IV
POMPEYO EN ORIENTE
DESTRUCCIÓN DE LOS PIRATAS POR PARTE DE POMPEYO
Hemos visto el estado deplorable en que se hallaban los asuntos de Roma en Oriente tanto por mar como por tierra, cuando a principios del año 687, e investido con poderes ilimitados, Pompeyo fue a renovar la guerra contra los corsarios. Comenzó por dividir su inmensa provincia en trece circunscripciones; y cada una fue colocada bajo el mando de uno de sus lugartenientes, que sacaba hombres y buques, recorría las costas, se apoderaba de los bergantines de los corsarios, o los encerraba en las redes del vecino. En cuanto al general, se colocó a la cabeza de la mayor parte de los buques disponibles, entre los cuales se distinguía la marina de Rodas, y se hizo a la vela inmediatamente para limpiar las aguas de Sicilia, de África y de Cerdeña, a fin de restablecer lo antes posible las importaciones de trigo de estas provincias con destino a Italia. Al mismo tiempo sus lugartenientes verificaban esto mismo en las costas de las Galias y de España. En esta ocasión fue cuando el cónsul Cayo Pisón intentó impedir las levas que el legado Marco Pomponio verificaba en la Narbonense por cuenta de su general, tentativa contraria a la ejecución de la Ley Gabinia. Pompeyo reapareció un momento en Roma para poner orden y contener en los límites legales la justa irritación del pueblo contra Pisón (pág. 117). Al cabo de cuarenta días, la navegación en todo el Mediterráneo occidental era libre. El general partió entonces hacia los mares de Oriente con sus sesenta mejores buques, y se dirigió al antiguo y principal refugio de los piratas, las costas de Licia y de Cilicia. A la nueva de la aproximación de la escuadra romana desaparecieron de alta mar y se rindieron sin resistencia las fortalezas licias de Kragos y de Antikragos. La calculada dulzura de Pompeyo, más aún que el temor, le había abierto las puertas de estas dos plazas marítimas casi inexpugnables. Sus predecesores condenaban al tormento de la cruz a todos los piratas cautivos; él, por el contrario, les daba a todos cuartel y sobre todo mostraba una indulgencia desusada con los simples remeros que encontraba a bordo de los buques enemigos. Solo los atrevidos reyes cilicios de la mar intentaron luchar en sus propias aguas contra las armas de Roma: ocultaron a sus mujeres, niños y tesoros en sus castillos del Tauro, y esperaron a la escuadra italiana a la altura de Koracesium, en la costa occidental de Cilicia. Pero los buques de Pompeyo iban bien provistos de soldados y de las máquinas de guerra necesarias, y consiguieron una señalada victoria. Después, el general desembarcó sin obstáculo y fue a atacar y destruir los castillos, al mismo tiempo que ofrecía la vida y la libertad a los que se sometiesen. La mayor parte pidieron gracia, desesperando de poder mantenerse por más tiempo en sus fortalezas y en sus montañas. Cuarenta y nueve días después de haber aparecido en el mar Oriental, Pompeyo había dominado la Cilicia y terminado la guerra. Sin duda este había sido un gran éxito, pero no una gran hazaña. Se lo llamó así sin tener en cuenta los inmensos recursos de Roma, y que los corsarios no podían medir sus armas con las escuadras y las legiones, como en una gran ciudad una cuadrilla de ladrones no puede entrar en lucha con una buena policía. Pero si se tiene en cuenta el mal que venían sufriendo desde hacía tanto tiempo, y el aumento ilimitado que iban adquiriendo todos los días, se comprende que la rápida destrucción de los tan temidos piratas hiciese en el público una impresión poderosa. Por otra parte, era la primera prueba que pasaba el poder concentrado en una sola mano: todos los partidos se preguntaban ansiosamente si les convendría esta forma más que el gobierno colectivo. Los resultados fueron: unos cuatrocientos bajeles tomados al enemigo, de los que noventa eran verdaderos buques de guerra; otros mil trescientos echados a pique; los arsenales bien provistos y los almacenes de armas entregados a las llamas; diez mil piratas muertos y más de veinte mil cautivos en manos del vencedor; y, por otra parte, Publio Clodio, el almirante de la escuadra romana permanente de Cilicia, y otros prisioneros a los que se creía muertos hacía mucho tiempo devueltos a la patria y a la libertad. Desde el estío del año 687, tres meses después de comenzadas las operaciones, el comercio había vuelto a adquirir su antigua marcha en todos los mares, y la abundancia reemplazó en Italia el hambre que amenazaba invadirlo todo.
CUESTIÓN ENTRE POMPEYO Y METELO EN CRETA
Sin embargo, en Creta ocurrió un incidente enojoso, que nubló un tanto el éxito de las armas de la República. Hacía dos años que Quinto Metelo estaba en aquella isla ocupado en acabar su conquista, que ya había verificado en sus tres cuartas partes, cuando llegó Pompeyo a las aguas de Oriente. Una colisión era inminente, porque la Ley Gabinia había extendido además el mando del general en jefe sobre toda aquella isla, que por ninguna parte contaba cincuenta millas de anchura, en concurrencia con el de Metelo. Pompeyo, por prudencia, no había enviado a ella a ninguno de sus lugartenientes. Pero las ciudades cretenses aún no sometidas, que habían visto a Metelo tratar con los más crueles rigores a sus compatriotas vencidos, y que sabían, por el contrario, las condiciones indulgentes otorgadas por Pompeyo a las ciudades de Asia Menor que se le había rendido a discreción, prefirieron entregarse en masa a este. Sus enviados lo encontraron en Panfilia. Aceptó la sumisión ofrecida y expidió con ellos a su lugarteniente Lucio Octavio, encargado de instruir a Metelo de los tratados concluidos y de tomar posesión de la isla. Esto no era tratar como buen colega; pero, en rigor, el derecho estaba de parte de Pompeyo, y Metelo hacía mal si continuaba tratando como enemigas a las ciudades cretenses, prescindiendo de los arreglos suscritos por el general. En vano protesta Octavio, que había desembarcado sin soldados, y en vano llama en su ayuda a Lucio Cisena, lugarteniente de Pompeyo en la Acaya. Por su parte, Metelo, sin cuidarse de Octavio ni de Cisena, sitia Eleuterna y toma por asalto Lappa, donde el mismo Octavio cayó en su poder. Lo dejó partir con el sello de esta afrenta, y entregó al verdugo a todos los cretenses cautivos. Comenzó entonces una verdadera guerra entre sus soldados y los de Cisena, que murió al poco tiempo, pero a la cabeza de los cuales se puso el mismo Octavio. Cuando estos se vuelven a la Acaya, Octavio continúa todavía la guerra, en unión con el cretense Aristion. Por último, Hierapitna, donde ambos se habían hecho fuertes, fue tomada por Metelo después de una tenaz resistencia. Como optimate ardiente, luchando contra la democracia y su general en jefe, Metelo había dado principio a la guerra civil; pero por otra parte, y como cosa que prueba el indescriptible desorden de los tiempos, estos graves acontecimientos no tuvieron otras consecuencias que el haber cambiado algunas cartas duras entre ambos capitanes, a quienes dos años más tarde se los verá tranquila y amistosamente sentados uno al lado del otro en la curia.
