X
BRINDISI, ILERDA, FARSALIA Y THAPSUS PODER DE LOS DOS RIVALES
Así, pues, las armas iban a decidir cuál de los dos autócratas, poco antes asociados, sería en adelante el árbitro de los destinos de Roma. En este momento en que va a comenzar la guerra, conviene que veamos cómo se estableció entre ellos el equilibrio de las fuerzas.
CÉSAR ES SOBERANO EN SU PARTIDO. LABIENO
El poder de César tenía su fundamento, ante todo, en el dominio que ejercía sobre su partido. Pura concentración de las ideas monárquicas y democráticas, su imperio era algo más que la obra de una coalición formada por el acaso, y que el acaso podía también destruir. Tenía sus raíces en lo más profundo de la democracia no representativa, y en él ambas ideas encontraban su más alta y acabada expresión. Tanto en la política interior como en los asuntos de la guerra, César lo resolvía todo por sí y sin apelación; y cualquiera que fuese la estima en que tuviera a tal o cual instrumento, útil ciertamente, siempre era un instrumento del que disponía. Marchaba al frente de su partido sin colega ni rival, y sin tener a su lado más que ayudantes de campo militares y civiles juntamente; ellos, salidos casi todos de las filas del ejército y educados en la escuela del soldado, obedecían sin preguntar ni la razón ni el objeto de una orden. Así, en el momento decisivo en que estalló la guerra civil, todos, oficiales y soldados, se presentaron pasivamente sometidos. En realidad, todos menos uno, cosa que demuestra el dominio de César sobre sus soldados, pues el único que opuso resistencia era precisamente el primero de sus lugartenientes. Tito Labieno había compartido con él las duras fatigas de los tiempos de la conjuración de Catilina y las inmarcesibles glorias de la conquista de las Galias. Por lo general, había ejercido mandos independientes y tenido a sus órdenes la mitad del ejército; y, como era indisputadamente el más antiguo, el más hábil y, hasta entonces, el más fiel de los auxiliares del procónsul, era también el más distinguido y considerado. En el año 704, César le había confiado el mando de la provincia cisalpina, ya fuera porque quisiera confiar sus puestos avanzados a las manos más expertas y seguras, o que creyera valerse de los servicios de su lugarteniente para su candidatura consular. Sin embargo, Labieno entró en inteligencia con el partido contrario, y, cuando se dio principio a las hostilidades, en vez de unirse al cuartel general de César, se pasó al de Pompeyo, de forma tal que durante toda la guerra peleó con inaudito encarnizamiento contra su antiguo general y amigo. Escasas noticias tenemos sobre el carácter de este hombre y sobre su defección; pero al menos resulta de aquí para nosotros la convicción de que César no podía contar con sus generales como con sus simples capitanes. Según todas las apariencias, Labieno, como muchos otros, unía el mérito militar a la incapacidad completa como hombre de Estado. De hecho, nos recuerda a aquellos mariscales de los que tanto abunda la epopeya napoleónica, y de quienes nos suministra un ejemplo tragicómico. Cuando por desgracia tales hombres toman parte en la política, de buen grado o por la fuerza, se apodera de ellos el vértigo y los arrastra. Sin duda, Labieno se había creído llamado a la par de César para representar también el papel de jefe del partido democrático, pero, al verse rechazado, se había arrojado en brazos de la facción enemiga. Fue entonces cuando se vieron los graves inconvenientes del sistema de César. Como sus lugartenientes estaban en posición de absoluta independencia los unos respecto de los otros, no dejó que se elevara alguno que pudiera aspirar a un mando separado; pero, como era de prever, al encenderse y desarrollarse la guerra actual en todas las provincias, y en toda la extensión del vasto Imperio Romano, había de tener gran necesidad de hombres que lo ayudaran en su empresa. Sin embargo, me atrevo a decir que estos inconvenientes tenían una completa compensación en una primera e inmediata ventaja, que César consiguió a ese precio: esa ventaja era la unidad en la suprema dirección de las operaciones militares.
EL EJÉRCITO DE CÉSAR
Esta unidad de mando se manifestaba en toda su fuerza por la misma eficacia de los instrumentos empleados. En primer término se presentaba el ejército: constaba todavía de nueve legiones de infantería (cincuenta mil hombres o más), en las que todos habían tenido enfrente al enemigo, y cuyas dos terceras partes habían hecho toda la campaña de las Galias. La caballería se componía de soldados llegados de la Germania y de Noricum, probados y amaestrados en las luchas contra Vercingetorix. Una guerra de ocho años sostenida en medio de mil vicisitudes contra la nación de los celtas, que si bien era inferior a los italianos desde el punto de vista militar era seguramente belicosa, había proporcionado al procónsul la ocasión de dar a sus tropas la organización que solo él era capaz de llevar a cabo. Todo servicio útil supone en el soldado vigor físico: César, al hacer los reclutamientos, exigía ante todo fuerza y agilidad corporales, pues, para este propósito, la bondad y la moralidad solo eran consideradas por él como condiciones secundarias. Un ejército no es más que una máquina inteligente, cuyas condiciones esenciales para funcionar bien son la facilidad y la rapidez de sus movimientos. Siempre dispuestos a levantar el campamento en cualquier ocasión, corriendo más que marchando, los soldados de César alcanzaron la perfección desde este punto de vista. Si había quizá quien los igualase, no había quien los aventajase; y, como era natural, el valor era la virtud que entre ellos recibía más alto galardón. César poseía maravillosamente el arte de inspirar a sus soldados el espíritu de disciplina y el ardor de la rivalidad militar. Para los mismos que quedaban rezagados, los grados y las recompensas otorgadas a tal soldado aislado, o a tal sección de legión, constituían la necesaria jerarquía de los valientes. Los acostumbraba a no temer nada, y, cuando podía hacerlo sin grave peligro, les ocultaba la inminencia del ataque o del combate y los ponía de pronto enfrente del enemigo. A la par que valor, exigía obediencia: el soldado obraba según la orden de su jefe, sin saber por qué ni cómo, y se le imponían muchas fatigas inútiles, tan solo para que se acostumbrase a la dura escuela de la sumisión ciega y pasiva. La disciplina era rigurosa, pero no insoportable. César, inflexible ante el enemigo, daba rienda suelta a sus gentes en las demás ocasiones, y sobre todo después de la victoria. Entonces le permitía a todo buen soldado que usara perfumes, armas brillantes y otras cosas parecidas; y si se cometía cualquier brutalidad, incluso una violencia más grave, César se hacía el desentendido siempre que la cosa no afectara el servicio militar. Así, toleraba los excesos de los desenfrenados placeres y hasta los excesos criminales, sin prestar oídos a las quejas de las provincias que de ellos habían sido víctimas. En cambio, jamás obtenían su clemencia las sediciones, ya fuesen sus promovedores soldados aislados, o fuese un cuerpo entero el culpable. Ahora bien, para un verdadero soldado no basta ser activo, valiente y sumiso; es menester que lo sea voluntaria y libremente, si se me permite decirlo así, y no es dado sino al genio imprimir un poderoso y vivo movimiento a esta máquina animada que dirige por las esperanzas y, ante todo, por la conciencia que ella tiene de su misma utilidad. Para exigir valor a sus gentes, es fuerza que el capitán haya enfrentado con ellos los peligros; y en cuanto a esto, ¿no había César desenvainado más de una vez la espada? ¿No había combatido a la par de los más bravos? En cuanto a fatigas y a incesante actividad, de nadie exigía tantas como él soportaba y revelaba, ni mucho menos; y, además, ponía cuidado en que la victoria, siempre e inmediatamente útil al general, ofreciese al soldado gran cosecha de esperanzas y de lucros. Como en otra parte hemos dicho, sabía también inspirar a los suyos el entusiasmo democrático, si es que en aquellos tiempos prosaicos podía despertarse todavía un entusiasmo cualquiera. Así, a las milicias transpadanas les mostraba la región donde habían nacido, diciéndoles que estaba llamada un día a gozar de la igualdad civil con los demás países de la propia Italia. Dicho está que no faltaban tampoco recompensas materiales a sus tropas, tanto particulares, otorgadas a raíz de un esclarecido hecho de armas, como otras más generales concedidas a los buenos y experimentados soldados. En suma, los oficiales estaban dotados, los legionarios recibían recompensas, y ante su vista se ofrecía la perspectiva de larguezas con profusión para después de la victoria. Pero, en lo que César no tenía igual como general en jefe, era en el arte de infundir en todas las ruedas de su inmensa máquina guerrera, tanto en las más delicadas como en las más insignificantes, la conciencia de su verdadera función. El hombre ordinario está destinado a obedecer y sufrir, y no se rebela contra su destino cuando se siente bajo el dominio de su señor; por esto, la mirada de águila del general, atenta a todas partes y a todas horas fija, dominaba el ejército. Imparcial y justo en el castigo y en la recompensa, mostraba también a la actividad de cada uno los mejores medios que debía seguir para conseguir el interés común. Jamás exigió el estéril sacrificio, ni derramó inútilmente la sangre del más débil de sus soldados; a cambio, les pedía una adhesión sin reservas y hasta la muerte si era necesario. Aunque sin descubrir todos los medios y el móvil de sus designios, no le desagradaba que hubiera entre sus gentes algo así como un presentimiento de la situación política y militar; allí todos lo saludaban como general y como hombre de Estado, y su ideal lo era también para todos. César no los trataba como iguales, sino como hombres que tenían derecho a la verdad y que eran capaces de entenderlo; por eso debían confiar en las seguridades y promesas de su jefe, sin temor de ser engañados y sin cuidarse de los rumores que circulaban. Los trataba como antiguos camaradas de campaña y de victorias, y quizá no hubiera uno solo a quien no conociese por su nombre, o que de una u otra manera no estuviese ligado a él por algún lazo personal. En medio de todos estos buenos camaradas, César andaba plenamente confiado; conversaba y se regocijaba con ellos y les daba pruebas de aquella cortés y alegre familiaridad, propia de su genio. Si ellos estaban obligados a obedecerlo, a cambio él tenía que devolverles servicio por servicio; debía vengar sus muertes o los agravios que sufrieran, puesto que esa era su deuda más sagrada. Quizá no haya existido jamás en el mundo un ejército que fuera, tan completamente como este, lo que es menester que sea todo ejército: un instrumento a propósito para su fin, en el que todo concurre voluntariamente a disposición de un jefe, que pone en él su propia fuerza y sus medios de acción. En realidad, las legiones de César eran y se sentían tan fuertes como el enemigo con quien tenían que habérselas, diez veces mayor que ellas en número. También hay que considerar que en los buenos días de la táctica romana, en los que el combate cuerpo a cuerpo y con la espada tenía una principal importancia, los legionarios ejercitados en él aventajaban a los reclutas mucho más de lo que sucede en la táctica moderna[1]. Y cuando ya su bravura les daba una incuestionable ventaja sobre cualquier adversario, su inquebrantable fidelidad para con César los colocaba, en concepto del enemigo mismo, a una altura a la que el otro no podía llegar. Por último, un hecho inaudito en la historia fue cuando César los exhortó a que lo siguieran por la senda de la guerra civil: ningún soldado ni oficial romano lo abandonó, excepto Labieno, del que ya hemos hablado. Con esto las esperanzas de sus enemigos quedaron desvanecidas, pues contaban con la deserción en masa de las huestes del procónsul, de la misma forma que quedaron también burlados cuando poco antes pretendieron disolver su ejército, a ejemplo de lo que habían hecho con el de Lúculo. El mismo Labieno llegó al campamento de Pompeyo sin un solo legionario, y sin llevar detrás de él más que una escolta de jinetes celtas y germanos. Como si los soldados de César quisieran hacer ver que en la guerra civil se hallaban tan interesados como su propio general, decidieron entregarle hasta el fin de la campaña el sueldo doble que les había ofrecido al comenzar las hostilidades, y también subvenir a sus expensas las necesidades de los más pobres. De esta forma, cada oficial de tropa se encargó de sostener a un jinete de estos.
PAÍSES QUE DOMINABA CÉSAR.
LA ALTA ITALIA, LA PROPIA ITALIA Y LAS PROVINCIAS
César disponía de todo lo que, en primer término, necesitaba: tenía el poder absoluto, militar y político, y un ejército seguro y excelente para pelear. Sin embargo, su poder no se extendía más que a un reducido territorio. Su principal punto de apoyo consistía en la alta Italia, la más poblada de todas las regiones de la península, y que además estaba consagrada a la causa democrática como a la suya propia. Si se quiere de ello una prueba, véase el heroísmo de aquel puñado de reclutas de Opitergium (Oderzo en el Trebisan), que al ser sorprendidos al principio de la guerra en una débil balsa en las aguas de Iliria, y quedar rodeados por todas partes por las galeras enemigas, resistieron todo el día hasta la puesta del sol y sufrieron una nube de dardos sin rendirse, hasta que al entrar la noche se dieron muerte los que no habían sido pasados por las flechas. De una población de ese tipo podía esperarse todo; y aun cuando ya había facilitado a César los medios para duplicar su ejército, cuando estalló la guerra civil y se ordenaron las levas en gran escala, envió soldados en crecido número. En la propia Italia, por el contrario, la influencia de César fue mucho menor que la de sus adversarios. Y aunque por sus hábiles manejos hiciera prevaricar a los catonianos, aunque supiera defender su buen derecho y ganar las conciencias de todos los que solo deseaban un pretexto, los unos para mantenerse neutrales (como hizo la mayoría senatorial), y los otros para abrazar su causa (como hicieron sus legiones y los transpadanos), la mayor parte de los ciudadanos romanos le fueron hostiles. Desde el mismo día en que se dirigió contra Roma, y a pesar de todas sus invocaciones a la forma legal, no vieron en él más que un demócrata usurpador. Para ellos, Pompeyo y Catón eran los verdaderos defensores de la República y de la ley. ¿Qué podían esperar del partido de César? ¿Acaso el sobrino de Mario, el yerno de Cina, el antiguo asociado de Catilina no iba a renovar los horrores de la época del primero y a abrir las saturnales de la anarquía que poco antes había inaugurado el último? Por otra parte, estas perspectivas le atrajeron un gran número de aliados: los desterrados políticos acudieron a él en tropel, las gentes de mal vivir lo saludaban como su libertador, y, a la noticia de su marcha, estaban en gran agitación las últimas capas de la plebe en Roma y fuera de ella. Ahora bien, todos estos nuevos amigos eran más peligrosos que los verdaderos enemigos. Las provincias y los Estados tributarios obedecían mucho menos que la Italia a la influencia de César. Si bien la Galia transalpina hasta el Rin y el Canal estaba toda bajo sus órdenes, y los colonos de Narbona y los otros ciudadanos que allí se hallaban establecidos le eran adictos en forma absoluta, harto sabía que, por otra parte, en esta misma provincia de Narbona los constitucionales tenían también numerosos partidarios, y que, en la próxima guerra civil, sus recientes conquistas serían para él una carga en vez de una ventaja. En consecuencia, hartas razones tenía para no reclamar infantería a los galos y para no servirse de su caballería sino con parsimonia. Por lo demás, no había omitido nada para obtener el apoyo de los Estados vecinos o independientes. De hecho, los había obligado de mil maneras: haciendo riquísimos presentes a los príncipes, erigiendo en las ciudades grandiosos monumentos, o, por último, facilitándoles recursos en hombres y en dinero, según las necesidades de cada uno. Y, a pesar de todo esto, la utilidad de estas medidas distaba mucho de responder a los esfuerzos hechos. En realidad César no había podido entablar relaciones provechosas más que con algunos jefes establecidos sobre el Rin y el Danubio, por ejemplo con Voccio, rey de la Norica, cuya caballería había venido a ponerse a sueldo.
LA COALICIÓN
César entraba en campaña como simple procónsul de las Galias, y tenía por únicos medios de acción lugartenientes hábiles, un ejército fiel y una provincia adicta. Por el contrario, de Pompeyo podía decirse al comenzar la guerra que en realidad era el jefe de toda la República, y que tenía a su disposición todos los recursos de gobierno en el inmenso Imperio de Roma. No obstante, por grande que pareciera su situación militar y política, era menos clara y sólida que la de su rival. La unidad de dirección, ventaja suprema que la misma fuerza de los acontecimientos daba a César, no podía existir en manera alguna en la coalición; y Pompeyo, demasiado buen soldado como para hacerse ilusiones sobre este punto capital, se esforzó desde un principio por imponer en todas partes su autoridad. Así, se hizo nombrar único generalísimo de mar y tierra con los más ilimitados poderes; aunque, ciertamente, estos eran nominales. En realidad no podía prescindir del Senado ni negarle la influencia preponderante en la política; y tampoco podía oponerse en las operaciones de la guerra a injerencias doblemente enojosas, ya que los senadores escogían el momento y la ocasión de ella. Por un lado, estaba el recuerdo de aquella lucha de veinte años entre él y los constitucionales, lucha en la cual ambas partes habían peleado con encarnizamiento; y, por otro, la profunda convicción en el ánimo de todos, y por todos mal disimulada, de que al día siguiente de la victoria vendría como primer acto la ruptura entre los vencedores. Además, estaba el desprecio recíproco y harto merecido con que se miraban los unos a los otros; la molesta muchedumbre de hombres ilustrados e importantes en las filas del partido aristocrático, y, del otro lado, la incurable inferioridad intelectual y moral del mayor número. Todo esto producía en las filas pompeyanas un conjunto de elementos antipáticos y refractarios que estorbaban la acción común, a la vez que contrastaban lastimosamente con la concordia y la poderosa concentración que reinaban en el otro campo.
PAÍSES QUE PERTENECÍAN A LA COALICIÓN.
JUBA, REY DE NUMIDIA
Por consiguiente, en el campo pompeyano se sufrían en grado muy alto todos los inconvenientes de que adolecen las coaliciones formadas entre poderes enemigos, y, sin embargo, la anticesariana no dejaba de ser en extremo poderosa. Dueña indisputable de los mares, poseía también todos los puertos, todos los barcos y todo el material naval. Por otra parte, las dos Españas, dotación militar de Pompeyo, con el mismo título que las Galias lo eran de César, se le mostraban fieles y adictas, y estaban mandadas por lugartenientes hábiles y de confianza. Además, en todas las demás provincias, exceptuadas las dos Galias, las preturas y propreturas habían sido confiadas en el curso de los últimos años a jefes también de confianza, gracias a hechuras de Pompeyo o de la minoría senatorial. Y, en cuanto a los Estados tributarios, todos abrazaron con energía el partido contra César. Los más importantes príncipes y las grandes ciudades, en contacto frecuente con Pompeyo en los periodos anteriores de su activa carrera, estaban ligados a él por vínculos personales y estrechos. Compañero de armas de los reyes de Numidia y de la Mauritania, durante las guerras de Mario había repuesto en su trono al primero de ellos; mientras que en el curso de las guerras contra Mitrídates había restablecido a los reyes del Bósforo, de Armenia, de Capadocia y a una multitud de otros principillos espirituales y temporales, y también había creado un reino gálata para Deyotaro. Por último, uno de sus generales había llevado hacía poco y por orden suya la guerra al Egipto, y allí había restaurado el Imperio de los Lágidas. Hasta la ciudad de Marsella, ubicada en la misma provincia de César, y a quien estaba obligada por muchos favores que de él había recibido, también había obtenido de Pompeyo durante la guerra sertoriana considerables aumentos de territorio. En ella era muy poderosa la oligarquía, que se hallaba naturalmente unida a la romana por mil estrechos vínculos. Y, como si ya no bastaran contra César tantas alianzas y lazos personales, aquella aureola de victoria conseguida por Pompeyo en los tres continentes era una aureola que oscurecía la gloria del conquistador de las Galias. Pero además ¿no era el nombre de este el de un heredero de Cayo Graco, conocido hasta en las más apartadas regiones por la audacia de sus ideas y de sus proyectos sociales, que consideraba necesaria la reunión de los Estados libres a Roma, y que sostenía la utilidad de la colonización en las provincias? Entre los monarcas independientes, ninguno se veía tan amenazado como Juba, rey de los númidas, que anteriormente, mientras vivía su padre Hiempsal, había tenido gravísimas diferencias con César. Cayo Curión, por otra parte, ese mismo Curión que ahora ocupaba el primer puesto entre los lugartenientes del procónsul, no mucho tiempo atrás había propuesto al pueblo la anexión pura y simple del reino africano. Y, si un día se veía tomar parte en la lucha a los pueblos y príncipes vecinos, el único rey que era a la sazón poderoso, el de los partos, acababa de firmar un tratado de alianza con el partido oligárquico; de hecho, Bíbulo y Pacoros se hallaban negociándolo en la frontera. César, por el contrario, era demasiado grande y demasiado romano como para entrar jamás en tratos con los vencedores de Craso, su amigo y su colega, llevado por un interés de partido.
ITALIA HOSTIL A CÉSAR
Ya hemos dicho que en Italia se le manifestaba hostil la gran mayoría de los ciudadanos. Al frente de la oposición primero estaban los aristócratas y luego la gente acaudalada, no menos prevenida contra el procónsul, puesto que con las reformas completas que César había proyectado no podrían conservar sus tribunales jurados asequibles a la pasión de partido, ni el monopolio que ejercían en las exacciones financieras. La causa democrática tampoco contaba partidarios entre los pequeños capitalistas, ni entre los propietarios de fundos, ni, en general, entre las clases que tenían algo que perder. Estas clases sociales, a decir verdad, no se cuidaban de otra cosa que de poner sus intereses a buen recaudo o de hacer la recolección de las semillas y de las mieses.
EL EJÉRCITO DE POMPEYO
El ejército que Pompeyo iba a mandar se componía principalmente de las tropas de España, siete legiones acostumbradas a la guerra y fuertes en todos los aspectos, pero además podría agregar a ellas diversos cuerpos estacionados entonces en Siria, en Asia, en Macedonia, en África, en Sicilia y en otras partes, si bien eran flojos por lo general y se hallaban a gran distancia. En Italia todavía no tenía a sus órdenes, y dispuestas a entrar en batalla, más que a las dos legiones que poco antes había reclamado a César, cuyo efectivo no excedía los siete mil hombres y su fidelidad era algún tanto sospechosa. Estas dos legiones alistadas en la Galia cisalpina habían servido durante largo tiempo a las órdenes de César, pero luego habían sido víctimas de una pérfida intriga que las había hecho pasar de uno a otro cuerpo. Ahora no ocultaban su enojo, y se agitaban ante el recuerdo de su antiguo general, que en el momento de separarse de ellas había pagado con generosidad su deuda y distribuido a los soldados las recompensas que les tenía ofrecidas para el día del triunfo. Las legiones de España podían fácilmente llegar a Italia para la primavera, ya por tierra, atravesando la Galia, ya por mar. Antes de esto, nada más fácil que llamar a las armas a los hombres de las tres legiones del alistamiento del año 699, que estaban para licenciarse, y a los de los reclutamientos de Italia del año 702, que ya habían prestado juramento. De esta forma, sin contar las seis legiones de España y los cuerpos repartidos en las otras provincias, Pompeyo podía disponer desde el principio, y solo en Italia, de una fuerza total de diez legiones, o sea, de sesenta mil soldados aproximadamente[2]. Ciertamente no exageraba al decir que no tenía más que golpear con el pie el suelo de Italia, para que al punto brotaran de él jinetes e infantes. Convengo en que necesitaba un plazo, por corto que fuera, para movilizar a toda su gente. Sin embargo, por todas partes se trabajaba ya con actividad, ya fuera completando los antiguos cuadros o llamando los nuevos alistamientos decretados por el Senado el día de la ruptura. Inmediatamente después del voto del senadoconsulto, que había dado la señal de la guerra civil (7 de enero del año 705) en mitad del invierno, los hombres más importantes de la aristocracia habían salido en todas direcciones para activar los reclutamientos y las remesas de armas. Se sentía en extremo la falta de caballería, que por lo general se sacaba de las provincias, y especialmente de los contingentes celtas; así que, como era necesario a todo trance formar un primer núcleo, se valieron para ello de trescientos gladiadores que César tenía en las escuelas de esgrima de Capua. Pero la medida excitó un descontento tan grande que Pompeyo tuvo que licenciarlos y poner en su lugar a trescientos esclavos pastores de las campiñas de Apulia. Como de ordinario había escasez de dinero en el Tesoro, para proveer a esta necesidad se apoderaron de todo el numerario que había en las cajas de la ciudad y de los tesoros de los templos de las municipalidades.
CÉSAR TOMA LA OFENSIVA
En estas circunstancias comenzó la guerra en los primeros días de enero del año 705. César no tenía a sus órdenes más que a una sola división de cinco mil infantes y trescientos caballos, pronta a entrar en campaña, y con ella se hallaba en Rávena, aproximadamente a cincuenta millas (equivalentes a ochenta leguas alemanas) de Roma por la gran calzada pública. Pompeyo tenía dos reducidas legiones acantonadas en Luceria (siete mil hombres de infantería y un escuadrón de caballería), a las órdenes de Apio Claudio, más o menos a igual distancia de la capital y también en la dirección de la Gran Vía. Las demás tropas de César (y no hablo aquí de los contingentes y de los nuevos reclutas que se estaban organizando) todavía acampaban: una mitad sobre el Saona y el Loira, y la otra mitad en el territorio de la Bélgica. Por el contrario, las reservas italianas de Pompeyo acudían ya de todas partes a los puntos donde debían concentrarse. Mucho antes de que los jefes de columna de las legiones transalpinas pudieran llegar a la península, debía estar en campaña un ejército numeroso dispuesto a recibirlos. Parecía una locura tomar la ofensiva con un ejército apenas igual a las bandas catilinarias, sin ningún apoyo ni reservas en este primer momento, y atacar a dos legiones superiores en fuerza, cuyas filas se engrosaban día tras día, y que se hallaban mandadas por un entendido general. Sería locura, pero una locura semejante a la de Aníbal. Si César retardaba las operaciones y dejaba entrar la primavera, el ejército pompeyano de España invadiría la Galia transalpina, los italianos se arrojarían sobre la cisalpina, y Pompeyo, tenido por un táctico tan hábil como César pero siendo un general más experimentado que él, se convertiría seguramente en un formidable enemigo al tomar la campaña regulares proporciones. Por el contrario, como se hallaba acostumbrado a proceder lentamente y sin riesgo en las operaciones, y contaba siempre con la superioridad numérica, el general de la oligarquía habría de quedar desconcertado ante un ataque imprevisto. La legión decimotercera había probado su valor a las órdenes de César, rechazando los ataques de los galos y soportando sin quejarse los rigores de una expedición llevada a cabo en pleno mes de enero en el territorio de los bellovacos. Los soldados de Pompeyo, por su parte, antiguos cesarianos o reclutas todavía no ejercitados y apenas reunidos y organizados, no se resistirían en esta guerra si estallaba de pronto y los exponía a las penalidades de una campaña de invierno.
MARCHA SOBRE ITALIA. ROMA ES EVACUADA.
