VI
REGRESO DE POMPEYO COALICIÓN DE LOS PRETENDIENTES
POMPEYO EN ORIENTE
Cuando Pompeyo volvió sus miradas hacia su patria, una vez cumplida su misión en Oriente, vio que por segunda vez estaba en su mano la diadema. Hacía mucho tiempo que la marcha de la República la conducía a la catástrofe: era evidente para todo espectador imparcial, y se había anunciado muchas veces, que el día en que cayese la aristocracia vendría necesariamente la monarquía. El Senado estaba expirando, atacado a la vez por la oposición liberal y por la dictadura de las armas; y al comenzar el nuevo orden de cosas, solo se trataba de la consagración de personas nuevas, de nombres y de formas. Exactamente indicados en el movimiento semidemocrático y semimilitar, en los cinco últimos años los acontecimientos habían acabado el antiguo trabajo de la transformación política. En Asia, en esas provincias que se obstinaban en ver un rey en todo reorganizador procedente de Roma, y que lo veneraban de la misma forma que a un sucesor de Alejandro y trataban como príncipes a sus emancipados predilectos, Pompeyo había asentado los fundamentos de su prepotencia: ejército, tesoro, aureola de gloria, todo lo que necesitaba el futuro monarca de Roma lo había encontrado allí el general. Incluso las maquinaciones anárquicas de la capital, duplicadas por la guerra civil, hacían sentir cruelmente a todo el que conocía los negocios públicos, o prestaba siquiera culto a los intereses materiales, cuán expuesto quedaba el Estado a la tiranía cruel y ridícula de los caballeros de industria de la política, a un régimen sin autoridad y sin fuerza armada para cumplir sus inmediatas órdenes, en una palabra, al régimen senatorial. Por tanto, se veía también cuán inevitable era entonces la revolución constitucional que supiese asociar la espada al poder civil. Sin esto, no podía subsistir la sociedad. Mientras que en Oriente se había constituido el poder, en Italia se levantaba el trono: según todas las apariencias, el año 692 iba a ser el último de la República y el primero de la monarquía.
LOS ADVERSARIOS DEL FUTURO MONARCA
Sin embargo, era necesario luchar en todas partes antes de conseguir el fin. Una constitución que contaba ya con cinco siglos de antigüedad había convertido la pequeña y oscura ciudad de las orillas del Tíber en una capital magnífica y prodigiosa. Las raíces de esta constitución habían penetrado hasta una profundidad desconocida, y no podía decirse hasta qué capas sociales tendría que profundizar la tentativa revolucionaria. En la liza abierta a los competidores, Pompeyo se había adelantado a todos, aunque no los había vencido por completo. Debía prever la coalición de todos los elementos hostiles a su nuevo poder: iba a tener en frente a Quinto Catulo y Marco Catón, al lado de Marco Craso, Cayo César y Tito Labieno. Como quiera que fuese, por más que la lucha fuese inevitable y seria, no podía empeñarse bajo mejores auspicios. ¿Acaso no era completamente verosímil que, con la reciente impresión provocada por la insurrección de Catilina, todo el partido del justo medio se colocara al lado de un poder que prometiese orden y seguridad, siquiera fuese a expensas de las libertades públicas? ¿O que la masa de los capitalistas, cuidadosos únicamente de sus intereses materiales, y una parte de la aristocracia, políticamente desorganizada y sin esperanza para sí misma, aceptaran de buen grado toda transacción oportuna que les garantizara a través del príncipe la riqueza, el rango y la influencia? Por último, rendida bajo el peso de los recientes golpes, una fracción de la demagogia se acomodaría con un jefe militar, elevado hasta el trono, en cuanto pudiese conseguir la realización de una parte de sus deseos. Por lo demás, cualquiera que fuese el estado de los partidos en general, todo iba a depender de la actitud que estos mismos adoptasen en Italia, tanto respecto de las legiones victoriosas como de Pompeyo. Al volver Sila a Roma, veinte años atrás, después de haber estipulado con Mitrídates una paz que él juzgaba necesaria, se vio frente a una inmensa fracción liberal que estaba armándose desde hacía mucho tiempo, y que incluía a los aristócratas moderados, a los especuladores de opiniones avanzadas y a los anarquistas. Sin embargo, con sus cinco legiones solas había sabido verificar una restauración contraria al curso natural de las cosas. Mucho menos difícil era la tarea para Pompeyo, pues volvía después de haber cumplido a conciencia las diversas misiones que se le habían encargado. No podía temer ninguna oposición seria a no ser del lado de los partidos extremos, impotentes aisladamente, y que, aun en el caso de que se unieran, no resultaría de esto más que una coalición de facciones que se harían una guerra encarnizada, o que por lo menos estarían separadas por un abismo. Esta oposición no tenía armas, ejército ni cabeza; no tenía ninguna organización en Italia, ni apoyo alguno en las provincias, y tenía que buscar todavía su general. ¿Dónde hallar en sus filas a un capitán de renombre, a un oficial lo bastante osado como para llamar a los ciudadanos a las armas contra Pompeyo? Además, no se olvide que hacía ya sesenta años que el volcán de la revolución estaba arrojando lava y llamas. Se había agotado su foco e iba a extinguirse. Era más que dudoso que hoy se consiguiera sublevar a los itálicos por una causa y por determinados intereses que otras veces, en manos de Cina y de Carbón, habían sido una palanca poderosa. Si Pompeyo ponía empeño en ello, se asistiría pronto a un cambio de régimen que la marcha de la política señalaba como un acontecimiento natural y, en cierto modo, necesario.
MISIÓN DE NEPOTE EN ROMA
Pompeyo había elegido una ocasión oportuna cuando había hecho que lo mandaran a Oriente, y parecía querer seguir su camino. En el otoño del año 691, Quinto Metelo Nepote salió del campamento del procónsul y vino a Roma a solicitar el tribunado, diciendo en voz alta que, una vez nombrado, prepararía la candidatura de su general para el consulado del año 693, y que después haría que le encomendasen por un plebiscito expreso el mando de la guerra contra Catilina. La agitación era grande en Roma. No podía dudarse de que Nepote obraba por instrucciones directas o indirectas de su general. Al querer Pompeyo entrar en Italia a la cabeza de sus legiones de Asia revestido del imperium, y ejerciendo el poder supremo en lo civil y en lo militar, daba manifiestamente un paso más en el camino hacia el trono. El envío de Nepote era el anuncio oficial de la monarquía.