POMPEYO SE PONE AL FRENTE DE LA EXPEDICIÓN CONTRA MITRÍDATES
Mientras esto sucedía, Pompeyo estaba en Cilicia preparando para el año siguiente, al parecer, una expedición contra Creta, o mejor dicho, contra Metelo. Pero en realidad estaba esperando una señal para arrojarse en medio de los embrollados asuntos del continente asiático. Lo poco que quedaba del ejército de Lúculo, después de todas las pérdidas que había experimentado y de haber licenciado las legiones de Fimbria, permanecía inactivo en el alto Halis, en el país de los trocmos, a dos pasos de la frontera del Ponto. Lúculo había continuado aún por algún tiempo a su cabeza, pero su sucesor Glabrion se había detenido en el Asia occidental. Las tres legiones situadas en Cilicia a las órdenes de Marcio Rex tampoco se movían. Todo el Ponto había vuelto a caer en poder de su rey Mitrídates, que había tomado una sangrienta venganza de todos los que habían hecho defección, ya fuesen hombres o ciudades, como por ejemplo Eupatoria. Por lo demás, los reyes de Oriente no tomaron con mucho calor la ofensiva contra los romanos, ya sea que este no fuese su plan, o que el desembarco de Pompeyo en Cilicia les quitase el deseo de llevar las hostilidades más adelante. De repente sobrevino la Ley Manilia, que cumplía los deseos secretos del general más pronto de lo que él mismo esperaba. Fueron llamados Glabrion y Marcio Rex, y se dio a Pompeyo el gobierno del Ponto, de Bitinia y de Cilicia, y el mando de las tropas que allí se encontraban para hacer la lucha contra Ponto y Armenia. También se le había otorgado el derecho de hacer a su antojo la paz o la guerra, o de contraer alianzas con los dinastas de Oriente. Ante tales perspectivas de honores y de riquezas, ¿qué tiene de extraño que se dejase de castigar al optimate celoso que quería guardar para sí solo los insignificantes laureles recogidos en Creta? Cesaron los preparativos de desembarco en la isla y el exterminio de los pocos piratas que aún quedaban; hasta hizo que su escuadra variara de rumbo, pues quería que esta apoyase su ataque contra los reyes de Armenia y de Ponto. Sin embargo, la guerra continental no le hizo olvidar en absoluto a los filibusteros, dispuestos siempre a volver a levantar la cabeza. Antes de abandonar la provincia de Asia (año 691), hizo armar allí un suficiente número de buques como para tenerlos a raya. Esta medida se había tomado en Italia el año anterior a petición suya, y el Senado había votado los recursos necesarios. Cubrían todas las costas columnas volantes de caballería, y pequeñas escuadras surcaban los mares inmediatos. En una palabra, si bien es cierto que no había quedado totalmente destruida la piratería, como veremos más adelante al ocuparnos de las expediciones de Chipre y de Egipto, al menos a partir de esta campaña, y aun en medio de las vicisitudes y de los tiempos de crisis que Roma deberá aún atravesar, no volverá a resucitar con tanta fuerza, ni el mar volverá a ser inhospitalario, como lo fue un día bajo el reino de una corrompida oligarquía.
PREPARATIVOS MILITARES DE POMPEYO. ALIANZA CON LOS
PARTOS.
DISCORDIA ENTRE TIGRANES Y MITRÍDATES
En su infatigable actividad, el nuevo general en jefe consagró a sus preparativos militares y diplomáticos los pocos meses que le quedaban antes de la apertura de las operaciones en Asia Menor. Sus enviados se presentaron ante Mitrídates, menos para intentar un acomodamiento serio, que para reconocer la situación. En la corte del Ponto se esperaba que Fraates, rey de los partos, entraría en la coalición del Ponto y de la Armenia, aleccionado por los últimos e importantes triunfos de los aliados. Pero, para combatir este plan, se despacharon otros enviados romanos a la corte de Ctesifon. Las discordias intestinas que destrozaban a la familia real de Armenia vinieron en su ayuda. Tigranes tenía un hijo, del mismo nombre, que se rebeló en contra de él quizá porque no pudiese esperar la muerte del viejo rey, o porque, ante las sospechas de que muchos de sus hermanos habían pagado asesinos contra él, solo viese en la insurrección abierta el único medio de salvación. Vencido por su padre, se refugió en la corte del Arsácida con cierto número de armenios notables y allí volvió a comenzar sus intrigas. Los arreglos hechos por Fraates fueron tal vez obra suya. Por ambas partes se ofreció a este rey la Mesopotamia, como premio a su alianza; pero prefirió las seguridades prometidas por los romanos, renovó con Pompeyo el tratado firmado por Lúculo, respecto de la frontera del Éufrates (pág. 76), y se comprometió a cooperar con los occidentales en la guerra contra la Armenia. Era un gran perjuicio para los dos reyes el hecho de que, a instigación del joven Tigranes, los partos contrajesen alianza con la República. El joven armenio hizo todavía más y su insurrección trajo la división entre su padre, él y Mitrídates. El rey de Armenia sospechaba en secreto que su suegro había fomentado, bajo cuerda, el crimen del joven Tigranes, que era nieto de Mitrídates por su madre Cleopatra; y, si no se llegó hasta una completa ruptura, se enfrió al menos la buena inteligencia entre los dos reyes, precisamente en los momentos en que era más necesaria.
Durante este tiempo Pompeyo se preparaba sin descanso. Dio orden a las ciudades aliadas o clientes para que le enviasen los contingentes fijados por los tratados. Se fijaron carteles en público que invitaban a los veteranos licenciados de Fimbria a volver al servicio como voluntarios; y las promesas hechas, así como el nombre de Pompeyo, decidieron a muchos de ellos a responder al llamamiento. Las fuerzas reunidas por el general ascendieron muy pronto a cuarenta mil o cincuenta mil hombres[1], incluyendo las tropas auxiliares.
POMPEYO Y LÚCULO
En la primavera del año 688 (66 a.C.), Pompeyo llegó a Galacia para ponerse al frente de las tropas de Lúculo y entró con ellas en territorio del Ponto, donde las legiones de Cilicia tenían orden de unírsele. Los dos generales se encontraron en Danala, en el territorio de los trocmos, pero sus amigos comunes habían esperado una reconciliación que no pudo verificarse. Se comenzó por una recíproca cortesía a la que sucedieron muy pronto agrias explicaciones y palabras duras, y terminaron separándose más fríos que nunca. Lúculo continuaba dando regalos a los soldados y distribuyéndoles tierras como si estuviese todavía en el cargo. Pompeyo, por su parte, declaró nulos todos los actos de su predecesor, a contar desde su llegada a Galacia. En rigor estaba en su derecho, pero debía obrar con tino y miramientos con un rival ilustre por sus servicios.
MARCHA SOBRE EL PONTO. RETIRADA DE MITRÍDATES.
BATALLA DE NICÓPOLIS
En cuanto lo permitió la estación, las tropas romanas pasaron las fronteras, y tuvieron en frente a Mitrídates con treinta mil infantes y tres mil caballos. Abandonado por su aliado y atacado por Roma con gran energía y fuerzas dobles, hizo una tentativa de paz; pero cuando Pompeyo pidió una sumisión incondicional, no quiso oír nada más: no podía salirle peor una guerra desgraciada. Para no exponer a su ejército, compuesto en su mayor parte por arqueros y caballeros, a los golpes irresistibles de la infantería romana, retrocedió lentamente y de esta forma obligó al enemigo a seguirlo en sus movimientos a derecha e izquierda y en todos los sentidos. En ocasiones les hizo frente con su caballería, que era superior a la de Pompeyo, y les estorbó sus aprovisionamientos; con esto les iba preparando a las legiones grandes sufrimientos. Pompeyo, impacientado, se cansó de perseguir de este modo al ejército del Ponto, y por tanto dejó allí al rey y se ocupó solo de someter el país. Llegó hasta el alto Éufrates, lo pasó y penetró en las provincias orientales del Ponto. Pero Mitrídates siguió a su vez la orilla izquierda del río. Llegó a la región Anáitica y de repente pudo cerrarle el paso encerrándose en Dastira, ciudadela muy fuerte y bien provista de agua. Desde allí dominaba con sus tropas ligeras la llanura inmediata. Pompeyo no tenía aún sus legiones de Cilicia y no estaba en disposición de defenderse. Volvió a cruzar el Éufrates y fue a los bosques de la Armenia póntica, cortada por abismos infranqueables, profundos valles y ásperas rocas, a ponerse al abrigo de los arqueros y de la caballería del rey. Por fin llegó el cuerpo de Cilicia, y, convertido en el más fuerte, pudo volver a tomar la ofensiva. Marchó de nuevo adelante y encerró el campamento del rey con una cadena de destacamentos de casi cuatro millas (alemanas) de longitud, lo bloqueó, y, durante este tiempo, destacó columnas por todas partes con el objeto de talar el país. Por su parte, entre los pónticos reinaba gran escasez, y ya habían matado todas las bestias que les servían para conducir el equipaje. Después de cuarenta y seis días de sufrimientos, como no podían salvar a sus heridos y enfermos, ni dejarlos en poder del enemigo, Mitrídates los mandó matar y, durante una noche oscura, emprendió en silencio el camino del este. Pompeyo lo persiguió a través de un país completamente desconocido, por donde marchaba con suma prudencia, y llegó hasta las regiones donde se encuentran las fronteras de Tigranes y del rey del Ponto. Como supo que Mitrídates no quería dar la batalla decisiva en su territorio y llevaba el propósito de atraerlo a las inmensas profundidades de Oriente, se decidió a impedirlo a toda costa. Ambos ejércitos acampaban uno cerca del otro. Durante una siesta los romanos levantaron de repente el campamento sin que se percatase de ello el enemigo, lo rodean y ocupan las alturas de la orilla derecha del Licus. Estas alturas dominan un desfiladero por donde había que pasar, no lejos del lugar donde estaba situada Enderis y donde más tarde se edificó Nicópolis. Llegada la mañana, los pónticos se pusieron en camino como de costumbre, y, creyendo que el enemigo estaba todavía detrás de ellos, colocaron sus tiendas en el mismo valle cuyas alturas tenían ocupadas los romanos. De repente, y en el silencio de la noche, resonó alrededor de ellos el tan temido grito de guerra de las legiones: los soldados, los bagajes, los carros, los caballos y los camellos se agitan en confusión infinita; y, en medio de las tinieblas, hiere la muerte con seguro golpe en sus espesas y embarazadas masas. Agotadas sus armas arrojadizas, y cuando la luna les permitió ver a sus víctimas, los romanos cayeron desde las alturas sobre aquellas bandas indefensas. Todo el que no pereció por el acero del enemigo murió aplastado por las patas de los caballos o las ruedas de los carros. De este modo terminó el último combate, en el que el viejo rey luchó en persona contra los romanos. Huyó seguido de dos caballeros y una concubina acostumbrada a acompañarlo a todas partes en traje de hombre y a combatir a su lado. Se refugió en Sinoria, y allí se le unieron algunos partidarios. Distribuyó entre ellos los tesoros que tenía depositados, seis mil talentos en oro, y se aprovisionó de veneno; después subió el Éufrates con las pocas tropas que le quedaron y fue a unirse con su aliado, el gran rey de Armenia.
