias alcanzadas contra sus conciudadanos[4]. Frecuentemente hablaba de Pompeyo, y siempre con estimación. Y cuando restauró el Senado, al levantar la estatua de su rival, que el pueblo había derribado, en el mismo sitio en que estaba antes, limitó cuanto le fue posible las medidas de rigor político. Ninguna información se hizo con motivo de las múltiples inteligencias que los constitucionales habían tenido poco antes con los cesarianos que solo lo eran de nombre. Arrojó al fuego, sin leer una línea, los montones de papeles encontrados en el cuartel general del enemigo en Farsalia y en Thapsus, y evitó para sí mismo y para el país el odioso espectáculo de los procesos políticos formados contra los personajes sospechosos de traición.

Despidió, en fin, libre e impunemente a los simples soldados pompeyanos, cuyo único delito era el haber seguido en la guerra a sus oficiales romanos o de las provincias. Solo exceptuó a los ciudadanos que se habían alistado en el ejército del rey de Numidia, a los cuales se les confiscaron sus bienes, pena con que se castigaba la traición contra Roma. Aun a los mismos oficiales perdonó incondicionalmente, hasta el fin de la guerra de España en 705. Pero, al conocer los acontecimientos con que fue en extremo indulgente, creyó indispensable castigar a los jefes. A partir de esta fecha, decidió que cualquiera que después de la capitulación de Ilerda hubiera servido a título de oficial en las filas enemigas o tomado asiento en el antisenado había incurrido, si sobrevivió a la guerra, en la pena de la pérdida de su fortuna y de sus derechos civiles, y, de haber muerto, en la de confiscación de sus bienes en beneficio del Tesoro. Por lo demás, si uno de los amnistiados era cogido con las armas en la mano, sería castigada su traición con la pena capital. A pesar de este rigor desplegado en las leyes, apenas tuvieron ejecución, y de los muchos relapsos que había, fueron muy pocos los que sufrieron la última pena. En cuanto a los bienes confiscados a los pompeyanos muertos, fueron pagadas religiosamente las deudas que gravaban sobre las fincas, las dotes de las viudas les fueron entregadas, y César mandó también que se diese a los hijos una parte de la herencia de sus padres. Después de esto, muchos de los condenados al destierro y a la confiscación de bienes obtuvieron gracia del vencedor. Otros, los ricos comerciantes de África, por ejemplo, que habían tomado asiento, obligados y contra su voluntad, en el Senado de Utica, se libraron del castigo mediante una multa. A los demás, sin excepción puede decirse, les eran devueltos sus bienes y libertad a poco que implorasen el perdón de César; y más de uno, como el consular Marco Marcelo (cónsul en 703), obtuvo el perdón sin haberlo solicitado. Para terminar, una amnistía general en el año 710 abrió las puertas de Roma a todos los deportados.

AMNISTÍA

A pesar de haber aceptado la amnistía, la oposición republicana no se reconcilió con César. Por todas partes se echaba de ver el descontento contra el nuevo orden de cosas. En todos lados se sentía un profundo odio contra un emperador, al cual no podían acostumbrarse. Sin embargo, no era ya ocasión de resistir abiertamente. Livianas demostraciones eran, en efecto, las de algunos tribunos hostiles que aspiraban a la corona del martirio, y que, a propósito del título ofrecido al dictador, se enconaban contra aquellos que lo habían llamado rey. Pero el republicanismo vivía en los espíritus en estado de decidida oposición con sus ardides y agitaciones secretas. Nadie se movía cuando el emperador se presentaba en público. Abundaban los carteles y pasquines llenos de mordaces y cáusticas sátiras contra la nueva monarquía. Si un comediante se permitía una alusión republicana, era saludado con atronadores aplausos. El elogio de Catón era el tema obligado de los autores de folletos, y los escritos de estos encontraban lectores tanto más benévolos, cuanto mayor era la licencia que se permitían. En esta ocasión, todavía combatía César a los republicanos con sus propias armas: a los panegíricos del héroe contestaban él y sus confidentes con escritos anticatonianos, y se veía a los escritores de oposición y cesarianos luchar sobre la memoria del ciudadano muerto en Utica, como en otro tiempo griegos y troyanos peleaban sobre el cadáver de Patroclo. Bien se comprende que en este combate, en que el partido republicano estaba juzgado, la victoria sería de César. ¿Qué le tocaba hacer sino atemorizar a los literatos?

ACTITUD DE CÉSAR FRENTE A LOS PARTIDOS

Los más conocidos y temibles, Nigidio Figulo y Aulo Cecina, obtuvieron más difícilmente que los otros el beneficio de regresar a Italia, y aquellos a quienes se toleró que permaneciesen en ella, fueron sometidos a una verdadera censura, tanto más cruel cuanto la medida de la pena era puramente arbitraria[5]. Ya daremos cuenta más ampliamente, y desde otro punto de vista, del movimiento y del encono de los antiguos partidos políticos contra el gobierno. Es suficiente ahora con decir que en toda la extensión del Imperio se levantaban a cada momento pretendientes e insurrecciones republicanas; que los focos de la guerra civil, alimentados unas veces por los pompeyanos y otras por los republicanos, las volvían a encender en diferentes lugares, y que en Roma había una permanente conspiración contra la vida del emperador. César despreció las conspiraciones y no quiso jamás rodearse de una guardia adicta a su persona: se contentaba las más de las veces con denunciarlas por un aviso público, cuando lograba descubrirlas. Pero, por temerario o indiferente que se mostrase en aquellas cosas que a su seguridad personal se referían, no podía disimular los terribles peligros con que muchedumbre de descontentos amenazaban, no tan solo su propia vida, sino también su obra de reconstitución social. Sordo a las advertencias y excitaciones de sus amigos, no hacía caso del odio irreconciliable de aquellos a quienes había perdonado. Con la energía de una admirable calma, persistía en perdonar siempre a sus adversarios, cuyo número aumentaba diariamente. Pero esto no era en él ni la caballeresca magnanimidad de un altivo carácter, ni la complacencia de una naturaleza débil. El hombre político había calculado sabiamente que los partidos vencidos se absorben más pronto en el Estado y son menos peligrosos, si se sigue con ellos una política de tolerancia, que si se trata de destruirlos por la proscripción, o alejarlos por los destierros. Para realizar su gran designio, a César le era forzoso recurrir al partido constitucional, que no solo contenía a la aristocracia, sino también a todos los elementos liberales y nacionales que habían sobrevivido entre los ciudadanos de Italia. Al querer rejuvenecer un Estado viejo, tenía necesidad de todos los talentos, de todos los hombres que se distinguieran por su educación, por el nombre de su familia y por la consideración que hubieran alcanzado. Y por esto decía que perdonar a sus adversarios es el más bello florón de la victoria. Se deshizo, por consiguiente, de los jefes más caracterizados, mientras que a los hombres de segunda y tercera fila y a todos los jóvenes concedía un absoluto perdón. Sin embargo, no les permitió que se encerrasen en la reserva de una oposición pasiva y, de buen grado o por la fuerza, les hizo tomar parte en los asuntos del nuevo gobierno, sin rehusarles los honores ni las magistraturas.

Como les sucediera a Enrique IV y a Guillermo de Orange, las grandes dificultades eran para él las del día siguiente. Tal es la experiencia que se impone a todo revolucionario victorioso, si después de su triunfo no quiere quedar como Cina y Sila, simple jefe de una fracción; o si, como César, Enrique IV y Guillermo de Orange, aspira, al abandonar el programa necesariamente exclusivo de una opinión, fundar su edificio sobre el interés común de la sociedad, junto a todos los partidos, tanto el suyo como el de los vencidos, para unirse contra el nuevo señor que pretende imponerse. Y, mientras más grande es su propósito y más puras sus intenciones, mayor es la saña con que lo combaten. Los constitucionales y los pompeyanos tributaban a César fingido homenaje, abrigaban en su pecho una ira implacable y maldecían a la monarquía, o por lo menos, a la dinastía nueva. Cuando, humillados y desacreditados, los demócratas comprendieron que el fin de César no era el que ellos se proponían, se declararon en abierta rebelión contra él. Hasta sus mismos partidarios murmuraban al ver que creaba, no una dictadura, sino un gobierno monárquico exactamente igual a todas las otras monarquías, y que su parte de botín iba disminuyendo por la amnistía concedida a los vencidos. La organización cesariana disgustó a todos desde el momento en que fue dada para amigos y adversarios. La persona de César estaba ahora en mayor peligro que antes de haber alcanzado la victoria. Pero lo que perdía él en popularidad, lo ganaba el nuevo régimen que había dado al Estado. Al aniquilar los partidos, al dispersar a sus hombres y atraer hacia sí a todos los personajes de talento y de ilustre cuna, a los cuales confería los empleos públicos, sin tener en cuenta sus antecedentes políticos, utilizaba todas las fuerzas vivas del Imperio para su gran obra de reconstitución. Todos los ciudadanos, cualquiera que fuese su color político, eran obligados a prestarle ayuda, para así conducir a la nación por una suave pendiente, hasta colocarla en la situación que había preparado. Él sabía muy bien que la fusión deseada, a la sazón, no se había verificado sino superficialmente; que los antiguos partidos estaban unidos mucho menos por su adhesión al nuevo orden de cosas que por sus odios. Sabía también que una vez unidos, siquiera sea superficialmente, los antagonismos se debilitan, y que un gran político no hace en este punto otra cosa que adelantarse al tiempo. Solo este puede extinguir estos rencores a medida que desaparece la generación que los ha alimentado. Jamás intentó César buscar a los hombres que lo odiaban o meditaban asesinarlo. Era el verdadero hombre de Estado, que se consagra al servicio de un pueblo sin pretender ninguna recompensa, ni siquiera la de la estimación pública. Renunciaba a las alabanzas que pudieran tributarle sus contemporáneos con tal de alcanzar el veredicto de la historia, y solo quería ser el salvador y regenerador de la nación romana.

SU OBRA

Vamos ahora a dar detallada cuenta de este cambio de la antigua sociedad romana a un nuevo Estado y constitución, y consignemos ante todo que César venía, no a comenzar, sino a consumar la revolución. El plan de la nueva ciudad, concebido por Cayo Graco, había sido continuado con más o menos fortuna por sus partidarios y sucesores, que no se desviaron jamás un punto de la obra del ilustre tribuno.

Nacido para ser jefe de un partido popular, y siéndolo también por derecho de herencia, César había mantenido su bandera muy alta durante treinta años, sin cambiar y sin ocultar jamás sus colores y, después de ser rey, continuó siendo demócrata. Al tomar posesión de la herencia de su partido, la aceptó toda entera, a excepción, entiéndase bien, de los salvajes arrebatos de los Catilinas y de los Clodios. Abrigó un profundo odio a la causa de la aristocracia, a todos los verdaderos aristócratas, y conservó inmutable la divisa y el pensamiento de la democracia romana, cuyos principios fundamentales eran mejorar la suerte de los deudores, la colonización transmarina, la nivelación insensible de las condiciones jurídicas de todas las clases en el Estado, y el poder ejecutivo independiente de la supremacía del Senado.

Fundada sobre estas bases, la monarquía de César, lejos de ser contraria a los principios democráticos es, sin duda, y no tengo inconveniente en repetirlo, la perfección y el término de la democracia, y no tiene nada en común con el despotismo oriental ejercido en nombre del derecho divino. Es la misma monarquía que Cayo Graco quiso fundar, la misma que fundaron Pericles y Cromwel. Es, por decirlo así, la nación representada por su más alto y más absoluto mandatario. En esto no fue una novedad el primer pensamiento de la obra de César, pero sí lo fue la realización de este pensamiento, que es en definitiva lo esencial. También lo fue la grandeza de la ejecución, grandeza que habría sorprendido al admirable obrero, si él hubiera sido testigo de su obra. Grandeza ante la que se inclinan todos los que la han contemplado en su radiante esplendor o en el espejo de los anales del mundo, cualesquiera que hayan sido la época y la escuela política a que pertenecieran. En presencia de las maravillas de la naturaleza y de la historia, una emoción profunda embarga a todos los hombres, a cada uno según la medida de su inteligencia, y todavía más profunda es la emoción causada por la contemplación de este gran espectáculo, que será admirado mientras nos dé de él la historia un testimonio evidente.