POMPEYO FRENTE A LOS PARTIDOS
¿Qué conducta iban a seguir los dos grandes partidos políticos en semejantes circunstancias? De esto dependía su posición en el porvenir y la suerte del pueblo romano. Por otra parte, la acogida que encontrasen en Nepote dependería de las relaciones que hubiese entre los partidos y Pompeyo, relaciones de una naturaleza enteramente particular. Al partir para Oriente, Pompeyo era el general de la democracia. Por más que tuviese muchos motivos de disgusto contra César y sus amigos, aún no habían roto por completo. Creo probable que al estar lejos de los lugares, con su atención fija en otros cuidados, y no siendo muy hábil en los asuntos políticos, hasta ese momento Pompeyo no había medido en toda su extensión las tramas urdidas contra él por los demócratas. Quizás, en fin, desde lo alto de su soberbia de cortos alcances, quería ignorar los trabajos que se hacían para minarle el terreno. Agréguese a esto que la democracia prodigaba a cada momento al gran héroe testimonios exteriores de admiración y respeto: adulación irresistible para un hombre de carácter, que la víspera misma, en el año 691, había sido colmado de honores e insignias gloriosas espontáneamente y mediante un plebiscito. Pero, aunque no hubiese mediado todo esto, aún estaba en su interés bien entendido continuar siendo amigo del partido popular. Entre la democracia y la monarquía hay cierta estrecha afinidad; y, en el momento en que el general quisiera apoderarse de la corona, necesitaría erigirse en campeón de las libertades. Luego concurrían motivos personales y políticos que permitían mantener la alianza entre Pompeyo y los jefes de la democracia. Por otra parte, no se había hecho nada para colmar el abismo que, desde su entrada en el campo democrático, lo separaba de los silanos, sus antiguos amigos. Sus querellas con Metelo y con Lúculo habían sublevado a sus respectivas pandillas, a la vez numerosas e influyentes. La oposición mezquina del Senado, tanto más irritante cuanto que se dirigía a un hombre en el que todo eran pequeñeces, lo había seguido en todo el curso de sus campañas. Pompeyo sufría cruelmente porque el Senado no había hecho nada para honrar dignamente en él al hombre de genio extraordinario o, mejor dicho, para recompensarlo extraordinariamente. Tampoco olvidemos que la aristocracia se enorgullecía con su victoria de la víspera; que la democracia se sentía humillada, y que mientras la primera tenía por guía a Catón, el más testarudo de los hombres, la democracia obedecía a César, el hombre más astuto que se ha conocido para dirigir una intriga.
RUPTURA DE POMPEYO Y DE LA ARISTOCRACIA
En esto se estaba cuando llegó a Roma el enviado de Pompeyo. La aristocracia no solo vio una declaración de guerra contra el orden establecido en las proposiciones del portador, sino que las recibió abiertamente como tales y no disimuló sus inquietudes ni su mal humor. Con el fin expreso de combatirlas, Marco Catón se hizo elegir tribuno del pueblo con Nepote, y rechazó brutalmente los esfuerzos de Pompeyo, que quería atraerlo. Nepote entonces se mostró, como puede suponerse, poco dispuesto a guardar miramientos a los aristócratas y se separó del lado de sus adversarios, tanto más fácilmente en la medida en que estos, dóciles como siempre, aceptaron lo que no podían impedir, y antes de ver cómo se los arrebataba por las armas, le concedieron amigablemente el generalato de Italia y el consulado. Muy pronto se manifestó una cordial inteligencia. Estando de acuerdo Nepote con los demócratas (diciembre del año 691), censuró las ejecuciones recientes votadas por el Senado y los asesinatos judiciales atentatorios contra la ley constitucional. Lo mismo pensaba Pompeyo, su señor y maestro; Pompeyo, quien a la extensa apología que le envió Cicerón solo respondió con un silencio significativo. En este mismo tiempo César comenzaba su pretura, pedía a Catulo cuentas de las sumas malversadas con motivo de la reconstrucción del templo Capitolino, y además confiaba su terminación a Pompeyo. Este primer acto era un golpe de partido. Catulo había estado dirigiendo estos trabajos desde hacía ya dieciséis años y parecía querer perpetuarse en este cargo durante toda su vida. Pero apoyándose en abusos cometidos en el ejercicio de un mandato público y único que protegía la importancia del personaje oficial, César entabló una acusación completamente fundada, al mismo tiempo que muy popular. Se sugería a Pompeyo la ambición de borrar el nombre de Catulo de aquellos muros, el más noble monumento de la más noble ciudad del mundo, e inscribir el suyo en su lugar. Esto era una cosa en extremo codiciada y que en nada perjudicaba la democracia, pues, si bien los honores que se le concedían eran excesivos, también eran vanos. Por último, se lo indisponía con la aristocracia, que no toleraría en manera alguna la humillación de su mejor capitán.
Nepote presentó ante el pueblo las mociones concebidas en interés de su general; pero el día de la votación opusieron su veto Catón y su amigo y colega Quinto Minucio. Nepote no hizo caso y continuó su lectura; se produjo entonces una verdadera pelea. Catón y Minucio se arrojaron sobre su colega y lo obligaron a detenerse; pero en seguida acudió una porción de gente armada que lo libró y arrojó a los aristócratas del Forum. Catón y Minucio volvieron entonces a la carga acompañados también de hombres con armas, y quedaron dueños del campo de batalla. Alentado por esta victoria de sus partidarios sobre la facción contraria, el Senado suspendió de sus cargos al tribuno Nepote y al pretor César (este había apoyado la moción con todas sus fuerzas), y hasta se propuso su destitución. Sin embargo Catón se opuso a tal medida, no tanto por anticonstitucional, sino más bien por inoportuna. Por otra parte, sin preocuparse César de la suspensión pronunciada, continuaba ejerciendo su cargo a la espera de que el Senado emplease la fuerza contra él. En el momento en que las masas supieron lo que pasaba, se aglomeraron delante de su casa y le ofrecieron sus servicios. Solo dependía de él comenzar inmediatamente la lucha en las calles o, por lo menos, sostener las proposiciones de Nepote y hacer que se diese a Pompeyo el mando militar de Italia que tanto deseaba. Pero como nada de esto favorecía sus planes, invitó a los grupos a que se disolviesen, después de lo cual el Senado retiró su sentencia. En cuanto a Nepote, había abandonado Roma luego de que hubiera sido suspendido en su cargo y, tras embarcarse para Asia, fue a dar cuenta a Pompeyo de los tristes resultados de su embajada.