TIGRANES SE VUELVE CONTRA MITRÍDATES. MITRÍDATES EN EL
FASIS,
POMPEYO EN ARTAXATA. PAZ CON TIGRANES
También aquí fue defraudada su esperanza. Al tomar el camino de Armenia, el rey contaba con una alianza que ya casi no existía. Mientras luchaba contra Pompeyo, con el mal éxito que ya sabemos, el rey parto, impelido por los romanos y cediendo a los consejos del príncipe fugitivo, había invadido a mano armada el reino de Armenia, y en consecuencia Tigranes se había visto obligado a batirse en retirada hacia las inaccesibles montañas del país. El ejército invasor puso sitio a la capital, Artaxata. Después, como este sitio se prolongó mucho, Fraates se alejó con la mayor parte de sus tropas. Al poco tiempo reapareció Tigranes, destruyó el cuerpo de ejército parto que había quedado delante de la plaza, así como el de los emigrados armenios que mandaba su hijo, y se hizo de nuevo dueño de todo su reino. Se comprende que en las circunstancias actuales el rey no debía estar muy inclinado a hacer la guerra a los romanos victoriosos por segunda vez, y mucho menos a sacrificarse por Mitrídates, en quien ahora tenía menos fe que nunca, después de saber que su hijo rebelde quería unirse con su abuelo. Por lo tanto, entabló negociaciones con los romanos y pidió una paz separada; y, sin esperar la conclusión del tratado, rompió su alianza con Mitrídates. Al llegar este a la frontera de Armenia, supo de repente que el gran rey había puesto precio a su cabeza, ofreciendo cien talentos al que se la presentase, y que había arrestado a sus enviados y los había entregado a los romanos. El viejo monarca veía entonces su reino ocupado por las legiones, y a su aliado en vías de entenderse con el enemigo; por lo demás, como no podía continuar la guerra, se juzgó dichoso con poder encontrar un último asilo en las costas del este o del norte del mar Negro. Allí tendrá sin duda que luchar contra su hijo Machares, también rebelde y partidario de los romanos, quien lo arrojará también del reino del Bósforo, y tendrá que volver a principiar sus infatigables proyectos en las costas de la Palus Metides. Tomó, pues, el camino del norte. Cuando pasó el Fasis, última frontera del Asia Menor, ya estaba fuera del alcance del enemigo, y el mismo Pompeyo cesó de perseguirlo. En lugar de volver hacia las fuentes del Éufrates, el romano se arrojó sobre la región del Araxas con la intención de concluir con Tigranes. Llegó casi sin encontrar resistencia hasta las inmediaciones de Artaxata, y colocó su campamento a tres millas (alemanas) de la ciudad. Se presentó ante él Tigranes el Joven, esperando que, al derribar a su padre, los romanos lo colocarían en el trono, y así ensayó todos los medios para impedir que se hiciese la paz entre ellos y el gran rey. Pero este estaba muy decidido a comprarla a cualquier precio. Un día se presentó a caballo a las puertas del campamento, pero sin manto de púrpura, llevando solo la banda y el turbante real, y exigiendo que lo condujesen a presencia de Pompeyo. Después de haber entregado a los lictores su caballo y su espada, como exigía la consigna del campamento, se arrojó a los pies del procónsul, siguiendo la costumbre de los bárbaros, y depositó en sus manos su diadema y su tiara en señal de sumisión absoluta. Gozoso Pompeyo por tan fácil victoria, levantó al rey, le devolvió las insignias de su dignidad y dictó las condiciones de la paz. Tigranes entregó seis mil talentos para la caja del ejército, y cada soldado recibió un donativo de cincuenta dineros. Además devolvería todas sus conquistas de Finicia, Siria, Cilicia y Capadocia, y restituiría sus posesiones de la orilla derecha del Éufrates, la Sofena y la Gordiana; en suma, volvería a entrar en los límites de la propia Armenia. A esto se redujo el gran reino. Al principio del año 688, no había ningún soldado romano que hubiera pasado el límite de las antiguas posesiones de la República. Al terminar este mismo año, el rey Mitrídates corre fugitivo y sin ejército por los desfiladeros del Cáucaso, y Tigranes de Armenia no es ya el rey de reyes; ha llegado a la condición de vasallo. Toda la región del Asia Menor al oeste del Éufrates obedecía a la dominación romana; y el victorioso ejército estableció sus cuarteles de invierno al este del río, en territorio armenio, en la parte del curso superior y hasta las orillas del Kur, donde por primera vez abrevaron los caballos de los italianos.
LOS
PUEBLOS DEL CÁUCASO. LOS IBEROS LOS ALBANESES.