COMBATES EN EL PICENUM. ATAQUE Y RENDICIÓN DE CORFINIUM
Mientras tanto, César se había puesto en marcha[3]. Dos caminos conducían entonces de la Romania al sur: uno, la vía Emilia Casia, que atravesaba el Apenino y se dirigía a Roma por Arretium; el otro, la Pompilia Flaminia, que partía de Rávena, se prolongaba a lo largo de la costa hasta Fanum y allí se dividía en dos ramales: uno se dirigía hacia Roma por el oeste, por la garganta de Furlo, y otro hacia el sur, hacia Ancona y la Apulia. Marco Antonio se dirigió por el primer camino a Arretium y César avanzó por el segundo. En ninguna parte hallaron resistencia, ni podían encontrarla tampoco, porque los nobles que se habían convertido en reclutadores oficiales no eran hombres de guerra, los reclutas no eran soldados y las ciudades no se cuidaban de otra cosa que de evitar que les pusieran sitio. Cuando Curión se presentó con mil quinientos hombres delante de Iguvium, donde el pretor Quinto Minucio Termo había reunido a unos dos mil hombres del nuevo contingente de la Umbría, general y soldados emprendieron la retirada a la primera noticia de la llegada del enemigo. De hecho, en todas partes sucedía con poca diferencia lo mismo. A su propia elección, César podía o dirigirse a Roma, de la cual su caballería estaba a veintiocho millas, en Arretium, o marchar contra las legiones pompeyanas acampadas en Luceria. Tomó el segundo partido. En Roma fue grande la consternación de sus adversarios: todavía se hallaba allí Pompeyo cuando se supo la marcha de César, y al principio quiso defender la capital. Sin embargo, al haber tenido noticias del movimiento del procónsul hacia el Picenum y de las primeras ventajas que alcanzara por aquella parte, abandonó toda idea de resistencia y dispuso la evacuación de Roma. El pánico, que se había apoderado de la buena sociedad romana, se acrecentó por los mil falsos rumores que circulaban: se decía que la caballería de César estaba ya a las puertas de la ciudad; y por otra parte, como se había amenazado a los senadores que intentasen permanecer en Roma con tratarlos como cómplices de la rebelión, salieron todos en masa. Los mismos cónsules, consternados, solo pensaron en poner a salvo sus tesoros. Así, pues, cuando Pompeyo los invitó a que fueran a reunirse con él, diciéndoles que todavía tenían tiempo para ello, le contestaron que estimaban más conveniente que fuese él primero a ocupar el Picenum. La misma confusión reinaba en los consejos. El 23 de enero se celebró una reunión en Teanum Sidicinum, a la cual asistieron los dos cónsules y Labieno. En ella se trataron, en primer término, las nuevas proposiciones de arreglo hechas por César, quien se manifestaba todavía dispuesto a licenciar inmediatamente sus tropas, a entregar el mando de sus provincias a los sucesores designados y a entrar él solo en Roma para presentarse como candidato al consulado, según las reglas constitucionales. Esto era a condición de que Pompeyo, a su vez, saliese sin dilación para España y que se procediera al desarme en Italia. A esta demanda se contestó que era menester que César primero se retirase a su provincia, y que recién entonces se procedería al desarme y a votar la salida de Pompeyo para España en la justa y debida forma de un senadoconsulto deliberado en Roma. Quizás este lenguaje no fuera un grosero engaño, pero, al aceptar en estos términos las proposiciones de César, en realidad se las rechazaban. César había solicitado una entrevista con Pompeyo, que este rechazó y debía rechazar, para no excitar de nuevo las ya harto vivas desconfianzas del partido constitucional, ante la perspectiva de una alianza entre los dos triunviros. En los consejos celebrados en Teanum, el plan de la guerra se dispuso de la manera siguiente: Pompeyo tomaría el mando de las tropas de Luceria, en las cuales cifraban toda su esperanza los coaligados, a pesar de su poca solidez. Desde Luceria se dirigiría al Picenum, su patria y la de Labieno, y llamaría a las armas a su población, tal como había hecho treinta y seis años antes. Luego, poniéndose a la cabeza de las fieles cohortes picentinas y de los valientes soldados recobrados de César, iría, si le era posible, a cortar el paso al enemigo. Pero ¿podría sostenerse el Picenum hasta que llegara Pompeyo en su defensa? Todo consistía en esta dificultad. Ya César, luego de reunir los diversos cuerpos de su ejército, y siguiendo el camino de la costa, había pasado Ancona y entrado en el corazón del país. En todas partes se estaba sobre las armas. Auximum (Osimo), primera plaza que se encuentra bajando del norte, se hallaba defendida por Publio Accio Varo con una considerable guarnición compuesta de reclutas; sin embargo, el Senado municipal les notificó que tenían que abandonarla aun antes de que César estuviera a la vista. Un puñado de cesarianos de la vanguardia los persiguieron y alcanzaron cerca de la ciudad, y en un instante los pusieron en completa dispersión: esta era la primera vez que venían a las manos ambos ejércitos contendientes. Poco tiempo después Cayo Lucilio Hirro evacuó Camerinum, donde tenían tres mil hombres, y Publio Léntulo Spinther abandonó Asculum, que ocupaba con cinco mil soldados. Las milicias, en su mayor parte adictas a Pompeyo, dejaban sus casas y sus campos sin exhalar una queja, y seguían a su caudillo más allá de la frontera. Pero ya el país estaba perdido para la causa constitucional cuando se presentó en él el oficial enviado por Pompeyo con encargo de dirigir provisionalmente la defensa. Este enviado, Lucio Bíbulo Rufo, oscuro senador aunque buen militar, no pudo hacer otra cosa que reunir diligentemente a los seis u ocho mil reclutas, conducidos por los inútiles capitanes que los habían levantado, y encerrarlos en la fortaleza más próxima, que era Corfinium y estaba situada en el centro de los reclutamientos de Alba y del país de los marsos y pelignios. Allí se habían reunido los alistados en número de unos quince mil hombres y formaban el contingente de las más enérgicas y belicosas poblaciones de Italia, núcleo excelente para el ejército constitucional en vías de organización. Cuando Bíbulo llegó a aquella plaza, César distaba aún de ella algunas jornadas; por lo tanto, nada más fácil, de haber querido obedecer las instrucciones de Pompeyo, que salir de la plaza e ir a unirse, con los picentinos que huían delante de César, al cuerpo de ejército principal de la Apulia. El mando de Corfinium lo tenía Lucio Domicio, uno de los más obstinados e intransigentes aristócratas, designado sucesor de César en el proconsulado de la provincia transalpina. Domicio, lejos de obedecer las órdenes recibidas, impidió al mismo Bíbulo que condujese sus tropas al sur; además, persuadido de que Pompeyo solo vacilaba por obstinación y de que acudiría de buena o mala voluntad a salvarla, apenas tomó algunas disposiciones para sostener el sitio, pero no introdujo dentro de los muros de la plaza las pequeñas guarniciones diseminadas en las ciudades limítrofes. Pompeyo, sin embargo, no acudió; y harta razón tuvo para ello. Con sus dos legiones, por cierto no muy adictas a su persona y a su causa, podía muy bien esperar y sostener a las milicias picentinas; pero no le era dado avanzar y presentar la batalla a César. Al cabo de algunos días, el 14 de febrero, se presentó en el Picenum; se le habían incorporado la duodécima legión y la decimotercera, frente a Corfinium, ambas llegadas del otro lado de los Alpes. Además, había distribuido en tres nuevas legiones a los prisioneros, los soldados pompeyanos que voluntariamente se habían pasado a su campo y los reclutados en todo el país. De esta forma, el ejército que reunió delante de Corfinium era de cuarenta mil soldados, la mitad de ellos veteranos. Mientras Domicio contó con el apoyo de Pompeyo, dejó que se defendiera la plaza; pero, desahuciado por los despachos que recibía, no quiso sostenerse por más tiempo en su perdido puesto, aun cuando su resistencia habría sido de gran provecho para el partido. Tampoco pensó en capitular, sino que, luego de anunciar a sus soldados la próxima llegada de un ejército de refuerzo, se disponía a fugarse aquella misma noche con algunos nobles, oficiales suyos: indigno proyecto que tampoco supo realizar, porque lo acusaron su aspecto y su turbación. En su ejército, unos se amotinaron, y los reclutas marsos, que no querían creer en la indignidad de su general, tomaron las armas contra los amotinados. Pero luego, convencidos de la verdad de aquella acusación, se sublevó toda la guarnición, prendió a sus jefes y los entregó a César, a la vez que se entregaba ella misma y entregaba también la ciudad (el 20 de febrero). Por aquel tiempo se rindieron tres mil soldados acantonados en Alba, y lo mismo hicieron mil quinientos reclutas en Terracina cuando se presentaron los primeros jinetes de César. Ya poco antes había tenido que capitular en Sulmo un tercer cuerpo de tres mil quinientos hombres.
POMPEYO EN BRINDISI.
LOS POMPEYANOS SE EMBARCAN PARA GRECIA
Dueño César del Picenum, Pompeyo consideraba perdida la Italia. A partir de entonces no pensó ya sostenerse en ella, y solo deseó demorar su embarque para salvar el mayor número de tropas que le fuera posible. Por lo tanto, se dirigió con lentitud hacia Brundisium, el más cercano puerto de mar. Por fin allí se encontraron las dos legiones de Luceria, los reclutas alistados con antelación en la Apulia, país que, como se sabe, estaba escasamente poblado, y los reunidos en la Campania por los cónsules y sus delegados, que fueron al instante mandados a la costa. Allí se hallaban también en gran número los fugitivos de Roma y los más notables senadores, acompañados de sus familias. Se verificó el embarque; pero como no había suficientes embarcaciones para transportar de una vez todas aquellas tropas, que ascendían a unos veinticinco mil hombres, fue necesario dividir el ejército. El cuerpo más numeroso partió el 4 de marzo, y con el otro más reducido (de diez mil hombres aproximadamente), Pompeyo esperó el regreso de su escuadra; pero aunque desease continuar en Brindisi con la expectativa de una ulterior tentativa sobre Italia, harto sabía que no le sería posible sostenerse largo tiempo frente a César. Este llegó delante de la plaza, y al punto comenzó el sitio tratando ante todo de cerrar la boca del puerto por medio de diques y puentes flotantes, a fin de impedir la entrada a la escuadra republicana. Pero Pompeyo había armado con gran diligencia todos los buques mercantes que tuvo a la mano y logró mantener sus comunicaciones hasta la llegada de las galeras. Aun cuando la vigilancia de los sitiadores fue grande, y a pesar de la mala disposición de los habitantes de la ciudad, Pompeyo sacó con suma habilidad todas sus tropas, hasta el último soldado, y las trasladó a Grecia, fuera del alcance de César (el 17 de marzo). Como este no tenía escuadra, no pudo atacar la plaza ni perseguir a los pompeyanos.
De esta suerte, después de dos meses de campaña y sin librar siquiera una sola batalla importante, César había perseguido y aniquilado un ejército de diez legiones, del cual apenas la mitad había escapado precipitadamente a través de los mares. Toda la península itálica, comprendida la capital, el Tesoro y las inmensas provisiones reunidas en todas partes habían caído en poder del vencedor. Así, los vencidos tenían razón al deplorar «la asombrosa rapidez, la vigilancia y el vigor del monstruo».
RESULTADOS MILITAR Y FINANCIERO DE LA CONQUISTA DE ITALIA
De cualquier manera, y a pesar de que la evacuación de Italia era una gran ventaja, César no dejaba de hallarse en un grandísimo embarazo. Desde el punto de vista militar, iban a faltarle considerables medios de acción para luchar con su rival. Desde la primavera del año 705, su ejército, reforzado por una multitud de contingentes levantados en masa de todas partes, contaba con un gran número de nuevas legiones sobre las nueve antiguas que lo formaban. Sin embargo, ahora le era forzoso dejar en Italia una poderosa guarnición y tomar medidas inmediatas para impedir el bloqueo, que no tardaría en establecer Pompeyo, dueño absoluto de los mares, pues debía evitarle a Roma el hambre, que sería la consecuencia obligada de tal bloqueo. Todas eran gravísimas complicaciones que venían a hacer más difícil la empresa militar de César. Respecto de la hacienda, tuvo suerte de que cayera en su poder el Tesoro; pero las principales fuentes de ingresos se le habían segado, toda vez que los tributos del Oriente iban a pasar a manos del enemigo. Por grandes que fueran las sumas de las que se había apoderado César, las necesidades del ejército, cada vez mayores, y las provisiones necesarias para la hambrienta población de Roma las agotaron en breve. En consecuencia, se vio obligado a recurrir al crédito particular, y, como este no bastó para cubrir las atenciones, tuvo que apelar al único recurso que le quedaba: el sistema fatal de las confiscaciones en masa.
RESULTADO POLÍTICO.
TEMORES DE ANARQUÍA. SON DISIPADOS POR CÉSAR
Desde el punto de vista político, César encontraba al dominar la Italia dificultades todavía más graves, nacidas del estado mismo de las cosas. Grande era la inquietud que sentían los propietarios en todas partes, pues, consideraban que había llegado la hora de un completo trastorno anárquico. Amigos y enemigos veían en César a un segundo Catilina, pues, como Pompeyo, creían o afectaban creer que su rival había sido arrastrado a la guerra civil por la imposibilidad de pagar sus deudas; creencia que era a todas luces absurda. En realidad, los antecedentes de César eran bien poco tranquilizadores, y había motivo para alarmarse mucho más al considerar la gente que lo seguía y de la que se rodeaba. Gentes de mala reputación y de peores costumbres, libertinos declarados como los Quinto Hortensios, los Cayo Curiones, los Marco Antonios, hijo este último del catilinario Léntulo, que había sido ejecutado anteriormente por orden de Cicerón. Ocupaban los primeros puestos a su lado, a la vez que los cargos de mayor confianza eran confiados a hombres agobiados desde hacía mucho tiempo por deudas que no pensaban pagar. Por lo demás, se veía a los lugartenientes del procónsul no solo sosteniendo bailarinas —cosa en verdad muy frecuente en aquella época—, sino también presentándose en público acompañados de cortesanas. Ante tales hechos, no debemos extrañarnos de que los ciudadanos graves, ajenos al movimiento de los partidos políticos, presagiasen amnistías a favor de los más famosos criminales, a la sazón desterrados de Roma, y temiesen que se rasgaran los libros de créditos y se llevaran a cabo proscripciones, confiscaciones y asesinatos, así como el saqueo de la ciudad por parte de la soldadesca gala desenfrenada. Pero, en este punto, el «monstruo» dio un mentís a sus amigos y a sus enemigos. Lo primero que hizo al pisar la primera ciudad de la Italia, Ariminum, fue prohibir al simple soldado que se presentase con armas dentro de los muros de la plaza, y protegió contra todo linaje de excesos todas las ciudades, cualquiera hubiese sido su conducta, tanto si se habían presentado hostiles o le habían dispensado una benévola acogida. Cuando la guarnición sublevada de Corfinium le entregó la plaza por la tarde, quiso, a pesar de las tradiciones militares, diferir la ocupación para la mañana siguiente, pues temía exponer a los habitantes a la cólera de sus soldados y a los azares de una entrada nocturna. En cuanto a los prisioneros que hacía a sus enemigos, si eran simples soldados, los consideraba ajenos a la cuestión política y los incorporaba a sus tropas, los confundía con ellas; y, si eran oficiales, después de perdonarlos, los dejaba en libertad sin distinción de personas y sin exigirles ninguna promesa; además les devolvía todo aquello que reclamaban como suyo, sin tener para nada en cuenta la justicia o injusticia de la demanda. Así se portó con Lucio Domicio, y al mismo Labieno le permitió restituirse al campo enemigo con sus riquezas y equipajes. A pesar de la falta de recursos que sentía, jamás se apoderó de los bienes de sus adversarios ausentes o presentes, y antes que enajenar los de los propietarios, poniendo en vigor las contribuciones territoriales legítimamente debidas, aunque es cierto que ya habían caído en desuso, prefirió exigir empréstitos a sus propios amigos. En su opinión, vencer al enemigo no constituía más que la mitad, e incluso menos de la mitad de su empresa, y, según manifestaba, no podría imprimir a su obra el sello de la duración sino perdonando a los vencidos. Por esta razón se lo vio durante su marcha de Rávena a Brindisi renovar continuamente la demanda de una conferencia con Pompeyo y las proposiciones para un arreglo aceptable.
AMENAZAS DE LOS EMIGRADOS.
LAS GENTES DE ORDEN SON GANADAS POR CÉSAR
Pero, así como antes la aristocracia se había negado a todo acomodamiento, después de su inesperada y vergonzosa emigración, ciega de cólera, llegaba hasta el delirio, y las amenazas de venganza proferidas por el vencido contrastaban notablemente con la actitud conciliadora del vencedor. La correspondencia cambiada diariamente entre los emigrados y sus amigos que permanecían en Italia no hablaba de otra cosa que de las confiscaciones y proscripciones futuras, y de la purificación del Senado y del Estado. La restauración de Sila, comparada con los proyectos anunciados, era cosa baladí y de poca cuenta; ante tales anuncios, la gente moderada del partido sentía un gran terror. Tanta insensatez al lado de tamaña impotencia, y, por el contrario, tanta prudencia y moderación de parte del más fuerte, no tardaron en producir sus resultados. Las gentes que anteponían el interés material al político se arrojaron en los brazos de César; en las ciudades del interior se ensalzaba hasta las nubes «la lealtad, la clemencia y la sabiduría» del vencedor; y sus mismos adversarios reconocían de buen grado que tal homenaje era merecido. Por su parte, la alta banca, los publicanos y los jueces del orden ecuestre, después del desastroso descalabro del partido constitucional en Italia, no se inclinaban ya en manera alguna a confiar por más tiempo la suerte de su causa a tan inhábiles caudillos. Los ocultos capitales reaparecían de nuevo; «los ricos volvían a entregarse al cotidiano trabajo de sus registros de cambio». En el Senado, la gran mayoría, en cuanto al número al menos, porque a decir verdad no había en él sino muy pocos senadores importantes y de influencia, permaneció en Italia; y muchos en la misma Roma acomodándose al gobierno cesariano, a pesar de las órdenes de Pompeyo y de los cónsules. César había acertado al mostrarse en extremo indulgente, pues el terror y las zozobras de las clases propietarias se calmaron bien pronto y ya no amenazaba el desorden, lo cual era una ventaja de trascendentales consecuencias para el porvenir. En efecto, evitar la anarquía y los no menos peligrosos terrores que la expectativa de ella engendraba era la condición primera y necesaria para la reorganización del Estado.
DESPECHO DE LOS ANARQUISTAS CONTRA CÉSAR.
EL PARTIDO REPUBLICANO EN ITALIA
Pero, por lo pronto, la clemencia de César le hacía más daño que si hubiera reproducido los horrores de los tiempos de Cina y de Sila, puesto que sus enemigos no se tornaban amigos, y sus amigos se le declaraban hostiles. Todos los catilinarios murmuraban porque no se les permitía matar ni robar; todas aquellas gentes de mal vivir, aquellos desesperados aventureros, hombres de talento con frecuencia, harto hacían prever peligrosos excesos. En cuanto a los republicanos de todos matices, el perdón del vencedor no fue suficiente como para que se convirtieran ni apaciguaran, porque, según el credo del partido catoniano, el deber hacia la patria desligaba de todos los otros deberes. Si César os ha hecho merced de la libertad o la vida, decían, no por eso dejáis de tener derecho sobre ellas, y estáis obligados a tomar de nuevo las armas, o por lo menos a conspirar contra él. Ciertas fracciones más moderadas del partido constitucional, aunque estaban dispuestas a recibir la paz y la protección del nuevo monarca, no por eso dejaban de maldecir a ese mismo monarca y a la monarquía desde el fondo de su alma. A medida que se manifestaba más claramente el nuevo régimen político, los sentimientos republicanos iban afirmándose más y más en la conciencia de la gran mayoría de los ciudadanos, tanto en los de la capital, que se agitaban más en la vida política, como en los de las restantes ciudades y en los de las campiñas de Italia. De tal suerte, los constitucionales de Roma podían decir con razón a sus amigos desterrados que todas las clases y todos los individuos de la península eran decididamente pompeyanos. Esta mala disposición de los ánimos se agravaba todavía más por la presión moral que los hombres decididos e importantes del partido que se hallaba en la emigración ejercían sobre las muchedumbres y sobre los tibios. Por consiguiente, el hombre honrado sentía remordimientos al no abandonar la Italia, y los semiaristócratas se creían rebajados hasta el punto de confundirse con la plebe si no tomaban el camino del destierro, como los Domicios y Metelos, o si continuaban en el Senado juntamente con los instrumentos de César.
RESISTENCIA PASIVA DEL SENADO.
ORGANIZACIÓN PROVISIONAL DE LA ADMINISTRACIÓN EN ROMA
Esta oposición pasiva en un principio se acentuó más por la indulgencia del procónsul; como este no quería inaugurar el régimen del terror, sus encubiertos enemigos se declararon sin peligro alguno en abierta hostilidad. De eso tuvo bien pronto una prueba en el mismo Senado. César había comenzado la lucha queriendo libertar a aquel cuerpo, al que sus opresores manejaban por el terror. Así, una vez alcanzado el fin que se proponía, quiso obtener un bill de indemnidad y, al mismo tiempo, que se votara la continuación de la guerra. Cuando se presentó delante de las puertas de Roma a fines de marzo, consecuente con este propósito, los tribunos del pueblo, sus parciales, convocaron para el 1 de abril la curia. Bastante numerosa fue la reunión, pero en ella faltaban los más notables senadores que no habían emigrado y también se hacían ver las ausencias de Marco Cicerón, antiguo jefe de la servil mayoría, y del suegro del mismo César, Lucio Pisón. Pero, peor aún, los senadores presentes no se mostraron dispuestos a votar las proposiciones que se habían sometido a la deliberación del Senado. A la demanda de plenos poderes para continuar la guerra, uno de los dos consulares que asistieron a la sesión, un hombre cuya vida entera había sido una serie ininterrumpida de sobresaltos y que no deseaba otra cosa que una tranquila muerte en su lecho, Servio Sulpicio Rufo, propuso que César merecería el bien de la patria si abandonaba su propósito de llevar la guerra a la Grecia y a España. César, entonces, propuso a su vez que el Senado fuese el intermediario de las proposiciones de paz que hacía a Pompeyo, a lo cual no se hizo ninguna objeción. Pero, como las amenazas de los emigrados a todos aquellos que permanecían neutrales los tenían aterrorizados, no se encontró persona alguna que quisiera servir de parlamentario. La aristocracia sentía gran repugnancia al ayudar a César a levantar su trono, y la asamblea soberana mostraba la misma inercia de aquel día, aún no muy lejano, en que gracias a esa misma inercia el triunviro había podido hacer absolutamente ilusorio el nombramiento de Pompeyo para la dignidad de generalísimo de la guerra civil. Cabe señalar que él sufrió igual suerte cuando a su vez pidió que se le concediese el mismo título. Por lo demás, otros obstáculos también se le presentaban: al querer por lo menos regularizar su situación, aspiraba a la dictadura; pero ¿cómo conseguirla? Según los términos de la constitución, solo podía obtener la investidura de ella uno de los dos cónsules. César intentó comprar a Léntulo, cuya ruinosa fortuna permitía suponer que tal medio sería eficaz para ganarlo; pero la tentativa fue infructuosa. Más tarde, el tribuno del pueblo Lucio Metelo protestó contra los actos del omnipotente procónsul e intentó defender con su persona las cajas del Tesoro, de las cuales habían venido a apoderarse violentamente los partidarios de César. Sin embargo, como este no podía detenerse ante ninguna inviolabilidad, realizó su propósito a despecho del tribuno y procedió con suma prudencia. Salvo en este caso, se abstuvo siempre de apelar a los medios de fuerza. Habló al Senado el lenguaje que hasta época muy reciente usaban los constitucionales: «Que hubiera querido no separarse de la legalidad y reorganizar el Estado con el concurso de los altos poderes públicos; pero, toda vez que se le negaba el apoyo, sabría bastarse a sí mismo». Después, sin cuidarse más del Senado ni de las formas republicanas, encargó la administración provincial de Roma a su pretor Marco Emilio Lépido, en calidad de prefecto urbano, y dispuso todo lo necesario para el gobierno de las provincias que le estaban sometidas y para la continuación de la guerra. En medio del tumulto de esta gigantesca lucha, y a pesar de las seductoras promesas de infinitas liberalidades, la muchedumbre en Roma se sentía embargada por una impresión indefinible y profunda al contemplar por primera vez en la ciudad libre a un ciudadano dándose aires de monarca, y rompiendo con las manos de sus soldados las puertas sagradas del Tesoro. Mas ya habían pasado aquellos tiempos en que los sucesos obedecían a los sentimientos e impresiones de las masas, y ahora no importaban nada las preocupaciones de los espíritus. Se precipitaba, pues, la crisis.
LOS POMPEYANOS EN ESPAÑA
Sin perder tiempo, César reanudó las operaciones militares, y, como debía sus primeros triunfos al haber tomado la ofensiva, se propuso continuar este sistema. La situación de su adversario era singular. Una vez que el primer plan de Pompeyo había quedado deshecho por el súbito ataque dirigido desde el Rubicón, plan que consistía en coger a César entre dos fuegos, por la Galia y por la Italia, el general de los oligarcas había pensado al principio dirigirse a España, donde disponía de grandes fuerzas. El ejército pompeyano constaba allí de siete legiones, formadas de veteranos en su mayor parte, cuyos soldados y oficiales se habían endurecido durante largos años en los combates contra los montañeses de la Lusitania. Entre los generales, Marco Varrón solo era ilustre por su erudición y fidelidad, pero Lucio Afranio se había distinguido en Oriente y en los Alpes, y Marco Petreyo, el vencedor de Catilina, era un buen capitán de experimentada bravura. En la provincia ulterior, el recuerdo de su pretura había dado a César muchos partidarios; pero en la citerior, que era mucho más importante, las poblaciones sentían respeto y reconocimiento hacia el famoso general que veinte años antes, en las guerras sertorianas, había mandado en el Ebro y reorganizado el país cuando se terminó la campaña. Después de sus reveses en Italia, lo mejor que podía hacer Pompeyo era evidentemente trasladarse a este punto con los restos de su ejército, para marchar en seguida contra César al frente de todas sus tropas. Para su desgracia, se había detenido demasiado en la Apulia con la esperanza de salvar a sus gentes encerradas en Corfinium, y, en vez de llegar a los puertos de la Campania, había necesitado ganar el de Brindisi y embarcarse en él. Pero siendo, como era, dueño del mar y de la Sicilia, ¿por qué no volver a su plan primitivo? Su resolución es para nosotros un misterio. ¿Sería que la aristocracia constitucional, pusilánime y siempre recelosa, no tenía confianza en las legiones de España y en las poblaciones locales? Como quiera que fuese, Pompeyo continuó en Oriente y dejó a César en libertad de ir a atacarlo a la Grecia, donde el ejército se reorganizaba bajo el mando personal de su generalísimo, o de trasladarse a España al encuentro del ejército de sus lugartenientes, dispuesto para el combate. César se decidió por el último partido. Apenas terminó la campaña de Italia, tomó sus medidas, y, por su orden, se concentraron en el bajo Rin nueve de sus mejores legiones, seis mil jinetes escogidos y reclutados algunos en las tribus galas y otros entre mercenarios germanos, con un poderoso núcleo de arqueros iberos y ligures.
MASALIA SE DECLARA CONTRA CÉSAR
Pero sus enemigos tampoco se habían descuidado en aquella parte. El procónsul designado a la sazón para sucederlo en el gobierno de la provincia transalpina, Lucio Domicio, capturado en Corfinium y puesto en libertad, como ya hemos visto, había salido al punto para su destino con toda su gente y con Lucio Bíbulo Rufo, el confidente de Pompeyo. Una vez que llegaron a Masalia, tal diligencia se dieron en sus trabajos, que lograron que la ciudad se pronunciara a favor de Pompeyo y se opusiera al paso de los soldados de César. Varrón guarnecía la provincia ulterior con dos de las legiones españolas, en las que menos confianza se tenía, y las cinco restantes, mandadas por Afranio y Petreyo, y reforzadas con cuarenta mil infantes del país, mitad celtiberos y mitad lusitanos, más otras milicias ligeras y cinco mil hombres de caballería local, se dirigieron hacia los Pirineos con el objeto de cortar el paso a los soldados de César, según las instrucciones de Pompeyo comunicadas por Bíbulo.