Esta es la ocasión para que reivindiquemos con energía el privilegio que el historiador se arroga débilmente. Es la hora de protestar contra ese método, usado entre escritores ligeros y pérfidos, que se sirven de la alabanza y del vituperio como de una frase de estilo usual y común, y que en el caso presente, fuera de situaciones determinadas, se vuelve hacia César la sentencia pronunciada contra lo que se llama cesarismo. Es cierto que la historia de los siglos pasados es la lección de los tiempos presentes, pero conviene precaverse contra los errores comunes. Al registrar los anales antiguos, ¿se puede, por ventura, encontrar en ellos los acontecimientos actuales? ¿Acaso puede el médico político recoger allí síntomas específicos para su diagnóstico y su terapéutica del siglo presente? No. La historia no es instructiva sino en un sentido. Al estudiar las civilizaciones de otras épocas, analiza las condiciones orgánicas de la civilización misma y muestra las fuerzas fundamentales semejantes en todas sus partes y en su conjunto siempre diverso. Lejos de preconizar la imitación vacía de pensamiento, nos conduce e incita a obras nuevas e independientes. En este sentido, la historia de César y del cesarismo romano, gracias a la grandeza no superada de su genio organizador y por la necesidad misma de la obra, ha venido a ser una crítica de la aristocracia moderna, la más amarga crítica que puede escribir historiador alguno. En virtud de esta misma ley de la naturaleza, que hace que el más débil organismo sea inconmensurablemente superior a la máquina más artística, la constitución política más imperfecta, desde el momento en que deja un poco de juego a la libre decisión de la mayoría de los ciudadanos, se hace también infinitamente superior al más humano y original absolutismo. La constitución es susceptible de progreso, y por consiguiente vive. El absolutismo es lo que es; si progresa, muere. Esta ley natural se ha manifestado también en la monarquía absoluta de Roma. Mientras estuvo bajo el primer impulso del genio que la había creado, y fuera de todo estrecho contacto con las naciones extranjeras, el nuevo régimen subsistió allí, más que en ningún otro Estado, en toda su pureza y en su primera autonomía. Pero, como se verá en los siguientes libros, y como Gibbon ha demostrado hace tiempo, muerto César, el organismo del Imperio no se mantuvo unido sino por la fuerza. Su engrandecimiento era puramente mecánico (permítaseme la frase), mientras que por dentro todo se descomponía y perecía. Y si al principio del régimen autocrático, y sobre todo en el pensamiento del dictador, podía formarse la ilusión y alimentarse la esperanza de que se armonizara el libre desenvolvimiento del pueblo con el poder absoluto, aun bajo el gobierno de los mejores emperadores de la casa Julia, no se pudo probar, sino muy tarde y difícilmente, hasta qué punto era posible juntar en un mismo vaso agua y fuego.

La obra de César era necesaria y saludable, no porque ella fuera suficiente para desarrollar el bienestar nacional, sino porque en el seno del sistema antiguo, basado en la esclavitud totalmente incompatible con el principio de una representación constitucional republicana, en el seno de una ciudad que tenía sus leyes, con las cuales se había escudado durante quinientos años, y que habían caído en el vicio de un absolutismo oligárquico, la monarquía militar absoluta había llegado a ser la solución indispensable y lógica, y el menor de los males que podían sobrevenir. Llegará un día en que la aristocracia esclavista de Virginia y de Carolina avance en este camino como lo hizo el patriciado romano de los tiempos de Sila, y entonces surgirá allí el cesarismo, una vez más legitimado por la historia[6].

Al inaugurarlo en otra parte y en opuestas condiciones sociales, no resultaría sino parodia y usurpación. ¿Acaso rehusará la historia tributar al verdadero César el honor que se le debe, porque su fallo, en vista de los falsos Césares, pudiera inducir a error a los ignorantes y proporcionar a los malvados una ocasión de falsedad y engaño? La historia es como la Biblia: no puede admitir, sino para los insensatos, contrasentidos y citas ridículas; y por otra parte sufre las interpretaciones que le dan, dejando en su punto lo bueno y lo verdadero.

LA NUEVA MONARQUÍA. SU TÍTULO

Sea como fuere, la dignidad del nuevo jefe del Estado revestía por fuera una forma extraña. A su vuelta de España, en 705, César había sido investido de la dictadura provisional. Después de la batalla de Farsalia, y a partir del otoño de 706, había recobrado aquella dignidad por tiempo indeterminado. Después de la batalla de Thapsus, le fue concedida como cargo anual, durante por diez años, desde el 1º de enero de 709. Y por último, en 710 fue nombrado dictador perpetuo[7]. Además, en 708, se lo ve investido de la censura por tres años con el nuevo título de inspector de costumbres (præfectus morum). Más tarde, en 710, le fue conferida esta dignidad también de por vida. En 706 se lo nombró cónsul con las atribuciones ordinarias del consulado, pero su candidatura fue la principal causa de que estallara la guerra civil. Más tarde se le concedió el consulado por cinco años, después por diez, y una vez ejerció él solo esta magistratura (709). De la misma suerte, sin tomar el nombre de tribuno del pueblo, asumió vitaliciamente en su persona un poder igual al tribunicio en el año 706. Muy pronto ocupó el primer puesto, y votó el primero en el Senado, y por último recibió en 708 el título de imperator perpetuo. Por lo que hacía a la suprema dirección del culto, no tuvo necesidad de que le fuese conferida puesto que ya era gran pontífice. En cambio, se hizo nombrar por el segundo gran colegio de sacerdotes, y fue augur.

Como si este raro conjunto de honores civiles y sacerdotales no le bastaran, un gran número de leyes y de senadoconsultos diferentes le concedieron el derecho a decidir sobre la paz y la guerra sin rogación al Senado ni al pueblo. Igualmente le concedieron la libre disposición de los ejércitos y del Tesoro, el nombramiento de los pretores de las provincias, la presentación con efecto obligatorio para una parte de las magistraturas urbanas, la dirección de las elecciones en los comicios por centurias, los nombramientos para el patriciado y, en fin, toda una serie de atribuciones extraordinarias de igual índole. Esto sin contar con los honores más huecos, las condecoraciones, el título de padre de la patria, o que su nombre fuera conferido al mes de su natalicio, al mes de julio (julius), como todavía lo llamamos, y muchas otras manifestaciones del delirio de los cortesanos que se degradaron desde un principio hasta llegar a la ridícula deificación. Por un visible compromiso entre las genuflexiones de los cortesanos y las repugnancias de los republicanos antiguos a aceptar el verdadero título de la monarquía de César, se intentó una especie de división nominal de los poderes ilimitados del monarca, tan ilógica como difusa. ¿Será que el poder absoluto no se presta por su naturaleza a la clasificación de atribuciones? Creer que César quiso ocultar su reinado de hecho bajo el velo de sus magistraturas antiguas y nuevas, y de sus funciones extraordinarias, es dejarse llevar por conjeturas más inocentes que hábiles. Para las gentes instruidas no hay necesidad de pruebas. Bien saben que al apoderarse César del poder supremo, no por algunos años o a título de dignidad personal temporal o perpetua, como Sila había tenido la regencia, quería nada menos que instituir en el Estado un órgano permanente, una dignidad hereditaria. Al mismo tiempo saben que, de acuerdo al pensamiento de César, a la nueva institución debía dársele un nombre sencillo y adecuado, porque, si en política es una falta crear nombres vacíos, no lo es menos el retener sin el nombre la esencia y la plenitud del poder.

Pero ¿qué fórmula, qué título había escogido César? Esto es, en verdad, bien difícil de decir. En la época de transición no se pueden distinguir aún las partes provisionales y permanentes de una obra. Después, la oficiosidad de los clientes va aumentando los títulos del nuevo señor y, por muchos que ya tenga, lo agobia el peso de los votos de confianza y de las leyes honoríficas.

El poder tribunicio se acomodaba menos que otro al rango propio del nuevo regente. Constitucionalmente hablando, el tribuno de la plebe no había ejercido nunca el mando, y no hacía otra cosa que intervenir en las funciones del magistrado que lo ejercía. Tampoco cuadraba a la nueva monarquía el revestirse del poder consular porque ¿qué era esta sino el consulado mismo ejercido por una sola persona? César tenía decidido empeño en rebajar la magistratura suprema en otro tiempo a la consideración de un mero título sin importancia alguna. Cuando se apoderaba de ella no la ejercía por todo un año, ni la mayor parte del tiempo, y llegaba más tarde a abdicarla en alguno de sus subordinados. En cuanto a la dictadura, no se puede negar que, entre los numerosos cargos ejercidos por César, fue el que con más frecuencia llevaba. La dictadura le era de un uso práctico y legal en la forma, y bien se entiende que él la aceptara, porque fue siempre bajo la antigua constitución una magistratura suprema y extraordinaria en épocas de crisis también extraordinarias. Pero este cargo se acomodaba mal para dar un título a la nueva monarquía. Al haber sido excepcional en otro tiempo y después pasar a ser impopular, la dictadura se hallaba muy circunscrita para servir de expresión al actual poder.

CÉSAR IMPERATOR

Según todas las apariencias, y no podía ser de otro modo después del papel que había desempeñado en medio de los partidos políticos, no era suficiente para César la dictadura anormal de Sila. Necesitaba la dictadura absoluta de la antigua República, y por tiempo ilimitado. Al contrario, el título de imperator en su acepción reciente era considerado, desde todos los puntos de vista, como el más apropiado a la nueva monarquía por su novedad, y porque a su elección no se oponía ningún motivo importante. Los vasos viejos no sirven para contener el licor nuevo. El nombre de imperator se acomodaba a la índole de la magistratura, y como sucediera otras veces en la Ley Gabinia, aunque con menos claridad, la democracia había determinado la definición de los poderes confiados a su jefe, y formulaba a través de una expresión enérgica y completa la concentración actual del supremo mando, el imperium, en las manos de un regente popular, independiente en lo sucesivo del Senado. De ahí que en las medallas de César, en las de los últimos tiempos sobre todo, no aparezca el título de dictador sino como un aditamento al de emperador. De la misma manera, en la ley que dio sobre los delitos políticos (Lex Julia majestatis) es también el imperator el que habla. Pero lo cierto es que el título de emperador no se confirió solo a César, sino que él y sus descendientes directos y adoptivos fueron investidos con dicho título. Este hecho, reconocido por la posteridad, y no por los contemporáneos, ha dado lugar a que la palabra imperio vaya unida a la idea de la monarquía.

Para dar a su nueva función el bautismo democrático y religioso, César quiso reunir a ella el tribunado de la plebe y el pontificado supremo, ambos cargos hereditarios también desde entonces (aunque solo fuese proclamada la sucesión hereditaria en el pontificado). En el derecho político, el imperio se ejercía como el consulado y el proconsulado, fuera de los límites de Roma: no disponía solamente del mando militar, también le pertenecía el poder judicial, y por consiguiente el poder administrativo[8]. Enfrente del cónsul estaba el emperador, en cierto modo equivalente a los antiguos cónsules con relación a los pretores. Aunque hubieran tenido el mismo poder, en caso de disidencia el pretor cedía al cónsul. De la misma suerte el cónsul se sometía ahora al emperador, y, para que la distinción fuese más marcada, la silla imperial colocada en el Senado entre las sillas curules de los cónsules se elevaba a cierta altura sobre estas.