VICTORIA DE POMPEYO SOBRE ESTOS
Sin embargo, al poner el pie en estos nuevos países, los romanos despertaban nuevos enemigos. Los belicosos pueblos del Cáucaso medio y oriental se irritaron ante la vista de los occidentales acampados entre ellos. Las fértiles mesetas de la actual Georgia estaban habitadas por los iberos, nación valiente, regularmente organizada y entregada a la agricultura, y cuyas tribus patriarcalmente gobernadas cultivaban las tierras en común, sin conocer la propiedad privada. El ejército y el pueblo no formaban allí más que un solo cuerpo. A su cabeza estaban los jefes de las tribus; entre estos, el más anciano era el verdadero rey de toda la nación y tenía debajo de él a su segundo en edad, el cual administraba justicia y mandaba el ejército. Los iberos tenían también sus familias sacerdotales, a las que correspondía el conocimiento de los tratados internacionales y vigilar por su fiel observancia. Los hombres no libres pertenecían al rey. Más allá de los iberos, hacia el este, estaban los albaneses, mucho más salvajes que los anteriores. Residían en el Kur inferior hasta el mar Caspio. Hacían una vida casi pastoral, conducían a pie y a caballo sus numerosos rebaños en medio de las fértiles llanuras del Schirwan moderno, y cultivaban sus campos con el tosco arado de madera, sin la reja de hierro de los occidentales. No conocían la moneda, ni sabían contar arriba de cien. Cada pueblo (había más de veintiséis) tenía su jefe y su dialecto. Aunque más numerosos que los iberos, los albaneses no hubieran podido medir sus armas con sus valientes vecinos. Por lo demás, ambas naciones se batían del mismo modo: se servían de las flechas y otras armas arrojadizas, que lanzaban como los indios sobre el enemigo, y se ocultaban después detrás de los troncos de los árboles o en lo alto de sus ramas. Los albaneses tenían también una numerosa caballería, cuyos soldados iban cubiertos, como los medos y los armenios, con pesadas corazas, escudos y otras armas defensivas. Ambos pueblos vivían en la más completa independencia en medio de sus campiñas y de sus prados, y esto desde tiempo inmemorial. La naturaleza ha colocado el Cáucaso entre Europa y Asia, como un dique contra las invasiones de los pueblos. En otro tiempo, allí se habían detenido las armas de Ciro y las de Alejandro; allí encontraron los romanos ante sí la gran muralla que sus habitantes se disponían a defender con bravura. Los albaneses supieron con terror que en la próxima primavera el general de la República se proponía pasar sus montañas y perseguir al otro lado al rey del Ponto, porque se decía que Mitrídates pasaba el invierno en Quioscuriada (Iskuria), a orillas del mar Negro. Inmediatamente, bajo la dirección de su príncipe Uroiza, se reúnen en pleno invierno, pasan el Kur y se arrojan sobre los romanos, que estaban divididos en tres cuerpos de ejército para poder vivir más fácilmente, y que eran mandados por Quinto Meteto Celer, Lucio Flacco y Pompeyo en persona. Celer, sobre quien recayó el principal ataque, se sostuvo vigorosamente; y Pompeyo, después de haberse desembarazado de las hordas que se habían dirigido contra él, persiguió hasta el río a los bárbaros derrotados por todas partes. Artoces, rey de los iberos, se mantuvo neutral y prometió a los romanos la paz y la amistad; pero Pompeyo supo que se armaba en secreto y que se disponía a atacarlo en los desfiladeros del Cáucaso. Desde los primeros días de la primavera del año 689, antes de comenzar la persecución de Mitrídates, marchó contra las ciudades de Harmocica (Armazi) y Seusamora (Tsumar), situadas a una legua de distancia una de otra, y que dominan los dos valles del Kur y del Aragua, su afluente, al mismo tiempo que cierran el único paso que va de Armenia a Iberia. Artoces, sorprendido por el enemigo, quemó precipitadamente los puentes y, aún negociando, se retiró al interior. Pompeyo se apoderó de ambas fortalezas y alcanzó a los iberos en la otra orilla, pensando que los obligaría a someterse. Pero Artoces retrocedía constantemente, y no hizo alto hasta las orillas del Peloros: allí se vio obligado a entregarse o a pelear. Los arqueros iberos no se sostuvieron firmes ni un momento contra el choque de las legiones; estas pasaron el Peloros, y Artoces sufrió las condiciones dictadas por el romano, además de entregar a sus hijos en calidad de rehenes.
POMPEYO EN LA CÓLQUIDA. NUEVOS COMBATES CON LOS ALBANESES
Hecho esto, Pompeyo pasó de la región del Kur al valle del Fasi por el collado de Sarapana (Charapaní), y bajó por las orillas del río; finalmente llegó al mar Negro, donde lo esperaba la escuadra de Servilio en las costas de Cólquida. Era una temeridad casi sin objeto conducir el ejército y los buques a estas costas legendarias. Las marchas que acababan de hacerse en países desconocidos, en medio de pueblos completamente hostiles, no eran nada, si se las comparaba con las que aún restaban. Primero había que conseguir franquear las extensas estepas que separan la desembocadura del Fasis de la península de Crimea, y que atraviesan naciones bárbaras tan pobres como belicosas, ya fuese por aguas inhospitalarias y no frecuentadas, ya a lo largo de una costa donde muchas veces las montañas terminan en el mar como cortadas a pico, y donde era necesario embarcarse con el fin de cruzar por mar algunos trechos. Admitiendo que esta expedición, más difícil quizá que los grandes viajes militares de Aníbal y de Alejandro, tuviese éxito, ¿qué resultado se alcanzaba al cabo de tantas fatigas y peligros? Concedo que la guerra no estaba concluida mientras viviese el viejo rey; pero ¿quién podía asegurar que la real bestia feroz, objeto de esta cacería prodigiosa, caería con seguridad en las redes? Aun cuando se debiese temer que Mitrídates volviera a entrar un día en Asia con la tea de la guerra en la mano, ¿no valía más la pena dejar de perseguirlo, ahora que la persecución no ofrecía ninguna ventaja y sí muchos peligros? En el ejército se levantaban muchas voces, y más aún en Roma, que impelían al general a marchar adelante; pero procedían o de cabezas acaloradas y locas, o de falsos amigos, deseosos de tener alejado a toda costa al poderoso procónsul y de verlo comprometido en el fondo de Oriente en empresas interminables. Pompeyo tenía demasiada prudencia y experiencia como para comprometer su ejército y su gloria en una expedición absurda; y una insurrección de los albaneses a sus espaldas le proporcionaba en aquel momento un pretexto plausible. Así, abandonó la persecución de Mitrídates y ordenó la retirada. La escuadra recibió orden de cruzar el mar Negro y cubrir la costa norte de Asia Menor contra todo ataque del enemigo; debía cerrar el Bósforo cimeriano contra todo navegante que intentase forzar el bloqueo bajo pena de muerte. Después, retrocediendo por el camino de tierra y atravesando las regiones de la Cólquida y Armenia, Pompeyo se volvió hacia el Kur inferior, lo atravesó y acampó en las llanuras de Albania. El ejército experimentó bastantes sufrimientos al marchar con un calor sofocante en aquellos campos rasos y muchas veces sin agua. No encontró ningún enemigo; pero, al llegar a la orilla derecha del Abas (el Alasan), vio al otro lado a las hordas albanias mandadas por Cosses, hermano del rey Oroizes. Por lo menos se componían de sesenta mil infantes y doce mil caballos, incluidos aquí los contingentes de las estepas del otro lado del Cáucaso. Los albaneses, por lo demás, creían no tener que vérselas más que con la caballería romana, sin lo cual no se hubiesen atrevido a combatir. Pero Pompeyo había cubierto perfectamente su infantería con su caballería, y, cuando esta se desvaneció, se vieron de repente aparecer detrás de ella las profundas masas de las legiones. La pelea duró poco: el ejército de los bárbaros se dispersó en los bosques, que Pompeyo mandó rodear e incendiar. Entonces los albaneses pidieron la paz; y después, a ejemplo de estos pueblos más poderosos, todas las tribus entre el Kur y el mar Caspio concluyeron también su tratado con Pompeyo. Por un momento se vio a los albaneses, a los iberos y a las demás naciones que vivían al pie o en el interior del Cáucaso meridional entrar bajo la dependencia de Roma; pero en cuanto a los que habitaban entre el Fasis y el Mentis, colquidios, loanes, heniocos, llácigas y aqueos, y en cuanto a los bastarnas, colocados más lejos, por más que sus nombres figuren en la lista de los pueblos sometidos por Pompeyo, es evidente que no puede tomarse en serio esta sumisión. El Cáucaso había vuelto a ocupar su lugar en la historia universal; marcaba el límite del Imperio Romano como antes había marcado los de los imperios persa y helénico.
MITRÍDATES EN PANTICAPEA. LOS ÚLTIMOS ARMAMENTOS.