CÉSAR OCUPA LOS PIRINEOS POSICIÓN DEL ENEMIGO EN ILERDA. ES CORTADO CÉSAR RESTABLECIMIENTO DE LAS COMUNICACIONES
César ya se encontraba en las Galias, y a su vez se había detenido delante de Masalia, que fue atacada. Había puesto en movimiento a la mayor parte de su ejército del Rin y hecho desfilar seis de sus legiones y su caballería por la Gran Vía romana, por Narbona y Rosas, de tal manera que por fortuna se adelantaron al enemigo. Así, cuando Afranio y Petreyo llegaron a los Pirineos, estos ya se hallaban ocupados por los cesarianos. Los generales de Pompeyo encontraron perdida toda la línea y tomaron entonces posiciones en Ilerda (Lérida), entre las montañas al norte y el Ebro al sur. Ilerda está a cuatro millas del río sobre la ribera derecha del Sicoris (Segre), uno de sus afluentes, el cual era atravesado por la vía mediante un puente, no lejos de la ciudad. Por el sur, las colinas que se prolongan a lo largo de la margen izquierda del Ebro venían a terminar cerca de los muros de la plaza, mientras que al norte y a los dos lados del Sicoris se extendía una espaciosa llanura, en cuyo centro había una meseta: sobre ella se elevaba Ilerda. Aquella era una posición excelente para un ejército que quisiera dejarse sitiar; pero, como habían llegado muy tarde a los Pirineos y perdido su línea, era menester hacer en el otro lado del Ebro la verdadera defensa de España. Y como entre la ciudad y el río no había ninguna fortaleza que les sirviese de amparo, ni puente sobre el mismo río, la retirada desde la posición provisional de Ilerda a la principal línea de defensa distaba mucho de estar asegurada. Los cesarianos se situaron más arriba de la plaza, en el delta formado por el Sicoris y el Cinga (Cinca), que más abajo se le une; pero la lucha no se formalizó hasta después de la llegada de César al campamento, el 23 de junio. Sin embargo, delante de la ciudad hubo muchos encuentros, en los cuales pelearon con gran valor y encarnizamiento ambos ejércitos y en los que fue muy variada la fortuna de las armas. Los cesarianos no pudieron situarse entre Ilerda y los pompeyanos, ni hacerse dueños del puente de piedra. Por otra parte, habían establecido sus comunicaciones con la Galia tan solo por otros dos puentes provisionales que habían echado sobre el Sicoris, cuatro o cinco millas más arriba, por ser muy ancho el río en las inmediaciones de la ciudad. Pero, una vez que el caudal de sus aguas aumentó por el deshielo de la nieve, aquellos puentes colgantes fueron arrastrados, y entonces fueron necesarias embarcaciones para pasar el caudaloso río. Sin poder intentar reparar las obras, César y su ejército estaban encerrados en el ángulo formado por el Sicoris y el Cinga; no dominaba ya la margen izquierda ni el camino que lo ponía en comunicación con las Galias y con la Italia. De esas posiciones ahora disponían los pompeyanos, y en ellas no podían ser atacados, pues tenían para pasar el Sicoris el puente de Ilerda o el recurso de los cueros, a la manera de los lusitanos. La época de la cosecha se acercaba; pero ya se habían consumido todos los frutos de las anteriores y todavía no se había hecho la recolección de la nueva. En el corto espacio que mediaba entre los dos ríos, todo había sido talado y destruido, y comenzaba a sentirse el hambre en el campamento a tal punto que la medida de trigo se vendía hasta a trescientos denarios. Se declararon graves epidemias en el ejército; y durante este tiempo los convoyes tuvieron que detenerse en la ribera izquierda. Lo mismo ocurrió con todas las municiones, hombres, jinetes auxiliares y arqueros enviados de las Galias, oficiales y soldados que volvían a ingresar en el ejército después de haber expirado sus licencias, o forrajeadores que regresaban al campamento (eran entre todos unos seis mil). En esas circunstancias, fueron atacados por los pompeyanos con fuerzas muy superiores, quienes les causaron considerables pérdidas y los rechazaron a la montaña, mientras que los soldados de César, desde la otra orilla, presenciaban inmóviles este desigual combate. Los pompeyanos cortaron al ejército todas sus comunicaciones; mientras que en Italia, por entonces, al no recibir noticias de lo que pasaba en España, circulaban los más alarmantes rumores, que, después de todo, no distaban mucho de estar acordes con la realidad de la situación. Si los soldados de Pompeyo hubieran continuado con actividad sus operaciones, no habrían tardado mucho en capturar todo aquel ejército, aprisionado en la orilla izquierda y sin poder más que ofrecer resistencia, o por lo menos lo habrían rechazado a las Galias. De todas maneras se hallaban por completo en posesión de ambas riberas, y podían impedir que tropa alguna pasase el río sin ser vista. Pero también esta vez los pompeyanos dieron pruebas de gran negligencia: habían rechazado con pérdidas los convoyes y los auxiliares, mas no los destruyeron ni arrojaron por completo al otro lado de los Pirineos; se cuidaron tan solo de separarlos del río, pero dejaron de vigilar el paso de este. De pronto César varía su plan: hizo construir en el campamento lanchas portátiles que tenían el fondo de madera ligera y los costados de tejido de mimbre cubiertos de cuero, parecidas a las embarcaciones de los bretones del canal o a las que usaron más tarde los sajones. Luego, cuando estuvieron construidas, mandó trasladarlas en carros al mismo punto donde antes estaban situados los puentes. Al fin ganó la otra orilla sobre estos débiles barcos, y, tras coger desprevenidos a sus enemigos, reconstruyó los puentes sin gran trabajo. De esta forma restableció al punto las comunicaciones con el norte, y al fin llegaron al campamento los convoyes esperados con tanta impaciencia. Un feliz pensamiento había salvado al ejército del inmenso peligro que lo amenazaba, y con su caballería, mucho más ligera que la del enemigo, sometió toda la región de la ribera izquierda del Sicoris. Desde este momento se le pasaron las más importantes ciudades españolas entre los Pirineos y el Ebro: Osca, Tarraco, Dertosa y muchas más, incluso del otro lado del río.
RETIRADA DE LOS POMPEYANOS. CÉSAR LOS PERSIGUE.
ES OCUPADO EL CAMINO DEL EBRO
Perseguidos por los escuadrones volantes de César y abandonados por las ciudades vecinas, los pompeyanos se hallaban a su vez en una situación apurada. Ya se habían decidido a emprender la retirada, y, como querían hacerse fuertes al otro lado del Ebro, empezaron a construir un puente de barcas sobre este río, más abajo de la confluencia del Sicoris. César quería cortarles la retirada y encerrarlos en Ilerda; pero mientras el enemigo poseyera el puente de la ciudad, y él no tuviese a su disposición en aquel punto ni puente ni medio alguno de vadear el río, le era imposible repartir su ejército entre las dos riberas, y, por lo tanto, atacar la plaza. Entonces sus soldados se dedicaron a trabajar día y noche para abrir canales de derivación, por cuyo medio se hiciera bajar el nivel de las aguas, a fin de facilitar el paso de su infantería. Sin embargo, los pompeyanos terminaron sus preparativos sobre el Ebro antes que César pudiera bloquear Ilerda, y cuando sus lanchas, echadas al agua, llegaron al río recorriendo todo el Sicoris, las canalizaciones hechas por los cesarianos no eran suficientes todavía como para que la infantería pudiera vadearlo. Solo la caballería lo pasó, y así logró al menos picar la retaguardia del enemigo, molestarlo en su marcha y causarle algunas bajas. Las legiones de César estuvieron observando la marcha de las columnas pompeyanas desde medianoche, y, cuando llegó el día, todos aquellos veteranos soldados, con su infalible instinto militar, se dieron cuenta exacta del movimiento de retirada del ejército español y de la alta importancia estratégica de este movimiento. En lo sucesivo, les sería forzoso seguir a los pompeyanos a través de lejanos países, impenetrables y poblados de tribus hostiles. Por consiguiente, luego de solicitar inmediatamente el permiso de su general, bajaron al río, y, aunque el agua les llegaba a la cintura, lo atravesaron sin accidente alguno desagradable. Todavía era tiempo. Dejar a los pompeyanos atravesar la estrecha llanura que separa Ilerda de la cadena de montañas por entre las cuales el Ebro corre hacia el mar, y permitir que se internasen en los montes, era tanto como dejarlos escapar. Ningún obstáculo les impedía por entonces poner el río entre ellos y las tropas de César. A pesar de los esfuerzos de la caballería, que los molestaba sin cesar y les hacía retardar su marcha, solo se encontraban ya a una milla de los primeros estribos. Pero aquella larga marcha emprendida después de la medianoche los había rendido; ya no podían continuarla por más tiempo y plantaron su campamento, renunciando de esta manera a ganar en aquel mismo día las montañas. César los alcanzó al fin y acampó en frente de ellos al anochecer. Los pompeyanos, que al principio tenían la intención de ponerse en marcha durante la noche, no se movieron, pues temían el ataque de la terrible caballería en la oscuridad. A la mañana siguiente todavía estaban allí los dos ejércitos inmóviles y ocupados solamente en reconocer el terreno. Por fin, en la mañana del día tercero la infantería de César se puso en movimiento, cambió su posición por una marcha de flanco hacia la montaña, lejos de todos los senderos, y, adelantándose al enemigo, fue a cortarle el paso. Solo entonces se dieron cuenta los lugartenientes de Pompeyo de esta singular maniobra, que les pareció al principio una simple retirada hacia Ilerda. Al punto abandonaron el campamento y los bagajes, y se dirigieron a marcha doble hacia la Gran Vía con intención de llegar a las últimas crestas antes que César. Era ya demasiado tarde; cuando llegaron a ellas vieron que el enemigo ocupaba ya la vía romana con numerosas tropas. Entonces intentaron abrirse paso por otro lado, y se dirigieron por las ásperas laderas inmediatas al río; pero también en ellas los detuvo la caballería, al rodear y destruir las avanzadas lusitanas. El combate no podía ser dudoso entre los cesarianos y el ejército de Pompeyo, completamente desmoralizado, y que tenía detrás de sí a la caballería y delante a toda la infantería del procónsul. Por lo demás, aunque se habían presentado muchas ocasiones de empeñar la batalla, César contuvo con mucho trabajo el impaciente ardor de sus soldados, en extremo confiados en la victoria, pues no tenía necesidad de darla. Por una sola maniobra había quedado comprometido por completo el ejército de Pompeyo; y César, que no quería derramar inútilmente la sangre de sus soldados, ni avivar los odios entre ambos ejércitos, evitó venir a las manos. Desde el día siguiente, en el lugar mismo en que acababa de ser interceptado el camino del Ebro, los soldados de uno y otro campo empezaron a fraternizar y a hablar de capitulación. Los pompeyanos ya habían conseguido de César que aceptara sus proposiciones, especialmente el perdón de las vidas de sus oficiales, cuando se presentó Petreyo con su escolta, formada de esclavos y españoles, y se arrojó sobre sus hombres que parlamentaban, y mandó matar a todos los cesarianos que cayeron en su poder. Sin embargo, no por esto César dejó de restituir al campamento de aquel a los pompeyanos que estaban en el suyo, pues esperaba todavía un resultado favorable. Estos aún conservaban en Ilerda una guarnición y vastos almacenes, y, aunque pensaron volver a la plaza, no lo pudieron efectuar por tener enfrente al enemigo y hallarse separados de ella por el río. Ni siquiera pudieron aproximarse, pues, como la caballería de Pompeyo había perdido sus antiguos bríos, fue necesario cubrirla con la infantería, y por eso las legiones iban a retaguardia. Por último, era imposible proporcionarse agua y forraje, y ya se habían visto obligados a matar las acémilas por no tener con qué alimentarlas.
CAPITULAN LOS POMPEYANOS.
RENDICIÓN DE LA ESPAÑA ULTERIOR
Todo este ejército, que estaba en confuso haz, se vio por fin envuelto: atrás tenía el Sicoris y delante las tropas de César, que abrían fosos y construían trincheras; además, si intentaba atravesar el río, se encontraría frente a la caballería y a la infantería ligera de César, que se habían adelantado y dominaban la ribera opuesta. El valor y la fidelidad de los pompeyanos no pudieron retardar más la inevitable capitulación, que se verificó el 2 de agosto del año 705. César respetó la vida y la libertad de los oficiales y soldados, les dejó las provisiones que les quedaban e incluso les devolvió el botín que les había hecho, a la vez que prometía a los suyos indemnizarlos con iguales cantidades. Y mientras que en Italia la única fuerza reglamentada eran los reclutas prisioneros, quiso honrar a los veteranos de Pompeyo y así les ofreció que ninguno sería obligado a servir en su ejército; solo les exigió que depusieran las armas y volviesen a sus hogares. En virtud de esta disposición fueron licenciados sobre el campo de batalla todos los soldados naturales de España, que constituían aproximadamente la tercera parte del ejército, en tanto el licenciamiento de los italianos se verificó en la frontera de las Galias transalpina y cisalpina.
Disuelto el ejército pompeyano, toda la España citerior quedaba en poder del vencedor. La ulterior, por otra parte, estaba gobernada por Varrón en nombre de Pompeyo. Cuando este lugarteniente tuvo conocimiento del desastre de Ilerda, creyó que el mejor partido era retirarse a Gades y a su isla, y se puso allí a salvo con las considerables sumas que había sacado de los templos de los dioses o confiscado a los cesarianos notables, con la poderosa escuadra que había formado y con las dos legiones que tenía a sus órdenes. Pero, al primer anuncio de la llegada de César, las principales ciudades de esta provincia, que le eran adictas desde mucho antes, se pronunciaron arrojando las guarniciones pompeyanas o arrastrándolas en su defección. Esto sucedió en Corduba, en Carmo (Carmona) y en la misma Gades. También se amotinó una de las dos legiones de Varrón; esta se dirigió a Hispalis (Sevilla), y allí se entregó a César al mismo tiempo que la ciudad. Por último, como Itálica le había cerrado sus puertas, Varrón también se vio obligado a capitular.
SITIO DE MASALIA. CAPITULACIÓN DE ESTA CIUDAD
Casi al mismo tiempo se sometía Masalia. Atacados los masaliotas, habían sostenido el sitio con heroica energía, luchando contra César también por mar. Allí podía decirse que estaban en su elemento, y podían esperar poderosos recursos enviados por Pompeyo, que era, sin disputa, dueño del Mediterráneo. Pero el lugarteniente de César, el hábil Décimo Bruto, el mismo que había combatido contra los vénetos y alcanzado en el océano la primera victoria naval de Roma, supo reunir o construir con presteza una escuadra. En vano el enemigo hizo prodigios de valor, y en vano Domicio embarcó en sus naves a los mercenarios álbieos, a sueldo de Masalia, y a sus propios esclavos pastores. Los soldados de marina, escogidos en las legiones cesarianas, dieron pronta cuenta de la escuadra más numerosa de los sitiados, echándola a pique o capturándola casi en su totalidad. Pero al poco tiempo llegó de Oriente una escuadrilla pompeyana mandada por Lucio Nasidio, que se apostó en la Sicilia y la Cerdeña. Cuando de ello tuvieron noticias los masaliotas, comenzaron de nuevo sus armamentos y se unieron a las naves de Nasidio, y con ellas fueron al encuentro de la escuadra de César. El combate tuvo lugar frente a Tauroeis (la Ciotat, al este de Marsella). Si los pompeyanos se hubieran batido con tanto ardor como mostraron los masaliotas en la lucha, quizá la jornada habría tenido otro resultado; pero la escuadra de Nasidio emprendió la fuga y dejó la victoria a Bruto. Los restos de los pompeyanos fueron a refugiarse en las aguas de España. Los sitiados estaban completamente bloqueados por mar; y por la parte de tierra, por donde dirigía el ataque Cayo Trebonio, la defensa continuaba con tenacidad y energía. Sin embargo, a pesar de las frecuentes salidas de los mercenarios álbieos y del utilísimo empleo de las máquinas balísticas acumuladas en inmenso número dentro de la ciudad, los sitiadores se acercaron a las murallas y una de las torres se derrumbó. Los masaliotas se declararon prontos a cesar en su resistencia; pero, como no querían entregarse sino al mismo César, le pidieron a su lugarteniente que suspendiera los trabajos hasta que aquel estuviese de vuelta. Trebonio otorgó la tregua solicitada, puesto que César le había dado orden expresa de perdonar la ciudad en cuanto fuera posible; pero los masaliotas se aprovecharon de esta tregua para efectuar una pérfida salida y quemar la mitad de las obras romanas, cuya custodia estaba descuidada. Con esto, las hostilidades comenzaron con más actividad y encarnizamiento que antes. Trebonio restableció con una rapidez sorprendente sus torres y empalizadas destruidas, y de nuevo los masaliotas se vieron completamente envueltos. Mientras esto sucedía, César, después de someter a la España, se presentó ante los muros de la plaza, que ya estaba reducida al último extremo por las constantes embestidas del ejército sitiador, por el hambre y por las enfermedades. Por segunda vez, y ahora con mejor fe, Masalia pidió capitular. Domicio, que tenía que reprocharse el haber correspondido con una traición al perdón que el vencedor le había concedido, se embarcó en una lancha, y se deslizó por entre la escuadra romana para buscar en otra parte un tercer campo de batalla donde dar rienda suelta a su irreconciliable odio. Los soldados cesarianos, que habían jurado pasar a cuchillo a toda la población viril de la ciudad perjura, pedían a gritos y tumultuosamente la señal del saqueo. Pero su general, fiel a la misión que se había impuesto de promover en Occidente la civilización helenoitálica, no quiso acceder a los deseos de sus gentes ni reproducir en un nuevo teatro los excesos de la destrucción de Corinto. De todas las ciudades libres y poderosas por mar que antiguamente había fundado el pueblo navegante de la Jonia, Masalia, la colonia más alejada de la metrópoli, había sido tal vez la última en conservar puras y vivas las costumbres y las instituciones de los helenos marítimos, y había sido también la última que combatió por mar. Ahora entrega al vencedor sus arsenales, sus armas y sus naves, y pierde una parte de su territorio y de sus privilegios y franquicias. César, sin embargo, le dejó su libertad y su nacionalidad, y, aunque reducida a una escasa importancia, continuó siendo como antes el centro de la cultura griega en estas apartadas regiones de las Galias, destinadas por la providencia para el cumplimiento de otros fines en la historia.
EXPEDICIONES DE CÉSAR A LAS PROVINCIAS PRODUCTORAS DE TRIGO
Mientras que en el oeste, y después de graves vicisitudes, se decidía la guerra a favor de César con la sumisión de las Españas y de Masalia, hecho que significaba que caía en su poder hasta el último soldado del principal ejército de Pompeyo, también le era propicia la suerte de las armas en el otro campo, allí donde, después de conquistada la Italia, había creído conveniente tomar la ofensiva.
OCUPACIÓN DE LA CERDEÑA Y DE LA SICILIA
Ya hemos dicho que los pompeyanos querían bloquear la Italia y que tenían todos los medios para verificarlo. Eran dueños del mar, y en todas partes, en Gales, en Utica, en Messina y sobre todo en Oriente, trabajaban con ardor para aumentar sus escuadras. Poseían todas las provincias de donde la capital podía sacar sus subsistencias; tenían en Cerdeña y en Córcega a Marco Cotta, y en Sicilia, a Marco Catón. El África obedecía a Accio Varo, que se había constituido allí en general en jefe, y a su aliado Juba, rey de la Numidia. Para César era de absoluta necesidad ir al encuentro del enemigo y arrancar de su poder las provincias productoras de trigo. En este sentido, Quinto Valerio marchó a Cerdeña con una legión y obligó al jefe pompeyano a abandonar la isla. Pero no era empresa tan fácil apoderarse de Sicilia y del África; César confió esta misión al joven y esforzado Cayo Curión, con la asistencia de Caninio Rebilo, lugarteniente hábil y experimentado. La Sicilia fue ocupada sin resistencia. A decir verdad, Catón no tenía ejército, y, como no era hombre de armas, salió de la isla; pero antes aconsejó a los sicilianos, según su leal parecer, que no se comprometieran inútilmente en una resistencia imposible. Curión dejó en la isla, cuya posesión importaba a la seguridad de Roma, la mitad de sus tropas, se embarcó con las restantes (dos legiones y quinientos jinetes), e hizo rumbo hacia el África.
CURIÓN DESEMBARCA EN ÁFRICA. QUEDA VENCEDOR DELANTE DE
UTICA.
ES DERROTADO POR JUBA CERCA DEL BAGRADAS. MUERTE DE
CURIÓN
Además del ejército de Juba, numeroso y bastante sólido en su género, se encontraba allí Varo con dos legiones compuestas de ciudadanos romanos establecidos en el país. Este había equipado una pequeña escuadra de diez velas, pero Curión disponía de fuerzas superiores. Su desembarco se verificó sin dificultad entre Adrumeto, custodiada por una legión y las naves enemigas, y Utica, donde se hallaba Varo con otra legión. Curión se dirigió contra él y estableció su campamento no lejos de la ciudad, en el mismo punto donde siglo y medio atrás había establecido sus primeros cuarteles de invierno en África el primer Escipión. César, obligado por su propio interés a conservar sus mejores tropas para la guerra en España, había formado su ejército de Sicilia y de África en gran parte con los antiguos legionarios del enemigo, especialmente con los capturados en Corfinium. Los oficiales pompeyanos de África, quienes en su gran mayoría habían mandado sobre esos mismos legionarios en esa misma plaza, emplearon a su vez todos los medios para hacer que los soldados que tenían enfrente volvieran a su primer juramento. Pero César no se había engañado en la elección de su lugarteniente. Tan hábil en dirigir un ejército y en conducir una escuadra, como en conquistar el ascendiente y la confianza de sus soldados, Curión los aprovisionaba abundantemente, y, así, los combates que empeñó tuvieron todos un feliz éxito. Varo creía que en la primera ocasión, en el primer encuentro que tuviera con el enemigo, los nuevos soldados de César se pasarían a sus antiguas banderas. Movido sobre todo por este pensamiento, se decidió a dar la batalla; pero sus esperanzas quedaron defraudadas. A las entusiastas palabras de su joven general, la caballería de Curión se precipitó sobre la del enemigo, y la puso en completa fuga. Además, y a la vista de los dos ejércitos combatientes, Curión acuchilló a la infantería ligera que la acompañaba. Rápidamente las legiones cesarianas, alentadas por aquella victoria y por el ejemplo que el mismo Curión les daba, se lanzaron al profundo y difícil valle que las separaba del principal cuerpo de ejército de Varo. Los pompeyanos no esperaron el ataque, y, tras refugiarse vergonzosamente en su campamento, lo evacuaron al llegar la noche. La victoria fue completa, y entonces Curión se creyó en el deber de atacar Utica. Sin embargo, como se le había anunciado que venía a defenderla Juba con todas sus fuerzas, resolvió levantar el sitio, al igual que Escipión a la llegada de Sifax, y retirarse a las posiciones ocupadas en otro tiempo por el Africano, a fin de esperar en ellas tranquilamente los refuerzos que venían de Sicilia. Cuando estaba ocupado en estos proyectos, le fue comunicada otra nueva: se le dijo que Juba había sido atacado por los príncipes, sus vecinos, y, en consecuencia, se había visto obligado a volverse con el grueso de su ejército. De esta forma, no mandaba en auxilio de Utica más que un pequeño cuerpo a las órdenes de Saburra. Siendo Curión fogoso por naturaleza, no había tomado sin pena la resolución de permanecer en la inmovilidad. Así fue que, al saber la buena nueva, resolvió echarse sobre Saburra antes que hubiera tenido tiempo de ponerse en comunicación con los defensores de la plaza. Su caballería salió por la tarde y sorprendió a las tropas del númida, que se hallaban descansando en las márgenes del Bagradas, y causó en ellas mucho estrago. A la noticia de este suceso, Curión precipitó la marcha de su infantería para terminar la derrota comenzada, y, cuando llegaron al lugar donde las tropas númidas se encontraban, las hallaron peleando penosamente en los últimos estribos que descienden hasta el río. Los legionarios se dirigieron contra ellas y las dispersaron en la llanura; pero en este momento cambió la suerte del combate: Saburra no estaba solo y sin reservas como se había creído, sino que a menos de una milla detrás de él se encontraba todo el ejército reunido. Ya acudía la flor de la infantería de Juba; ya se presentaban sobre el campo de batalla dos mil jinetes galos y españoles que venían en auxilio de la vanguardia africana. Por último, el mismo rey se precipitó con el grueso de su ejército y con dieciséis elefantes. Después de una larga noche de marcha y de la empeñada lucha de la mañana, no le quedaban a Curión más que doscientos jinetes romanos que, como sus infantes, sucumbían bajo el peso de la fatiga y del cansancio. En esta llanura, adonde los romanos se habían dejado conducir, las bandas enemigas se vieron engrosadas cada vez más, hasta que los rodearon por todos lados. En vano Curión intentó venir con ellas a las manos; pues la caballería ligera de los libios rehusaba el combate cuando una cohorte se aproximaba a ella, y, cuando esta retrocedía, emprendía su persecución. En vano los soldados de César pretendieron ganar las alturas; pues la caballería de Juba se les había adelantado y ahora les cerraba el paso. Todo estaba perdido: la infantería de Curión se dejó matar hasta el último soldado, y solo algunos jinetes lograron salvarse. Curión habría podido escapar fácilmente, pero no quiso presentarse ante su general sin el ejército que le había confiado y murió con la espada en la mano. En cuanto a la guarnición dejada en el campamento delante de Utica y la tripulación de la escuadra, que habrían podido sin gran esfuerzo volver a Sicilia, se rindieron a Varo al día siguiente, aterrorizados por la sangrienta catástrofe del Bagradas (en agosto o septiembre de 705).
Así terminó la expedición enviada por César a Sicilia y al África. El objeto principal estaba conseguido: al ocupar simultáneamente la Sicilia y la Cerdeña, se había atendido a las más urgentes necesidades de la capital. Por otra parte, y aunque había fracasado la expedición de África, es forzoso decir que los vencedores no sacaron una grande y decisiva ventaja, ni era tampoco una pérdida irreparable para César la de aquellas dos legiones poco firmes, que antes había conquistado en Corfinium. Pero para él y para la misma Roma era una inmensa desgracia la prematura muerte de Curión. El general había tenido sus motivos al elegir para un mando independiente e importante a este joven, nuevo en el oficio de las armas, y que no se había hecho famoso aún, a no ser por los escándalos de su vida privada. En Curión había algo del genio de César: como este, había apurado la copa de los placeres; y como él también, había sido hombre de Estado sin pasar antes por el oficio de capitán; la política había sido su primera maestra, la que lo hizo empuñar la espada. Lo mismo que en César, su elocuencia no conocía los periodos redondeados y hablaba siempre como un hombre a quien inspira un alto pensamiento; lo mismo que él, hacía la guerra con atrevimiento y rapidez, desdeñando los medios vulgares. Finalmente era, como César, un dechado de fina cortesía, con cierto sello de ligereza a veces, en extremo amable, de bondadoso corazón y siempre liberal. Es muy cierto, como su general lo declara, que el arrebato de la juventud y del valor lo hicieron temerario: no quiso solicitar perdón para una falta que era seguramente perdonable, y corrió a la muerte por un exceso de altivez. ¿Acaso no se encuentran también en la vida de César muchos rasgos de una imprudencia igual, y de un igual orgullo? Es de lamentar que esta naturaleza exuberante y poderosa no tuviera tiempo de manifestarse en toda su tranquila majestad, y que la fortuna no reservara a Curión para los tiempos que se acercaban, tiempos en extremo pobres en grandes hombres, y en los cuales solo imperaba fatalmente el régimen de las mediocridades.