RESTABLECIMIENTO DE LA MONARQUÍA

En el fondo, el poder del emperador no excedía al consular y proconsular sino en que aquel no estaba limitado ni en tiempo ni en jurisdicción, y que, conferido de por vida y transmisible por herencia, se ejercía también dentro de los muros de Roma. Mientras que el cónsul se detenía ante el obstáculo de un colega con sus mismas atribuciones, el emperador ejercía solo su jurisdicción. Con el paso del tiempo se vio en extremo limitada la primitiva magistratura suprema, y debió inclinarse ante el llamado al pueblo (provocatio) y ante el voto y la advertencia del Senado. Para el emperador todas las barreras se franqueaban y, digámoslo de una vez, el nuevo imperio no era otra cosa que la restauración de la antigua monarquía. ¿En qué, pues, se diferenciaban los cónsules de los reyes de Roma sino en que la jurisdicción de aquellos era limitada en tiempo y en lugar, en que compartían el poder con un colega, y en la cooperación del consejo senatorial o del pueblo, exigida por la ley en ciertos casos? No hay un solo carácter en la nueva monarquía que no lo encontremos en la antigua: concentración de los poderes supremos, militar, judicial y administrativo, en la persona del príncipe; supremacía religiosa en la ciudad; derecho a decretar, a través de decretos con fuerza de ley; el Senado rebajado a la consideración de un mero cuerpo consultivo y resucitados el patriciado y la prefectura urbana. Por último, en la constitución imperial de César, exactamente lo mismo que en la de Cromwell y en la de Napoleón, la herencia reviste una forma especial, y el monarca puede nombrarse un sucesor por adopción. Pero estas no son más que simples analogías. Para el que penetra en el fondo de las cosas, es más admirable aún la semejanza entre la monarquía de Servio Tulio y el imperio de César. Por absolutos que fueran los reyes de Roma, se hallaban al frente de un pueblo libre, y eran los protectores natos del simple plebeyo contra la nobleza. De la misma manera César no venía a establecer la libertad, sino más bien a afirmarla y a darle su complemento, para romper desde un principio el intolerable yugo de la aristocracia.

No hay, pues, que maravillarse al verlo como un aficionado a antigüedades políticas, buscando cinco siglos atrás el modelo de su nuevo Estado. Puesto que en todos los tiempos la magistratura suprema en Roma había sido el poder real limitado por una multitud de leyes especiales, debemos reconocer que la noción de dicho poder no se había borrado jamás. En diversos tiempos y circunstancias, había reaparecido de hecho con más o menos exactitud, ya en la dictadura republicana, ya en los decenviros, o, por último, en la regencia de Sila. Obedeciendo a una necesidad, lógica en cierto modo desde que se había hecho sentir la necesidad de un poder excepcional, se había instituido siempre el imperium ilimitado, que no era otra cosa sino el poder real, al lado del imperium limitado y ordinario. Otras razones aconsejaban también la vuelta a la antigua forma de gobierno. La humanidad, al considerar como un patrimonio sagrado las instituciones antiguas, tiene gran repugnancia a creer en lo nuevo. Por esto César obraba con prudencia, imitando a Servio Tulio, como más tarde Carlomagno lo imitó a él, y como después Napoleón intentó imitar a Carlomagno. No se valió de rodeos ni disimuló su intención, sino que siempre a la luz del día, y lo mismo que sus predecesores, quiso que el nuevo Estado tuviese su fórmula clara, nacional y popular. Desde los más antiguos tiempos, según la historia convencional de Roma, se veían en el Capitolio las estatuas de siete reyes, y César mandó que se pusiese al lado la suya, que era la octava. Se presentaba en público con el traje de los antiguos reyes de Alba: su reciente ley sobre los delitos políticos se diferenciaba de la ley de Sila en el punto capital de que el emperador, al lado de los comicios y en la misma línea que ellos, obraba como la expresión viva y la personificación del pueblo. En la fórmula usada para el juramento político era invocado el genio (genius) del emperador con Júpiter y los dioses penates del pueblo romano. El signo exterior de la monarquía era, en todos los pueblos de la antigüedad, la inscripción del busto del monarca en las monedas. A partir del año 710, se ve la cabeza de César en las monedas romanas.

En vista de estas manifestaciones, no tendrían ningún fundamento los que censuraran a César por haber dejado al pueblo en la ignorancia de su advenimiento al poder real, toda vez que se manifestó claramente y bajo todos los aspectos, el monarca, el rey de Roma. Por otra parte es posible, aunque la cosa es poco verosímil y de poca importancia, que tuviese al principio el pensamiento de dar a su nueva dignidad, no el título de imperio sino el de reino. Mientras vivían todavía muchos de sus enemigos, y aun sus propios amigos, creyeron que aspiraba a hacerse proclamar rey de Roma, y entre sus más ardientes partidarios hubo algunos que, de diversos modos y en ocasiones diferentes, le pusieron en la mano la corona. Entre todos, Marco Antonio, siendo cónsul y cuadrándose delante de él, le ofreció la diadema en presencia del pueblo reunido (15 de febrero de 710, día de las Lupercales).

Pero él rehusó siempre estas anticipaciones. Por otra parte, sería aventurado conjeturar que esta negativa fuese fingida, porque trató con rigor a los republicanos que se aprovecharon de aquella circunstancia para hacerle la oposición. Y tampoco se ha podido comprobar que las mencionadas tentativas se hicieran por indicación suya para preparar a las muchedumbres al inusitado espectáculo de una testa coronada. Para provocar tales manifestaciones era suficiente la oficiosidad de indiscretos amigos, que se tomaban esta libertad sin estar autorizados para ello. Se puede creer también que la escena provocada por Marco Antonio solo fue autorizada o dispuesta para poner fin a las importunas murmuraciones del pueblo con una manifestación pública, con una solemne negativa que se inscribió, por orden del dictador mismo, en el calendario oficial. Sin embargo, parece más verosímil que, al estimar en su justo valor las ventajas de una fórmula corriente y admitida, y al tener también en cuenta las antipatías populares contra el nombre más que contra la cosa misma, no quiso tomar un título que estaba ligado con una antigua maldición. Rechazó el nombre de rey, que recordaba a los romanos de su tiempo a los déspotas del Oriente más que a Numa y a Servio Tulio, y con el título de emperador se apoderó del poder real.

LA NUEVA CORTE Y LA NUEVA NOBLEZA

Cualquiera que fuese el título, lo cierto es que Roma tenía un señor, y rápidamente se vio aparecer una corte con sus indispensables pompas y con su etiqueta de insulsas y frívolas magnificencias. En vez de presentarse en público con la toga consular de franjas rojas (laticlave), el emperador llevaba la antigua vestidura real toda de púrpura, y asistió, sin levantarse de su silla de oro, al solemne desfile de los senadores. El calendario consignaba los días de su natalicio y de sus victorias, así como las fiestas votivas consagradas a él. Cuando entraba en Roma, salían de muy lejos a recibirlo sus más importantes servidores, colocándose en dos filas, y solo acercarse a él era considerado un gran honor, hasta el punto de que los poseedores de casas en el cuartel en que el dictador vivía se enriquecieron por el subido precio de los alquileres. La muchedumbre que asistía a sus audiencias hacía tan difícil el acceso hasta el emperador, que frecuentemente tenía que conversar por escrito aun con sus más íntimos amigos. Los más notables personajes se veían obligados a hacer en su casa largas antesalas, y en todo se notaba, más de lo que él habría deseado, que no se trataba de un simple ciudadano. Apareció después en la escena una nobleza monárquica, antigua y moderna a la vez, y esto acontecía de una manera muy singular. El primer pensamiento de su institución no fue otro que la sustitución de la nobleza del rey a la de la oligarquía, al patriciado puro, rechazado en la sombra e igualado al común de los nobles. En efecto, los patricios todavía subsistían, pero sin derechos y sin privilegios reales, y, sin embargo, formaban la misma casta exclusiva. Como no habían admitido en su seno familias nuevas, su número se fue reduciendo considerablemente con el transcurso de los siglos, hasta contar con no más de quince o dieciséis gentes patricias. César, que pertenecía a una de ellas, hizo que se confiriese al emperador, por plebiscito, el derecho de crear otras nuevas familias. De esta forma se fundó, en vez de la nobleza republicana, una nobleza patricia que le era adicta, admirablemente ajustada a todas las condiciones que exige el régimen monárquico, adornada de los antiguos nombres, sometida absolutamente al soberano y falta de toda iniciativa. De este modo, y en todos sus aspectos, se iba manifestando el gobierno de César.

Con un monarca cuyo poder era de hecho ilimitado, no se podía pensar en tener una constitución escrita, y mucho menos en mantener la antigua institución republicana, que descansaba sobre la base de la cooperación legislativa del pueblo, del Senado y de los diversos magistrados. César sencillamente volvió a la tradición del tiempo de los reyes: los comicios fueron, igual que bajo el antiguo rey de Roma, y a su lado, la más alta y la última expresión de la voluntad soberana del pueblo; mientras que el Senado, vuelto a su primitiva condición, no fue más que un cuerpo consultivo del monarca. Este reunía de nuevo en su persona todos los poderes de la magistratura y, como los reyes de la primitiva Roma, no tenía a su lado ningún funcionario independiente.

LEGISLACIÓN

En el terreno legislativo, el monarca democrático permaneció fiel a los antiguos principios del derecho público de Roma. La dirección de los negocios públicos solo pertenecía a la asamblea del pueblo en unión con el rey que la convocaba, y las constituciones, que emanaban del jefe del Estado, eran sancionadas regularmente por un plebiscito. Sin duda los comicios no alcanzaban en tiempo de César aquella amplia libertad de otras veces, ni tenían la autoridad moral y política de las antiguas votaciones de los quirites, cuando pronunciaban el sí o el no. La participación de los ciudadanos en la formación de las leyes, muy limitada en tiempo de la República, pero al menos viva y eficaz, no era más que una vana sombra en la práctica de las nuevas instituciones. Y no porque fuera menester emplear contra los comicios medidas restrictivas y especiales, pues la experiencia de los siglos atestigua sobradamente que, para con el soberano nominal, todos los gobiernos, oligarquía o monarquía, han sido siempre complacientes. Por la misma razón que eran la salvaguarda del principio de la soberanía popular, y al mismo tiempo una protesta viva contra el sultanismo oriental, los comicios constituían un elemento serio en el sistema y, por indirecta que fuese, su importancia era real.

ORDENANZAS

Por otra parte, resulta claramente de los hechos, y está probado por numerosos testimonios, que César fue el primero, y no alguno de sus sucesores, que puso en vigor aquella otra regla del derecho público primitivo según la cual toda orden emanada del magistrado supremo, o más bien del único magistrado, tiene fuerza absoluta mientras dura la magistratura del que la hubiese dado. Así, desde el momento mismo en que el poder legislativo pertenece solamente al rey y al pueblo reunidos, la constitución real tiene igual fuerza que la ley hasta el fin de los poderes de su autor.

EL SENADO CONVERTIDO EN CONSEJO DE ESTADO MONÁRQUICO

Aunque concediese a los comicios una parte de la soberanía, nominal al menos, el rey demócrata no se hallaba de ninguna manera dispuesto a compartir el poder con el gobierno precedente, con el cuerpo senatorial. Al contrario de lo que fue más tarde durante el gobierno de Augusto, para César no debía ser el Senado otra cosa que un consejo supremo del imperio que servía para la preparación de las leyes imperiales y para la promulgación de las más importantes ordenanzas sobre asuntos de administración, ya sea por vía de senadoconsultos, o al menos bajo el nombre del cuerpo senatorial. En efecto sucedió que se dieron algunos senadoconsultos, de los cuales no tenía noticia ninguno de los senadores, excepto aquellos a quienes se había confiado la redacción de su texto.