INSURRECCIÓN CONTRA MITRÍDATES. SU MUERTE
Mitrídates quedó abandonado a sí mismo y a su destino. Así como en otro tiempo su abuelo, el fundador del reino del Ponto, al escapar de las huestes de Antígono había pisado fugitivo el suelo de su futuro imperio, el nieto, en contrapartida, había pasado su frontera abandonando sus conquistas y las de sus padres. Pero los destinos son rápidos y extraordinariamente variables en Oriente, y nadie tanto como el viejo sultán de Sinope había ganado y perdido en el juego de los caprichosos dados de la fortuna. ¿Por qué al declinar su vida no había de cambiar dando nuevo vuelo a su grandeza? ¿No es el perpetuo cambio la única cosa estable? Los orientales odiaban la dominación romana hasta en el fondo de su corazón. Bueno o malo, Mitrídates no dejaba de ser a sus ojos el verdadero rey; ¿no podía sacar partido de la molicie de los senatoriales en la administración de las provincias y de las discordias de los partidos políticos en Roma, siempre en fermentación y siempre expuestos a una guerra civil? ¿Acaso no podía esperar, cuando llegara la ocasión, sentarse por tercera vez sobre su trono? Con sus esperanzas y sus proyectos tan duraderos como su vida, el viejo rey, hasta que no muriese, era tan peligroso caído y desterrado como el día en que a la cabeza de cien mil hombres había comenzado la guerra para arrancar a los romanos la Hélade y la Macedonia. En el año 689, infatigable a pesar de sus años, salió de Dioscuriades y llegó venciendo mil obstáculos, tanto por mar como por tierra, al reino de Panticapea. Por solo su ascendiente y gracias a su imponente séquito, derribó del trono a Machares, su hijo rebelde, y lo forzó a darse la muerte. Después intentó entrar en relación con los romanos. Pidió que se le devolviera su reino hereditario, diciendo que estaba dispuesto a reconocer la soberanía de la República y a pagar el tributo de vasallaje. Pompeyo se negó rotundamente, pues temía que Mitrídates, apenas subiese al trono, volviera a las andadas. Era necesario que se sometiese pura y simplemente. Pero este, lejos de consentir en entregarse a manos del enemigo, aglomeró planes nuevos y más gigantescos que nunca. Reúne todos sus recursos, los últimos restos de sus tesoros y los últimos contingentes de sus Estados, y arma un ejército de treinta y seis mil hombres, esclavos en su mayor parte, que equipa y ejercita a la romana. Prepara una escuadra de guerra meditando, según dice, lanzarse primero sobre el oeste, por la Tracia, Macedonia y Panonia, y después desencadenar sobre Italia una avalancha de pueblos, arrastrando como aliados a los escitas de las estepas dálmatas y a los celtas del Danubio. El proyecto ha parecido colosal y algunos han comparado la guerra del rey del Ponto con la gran expedición de Aníbal, como si un pensamiento de ese tipo, heroico en un hombre de genio, no fuese una locura en un hombre ordinario. La invasión de Italia por parte de los orientales no era más que una ridícula amenaza, un sueño quimérico de la desesperación. La sangre fría y la prudencia del general de Roma no se equivocaron en esto; y los romanos se evitaron el correr como aventureros detrás de su adversario. ¿Para qué penetrar en las lejanas regiones de Crimea en busca de un ataque sin trascendencia de ningún género, y que, por otra parte, se estaba siempre a tiempo de rechazar al pie de los Alpes? En efecto, mientras que Pompeyo, sin preocuparse ya de las amenazas de un impotente gigante, dispone y preside la organización de los territorios conquistados, los destinos del viejo rey concluían por sí mismos en el fondo de las regiones del norte. Sus armamentos oprimían a los pueblos e insurreccionaban a los ribereños del Bósforo, cuyas casas demolían o hacían arrebatar, a la vez que degollaban los bueyes de labor para aprovisionarse de tendones y maderos destinados a las máquinas de guerra. Los soldados no querían aventurar una intentona desesperada sobre Italia. El rey siempre había vivido rodeado de sospechas y traiciones; no tenía el don de despertar en los suyos el amor o la fidelidad. En otro tiempo había obligado a Arquelao, su mejor general, a buscar un asilo en el campamento de los romanos. También durante las campañas de Lúculo habían tenido que abandonarlo sus oficiales más dignos de confianza: Diocles, Fénix y los mejores capitanes entre los emigrados romanos. En la actualidad, cuando ya se ha eclipsado su estrella, y cuando está enfermo y siempre irritado, sin dejarse ver más que por sus eunucos, se suceden las defecciones con más frecuencia que nunca. Castor, comandante de la plaza de Faragoria (frente a Kertsch), fue el primero que dio la señal de la insurrección; proclamó que la ciudad era libre y entregó a los romanos a los hijos del viejo sultán, que estaban allí encerrados con él.
La insurrección se propagó por todas las ciudades del Bósforo: Quersoneso (no lejos de Sebastopol), Teodosia (Kaffa) y otras más se unieron a los fanagóritas. Por lo demás, durante este tiempo Mitrídates daba rienda suelta a sus sospechas y crueldades. Por la denuncia de algunos viles eunucos, mandó crucificar a sus afiliados más íntimos: sus hijos estaban menos seguros que los demás. Uno de ellos, Farnaces, el favorito de su padre, y probablemente el que estaba destinado a sucederlo, tomó una resolución extrema y se puso a la cabeza de los insurgentes. Los esbirros mandados para apoderarse de su persona y las tropas enviadas contra él pasaron a su servicio, y todo el cuerpo de los tránsfugas italianos se pasaron a sus filas. Este era quizás el núcleo más sólido de su ejército; pero nada distaba de su mente tanto como la perspectiva de una expedición a Italia. Por último, lo siguieron en su defección las demás tropas y la escuadra. Abandonado por todos, el país y los soldados, Mitrídates supo que Panticapea, su capital, había abierto las puertas a los rebeldes, y que él mismo, encerrado en su palacio, iba a ser entregado. Entonces, desde lo alto de los muros implora a su hijo que lo deje vivir y que no manche sus manos con la sangre de un padre. Pero esta súplica sonaba mal en la boca de aquel que había manchado las suyas en la sangre de su madre, y muy recientemente había derramado la de Xífares, su hijo inocente. Por otra parte, Farnaces superaba a Mitrídates en dureza y crueldad. Había ya sonado la última hora para el viejo rey, y quiso al menos morir de la forma en que había vivido: mujeres, concubinas e hijas, y entre estas las prometidas de los reyes de Egipto y de Chipre, a todas las condenó a sufrir los horrores de la muerte. Todas bebieron la copa envenenada antes que la tomase él mismo; y como el veneno no fuese suficientemente activo, presentó el cuello a un soldado celta, a Bituito, que acabó de matarlo. Así murió en el 691 Mitrídates Eupator, a los sesenta y ocho años de edad y a los cincuenta y siete de su reinado, veintiséis años después de su primer combate contra Roma. Farnaces envió el cadáver a Pompeyo, en prueba del servicio prestado y de su lealtad de aliado; el general romano mandó que le diesen sepultura en Sinope, en las tumbas de los reyes.
La muerte de Mitrídates equivalía para la República a una gran victoria; y, como si lo hubiera sido en efecto, los correos o portadores de la nueva aparecieron con la cabeza coronada de laureles en el campamento de Jericó, donde a la sazón se hallaba el general en jefe. En la persona del rey del Ponto había bajado a la tumba uno de los más grandes enemigos de Roma, el más grande de todos los que había encontrado en los afeminados pueblos de Oriente. No se engañaba el instinto de las masas: como en otro tiempo Escipión había sido para todos no solo el vencedor de Cartago, sino también el vencedor de Aníbal, así también ante la muerte de Mitrídates desaparecían las conquistas realizadas sobre los numerosos pueblos de Oriente, incluso las realizadas sobre el gran rey de Armenia. De esta forma, cuando Pompeyo verificó su entrada solemne en Roma, lo que atrajo principalmente las miradas fueron los cuadros pintados que mostraban al viejo rey fugitivo, llevando su caballo de la brida, y los que lo mostraban tendido y entregando su alma en medio de los cadáveres de sus hijas. Sea cual fuere el juicio que se emita sobre su persona, Mitrídates fue una gran figura histórica en toda la extensión de la palabra. Esto no quiere decir que yo lo considere como un vasto genio y una naturaleza elevada; pero tuvo la imponente virtud del odio, y mantuvo este odio con honor, aunque no con fortuna, durante medio siglo de una desigual lucha contra un enemigo inmensamente superior. El lugar que le ha reservado la historia ha aumentado la importancia del hombre. Centinela avanzado de la reacción nacional del Oriente contra el Occidente, comenzó de nuevo el duelo entre los dos mundos; y, en este sentido, tanto los vencedores como los vencidos presintieron a su caída que asistían al principio y no al fin del drama.
POMPEYO EN SIRIA. ASUNTOS DE ESTE PAÍS. LOS PRÍNCIPES
ÁRABES.