PLAN DE CAMPAÑA DE POMPEYO PARA EL AÑO 705.
DERROTA DE LA ESCUADRA Y DEL EJÉRCITO DE ILIRIA
No se puede saber sino por conjeturas la influencia que los acontecimientos de la guerra del año 705 ejercieron sobre los planes de Pompeyo, y sobre todo el destino que este reservaba a sus grandes cuerpos de ejército del oeste, después de la pérdida de Italia. En Ilerda había corrido el rumor de que iba a llamar al ejército de España para que se reuniera con él por la vía de tierra, por el África y la Mauritania; rumor aventurado, en verdad, y que no tenía fundamento alguno. Lo que me parece más verosímil es que, incluso después de haber perdido la Italia, persistía en su primitivo proyecto de atacar a César por dos partes a la vez, en las Galias cisalpina y transalpina, y para eso preparaba un gran movimiento concéntrico desde España y desde Macedonia. Es de suponer que las legiones españolas tendrían la misión de mantenerse a la defensiva en la línea de los Pirineos hasta el momento en que el ejército de Macedonia, que se estaba formando, se hallase en disposición de ponerse en marcha, y entonces debían moverse los dos y reunirse o en el Rin, o en el Po, según las circunstancias. Al mismo tiempo la escuadra intentaría recobrar la propia Italia. Parece que César había previsto este plan, y, en consecuencia, lo primero que hizo fue tomar sus precauciones en la península. La gobernaba en calidad de propretor uno de sus mejores lugartenientes, el tribuno del pueblo Marco Antonio. Los puertos del sudeste, Sipuntum, Brundisium y Tarento, en cuyos puntos se temía un desembarco, tenían una guarnición de tres legiones. En las aguas tirrenas reunía naves Quinto Hortensio, hijo degenerado del famoso orador de su nombre, y en el Adriático, Publio Dolabela formaba una segunda escuadra, cuyas naves todas, útiles para la defensa de Italia, debían servir también para conducir a Grecia las legiones del procónsul, según este tenía proyectado. Si Pompeyo intentaba penetrar en Italia por la vía terrestre, Marco Licinio Craso, hijo mayor del antiguo colega de César, estaba situado en la provincia cisalpina con un cuerpo de ejército, y Cayo Antonio[4], segundo hermano de Marco, ocupaba con sus tropas la Iliria. Sin embargo, pasaban los días sin que atacara Pompeyo, hasta que tuvo lugar el primer encuentro en Iliria en el rigor del verano. El lugarteniente de César, C. Antonio, se mantenía con sus dos legiones en la isla de Curicta (Veglia, en el golfo de Quarnero), y Publio Dolabela cruzaba con su escuadra el estrecho brazo de mar que separa Curicta de la tierra firme. Las escuadras pompeyanas en estos mares, la de Grecia, mandada por Marco Octavio, y la de Iliria, que mandaba Lucio Escribonío, cayeron a la sazón sobre Dolabela, destruyeron todas sus naves y encerraron a Antonio en su isla. Era menester salvar a Antonio a toda costa, y en consecuencia Basilo y Salustio acudieron de la Italia con un grueso ejército, mientras Hortensio hacía rumbo en la misma dirección con la escuadra del Tirreno. Pero como los almirantes enemigos tenían muchas más fuerzas, las legiones de Antonio quedaron abandonadas a su suerte. Los víveres faltaban en la plaza, los soldados descontentos se amotinaron, y, a excepción de algunos pelotones que lograron ganar la tierra firme en balsas, se rindió a discreción la guarnición entera, fuerte todavía de quince cohortes, cuyas tropas fueron transportadas a Macedonia en las naves de libio y luego fueron incorporadas al ejército de Pompeyo. En cuanto a Octavio, continuó en aquellos lugares para completar la sumisión de la Iliria, a la sazón desguarnecida de tropas. Por un lado los dálmatas, que constantemente habían estado en lucha con César desde el tiempo de su proconsulado de las Galias, y por otro los insulares de la poderosa ciudad de Issa (Lissa), y muchos otros pueblos, se pasaron al partido de Pompeyo. No quedaron fieles a César más que las ciudades de Salona (Spalato) y Lissos (Alessio): los habitantes de la primera sostuvieron con gran valor el sitio, y, reducidos al último extremo, hicieron una salida afortunada. Octavio, rechazado, levantó el campo y se fue a invernar a Dirrachium.
RESULTADOS GENERALES DE LA CAMPAÑA
Ahora bien, por importantes que fueran los triunfos alcanzados por la escuadra pompeyana en Italia, no influyeron de una manera poderosa en la marcha de las operaciones, e incluso pierden toda su importancia si se considera que en todo este año de 705, tan fecundo en grandes acontecimientos, fueron los únicos hechos militares llevados a cabo por las fuerzas de mar y tierra que estaban a las órdenes inmediatas de Pompeyo. Del Oriente, del sitio donde todo se reunía contra César, el general en jefe, el Senado, un segundo ejército poderoso, numerosas escuadras, grandes provisiones militares y enormes recursos financieros, ningún recurso vino al Occidente, ni siquiera en el momento mismo en que se sentía mayor necesidad de los auxilios que de allí podían mandarles. Pero, sin que tratemos nosotros de justificar a Pompeyo, esta funesta inacción de sus ejércitos de tierra se explica por la falta de concentración de las fuerzas militares, que todavía se hallaban diseminadas por toda la mitad oriental del Imperio. Y también por el mismo sistema de Pompeyo, que no quiso jamás ponerse en movimiento mientras no tuviera una inmensa superioridad numérica, por su indecisión y acostumbrada lentitud, y por las mismas disensiones que existían entre los coaligados. La escuadra, que era sin disputa dueña del Mediterráneo, no hizo nada para detener los acontecimientos, nada para defender la España, nada o casi nada para auxiliar a la leal Masalia, a la Cerdeña, a la Sicilia y al África. Esa misma escuadra, aun sin intentar la reconquista de la Italia, habría podido muy fácilmente cortarle los víveres. Imposible es asegurar, por más que se tenga de ello una convicción fundada, si la confusión y el desorden habían llegado a su colmo en el campo pompeyano. Pero al menos juzguemos la situación por los resultados de la campaña. César había tomado la ofensiva en España, en Sicilia y en África en forma simultánea: en el primer teatro había vencido por completo, y en las demás partes sus triunfos fueron acompañados de cierta desgracia. Sin embargo, al apoderarse de la Sicilia, había destruido el objeto principal del plan de Pompeyo, que era privar de víveres a Italia; y, al destruir el ejército constitucional de España, había hecho imposible su gran movimiento combinado. En Italia, por último, quedaban casi intactos los preparativos de defensa. A pesar de las sensibles pérdidas de sus ejércitos en África y en la Iliria, al final del primer año de la guerra, César tenía decisivamente ganada la campaña. Y aunque en Oriente los constitucionales no habían hecho ningún esfuerzo serio para detener en el Oeste la marcha triunfante de César, al menos pretendían, aprovechándose de una tregua vergonzosamente alcanzada, afirmarse en sus posiciones militares y políticas en cuanto les fuera posible.
SE
ORGANIZAN LOS CONSTITUCIONALES EN MACEDONIA.
LA EMIGRACIÓN. LOS TIBIOS. LOS ULTRAS
Macedonia era el gran receptáculo de todos los enemigos de César: a ella llegaron Pompeyo y los emigrados de Brindisi. Allí se refugiaron también todos los fugitivos que venían del oeste: Marco Catón, de Sicilia; Lucio Domicio, de Masalia, y de España, sobre todo, una muchedumbre de excelentes oficiales y soldados del ejército disuelto, con sus antiguos generales Afranio y Varrón a la cabeza. En Italia era no solo cuestión de honor, sino también de moda, la emigración de la aristocracia, que recibió nuevo impulso cuando se tuvieron noticias de las dificultades que se ofrecían a César delante de Ilerda. De esta forma, los tibios y los políticos, que hasta entonces habían estado indecisos, fueron uniéndose poco a poco a los pompeyanos. Hasta el mismo Cicerón terminó por convencerse de que, para cumplir plenamente sus deberes de buen ciudadano, no bastaba escribir cualquier precioso «tratado sobre la concordia». El Senado de los fugitivos se había establecido en Tesalónica; allí la Roma oficial tenía sus estados generales interinos, y contaba aproximadamente con doscientos miembros, la mayor parte ancianos venerables por sus años y casi todos consulares. Sin embargo, siempre resultará que eran solo emigrados; y, por otra parte, aquel Areópago romano, que hacía alarde de todas las altas pretensiones de la buena sociedad de la capital, repugnaba como ella de la acción, y no se echaban de menos en aquel cuadro, ni las reminiscencias inoportunas, ni las recriminaciones más impropias todavía, ni la corrupción y fatuidad políticas, ni tampoco las miserias financieras. Y era lo de menos que, en aquel momento solemne en que se desplomaba el viejo edificio constitucional, los emigrados tomasen a su cargo salvar ante todo las antiguas y desacreditadas prácticas, ya que, para colmo del ridículo, un día se dieron prudentemente la denominación de «los trescientos», tocados de un cierto escrúpulo de conciencia y al no atreverse a tomar el nombre de «Senado» fuera del sagrado recinto de Roma. Más tarde instituyeron los largos procedimientos del derecho público, pero estaban turbados, sin saber cómo ni dónde decretarían una ley curial, que no podía hacerse sino en el Capitolio. Pero el mayor mal estaba en la indiferencia de los tibios y en las estúpidas cóleras de los ultras. En efecto, era imposible hacer que los primeros se moviesen, o simplemente que callaran. Cuando se les exigía algún servicio en nombre del interés común, al instante, con su espíritu de inconsecuencia, que es cualidad propia de las gentes apocadas, encontraban un pretexto para demorar el cumplimiento de lo que se les exigía, y entonces o no lo ejecutaban, o lo hacían contra su voluntad. Naturalmente estos hombres, con su mejor saber, acudiendo siempre demasiado tarde y con su genio supremo para la inacción, eran a cada momento una calamidad para las gentes de acción. Censurarlo todo, tanto los asuntos baladíes como los de más alta importancia, mofarse y deplorarlo todo, desanimar o enervar a las masas por su propio abatimiento o desesperada actitud, tal era su obra.
La exaltación de los ultras corría a la par de la atonía de los indiferentes. Declaraban abiertamente que, antes de hablar de paz, era menester que se les presentara la cabeza de César. Así, las tentativas de acomodamiento hechas por este hasta el momento actual habían sido rechazadas sin examinarlas, y, por otra parte, siempre habían aprovechado la ocasión para atentar pérfidamente contra la vida de los emisarios del procónsul. Se comprende bien que estuvieran expuestas a las iras de los ultras las personas y haciendas de los cesarianos declarados; pero que sufrieran la misma suerte los que habían permanecido más o menos neutrales es cosa que no se explica y que sin embargo sucedió. Lucio Domicio, el héroe de Corfinium, presentó seriamente en pleno consejo de guerra la siguiente proposición: «Los senadores que combaten en las legiones de Pompeyo harán que sean juzgados todos los que permanezcan neutrales, y los que, habiendo emigrado, no se han incorporado al ejército. Estos hombres serán, según los casos, o absueltos o condenados, ya a pagar una multa, ya a muerte, con la confiscación de sus bienes». Otro se levantó un día delante de Pompeyo para acusar a Lucio Afranio, que se había hecho culpable del delito de corrupción y de traición al haber defendido mal a la España del ejército de César. En estos republicanos de pura raza, la idea política revestía el carácter de un dogma religioso; y contra las gentes indiferentes del partido, y contra el mismo Pompeyo, abrigaban aún más encono que contra sus declarados adversarios, odiándolos con aquel estúpido rencor que es propio de los fanáticos ultraortodoxos. En aquellas eternas discusiones, que dividían en grupos hostiles el Senado y el ejército de los emigrados, ellos eran a la vez los instigadores y los culpables. Y no se limitaban al dicho, sino que unían la práctica a la teoría. Así, Marco Bíbulo, Tito Labieno y los de su fracción sacrificaban en masa a todos los oficiales y soldados de César que caían en su poder, aun cuando se comprende bien que estas crueldades no eran muy a propósito para entibiar la energía de los cesarianos. Si cuando César estaba fuera de Italia la oposición constitucional no levantó allí jamás su bandera, aunque tenía en la península grandes fuerzas el elemento contrarrevolucionario, fue, según declaran los más previsores enemigos de César, a causa de la profunda y general inquietud que suscitaban aquellos republicanos extremos, dispuestos a dar rienda suelta a sus furores al día siguiente de una restauración. En vista de tales extravíos, los hombres juiciosos del partido pompeyano estaban completamente desesperados. Pompeyo, que tenía un gran valor personal, perdonaba a los prisioneros cuando se atrevía y podía hacerlo; pero siendo naturalmente pusilánime, y hallándose en una falsa situación, no sabía proceder como general en jefe, y así impedir o castigar tales desmanes. Solo un hombre, Marco Catón, dio pruebas de mayor energía combatiendo aquellas abominaciones. Él, al menos, entraba en el campamento con la serenidad de sus costumbres, y, gracias a sus esfuerzos, el Senado de Tesalónica prohibió con un decreto terminante el saqueo de las ciudades sometidas, y que se diese muerte a los ciudadanos fuera de la lucha. De la misma forma pensaba el valiente Marco Marcelo; aunque es verdad que ellos mejor que nadie sabían que los partidos exagerados llegan hasta el último extremo en la pretendida misión salvadora que se arrogan, a pesar de todos los senadoconsultos del mundo. Y si en el momento mismo en que la prudencia aconsejaba la moderación no se contenía el furor de los ultras, ¿podría esperarse después de la victoria otra cosa que un régimen del terror, uno que nunca hubieran podido igualar las dictaduras de Mario y de Sila? He aquí por qué decía Catón que el triunfo de los suyos le asustaba más que su derrota.
PREPARATIVOS MILITARES
La dirección de los preparativos militares en Macedonia correspondía al general en jefe. La situación de Pompeyo, difícil por sí misma y rodeada de obstáculos, no había hecho más que empeorar después de los desastrosos acontecimientos del año 705, cuya responsabilidad le atribuía sin razón el partido, pues el mal éxito de muchos combates se debía indudablemente a la ineptitud y la falta de prestigio de muchos de los generales de Léntulo y de Domicio, entre otros. Desde el día en que Pompeyo tomó en persona el mando del ejército, lo dirigió con habilidad y con valor. Al menos había salvado de una total ruina a fuerzas considerables, y era mostrarse injusto con él reprocharle que no fuera igual a César, en quien todos reconocían un genio superior. De cualquier manera que fuese, solo se juzgaba por los resultados. Con la fe puesta en Pompeyo, antes los constitucionales habían roto con César, y ahora hacían recaer sobre el hombre de su elección las deplorables consecuencias de la ruptura, no porque tratasen de dar a otro el mando (pues en los demás generales solo habían encontrado una incapacidad notoria), sino porque ya habían perdido la confianza en el general en jefe. A los dolores de las derrotas sufridas, venían a agregarse los funestos efectos de la emigración. Entre los fugitivos que llegaban al campamento se contaban muchos excelentes soldados, muchos oficiales expertos, especialmente los del antiguo ejército de España. Sin embargo, era reducido el número de los que acudían para servir y batirse, y en realidad desaparecían como perdidos en la enorme y asombrosa multitud de los generales de salón, que se decían proconsules e imperatores con el mismo derecho que Pompeyo, y de los elegantes de la buena sociedad romana, quienes, de mejor o peor grado, se veían lanzados a la vida militar activa. Estos habían llevado al campamento las costumbres de la capital, en extremo impertinentes en el ejército. Sus tiendas de campaña se convertían en preciosos gabinetes jardín, con el suelo cubierto de fresco césped y las paredes adornadas de hiedra, y la vajilla de plata cubría sus mesas, en las que desde que amanecía estaban circulando las copas. ¡Qué contraste entre estos guerreros perfumados y los rudos veteranos que se alimentaban con un pan grosero que habría dado asco a sus adversarios, cuando, a falta de pan, no se sostenían sino con raíces, y juraban comer antes la corteza de los árboles, que ceder un palmo de terreno! Obligado ya a guardar toda suerte de consideraciones a los otros magistrados, sus colegas, y a toda una corporación que no le era muy adicta, Pompeyo se sentía con los brazos atados. Su situación fue más grave aún cuando los vio reunirse hasta en su propio pretorio para discutir y derramar en largas sesiones el fuerte veneno que la emigración fomenta. No creo que haya necesidad de añadir que él no tenía ni la suficiente elevación de inteligencia, ni el suficiente valor para superar estos obstáculos. Como siempre, procedía con lentitud, con embarazo y con un cierto temor; y lejos de solicitar el auxilio de Catón, hombre que gozaba sin duda de una alta autoridad moral, y cuyo concurso hubiera tenido asegurado si lo hubiera solicitado, lo tuvo postergado por envidia y desconfianza. Así, prefirió a Bíbulo, incapaz desde todo punto de vista, para el mando en jefe de la escuadra. De esta suerte, en todo lo que a la política se refiere, sus faltas fueron tantas como sus actos. Sus faltas están conformes con su genio; y, bajo su dirección, las cosas, que no iban ya por buen camino, marcharon de mal en peor. Sin embargo, en otros asuntos dio pruebas de un laudable celo, y cuando se trató de la organización de las fuerzas militares diseminadas, pero numerosas, se mostró a la altura de su misión.
LAS LEGIONES POMPEYANAS. LA CABALLERÍA
El núcleo de su ejército consistía en las tropas que había llevado de Italia, que habían sido aumentadas con los soldados de César capturados en Iliria y con los romanos que residían en Grecia, y componían ahora cinco legiones. Además, se les habían unido otras tres del Oriente, las dos de Siria formadas con los restos del ejército de Craso, y una tercera que comprendía las dos reducidas legiones estacionadas en Cilicia, cuyos cuadros habían sido reorganizados. Ningún inconveniente había para convocar estos cuerpos, puesto que entonces estaban los pompeyanos en buena inteligencia con los partos. Inlcuso podrían haber llegado a una formal alianza con ellos si Pompeyo no se hubiera negado, tal vez contra su voluntad, a satisfacer su exigencia, que era la devolución de la provincia de Siria, incorporada antes por él al Imperio. César, por su parte, quiso enviar a Siria a dos de sus legiones para reponer al príncipe Aristóbulo, a quien había encontrado prisionero en Roma, y también para sublevar de nuevo a los judíos. Sin embargo, diversas causas, entre ellas la muerte de Aristóbulo, hicieron que su proyecto fracasara. Creta y Macedonia suministraron un cierto número de soldados veteranos establecidos en estos países, con los cuales se formó una legión. Por otro lado, los romanos del Asia Menor compusieron otras dos. A estas once legiones pompeyanas se unieron dos mil voluntarios, restos de las antiguas tropas de España o procedentes de otras partes, y, por úlitmo, los contingentes de los pueblos vasallos. Pompeyo, como César, no había estimado conveniente pedir a estos infantería, y solamente confió la custodia de las costas a las milicias epirotas, etolias y tracias. Aparte de estas, se agregaron al ejército como tropas ligeras auxiliares tres mil flecheros griegos y asiáticos, y mil doscientos honderos. En cuanto a la caballería, a excepción de la aristocrática juventud romana, que era una especie de guardia noble más numerosa que fuerte, y de los esclavos pastores de la Apulia, que Pompeyo había hecho jinetes, estaba formada exclusivamente por los contingentes de los pueblos súbditos o aliados de Roma. Su núcleo eran las bandas celtas; unas, sacadas de la guarnición de Alejandría; y otras, suministradas por la mayor parte de los príncipes gálatas y el rey Deyotaro, quien a pesar de su avanzada edad había venido en persona mandándolas. A estas fuerzas se agregaron otros cuerpos: la excelente caballería ligera de la Tracia (parte de ella llevada por los príncipes Rádala y Rhaskyposis, y otra parte reclutada por el mismo Pompeyo en la provincia de Macedonia); el contingente ecuestre de la Capadocia; los arqueros montados enviados por Antíoco, rey de Comagena; una división de armenios del lado de acá del Éufrates, mandada por Taxilo; otra también de armenios de la parte de allá del mismo río, a las órdenes de Megabates, y, por último, un escuadrón de númidas del rey Juba. Entre todos formaban un total de siete mil jinetes.
LA ESCUADRA
La escuadra era también muy numerosa. En ella se veían las naves romanas ya llevadas de Brindisi, o que llegaron más tarde; las de los reyes de Egipto; las de los príncipes de la Cólquida; las del príncipe de Cilicia, Tarchondimotos; las de las ciudades de Tiro, Rodas, Atenas y Corfú, y principalmente las de todas las ciudades marítimas griegas y asiáticas. Entre todas componían un total de quinientas velas, siendo naves romanas la quinta parte. En Dirrachium había almacenadas considerables provisiones en armas, municiones y víveres, y las cajas del ejército estaban llenas. Los pompeyanos eran dueños de las principales fuentes de los ingresos públicos: se aprovechaban de las riquezas de los príncipes aliados y de los más ilustres senadores y publicanos, y disponían de las haciendas de todos los ciudadanos romanos que residían en Oriente. En África, Egipto, Macedonia, Grecia, Siria y en el Asia occidental, en todas partes, en fin, hasta donde se extendían la autoridad del gobierno legítimo de Roma y el tan ponderado crédito de Pompeyo sobre los reyes y los pueblos aliados, la República constitucional lo ponía todo a contribución para su defensa. No había ninguna exageración cuando se decía en Italia que Pompeyo armaba contra la Roma de César a los getas, a los de la Cólquida y a los armenios, o cuando se le daba en el campamento el título de «rey de reyes». En resumen, mandaba un ejército de siete mil caballos, once legiones, de las cuales cinco eran muy aguerridas, y una escuadra de quinientas naves. Como el soldado se hallaba bien pagado, bien tratado, merced a su solicitud, y con la promesa de infinitas dádivas en caso de triunfar, su espíritu era generalmente bueno, y hasta excelente en muchos casos entre los más valerosos cuerpos. Sin embargo, una gran parte del ejército se componía tan solo de reclutas que se estaban organizando e instruyendo, y, por mucha actividad que se desplegara en esta organización e instrucción, sería una obra larga. En suma, aquella era una masa confusa tal vez, pero imponente en su conjunto.
LOS POMPEYANOS REUNIDOS EN LA COSTA DE EPIRO
Pompeyo se proponía que la escuadra y el ejército se mantuvieran reunidos durante todo el invierno del año 705 al 706 a lo largo de la costa, y en las aguas del Epiro. Ya su almirante Bíbulo se había apoderado de su nueva estación de Corfú con ciento diez naves, pero el ejército de tierra, que durante el verano había acampado en Berrhœa sobre el Haliacmon, quedaba aún detrás, marchando muy lentamente por la gran vía que va de Tesalónica a la costa occidental y a Dirrachium, sus futuros cuarteles. Las dos legiones que Metelo Escipión traía de Siria invernaban en Pérgamo, en el Asia Menor, esperando que llegase la primavera; allí obraban según su voluntad, sin obedecer ninguna orden. En el primer momento los puertos del Epiro no tenían para su defensa, aparte de la escuadra, más que las milicias locales y algunos soldados reclutados hechos en los países vecinos.
CÉSAR MARCHA CONTRA POMPEYO Y ARRIBA A EPIRO.
PRIMERAS VENTAJAS
Así se explica cómo César, que había tenido que hacer en este intervalo la guerra en España, llegó todavía a tiempo para tomar la ofensiva. Este, al menos, no perdía un momento; desde hacía tiempo había preparado sus transportes y reunido en Brindisi buques de guerra, y, cuando capitularon Masalia y el ejército de España, dirigió a dicho puerto sus mejores tropas, de las cuales ya podía disponer. César exigió a sus soldados inauditos esfuerzos; así es que las fatigas, más que los combates, habían mermado ya sus filas. Una de sus más veteranas legiones, la novena, al pasar por Placencia se había entregado al pillaje, peligroso sistema para levantar el espíritu de sus tropas. Solo por su presencia de ánimo, su energía y su autoridad, César pudo reprimir aquel mal gravísimo y en adelante ya no se le opuso ningún obstáculo a su marcha. Pero, así como en marzo del año anterior no había podido emprender la persecución de Pompeyo, de la misma manera el corto número de sus naves paralizaba ahora la proyectada expedición. Las embarcaciones que había mandado armar en los arsenales de las Galias, de Sicilia y de Italia no estaban todavía dispuestas, o no habían llegado a Brindisi. La escuadra del Adriático había quedado deshecha el año anterior en las aguas de Curicta, y solo tenía a su disposición doce buques de guerra y algunos de transporte, apenas suficientes para trasladar a Grecia la tercera parte de su ejército, que constaba entonces de doce legiones y diez mil caballos. El enemigo, con sus numerosas escuadras, era dueño del Adriático y de todos los puertos e islas de la costa oriental. Es extraño que, ante tal situación de cosas, César, en vez de emprender la ruta del mar, no tomara el camino de tierra por la Iliria, evitando de este modo los peligros que lo amenazaban de parte del almirante enemigo. Además, para sus tropas, que en su mayor parte venían de las Galias, el camino habría sido más corto que el rodeo por Brindisi, pues si bien es cierto que la Iliria era un país en extremo áspero y estéril, muchos ejércitos lo atravesaron poco después. Este no debe de haber parecido un obstáculo invencible al conquistador de las Galias. Entiendo que César, sin duda, debió temer que, mientras él avanzara a duras penas dando la vuelta al Adriático, Pompeyo se dirigiese con todas sus fuerzas a través del mar; de tal suerte que, cambiándose los papeles, ocupase la Italia en tanto él se internaba en Macedonia. Pero ¿podía esperarse de Pompeyo, el hombre pesado por excelencia, que ejecutase un movimiento tan rápido y llevase a cabo tal golpe de audacia? Quizá cuando César tomó su resolución había esperado poder reunir a tiempo una escuadra respetable; quizá tampoco conociese el verdadero estado de las cosas sino hasta su vuelta de España, cuando era ya demasiado tarde para modificar su plan. Quizás, en fin (y aun pudiera decirse, teniendo en cuenta su genio fogoso y activo, que esto es lo más probable), se dejase llevar esta vez por la irresistible tentación que se le ofrecía de arrojarse súbita y hasta temerariamente, y contrariar así los planes de Pompeyo si lograba ocupar de improviso la costa del Epiro, sitio adonde el enemigo trataría de trasladarse en masa dentro de poco. Sea como fuere, el 4 de enero del año 706 se hizo a la vela César con seis legiones[5], muy mermadas por las excesivas fatigas y por las enfermedades, y seiscientos caballos. Dirigió su rumbo hacia la costa de Epiro, y su expedición era tan temeraria como el imprudente desembarco en Bretaña. Lanzado así a la suerte, los primeros resultados de su empresa fueron felices y desembarcó al pie de los montes Acroceranios (o de la Quimera), en la rada poco frecuentada de Paleassa (hoy Paljassa). Los pompeyanos habían visto pasar la flotilla desde Oricum (bahía de Aulona), donde tenían anclados dieciocho buques, y también desde Corfú, principal apostadero de la escuadra. Pero los de Oricum se creyeron muy débiles para el ataque, y en Corfú no se hallaban dispuestos para hacerse a la vela. La primera expedición se efectuó sin entorpecimiento alguno, y sus tropas lograron desembarcar. Al tiempo en que las naves zarpaban para ir a una nueva expedición, César atravesó por la tarde los montes Acroceranios. Al principio fueron tan favorables los resultados de aquella empresa, como grande la sorpresa del enemigo. En ninguna parte hicieron resistencia las milicias de los epirotas: las importantes plazas marítimas de Oricum (Eriko), de Apolonia y de otras ciudades de la costa se sometieron, y Dirrachium (Durazzo), la principal plaza de armas de los pompeyanos, llena de toda clase de municiones, corrió los mayores peligros con su reducida guarnición.