En cuanto a la forma, no había ninguna gran dificultad en reducir el Senado a su primitivo carácter de simple cuerpo consultivo, de cuya consideración había salido anteriormente, más bien de hecho que por virtud de una disposición de derecho; siendo necesario, por otra parte, cortar de raíz todo conato de resistencia. Así como el Areópago de Atenas había sido el foco de oposición contra Pericles, el Senado romano lo era también contra César. Principalmente por este motivo, el número de senadores que había sido hasta entonces de seiscientos a lo sumo, y cuya cantidad, por otra parte, se redujo considerablemente a consecuencia de las recientes crisis, fue pronto completado, y se elevó a la cifra de novecientos. Incluso para que esta cifra no sufriera rebaja, se aumentó de veinte a cuarenta el número de los cuestores anuales, que eran nuevos miembros que entraban cada año en el Senado[9]. El monarca se reservó para sí el derecho de promover hornadas extraordinarias de senadores. Y, en cuanto a la provisión ordinaria, se había asegurado una influencia duradera y decisiva al imponer por ley a los colegios electorales la obligación de nombrar cuestores a los veinte primeros candidatos que llevasen recomendación suya. Por último, el jefe del Estado era dueño de conferir a cualquier individuo no elegible los honores inherentes a la cuestura o a otro cargo superior a esta, dándole así un puesto en el Senado, a través de una medida excepcional. Como era natural, la elección para las nuevas plazas que se creaban recaía en los partidarios del nuevo régimen. Las puertas de la corporación suprema se abrieron, no solo a las personas notables del orden ecuestre, sino también a simples plebeyos, a muchos individuos de dudosos antecedentes, a antiguos senadores que habían sido borrados de la lista por el censor o condenados por los tribunales, a extranjeros venidos de España o de las Galias que aprendían a hablar el latín al entrar en la curia, a oficiales subalternos, que no tenían aún el anillo de caballeros, a hijos de libertos o de gentes de oficio considerado vil, y a muchos otros de análogas condiciones.

En los círculos de la alta sociedad, para quienes esta transformación del personal senatorial era objeto de censura e indignación, no se quiso ver en la obra de César otra cosa que el premeditado desprestigio del Senado. Como si el dictador fuese capaz de seguir una política de suicidio, decidido a no tener un consejo que lo dirigiese, y no obstante considerar como necesaria aquella institución.

De juzgar mejor al regente de Roma, debió haberse dicho que quería simplemente despojar al Senado de su carácter de representante absoluto de la nobleza oligárquica, y convertirlo de nuevo en lo que había sido en tiempo de los reyes: el gran cuerpo consultivo oficial, representante de todas las clases del Estado en sus más inteligentes elementos, en el que no se excluyera ni al hombre de humilde cuna, ni al extranjero. Como los antiguos reyes de Roma, César también admitía en su Senado a los que no eran italianos.

GOBIERNO PERSONAL DE CÉSAR

Eliminada la nobleza del poder, amenazada su existencia, y reducido el Senado a no ser sino un mero instrumento, el gobierno y la administración eran ya una autocracia pura y absoluta. El poder ejecutivo era ejercido por el monarca, y desde el primer momento el emperador decidió personalmente todos los asuntos de importancia. César supo practicar el gobierno personal de una manera tan amplia, que apenas podríamos concebirlo nosotros, simples hombres de este siglo. Este fenómeno no se explica solamente por la rapidez y la firmeza del trabajo del hombre grande, sino que tiene también su razón en una causa más general. Cuando nosotros vemos a esos grandes políticos de Roma, los Césares, los Silas o los Cayo Gracos desplegar una actividad que excede la noción que tenemos de la actividad humana, no buscamos la causa de este milagro en un empequeñecimiento de nuestra naturaleza desde aquella época, sino más bien en la revolución que se ha operado en la vida doméstica. La casa romana era una inteligente máquina donde todo se disponía en beneficio del jefe, todo, hasta las fuerzas intelectuales de sus libertos y esclavos. Al saber gobernarlos, el señor unía a su trabajo a todos aquellos que estaban a su servicio. Allí se encontraba verdaderamente el ideal de la centralización burocrática, a cuyo ideal tiende con todo su esfuerzo nuestra jerarquía administrativa, muy inferior, sin embargo, a su modelo, como el opulento capitalista dista mucho del sistema de la antigua esclavitud. César supo sacar un gran partido del instrumento que había conquistado. Si se trataba de un puesto de confianza, vemos que sistemáticamente lo confería, a menos que otras consideraciones se lo impidiesen, a sus esclavos, a sus libertos y a sus clientes de baja extracción. En suma, su obra revela todo lo que puede producir un genio como el suyo con el auxilio de tales servidores; y si uno se pregunta detalladamente cómo se han realizado estas maravillas, será imposible poner el asunto en claro. Toda burocracia tiene en común con una fábrica esto: el producto que sale de ella no pertenece a tal o cual obrero, es simplemente el producto de la fábrica cuyo sello lleva. Lo que puede afirmarse con toda evidencia es que César no quiso jamás auxiliares que tuvieran una influencia personal sobre sus creaciones, o que poseyesen el secreto de su pensamiento. Dueño, y dueño único, trabajó sin asociados, y no empleó más que obreros.

GOBIERNO PERSONAL EN MATERIA DE HACIENDA

Por otra parte era una condición suya evitar, en cuanto le fuera posible, las negociaciones de los asuntos políticos por medio de mandatarios. Y cuando, por ejemplo, se veía obligado a recurrir a ellos durante sus frecuentes ausencias de Roma, y tenía necesidad de instituir allí un representante supremo, no quiso valerse jamás, cosa digna de notarse por cierto, de su representante legal ordinario, el prefecto urbano, y elegía su hombre de confianza, sin competencia oficial reconocida, y de ordinario daba sus poderes a su banquero, el dócil y hábil negociante fenicio Lucio Cornelio Balbo, de Gades. En cuanto a la administración, guardó siempre consigo, y ante todo, la llave del Tesoro, de la que se había apoderado el Senado a la caída de los reyes; y, una vez afirmado en el poder, no la confió ya hasta su muerte sino a servidores adictos a su persona.

Como era natural, su hacienda privada quedó separada de la del Estado, pero no por esto dejó de ejercer una alta vigilancia sobre todo el sistema financiero y monetario; así, administró la fortuna pública como él y los grandes de Roma acostumbraban gobernar la suya propia. En lo sucesivo, la recaudación de los tributos provinciales y la administración monetaria en general fueron confiados a los esclavos o a los libertos del emperador, con exclusión de las personas de dignidad senatorial. Esta medida, grave en sus consecuencias, dio lugar a que se formaran más tarde la clase importante de los procuradores y la «casa imperial».

LAS PROVINCIAS

Otra cosa muy distinta sucedía en las provincias. Económicamente dependientes de los nuevos colectores imperiales, habían llegado a ser más que nunca puros gobiernos militares, y tan solo Egipto fue confiado a los agentes directos del monarca. Los países que baña el Nilo, aislados completamente desde el punto de vista geográfico y al mismo tiempo muy centralizados en el aspecto político, ofrecían un asilo seguro para el que quisiera establecerse en ellos, como lo prueban sobradamente las numerosas tentativas de los emigrados y jefes de las facciones italianas durante las últimas crisis. Allí, un general hábil podía sustraerse para siempre al yugo de la metrópoli y estar mejor que en ninguna otra parte. Quizá por esta razón, en vez de declarar al Egipto provincia romana, César prefirió tolerar en aquella región a los inofensivos Lágidas. De la misma forma, el mando de las legiones que estaban de guarnición fue confiado a un doméstico del emperador, lejos de entregarse a un senatorial o a un hombre del antiguo régimen, como se había hecho con las plazas de colectores de impuestos.

Al mismo tiempo, tuvo siempre buen cuidado de no confiar el mando de los soldados romanos a sus criados, como hacían los reyes del Oriente. Se estableció la regla de que las grandes provincias tuvieran por gobernadores a consulares, y las menores, a antiguos pretores. Al suprimir los cinco años de inhabilitación prescritos por la ley del año 702 se volvió a la antigua práctica: en el momento en que el magistrado provincial salía de su cargo en Roma, entraba en su gobierno. En cambio, se reservó el regente la repartición de las provincias entre los candidatos idóneos. Esta antes se hacía unas veces por un plebiscito o senadoconsulto, otras por sorteo de común acuerdo entre los titulares. César se aseguraba un personal de hechuras suyas más que suficiente para la administración de las provincias. Obligaba más de una vez a los cónsules que estaban en ejercicio a dimitir sus funciones antes de terminar el año para dar cabida a suplentes (consules suffecti). Elevaba de ocho a dieciséis el número de los pretores anuales. Confería al emperador la facultad de nombrar la mitad de estos pretores, como la tenía para el nombramiento de la mitad de los cuestores. Se reservaba la facultad de nombrar, si no a los cónsules, al menos a los pretores como simple título honorífico, de la misma suerte que nombraba a los cuestores supernumerarios. Y, así como tenía la facultad de nombrarlos, él solo también podía verificar su llamamiento, y se estableció formalmente que el proconsulado no durase más de dos años y que el propretor no estuviese más de uno en su provincia.

LA METRÓPOLI

En lo concerniente a la metrópoli y a la residencia imperial, César quiso confiarla, de la misma manera y por un cierto tiempo, a administradores nombrados por él. En consecuencia, resucitó la antigua organización del tiempo de los reyes y, varias veces durante sus ausencias, nombró a uno o a muchos oficiales como sus representantes directos para los asuntos de la ciudad. Esto se hacía sin rogación al pueblo y por tiempo indeterminado. Al asumir en sí todas las atribuciones administrativas, los magistrados tenían hasta el derecho de acuñar moneda en su nombre, pero no con su efigie, como se comprende fácilmente. En todo el año 707 y en los nueve primeros meses del 709 no se veían en Roma ni pretores, ni ediles curules, ni cuestores. En el año 707 no se nombraron cónsules sino hasta fin de año, y en 709 César era cónsul único.

¿Acaso no se asemeja todo esto a un ensayo de restablecimiento del antiguo poder real hasta en la misma Roma, ensayo que solo se detenía en los límites puestos por el pasado democrático del nuevo monarca? César no dejó subsistentes, fuera del rey, otras magistraturas que las de la prefectura urbana. Cuando el monarca no estaba en la ciudad, los tribunos y ediles plebeyos tenían a su cargo velar por las franquicias populares, consulado, censura, pretura, edilidad curul y cuestura[10]. Es cierto que poco después emprendió un nuevo camino, no se arrogó ya el título de rey, y se guardó de derribar aquellos antiguos hombres enaltecidos con la gloriosa historia de la República. Mantuvo aparentemente las atribuciones de los cónsules, pretores, ediles, tribunos y cuestores, pero su situación había cambiado por completo. El imperio llevado a la metrópoli era el pensamiento fundamental bajo la República, y los magistrados municipales de Roma eran verdaderamente magistrados del imperio. En la monarquía cesariana no sucedía esto. Los magistrados de la capital no constituyeron más que la primera municipalidad y el consulado no fue otra cosa que un título nominal, sin más significación práctica que la expectativa en que estaba de un gran gobierno provincial. Por la mano de César la ciudad de Roma sufrió la misma suerte que ella había hecho sufrir a las demás ciudades sometidas, y su soberanía se transformó en una especie de franquicia comunal en el seno del Estado.

Ya hemos dicho que se había duplicado el número de pretores y de cuestores. Otro tanto sucedió con los ediles de la plebe, a los cuales se agregaron dos de cereales (ædiles ceriales), destinados al abastecimiento de la ciudad. Roma siempre tuvo el derecho de nombrar estos magistrados; nombramiento que era libre para el consulado, para el tribunado y la edilidad de la plebe. Pero ya hemos indicado más arriba que, para los pretores, los ediles curules y cuestores, el emperador se reservaba el derecho de proponerlos, y este derecho lo ligaba a los electores. Ningún ataque directo sufrieron los antiguos paladium de las libertades populares; y si todavía tal o cual tribuno se mostraba recalcitrante, se sabía muy bien cómo proceder contra él, y aun deponerlo y borrarlo de la lista de los senadores. El emperador es su propio ministro en todas las cuestiones generales o importantes. Es jefe de la hacienda y del ejército a través de sus servidores y sus lugartenientes. Además, ha reducido los antiguos magistrados de la República a la consideración de meros oficiales municipales y, en fin, ha agregado a todos sus poderes el derecho de designar su sucesor. El régimen autocrático estaba fundado.