REGRESO DE POMPEYO
Las cosas marchaban a medida del deseo del general de Asia. Si el camino del trono pasaba necesariamente por la guerra civil, la incurable tontería de Catón suministraba los mejores pretextos para comenzarla. Después de la ilegal condena de los partidarios de Catilina, y después de las inauditas violencias cometidas contra un tribuno del pueblo, contra un Metelo Nepote, podía desenvainar la espada contra la aristocracia y erigirse en defensor del derecho de apelación al pueblo y de la inviolabilidad del tribunado, esos dos escudos de las libertades de la República romana. Al mismo tiempo, como amigo de la causa del orden, podía marchar contra las bandas de los partidarios de Catilina. Parecía imposible que no aprovechase la ocasión, o que por segunda vez fuese con los ojos abiertos a arrojarse en la red en que lo habían cogido en el año 684, cuando licenciaron su ejército, y de la que lo había sacado al fin la Ley Gabinia. Pues bien, cuando no tenía que hacer más que coger la corona real y colocarla en su cabeza, pues la codiciaba con toda su alma, le faltaron el valor y la fuerza en el momento oportuno. Hombre ordinario en todo, excepto en sus ambiciones, soñaba por encima de la ley; pero a condición de que su sueño se realizase sin salirse él del terreno legal. Ya sus vacilaciones, aún estando en Asia, hacían presentir su conducta. Si él hubiera querido, nada más fácil que entrar en enero del año 692 con una escuadra y un ejército en el puerto de Brindisi, y recibir allí a Nepote. Sin embargo se mantuvo en Asia durante todo el invierno: retraso funesto y del que se aprovechó la aristocracia. Lo utilizó hasta donde pudo, precipitó la guerra contra Catilina y destruyó sus bandas; y, ahora, ¿a qué razones podría apelar para mantener en pie de guerra las legiones al volver a Italia? Un hombre de tal carácter, que no tenía fe en sí mismo ni en su estrella, y que su vida pública iba completamente unida al formalismo legal, necesitaba para obrar un pretexto casi más que un derecho, y entonces la destrucción de Catilina le hubiera servido a las mil maravillas. Además, Pompeyo contaba con que sus soldados, aun licenciados, permanecerían en cierto modo bajo su mando; y, en caso de necesidad, sabría poner un nuevo ejército en campaña antes que cualquier otro jefe de partido. Le parecía que la democracia prosternada no esperaba más que su señal para obedecerle, y que para deshacerse de un Senado intratable no necesitaba emplear la espada. Estas razones que tenían algo de verdaderas, con otras muchas del mismo género, debían parecer plausibles a quien buscaba un pretexto para engañarse a sí mismo. En último caso, se sobrepuso además su naturaleza tímida. Era de esos hombres que son capaces de un crimen, pero que no osan aparecer insubordinados; y por otra parte, no era más que un soldado, en el buen y mal sentido de la palabra. A los espíritus grandes la ley se impone como una necesidad moral; para los espíritus medianos no es más que la regla tradicional y cotidiana. Por esto es por lo que la disciplina militar, que convierte la ley en hábito, más que en cualquier otra cosa, liga a los indecisos con un lazo mágico. ¿Cuántas veces no hemos visto al soldado premeditar la insubordinación contra su jefe, y a la vez entrar por sí mismo sumiso en las filas y obedecer la voz de mando? Este sentimiento experimentaron Lafayette y Dumouriez cuando vacilaron a última hora en hacer traición, y por eso fue que no consiguieron el triunfo. Tampoco supo Pompeyo sustraerse a él.
Como quiera que fuese, en el otoño del año 692 se hizo a la vela para Italia. Mientras que en Roma todo se preparaba para recibir al nuevo monarca, he aquí que llega la nueva de que el general, apenas desembarcado en Brindisi, había licenciado sus legiones y se había puesto en camino para la capital seguido solo de algunos hombres. Si hay dicha en poder ceñir sin trabajo una corona, es necesario confesar que el destino nunca hizo tanto por un mortal como había hecho en esta ocasión por Pompeyo; pero a quien no tiene valor, en vano prodigan los dioses sus dones y sus favores.