CÉSAR INCOMUNICADO CON ITALIA
Pero la continuación de la campaña no respondió a sus importantísimos comienzos. Bíbulo, culpable de negligencia en los primeros momentos, redobló sus esfuerzos y reparó en parte sus faltas. Luego de capturar unos treinta transportes que volvían a Brindisi, los hizo quemar con sus tripulaciones, equipos y armamentos. Después de esto ejerció en toda la costa, desde la isla Sasón (Saseno) hasta Corfú, la más exquisita vigilancia, a pesar de los rigores de la estación y de la dificultad del abastecimiento de los cruceros, a los cuales había que llevarles de Corfú hasta la leña y el agua. Muerto al poco tiempo el almirante a consecuencia de las fatigas sufridas, su sucesor, Libón, estableció el bloqueo del puerto de Brindisi hasta que finalmente la escasez de agua lo hizo abandonar el islote que se halla a la entrada de dicho puerto, y en el cual se había apostado. A los oficiales de César les era imposible llevarle el segundo cuerpo de ejército, y él tampoco había podido apoderarse de Dirrachium. Los parlamentarios que envió a Pompeyo le dieron a conocer a este los preparativos de su rival y su próxima marcha a la costa de Epiro, de forma tal que, acudiendo a marchas forzadas, pudo entrar a tiempo en la importante plaza de armas. La situación de César era crítica; aunque se había extendido por el Epiro cuanto se lo permitían sus escasas fuerzas, no eran fáciles ni estaban aseguradas sus subsistencias. Por el contrario, los pompeyanos, en posesión de los almacenes de Dirrachium y dueños del mar, tenían de todo en abundancia. Y, por otra parte, ¿cómo presentar la batalla con unos veinte mil hombres, a lo sumo, a un ejército que lo duplicaba en número? César debió tener a gran dicha el habérselas con un enemigo tan metódico como Pompeyo. Este, en vez de venir a las manos sin perder tiempo, había establecido sus cuarteles de invierno en la ribera derecha del Apsos, entre Dirrachium y Apolonia. Allí, teniendo a César enfrente, en la orilla izquierda, esperaba la primavera confiado en destruirlo entonces con el peso irresistible de sus fuerzas, aumentadas con las legiones que le llegaban de Pérgamo. Así pasaban los meses, y si lograba alcanzar la primavera, si recibía los poderosos refuerzos que esperaba y recobraba la libre disposición de su escuadra sin que hubiera variado la situación de César, la destrucción de este sería inevitable, encerrado como se hallaba en las montañas del Epiro, entre los innumerables buques del enemigo y su poderoso ejército de tierra. El invierno tocaba ya a su fin, y no había otra esperanza para César que los transportes. Ahora bien, ¿cómo podrían intentar, sin que fuera una temeridad insensata, romper las líneas del bloqueo acudiendo a la fuerza o valiéndose del ardid? Y, sin embargo, después del inaudito atrevimiento del primer desembarco, era necesario intentar un nuevo golpe de audacia. César conocía mejor que nadie su desesperada situación; y se dice que un día, impaciente por la tardanza de su escuadra, quiso atravesar el mar él solo en una barca de pescadores para ir en busca de su gente a Brindisi; empresa insensata, de la cual hubo de desistir por no encontrar un marinero que se prestase a conducirlo.
ANTONIO LLEGA A EPIRO. REUNIÓN DE LAS FUERZAS CESARIANAS
De cualquier manera, no era necesaria su presencia en Italia, puesto que el fiel lugarteniente que en ella había dejado, Marco Antonio, no vaciló un solo instante en ir a auxiliar y a salvar a su jefe a toda costa. Por segunda vez salieron del puerto de Brindisi los transportes; conducían cuatro legiones y ochocientos caballos y por una feliz casualidad, mientras huían de un fuerte viento del sur, pasaron por delante de las galeras de Libón. Pero, al mismo tiempo que este viento protegía a la escuadra, le impedía arribar a la costa de Apolonia, que era la orden que tenía; y así, pasando por delante de los campamentos de César y de Pompeyo, se dirigió al norte de Dirrachium, a Lissos, cuyos habitantes por fortuna eran todavía adictos a César. A la altura de la rada de Dirrachium se lanzaron en su persecución las galeras rodias a fuerza de remos, y así fue que Antonio apenas tuvo tiempo de entrar en el puerto de Lissos, cuando se presentó a la vista de la plaza la escuadra enemiga. Sin embargo, como el viento cambió súbitamente, tuvieron que volverse los cruceros, algunos de los cuales fueron a estrellarse contra las rocas de la costa. Por una afortunada combinación pudo llegar al Epiro la segunda expedición de los cesarianos. Es verdad que Antonio y César estaban a cuatro jornadas el uno del otro, y que entre ambos estaban Dirrachium y todo el ejército de Pompeyo. Pero Antonio realizó una peligrosa marcha por los desfiladeros del Graba Balkan, dio la vuelta para evitar el encuentro con las tropas y plaza enemigas, y se reunió en la ribera derecha del Apsos con César, que también marchaba a su encuentro. En vano Pompeyo había intentado impedir la reunión de los dos cuerpos enemigos y obligar a Antonio a aceptar él solo el combate. Este fue a situarse cerca de Asparagión, sobre el Genusos (Uschkomobin), torrente que corre paralelo al Apsos, entre este río y Dirrachium[6], y allí permaneció de nuevo inmóvil. César se consideraba con bastantes fuerzas como para librar la batalla, a la que no pudo acarrear a su adversario. En cambio supo engañarlo, y tras repetir con sus tropas, que hacían mejores marchas, la maniobra de Ilerda, se situó entre la plaza y el campamento de Pompeyo que se apoyaba en ella. La cadena del Graba Balkan, que va del Este al Oeste, termina en el Adriático formando el estrecho promontorio de Dirrachium. A tres millas al este de la ciudad, se divisa un ramal que describe una línea curva hacia el sudeste y se dirige paralelamente al mar; y entre la cadena principal y esta derivación se extiende una pequeña llanura cerrada hasta los arrecifes de la costa. En ella fue a establecer su campamento Pompeyo. Aunque había quedado incomunicado con Dirrachium por la parte de tierra, a consecuencia de la evolución practicada por César, continuaba por medio de su escuadra en constante comunicación con la plaza, de donde sacaba fácilmente y en abundancia todas las provisiones que necesitaba. En cuanto a los cesarianos, a pesar de los gruesos destacamentos que mandaban a los países que se hallaban a su espalda, y a pesar de todos los esfuerzos de su general, no les llegaban las municiones en el momento fijado, pues los encargados de los bagajes no caminaban con la diligencia que era necesaria. De aquí los apuros y sufrimientos que pasaron: en vez de trigo candeal, que era el alimento habitual de las tropas, se vieron con frecuencia obligadas a mantenerse con carne, con cebada y hasta con raíces.
CÉSAR ENCIERRA A POMPEYO EN SU CAMPAMENTO.
SON CORTADAS LAS LÍNEAS DE CÉSAR.
ESTE ES DERROTADO POR SEGUNDA VEZ
Como César quería triunfar sobre la obstinación pasiva de su flemático rival, ocupó todo el círculo de las alturas que rodeaban la playa donde acampaba Pompeyo. Con esto lograba anular la caballería enemiga, superior a la suya, y podía operar sin temor contra Dirrachium, obligando a dicho general a batirse y aun a embarcarse. Sin embargo, casi la mitad de las fuerzas cesarianas habían quedado ya destacadas en el interior, y era correr una aventura muy peligrosa empeñarse en mantener sitiado un ejército aproximadamente doble en número, compacto, y que se apoyaba en el mar y en una escuadra. Mas no por esto abandonaron aquella empresa los veteranos de César: a fuerza de continuos y penosos trabajos encerraron el campamento de Pompeyo en una línea de reductos de tres millas y media. A esta circunvalación añadieron, como en Aliso, líneas de trincheras exteriores para cubrirse contra la guarnición de Dirrachium y los ataques de flanco, tan fáciles para Pompeyo, gracias al auxilio de su escuadra. Varias veces intentó este romper las líneas, atacando primero un reducto y luego otro; pero no trabó una batalla general, y, lejos de evitar la circunvalación de su propio campamento, construyó a su vez delante de este cierto número de reductos, unidos entre sí por una serie de trincheras. Ambos campos se fortificaban extendiendo sus líneas de defensa tan lejos como podían. Los trabajos, incesantemente interrumpidos por los combates parciales, adelantaban poco. Por otra parte, los cesarianos tenían que habérselas por la retaguardia con las gentes de Dirrachium, en cuya plaza César ya tenía inteligencias y esperaba apoderarse de ella, cosa que fue impedida por la escuadra enemiga. Así, pues, en todas partes se estaba siempre en armas; y un día, por cierto el más caluroso de la estación, se trabó la pelea en seis sitios a la vez. Por lo común, los soldados de César, gracias a su experimentado valor, obtenían la ventaja en estas escaramuzas; hasta se vio a una sola cohorte sostenerse en sus líneas durante muchas horas frente a cuatro legiones, que al fin tuvieron que retroceder cuando llegaron refuerzos. Por ningún lado se consiguieron ventajas decisivas; pero poco a poco los atacados pompeyanos fueron experimentando pérdidas. César, al variar el curso de los arroyos que descendían de las montañas a la llanura, los redujo al agua de las fuentes, que era escasa y mala. Aún más sintieron la escasez de forraje para las acémilas y los caballos, a cuyo abastecimiento la escuadra no podía atender suficientemente. Como los animales morían en masa, se mandó transportarlos a Dirrachium, aunque también allí sintieron la misma escasez. Pompeyo no podía diferir por más tiempo el ataque, y le era forzoso dar a todo trance un golpe atrevido para librarse de la difícil posición en que se hallaba. En aquel momento supo por unos tránsfugas galos que César había omitido cerrar en la playa con una muralla transversal sus dos líneas de reductos, distantes seiscientos pies la una de la otra; y sobre esto formó su plan. Hizo atacar las líneas interiores por las legiones salidas del campamento, y las exteriores por las de la escuadra, desembarcadas expresamente en la parte de allá de las trincheras. Al mismo tiempo, un tercer cuerpo se lanzaba en el intervalo entre los reductos y atacaba por retaguardia al enemigo, ocupado en todas partes en su defensa. Las trincheras próximas a la mar fueron perdidas y la guarnición emprendió una desordenada fuga. Marco Antonio, que mandaba en el segundo reducto, se sostuvo a duras penas tras haber logrado por el momento detener el torrente enemigo; pero César tuvo considerables bajas, y la cabeza de sus líneas en la playa cayó en poder de los pompeyanos. De esta forma el bloqueo quedó roto. El procónsul ardía en deseos de aprovechar la primera ocasión que se le ofreciera para tomar la revancha. Al poco tiempo se arrojó con el grueso de su infantería sobre una legión pompeyana, imprudentemente mandada a retaguardia, que se resistió con gran bravura. La refriega tuvo lugar en un terreno escabroso, escalonado por los campamentos de diferentes cuerpos, grandes o pequeños, y cortado en todos los sentidos por trincheras y fosos. En breve se desordenan el ala derecha y la caballería de César, y, en vez de ayudar al ataque del ala izquierda, van a perderse en un estrecho barranco que se dirige desde uno de los antiguos campamentos hacia el cercano río. En estas circunstancias llega Pompeyo al lugar de la refriega con cinco legiones y encuentra al ejército de César dividido en dos cuerpos, con una de sus alas gravemente comprometida. Al verlo con fuerzas superiores, los cesarianos, sobrecogidos de súbito pánico, se dispersan y emprenden una precipitada fuga. En esta refriega César perdió mil de sus mejores soldados, y se dio por satisfecho de haber escapado de una completa derrota. Su ejército solo debió su salvación a la excesiva prudencia de Pompeyo, que no pudo desplegar sus fuerzas en aquel terreno y que, temiendo un ardid de guerra, contuvo a sus soldados en vez de emprender la persecución del enemigo.
CONSECUENCIAS DE ESTAS DOS DERROTAS
No solamente había experimentado César sensibles pérdidas y había visto desaparecer en un momento sus líneas y sus considerables trabajos, en los cuales había empleado cuatro meses, sino que al día siguiente de librar los últimos combates se encontraba en el mismo punto de partida de la campaña. Ahora más que nunca le estaba cerrada la comunicación por mar, sobre todo después de que el hijo mayor de Pompeyo, Gneo, había sorprendido algunos buques de guerra en la rada de Oricum y los había atacado con denuedo, quemando unos y capturando otros. Y después de que, casi al mismo tiempo, había reducido a cenizas los transportes dejados en Lissos. Por lo tanto, en adelante César no podía esperar que le llegasen por mar nuevos refuerzos de Brindisi.
La numerosa caballería de Pompeyo, libre ya de toda clase de obstáculos, se extendió por los alrededores para cortar a César sus provisiones, que eran ya muy difíciles. Más que audacia había tenido César al tomar sin escuadra la ofensiva contra un enemigo que era dueño del mar; y el fracaso tenía que ser completo. En el terreno elegido se había estrellado contra invencibles obstáculos defensivos, y ya no podía pensar en dar el asalto a Dirrachium ni en presentar al ejército pompeyano una batalla decisiva. Pompeyo, por el contrario, era dueño de elegir la ocasión y el momento de arrojarse sobre su rival, acosado por el hambre. La guerra estaba en su apogeo: hasta entonces Pompeyo había obrado al parecer sin iniciativa, disponiendo su defensa según el ataque de cada día, lo cual no le desagradaba. De hecho, al hacer durar la guerra, adiestraba a sus reclutas, daba tiempo a sus reservas para que acudieran, y aseguraba y desenvolvía la gran preponderancia de su escuadra en las aguas del Adriático. Sin embargo, los descalabros de César delante de Dirrachium no tuvieron las fatales consecuencias que su rival esperaba, quizá con fundamento. Cuando se creía que los veteranos de César estaban en plena disolución, acosados por el hambre o por efecto de la insubordinación, dieron una nueva prueba de su gran energía militar. De todas maneras, tras haber sido César derrotado en el campo de batalla y en su importante operación estratégica, parecía que no podría sostenerse donde acampaba, ni cambiar con provecho sus posiciones.
PLAN DE GUERRA DE POMPEYO. ESCIPIÓN Y CALVINO
Siendo Pompeyo el vencedor, a él tocaba ahora tomar la ofensiva, y quiso verificarlo. Tres medios se le ofrecían para sacar partido de su victoria: el primero, y el más sencillo de todos, consistía en no dejar al vencido respirar, persiguiéndolo sin tregua si levantaba sus reales. Pompeyo podía también dejar a César en Grecia con su principal ejército, y trasladarse él a Italia con el grueso del suyo, como desde hacía tiempo lo tenía dispuesto. En efecto, allí contaba con la opinión que era antimonárquica y decididamente hostil a César. Además, después de que sus mejores legionarios y su bravo y decidido lugarteniente habían salido para Grecia, los soldados que quedaban en la península no podían ser un obstáculo a la realización de los planes del partido constitucional. Pompeyo podía, finalmente, situarse en el continente helénico, atraer hacia sí las legiones de Metelo Escipión, marchar con ellas al encuentro de César y derrotarlo. César, cuando hubo conseguido unirse a su segundo cuerpo de ejército, mandó a la Tesalia y al Epiro fuertes destacamentos de tropas para ayudar al abastecimiento de sus soldados, y también envió por la vía Egnaciana dos legiones con dirección a Macedonia. Gneo Domicio Calvino, que las mandaba, llevaba orden de detener a Escipión, que venía de Tesalónica por la misma vía, y de batirlo antes que pudiera reunirse con Pompeyo. Calvino y Escipión no estaban sino a algunas millas de distancia el uno del otro cuando el último se volvió de repente hacia el sur, atravesó rápidamente el Haliacmon (Jadsché Karasu) y, tras dejar sus bagajes a Marco Favonio, entró en Tesalia. Allí se proponía destruir una legión de reclutas, que a las órdenes de Lucio Casio Longino se ocupaba a la sazón de someter aquel país a César. Pero Longino atravesó las montañas, bajó hacia Ambracia, y se arrojó sobre Gneo Calvicio Sabino y la división de la Etolia. Escipión no pudo hacer contra él otra cosa que lanzar en su persecución la caballería tracia que llevaba, para volverse después hacia atrás. Entre tanto, Calvino ya operaba contra Favonio y las reservas del Haliacmon, amenazándolas a su vez, tal como Escipión había amenazado a los cesarianos de Casio. Calvino y Escipión se encontraron finalmente frente a frente sobre el Haliacmon, y permanecieron algún tiempo acampados observándose mutuamente.
RETIRADA DE CÉSAR. MARCHA HACIA LA TESALIA
Si Pompeyo podía elegir, no le sucedía lo mismo a César, quien después de las dos derrotas sufridas se retiró hacia Apolonia. Pompeyo lo siguió paso a paso. Era empresa difícil desfilar así de Dirrachium a Apolonia por un camino dificultoso, cortado por muchos torrentes, con un ejército vencido que llevaba al vencedor a retaguardia. Sin embargo, allí iba César dirigiendo la marcha con su ordinaria habilidad, y sus infatigables infantes cansaron a Pompeyo, que se detuvo después de cuatro días de una persecución inútil. ¿Qué iba este a decidir? ¿Iba a intentar un desembarco en Italia? ¿Sería preferible internarse en el país? La primera empresa era seductora, y muchos se la aconsejaron, pero Pompeyo no quiso abandonar el cuerpo de ejército de Metelo Escipión. Además esperaba, tomando aquella dirección, encontrar y destruir a Domicio Calvino. Este, en efecto, se hallaba entonces situado en la vía Egnaciana, por debajo de Heráclea de Lyncéstides, entre Escipión y Pompeyo. César, retirado hacia Apolonia, estaba más lejos de él que el gran ejército de los constitucionales. Calvino, por otra parte, nada sabía de los acontecimientos de Dirrachium, ni del peligro que lo amenazaba. Después de los recientes descalabros, todo el país se había pasado a Pompeyo, y de todas partes eran expulsados los mensajeros de César. El ejército del primero no estaba ya más que a algunas horas de Calvino, cuando finalmente supo por las avanzadas enemigas del estado de las cosas. Al instante se dirigió hacia el sur, y así se salvó de la borrasca que lo amenazaba. Pompeyo había conseguido, al menos, librar a Escipión de una derrota. Mientras tanto, César había llegado a Apolonia sin nuevos combates. Inmediatamente después de la catástrofe de Dirrachium, tomó su partido: le convenía cambiar el terreno de la guerra y abandonar la costa para trasladarse al interior, pues, haciéndolo así, ponía fuera de juego la escuadra de Pompeyo, causa principal de los reveses que había sufrido en todas sus recientes empresas. Un solo objeto se proponía al ir a Apolonia, lugar donde tenía sus depósitos: este objeto era poner a salvo a sus heridos y pagar el sueldo a sus tropas. Una vez que el propósito fue cumplido, se puso inmediatamente en marcha para la Tesalia, y dejó guarniciones en Apolonia, en Oricum y en Lissos. Calvino también se dirigía hacia el mismo punto, y, por último, los refuerzos de Italia, que eran dos legiones mandadas por Quinto Cornificio, atravesaban a la sazón la Iliria, por la vía de tierra, e iban también a unírsele en la Tesalia con más facilidad que en el Epiro. César remontó el valle del Aoüs por tortuosos senderos, pasó los montes que sirven de límite a los dos países, y llegó al Peneo. Hacia él se había adelantado Calvino, y, al poco tiempo, los dos ejércitos, dirigiéndose por el camino más corto y menos expuesto, se reunieron en Eginión, no lejos de las mismas fuentes del río. La primera plaza tesaliana ante la cual se presentó en actitud belicosa, Gomphi, le cerró sus puertas. Al instante fue tomada por asalto y entregada al saqueo: las demás ciudades del país se rendían asustadas en cuanto las legiones se presentaban ante sus muros. Por un lado las marchas y los combates más felices, y por otro la mayor facilidad de provisiones en el alto Peneo, si bien todavía no eran muy abundantes, hicieron olvidar al soldado poco a poco las desgraciadas jornadas de Dirrachium, y puede decirse que al principio de esta nueva campaña no sintió ya la miseria.
Así se anulaban para Pompeyo los primeros resultados de sus dos victorias. Con todo su gran ejército y con su numerosa caballería no había podido seguir a su rápido enemigo a través de las montañas. César y Calvino se habían salvado, estaban reunidos, y ocupaban con seguridad el país de la Tesalia. Quizá fuera este el momento elegido por los coaligados para embarcarse todos sin dilación con rumbo a Italia, donde podían esperar el éxito. Al efecto, una división de la escuadra se había adelantado doblando el cabo entre la península y la Sicilia. Pero en el campamento todos eran del parecer que la partida estaba ganada después de las victorias de Dirrachium, y que no había más que recoger el sazonado fruto de ella, atacando al ejército derrotado y haciéndolo prisionero. A las excitaciones y a la excesiva prudencia de otras veces, sucedió una excesiva confianza, ahora menos justificada que nunca. No tenían en cuenta que ni siquiera habían sabido perseguir al enemigo; que era menester disponerse a atacar en Tesalia a un ejército rehecho, reorganizado y abastecido, y que no podían, sino con peligro, abandonar la costa, renunciar al apoyo de la escuadra e ir a buscar al enemigo al campo de batalla por él elegido. Finalmente, se decidió venir a todo trance a las manos, y marchar lo más pronto y por el mejor camino posible al encuentro de César. Catón tenía el mando de Dirrachium con dieciocho cohortes, y el de Corfú, donde había ancladas trescientas naves. En cuanto a Pompeyo y Escipión, se reunieron en Larisa, en las llanuras del bajo Peneo; parece que el primero, desfilando por la vía Egnaciana hasta Pella y dirigiéndose después a la derecha por la gran vía del Sur, y el segundo, viniendo del Haliacmon por las gargantas del Olimpo.
BATALLA DE FARSALIA
Acampaba César más al sur, en la llanura que se extiende entre las colinas de Cinocéfalas y el monte Othris y que riegan los afluentes del Peneo, y esperaba a los pompeyanos junto a Farsalia, ciudad situada en la ribera izquierda de uno de esos ríos, el Enipeos, en cuya margen derecha vino Pompeyo a establecer su campamento en frente de su rival, al pie de los últimos estribos de Cinocéfalas[7].
Disponía este de todo su ejército. César, por el contrario, esperaba todavía una división de cerca de dos legiones, destacadas poco antes en Etolia y en Tesalia, a las órdenes de Quinto Fufio Caleno, que a la sazón se hallaba en Grecia. Y también aguardaba las dos legiones de Cornificio que venían por tierra de la Italia, y por entonces estaban llegando a la Iliria. El ejército de Pompeyo, que constaba de once legiones, o sea de cuarenta y siete mil hombres y de siete mil caballos, era dos veces superior al de César en infantería, y siete veces mayor en caballería. Las ocho legiones de este, diezmadas por las fatigas y los combates, no podían presentar en batalla cada una más que dos mil doscientos hombres, la mitad de su contingente normal. Pompeyo, vencedor hasta entonces, con su numerosa caballería y sus almacenes llenos mantenía a sus soldados en la abundancia, mientras que los cesarianos apenas podían subsistir y no esperaban mejores recursos hasta la próxima cosecha. En la reciente campaña los pompeyanos se habían acostumbrado a la guerra, habían adquirido confianza en sus jefes, y el espíritu del soldado era excelente. Por otra parte, toda vez que se habían aventurado a ir en busca de César a Tesalia, la razón militar exigía que llegaran sin tardanza al combate decisivo, y, más todavía que la razón militar, se hacía oír en el consejo la impaciencia propia de toda emigración. Los oficiales nobles y las gentes de la buena sociedad que seguían al ejército deseaban que se trabara la batalla; en su opinión, después de los acontecimientos de Dirrachium, el triunfo de su partido era un hecho consumado. Ya se disputaban el gran pontificado que ejercía César, y se daban encargos de alquilar en Roma las casas cercanas al Forum, en vista de las futuras elecciones. Si Pompeyo vacilaba en dar el ataque era porque quería mandar por más tiempo a aquella turba de pretorianos y consulares, y prolongar su papel de Agamenón. Este cedió al fin a las excitaciones de sus gentes. César, que no creía que su rival viniera a las manos, había proyectado un movimiento sobre el flanco del enemigo, y se disponía a marchar sobre Scotussa; pero, cuando vio a los pompeyanos hacer sus preparativos y ofrecerle el combate en la ribera izquierda, colocó sus legiones en orden de batalla. Así, el 9 de agosto del año 706 se dio la batalla de Farsalia en el mismo sitio en que doscientos años antes había conquistado la espada de Roma el Imperio de Oriente. Pompeyo tenía apoyada su derecha en el Enipeos; César, enfrente de él, aseguraba su izquierda en el terreno cortado delante del río. Las otras dos alas enemigas se extendían en la llanura, cubierta cada una de ellas por la caballería y por las tropas ligeras. El plan de Pompeyo era sencillo y consistía en mantener su infantería a la defensiva y lanzar su caballería contra los débiles escuadrones que, mezclados con la infantería ligera, según la costumbre de los germanos, les hacían frente. Una vez que estos quedaran desordenados y dispersos, volverían para atacar por retaguardia el ala derecha de los cesarianos. Su infantería, en efecto, sostuvo con gran bravura el ataque de César: en el centro estaba indecisa la batalla. Después de una heroica pero corta resistencia, Labieno rompió las líneas de la caballería de César, luego evolucionó sobre la izquierda y se puso en disposición de volver contra la infantería. Pero César había previsto que sus jinetes no podrían sostener el combate y había colocado detrás de ellos, sobre el amenazado flanco, dos mil de sus mejores legionarios; así, cuando los escuadrones de Pompeyo, después de derrotar y dispersar a sus adversarios, llegaron en tumulto a sus líneas, se estrellaron contra aquella muralla humana. Los legionarios marcharon sin temor contra ellos, y su ataque inesperado e inusitado los puso en desorden[8], hasta que abandonaron el campo precipitadamente. Los cesarianos destrozaron a los flecheros, que estaban sin defensa, y precipitándose después sobre el ala izquierda enemiga, la atacaron de flanco. Al mismo tiempo César hizo marchar sobre el frente de batalla a la tercera línea, que hasta entonces había estado de reserva. En presencia de esta inesperada derrota desmayaron las mejores tropas de Pompeyo, y él antes que todos, y con esto se acrecentó el valor del enemigo. Apenas vio Pompeyo batirse en retirada su caballería, y al no tener confianza en su infantería, abandonó al punto el campo de batalla, y se refugió en su campamento sin esperar siquiera la señal del ataque general de César. Sus legiones vacilaron, y al poco tiempo cruzaron el río y se retiraron también al campamento, no sin sufrir considerables pérdidas. Se había perdido la batalla; gran número de excelentes soldados yacían en tierra, pero se había salvado el grueso del ejército. Después de su derrota delante de Dirrachium, César había corrido los mayores peligros; pero en las vicisitudes de su vida él había aprendido que, si la fortuna se niega a veces a sus favoritos, es porque quiere ser solicitada a fuerza de perseverante energía. Pompeyo solo la había conocido hasta entonces como una diosa sin inconstancias, y, desde el momento en que le fue infiel, dudó de ella y de sí mismo. En las naturalezas grandes como César, por ejemplo, la desesperación no hace más que acrecentar el esfuerzo; a los genios pusilánimes como Pompeyo, por el contrario, los abate y precipita en el abismo sin fondo de su miseria. Ya en otra ocasión, cuando mandaba el ejército contra Sertorio, Pompeyo había pensado en la deserción ante un enemigo más fuerte. De la misma manera ahora, cuando vio a sus legiones atravesar el Enipeos, arrojó las pesadas insignias de mando, montó a caballo y huyó por el camino más corto hasta el mar, donde pidió una nave. Mientras tanto, su ejército, desmoralizado y sin jefe (Escipión, su colega, revestido como él del imperium, solo era general en el nombre), esperaba encontrar un abrigo detrás de las trincheras de su campamento. Pero César no le dejó un instante de reposo, y, a pesar de la obstinada resistencia que hicieron los guardias tracios y romanos, fueron asaltados y puestos en desorden, y las masas compactas de pompeyanos emprendieron desordenada fuga por las alturas de Crannon y Escotussa por encima del campamento. Desde allí quisieron volver a Larisa, conservando siempre las crestas de las montañas; pero las legiones cesarianas, olvidándose del botín y del cansancio, se dirigieron a la llanura por más cómodos senderos, y al poco tiempo les cerraron el paso. Por la tarde, cuando hicieron alto los fugitivos, abrieron delante de ellos un foso, y con esto les cortaron el único arroyo que corría por aquella comarca. Así terminó la jornada de Farsalia. El ejército de Pompeyo no solo había sido derrotado, sino que estaba destruido; sobre el campo de batalla dejó quince mil muertos o heridos, mientras que los cesarianos apenas habían perdido doscientos hombres. Además, unos veinte mil rindieron las armas a la mañana siguiente, y fueron muy pocos, entre ellos los principales oficiales, los que buscaron un asilo en las montañas. De las once águilas del enemigo, nueve cayeron en poder de César. En cuanto a este, así como antes del combate había exhortado a los suyos a que vieran en sus adversarios otros tantos conciudadanos y los perdonaran, tampoco trató a sus prisioneros como habían tratado a los suyos Bíbulo y Labieno. Sin embargo, en una cierta medida él se creyó obligado a mostrarse severo. Los simples soldados fueron afiliados en su ejército; las gentes de mejor condición sufrieron una multa y la confiscación de sus bienes, y los senadores y caballeros notables fueron, con raras excepciones, condenados a muerte. Habían pasado ya los tiempos de la indulgencia, y la guerra civil, al prolongarse, aumentaba las atrocidades a las que conducían los irreconciliables odios.