LA IGLESIA DEL ESTADO

En el orden religioso, por el contrario, aunque promulgó una ley explícita sobre esta parte del sistema político, César no hizo ninguna innovación esencial, excepto en un punto: adhirió el pontificado supremo y la dignidad augural a la persona del regente y, al mismo tiempo y como una consecuencia, creó un cuarto lugar en cada uno de los tres grandes colegios, y tres nuevos puestos en el cuarto, el de los epulones. La religión del Estado había servido de poderoso apoyo a la oligarquía republicana, y nada impedía que prestase igual servicio al nuevo régimen. La política religiosa conservadora del Senado pasó a los nuevos reyes de Roma. Varrón, el obstinado conservador, publicó en este tiempo sus Antigüedades de las cosas divinas, código religioso de la teología del Estado en Roma, y como cosa muy natural lo dedicó a César, gran pontífice. La reducida aureola que todavía brillaba alrededor del Júpiter romano recayó sobre el trono fundado recientemente; y las antiguas creencias itálicas, ya en sus últimos resplandores, servían de instrumento pasivo a un cesaropapismo tan insustancial como impotente.

JURISDICCIÓN REAL

Se restableció la antigua jurisdicción real en los asuntos de justicia. Si antes el rey era el juez supremo en materias civiles y criminales, ahora César se arrogaba el derecho de atraer hacia sí las causas capitales y privadas sin tener que suspender la sentencia porque el criminal apelase al pueblo en recurso de gracia, o mandar a los jurados la decisión sobre los litigios civiles. Él las juzga solo y las determina por sentencia, aunque esté ausente de Roma. Pero en este último caso hace que las falle un alto magistrado en la ciudad. Y de hecho lo vemos en presencia de todos, y a semejanza de los reyes de Roma, sentado en el Forum juzgando a los ciudadanos acusados de alta traición; o en su casa pronunciando la sentencia con respecto a los príncipes vasallos, a quienes había hecho comparecer por un crimen análogo. Parece que los ciudadanos romanos no tenían sobre los demás súbditos más que un solo privilegio: la publicidad de los debates.

Pero por mucha que fuera su imparcialidad, por mucho empeño que pusiera César en recabar para sí la función real de hacer justicia, no pudo juzgar —la naturaleza misma de las cosas así lo determinaba— sino los asuntos excepcionales y le fue forzoso dejar a los antiguos magistrados republicanos las funciones judiciales en las causas civiles y criminales ordinarias. Como en otro tiempo, los criminales comparecen ahora ante las comisiones especiales de jurados asignadas a los diferentes delitos. En lo civil, se va, como antes, ante la presencia del tribunal centunviral de las sucesiones, o también ante el juez único señalado para el caso. La presidencia de los tribunales y la tramitación de los procesos siguió correspondiendo principalmente a los pretores en Roma, y a los gobernadores en las provincias.

SOSTENIMIENTO DE LAS ANTIGUAS JURISDICCIONES

También concebía una comisión de jurados en los delitos políticos sin que se hubiera hecho ninguna innovación en este punto. Sin embargo, en una ordenanza expresa César procuró especificar y definir los actos legalmente punibles, y, al excluir liberalmente los procesos por simples opiniones y por afección, estableció, no la pena de muerte, sino la del destierro. Ya sabemos que los individuos salidos del Senado no eran admitidos por los sectarios puros de los Gracos, pues en aquellos cargos no aceptaban más que a los caballeros. César, fiel a su sistema de pacificar los partidos, se limitó simplemente a la ley de transacción de Cayo Aurelio Cotta, con las modificaciones introducidas por la ley pompeyana de 699. De esta forma se dispensó aquella consideración a los tribunos del Tesoro (ærarii) salidos de las últimas capas del pueblo, y se exigió una contribución judiciaria de por lo menos cuatrocientos mil sestercios. Asimismo admitió conjuntamente a caballeros y senadores a las funciones de jurados, manzana de la discordia por tanto tiempo disputada.

La justicia real y republicana sostenían frecuentes competencias, pero el asunto podía ser llevado ante el tribunal del rey o ante el juez de quien dependía, según las instituciones del tiempo de la República. Como era natural, en caso de conflicto entre ambas jurisdicciones, siempre se resolvía la competencia a favor de la jurisdicción real; pero, una vez dada la sentencia por uno u otro tribunal, esta era definitiva. Sin embargo, en algunas circunstancias el nuevo monarca supo reservarse muy bien la facultad de revisión por medios no muy legales.

APELACIÓN AL MONARCA

Antes, los tribunos de la plebe, al declarar la intercesión, podían suspender o derogar los veredictos de los jurados instituidos por ellos, como cualquier otro acto de la función de los magistrados, salvo en el caso excepcional en que la ley excluía esta intervención tribunicia. Así sucedía, por ejemplo, con los tribunales jurados de los centunviros, establecidos por disposiciones recientes, y con diversas comisiones criminales de carácter especial. El emperador, en virtud de sus funciones de tribuno del pueblo, tenía entonces la facultad de anular en todo lugar y ocasión cualquier veredicto, cualquier decisión pronunciada en justicia jurada en los asuntos civiles ordinarios y privados, después de abocar hacia sí la causa por su competencia soberana.

Por este medio, además de su jurisdicción real, que sentenciaba sin apelación y concurría con las jurisdicciones ordinarias, César creaba una especie de tribunal de alzada: un procedimiento a la vez de primera y segunda instancia, absolutamente desconocido en los antiguos procedimientos y que, con el paso del tiempo, creció en importancia, y se lo verá practicar incluso en los tiempos modernos[11].

DECADENCIA DE LA JUSTICIA ROMANA

Aunque tengamos en cuenta la más importante, la apelación de aquella suerte dispuesta, todas estas innovaciones, no queremos decir mejoras, no pusieron remedio a los abusos del sistema judicial: tanto era lo que había que corregir en él. En una sociedad en la que existe la esclavitud necesariamente se vicia el proceso criminal puesto que, de hecho o de derecho, recae en las manos de los señores. Se comprende que el romano no castigaría el delito del esclavo como un delito en sí: medía el castigo por los servicios que le prestaba o por el goce que le proporcionaba el culpable. Los esclavos criminales eran puestos en un lugar separado, poco más o menos como los bueyes reacios, y, de la misma manera que se vende a estos para el matadero, se vendía también a aquellos para la escuela de los gladiadores.

Entre los hombres libres, el proceso criminal era puramente político en su origen y había conservado este sello durante un largo periodo. Perdió su carácter exclusivamente judicial con los trastornos de los últimos tiempos y se convirtió en una lucha de partido en la que se combatía con las armas del favor, del oro y de la fuerza. Este, por otra parte, era un vicio común a todos, a los magistrados, a los jurados, a los partidos y hasta al mismo público. Nadie, sin embargo, abrió al derecho tan mortales heridas como los abogados y sus prácticas: bajo el florecimiento parásito del bello lenguaje empleado en los discursos forenses, habían sido ahogadas las nociones positivas del derecho, y ya no se encontraba en las prácticas de la jurisprudencia la línea divisoria, por lo común imperceptible para el pueblo, entre la simple opinión y la prueba. Escuchad al causidicus más versado en los negocios en estos tiempos: «Elegid bien vuestro acusado, exclamaba; cualquiera que sea el crimen, y lo haya o no cometido, podéis hacerle comparecer, pues seguramente será condenado». Entre los numerosos alegatos en materia criminal que de aquellos tiempos nos quedan, apenas podría citarse alguno en que el abogado se haya tomado el trabajo de determinar y definir la prevención, y de formular claramente las pruebas de cargo y de descargo[12].

Es necesario decir que aquellos vicios afectaban también al procedimiento civil. Este sufría la influencia de las pasiones políticas que se mezclaban con todas las cosas. Por ejemplo, en la causa de Publius Quinctius (de 671 a 673) se tomaron las decisiones más contradictorias debido a que Cina o Sila tenían alta influencia en Roma. Con intención o sin ella, no contribuyeron poco a aumentar este estado de confusión los que ejercían autoridad en los partidos, personas no juristas en la mayor parte de los casos. No obstante, por la naturaleza misma de las cosas, el espíritu de facción no invadió sino excepcionalmente los pretorios civiles, y la enredadora abogacía no pudo atropellar ni mutilar muy profundamente las sanas doctrinas del derecho. Las defensas que nos quedan, sin ser buenas ni verdaderas memorias de abogados en el sentido estricto de la palabra, no tienen tan marcado carácter de libelo como las arengas criminales, y en ellas se tiene más en cuenta la jurisprudencia. César un día consintió (y se recuerda de él este hecho) que Pompeyo amordazara a los abogados. Él mismo extremó la medida, con lo cual no ocasionaba ningún mal grave, y aun habría sido un acto provechoso si hubiera habido entonces un cuerpo de magistrados y jurados mejor escogidos, y si se hubiera puesto fin a la corrupción o al miedo de los jueces. Sin duda es difícil destruir en el espíritu de la muchedumbre el sentimiento sagrado y el respeto al derecho, pero mucho más difícil es hacerlos renacer. Aunque el legislador desarraigase cien abusos, no extirpaba el vicio fundamental, y el tiempo que todo lo cura, cuando los males son curables, no ofrecía sino un remedio dudoso.

DECADENCIA DEL EJÉRCITO

En los tiempos de César el ejército romano se hallaba casi en las mismas condiciones que el ejército cartaginés en tiempos de Aníbal. Las plazas del estado mayor eran cubiertas solamente por individuos de las clases gobernantes, y se reclutaba a los simples soldados entre los vasallos, plebeyos y provinciales. En el orden militar y económico, el general se había hecho casi independiente del poder central, y, así en la próspera como en la adversa fortuna, no podía contar más que con sus propias fuerzas y con los recursos que sacara de su provincia. La virtud cívica y el sentimiento nacional habían abandonado las águilas romanas. El espíritu de cuerpo era el único e íntimo lazo de las legiones: el ejército ya no era el brazo de la República. Al no tener ningún pensamiento propio en política, se somete dócil a la voluntad de su jefe, y en la guerra solo era una masa flotante y sin fuerza bajo el mando de sus oscuros capitanes. Pero, cuando un verdadero general se ponía al frente, al punto reaparecía aquella fuerza y tendía a una perfección que no podía alcanzar la milicia ciudadana.

En cuanto al personal de oficiales, su decadencia es completa. Los altos órdenes de senadores y caballeros iban por momentos perdiendo la afición a la carrera de las armas. Antes se disputaban los grados en el estado mayor, pero, ahora, si un simple caballero consiente en servir en el ejército, tiene asegurada su promoción al tribunado militar. Y así es necesario descender hasta los hombres de mediana extracción para llenar los cuadros. Un ciudadano de distinguida familia entra en las legiones, se alista para pasar su tiempo en Sicilia o en cualquier otra provincia donde jamás tenga que luchar contra el enemigo, y por esto mismo será muy raro hallar en él el valor y la habilidad más vulgares. Esta es la causa por la que los contemporáneos de Pompeyo, haciendo de él un dios Marte, cayeran prosternados en una peligrosa admiración. En los días de deserción y de tumulto, el estado mayor era el primero en dar la señal, y diariamente acontecía que sus mismos soldados los hacían volver a sus filas a despecho de su vituperable molicie. César ha descrito, no sin ironía, las escenas que tuvieron lugar en su campamento la víspera de marchar contra Ariovisto: todos lo maldecían, todos lloraban, cada cual se cuidaba solo de hacer su testamento o de solicitar su licencia en el acto[13].

Entre los legionarios no se encontraba uno solo que hubiera salido de las altas clases sociales. Por ley, todo ciudadano estaba obligado, como sucedía antes, al servicio militar. Pero el reclutamiento se hacía sin regla y de una manera en extremo inicua: se pasaba por alto a muchos ciudadanos sujetos al servicio, mientras que se retenían en las filas por treinta y más años a los que una vez habían sido afiliados.