LOS BEDUINOS DE CABALLERÍA
Entre tanto, después de que la guerra del Cáucaso terminara (año 689), Pompeyo volvió al Ponto, y entonces se rindieron los últimos castillos que aún se conservaban independientes. Luego, para arrebatar a los ladrones sus guaridas, había arrasado sus torreones y cegado todos los pozos con enormes trozos de roca. Comenzaba el estío del año 689 y marchó a Siria, donde hacía falta su presencia para arreglar algunos asuntos. Sería difícil bosquejar el cuadro del estado de cosas en este país, en el que todo marchaba hacia la disolución. En realidad, después del ataque de Lúculo contra Armenia, Magadates, sátrapa de Tigranes, había evacuado las provincias sirias (año 635); y los Tolomeos, por más que aún soñasen como sus predecesores en la anexión de las costas fenicias a su reino, habían retrocedido por miedo a Roma ante toda nueva tentativa de ocupación. Por lo demás, Roma no había regularizado aún sus títulos de posesión, más que dudosos aun para el mismo Egipto. Por último, los príncipes sirios se habían dirigido más de una vez a la República pidiendo que se les reconociese como legítimos herederos de los Lágidas. Pero como en este momento las grandes potencias estaban fuera de los acontecimientos locales, el país hubiera sufrido con el azote de una gran guerra menos de lo que sufría en realidad con las eternas e inútiles querellas entre los príncipes, los señores y las ciudades. Los verdaderos dueños del reino de los Seléucidas eran entonces los beduinos, los judíos y los nabateos. Ya sabemos que un inmenso desierto de arena se extiende inhospitalario, sin vegetación y sin agua, desde la península arábiga hasta el Éufrates y aún más allá; toca por el oeste la cadena de las montañas de Siria y su estrecha playa, y por el este va a perderse en las ricas llanuras del Tigris y del Éufrates inferior. El Sahara de Asia es la antigua y primitiva patria de los hijos de Ismael; desde el momento en que la tradición cede el puesto a la historia, encontramos allí al bedawin o hijo del desierto. Allí arma su tienda y aposenta sus camellos. Allí, montado sobre su ligero caballo, da alcance al enemigo de su raza y al viajero comerciante. Favorecidos por Tigranes, que los utilizaba para su política comercial, y alentados al poco tiempo por el estado de la Siria abandonada a sí misma, los hijos del desierto habían avanzado hasta la región septentrional. De esta forma, al contacto de la civilización siria habían ya adquirido los rudimentos de una vida social regular, y, políticamente hablando, desempeñaban el primer papel. Se citaba como el más importante de los emires a Abgar, jefe de la tribu árabe de los mardanos; Tigranes lo había instalado en la alta Mesopotamia, alrededor de Edela y de Carras. Después se habían establecido al oeste del Éufrates: entre Damasco y Antioquía, Sampsikeramo, emir de los árabes de Hemesa y dueño de la fuerte ciudadela de Aretusa; Aziz, jefe de otra horda errante en estas mismas regiones; Alcodonios, príncipe de los rambeos, con quien Lúculo había tenido algunas relaciones, y otros muchos. Al lado de los jefes beduinos se encontraban en todas partes atrevidos jinetes que igualaban y aun superaban a los hijos del desierto en el noble oficio de salteadores de caminos: tal era Tolomeo, hijo de Menneos, quizás el más poderoso de todos aquellos caballeros bandidos, y uno de los hombres más ricos de su tiempo. Lo obedecía la región de los itireos (hoy de los drusos), mandaba en la llanura de Masías, al norte, con las ciudades de Heliópolis (Baalbek) y de Calcis, y tenía a sueldo ocho mil caballeros. Además, otros jefes eran Dionisios y Ciniras, poseedores de las ciudades marítimas de Trípoli (Tarabluz) y Biblos (cerca de Beirut), y por último el judío Silas, señor de la fortaleza de Lisias, no lejos de Apamea, sobre el Oronte.
LOS JUDÍOS. LOS FARISEOS
En cambio, en el sur parecía que el pueblo judío estaba en vías de consolidación política. Valientes y piadosos defensores del antiguo culto nacional amenazado por los reyes de Siria con un helenismo nivelador, los hasmoneos, o macabeos (los martillos), habían llegado al principado hereditario, e insensiblemente a los honores reales (volumen III, libro cuarto, pág. 63); después se habían convertido en conquistadores, y los grandes sacerdotes reyes habían redondeado sus dominios al norte, al sur y al este. Cuando murió el belicoso Alejandro Jannai (año 675), el reino judío había absorbido todo el país de los filisteos hasta la frontera egipcia por el sur. Al sudeste confinaba con el reino de los nabateos de Petra, mermado por las conquistas de Jannai en la orilla derecha del Jordán y del mar Muerto; por el norte abrazaba Samaria y la Decápolis hasta el mar de Genesaret, y, si la muerte no se lo hubiese impedido, habría atacado también al príncipe hasmoneo, Tolemaida (San Juan de Acre), y empujado a los itireos fuera de la línea que habían invadido. La costa pertenecía también a los judíos desde el monte Carmelo hasta Rinocorura; comprendía la importante plaza de Gaza, Abscalon aún quedaba libre y la Judea, separada hacía tiempo del mar, era en la actualidad uno de los lugares de asilo de la piratería. Cuando la intervención de Lúculo alejó de repente la tempestad que procedía de Armenia y que amenazaba ya a los judíos, los príncipes hasmoneos no habrían dejado de llevar aún más lejos sus armas, si las disensiones intestinas no hubiesen destruido en su germen el poder prometido al nuevo y ambicioso Estado. El sentimiento de la independencia religiosa y el de la nacionalidad habían producido el imperio de los macabeos mientras duró su enérgica alianza; pero bien pronto se desunieron y se armaron uno contra otro. La nueva secta judía, fundada en tiempo de los macabeos y denominada el fariseísmo, dejaba a un lado el gobierno temporal y tendía solo a constituir una comunidad judaica, formada por todos los ortodoxos existentes en todas las regiones, aun en las que obedeciesen a diversos señores. Su sistema ostensible se encontraba en el impuesto del templo de Jerusalén, pagado por la piedad de cada judío, en las escuelas religiosas y en los tribunales sacerdotales. Finalmente, tenía por cabeza el gran consistorio hierosolimitano, constituido desde los primeros tiempos de los macabeos y comparable, en cuanto a su competencia, al colegio de los pontífices de Roma.
LOS SADUCEOS. LOS NABATEOS
Contra la ortodoxia, que iba petrificándose todos los días en la nulidad de su pensamiento teológico y de su penoso ceremonial, se alzó la oposición de los saduceos. Estos innovadores combatían el fariseísmo desde el punto de vista del dogma: no querían obedecer más que a los libros sagrados y solo concedían autoridad, pero no canonicidad, a los poderes de los escribas doctores, los dueños de la tradición canónica, según los fariseos[2]. Se combatían en el terreno político cuando en lugar de la esperanza fatalista en el brazo fuerte y seguro del dios Sabaot, invitaban al pueblo a servirse de las armas de este mundo, a fortificar en el interior y en el exterior el reino de David gloriosamente restaurado por los macabeos. Pero los ortodoxos tenían su punto de apoyo en el sacerdocio y en las masas, y luchaban contra los malvados herejes con ese odio irreconciliable, absoluto, propio de los devotos que caminan a la conquista de los bienes de este mundo. Los hombres de la ciencia nueva preferían por el contrario la inteligencia, y se habían modificado por el contacto con el helenismo. Se apoyaban en el ejército, en el que servían en gran número los psidios y los cilicios, y en los reyes de Judea, hombres hábiles que hacían frente al poder espiritual, como mil años después lo harían los Hohenstauffen contra el pontificado. Gannai había puesto su mano fuerte sobre los sacerdotes; pero después de él, durante el reinado de sus dos hijos (año 685 y sigs.), estalló una guerra civil y fratricida en la que los fariseos, ligados contra el enérgico Aristóbulo, se esforzaron en conseguir su objeto a nombre del piadoso e indolente Hircan II. Esta cuestión acabó con el engrandecimiento de Judea, y proporcionó además a los extranjeros una ocasión para intervenir y para apoderarse de la supremacía en la Siria meridional. Los nabateos fueron los primeros que aparecieron. Con frecuencia se confunde a este pueblo notable con los árabes nómadas, sus vecinos al este; pero pertenecían a la rama aramea más que a los descendientes directos de Ismael. La tribu aramea, como la llaman los orientales, o la tribu siria de los nabateos, debió tener en la región de Babilonia su patria primitiva, y en tiempos remotos debió enviar con un objeto comercial una colonia al extremo norte del golfo arábigo. Allí, en la península del Sinaí, entre los golfos de Suez y de Aila, y en el país de Petra, fue donde creció la nación nueva. Ellos eran los que hacían el comercio entre el Mediterráneo y la India. La gran vía de sus caravanas, que iba desde Gaza hasta la desembocadura del Éufrates en el golfo Pérsico, pasaba por Petra, su capital. Los espléndidos palacios y los vastos hipogeos, más que una tradición casi olvidada, todavía en nuestros días atestiguan la grandeza de una civilización antiquísima. Según la costumbre de todo partido sacerdotal, el fariseo no creyó comprar muy cara su victoria a costa de la independencia y de la integridad de la patria. Así fue que llamó en su auxilio contra Aristóbulo a Aretas, rey nabateo, y que le prometió la restitución de todos los países que Jannai le había arrebatado. Aretas se dirigió inmediatamente hacia Judea con un ejército de cincuenta mil hombres, y, reforzado después por el contingente de los filisteos, llegó a sitiar a Aristóbulo en Jerusalén.