RESULTADOS POLÍTICOS DE LA BATALLA DE FARSALIA
Pasó algún tiempo antes de que se manifestaran por completo los resultados de la batalla del 9 de agosto de 706. El primero que se ofreció a la vista desde el comienzo fue el hecho de que se pasaran a César todos aquellos partidarios de Pompeyo que solo lo habían seguido por considerarlo el más fuerte. La derrota era tan decisiva que todos se arrojaron en brazos del vencedor, excepto aquellos que, por voluntad o por deber, siguieron luchando por una causa perdida. Los reyes, los pueblos y las ciudades aliadas de Pompeyo llamaron inmediatamente a sus escuadras y sus contingentes de soldados, y negaron asilo a los fugitivos del partido vencido. Esto hicieron Egipto, Cicerene, las ciudades de Siria, de Fenicia, de Cilicia y de Asia Menor, Rodas, Atenas y todo el Oriente. En el Bósforo, a la nueva del desastre de Farsalia, el rey Farnaces llevó su celo hasta el extremo. No contento con ocupar Fanagoria, ciudad que Pompeyo había declarado libre en otro tiempo, y los territorios de los príncipes de Cólquida, instalados también por el romano, se apoderó además del reino de la Armenia Menor, que Deyotaro había obtenido de la misma mano. Solo se mantuvieron consecuentes Juba y la pequeña ciudad de Megara, que fue sitiada por los cesarianos y tomada por asalto. Respecto de Juba, ya sabía tiempo atrás que César pensaba en anexionar la Numidia al Imperio. Después de la derrota de Curión, no podía esperar que le tuviesen consideraciones, y, de buen grado o por la fuerza, tuvo que permanecer en la facción pompeyana. Aparte de las ciudades clientes, el vencedor de Farsalia vio volver a él los restos del partido constitucional, todos aquellos que no estaban comprometidos por completo, y quienes, como Marco Cicerón y otros muchos, no hacían más que agitarse alrededor del Sabbat aristocrático como los hechiceros novicios del blocksberg. Todos hicieron las paces con el nuevo señor, y este se las otorgó cortésmente y de buen grado, indulgente siempre hacia los que suplicaban, cuando los estimaba en poco. Respecto del núcleo verdadero y principal, no hubo transacción posible. La aristocracia había muerto, pero los aristócratas no podían convertirse a la monarquía. En la sociedad humana todo decae y pasa, incluso las más elevadas manifestaciones morales: la religión que un día se tuvo como una verdad incuestionable, degenera en error con el tiempo; el mejor y más perfecto edificio político se convierte en obra perversa. Pero el evangelio del pasado conserva aún sus adeptos, y si la fe en él no puede ya allanar las montañas, pues es en realidad una fe falta de vida, no por esto deja de continuar fiel a sí misma hasta la muerte. No se retira de este mundo mientras le queda en pie un sacerdote o un confesor; no desaparece hasta que una nueva raza, libre de los lazos del pasado y de su dogma, viene a reinar sobre el universo rejuvenecido. Esto sucedía a Roma. Por profundo que fuese el abismo de corrupción en que había caído el régimen aristocrático, no puede negarse que la aristocracia había fundado en otro tiempo un sistema político grandioso. El fuego sagrado por el que Roma había reconquistado Italia y vencido a Aníbal, ese fuego que ardía en el fondo de los corazones de la nobleza romana, por apagado que estuviese no se extinguiría mientras hubiera una nobleza en Roma, e impediría una sincera reconciliación entre los hombres del antiguo régimen y el nuevo monarca. Como quiera que fuese, exteriormente al menos, una gran parte de los constitucionales se acomodaron y reconocieron la monarquía cesariana, exteriormente al menos. César los perdonó y ellos se retiraron a la inacción de la vida privada, en cuanto pudieron. Por lo demás, tenían sin duda la intención de reservarse para una revolución futura. De este modo se condujeron los constitucionales menos famosos; pero vino a colocarse también entre estos prudentes un hombre enérgico, Marco Marcelo, el que había provocado la ruptura con César, y que se fue a vivir a Lesbos en un destierro voluntario. Hay que añadir también que entre los verdaderos aristócratas se sobreponía la pasión a la sangre fría, ilusión sobre los resultados posibles de la lucha y temor de la inevitable venganza del vencedor: todo los impulsaba en diversos sentidos.
CATÓN
Ninguno juzgó la situación mejor que Marco Catón. Inaccesible al temor y a la esperanza, fue el único que vio claro en las dolorosas pruebas del momento. Después de las jornadas de Ilerda y de Farsalia, había adquirido la convicción de que no era posible impedir el advenimiento de la monarquía. Bastante firme y honrado como para hacerse esta confesión llena de amargura, y para obrar en consecuencia, vaciló en un principio y se preguntó si los constitucionales debían permanecer sobre las armas, o no. Toda vez que la causa estaba perdida, la guerra iba a costar cara a muchos, habría víctimas que no sabrían siquiera la causa de su sacrificio. Sin embargo, aún decidió luchar, no tanto con la esperanza de vencer, sino para sucumbir más pronto y más honrosamente. En la nueva lucha no quiso comprometer a nadie que quisiera sobrevivir a la muerte de la República para acomodarse a la monarquía. Mientras aquella no había estado más que amenazada, era un derecho y hasta un deber impulsar al combate, y aun obligar a ello, a los ciudadanos tibios. En la actualidad hubiera sido una locura y una crueldad exigirles que se precipitaran en el abismo con la constitución antigua. Dejó libres a aquellos de los suyos que quisieron volver a entrar en Italia; e incluso cuando uno de sus más feroces partidarios, Gneo Pompeyo, hijo, quiso condenarlos a muerte, entre otros a Cicerón, fue Catón el único que interpuso su leal autoridad.
POMPEYO
Tampoco Pompeyo quería la paz. Si hubiese estado a la altura de la posición que había ocupado, hubiera debido comprender que el que ha puesto una vez la mano en la corona no puede volver a entrar en la vida común, y que, al no haber conseguido su objeto, no hay lugar para él en la tierra. No quiere decir esto que su altivez no le permitiese pedir gracia al vencedor, quien por otra parte quizá fuese bastante magnánimo como para no rechazarlo. Lejos de esto, creo que no alcanzaba a la altura de este pensamiento. Pero ya sea que no pudiera acomodarse a la idea de entregarse a César, o que vacilase como siempre y viese poco claro en medio de sus continuas indecisiones, el hecho es que, cuando se borró la primera e inmediata impresión del desastre de Farsalia, él también quiso continuar la lucha, y para eso la llevó a otro teatro.
RESULTADOS MILITARES DISPERSIÓN DE LOS JEFES POMPEYANOS
De este modo la guerra volvió a seguir por su sangriento camino. Por más que César trabajase por apaciguar el furor de sus adversarios o disminuir su número, su moderación y su prudencia fueron completamente inútiles. Sin embargo, los jefes del partido, que en su mayoría habían asistido a la batalla de Farsalia, a pesar de que habían salido todos sanos y salvos, a excepción de Lucio Domicio Ahenobarbo, muerto en la pelea, se habían dispersado sin poder llegar a un común acuerdo sobre el plan que debía seguirse en la futura campaña. Unos habían huido por los desiertos senderos de las montañas de Macedonia y de Iliria, y otros se habían embarcado en la escuadra. Finalmente, vinieron a reunirse en Corcira, donde Catón mandaba las reservas. Allí se celebró, bajo su presidencia, una especie de consejo de guerra al que asistieron Metelo Escipión, Tito Labieno, Lucio Afranio, Gneo Pompeyo, hijo, y otros muchos. Pero no pudieron entenderse, a causa quizá de la ausencia del general y de la cruel incertidumbre en que se estaba respecto de su suerte, o de las divisiones del partido. Cada cual se marchó por su lado: unos mirando con preferencia sus propios intereses, y otros atendiendo a los intereses de la causa. Como todos eran una especie de aristas flotantes, no sabían a cuál cogerse ni cuál se mantendría por más tiempo en la superficie de las aguas.
MACEDONIA Y GRECIA
Por lo pronto, la batalla de Farsalia le costó al partido la Macedonia y la Grecia. Es verdad que cuando Catón abandonó Dirrachium a la nueva de la catástrofe, se atrincheró en Corcira, y que, durante algún tiempo, Rutilio Lupo mantuvo el Peloponeso para los constitucionales. En un principio parece que los pompeyanos quisieron defenderse en Patrás; pero, como Caleno se dirigía hacia aquel punto, emprendieron la huida sin intentar tampoco sostenerse en Corcira.
ITALIA. ASIA. EGIPTO
Después de los sucesos de Dirrachium, las escuadras pompeyanas habían maniobrado sobre las costas de Italia y de Sicilia, no sin haber conseguido éxitos considerables contra los puertos de Brindisi, de Messina y de Vibo. En Messina había sido entregada a las llamas una escuadra armada por cuenta de César. Pero bien pronto terminaron estas ventajas, pues los mejores buques eran procedentes en gran parte de Asia Menor y de Siria, y fueron llamados por las ciudades marítimas al día siguiente del combate de Farsalia. En Asia Menor y en Siria no había soldados de ningún bando, excepto en el Bósforo. Allí, como hemos visto, estaba Farnaces sobre las armas, quien, con el pretexto de trabajar a favor de César, había ocupado diversos territorios pertenecientes al enemigo. En Egipto quedaba todavía una fuerte división formada con las tropas dejadas antes por Gabinio, soldados itálicos irregulares, y antiguos bandidos sirios y cilicios. Pero era natural, y el hecho se confirmó muy pronto por el llamamiento oficial de los buques reales, que la corte de Alejandría se cuidaba en todos los aspectos de no permanecer en el partido de los vencidos, ni de poner sus soldados al servicio de estos.
ESPAÑA. ÁFRICA
Mejor aspecto presentaban los negocios en el oeste. En España eran tan poderosas las simpatías pompeyanas, tanto en el ejército como en el seno de las poblaciones, que los cesarianos tuvieron que renunciar al desembarco que habían proyectado en la península. Si osaba presentarse allí un jefe de renombre, podía predecirse que estallaría inmediatamente la insurrección. En África, la coalición, o mejor dicho, el único hombre que dominaba en el país, el rey Juba de Numidia, no había interrumpido sus armamentos desde el otoño del año 705.
LA PIRATERÍA Y EL PILLAJE
Así, pues, al perder la batalla de Farsalia, la coalición había perdido todo el Oriente; pero aún le quedaban España y la seguridad de poder mantenerse honrosamente en África. Pedir contra los revolucionarios, contra los ciudadanos, la asistencia de un númida, de un rey súbdito por tanto tiempo de la República, era indudablemente depresor y humillante, pero no era una traición a Roma. Y, sin embargo, en esta lucha desesperada donde no se dejaban oír las voces del derecho ni del honor, no podía decirse que al proclamarse desligados de la ley no fuera a comenzar muy pronto una guerra de forajidos. Al buscar la alianza de los vecinos independientes, ¿no iba tal vez a introducirse en las querellas intestinas de Roma el enemigo del nombre romano? ¿Y quién duda de que aquellos que no reconocían la monarquía sino en apariencia no iban a intentar después la restauración republicana, aun echando mano del puñal del asesino? La conducta más natural y la actitud más justa para los vencidos constitucionales era mantenerse alejados y no prestar homenaje al nuevo monarca. Si la montaña o el mar eran en estos tiempos las guaridas de todos los criminales, como desde hacía tantos siglos, eran también el libre asilo de las insoportables desgracias y del buen derecho oprimido. Allí todavía podían los republicanos y los partidarios de Pompeyo desafiar la monarquía de César, que los rechazaba de Roma. Podían, si no hacer la guerra, hacerse piratas en gran escala, reuniéndose en masas compactas y prosiguiendo un fin mejor determinado. Después del llamamiento de las escuadras orientales, su escuadra era todavía bastante fuerte. De César, por el contrario, puede decirse que no tenía buques. Amigándose con los dálmatas sublevados contra César por su propia cuenta, y dueños de los mares y de las más importantes plazas marítimas, los coaligados podían, si querían, hacer con ventaja la guerra por mar y sobre todo la guerra a corso. Ya otras veces, en tiempo de Sila, la terrible persecución de los demócratas había conducido a la insurrección de Sertorio, que, si bien en un principio no había sido más que una especie de tumulto de piratas y bandidos, muy pronto se había convertido en una terrible guerra. Así también, si en las filas de la aristocracia catoniana y entre los adictos de Pompeyo sobrevivían aún el fuego y la energía, como en otros tiempos entre los restos del ejército democrático de Mario, si algún día se encontraba por acaso un verdadero «rey del mar», ¿qué tenía de extraño que en estos mares no dominados por César llegase a levantarse una República libre, igual en poder a la nueva monarquía?
Desde todos estos puntos de vista hay que censurar severamente el funesto pensamiento de ir a buscar para una guerra entre romanos el concurso de un vecino, de un príncipe independiente, y llamarlo en ayuda de la contrarrevolución. Las leyes y la conciencia deben ser y son más severas para el tránsfuga que para el pirata. La victoriosa cuadrilla de bandidos vuelve más fácilmente a la República libre y bien ordenada, que la turba de emigrantes que marchan bajo las banderas del enemigo del país. Además, parecía poco probable que los vencidos pudiesen hacer que la restauración entrase por semejante puerta. No había más que un imperio en el que hubieran podido apoyarse, el Imperio de los partos; pero era dudoso que estos quisiesen abrazar su causa para ir contra César.
Con todo, aún no habían llegado los tiempos a propósito para las conspiraciones republicanas.
CÉSAR SIGUE A POMPEYO AL EGIPTO
Mientras se hallaban dispersos y como entregados a los azares del destino, los restos de la facción vencida, y los que todavía querían probar la suerte de las armas, no encontraban ni lugar ni medios. César, siempre rápido en la resolución y en la acción, lo abandonaba todo para lanzarse en persecución de Pompeyo, único de sus adversarios que le merecía el concepto de capitán. Hacerlo prisionero habría sido quizá poner fuera de acción de un solo golpe la mitad más temible del partido pompeyano. Pasó el Helesponto con algunas tropas, y, navegando en su ligera embarcación, cayó en medio de una escuadra pompeyana destinada al mar Negro. Esta, presa de estupor al recibir la nueva de la victoria de Farsalia, fue capturada; y, tras haber tomado con presteza las disposiciones necesarias, se dirigió con precipitación hacia el Oriente en persecución del fugitivo. Después de escapar de los campos de Farsalia, Pompeyo había arribado a Lesbos para llevarse a su mujer y a su segundo hijo, Sexto; luego ganó la Cilicia, costeó el Asia Menor y se dirigió a Chipre. Nada más fácil que ir a reunirse con sus partidarios en Corfú o en África; sin embargo, fuera por rencor contra los aristócratas, sus aliados, o por previsión, o por temor de la acogida que le dispensarían sus partidarios después de su derrota y vergonzosa huida, prefirió continuar su rumbo y demandar la protección del rey de los partos, en vez de la de Catón. Mientras negociaba con los publicanos y mercaderes de Chipre pidiéndoles oro y esclavos, de los cuales ya había armado a dos mil, se le anunció que Antíoco se había entregado a César. El camino de la Partia se le había cerrado; cambió entonces de plan e hizo rumbo hacia el Egipto. Soldados veteranos que le eran adictos llenaban aquí los cuadros del ejército: la posición, los recursos del país, todo, en fin, le ayudará a ganar tiempo y a reorganizar sus huestes para emprender de nuevo la guerra.
MUERTE DE POMPEYO
Muerto Tolomeo Auletes (en mayo del año 703), Cleopatra, su hija de dieciséis años, y su otro hijo, Tolomeo Dionisio, que contaba diez años, reyes juntamente y esposos por la voluntad de su padre, habían subido al trono de Alejandría. Pero bien pronto el hermano, o mejor dicho, Pothino, tutor de este, expulsó del reino a la hermana, la cual se había refugiado en Siria y se preparaba a entrar de nuevo en sus Estados hereditarios con las armas en la mano. A la sazón Tolomeo y Pothino se hallaban en Pelusa con todo el ejército egipcio, guardando la frontera del este. Pompeyo vino a anclar delante del promontorio Casius, y pidió al rey permiso para saltar en tierra. Hacía tiempo que en la corte de Tolomeo se conocía la derrota de Farsalia, por lo cual se quiso en un principio contestar con una negativa. Pero Theodotos, mayordomo del rey, hizo observar que Pompeyo tenía numerosas inteligencias en el ejército, y que no dejaría de promover en él la revolución. ¿No era más seguro y más ventajoso respecto de César aprovechar la ocasión y deshacerse del fugitivo? Tales y tan poderosas razones no podían sino producir su efecto en políticos que pertenecían al mundo griego de entonces. Al punto se embarcó Aquilas, el capitán de las tropas reales, en un bote con algunos antiguos soldados de Pompeyo; atracó a la embarcación de este, lo invitó a presentarse ante el rey, y, como estaban sobre las hondonadas de la costa, le rogó que pasase a bordo de su canoa. Apenas Pompeyo hubo puesto el pie en ella, cuando un tribuno militar, Lucio Septimio, lo hirió por la espalda delante de su mujer y de su hijo, que de pie sobre el puente del buque presenciaban aquel asesinato sin poder hacer nada, ni para salvar a la víctima, ni para vengar su muerte (28 de septiembre de 706). Trece años antes y en el mismo día, Pompeyo, vencedor de Mitrídates, hacía su entrada triunfal en Roma. Aquel hombre, que durante treinta años había llevado el sobrenombre de Grande, y que había sido el árbitro de los destinos del mundo, vino a morir miserablemente sobre las desiertas lagunas de un promontorio inhospitalario, asesinado por uno de sus veteranos. General de mediana capacidad, de talento vulgar y de escaso valor, la suerte, ese demonio pérfido, lo había colmado de sus constantes favores durante treinta años. Empresas tan fáciles como brillantes, laureles plantados por otros y por él solo recogidos, todo le había sido dado, todo, hasta el poder supremo, puesto en realidad en sus manos únicamente para suministrar el más escandaloso ejemplo de falsa grandeza que registra en sus páginas la historia. De cuantos desairados papeles el hombre puede representar, ¿cuál es, en efecto, más triste que el de parecer y no ser? ¡Tal es la ley de las monarquías! ¡Apenas si al cabo de mil años se levanta en el seno de un pueblo un hombre que quiera llamarse rey y que sepa reinar! ¡Vicio fatal, ineluctable del trono! Y, si es cierto que nadie como Pompeyo ha ofrecido este marcado contraste entre la vana apariencia y la realidad, no podemos dejar de considerar, cuando paramos nuestra atención en este personaje, que en él empieza verdaderamente la serie de los monarcas de Roma.
CÉSAR EN EGIPTO
Siguiendo siempre la pista al vencido, César entraba en la rada de Alejandría cuando el crimen ya se había cometido. Cuando el asesino subió a bordo de su embarcación y le presentó la cabeza de Pompeyo, que había sido antes su yerno, y por mucho tiempo su asociado en el poder, y a quien venía a coger vivo en Egipto, volvió el rostro bajo el peso de una profunda emoción. El puñal de un asesino no permite decir qué conducta hubiera observado él a su vez. Sin embargo, suponiendo que los sentimientos humanitarios innatos a su gran alma hubieran sido ahogados en este caso por la ambición y no lo hubiesen obligado a respetar la vida de su antiguo amigo, su propio interés le habría aconsejado no reducirlo a la impotencia de una manera que no fuera entregándolo al hacha del verdugo. Por espacio de veinte años Pompeyo había sido, sin oposición, señor absoluto de Roma; y la soberanía, cuando ha echado tan profundas raíces, no muere con el soberano. Muerto Pompeyo, quedaban los pompeyanos unidos y compactos. Al frente tenían a dos jefes, Gneo y Sexto, jóvenes ambos, ambos activos, dotado el segundo de un talento real, que reemplazaban con ventaja a su padre, incapaz y ya gastado. A la monarquía hereditaria recientemente creada se habían adherido las excrecencias parásitas de los pretendientes hereditarios. Por lo tanto, bien puede afirmarse que César era más lo que perdía que lo que ganaba con esto.
CÉSAR REORGANIZA EL EGIPTO
César no tenía ya nada que hacer en Egipto. En este sentido, romanos y naturales esperaban verlo hacerse a la vela, dirigirse hacia la provincia del África, que le quedaba por someter, y emprender luego la obra inmensa de reorganización, que era como el legado de su victoria. Pero él, fiel a su propia tradición, quería evacuar sin dilación y por sí mismo todas las cuestiones pendientes, cualquiera que fuese el punto del gigantesco Imperio romano donde se encontrara. Por otra parte, convencido de que no debía temer ninguna resistencia, ni de la guarnición romana ni de la corte de Egipto, y apremiado por la necesidad de dinero, desembarcó en Alejandría con las dos legiones que lo acompañaban, las cuales no contaban más que con tres mil doscientos hombres y ochocientos caballos galos y germanos. Acuartelado en la ciudadela real, mandó que le entregasen las cantidades que necesitaba y se puso a arreglar el asunto de la sucesión al trono egipcio sin prestar oídos a impertinentes consejos. Según Pothino, César, cuya atención solicitaban muchos y altísimos intereses, no debía desatenderlos por pequeñas bagatelas. En lo tocante a los pueblos de Egipto, se mostró equitativo a la par que indulgente con ellos; pero, como habían prestado auxilios a Pompeyo, era justo imponerles una contribución de guerra. Como el país se hallaba agotado, César lo perdonó y saldó los atrasos que debían por el tratado del año 695, de cuya cantidad solo habían pagado la mitad, no reclamando más que diez mil denarios. Al hermano y a la hermana, que se disputaban el trono, les ordenó que pusieran término a las hostilidades y les impuso su arbitraje. Así, les mandó que se presentaran ante él para que les diera su resolución después de que hubiera escuchado a cada parte. Obedecida por ambos la orden, por el joven rey que se hallaba a la sazón en su alcázar, y por Cleopatra, que no tardó en presentarse, César, con el testamento de Auletes en la mano, adjudicó la corona a los dos esposos, hermano y hermana. Hizo más: anuló por su propia voluntad la anexión poco antes consumada del reino de Chipre, y lo dio a los dos segundos hijos del rey difunto, Arsinoe y Tolomeo el Joven, a título de secundo genitura.