La caballería cívica que, en realidad, no era más que una guardia noble montada, todavía conservó alguna apariencia de vida. Sin embargo, todos aquellos caballeros perfumados, todos aquellos hermosos caballos de lujo, solo figuraban en las fiestas de la capital. La milicia legionaria de a pie no era más que un conjunto de mercenarios reclutados en las más bajas capas de la población romana. En lo sucesivo, solo los vasallos formaban la caballería y las tropas ligeras, y diariamente aumentaba el número de aquellos, aun en las mismas filas de la infantería de línea. Los centuriones, que en otro tiempo fueron jefes enérgicos y decididos de las cohortes, procedentes de las ínfimas clases de los pilani según la antigua ordenanza, y que con el tiempo conquistaban la cepa de la vid, ahora debían su promoción solo al favor, y frecuentemente a una cantidad de dinero. No tenemos necesidad de decir que, al llegar a su colmo el desorden en las rentas del Estado, y al ser venales y fraudulentos la mayor parte de los magistrados, el sueldo del legionario era pagado irregularmente o solo se le pagaba la mitad. La consecuencia natural de este estado de cosas era diversa. Los ejércitos romanos saqueaban frecuentemente las provincias. Siempre insubordinados contra sus jefes, se dispersaban frente al enemigo: uno de estos ejércitos, el de Marco Pisón en Macedonia, considerable por su número, se disolvió por completo sin combate ni menos derrota, por el solo efecto de esta gangrena interior. Y, sin embargo, iniciados capitanes tan hábiles como Gabinio, Pompeyo y César supieron hacer de estos mismos elementos excelentes y valerosos ejércitos, modelos en más de un aspecto, pero que pertenecían a su general más que al Estado. No hablamos de la marina, cuya ruina era más completa todavía: jamás se había nacionalizado el servicio naval entre los romanos por ser en extremo opuestos a él. Durante el régimen oligárquico pereció allí, en virtud del sistema y de la organización, todo lo que podía perecer.

REORGANIZACIÓN DE CÉSAR. MERCENARIOS EXTRANJEROS LUGARTENIENTES DE LEGIÓN

Para reorganizar las fuerzas militares de Roma, César se limitó a reanudar y estrechar el lazo de la disciplina que los generales débiles e incapaces habían dejado relajar. No creyó que el ejército tuviese necesidad de una reforma radical ni que pudiera sufrirla, y por consiguiente se encargó de él, como Aníbal se había encargado del suyo. Al establecer en su ley municipal que para ser apto para una magistratura local o para las funciones de duunviro o quatuorviro, antes de la edad de treinta años, era menester haber servido tres años como caballero, es decir con categoría de oficial, o seis en la infantería, comprendemos fácilmente que intentó con esta medida atraer al ejército a individuos de familias distinguidas. Pero también es evidente que, al extinguirse por momentos el espíritu militar en el seno de la nación, el regente consideraba imposible agregar, como otras veces, la aptitud para los honores cívicos a la condición del tiempo de servicio cumplido en su totalidad. Por esta misma razón, no probó reorganizar la antigua caballería cívica. Mejoró los reclutamientos, regularizó y acortó las licencias, mas él se contentó con la infantería de línea reclutada en las clases bajas del pueblo romano, con la caballería e infantería ligeras formadas de los contingentes de los vasallos y, ¡cosa sorprendente!, nada hizo para reorganizar la escuadra de guerra. Por una innovación sumamente grave, que no dejaba de ofrecer peligro hasta para su autor, y obligado, sin duda, por la escasez de caballería del contingente vasallo, dio al olvido la antigua tradición de Roma que prohibía los soldados mercenarios, e introdujo en sus escuadrones extranjeros a sueldo, especialmente germanos. Incluso hizo todavía otra innovación e instituyó a los lugartenientes de legión, con las facultades de los pretores (legati legionis pro prætore). Antes la legión era mandada por los tribunos militares de nombramiento del pueblo o del gobernador de la provincia. Estos oficiales, en número de diez, alternaban en el mando y, solo como medida transitoria y en casos extraordinarios, les daba el general un jefe único. En lo sucesivo, los comandantes de legión o lugartenientes propretores formaron una institución permanente y regular y ya no fueron nombrados por el pretor de la provincia, al cual obedecían, sino por el supremo magistrado de Roma. Esta nueva creación en las disposiciones tomadas por César parece remontarse a propósito y a consecuencia de la Ley Gabinia. ¿A qué conducía esta introducción de un oficial superior desconocido hasta entonces en el cuadro de la jerarquía militar? Se hacía sentir, sin duda, la necesidad de una más fuerte concentración del mando. Además, los buenos e inteligentes oficiales escaseaban mucho y al emperador le importaba, sobre todo, establecer en el mismo ejército y en la persona de los lugartenientes a quienes nombraba, un contrapeso serio al poder de los gobernadores de las provincias.

EL NUEVO GENERAL EN JEFE

Pero el cambio más importante en la nueva organización fue, sin discusión, el cargo de jefe permanente del ejército, reservado al emperador. En vez del antiguo colega de gobierno, ignorante de los asuntos de la guerra e ineficaz en todo punto, el emperador tendrá en su persona el mando de todo el ejército, y sucederá a una dirección casi enteramente nominal una jefatura suprema, real y enérgica. ¿Cómo se conduciría en presencia de los jefes militares especiales, omnipotentes en sus respectivas provincias? Sobre este punto, no tenemos ningún documento preciso. Sin embargo se pueden referir aquí, por analogía, las relaciones establecidas entre los antiguos pretores y el cónsul, o las recientes relaciones entre el cónsul y el dictador. El gobernador tenía la autoridad militar suprema en su provincia, pero a su vez el emperador siempre tuvo el derecho de recobrarla por sí mismo o por su delegado. Y en todo caso, si el imperium del gobernador estaba limitado a su provincia, el del emperador, parecido a la autoridad real o consular de los primitivos tiempos, no reconocía otros límites que las fronteras del Imperio. Al mismo tiempo que César se reservaba la elección directa de los lugartenientes de las legiones, es muy probable que también atrajera hacia sí la colación de los grados de tribuno militar y de centurión, por lo menos de todos aquellos cuyo nombramiento había correspondido hasta entonces al gobernador de la provincia[14]. También debieron depender de su poder soberano la organización del reclutamiento, las licencias definitivas y la resolución de las causas criminales más graves. Reducida y definida de esta suerte la competencia de los pretores y procónsules, regularizado así el registro imperial, ya no había que temer que los ejércitos se enervaran por el vicio de una fatal negligencia ni que se convirtieran en una horda a disposición de los generales.

PLAN MILITAR DE CÉSAR. DEFENSA DE LAS FRONTERAS

Cuando César tomó el mando supremo, la situación volvió decididamente a la monarquía militar. Sin embargo, distaba mucho de querer hacer exclusivamente del ejército la base y el instrumento de su poder. Consideraba necesario el ejército permanente en el Estado cesariano. Pero esta necesidad solo se le imponía por una razón geográfica: en efecto, ¿no era necesario rectificar las inmensas fronteras del Imperio, y asegurarlas por medio de guarniciones fijas? César había trabajado, antes y durante la guerra civil, en la pacificación de España: había establecido fuertes destacamentos en África, en los confines del gran desierto, y en el noroeste, en la línea del Rin. Se ocupó también en guarnecer los territorios del Éufrates y del Danubio. Acariciaba, ante todo, un proyecto de expedición contra los partos; quería vengar el desastre de Carras y pensaba emplear tres años en esta guerra (prudente previsión para arreglar de una vez y para siempre las cuentas de Roma con un poderoso enemigo). Premeditaba también un ataque contra el geta Boerebistas, infatigable batallador que había extendido sus conquistas sobre las dos riberas del Danubio y, en fin, pensaba proteger la Italia por la parte del noreste con los mismos medios empleados al norte de las Galias. Pero nada de esto muestra, por otra parte, que César, a imitación de Alejandro, soñase con una indefinida carrera de victorias y conquistas. Es cierto que algunos dicen que después de la guerra de los partos debía marchar contra los pueblos del mar Caspio; de allí remontarse hasta el mar Negro; y, después de recorrer su ribera septentrional, volver al Danubio, reducir a la obediencia a todos los escitas y germanos de allí hasta el océano boreal, poco apartado del Mediterráneo, según las creencias geográficas de su tiempo y, por último, regresar a Italia por las Galias[15]. Pero yo me pregunto: ¿en qué fundamento, en qué autoridad se apoyan estos fantásticos designios? Si consideramos el Imperio Romano de César con su colosal aglomeración de elementos bárbaros casi indomables, cuya asimilación solamente exigía ya el trabajo de muchos siglos, ¿qué otra cosa hubiera resultado de tales conquistas, de suponerlas militarmente practicables, sino la repetición más evidente y funesta de la falta del héroe macedónico, la de su expedición a la India? A juzgar por la conducta de César en Bretaña y en Germania, y por los actos de los que fueron los herederos de su pensamiento político, todo conduce a creer que, por el contrario, fiel a la doctrina de Escipión Emiliano, en vez de pedir a los dioses la extensión del territorio romano, no puso empeño sino en conservarlo intacto. Si todavía pretendió conquistar fue para la mejor organización de las fronteras, y esto según la medida grandiosa de su genio. Quiso asegurarse la línea del Éufrates, ocupar al noreste, sobre la línea del Danubio, un límite hasta allí vacilante y establecer en él, en vez de una posición inútil en todo punto, una defensa completamente formal. En César no vemos, pues, al conquistador universal, como Alejandro o como Napoleón. Lo que vemos, al menos, y fuera de toda duda, es que no hizo de su ejército el primer y principal apoyo de la nueva monarquía, y no elevó el poder militar por encima del poder civil. Lejos de eso, colocó al primero dentro del segundo, o mejor dicho, lo subordinó a él cuanto le fue posible. Procuró anular aquellas veteranas y famosas legiones de galos, apoyos inestimables de un Estado puramente militar, y las colmó de distinciones honoríficas, pues sabía muy bien que su espíritu de cuerpo no se acomodaba al régimen de las sociedades civiles, y que sus gloriosos nombres, trasladados con ellas, fueron a decorar los municipios de nueva creación. Los legionarios licenciados a quienes se les habían repartido lotes de tierra no se establecieron uno al lado del otro, como los de Sila, ni fueron organizados militarmente. Se los vio, en Italia sobre todo, establecerse aislados en sus tierras, y esparcidos por toda la península.