NUEVA ANULACIÓN DE POMPEYO
Los partidos respiraron. Pompeyo abdicaba por segunda vez y sus contrincantes, libres, podían volver a entrar en la liza, donde, cosa singular, él mismo iba a mostrarse de nuevo. Se lo volvió a ver en Roma en enero del año 693. Su posición era falsa y vacilante entre los partidos, hasta el punto de que por irrisión se lo llamaba Gneo Cicerón. Había tenido la habilidad de malquistarse con todos. Los anarquistas veían en él un adversario, los demócratas un amigo incómodo, Marco Craso un rival, la clase rica un protector dudoso y los aristócratas un enemigo declarado[1]. Era más que nunca omnipotente: su clientela militar se extendía por toda Italia. Su influencia en las provincias, sobre todo en las del este, su renombre de capitán y sus inmensas riquezas le daban una importancia que nadie podía igualar. Sin embargo, en lugar del entusiasmo que esperaba, solo halló una recepción fría, que fue aún mayor considerando sus exigencias. Tal como había anunciado por boca de Nepote, reclamaba para sí un segundo consulado, la confirmación de todo lo hecho por él en Oriente, y, por último, el cumplimiento de las promesas que había hecho a sus soldados, a saber, las asignaciones de tierras. A todo esto el Senado contestó con una oposición sistemática, fomentada principalmente por los rencores personales de Lúculo y de Metelo el Crético, por la antigua rivalidad de Craso y por los absurdos escrúpulos de Catón. Se le negó secamente el segundo consulado. Estando ya en camino, el Senado le había negado su primera pretensión a la elección consular para el año 693 hasta que llegase a la ciudad; menos podía esperar que le dispensasen del cumplimiento de la Ley Silana, que prohibía las segundas candidaturas. Por lo que a la organización provincial respecta, deseaba pura y simplemente una aprobación general; Lúculo hizo decidir que se deliberaría y votaría especialmente sobre cada una de las medidas adoptadas. Esto era abrir el campo a una infinidad de cuestiones y prepararle mil derrotas. El Senado ratificó en conjunto la promesa de asignaciones para los soldados del ejército de Asia, pero extendió el beneficio a las legiones cretenses de Metelo. Lo peor fue que, como las cajas de la República estaban vacías, y los senadores no querían echar mano para tales generosidades a los dominios disponibles, no se llevó a cabo inmediatamente la ejecución. Pompeyo desesperó de no vencer jamás la tenaz y maligna oposición de la curia, y se volvió hacia el pueblo. Pero también aquí fracasó. Sin marchar abiertamente contra él, los jefes del partido democrático tenían otros asuntos en que pensar y en que exponer sus intereses, y se mantuvieron a la expectativa. En cuanto a sus instrumentos y a sus hechuras, como los cónsules Marco Papio Pisón, elegido para el año 693, y Lucio Afranio para el año 694, que debían su nombramiento a su influencia o a su dinero, fueron tan torpes como inútiles. Por último, cuando un día un tribuno del pueblo propuso la moción no apoyada por los demócratas y combatida públicamente por los aristócratas, solo reunió una escasa minoría de votos (a principios del año 694). Entre tanto, Pompeyo la echaba de demagogo, pero sin habilidad y sin éxito: perdía en consideración sin conseguir sus fines. Pompeyo se había suicidado. Uno de sus adversarios pintaba en una sola frase su situación política: «Pompeyo —exclama— no ha cuidado más que de guardar silenciosamente su pobre toga bordada» (la toga triunfal). No le quedaba más recurso que irritarse.
ELEVACIÓN DE CÉSAR
Se presentó entonces otra combinación. El jefe de los demócratas había sabido obrar y aprovechar los días de calma política que siguieron a la llegada del hasta entonces omnipotente general. En los momentos en que este abandonaba el Asia, la importancia de César no superaba en mucho la que tenía Catilina la víspera: no era más que el jefe de una facción que degeneraba en un club de conspiradores; no era más que un hombre agobiado por las deudas. Al salir de la pretura fue promovido al gobierno de la España ulterior. Gracias a su nueva posición pudo pagar a sus acreedores, y preparar los fundamentos de su gloria y de su influencia militar. Lo había ayudado su antiguo amigo y aliado Craso, esperando hallar en él contra Pompeyo el punto de apoyo que había perdido en la persona de Pisón. Tanto fue así que, incluso antes de que partiese para su provincia, lo había descargado de sus más pesadas deudas. Por último, durante su corta permanencia en España, César trabajó enérgicamente en su futura fortuna. En el año 694 volvió con sus cofres bien preparados y fue saludado imperator, con bastantes títulos como para aspirar a los honores del triunfo. Solicitaba además el consulado para el año siguiente; pero como el Senado le prohibiese presentar su candidatura estando ausente, renunció al triunfo sin vacilar. Hacía muchos años que la democracia luchaba por elevar a uno de los suyos a la función suprema: de aquí a apoderarse del poder militar no había más que un paso. Hacía también muchos años que los hombres ilustrados de todos los partidos comprendían que no era dado a la agitación civil terminar la lucha, y que solo la espada podía arreglarlo todo. Por otra parte, aunque la coalición de los demócratas y de los principales jefes del ejército hubiese puesto término a la supremacía del Senado, no podría haber nunca más que una salida, la subordinación completa del elemento popular al militar. Si el partido quería dominar, necesitaba no aliarse con generales pertenecientes al otro campo, y por consiguiente hostiles a él, sino hacer generales a sus propios jefes. Las tentativas abortadas de Catilina no habían tenido otro objeto; tampoco habían sido más afortunadas las que se habían hecho para buscar una posición militar en España o en Egipto. Por último, en la actualidad se ofrecía la ocasión de asegurar el consulado por medios pacíficos y constitucionales al hombre más notable del partido; de fundar, propiamente hablando, la dinastía democrática; y también de emanciparse de Pompeyo, aliado equívoco y peligroso.
SEGUNDA COALICIÓN ENTRE POMPEYO, CÉSAR Y CRASO
Pero cuanto más importaba al partido entrar en este camino (que era la única salida, aunque no la mejor) con serias probabilidades de éxito, tanto más había que esperar de la encarnizada resistencia de sus adversarios. ¿Qué enemigos tenía delante de sí? Esta era toda la cuestión. Abandonada a sus fuerzas, la aristocracia no era temible, pero en la caída de Catilina se había visto lo que aún podía hacer, desde el momento en que tenía el apoyo más o menos declarado del partido de los intereses materiales y de los partidarios de Pompeyo. Había derrotado muchas veces la candidatura de Catilina y podía asegurarse que intentaba hacer lo mismo con la de César. En este sentido, por más que triunfara, aún no estaba ganada la partida. Necesitaba por lo menos muchos años de un mando activo ejercido sin obstáculo fuera de Italia para crearse una buena posición militar; pero, durante estos tiempos preparatorios, la nobleza recurría a todos los medios para contrarrestar sus planes. ¿Qué hacer, pues, para aislar la aristocracia tal como se había hecho en los años 683 y 684? Se ofrecía naturalmente una idea: la de una nueva alianza sólidamente fundada en el interés de todos entre los demócratas y su aliado Craso, por una parte, y Pompeyo con la alta banca, por otra. Mas, para Pompeyo, semejante alianza era un suicidio. Su ascendiente político consistía en que era el único de los jefes de partido que disponía, hasta cierto punto, de las legiones incluso después de licenciadas. La democracia tendía a quitarle la preponderancia y a crearle un rival, al elevar a su jefe a su misma altura. Por lo tanto, nunca podía prestarse a la combinación, y mucho menos cuando se tratase de elevar al generalato a César, quien siendo un simple agitador del pueblo le había suscitado tantos obstáculos, y que había dado en España recientes pruebas de su gran capacidad militar. Y, sin embargo, al ser el objeto constante de la oposición del Senado, y colocado en frente de la multitud a quien era indiferente, Pompeyo se veía en la situación más difícil y humillante, sobre todo respecto de sus antiguos soldados. Dado su carácter, sacarlo de aquel estado era seguramente ganarlo para la coalición. En cuanto al llamado partido de los caballeros, se lo encontraba siempre dondequiera que estuviera el poder; por tanto, era natural que no se hiciese esperar mucho tiempo apenas se verificase la nueva alianza entre Pompeyo y la democracia. Agréguese a esto que los rigores de Catón contra los publicanos, loables por otra parte, habían separado nuevamente del Senado a las clases ricas.