INSURRECCIÓN DE ALEJANDRÍA. ENTRADA DE CÉSAR
Mientras esto sucedía, se estaba formando una sorda tempestad. Alejandría era una de las capitales del mundo muy poco inferior en población a Roma, pero infinitamente superior por el movimiento comercial, por el genio industrial y por el progreso de las ciencias y de las artes. En el seno del pueblo, el sentimiento nacional era vivo y se dejaba arrastrar, a falta de espíritu político, por calenturientas empresas, de tal suerte que suscitaban a cada momento, como los parisienses de nuestros días, locas sediciones en las calles. Figúrese cuál sería la cólera de este pueblo al ver que un general romano la echaba de potentado en el palacio de los Lágidas, y juzgaba a los reyes desde lo alto de su pretorio. Descontentos como estaban por la suma relativa a la antigua deuda egipcia que se les había hecho pagar perentoriamente, y por aquella intervención del romano en un asunto real, cuya sentencia favorable a Cleopatra en efecto fue cumplida, pues se le adjudicó la parte del reino que de derecho le correspondía, Pothino y su regio pupilo mandaron con gran ostentación a la Casa de la Moneda los tesoros de los templos y la vajilla del palacio para fundirlos. Con esto se hirió la piadosa superstición de los egipcios. La magnificencia de la corte alejandrina tenía gran fama en el mundo, y el pueblo la consideraba como una riqueza propia. Por lo tanto, se enfureció cuando vio los santuarios despojados de sus joyas y, en vez de la riquísima vajilla de oro, una de madera en la mesa de sus reyes. El mismo ejército de ocupación, medio desnaturalizado por su larga permanencia en Egipto y por los numerosos matrimonios contraídos entre los soldados romanos y las jóvenes del país, y que contaba en sus filas con un gran número de veteranos de Pompeyo y de tránsfugas italianos, antiguos criminales o esclavos, murmuraba contra César, cuyas órdenes habían paralizado su acción en las fronteras de Siria, y también contra aquel puñado de orgullosos legionarios. La aglomeración de la inmensa muchedumbre cuando César saltaba en tierra, y cuando las hachas romanas entraban en el palacio de los reyes, y, por otra parte, los numerosos asesinatos perpetrados en las personas de los legionarios en medio de las calles de la ciudad, le dieron a conocer muy a las claras el extremo peligro en que se encontraba con su pequeño ejército en medio de las irritadas masas. Soplando a la sazón viento del Norte, le habría sido muy difícil volver a bordo, y la señal de reembarcarse se habría convertido inmediatamente en señal de la insurrección. Por otra parte, abandonar el campo sin haber terminado su empresa no era propio del general romano, y tomó el partido de pedir refuerzos al Asia, guardando hasta su llegada la apariencia de la más completa seguridad. Jamás César, estando en campaña, había llevado una vida tan agradable como la que pasó durante su residencia en Alejandría. Cuando la bella y astuta reina, hermosa sobre todo encarecimiento, prodigaba a su juez sus mañosas seducciones, César aparentaba olvidarse de sus grandes deberes para no pensar más que en sus triunfos amorosos. Este era el agradable prólogo de un sombrío drama. De pronto, conducido por Aquilas y, según se descubrió más tarde, mandado por orden secreta del rey y de su tutor, entró en Alejandría el ejército romano de ocupación. Cuando los alejandrinos se apercibieron de que aquellas tropas venían a combatir contra César, al instante hicieron causa común con ellas. Entonces el procónsul, con aquella presencia de espíritu que casi rayaba en temeridad, reunió a sus esparcidas gentes sin perder un instante, se apoderó del joven rey y de sus ministros, y se hizo fuerte en el castillo y en el cercano teatro. Como no pudo poner bajo seguro a la escuadra egipcia estacionada en el gran puerto que estaba delante de dicho teatro, la prendió fuego y mandó algunas embarcaciones a ocupar la isla de Pharos y la torre del faro que dominaba la rada. Por este medio consiguió un lugar, estrecho, sí, pero seguro, por donde fácilmente podría recibir víveres y refuerzos. Al mismo tiempo que hacía esto, daba orden a sus lugartenientes en el Asia Menor de mandarle lo más pronto posible barcos y soldados, para lo cual se hicieron levas en los pueblos tributarios de Roma más cercanos: sirios y nabateos, cretenses y rodios. Mientras tanto la insurrección se había extendido sin obstáculo por todo el Egipto; y los sublevados, que obedecían a la princesa Arsinoe y al eunuco Ganimedes, su confidente, se habían apoderado ya de la mayor parte de la ciudad. Peleaban en las calles sin que César hubiera podido abrirse paso, ni aun llegar hasta las aguas dulces del Mareotis, detrás de la plaza, donde habría querido abrevar, y que forrajeara su caballería. Los alejandrinos, por su parte, no supieron ni vencer a los sitiados ni asediarlos. Es verdad que hicieron entrar el agua del mar en los canales del Nilo que surtían el cuartel de César, pero este había mandado abrir pozos en la arena de las márgenes del río y encontró allí agua potable. Viendo que era inexpugnable por tierra, los sitiadores pensaron destruir su flotilla y cortarle la comunicación por mar, por donde recibía los víveres. La isla de Pharos y el muelle que la unía a la tierra firme dividían el puerto en dos mitades, la del este y la del oeste, que se comunicaban entre sí por dos arcos abiertos a través del dique. César era dueño de la isla y del puerto del este, mientras que los alejandrinos ocupaban el del oeste y el muelle. Pero como el enemigo no tenía escuadra, los barcos de aquel entraban y salían libremente. Los alejandrinos, después de haber intentado inútilmente arrojar brulotes desde el puerto del oeste a la ensenada oriental, reunieron todos los restos que encontraron en el arsenal y botaron al mar una pequeña escuadra con la pretensión de atacar las embarcaciones de César, justo en el momento en que estas aparecían trayendo a remolque transportes y una legión del Asia Menor. Pero tuvieron que habérselas con los excelentes marinos de Rodas, y fueron derrotados. Poco tiempo después se apoderaron de la isla de Pharos y consiguieron cortar a las grandes embarcaciones el canal estrecho y lleno de rocas del puerto oriental[9]. A su vuelta, la escuadra de César debió estacionarse en plena rada. Las comunicaciones de los sitiados con el mar se sostenían muy difícilmente: atacados diariamente por las fuerzas marítimas crecientes del enemigo, sus barcos no podían ni rehusar el combate, aunque era desigual pues desde la toma de la isla tenían cerrado el puerto interior, ni salir a alta mar. Si abandonaban la rada, exponían a César a un completo bloqueo por la parte del mar. En vano los intrépidos legionarios, ayudados por los hábiles marinos de Rodas, consiguen la victoria en cotidianos combates; los alejandrinos, infatigables, se encarnizan y renuevan o aumentan sus armamentos. César tenía que aceptar el combate cuantas veces ellos lo atacaran, y, a la primera derrota que sufriera, inmediatamente quedaría cercado. Por lo demás, su pérdida sería casi segura si no recobraba la isla a toda costa. En efecto, un doble ataque con los pequeños barcos por el lado del puerto, y con las grandes embarcaciones por la parte del mar, le rindió la isla y con ella toda la parte inferior del muelle. Por orden suya sus soldados se detuvieron en el segundo puente, cuyo paso quiso cortar por una muralla con escarpa vuelta hacia la ciudad. Pero en lo más recio del combate, y sobre los mismos trabajos, habiendo los romanos abandonado el punto donde el muelle se unía con la isla, un cuerpo de tropas egipcio llegó allí súbitamente, acometió por la espalda a los legionarios y a los marinos, los puso en desorden y los precipitó en masa a la mar. Muchos de ellos se salvaron en los barcos, pero la mayor parte perecieron ahogados, de tal suerte que esta jornada costó cuatrocientos soldados y más de cuatrocientos marineros. Compartiendo César la suerte de los suyos, se refugió en su nave, que se fue a pique bajo el peso de los fugitivos; pero el general se salvó alcanzando a nado otra embarcación. Sea como fuere, y a pesar de las pérdidas sufridas, se habían reconquistado la isla y el muelle hasta el primer puente por la parte de la tierra firme. Podía decirse que se había asegurado la retirada.
LLEGA DEL ASIA MENOR EL EJÉRCITO AUXILIAR.
BATALLA DEL NILO. ES SOFOCADA LA INSURRECCIÓN EN
ALEJANDRÍA
Al fin se anunciaron los tan esperados auxilios. Mitrídates de Pérgamo, hábil capitán educado en la escuela de Mitrídates Eupator, de quien se preciaba ser hijo natural, llegaba de Siria por tierra con su ejército, compuesto de gentes de todas las naciones: itirsos, del príncipe del Líbano; beduinos, de Janblico, hijos de Sampsikerano; judíos, conducidos por el ministro Antipater, y, por último, el mayor número lo componían los contingentes de los pequeños principados y de las ciudades de Cilicia y de Siria. Mitrídates se presentó delante de Pelusa y se apoderó de ella afortunadamente el mismo día; después se remontó por encima del punto donde se dividen las aguas del Nilo, por el camino de Menfis, pues quería huir de las regiones cortadas y difíciles del Delta. Allí sus tropas auxiliares encontraron adictos entre los judíos establecidos en la comarca. A su vez los egipcios, llevando al frente a su joven rey Tolomeo, que César les había devuelto un día con la esperanza de que fuera un instrumento de conciliación, habían también remontado el Nilo con un ejército, y se presentaron frente a Mitrídates en la ribera derecha del río. Lo esperaron más abajo de Menfis, en el sitio denominado Campo Judío (Vicus Judœorum), entre Onión y Heliópolis (Matarieh); pero tuvieron que habérselas con un enérgico perito en la estrategia y en la castrametación romanas, y perdieron la batalla. A consecuencia de esto, Mitrídates entró en Menfis atravesando el río. Al mismo tiempo, César, advertido de la proximidad de su aliado, embarcó una parte de sus fuerzas, ganó la punta del lago Mareótico, al oeste de Alejandría, y, tras haberle dado la vuelta y llegado después al río, marchó al encuentro del ejército de reserva del alto Nilo. Verificada la unión sin que el enemigo hubiera intentado impedirla, César entró en el delta, adonde se había retirado el rey, dispersó en el primer encuentro a la vanguardia de este, a pesar de que se hallaba parapetada en un profundo canal, e inmediatamente dio el asalto al campamento real. Este se hallaba al pie de una altura cerca del Nilo, del cual lo separaban una estrecha calzada y pantanos casi infranqueables. Los legionarios atacaron de frente y de flanco a lo largo de la calzada, mientras una división se dirigía a la altura y la coronó de improviso. La victoria fue completa; el campamento fue tomado, y los que no murieron al filo de la espada, se ahogaron en el Nilo al buscar su salvación en la escuadra real. Allí murió también el joven rey, que salió huyendo en una canoa llena de soldados y desapareció en las aguas de su río natal. Terminado el combate, César, al frente de su caballería, se dirigió a Alejandría y la tomó por la espalda, por la parte de la que eran dueños los egipcios. La población lo recibió toda enlutada, de rodillas, llevando consigo sus ídolos e implorando la paz. En cuanto a los suyos, al verlo regresar vencedor por otro camino, lo recibieron con transportes de indecible entusiasmo. Él tenía en sus manos la suerte de la ciudad que se había atrevido a contrarrestar los designios del señor del mundo, y lo había puesto en un peligro muy grande; pero siempre hábil político, y siempre olvidando las injurias que se le hacían, trató a los alejandrinos como antes había tratado a los masaliotas. Les mostró su ciudad asolada por la guerra, sus ricos graneros, su biblioteca, maravilla del mundo, y todos los demás grandes edificios destruidos cuando el incendio de la escuadra, y les aconsejó que en lo sucesivo no pensaran sino en las artes de la paz y en cicatrizar las heridas que ellos mismos se habían abierto. A los judíos establecidos en la ciudad no les concedió otros derechos y franquicias que las que gozaban ya los griegos, y en vez de aquel ejército nominalmente de ocupación, que hasta entonces había estado a las órdenes del rey de Egipto, instaló en la capital una verdadera guarnición, compuesta de dos de las legiones que acampaban en el país, y de un tercer cuerpo llamado de Siria. Este ejército tuvo su jefe independiente, cuyo nombramiento se reservó él, y escogió para este puesto de confianza a un hombre cuya condición humilde no le permitía abusar: Rufio, buen soldado, hijo de otro soldado inmune. Cleopatra reinó con su otro pequeño hermano, Tolomeo, bajo el protectorado de Roma. La princesa Arsinoe fue conducida a Italia, pues podía ser un pretexto de insurrección para los orientales amantes de la dinastía e indiferentes con el monarca. Chipre, en fin, quedó anexionada a la provincia de Cilicia.
LOS ACONTECIMIENTOS DURANTE LA PERMANENCIA EN ALEJANDRÍA
Por insignificante que en sí misma fuese la insurrección de Alejandría, y por poco que se relacione con los acontecimientos generales de la historia, había tenido su indudable influencia al parar en su carrera al hombre que en todas las cosas era el todo, y sin el cual nada se podía ni preparar ni resolver. Desde octubre del año 706 hasta marzo del 707, César se vio obligado a abandonar todos sus proyectos para combatir al populacho de una ciudad con el auxilio de algunos judíos y beduinos. Ya se hacían sentir los efectos del gobierno personal. Se estaba en plena monarquía, y, al no estar el monarca en ninguna parte, reinaba en todos los países un espantoso desorden. Lo mismo que los pompeyanos, los cesarianos carecían en este momento de un jefe supremo; en todas partes las cosas estaban abandonadas a la casualidad o al talento de cualquier oficial subalterno.
DEFECCIÓN DE FARNACES.
CALVINO DERROTADO DELANTE DE NICÓPOLIS
Al dejar el Asia Menor, César no contaba ya con ningún enemigo detrás de sí. Su lugarteniente, el enérgico Gneo Domicio Calvino, tenía orden de apoderarse de los territorios que Farnaces, sin mandato alguno, había ocupado a los aliados de Pompeyo. Este Farnaces, que era un déspota soberbio y presuntuoso, se negaba a restituir la Armenia, y fue forzoso marchar contra él. De las tres legiones formadas con los prisioneros de Farsalia que César le confió, Calvino había mandado dos al Egipto; sin embargo, cubrió rápidamente estas bajas con una legión reclutada entre los romanos domiciliados en el Ponto, y con dos más, ejercitadas a la romana, que le había prestado Deyotaro. Con ellas emprendió el camino de la Armenia; pero el ejército del rey del Bósforo, aguerrido en cien combates librados contra los pobladores de las costas del mar Negro, se manifestó más fuerte. El encuentro tuvo lugar cerca de Nicópolis, donde los reclutas que Calvino había hecho en el Ponto fueron completamente destrozados; las legiones gálatas emprendieron la fuga, y solo la antigua legión romana se mantuvo firme, no sin sufrir algunas bajas. Lejos de recobrar la pequeña Armenia, Calvino tampoco pudo impedir que Farnaces se apoderara de sus Estados hereditarios del Ponto, haciendo sentir todo el rigor de su ira y de sus crueldades de sultán a los desgraciados habitantes de Amisos (en el invierno de 706 a 707). Finalmente llegó César al Asia Menor, y le manifestó que al no enviar socorros a Pompeyo había merecido el bien de la patria, pero que tal servicio no estaba en relación con los perjuicios que a la sazón causaba al Imperio. Por lo tanto, agregó que era menester que, antes de entrar en conferencias, evacuase la provincia del Ponto y restituyese los territorios de los que se había apoderado. Farnaces contestó que estaba dispuesto a obedecer; pero, sabiendo que César tenía prisa por volver a Occidente, no hizo ademán de moverse de los sitios que ocupaba, sin duda por no conocer que César ejecutaba siempre lo que se proponía. Sin más negociaciones, el general romano tomó la legión que había traído de Alejandría, los soldados de Calvino y los de Deyotaro, y se dirigió al campamento real de Ziela. Los soldados del Bósforo, al apercibirse de ello, atravesaron con admirable audacia un barranco profundo que defendía su frente, y, tras subir la otra ladera, se dirigieron contra los romanos.
VICTORIA DE CÉSAR EN ZIELA.
ARREGLO DEL ASIA MENOR
Los legionarios se hallaban a la sazón ocupados en las obras del campamento, y hubo un momento de confusión en sus filas; pero bien pronto se reúnen los invencibles veteranos, dan el ejemplo del ataque general, y alcanzan una completa victoria (el 2 de agosto del año 707). En cinco días quedó terminada la campaña: inestimable suerte, aunque cada minuto costó muy caro. César confió la persecución del vencido, que se había refugiado en Sinope, a su hermano ilegítimo, al bravo Mitrídates de Pérgamo. Este recibió, en recompensa de los auxilios que había prestado antes en Egipto, la corona del Reino del Bósforo en sustitución de Farnaces. Los asuntos de Siria y del Asia Menor quedaron amistosamente arreglados en poco tiempo: los aliados de César se vieron espléndidamente regalados, mientras que los de Pompeyo fueron tratados con dureza u obligados a pagar enormes multas. En cuanto a Deyotaro, el más poderoso de todos los partidarios de Pompeyo, quedó reducido a su Estado hereditario, el pequeño cantón de los tolistoboyos. En la pequeña Armenia lo sucedió Ariobarzana, rey de Capadocia, y la investidura del tetrarcado de los trocmos, que también había usurpado, fue conferida al nuevo rey del Bósforo, quien era descendiente de la familia real del Ponto por línea paterna, y de una de las principales familias de Galacia por la materna.
GUERRA CONTINENTAL Y MARÍTIMA EN ILIRIA.
DERROTA DE GABINIO. VICTORIA NAVAL DE VATINIO EN TARSIS
Durante la permanencia de César en Egipto, habían tenido lugar en Iliria graves acontecimientos. Hacía muchos siglos que la costa de Dalmacia era un punto peligroso para el Imperio, y ya recordarán nuestros lectores que sus habitantes, aun en el tiempo mismo del proconsulado de César, se habían declarado en abierta hostilidad. Después de la campaña de Tesalia no se encontraban en el interior más que restos, todavía armados, de la facción pompeyana. Desde un principio, Quinto Cornificio, con las legiones llegadas de Italia, había mantenido a raya a todas las gentes, tanto a los habitantes del país como a los refugiados; y en aquella estéril y cortada región había sabido proveer al mantenimiento de sus tropas. Cuando el enérgico Marco Octavio, el vencedor de Curieta, se presentó en las aguas de Dalmacia con una escuadra pompeyana para pelear allí por mar y por tierra contra los partidarios de César, este mismo Cornificio pudo mantenerse en el país, sirviéndose de los barcos y de los puertos de los jadestinos (Zara), y aun obtener algunas ventajas en más de un combate naval. Cuando llegó el nuevo lugarteniente de César, Aulo Gabinio, que había sido llamado del destierro y que llevaba a Iliria (en el invierno de 706 a 707) quince cohortes y tres mil jinetes por camino de tierra, lejos de sujetarse al plan que tan buenos resultados había dado a su predecesor, se dirigió a la montaña con todas sus fuerzas a pesar de los rigores de la estación, pues no le agradaba a este activo y emprendedor general la guerra de detalle y de escaramuzas. La crudeza del tiempo, la dificultad de los abastecimientos y la enérgica resistencia de los dálmatas aclararon en breve sus cuadros, y le fue forzoso batirse en retirada. Pero fue alcanzado por el enemigo y derrotado ignominiosamente, y a duras penas pudo llegar a Salona con los restos de un ejército que el día antes era poderosísimo; él mismo murió al poco tiempo de esta derrota. Casi todas las ciudades de la costa se sometieron a Octavio y a su escuadra. Por otra parte, las que todavía permanecían fieles a César, Salona y Epidauros (Ragusa-vecchia), bloqueadas por mar por los buques de Octavio, y estrechadas por tierra por los bárbaros, parecía que debían sucumbir y que en su capitulación entregarían los restos de las legiones que estaban dentro de los muros de la primera. En este tiempo se hallaba como jefe de los depósitos de César, en Brindisi, Publio Vatinio. A falta de buques de guerra, este reunió simples barcos mercantes, a los que armó de un espolón y tripuló con los soldados que acababan de salir de los hospitales. Merced a su energía, sacó un buen partido de esta escuadra improvisada. Dio el combate a los octavianos, que eran superiores desde todo punto de vista, a sotavento de la isla de Tauris (Tórcula, entre Lesina y Curzola), y la bravura del general y de los legionarios suplió una vez más la escasez de la flota. De esta forma, los cesarianos alcanzaron una brillante victoria. Marco Octavio abandonó los mares de Iliria y se dirigió al África (en la primavera del año 707); los dálmatas todavía pelearon durante dos años con gran tenacidad, pero la lucha ya no fue sino una guerra localizada en las montañas. Cuando César volvió del Oriente, todo peligro había desaparecido, gracias a las medidas tomadas por su lugarteniente.
SE REORGANIZA LA COALICIÓN
En África la situación era muy comprometida. Ya sabemos que, desde el comienzo de la guerra civil, el partido constitucional se había repuesto allí completamente, y que sus fuerzas iban aumentando por grados. Hasta la batalla de Farsalia, el rey Juba había dirigido todos los negocios prácticamente solo, y había derrotado a Curión. Su veloz caballería y sus innumerables arqueros eran el nervio del ejército. El lugarteniente de Pompeyo, Accio Varo, desempeñaba cerca de él un papel muy subalterno, hasta tal punto que tuvo que entregarle los soldados de Curión que a él se habían rendido, y presenciar pasivamente la ejecución de aquellos o su deportación al interior de la Numidia. Pero todo cambió después de la batalla de Farsalia. Ningún personaje notable del partido pompeyano, si se exceptúa al mismo Pompeyo, había pensado un solo instante en refugiarse entre los partos. Ya se había renunciado a la idea de dominar los mares reuniendo todas las escuadras; y la expedición de Marco Octavio a la Iliria no era más que un acto aislado que no tenía consecuencias. En su mayor parte, los republicanos y los pompeyanos se dirigieron al África, único punto en que digna y constitucionalmente podían presentar la batalla al usurpador. Allí se fueron reuniendo poco a poco los restos del ejército disperso de Farsalia, las guarniciones de Dirrachium, de Corfú y del Peloponeso, y lo que había quedado de la escuadra de Iliria. Allí se encontraron de nuevo Metelo Escipión, uno de los dos generales en jefe; los dos hijos de Pompeyo, Gneo y Sexto; Marco Catón[10], el hombre político de los republicanos, y algunos buenos capitanes, tales como Labieno, Afranio, Petreyo, Octavio y otros. Si la emigración había perdido fuerza, el fanatismo en cambio tenía rasgos más sobresalientes. Como sucedía antes con los prisioneros hechos a César, hasta sus mismos parlamentarios sufren ahora la pena de muerte. Juba, en quien los rencores del hombre de partido se unían a su terrible crueldad de africano semibárbaro, tenía por máxima que toda ciudad sospechosa de simpatizar con César debía ser destruida y quemada, tanto los edificios como los habitantes. Y tal como decía, hacía; ejemplo de ello es el saqueo de la infortunada ciudad de Vaga, no lejos de Hadrumete. Utica, la capital de la provincia que en otros tiempos había estado tan floreciente como Cartago, y en la que desde hacía muchos años los reyes númidas tenían puestas sus miradas, estaba amenazada de igual suerte. Pero Catón se interpuso enérgicamente y, gracias a él, no se tomaron contra ella sino algunas medidas que estaban justificadas, teniendo en cuenta los notorios sentimientos de su población para con César.
Ahora bien, ya que ni César ni ninguno de sus generales habían intentado empresa alguna en el África durante todo aquel tiempo, la coalición se reorganizaba allí política y militarmente con suma comodidad. Ante todo era necesario proveer al mando en jefe, vacante por la muerte de Pompeyo. El rey Juba habría deseado conseguir la posición predominante que tenía en el África hasta la batalla de Farsalia. No se consideraba ya como un simple cliente de Roma, sino más bien como un aliado igualmente poderoso, o quizá como un protector. Se había atrevido a acuñar denarios romanos de plata con su nombre e insignias; sus pretensiones llegaban al punto de querer vestir solo la púrpura en el campamento, e invitaba a los generales romanos a depositar allí el paludamentum. Metelo Escipión reclamaba también el supremo mando: ¿no le había considerado Pompeyo en la Tesalia como su colega, aunque a decir verdad esto fuera más bien por deferencia a su suegro que por razón militar? Accio Varo lo reclamaba a su vez: tenía el gobierno de la provincia de África (gobierno usurpado, en realidad), y en ella era donde se iba a hacer la guerra. Por último, si se hubiera consultado al ejército, habría elegido al propretor Marco Catón. Y el ejército era sin duda el que tenía razón. Catón era el único hombre que tenía la abnegación, la energía y la autoridad necesarias para tal misión. Es cierto que no era un guerrero; pero ¿no era cien veces preferible que se pusiera al frente del ejército un simple ciudadano, no oficial, que se acomodara a las circunstancias y dejara obrar a los capitanes que estuvieran a sus órdenes, en vez de un general de talento no probado, como Varo, o de otro notoriamente incapaz, como Metelo Escipión? Sea como fuere, al final fue elegido este último. Y fue Catón el que más influyó en su elección, no porque él se considerase inferior para aquel puesto, ni porque su vanidad le hiciese preferir un cierto apartamiento a la dirección del imperium, ni porque él profesase afecto o estimara a Escipión. Por el contrario, había entre ellos una gran enemistad, y al ser este un general inhábil, en concepto de todos, solo la alianza con Pompeyo había podido arrojar sobre él algún reflejo de gloria. Un solo y único pensamiento tenía Catón: en su obstinación formalista y aunque viese perecer a la República, se ajustaba a las prescripciones del derecho antes que salvar a la patria barrenando la ley. Después de la batalla de Farsalia, cuando encontró en Corfú a Cicerón, que venía de Cilicia, y que en su calidad de procónsul se hallaba encargado del imperium, se ofreció a entregarle el mando de la isla y de las tropas, por razón de su título legalmente superior. Tal condescendencia había desesperado al desgraciado abogado, que maldecía mil veces los laureles alcanzados en el Amanus, a la vez que causaba profunda admiración a los pompeyanos, aun a los menos avisados. En la ocasión actual, en que la guerra ardía en todas partes, Catón obedecía a los mismos principios. Al tratarse la cuestión del generalato supremo, decidió sobre aquella dignidad como si fuera la propiedad de algún campo tusculano, y así fue nombrado Escipión, en tanto descartaba con su propia palabra la candidatura de Varo y la suya. Solo se opuso enérgicamente a la pretensión de Juba: le hizo ver que la nobleza romana no venía a él en tono suplicante, como si fuese el gran rey de los partos; que no solicitaba los auxilios de un protector; que todavía tenía fuerza, y que solo exigía el concurso de una persona. Siendo considerables las fuerzas romanas que se hallaban reunidas en África, Juba se vio obligado a bajar la voz. Ni siquiera pudo conseguir de Escipión que sus tropas fuesen pagadas de la caja de los romanos; solo se le prometió que, en caso de triunfar, se le cedería la provincia africana.
En tanto, al lado del nuevo general se veía al Senado de los trescientos, que abría sus sesiones en Utica, y completaba su mermado número haciendo entrar en su seno a los más notables y ricos caballeros. Gracias al celo de Catón, principalmente, los armamentos se hacían con la mayor celeridad que era posible. Libertos, libios y todos los hombres útiles fueron inscritos en las legiones; al poco tiempo fueron arrancados todos los brazos a la agricultura, y los campos quedaron sin cultivo. Los resultados obtenidos no dejaron de ser considerables: el ejército se componía entonces de catorce legiones de pesada infantería, dos de las cuales habían sido formadas tiempos atrás por Varo; otras ocho habían llenado sus cuadros con los fugitivos pompeyanos y con los reclutamientos hechos en la provincia; y, por último, Juba tenía cuatro legiones armadas a la romana. La caballería pesada, formada por los galogermanos que había traído Labieno, y por gentes de todas las procedencias, contaba con dieciséis mil hombres; no se comprendía aquí la caballería real equipada a la romana. Las tropas ligeras se componían de una muchedumbre inmensa de númidas, montados en caballos sin freno y armados de simples lanzas, de un cuerpo de flecheros a caballo, y de un numeroso enjambre de arqueros a pie. Juba llevaba consigo ciento veinte elefantes. Finalmente, estaba la escuadra de Varo y de Marco Octavio, que se componía de cincuenta y cinco velas. El dinero escaseaba, pero se atendió a esta necesidad mediante una contribución voluntaria que se impuso el Senado; medio tanto más eficaz, cuanto que los más ricos capitalistas del África habían sido nombrados senadores. Las municiones de todas clases y los víveres estaban almacenados en cantidades enormes en las fortalezas que eran susceptibles de una buena defensa, y al propio tiempo se los conservaba alejados de los lugares abiertos. La ausencia de César, la agitación de los espíritus en las legiones, la fermentación que se notaba en España y en Italia, todo era motivo de esperanza; contaban con una próxima victoria, pues habían olvidado ya la derrota de Farsalia. En ninguna parte tuvo tan malas consecuencias el tiempo que César había perdido en Alejandría, como en el África. Si él hubiera acudido allí inmediatamente después de la muerte de Pompeyo, se habría encontrado un ejército reducido, desorganizado y maltrecho. En esta ocasión, en cambio, era ya fuerte y tan numeroso como en los campos de Tesalia; estaba reorganizado por la energía de Catón, dirigido por jefes de renombre y dotado de un general regularmente reputado.