LAS CIUDADES SIRIAS
Mientras la violencia y la discordia reinaban de uno a otro extremo de Siria, no podían dejar de sufrir las grandes ciudades como Antioquía, Seleucia y Damasco, cuyos habitantes veían paralizado su comercio tanto por mar como por tierra. Las gentes de Biblos y de Berito (Beirut) no podían defender sus campos ni sus buques de los itireos, quienes desde lo alto de los castillos en la montaña, o desde las escarpadas costas, sembraban a lo lejos el espanto. Por último, los de Damasco se entregaban a los reyes nabateos o judíos para librarse de las incursiones de los itireos y de Tolomeo, hijo de Menneo. En Antioquía, Sampsiceramo y Aziz se mezclaban en las cuestiones intestinas del pueblo; y faltó poco para que la gran ciudad griega viniese a ser residencia de un emir árabe. La situación recuerda los tristes interregnos de la Edad Media en Alemania, cuando Nuremberg y Ausburgo, al no tener el derecho ni la justicia del rey de los romanos para que las protegiesen, se abrigaban, aisladas, detrás de sus murallas. Los comerciantes de las ciudades de Siria esperaban con impaciencia un brazo fuerte que les devolviese la paz y la seguridad del comercio.
ÚLTIMOS SELÉUCIDAS
Esto no sucedía por falta de reyes legítimos, pues había dos o tres por lo menos. Lúculo había instalado en Comagena, en el extremo septentrional de Siria, a un Seléucida llamado Antíoco. Además, después de la partida de los armenios, Antíoco el Asiático, cuyas pretensiones al trono habían sido admitidas tanto por Lúculo como por el Senado, entró un día en Antioquía e hizo que lo proclamasen rey. Pero he aquí que de repente surgió un tercer candidato llamado Filipo, de la casa de Seleuco. La población de la capital, tan variable y caprichosa como los alejandrinos, formó un partido en pro y otro en contra, y al mismo tiempo los emires vecinos se mezclaron en esta cuestión de familia, herencia perpetua del trono de Seleuco. ¿Podía haber a los ojos de los súbditos en la legitimidad del príncipe otra cosa que burla o disgusto? Los llamados reyes de derecho eran menos poderosos en el país que los pequeños príncipes y los jefes de bandidos.
ANEXIÓN DE LA SIRIA. PACIFICACIÓN MILITAR DE ESTA REGIÓN
Para poner orden en este caos no se necesitaban ni las concepciones del genio, ni desplegar un gran poder: bastaba ver claro en los intereses de Roma y de sus súbditos, y, presentándose por sí mismas las instituciones necesarias, ponerlas en vigor y mantenerlas con todas sus consecuencias. Durante bastante tiempo el Senado había prostituido su política al servicio de la legitimidad: en la actualidad, el general elevado al poder por la oposición debía inspirarse con ideas diferentes de la idea dinástica. Solo había que hacer una cosa: impedir que el reino de Siria, en medio de las luchas de los pretendientes y de las codicias de sus vecinos, se sustrajese un día a la clientela de la República. La marcha estaba trazada para enviar allí a un sátrapa italiano, que recogiese con mano enérgica las riendas que los príncipes de la casa reinante habían dejado caer por sus propias faltas, antes que por las calamidades de los tiempos. Pompeyo no vaciló un momento. Antíoco el Asiático le había escrito pidiendo que lo reconociese a título de dinasta hereditario. He aquí la respuesta de Pompeyo: «Jamás repondré yo sobre el trono a un rey que no sabe ni reinar ni defender su reino, aunque sus súbditos llegasen a reclamarlo, y mucho menos cuando sus votos le son decididamente contrarios». Esta carta del procónsul romano significaba el licenciamiento definitivo de la casa de los Seléucidas, a la que había pertenecido la corona por espacio de doscientos cincuenta años. Al poco tiempo Antíoco perdió la vida en una emboscada tendida por Sampsiceramo, de quien él no era más que un cliente en Antioquía. Después de él, la historia no vuelve a hablar de estas sombras de reyes, ni de sus pretensiones. Mas para introducir en Siria el nuevo gobierno de la República y para reorganizar asuntos tan embrollados, era necesario ir a la cabeza de un ejército y asustar o abatir con ayuda de las legiones a todos aquellos perturbadores de la paz pública, que aumentaban por todas partes gracias a una anarquía de cuatro años. Ya durante las campañas del Ponto y del Cáucaso, Pompeyo había dirigido sus miradas a aquella parte y enviado a su lugarteniente con un cuerpo de ejército a donde se necesitaba. En el año 689 había marchado hacia el Tigris Aulo Gabinio, el tribuno del pueblo que había propuesto que se mandase a Pompeyo a Oriente; y después, atravesando la Mesopotamia, había entrado en Siria para terminar las diferencias entre los judíos. Lelio y Metelo habían ocupado a su vez Damasco, que estaba amenazada por el enemigo. Al poco tiempo apareció en Judea otro lugarteniente de Pompeyo, Marco Escauro; la discordia había reproducido allí el incendio que solo su presencia bastó para extinguir. Mientras Pompeyo guerreaba en el Cáucaso, Lucio Afranio, comandante del cuerpo de Armenia, se había trasladado de la Gordiana (el Kurdistán septentrional) a la alta Mesopotamia. Con el apoyo de los griegos emigrados en Carras, que le prestaron una gran ayuda, pudo felizmente atravesar el desierto y sus peligros, y someter a los árabes de la Osroena. Finalmente, en los últimos días del año 690[3], Pompeyo apareció entre los sirios y permaneció allí hasta el estío del año siguiente decidiendo todas las cuestiones, obrando por autoridad propia y arreglando los intereses presentes y futuros. Se había verificado allí una restauración completa del estado de cosas del tiempo del poder floreciente de los Seléucidas: desaparecieron por completo las usurpaciones, los jefes de bandidos con sus fortalezas tuvieron que capitular, los jeques árabes volvieron a entrar en el desierto, y cada ciudad obtuvo en particular arreglos definitivos.
DERROTA DE LOS JEFES DE BANDIDOS NEGOCIACIONES Y COMBATES CON LOS JUDÍOS
Las legiones estaban dispuestas a hacer cumplir las severas disposiciones del general en jefe, y fue necesario que interviniesen muchas veces contra los atrevidos bandidos de caballería. Sila, el tiranuelo de Lisias, Dionisio de Trípoli, y Ciniras de Biblos fueron hechos prisioneros en sus castillos y condenados a muerte. Los castillos de los itireos en la montaña y en la costa fueron arrasados; Tolomeo, hijo de Menneo, compró su libertad y sus dominios mediante el pago de mil talentos. En las demás partes se ejecutaron sin resistencia las órdenes del nuevo jefe. Solo los judíos vacilaron. Según se dice, los mediadores que Pompeyo había mandado adelante, Gabinio y Escauro, corrompidos a fuerza de oro, habían dado ambos la razón a Aristóbulo en su querella con Hircan, su hermano. Obligado por ellos a levantar el sitio de Jerusalén, el nabateo Aretas había vuelto a tomar el camino de sus Estados; pero, luego de perseguirlo, Aristóbulo lo derrotó completamente. Sin embargo, al llegar a Siria Pompeyo anuló los arreglos de sus lugartenientes, prescribió a los judíos el restablecimiento de la antigua constitución teocrática, tal como el Senado la había reconocido en el año 593 (volumen III, libro cuarto, pág. 67), y decretó la abolición del principado y el abandono de todas las conquistas de los hasmoneos. Los fariseos lo habían conseguido todo. Doscientos de ellos habían ido al encuentro del general, y habían reclamado y obtenido la supresión de los reyes, sin ventajas para la nación, pero sí para Roma. Naturalmente, cuando la República volvía a imponer en Siria el régimen del tiempo de los Seléucidas, no debía tolerar en el interior del reino la existencia de un poder conquistador, tal como lo había constituido Jannai. Aristóbulo se preguntaba qué sería mejor, si someterse a la inevitable suerte o luchar hasta el fin con las armas en la mano. A veces parecía dispuesto a ceder a Pompeyo; otras, por el contrario, llamaba al partido nacional a la guerra contra los romanos. Por último, cuando las legiones estaban acampando delante de las puertas de la ciudad, verificó su sumisión. Ahora bien, el ejército judío contaba en sus filas con un gran número de soldados fanáticos y decididos que se negaron a obedecer a su rey cautivo. Jerusalén se rindió; pero durante tres meses los exaltados estuvieron defendiendo la escarpada roca del templo y desafiando la muerte con su obstinación. Por último, mientras los sitiados festejaban con el reposo el sábado, los sitiadores dieron el asalto y, dueños del santuario, hicieron caer bajo el golpe del hacha de los lictores las cabezas de todos aquellos defensores de la plaza, a quienes hasta entonces había perdonado la espada en aquella desesperada lucha. Así concluyó la resistencia nacional en los países nuevamente anexionados al Imperio de Roma.