Solo en la Campania, donde podía disponerse de ciertas regiones del país, se encontraron inevitablemente los veteranos de César agrupados en gran número. Por difícil que fuera sostener un ejército permanente en medio de las instituciones de la vida civil, el Imperio, sin embargo, lo necesitaba. En primer término, César proveyó esta necesidad sin introducir innovación alguna en la antigua ordenanza. Esta solo exigía haber estado un determinado número de años bajo los estandartes, aunque no de un servicio continuo y no interrumpido por licenciamientos parciales. Además, y como ya hemos dicho, abreviar el tiempo de servicio daba como resultado un movimiento de frecuentes renovaciones en el personal de los soldados, transformándose en colono rural el veterano que había sido licenciado con arreglo a la ordenanza después de cumplir el tiempo de su empeño. Por último, y esto era lo más importante, el ejército estaba a gran distancia de Italia y de las grandes capitales, principal teatro de la vida civil y política. El soldado iba al lugar donde, según el pensamiento del monarca, tenía su verdadero puesto: a la guarnición de las fronteras, donde se hallaba siempre haciendo frente a los enemigos exteriores. La institución, especie de guardia perfectamente organizada y privilegiada con largueza, que se encuentra siempre en todo Estado militar, no la vemos en la monarquía de César. No ignoro que en todo ejército en campaña se forma una suerte de guardia personal del general en jefe; pero en el sistema de César la cohorte pretoriana quedaba fuera del plan, y no se componía sino de oficiales de ordenanza y de compañeros no militares del jefe, y no había en ella nada que la asemejase a una tropa especial escogida, y que pudiera suscitar envidias en los soldados de línea. César no quiso rodearse de una guardia personal durante sus guerras, y mucho menos al ocupar el trono. Aunque todos los días se hallaba rodeado de asesinos, y él lo sabía, rechazó la moción del Senado que le ofrecía una guardia noble. Cuando el estado de tranquilidad pública lo permitió, licenció la escolta española que antes lo acompañaba en la ciudad, y no conservó sino a sus lictores, cortejo tradicional del magistrado supremo de Roma. Enfrentado con la realidad, se vio obligado a abandonar una parte del programa de su partido y de su propia juventud, a saber: el establecimiento en Roma de un régimen, como el de Pericles, fundado, no en el poder del sable, sino en la exclusiva confianza del pueblo. No obstante, fue consecuente, y esto con una energía sin igual en la historia, en el pensamiento fundamental de una monarquía no militar. Y, aun cuando este fuera un ideal imposible de realizar, César alimentaba esta ilusión, como la única que había concebido en su vida. Para este gran hombre tuvo más fuerza el impaciente deseo que la perspicacia: el sistema que él acariciaba no era solamente, por su naturaleza y necesidad, el poder personal absoluto, y no estaba condenado a desaparecer a la muerte de su fundador como las instituciones creadas por Pericles y por Cromwell. ¿Cómo creer, en efecto, que, en el seno de esta nación desorganizada, el octavo rey de Roma, a semejanza de los siete reyes antiguos, había de conseguir gobernar la ciudad con solo el auxilio de las leyes y del derecho durante todo el curso de su vida? ¿Podía admitirse, por un momento siquiera, que aquel ejército permanente, que había probado su valor en las últimas guerras, desechado todo temor y perdido la disciplina, se resignase a la obediencia pasiva en el organismo de una sociedad civil? Los que consideren con calma cómo se había perdido el respeto a la ley en todas las clases de la sociedad, altas y bajas, habrán de tener por una quimera toda esperanza de sostener un régimen estrictamente legal. La reforma militar de Mario había hecho del soldado una cosa muy diferente de un ciudadano. Por eso la insurrección de la Campania y el campo de batalla de Thapsus mostraron cómo el ejército obedecería la ley en lo sucesivo. El mismo héroe de la democracia pudo a duras penas medio refrenar los elementos que antes había desencadenado, y aunque a una señal suya se desenvainaban mil espadas, no volvían a envainarse a pesar de su orden. El destino tiene más fuerza que el genio. César quería ser el restaurador de la sociedad civil y, a despecho suyo, no fundó más que la aborrecida monarquía militar. Y, si destruyó el Estado en el Estado de los aristócratas y de la alta banca, fue para reemplazarlo con el Estado de la soldadesca en el Estado. Antes, como después, la sociedad sufrió la tiranía, y fue explotada por una minoría privilegiada. Sin embargo, es una condición de los grandes genios crear algo aun en medio de sus errores. El gran hombre fracasó en sus más originales tentativas, no realizó su ideal, pero ¿qué importa? Sus tentativas llegaron a ser la mejor riqueza de la nación. Gracias al trabajo de César, el Estado militar romano se convirtió, después de muchos siglos, en un Estado político. Gracias a él, y por poco que se parecieran los emperadores romanos al inmortal fundador del Imperio, se guardaron bien de arrojar al soldado contra los ciudadanos, y lo tuvieron frente a los enemigos exteriores. También gracias a él estimaron en mucho a la nación y al ejército, para hacer de este la guardia de policía de aquella.

ADMINISTRACIÓN FINANCIERA

La hacienda romana tenía su sólido fundamento en la inmensidad misma del Imperio y en la falta de todo sistema de crédito, y era relativamente fácil regularizarla. Si hasta entonces la República había tenido que luchar con crisis monetarias, sin embargo el mal no consistía en la insuficiencia de las rentas públicas, pues en los últimos años habían aumentado prodigiosamente. A los ingresos de los tiempos anteriores, calculados en total en doscientos millones de sestercios se agregaron ochenta y cinco millones de sestercios, ingreso anual de las nuevas provincias de Bitinia, Ponto y Siria. Este aumento de ingresos, sumado a otras rentas y recursos nuevos o más productivos como, por ejemplo, los ingresos cada día más crecientes de los impuestos suntuarios, compensaba con creces la pérdida de los arrendamientos de la Campania. No se olviden tampoco las enormes y extraordinarias entregas de dinero efectuadas antes en las cajas del Tesoro por Lúculo, Metelo, Pompeyo, Catón y muchos otros. Por lo tanto, las crisis financieras reconocían como principal causa el aumento de los gastos ordinarios y extraordinarios, así como el desorden inmenso de los negocios. Sin citar más que las provisiones distribuidas al populacho de Roma, las sumas invertidas excedían toda medida: desde el año 691, cuando Catón había aumentado su presupuesto de gastos, estos se elevaban a la cantidad de treinta millones de sestercios; y después de la supresión del censo, pagado hasta entonces por los beneficiarios, no absorbía menos de la quinta parte del presupuesto de ingresos.

El presupuesto militar también había aumentado desde que hubo que atender a las guarniciones de Cilicia, Siria y las Galias, además de las de España, Macedonia y otras provincias. En el primer capítulo de gastos extraordinarios figuraban gruesas sumas destinadas al armamento naval, y, en los cinco años apenas transcurridos después de las grandes expediciones de 687 contra los piratas, la escuadra había consumido treinta y cuatro millones de sestercios. A esto deben sumarse las inmensas sumas gastadas en los armamentos y expediciones militares. Pisón, por ejemplo, para poner en pie de guerra al ejército de Macedonia (697) había gastado dieciocho millones de sestercios de una sola vez. Pompeyo gastó veinticuatro millones de sestercios cada año en el sostenimiento y sueldo del ejército de España, y una cantidad parecida consumió César para las legiones de las Galias. Pero, por considerables que fuesen las cantidades extraídas del Tesoro, es muy probable que se habría podido atender a estos pagos si la administración económica de Roma, tan perfecta en otro tiempo, no hubiera alcanzado también la corrupción y la decadencia general de la época. Con frecuencia se suspendían los pagos en las cajas públicas solo por la negligencia de los agentes en hacer ingresar los vencimientos. Los jefes del Tesoro eran dos de los cuestores, nuevos magistrados, que eran reemplazados todos los años y que, por lo menos, estaban en una actitud pasiva. En otro tiempo, las oficinas y el personal que las servía eran tenidos en justa y alta estima por razón de su respetabilidad; pero, en esta época, ellos cometerían diariamente los abusos más escandalosos, sobre todo desde el momento en que sus cargos fueron comprados.

REFORMAS FINANCIERAS DE CÉSAR

Mas cuando los hilos del sistema financiero de Roma dejaron de estar en las manos del Senado y todos fueron a parar al gabinete de César, una nueva vida, un orden más severo y un movimiento más poderoso se manifestaron al punto en todos los órganos, en todas las ruedas de la vasta máquina. Los dos cánceres de la hacienda romana, aquellas dos instituciones de Cayo Graco, el arrendamiento de los impuestos y la anona fueron suprimidos o transformados. César no quiso, como había hecho su predecesor, tener a la nobleza en jaque por una aristocracia de la banca y por el populacho de la gran ciudad. A ambos los separó, librando al Estado de los parásitos de alta y baja clase. En este punto, insisto, lejos de imitar a Graco, sigue la misma conducta que el oligarca Sila. En materia de impuestos indirectos mantuvo, por el contrario, los arrendamientos.

SUPRESIÓN DEL ARRENDAMIENTO DE LOS IMPUESTOS DIRECTOS

Tenían estos en su favor la antigua y tradicional costumbre y, por otra parte, no se podía pasar sin ellos. La máxima constante de la administración de la hacienda, y hacia la cual César también se manifestó enteramente fiel, fue simplificar a toda costa la recaudación de los impuestos indirectos evaluados a bulto. Al contrario, los impuestos directos, así como los censos en aceite y granos de África y de Cerdeña, fueron en general considerados por él como prestaciones en especie entregadas directamente al Estado o transformadas en impuestos fijos; y, en cuanto a la percepción de las cuotas que habían de pagar las circunscripciones, quedó a cargo de la fijación de las mismas.

REFORMA DE LA ANONA

Antes de César las distribuciones de trigo en Roma eran consideradas como un derecho útil que pertenecía a la ciudad reina, y cuya prestación correspondía a los vasallos. César se propuso abolir este principio, pero no podía olvidar que, sin la anona, habrían quedado condenados a morir de hambre multitud de ciudadanos que se hallaban en la mayor miseria; por esta razón se abstuvo de hacerlo. La anona de Sempronio, renovada por Catón, concedía a todo ciudadano el derecho a un lote gratuito de cereales, y bajo este régimen el número de beneficiarios, en el último Estado, no bajaba de trescientos veinte mil. César borró de ese número a todos los individuos acomodados o que tenían otros recursos, y pronto quedaron reducidos a ciento cincuenta mil, número máximo de lotes fijado de una vez y para siempre. Decidió que todos los años se sometiera a revisión y que se proveyeran, por la inscripción de los pretendientes más necesitados, las vacantes ocurridas por muerte o por la salida de los titulares. El privilegio político creado por los Gracos se convirtió, pues, en un socorro al pauperismo.

Inaugurado por primera vez, entraba en escena un dogma nuevo e importante que se haría un lugar en el orden moral y en la historia. Solo lentamente y por grados camina la sociedad civil hacia la solidaridad de los intereses. En la antigüedad primitiva se veía claramente que el Estado protegía a los suyos de los enemigos de afuera y de los asesinos, pero no se creyó obligado a facilitar al ciudadano indigente los medios necesarios para su subsistencia, ni a defenderlo del enemigo más implacable, el hambre. La civilización ateniense fue la primera que, en las leyes de Solón y de sus sucesores, emitió el principio de que la ciudad tiene el deber de cuidar de sus inválidos y, en general, de sus pobres. Esta regla cívica no había traspasado los estrechos límites de la sociedad ateniense hasta que César hizo de ella una institución orgánica. Y si antes era para el Estado una carga y una gran vergüenza, él la convirtió en una institución de beneficencia, de las que tantas se ven en nuestros días, donde la caridad infinita del hombre lucha cuerpo a cuerpo contra las miserias también infinitas de la humanidad.

PRESUPUESTO DE INGRESOS

No siendo suficientes estas reformas de principio, César puso su mano en la reforma de los presupuestos de ingresos y de gastos, y por orden suya se regularizaron y fijaron los ingresos ordinarios en todas partes. Numerosas ciudades, provincias enteras, ya indirectamente por el derecho de ciudad romana o latina, ya directamente en virtud de privilegios, gozaban de la inmunidad de impuestos. Citemos como ejemplos del primer caso todas las ciudades de Sicilia[16], y del segundo, la ciudad de Ilión. También se rebajó a las ciudades, y esto fue todavía más frecuente, la cuota del impuesto. Así vemos que el Senado, a propuesta de César después de su pretura, concedió una reducción de contribuciones a todas las ciudades de la España ulterior. Al mismo tiempo la mayor parte de las ciudades de la provincia de Asia, sobre las cuales pesaban las más exorbitantes cargas, obtuvieron facilidades para el pago de su impuesto indirecto, y también se les concedió la rebaja de una tercera parte. No eran tampoco muy elevadas las cuotas y rentas nuevas, ni los tributos impuestos a los pueblos sometidos de la Iliria, y sobre todo a las ciudades galas (solo estos últimos contribuían con una suma de cuarenta millones de sestercios al año). Algunas ciudades, como la Pequeña Leptis en África, Sulci en Cerdeña y un gran número de localidades españolas, sufrieron un recargo en castigo por la conducta que habían observado durante las últimas guerras. Las muy productivas aduanas de los puertos de Italia, que habían sido suprimidas (694) durante la crisis, fueron restablecidas por César, y su principal producto fue, con justicia, el derecho impuesto a las mercancías de lujo que venían de Oriente. A estos recursos ordinarios nuevos o restablecidos debemos sumar otros: los ingresos extraordinarios; las sumas que llegaron al vencedor después de la guerra civil; el botín recogido en las Galias; los fondos hallados en el Tesoro en Roma; los tesoros extraídos de los templos de Italia y de España; las contribuciones; las exacciones ejercidas con la forma de un empréstito o de un donativo forzoso y de expropiación a los príncipes y ciudades que dependían de la República; las multas impuestas de una manera parecida, por sentencia o simplemente por una orden a muchos ciudadanos ricos, y, sobre todo, las confiscaciones reales llevadas a cabo contra los enemigos de César después de su derrota. Todo esto eleva los ingresos a una suma enorme. Solo la multa impuesta a los grandes mercaderes africanos que habían tomado asiento en el antisenado ascendía a cien millones de sestercios. Los compradores de los bienes de Pompeyo le pagaron setenta millones de sestercios. ¡Rigores necesarios! El poder de los nobles vencidos consistía sobre todo en sus colosales fortunas, y César no podía abatirlos sino haciéndoles pagar los gastos de guerra. Pero atenuó lo odioso de la medida al hacer ingresar en el Tesoro el producto entero de las confiscaciones y, lejos de disimular, como Sila, los fraudes de sus favoritos, obligó severamente a entregar el precio de las ventas, aunque los deudores fuesen sus más fieles amigos, Marco Antonio u otros.