REVOLUCIÓN EN LA FORTUNA DE CÉSAR
Así, pues, se verificó en el estío del año 694 la coalición que aseguraba a César el consulado para el año siguiente y en seguida el proconsulado. Pompeyo obtendría la ratificación de sus arreglos en Oriente y la realización de las asignaciones de tierras prometidas al ejército de Asia. Los caballeros se comprometían a dar a César, mediante el voto popular, lo que a él le había negado el Senado. Por último, Craso, el inevitable Craso, tomaba parte en la alianza sin provecho especial por una adhesión que, de cualquier modo, no podía negar. De esta forma, los mismos elementos, y casi las mismas personas que habían pactado en el año 683, volvían a pactar en el año 694; pero ¡qué diferencia en la posición respectiva de los aliados! Antes, la democracia no era más que un partido político, y los aliados estaban cada cual al frente de su ejército victorioso. Ahora, tienen por jefe a un hombre coronado por la victoria, aclamado también imperator, y que abriga en su cerebro los más vastos proyectos de conquista. Por el contrario, los aliados no son más que generales sin ejército. Antes, la democracia se había impuesto en la cuestión de principios, pero a costa de las funciones supremas que encomendaba a los aliados; en la actualidad era ya más práctica, guardaba para sí misma los poderes civiles y militares, y no hacía a los generales sino concesiones secundarias. Cosa notable: Pompeyo quiso ser cónsul por segunda vez y no se tomó en cuenta su deseo. Si tiempo atrás la democracia se había entregado a sus aliados, ahora los aliados dependen de la democracia. Todas las situaciones han cambiado por completo, y por ende la democracia misma. Desde el día en que nació había comprendido que llevaba en su seno el germen de la monarquía. Sin embargo, el ideal de la constitución entrevisto por los hombres más capaces del partido era una imagen más o menos distinta: era siempre la República puramente civil, el sistema político a la manera de Pericles, donde el poder del príncipe debía tener su base en el pueblo, de quien sería la más noble y perfecta representación, y que a su vez lo reconocería en sus más nobles y completos elementos como el depositario de toda su confianza. Ahora bien, todo lo que puede alcanzar el ideal en tales casos es obrar sobre la realidad, sin llegar a ser jamás la realidad misma. Ni el poder popular puro, tal como Cayo Graco lo había poseído un momento, ni la democracia armada insuficientemente por Cina habían podido sostenerse ni asentarse de un modo duradero en el seno de la República romana. Muy pronto el ejército, esa máquina de combate que obedece a un general, y no a un partido, y con él la tiranía brutal de los condottieri, después de haber entrado en escena al servicio de la restauración, se sobrepusieron a todas las situaciones. El mismo César se convenció de ello en cuanto entró en la vida práctica; tomó su decisión y maduró en el fondo de su pensamiento el terrible proyecto de hacer de la máquina del ejército el instrumento de sus ideas políticas. Una vez convertido en jefe supremo, este afortunado oficial procedería a la reconstrucción del Estado. Tales eran ya sus miras cuando en el año 683 había concluido con los generales del otro partido un pacto de alianza que, si bien les imponía el programa democrático, había de conducir al borde del abismo a César y a los demócratas. Tales fueron sus miras cuando once años después quiso hacerse a su vez condottiero. En ambas ocasiones mostró una especie de sencillez: tuvo plena fe en la posibilidad de fundar un Estado libre, pero no con el poder de una espada extraña, sino con el de la suya propia. Confianza engañosa, pues al tomar a su servicio el espíritu del mal, se hace, quiéralo o no, su esclava. Pero no son los hombres más grandes los que se engañan menos. Si después de veinte siglos todavía nos inclinamos respetuosos ante el pensamiento y la obra de César, no es ciertamente porque haya ambicionado y conseguido la corona: la empresa no valdría más de lo que vale la corona misma, muy poca cosa. Nos inclinamos porque ha llevado en sí hasta el fin el poderoso ideal de un gobierno libre con un príncipe a la cabeza, porque ha conservado en el trono este mismo pensamiento y no ha caído en el defecto común a todos los reyes.
CÉSAR CÓNSUL
Aliados los partidos, hicieron que triunfase sin trabajo su candidatura al consulado para el año 695. En cuanto a la aristocracia, y a pesar de sus prácticas escandalosas aun en este tiempo de corrupción profunda, que incluían comprar los votos y poner, para pagarlos, a contribución a todo el orden noble, no consiguió más que dar a César, en la persona de Marco Bíbulo, un colega tenido por un conservador enérgico, cuando en realidad no era más que un testarudo.
LEY AGRARIA DE CÉSAR
Al entrar César en el cargo, quiso satisfacer inmediatamente los deseos de sus asociados. La exigencia más importante era, sin duda, la relativa a las asignaciones de tierras para los veteranos del ejército de Asia. Se redactó un proyecto de ley muy semejante en el fondo al proyecto de Pompeyo, desechado en el año precedente. Las asignaciones solo debían hacerse en el dominio itálico, es decir, casi exclusivamente en el territorio de Capua. Solo después, en caso de insuficiencia, se haría sobre otros terrenos situados en la península, que debían adquirirse con fondos procedentes de las nuevas provincias orientales, conforme al valor que tuviesen en las listas de los censores. Por lo demás, notémoslo bien, no se atacaba ningún derecho adquirido de propiedad o de posesión a título hereditario. Las parcelas eran de una extensión insignificante y los beneficiarios de la ley debían ser ciudadanos pobres. Siendo peligroso el principio, la ley callaba sobre el derecho conferido a los veteranos de venir a participar de estas distribuciones; pero, como estaba en el espíritu de la ley y se había practicado en todo tiempo, los comisarios repartidores debían favorecer muy especialmente a los viejos soldados y a los arrendatarios temporales de los terrenos. Estos comisarios eran en total veinte, y César había declarado que no quería ser elegido.