MOVIMIENTOS EN ESPAÑA
Parecía que una mala estrella influía desastrosamente en los asuntos de César en África. Antes de embarcarse para Egipto, había dispuesto, tanto en España como en Italia, las medidas y preparativos exigidos por las necesidades de la guerra que se encendía de nuevo al otro lado del Mediterráneo; pero todo había salido mal. Según sus instrucciones, su lugarteniente en la provincia española del sur, Quinto Casio Longino, debía pasar al África con cuatro legiones, hacer un llamamiento a Bogud, rey de la Mauritania occidental[11], y marchar con él sobre Numidia y el África. Sin embargo, este ejército de refuerzo contaba en sus filas con un gran número de españoles y dos legiones enteras que habían sido pompeyanas; en la provincia, las simpatías eran para Pompeyo; y además Casio, por su tiránico comportamiento, no era el hombre más a propósito para acallar a los descontentos. Así, este estado de cosas vino a parar en una rebelión. Por entonces todo el que se pronunciaba contra un lugarteniente de César levantaba la bandera de la causa contraria; y, aprovechando aquella ocasión favorable, Gneo, hijo mayor de Pompeyo, dejó el África y se trasladó a la península. La autoridad de Casio fue desconocida a un tiempo por los principales cesarianos, pero Marcelo Lepido, gobernador de la provincia del norte, intervino en aquellos asuntos y restableció la tranquilidad. Gneo Pompeyo llegó demasiado tarde, pues se había entretenido, cuando venía de camino, en hacer una vana tentativa contra la Mauritania. Cuando se presentó en España Cayo Trebonio, que había sido enviado por César a su regreso de Oriente para relevar a Casio Longino (en el otoño del año 707), no encontró sino obediencia en todas partes. Entre tanto, la sublevación de España había paralizado la expedición que se destinaba al África. Nada se había hecho para impedir la reorganización de los republicanos, y además de esto, como Bogud fue llamado con sus tropas para que fuera a la península en auxilio de Longino, no pudo contrarrestar a su vecino, el rey de Numidia.
PRONUNCIAMIENTO MILITAR EN CAMPANIA
Acontecimientos más graves surgieron todavía en la Italia meridional, donde César había concentrado las tropas que quería llevar al África. Allí se encontraron reunidas en gran parte las antiguas legiones, aquellas que en las Galias, en España y en Tesalia habían echado los cimientos del futuro trono. Pero sus victorias no habían mejorado su espíritu, y su larga ociosidad en la baja Italia había relajado en ellas la disciplina. Al exigirles esfuerzos sobrehumanos, cuyas consecuencias se echaban de ver bien claramente en sus mermadas filas, su general había echado un germen de disgusto en sus corazones de hierro; y este germen, que fue desarrollándose con la ayuda del tiempo y del reposo, debía producir la explosión de un día para el otro. Hacía más de un año que el único hombre que se les imponía se hallaba como perdido en regiones lejanas; sus propios oficiales les tenían temor, más que ser temidos, y cerraban los ojos ante los excesos y desórdenes que cometían en sus cuarteles. Cuando recibieron la orden de embarcarse para Sicilia, y pensaron que tenían que cambiar las delicias del acantonamiento de la Italia meridional por las fatigas y las pruebas de una tercera campaña, pruebas que no debían ceder en nada a las de las guerras de España y de Tesalia, se manifestó súbitamente el descontento que hacía tiempo estaba latente en los soldados: se negaron a obedecer y exigieron las dádivas que les habían prometido. Los lugartenientes enviados por César fueron recibidos con injurias y hasta con piedras. Se les prometió aumento de recompensas, pero nada bastó para detener la sedición. Los legionarios marcharon hacia Roma, donde querían exigir de César en persona el pago de las cantidades ofrecidas; y algunos oficiales que se interpusieron a su paso y quisieron contener el motín fueron sacrificados. El peligro era grande. César situó a las puertas de la ciudad a los pocos soldados que tenía a sus órdenes, pues ante todo era necesario evitar el saqueo, y, tras presentarse después de improviso ante la enfurecida soldadesca, les preguntó qué querían. «Nuestras licencias», exclamaron. Y al punto fueron licenciados. «Aquellos de vosotros —añadió el general— a quienes corresponda el donativum, que yo os debía para el día de mi triunfo, y las asignaciones de tierras que os había prometido, podrán venir a reclamarlos cuando yo entre triunfante en Roma con el resto de mi ejército; pero, como es justo, vosotros no formaréis parte de mi cortejo, puesto que os he licenciado.» Los amotinados no esperaban este giro que tomaban las cosas. Convencidos de que eran necesarios a César para su expedición al África, no habían reclamado sus licencias sino para hacerse pagar a buen precio su permanencia bajo las águilas. Engañados al principio en la creencia de que sin ellos nada se podía hacer, habían sido incapaces de entrar por sí mismos en el buen camino, y de conducir con acierto las negociaciones que habían entablado mal desde el principio. Por otra parte, se sentían avergonzados como hombres en presencia del imperator, esclavo de su palabra aun con sus mismos legionarios, e infieles al generoso dictador, que les daba mucho más de lo que les había prometido. Estaban profundamente conmovidos como soldados ante la idea de asistir como simples espectadores a la fiesta triunfal dada en honor de sus camaradas, y también por la palabra quirites (ciudadanos), que César había empleado al dirigirse a ellos en lugar de la voz militar commilitones; aquella palabra que tan extrañamente resonaba en sus oídos, y que borraba en un momento todo su glorioso pasado guerrero. Así, volvieron a caer en el irresistible encanto de la vida de las armas. Al punto, se detuvieron mudos y balbucientes, pero inmediatamente, y todos a una voz, imploraron su indulgencia y «que les fuera permitido llamarse siempre soldados de César». Su jefe se hizo rogar, hasta que por fin los perdonó; pero impuso a los promovedores la pérdida de la tercera parte de las ventajas que les correspondían por el triunfo. La historia no registra otra estratagema tan admirable de un general, ni victoria moral más grande y completa.
CÉSAR EN ÁFRICA. COMBATE DE RUSPINA.
SITUACIÓN DE CÉSAR
La sedición militar de los veteranos no dejó de tener funestas consecuencias, pues retardó considerablemente el comienzo de las operaciones para la campaña de África. Cuando César llegó a Lilibea, donde debía embarcarse el ejército, las diez legiones designadas para la expedición no estaban allí completas, ni mucho menos, y los mejores soldados tenían que hacer aún muy largas marchas. Apenas se encontraban reunidas seis legiones, de las cuales cinco eran de nueva creación, con los buques y los transportes necesarios. Con ellos se hizo César a la mar (el 25 de diciembre del año 707, según el calendario antiguo; el 8 de octubre aproximadamente, según el calendario juliano). La escuadra enemiga, temiendo los temporales del equinoccio, a la sazón reinantes, se había aproximado a la costa en la bahía de Cartago, debajo de la isla Egimur. Nada hizo esta para impedir la travesía de César a la costa africana, pero los vientos se encargaron de ello al dispersar su escuadra. Cuando el general romano arribó a la costa, no lejos de Hadrumete (Susa), no pudo reunir en la playa más que tres mil hombres, la mayor parte de ellos reclutas, y unos ciento cincuenta caballos. La ciudad estaba perfectamente defendida, y en vano intentó apoderarse de ella. Más afortunado fue después, y logró hacerse dueño de otras dos ciudades, poco separadas la una de la otra, Ruspina (Sahalil, cerca de Susa) y Leptis la Pequeña. Allí se atrincheró sin dilación; mas considerándose poco seguro, mandó embarcar su pequeña caballería en los buques, bien provistos de agua y aparejados para hacerse a la vela. En efecto, quería poder reembarcarse a cualquier hora en caso de que el enemigo viniera a atacarlo con fuerzas superiores. No tuvo necesidad de hacerlo, pues sus barcos dispersados por la borrasca llegaron a tiempo (3 de enero de 708). Desde luego le faltó el trigo a consecuencia de las disposiciones tomadas por los pompeyanos; y, para proveerse de él, se dirigió con tres legiones al interior del país. Fue atacado en medio del camino, no lejos de Ruspina, por las tropas de Labieno, que había acudido a impedir el desembarco. Este no llevaba más que caballería y arqueros, y César casi no tenía otras tropas que infantería regular. Sus legionarios se vieron de repente envueltos en una nube de flechas, de las que no se podían defender, a la vez que les resultaba imposible alcanzar al enemigo. Hasta que al fin, al desplegarse pudieron salvar sus flancos, y una audaz acometida salvó también el honor de sus armas. Sin embargo tuvieron necesidad de batirse en retirada, y, si no hubieran tenido muy cerca a Ruspina, el dardo de los mauritanos quizás habría cumplido en este campo de batalla la misma obra desastrosa que en otro tiempo había cumplido el arco de los partos delante de Carras. Aquella jornada había hecho ver a César todas las dificultades de la actual campaña. En adelante no quiso exponer más a tales combates a los legionarios bisoños, que se acobardaban en presencia de esta táctica inusitada, y esperó a sus legiones veteranas. Mientras tanto, se ocupó de restablecer de algún modo el equilibrio, comprometido por la superioridad notable de las armas arrojadizas del enemigo. Reunió en su escuadra a todos aquellos que podía utilizar en la caballería ligera o como arqueros, y luego los agregó a su ejército de tierra. Aunque fue escaso el partido que de ello sacó, obtuvo un gran resultado en los hábiles manejos que practicó para sublevar contra Juba a las hordas nómadas de los gétulos, que ocupaban las pendientes meridionales del Atlas, a la entrada del desierto de Sahara. Hasta ellos habían llegado los efectos de las luchas entre Mario y Sila. Aborrecían el nombre de Pompeyo, que por entonces les había impuesto la soberanía de los reyes númidas, y desde luego se mostraban favorables al heredero del héroe poderoso, cuyo recuerdo había quedado vivo en aquellas comarcas desde las guerras de Yugurta. Por otra parte, los reyes de la Mauritania, Bogud de Tingis y Bocco de Yol, enemigos naturales de Juba, habían sido siempre aliados fieles de César. Y, por último, recorría las fronteras de los reinos de Juba y de Bocco, al frente de sus bandas, el último de los partidarios de Catilina, aquel Pucio Sitho de Nuceria, traficante italiano en otro tiempo, que quebró más tarde. Este, que había improvisado un día, como unos dieciocho años atrás, una facción en la Mauritania, se conquistó a favor de las revueltas de la Libia un nombre y un ejército, y ahora se unía con Bocco y caían ambos sobre el país númida. Estos ocupaban la importante plaza de Cirta y cogieron entre dos fuegos a Juba, atacándolo a la vez los gétulos y los mauros por el sur y por el oeste. En consecuencia, Juba se vio obligado a mandar contra ellos una parte de su ejército. A pesar de esto, César no estaba seguro todavía; sus tropas se hallaban reunidas en un espacio de una milla cuadrada (tres leguas cuadradas). Si bien la escuadra podía proveer de trigo a los soldados, los caballos no tenían forraje y se sufrían en el campamento las mismas privaciones que Pompeyo había sufrido delante de Dirrachium. No obstante los esfuerzos de César, sus tropas ligeras eran muy inferiores a las del ejército pompeyano, y aun con sus mismos veteranos le era casi imposible tomar la ofensiva y penetrar en el interior del país. Escipión, en cambio, unas veces se internaba y otras abandonaba las ciudades de la costa, preparando quizás una victoria parecida a la que alcanzó el visir de Orodes contra Craso, o Juba contra Curión, o proponiéndose, por lo menos, prolongar la guerra. Al primer golpe de vista, todas las circunstancias aconsejaban que se siguiera este plan de campaña; y el mismo Catón, que era un buen estratega, lo aconsejaba. Para eso se ofrecía a pasar a Italia con un cuerpo de tropas escogidas con el fin de hacer un llamamiento a las armas a los republicanos; empresa que podía haber obtenido un buen resultado en estos tiempos de agitación y de revueltas. Pero Catón, aunque prudente y entendido, no tenía el imperium, y el general en jefe, Escipión, dispuso que se sostuviera la guerra en los países cercanos a la costa. Fue esta una resolución funesta, puesto que se abandonaban de esta manera las ventajas que un plan tan seguro prometía, y se colocaba la lucha en un terreno donde se sentía una agitación peligrosa. Al mismo tiempo, el ejército comprometido contra César no se hallaba animado del mejor espíritu. La insoportable tiranía de los alistamientos militares hechos a la fuerza, las exacciones de víveres llevadas a cabo en todas partes, la destrucción de las pequeñas aldeas, y, por encima de todo esto, la idea de que ligaban su suerte a una causa extranjera y ya perdida, habían suscitado en los indígenas un sentimiento de dolor contra aquellos republicanos romanos, venidos al África para librar sus últimos desesperados combates. Aquel sentimiento se había trocado en un odio terrible cuando se los vio emplear el terror contra ciudades simplemente sospechosas de indiferencia. En cuanto pudieron hacerlo, las ciudades africanas se declararon a favor de César, y los gétulos y los libios agregados a las legiones, o que servían como auxiliares armados a la ligera, desertaron casi todos de las filas. No por esto desistió Escipión de su primitivo plan, antes al contrario, persistió en él con una obstinación propia de la falta de inteligencia. Habiendo salido de Utica con todas sus tropas, se dirigió contra las ciudades de Ruspina y de la Pequeña Leptis, ocupadas por César. Dejó considerables guarniciones al norte, en Hadrumete, y al sur, en Thapsus (sobre el cabo Ras ed Dimas); y reunido con Juba, que acudió con todas las tropas de las que pudo disponer después de haber cubierto sus fronteras, presentó varias veces la batalla al enemigo. Sin embargo, César había tomado el partido de esperar a sus veteranas legiones, y cuando estas, que fueron desembarcando las unas después de las otras, se presentaron en el campo de batalla, Escipión y Juba no estaban ya dispuestos a entrar en combate, y César no pudo obligarlos a que lo aceptaran por tener una caballería ligera muy escasa. Cerca de dos meses se pasaron en marchas y contramarchas, y en pequeñas escaramuzas en las cercanías de Ruspina y de Thapsus. Peleaban solo para descubrir algún silo (granero subterráneo oculto, costumbre del país), o para establecer alguna avanzada. La caballería ligera del enemigo obligaba a César a mantenerse en las alturas y a cubrir sus flancos de líneas de trincheras; a la larga, y en estos combates penosos y sin resultado, sus soldados bisoños se habían acostumbrado a la táctica de sus enemigos. En este nuevo capitán instructor, prudente y solícito, que con su persona daba ejemplo a los soldados, nadie, amigo o adversario, hubiera reconocido al impetuoso general de las campañas pasadas. Sin embargo, estas prudentes contemporizaciones, como su impetuosidad de otras veces, revelaban al admirable jefe, siempre igual a sí mismo.
BATALLA DE THAPSUS
Cuando se le reunieron estos últimos refuerzos, se dirigió contra Thapsus por una marcha de flanco. Hemos visto que Escipión había dejado allí una fuerte guarnición: primera y enorme falta, que facilitaba al adversario un cómodo punto de ataque. No tardó en cometer un segundo error, no menos desastroso, al acudir en socorro de la plaza, pues vino a presentar a César la batalla tanto tiempo deseada y tan prudentemente rechazada, sobre un terreno en el que la infantería legionaria iba a recobrar su decisiva ventaja. En efecto, un día se vio a los ejércitos de Escipión y de Juba desplegarse a lo largo de la costa, en frente del campamento de César. Las dos primeras líneas estaban dispuestas a entrar en combate, mientras la tercera se ocupaba en plantar las tiendas; al mismo tiempo, la guarnición de Thapsus preparaba una salida que podía ser rechazada por la sola guardia de las trincheras de César. En cuanto a los legionarios, nada se escapaba a su gran penetración: al punto notaron la poca fijeza de los movimientos del enemigo y la mala disposición de sus divisiones; y, cuando este se hallaba todavía ocupado con los trabajos de las trincheras, obligaron a su corneta a dar la señal de ataque sin esperar la orden de su jefe. Se precipitaron sobre toda la línea enemiga, y César corrió al frente cuando vio el arranque de sus tropas. El ala derecha, que iba adelante de los otros cuerpos, espantó a los elefantes de Juba con una nube de piedras y de dardos, y estos terribles animales se volvieron hacia su propio ejército (esta fue la última batalla importante en que fueron empleados los elefantes). Las cohortes situadas a la vanguardia del ejército pompeyano quedaron destrozadas, su ala izquierda se dispersó, y toda su línea fue desordenada y desbandada. La derrota se convirtió en un inmenso desastre, tanto mayor cuanto que aún no habían terminado su nuevo campamento los vencidos, y estaba demasiado lejos el antiguo. César los fue capturando casi sin resistencia. El grueso del ejército derrotado arrojó las armas y pidió cuartel; pero los soldados de César no eran aquellos que en otro tiempo, en los alrededores de Ilerda, se habían negado a entrar en batalla antes del momento oportuno, ni aquellos otros que en Farsalia trataron con gran consideración a un enemigo sin defensa. La inveterada costumbre de las guerras civiles, los mal reprimidos odios y la reciente insurrección engendraron en Thapsus terribles consecuencias. Si la hidra contra la cual peleaban los cesarianos se levantaba cada día con nuevas fuerzas; si el ejército de César había tenido que trasladarse precipitadamente de Italia a España, de España a Macedonia, y de Macedonia al África; si la tan apetecida paz nunca llegaba, culpa era todo esto, en el sentir de los soldados, y no dejaban de tener razón, de la intempestiva indulgencia del general. El soldado se había propuesto enmendar el error de su jefe, y se mostró sordo a las súplicas de sus conciudadanos desarmados y a las órdenes de César y de sus capitanes. Cincuenta mil cadáveres yacían en los campos de Thapsus, y entre ellos un gran número de oficiales de César, a quienes sus mismos soldados habían dado muerte por ser enemigos encubiertos de la nueva monarquía. A este precio compraron su reposo los partidarios del monarca. Por su parte, el ejército vencedor no tuvo más que cincuenta muertos.
CATÓN EN UTICA. SU MUERTE
Después del desastre de Thapsus la guerra de África terminó, como año y medio antes había terminado la guerra en Oriente con la batalla de Farsalia. Catón, en su cualidad de comandante de Utica, convocó allí al Senado y expuso los medios de defensa con que contaban. Dejó a la asamblea el derecho de decidir si convenía rendirse, o si preferían pelear mientras uno solo de ellos alentara, y aconsejó a sus amigos que votaran y obraran no cada uno por sí, sino todos por cada uno. Muchos se inclinaban a tomar una resolución extrema, y se propuso decretar la manumisión de todos los esclavos. Pero Catón vio en ello un atentado ilegal a la propiedad privada, y se propuso hacer un llamamiento al patriotismo de los dueños; sin embargo, tal acto de desinterés no era del agrado de los grandes traficantes de África, que estaban en mayoría en el Senado, y se resolvió capitular. A la sazón entraron en la ciudad Fausto Sila, hijo del dictador, y Lucio Afranio, los cuales llevaban una gruesa división de caballería de los campos de Thapsus. Catón decidió entonces hacer una nueva tentativa; pero como ellos quisieran, para poder mantenerse dentro de la plaza, comenzar por el degüello de todos los habitantes inútiles para la defensa, se opuso resueltamente a ello. Prefirió dejar caer sin riesgo el último asilo de los republicanos en poder de la monarquía, a deshonrar con una sangrienta hecatombe los últimos momentos de la República. En parte por el ascendiente de su autoridad, en parte también por el sacrificio generoso que había hecho de su fortuna personal, contuvo el furor de una soldadesca ya desenfrenada contra los desdichados habitantes de Utica, y facilitó los medios de evasión a los que no quisieran o no pudieran someterse a la clemencia de César. Para los que se quedasen en la ciudad, procuró una capitulación lo menos desastrosa que fuera posible; y, cuando se hubo cerciorado de que ya no podía ser útil, se retiró a su dormitorio y se atravesó el pecho con su espada.
MUERTES DE OTROS JEFES REPUBLICANOS
De los demás jefes pocos fueron los que escaparon. Los soldados de caballería que abandonaron el campo de batalla cayeron en poder de las tropas de Sittio, y ellas les dieron muerte o los hicieron prisioneros: Afranio y Fausto fueron presentados ante César; y, como este no mandaba su ejecución inmediata, los veteranos se insurreccionaron y los descuartizaron. El mismo Metelo Escipión, general en jefe, cayó con la escuadra del partido derrotado en poder de los cruceros de Sittio, y Fausto Sila se atravesó con su espada en el momento en que iban a cogerlo. Juba, a quien estos acontecimientos no habían cogido desprevenido, se propuso morir, llegado el caso, como rey; y al efecto hizo levantar en la plaza de su ciudad de Zama una inmensa hoguera que había de consumirlo a él, sus tesoros, y a todos los habitantes. Pero estos no quisieron honrar con su muerte los funerales del Sardanápalo africano, y cuando, tras escapar de la matanza, se presentó delante de la ciudad en compañía de Marco Petreyo, encontró cerradas las puertas. Estas naturalezas depravadas por el exceso de los goces sensuales y por el orgullo necesitan, aun en la misma hora de la muerte, fiestas y orgías. Juba se retiró con su compañero a una de sus posesiones de recreo, hizo que le sirvieran un espléndido banquete, y para terminar provocó a un duelo a Petreyo. El vencedor de Catilina murió a manos del rey númida, el cual a su vez se hizo matar por un esclavo.
A pesar de todo esto, algunos personajes notables del partido pompeyano habían escapado con vida. Labieno y Sexto Pompeyo se unieron en España a Cayo, hermano mayor de este último, y, como en otro tiempo había hecho Sertorio, fueron a buscar en los mares y en las montañas de la península, la mitad sometida y la otra mitad todavía independiente, el supremo asilo ofrecido a la piratería y el latrocinio.
ARREGLO DEL ÁFRICA
Entre tanto, sin encontrar ya resistencia alguna, César ponía en orden todos los asuntos de África. Siguiendo lo que Curión había propuesto poco antes, dejó de existir el reino de Masinisa, y se agregó la región del este, o país de Sitif, al reino de la Mauritania oriental, que era gobernado por Bocco. Bogud, fiel rey de Tingis, recibió también extensos territorios que ensancharon sus Estados. Cirta (Constantina) y el país circunvecino, ocupados durante la soberanía de Juba por un príncipe llamado Masinisa, y por su hijo Arabión, fueron dados al condottieri Publio Sittio, que debía establecerse allí con sus bandas medio romanas[12]. Al mismo tiempo, este distrito, con la más grande y más fértil parte del antiguo reino númida, fue unido con el nombre de Nueva África (Africa Nova) a la antigua provincia africana. La defensa del litoral contra las hordas nómadas del desierto, que antes Roma había confiado a un rey amigo, fue encargada ahora al nuevo monarca, con la característica de que los gastos que ocasionara quedarían a cargo del Imperio.
VICTORIA DE LA MONARQUÍA.
FIN DE LA REPÚBLICA
De esta suerte, la lucha entre Pompeyo y los republicanos por una parte, y César por otra, terminó después de cuatro años con la completa victoria del dictador. Y, por cierto, no es que la monarquía haya sido fundada en los campos de Farsalia y de Thapsus; pues en realidad existía desde el momento en que Pompeyo y César coaligados establecieron su común supremacía y transformaron por completo la antigua constitución aristocrática. Sin embargo, las jornadas sangrientas del 9 de agosto de 706 y del 6 de abril de 708 habían puesto fin a este gobierno dual, contrario a la esencia misma de la monarquía, y el nuevo monarca fundaba ahora en ellas la consagración y el reconocimiento de su poder. Todavía se han de ver surgir insurrecciones de pretendientes o conjuraciones republicanas promoviendo nuevos disturbios; se verá quizá la revolución y aun la reacción misma. Pero no volverá jamás la antigua y libre República, tal como había existido durante quinientos años; en toda la extensión del Imperio Romano se asienta ya la monarquía sobre la legitimidad del hecho consumado. Ha terminado la lucha por la constitución de Roma, y su fin fue proclamado por Marco Catón cuando en Utica se atravesó con su espada. Siendo desde hacía muchos años el primero en el combate entre todos los defensores de la República legal, perseveró en su propósito hasta el instante mismo en que ya no quedaba esperanza alguna de triunfo. En esta ocasión ya no era posible luchar. La República fundada por Marco Bruto había muerto y no se abrigaba ninguna esperanza de restablecerla: ¿qué restaba por hacer a los republicanos? Una vez que les habían arrebatado su tesoro los mismos hombres que lo custodiaban, no tenían ya ninguna misión que cumplir; y en realidad no se les puede echar en cara que volviesen a sus hogares. En la muerte de Catón hubo mayor nobleza y más alta inteligencia que en todos los demás actos de su vida. Catón no era un gran hombre; pero por miope, por malaventurado, por enojoso e inútil que fuera este personaje, con todo el énfasis de sus huecas frases, que hicieron de él en su siglo y en todos los tiempos el tipo ideal del republicanismo vacío de sentido y el héroe favorito de los que especulan con la palabra República, todavía era el único que representaba digna y valerosamente el sistema caído en la hora de la agonía. Y como ante la sincera verdad no puede prevalecer la más hábil mentira; como en la naturaleza humana todo lo grande y todo lo bello consiste, no en la prudencia, sino en el honor; es forzoso afirmar que Catón ha cumplido en la historia una misión más grande y más noble que un gran número de personajes infinitamente superiores a él por las dotes de su inteligencia. Convengo en que Catón era un loco; pero su locura realza el sentido profundo y trágico de su muerte. Porque es loco, es precisamente por lo que don Quijote es una figura trágica. ¡Qué extraña peripecia! En este teatro del mundo antiguo, donde tantos sabios y tantos grandes hombres figuraron y obraron, faltaba que un maniático viniese a decir el epílogo. Catón no había muerto en vano: como una protesta elocuente y terrible de la República contra la monarquía, el último republicano desaparecía de la escena cuando se presentaba el nuevo rey. Ante aquella protesta se desgarraban como telas de araña todas las pretendidas instituciones moderadas con las que César había rodeado su trono, y se descubría la hipócrita mentira de aquel schiboleth de la reconciliación de los partidos, de aquella pretendida égida protectora de la soberanía cesariana. La cruel guerra que el espectro de la República legítima había sostenido contra la monarquía imperial desde Casio y Bruto hasta Thraseas y Tácito, y más lejos todavía, las guerras de los complots y de las bellas letras no fueron otra cosa que el legado que Catón dejó al morir a su enemigo. De Catón tomarán los republicanos de oposición su actitud de gentes de esclarecido linaje, su retórica hinchada, su austeridad ambiciosa y sus opiniones sin esperanza fielmente sostenidas hasta la muerte. Apenas había muerto, cuando, aquellos mismos que lo habían considerado frecuentemente en vida como un juguete y que lo desdeñaban, lo transfiguraron en santo, y como a tal lo honraron. El homenaje más grande de todos los que recibió fue el que le tributó involuntariamente César. Mientras que para los demás pompeyanos y republicanos no tenía el dictador sino una desdeñosa indulgencia, exceptuó de esto a Catón, a quien persiguió hasta la tumba con aquel profundo rencor que sienten de ordinario los políticos de acción contra sus adversarios que son tan peligrosos como imposibles de alcanzar.