PRESUPUESTO DE GASTOS

La considerable reducción de la anona había tenido por consecuencia inmediata una reducción proporcional en el presupuesto de gastos. Las distribuciones de alimentos que se hacían a los pobres de la ciudad, así como las prestaciones en aceite para las termas romanas nuevamente instituidas por César, se satisfacían en adelante con los censos en especie de la Cerdeña, y principalmente del África, y por consiguiente el fisco quedó completamente ajeno a esto. Por otra parte, los gastos ordinarios del estado militar se habían elevado por el aumento del ejército permanente y por el del sueldo del legionario, que de cuatrocientos ochenta sestercios al año se elevó a novecientos sestercios. Sin duda medidas inevitables, pues antes de César la frontera estaba sin defensa, y para defenderla se necesitaba un acrecentamiento considerable de fuerzas. En cuanto al aumento de sueldo, César sabía perfectamente que por este medio encadenaba al soldado. Pero otro motivo determinó e hizo durable aquella innovación. El sueldo de un sestercio y tres cuartos al día se había fijado en los tiempos antiguos, en la época en que la moneda tenía un valor superior, y se había podido sostener, mientras que el jornal de un obrero en Roma no había pasado de tres sestercios. Por aquel entonces, cuando el miliciano iba al ejército tenía mucha menos necesidad del sueldo que de los productos accidentales, y casi siempre ilícitos, del servicio militar. Muy difícil es formarse una idea de la cantidad a que ascendían los gastos extraordinarios que César tuvo que hacer, unas veces de grado, y otras contra su voluntad. Solamente las guerras consumieron sumas monstruosas; y quizá las promesas y las seguridades dadas en el curso de la guerra civil representaron una cantidad parecida. ¡Qué funesto ejemplo, y de qué gran trascendencia para el porvenir, aquel donativum de veinte mil sestercios hecho a cada simple soldado por su concurso armado; o aquellos trescientos sestercios, pagados a todo ciudadano de la plebe romana, además de la anona, por no haber tomado las armas! Pero cuando César, bajo la presión de las circunstancias, había empeñado su palabra, no escatimaba nada de lo ofrecido y se portaba como rey. Pero al empeñar su honor en obedecer el impulso diario de su generosidad, esta le costaba cara. Al ser abandonados escandalosamente los trabajos públicos durante los disturbios anteriores, consagró a ellos enormes sumas. Se calculaba que el coste de las construcciones hechas en Roma mientras duró la guerra de las Galias, y después de terminada, ascendía a ciento sesenta millones de sestercios. Sea como fuere, y a pesar de estas sumas, la administración financiera de César supo atender completa y desahogadamente a todas las justas exigencias de la situación, gracias a prudentes y enérgicas reformas y a la acción unida y regulada de la economía y la liberalidad. Desde el mes de marzo de 710, había acumulado en el Tesoro setecientos millones de sestercios, y en su tesoro privado, cien millones. Es decir, una cantidad por lo menos diez veces mayor que la que había existido jamás en las arcas públicas, aun en las épocas más florecientes de la República.

SITUACIÓN ECONÓMICA

Disolver los antiguos partidos, dar a la sociedad romana la constitución que más se adaptara a aquel momento, contar con un ejército excelente y aguerrido y una hacienda bien organizada no era ciertamente una tarea fácil, pero tampoco la más difícil de la obra de César. Para vivificar la nación itálica era menester una reorganización fundamental que alcanzara todas las partes del gran Imperio, y transformara Roma, Italia y las provincias. Procuremos bosquejar ahora el cuadro de la situación de la víspera y de la civilización nueva y más perfecta, inaugurada por el dictador.

SU CAPITAL

La pura y antigua raza latina había desaparecido de Roma, pues está en la naturaleza de las cosas que el sello nacional y municipal de toda capital se gaste con el uso, y se borre más pronto que en las ciudades secundarias. Allí se retiran las altas clases de la vida de la ciudad; pero en realidad no tienen allí su patria y se confunden en el gran Estado. Como una corriente inevitable, fluye hacia la ciudad una colonia extranjera: en ella se encuentra gente que va por sus negocios, y otra que viaja por recreo, así como también una turba cosmopolita de vagos, de hombres viciosos y criminales, o de aquellos que han perdido toda ley y todo freno. En ninguna parte como en Roma se ha realizado, según todos los aspectos, este notable fenómeno. Al haberse convertido los magistrados municipales de la ciudad en magistrados del Imperio, y la curia en una asamblea de ciudadanos de un vasto Estado, no se querían ni pequeñas asociaciones de distrito, ni ningún otro linaje de corporaciones independientes en el seno de la capital. La vida comunal cesa de pronto. Desde los más remotos confines del vasto Imperio Romano acudían a la ciudad, unos para especular, otros para hacer una vida de libertinaje y de intriga, estos, para enaltecerse en el crimen, aquellos para ocultarse a la acción de la ley. Siendo Roma capital, se engendraban necesariamente en ella estos abusos; otros, quizá más graves, aparecieron nacidos con frecuencia del azar.

EL POPULACHO. CONDUCTA DE LA OLIGARQUÍA RESPECTO DE SÍ MISMA

Ninguna gran ciudad de las que han existido en el mundo ha sido tan pobre en medios de subsistencia como Roma. Las importaciones reales y los oficios en manos de los esclavos impidieron, desde el principio, una industria libre. La esclavitud, lepra mortal de la ciudad antigua, llevaba consigo a todas partes funestas consecuencias, y en Roma el mal excedía todo lo que hasta entonces se había visto. En ninguna parte del mundo llenaban los palacios de las poderosas familias y de los opulentos advenedizos con aquellos enjambres de esclavos que se veían en la ciudad reina. En ninguna parte había aquella reunión de muchedumbres serviles, receptáculo de los pueblos de los tres continentes: los sirios, frigios y otros semihelenos se confundían con los mauros y los libios; los getas y los iberos se mezclaban con los galos y germanos, yendo siempre en aumento este oleaje de pueblos. La desmoralización, compañera inseparable de la esclavitud, y el odioso contraste entre la ley positiva y la ley moral saltaban a la vista. Todavía podía disimularse en el esclavo de campo, encadenado a la tierra como el buey al arado; pero ¿cómo concebirse cosa más vil que el esclavo de la ciudad a medio civilizar o civilizado del todo, y que se daba una gran importancia? ¿Y qué decir de aquellos ejércitos de libertos, hombres libres de hecho o de derecho, innoble barahúnda de mendigos o de insoportables enriquecidos que, al no ser siervos ni ciudadanos, se hallaban encadenados a su patrono por todas las leyes económicas y jurídicas, y se engreían de ser hombres libres? Pululaban sobre todo los libertos. Llegaban a la ciudad y encontraban en ella mil maneras fáciles de emplearse: el pequeño comercio y los pequeños oficios estaban casi exclusivamente en sus manos. Hicieron sentir muchas veces su influencia en las elecciones y siempre estaban en los primeros puestos en los motines de las calles. Para ellos daba la señal el demagogo de entonces, y a la voz de este se cerraban sus tiendas y puestos. Lo peor era que el gobierno, lejos de luchar contra la corrupción del pueblo romano, la fomentaba cuanto podía por el interés de su política egoísta. Por una prudente ley se había prohibido que residiesen en la ciudad los condenados a muerte, y por un olvido vergonzoso no se cumplía. A la seguridad común le correspondía vigilar de cerca las asociaciones y los clubes revolucionarios, y esta vigilancia fue primero abandonada, y después se la consideró un crimen de lesa libertad. Las fiestas públicas se habían aumentado hasta el punto que solo las siete ordinarias, ferias romanas, ferias plebeyas, las de la madre de los dioses Idea, de Ceres, de Apolo, de Flora y de la Victoria, duraban todas juntas sesenta y dos días, sin contar los juegos de gladiadores y otra multitud de celebraciones extraordinarias. A aquel proletariado que vivía al día era menester darle, a todo trance, los cereales a un precio ínfimo. Pero los magistrados no habían puesto ni solicitud ni conciencia para asegurárselos, y los precios habían sufrido fabulosas fluctuaciones e incalculables quebrantos[17]. En fin, el incentivo oficial de la anona atraía a la capital a toda la muchedumbre de proletarios que tenían el título de ciudadanos y que, si bien carecían de recursos, miraban con horror el trabajo.

ANARQUÍA Y DESORDEN MATERIAL

A mala siembra, mala cosecha. Los clubes y las fracciones, azotes de la política, y el culto de Isis y las otras supersticiones piadosas, azotes de la religión, fueron echando sus raíces en Roma. La constante carestía de los víveres, las frecuentes hambrunas y, lo peor de todo, el peligro al que se hallaba expuesta la vida de los transeúntes fueron causas para que el bandolerismo y el asesinato llegaran a ser un oficio regular, y tal vez el único oficio. Atraer a la ciudad a gente de fuera era ya preparar su muerte, y nadie se hubiera atrevido a recorrer el radio de Roma sin una escolta. Por su aspecto exterior, la ciudad era la expresión misma del desorden social y la viva sátira del sistema aristocrático: nada se había hecho para arreglar el Tíber, en el cual solo se había construido un único puente de piedra hasta la isla. Pocos eran también los trabajos de nivelación ensayados en la ciudad de las siete colinas, y se dejaba que los escombros fueran haciendo esto de cualquier manera. Las calles, estrechas y pendientes, formaban frecuentes ángulos, y sus aceras, al cuidarse en nada su conservación, eran angostas y mal empedradas. Las casas de la gente del pueblo eran de ladrillo y de tan escasa elevación que angustiaba estar en ellas. Arquitectos sin conciencia las habían construido por cuenta de los pequeños propietarios, y, mientras estos se arruinaban, aquellos improvisaban fortunas colosales. En medio de estos grupos de miserables construcciones se levantaban, a semejanza de islas, los fastuosos palacios de los ricos que robaban el aire y el espacio a los pequeños edificios, como de igual forma sus habitantes usurpaban al modesto ciudadano su derecho y su puesto en el Estado. Al lado de estos palacios con pórticos de mármol y estatuas griegas, los templos de los dioses hacían un pobre contraste, pues ya estaban ruinosos por su antigüedad, con sus toscas imágenes, casi todas de madera. Apenas se podría encontrar algún vestigio de policía en las calles, en los paseos, en las construcciones y en los incendios: todos los años hacían estragos las inundaciones, el fuego y los hundimientos, y nadie se cuidaba de ello, a no ser algún sacerdote, a quien oficialmente se consultaba sobre el sentido y la trascendencia de la señal o del prodigio. Imagínese a Londres con la población (hasta hace poco) esclava de Nueva Orleans, con la policía de Constantinopla, con la inmovilidad industrial de la Roma moderna y con las agitaciones políticas de París en 1848, y se tendrá el más exacto cuadro de la magnífica ciudad republicana, cuya ruina deploran Cicerón y sus contemporáneos en sus plañideras cartas.