OPOSICIÓN DE LA ARISTOCRACIA
Era difícil que las oposiciones luchasen contra la rogación. Se negaría lo evidente al sostener que, después del establecimiento de las provincias del Ponto y de Siria, el Tesoro no podía renunciar a las rentas de Campania. En efecto, se hubiera sido culpable de mantener fuera del comercio a uno de los más bellos cantones de Italia, y el más propio para el cultivo en pequeño. Además, cuando toda la península había obtenido ya el derecho de ciudadanía, ¿no era injusto y ridículo negar a Capua los derechos municipales? El proyecto de César daba hábilmente a la idea democrática un sello de moderación, de honradez y de solidez laudables; pero se iba a parar principalmente al restablecimiento de la colonia de Capua, fundada en tiempo de Mario y suprimida por Sila. César guardó en esto todas las formas. Por lo demás, como su ley agraria y su moción tendían a la ratificación global de todas las ordenanzas pompeyanas en Oriente y de la petición de los publicanos a la rebaja de la tercera parte de los arrendamientos, lo sometió todo a la autorización senatorial, y declaró que estaba dispuesto a aceptar y discutir las enmiendas que se propusiesen. El Senado no podía comprender la locura cometida al rechazar las exigencias de Pompeyo y obligar a los caballeros a que se echasen en brazos de su adversario. Quizá los nobles tuviesen conciencia secreta de estos errores, y por esto sucedería que, en su despecho, gritaran muy alto; tanto que su cólera formaba un triste contraste con la calma y la prudencia de César. Sin discutirla siquiera, rechazaron la ley agraria, y ni siquiera aceptaron la moción sobre el gobierno de Pompeyo en Asia. En cuanto a la petición de los publicanos, Catón hizo cuanto pudo para enterrarla parlamentariamente por los malos medios de las oposiciones romanas, hablando sin cesar hasta el término legal de la sesión. César amenazó con arrestar al intratable orador, pero la medida fue rechazada; así fue que llevó entonces todas sus mociones ante los comicios. Sin alejarse mucho de la verdad, pudo probar allí que el Senado había desechado desdeñosamente las proposiciones más justas y necesarias solo porque procedían del cónsul popular. Añadió que los aristócratas se habían puesto de acuerdo para desecharlas definitivamente en el Forum, y conjuró al pueblo, al mismo Pompeyo y a sus veteranos a que viniesen en su ayuda contra la astucia y la violencia. Estas no eran palabras vanas. La aristocracia, con Bíbulo y Catón a su cabeza, siendo Bíbulo un espíritu débil y tenaz, y Catón, el hombre de los principios pero inflexible hasta la locura, había tomado su partido de luchar incluso por medio de la violencia. Pompeyo, a quien César invitaba a hablar y a tomar un partido en el debate pendiente, declaró sin rodeos, cosa contraria a todos sus precedentes, que, si alguno osaba tirar de la espada, él desnudaría también la suya y saldría a la calle con el escudo al brazo. Este mismo lenguaje usó Craso. Los veteranos de Pompeyo, interesados más que nadie en la votación, recibieron aviso de reunirse en el Forum el día de los comicios y de llevar las armas debajo de los vestidos.
VOTACIÓN DE LA LEY AGRARIA. RESISTENCIA PASIVA DE LOS
ARISTÓCRATAS.
CÉSAR ES NOMBRADO PROCÓNSUL EN LAS DOS GALIAS
Entre tanto, la nobleza lo intentaba todo para hacer que fracasasen las rogaciones. César quería atraerse al pueblo, y Bíbulo se puso a observar el cielo; medio político bien conocido para detener las deliberaciones. Pero César, sin preocuparse del estado del cielo, continuaba en la tierra y obraba con diligencia. Se le opuso la intervención tribunicia, pero no hizo caso de ella. Entonces Bíbulo y Catón se lanzaron a la tribuna arengando a las masas, con la intención de promover un motín. César entonces mandó a sus lictores a que los arrojasen del Forum, cuidando, sin embargo, de que no les hiciesen ningún daño. ¿No era él el más interesado en que esta comedia no fuese más lejos? A pesar de los ardides y de los arrebatos de los nobles, el pueblo votó la ley agraria, la ratificación de las medidas tomadas en Asia y la reducción de los tributos de los publicanos, y fueron elegidos e instalados los diez comisarios con Pompeyo y Craso a la cabeza. Como punto final de tantos esfuerzos, la aristocracia, culpable de una oposición ciega y rencorosa, solo consiguió contribuir a que se estrechase más el lazo de la coalición, y a agotar en cuestiones indiferentes la energía que le hará falta muy pronto en gravísimas circunstancias. Por su parte, los héroes del día se congratulaban mutuamente por sus altos hechos: ¡qué valor tan grande y patriótico había mostrado Bíbulo, exclamando que moriría antes que ceder, y Catón continuando su discurso cuando ya estaba en poder de los lictores! Después de todo, hubo que sufrir la fatalidad del momento. Bíbulo se encerró en su casa por el resto del año, e hizo saber por medio de carteles que se consagraría piadosamente durante los días de los comicios a la observación de los fenómenos celestes. Los senadores admiraban a aquel gran hombre que, semejante al antiguo Fabio de Ennio «salvaba la ciudad contemporizando», y lo imitaron. La mayor parte de ellos, y Catón inclusive, no volvieron al Senado y se mantuvieron encerrados entre cuatro paredes, lamentándose con su cónsul de las cosas de aquí abajo, a pesar de todos los pronósticos de su astronomía política. Para el público, la actitud pasiva de Bíbulo y la aristocracia parecía una verdadera abdicación, y la coalición se regocijó mucho de que se la dejase hacer sin necesidad de luchar. El más importante de sus actos fue sin duda el arreglo, cuyo objeto era César. Se sabe que, constitucionalmente hablando, pertenecía al Senado arreglar los poderes para el segundo año de cargo consular (el proconsulado), y esto antes de la decisión de los futuros cónsules. Los senadores, en la previsión del triunfo de la candidatura de César para el año 695, habían designado a los procónsules del año 696 dos provincias enteramente insignificantes, donde no pudieran ejecutar nada a no ser trabajos de caminos u otras cosas secundarias. Los coaligados no podían conformarse con esto; por tanto, se había convenido entre ellos que César tendría un mando extraordinario, conferido por plebiscito, a la manera de las leyes Gabinia y Manilia. Pero como el cónsul había dicho públicamente que no presentaría ninguna rogación que fuese en su propio interés, fue Vatinio, un tribuno del pueblo, quien tomó la iniciativa en los comicios: estos se prestaron a todo lo que se exigió de ellos. En consecuencia, César obtuvo el proconsulado de la Galia cisalpina, con el mando de tres legiones que se hallaban allí bajo las órdenes de Lucio Afranio. Estas legiones estaban aguerridas ya en las luchas que había que sostener constantemente en las fronteras, y sus lugartenientes gozaban, como antes los de Pompeyo, del rango y la consideración de propretores. Por último, se le prorrogó su función por cinco años, el término más largo que se había concebido jamás a los poderes militares según la regla usual muy limitada en cuanto al tiempo. Los transpadanos eran los que formaban el núcleo de su gobierno. Desde hacía muchos años codiciaban la ciudadanía romana y eran los clientes naturales del partido democrático, y especialmente de César (pág. 168). Su provincia llegaba por el sur hasta el Arno y el Rubicón, comprendiendo Luca y Rávena. Además, César recibió la provincia de Narbona con la legión que había allí de guarnición; en este caso el Senado apoyó la moción expresa de Pompeyo, a fin de que el pueblo no votase esta unión extraordinaria de poderes en manos de su favorito. Los conjurados habían, pues, conseguido cuanto deseaban. Como la ley no permitía que hubiese un ejército permanente en la propia Italia, se seguía que, al disponer por espacio de cinco años de las legiones de la Italia del Norte y de la Galia, se mandaba en toda la península, incluso en Roma. Ahora bien, el que es dueño por cinco años es dueño vitalicio. No hay que decir que los nuevos regentes de Roma no escatimaron a las masas, a las que les convenía tener contentas, ni los juegos ni las fiestas de toda especie, y que además le suministraron recursos siempre que la ocasión se presentaba. El rey de Egipto, por ejemplo, obtuvo solo mediante dinero el plebiscito que lo reconocía como soberano legítimo, y lo mismo sucedió con las franquicias o privilegios comprados también por otras ciudades o dinastas.
MEDIDAS DE SEGURIDAD TOMADAS POR LOS COALIGADOS
En cuanto a la duración, los arreglos hechos parecían bastante sólidos. El consulado del año siguiente estaba confiado a manos seguras. El público había señalado de antemano a Craso y a Pompeyo para este cargo. Los regentes prefirieron elegir a dos de sus subordinados adictos a toda prueba: Aulo Gabinio, el mejor de los lugartenientes de Pompeyo, y Lucio Pisón, personaje menos importante pero suegro de César. Pompeyo prometió vigilar personalmente a Italia. Colocado a la cabeza de los repartidores, procedió a la ejecución de la ley agraria e instaló en las parcelas, en las inmediaciones de Capua, a veinte mil ciudadanos, la mayor parte veteranos de su ejército. Las legiones de César, en el norte de la península, eran para él un poderoso apoyo contra las oposiciones en Roma. No podía esperarse por entonces que los jefes aliados viniesen a una ruptura. Las leyes consulares de César, en cuyo mantenimiento Pompeyo tenía por lo menos tanto interés como su mismo autor, eran una garantía de su alejamiento del campo de los aristócratas. Entre estos, los agitadores continuaban considerándolos como nulos, y así contribuían a estrechar cada vez más el lazo de la coalición, que no tardó en llegar a su máximo. César había sostenido leal y fielmente su palabra, sin enredos ni segunda intención; había luchado en favor de la ley agraria pedida por Pompeyo con toda su habilidad y su energía, como si se tratase de una cosa propia. Pompeyo, sensible a este comportamiento recto y sincero, se mostraba a su vez animado de buen deseo hacia un hombre que, en un momento, le había sacado del papel de solicitador que con tan poca fortuna venía desempeñando desde hacía ya tres años. Sus frecuentes y más familiares contactos con su asociado, y la amabilidad de este, hicieron lo demás: la alianza de intereses se convirtió en alianza de amistad, y a la vez se manifestó por sus efectos y por prendas cambiadas. El matrimonio de Pompeyo con la hija única de César, de veintitrés años, anunció públicamente el advenimiento del absoluto poder de la nueva fundación. Julia había heredado los atractivos de su padre y vivió en el más feliz consorcio con un esposo que tenía el doble de edad que ella. Por su parte, los ciudadanos, ansiosos de tranquilidad y de orden después de tantos males y de tan violentas sacudidas, habían visto en sus nupcias la promesa y la garantía de un porvenir de paz y de prosperidad.
SITUACIÓN DE LA ARISTOCRACIA RETRAIMIENTO DE CATÓN Y DE CICERÓN
Mientras César y Pompeyo se unían de este modo por lazos cada vez más sólidos y estrechos, la causa de la aristocracia iba decayendo sin esperanza. Los aristócratas veían suspendida sobre sus cabezas la espada de Damocles: conocían perfectamente a César y no dudaban de que su brazo heriría sin vacilar, en caso de necesidad: «Estamos cogidos por todas partes —exclama uno de ellos— y no hacemos nada por sacudir la servidumbre: la muerte y el destierro, que son males mucho menores, nos parecen los mayores; no tenemos más que palabras para quejarnos del presente, pero ninguno se atreve a hablar para poner remedio». No se hacía más que lo que querían los triunviros. Pero, cualquiera que fuese la decadencia del mayor número, aún quedaban muchos de pie en el partido, y ellos se obstinaban en aguijonear a los demás. Apenas salió César del consulado, algunos de los más fogosos aristócratas, Lucio Domicio, Cayo Memio y otros, se empeñaron en pedir en pleno Senado la casación de las Leyes Julias. Acto de locura que solo podía ser provechoso a la coalición. Por toda respuesta, César sometió a la curia el examen de la legalidad de sus actos, y la curia no pudo hacer más que reconocerla. Pero en esto había una nueva advertencia para los regentes: era necesario hacer un escarmiento entre los más notables y alborotadores de sus adversarios. Exterminados estos, los restantes se callarían o gemirían en secreto, que era lo que se deseaba. En un principio se creyó que los opositores caerían en la red por una disposición expresa de la ley agraria, la cual obligaba a todos los senadores, como de costumbre, al juramento de obediencia bajo la pena de pérdida de los derechos políticos. Se creyó que, a imitación de Metelo el Numídico, se negarían a ello y partirían al destierro. Pero no dieron este gusto a los triunviros: el austero Catón juró, y con él todos los Sanchos. Se recurrió entonces a otro medio no muy honroso. Un día se imputó a los jefes de la aristocracia un complot de asesinato tramado contra Pompeyo. El destierro era el término de la acusación, pero esta fracasó por insuficiencia de sus instrumentos. El denunciante, Vettio, lo echó todo a perder a fuerza de exageraciones y de contradicciones, y el tribuno Vatinio, que era el que había puesto manos en el asunto, se vendió por sus manifiestas inteligencias con Vettio. Se salió del apuro estrangulando a este último en la prisión y abandonando el proceso. Sin embargo, se había manifestado hasta la saciedad el estado de profunda disolución en el partido aristocrático y los inmensos terrores de los nobles: se había visto a los más grandes personajes, a Lucio Lúculo, por ejemplo, caer de rodillas delante de César y declarar en voz alta que por razón de edad se retiraba de la escena política. En estas circunstancias, pareció conveniente circunscribir el número de las víctimas a algunos personajes determinados. El primero que había que alejar era Catón, quien había opinado francamente por la anulación de las Leyes Julias, y era hombre capaz de obrar de acuerdo con lo que hablaba. No podía decirse otro tanto de Marco Cicerón, que no merecía ser temido. Sin embargo, la facción democrática, que jugaba en la coalición el principal papel, no podía amnistiar al día siguiente de su victoria al asesino judicial del 5 de diciembre del año 691, objeto de su justa censura expresada en voz alta. De querer perseguir a los autores de la fatal sentencia, no era al pusilánime cónsul a quien debían dirigirse, sino a aquella rígida facción aristocrática que le había puesto la espada en la mano con gran pesar suyo. Sin embargo, según el derecho estricto, los responsables no eran los que habían emitido este parecer, y solo el cónsul era el que debía pagar por todos. Por otra parte la moderación aconsejaba dejar quieto el Senado. Así, pues, la moción dirigida contra Cicerón consideraba como falso y supuesto el senadoconsulto en virtud del cual habían sido ejecutados los partidarios de Catilina. Los triunviros hubiesen deseado evitar todo rigor escandaloso; pero Cicerón no podía comprometerse a dar a los triunviros las prendas que ellos deseaban, que eran la de alejarse de Roma con un pretexto que ellos mismos le ofrecían, o la de callarse. Tenía especial empeño en no contradecirse; confesaba sencillamente sus angustias, pero no sabía contenerse ni ser prudente; abría la boca en el momento en que venían a sus labios una palabra oportuna o una frase maliciosa. Su pecho se henchía de orgullo al oírse alabar por todos los nobles, y, cuando perdía la cabeza, el antiguo abogado plebeyo se ponía a recitar sus cadenciosos periodos. Así, pues, se decidió atacar a Catón y a Cicerón. Se encargó de la ejecución Publio Clodio, hombre ligero y disoluto, pero hábil y audaz, y encarnizado enemigo de Cicerón desde hacía ya muchos años. Para saciar mejor su odio y poder desempeñar un papel en la demagogia durante el consulado de César, había pasado de las filas del patriciado a las de los plebeyos por vía de adopción; después había hecho que lo elegiesen tribuno del pueblo para el año 696. Para apoyar sus manejos, el nuevo procónsul permaneció en las inmediaciones de Roma, esperando el éxito del golpe preparado. Clodio siguió al pie de la letra sus instrucciones y propuso al pueblo que encargase a Catón la misión de arreglar en Bizancio los embrollados asuntos de la localidad, a fin de proceder enseguida a la incorporación del reino de Chipre a la República. Se recordará que Chipre había sido legada a Roma, lo mismo que Egipto, por el testamento de Alejandro II. Pero, a diferencia de este, no había sido rescatado, y además su rey había hecho algunas injurias personales a Clodio. En lo que respecta a Cicerón, el tribuno propuso una ley que castigara con el destierro a todo aquel que hubiese condenado a muerte sin derecho y sin previa formación de causa a un ciudadano romano. Por estas medidas, se alejaba a Catón con el pretexto de una misión honorífica, y se deshacían de Cicerón, cuyo nombre no se declaraba, imponiéndole la pena más dura que era posible. Al mismo tiempo que se hería por su energía momentánea al conservador notoriamente cobarde, y señalado con razón entre los veletas políticos, se tenía un maligno placer al confiar, por un plebiscito expreso, al enemigo encarnizado de todas las usurpaciones populares en la alta administración una misión y un mando extraordinarios. Además se glorificaban las virtudes excepcionales de aquel hombre: parecía que era el único digno de una función tan delicada, pues solo él podía verificar, sin fraude ni robo, la entrada de los tesoros de la corona de Chipre en las arcas públicas de Roma. Ambas mociones pasaron sin resistencia. En vano la mayor parte de los senadores se presentaron en público vestidos de luto en señal de protesta contra la mancha arrojada sobre su conducta en el asunto de Catilina; en vano Cicerón pidió de rodillas que Pompeyo lo perdonase. Le fue necesario emprender el camino del destierro, aun antes de que se votase la ley que lo expulsaba de su patria (abril del año 696). Por su parte, Catón se guardó de atraer sobre sí, con una negativa inoportuna, medidas más severas; aceptó la misión que se le ofrecía y se hizo a la vela hacia Oriente. Con esto se había provisto ya a lo más apremiante, y César pudo al fin abandonar Italia y consagrarse a una obra más grande que la hasta entonces proseguida.