NUEVA SITUACIÓN DE ROMA EN ORIENTE. GUERRA CONTRA LOS NABATEOS
Pompeyo había acabado la obra comenzada por Lúculo: la anexión de los Estados nominalmente independientes, Bitinia, Ponto y Siria, acababa la transformación del sistema impotente de las clientelas políticas, reconocido como necesario desde hacía más de cien años. En adelante, Roma iba a ejercer la soberanía inmediata sobre los grandes territorios que de ella dependían, y esta revolución se consumaba exactamente en la hora en que, con el Senado abatido, el partido heredero de los Gracos había puesto la mano sobre el timón. La República adquiría en Oriente nuevas fronteras, nuevos vecinos, nuevas amistades y enemistades. El reino de Armenia y los principados del Cáucaso entraban a su vez en el territorio inmediato de Roma; y, más lejos, igualmente sufría la clientela de Italia el reino del Bósforo cimeriano, resto insignificante de las vastas conquistas de Mitrídates Eupator, regido hoy por Farnaces, su hijo y su asesino. Solo la ciudad de Fanagoria, cuyo comandante Castor había sido el primero en dar la señal de la insurrección contra el rey del Ponto, permaneció independiente. Respecto de los nabateos, la victoria había sido menos decisiva. Obedeciendo las instrucciones de los romanos, Aretas, su rey, había evacuado el territorio judío; pero quedó en su poder Damasco, y ningún soldado de la República había entrado todavía en territorio nabateo. Ya fuese que también por este lado Pompeyo alimentase un pensamiento de conquista, o que quisiese mostrar a este nuevo vecino colocado en la región arábiga que en adelante las águilas romanas dominaban la región del Oronte y del Jordán, y que habían pasado ya los tiempos en que todo el mundo podía impunemente talar la Siria como una tierra sin dueño, dirigió una expedición sobre Petra en el año 691. Pero durante la marcha se insurreccionaron los judíos; dejó entonces el mando de la expedición a Marco Escauro, quien lo sucedió en la empresa intentada contra la ciudad nabatea, perdida en el fondo de los desiertos[4]. Muy pronto, este se vio a su vez obligado a volver atrás sin haber hecho nada, contentándose con pelear en el desierto a la orilla izquierda del Jordán, donde tenía el apoyo de los judíos. Sus triunfos no tuvieron tampoco ninguna importancia. Por último, Antipater, el Idumeo, hábil ministro de Judea, supo persuadir a Aretas de que comprase al legado romano a fuerza de oro para que le dejase la posesión de todas sus conquistas, incluso Damasco. Así se concluyó la paz: las medallas de Escauro representan al rey nabateo con un camello de la brida y ofreciendo de rodillas la rama de olivo al general romano.
LUCHA CON LOS PARTOS
Si la ocupación de Siria le creaba a la República tantas relaciones nuevas con innumerables pueblos, armenios, iberos, nabateos, etc., le creaba también una vecindad más seria, la del reino de los partos. La diplomacia romana se había mostrado benévola con Fraates cuando los Estados póntico y armenio estaban aún en pie y eran poderosos; Lúculo y aun el mismo Pompeyo habían reconocido sin dificultad a este rey la indisputable posesión del país más allá del Éufrates. Con todo, Roma no dejaba de ser una amenaza para los Arsácidas. En vano Fraates procuraba olvidar sus faltas, pues oía constantemente resonar a su oído estas palabras proféticas de Mitrídates: la alianza del parto con los occidentales, preparando la ruina de los imperios y de los pueblos de su raza, prepara también la suya. Los romanos y los partos unidos habían abatido la Armenia; pero, una vez que se había conseguido esto, Roma, fiel a su antigua política, iba a cambiar de conducta y a favorecer al enemigo humillado, a expensas de su poderoso cómplice. Así se explican las extrañas deferencias de Pompeyo hacia el viejo Tigranes. Por el contrario, su hijo, el adicto y el yerno del rey de los partos, fue el pretexto de una injuria directa. Por orden del procónsul fue detenido con todos los suyos, y no se lo puso en libertad aun cuando Fraates interpuso su valimiento cerca del general, que era su amigo, a favor de su propia hija y del esposo de esta. Esto no es todo: Fraates, lo mismo que Tigranes, tenían sus pretensiones sobre la Gordiana. Ante esto, Pompeyo la mandó ocupar por los soldados romanos en interés de Tigranes, expulsó del país a los partos que se hallaban allí establecidos, y los persiguió hasta Arbelas, en la Adiabena, sin prestar oídos a las observaciones de la corte de Ctesifon. Pero lo más grave era que parecía que no querían respetar la línea del Éufrates, reconocida por los tratados. Para ir de Armenia a Siria, las legiones romanas atravesaban todos los días la Mesopotamia. Abgar, el emir árabe de la Osroena, fue recibido entre los clientes de Roma con ventajosas condiciones, y la plaza de Orusos, en la alta Mesopotamia, entre Nisibis y el Tigris, y aproximadamente a unas cincuenta millas (alemanas) al este de los vados del Éufrates en Comagena, fue proclamada límite oriental del imperio de la República. En realidad este era el límite del imperio inmediato, porque los romanos habían dado a la Armenia, con la Gordiana, la parte mayor y más fértil de la Mesopotamia septentrional. Así pues, ya no es el Éufrates, sino el gran desierto siromesopotamio el que separa a los romanos de los partos, y esto quizá solo por algún tiempo. A los embajadores de estos últimos, que vinieron a exigir la observancia del tratado de fronteras, tratado puramente verbal, Pompeyo respondió con un equívoco: «El Imperio de Roma se extiende hasta donde su derecho». El comentario de esta respuesta se halló bien pronto en el incalificable modo de obrar del procónsul respecto de los sátrapas de Media y de la más lejana provincia de Elimais (en el actual Luristán)[5]. Los gobernadores de esta última región montañosa, belicosa y lejana, siempre habían tendido a hacerse independientes del gran rey; por tanto, al recibir el homenaje que le ofrecía ahora el dinasta local, Pompeyo cometía una ofensa injustificada y amenazadora. Otro síntoma no menos grave era que los romanos, que hasta entonces no habían negado al monarca de los partos su título oficial de «rey de los reyes», no lo llamasen hoy más que rey. También en esto, la amenaza para el porvenir era mayor que la herida que se había inferido a la etiqueta. Parecía que Roma, heredera de los Seléucidas, quería aprovechar la ocasión favorable para volver a los antiguos tiempos en que el Turán y el Irán habían obedecido las órdenes de Antíoco, a los tiempos en que aún no había nacido el Imperio parto, o no era más que una simple satrapía. Por consiguiente, a la corte de Ctesifon no le faltaban motivos para comenzar la guerra, que pareció que iba a declarar contra Roma, cuando el rey parto la declaró a la Armenia en el año 690 por una cuestión de fronteras. Pero a Fraates le faltó el valor, y al ver al tan temido general acampado a dos pasos de su reino, y a la cabeza de un poderoso ejército, retrocedió ante una ruptura abierta. Pompeyo envió entonces a sus comisionados para arreglar amistosamente las diferencias entre la Partia y la Armenia. Fraates se resignó y sufrió el forzoso arbitraje de Roma, cuya sentencia restituyó la Gordiana y la Mesopotamia del Norte a la Armenia. Al poco tiempo de esto, su hija, con su hijo y su esposo, adornaban el triunfo del imperator romano. También los partos temblaban ante el gran poder de Roma, y si a diferencia de los pónticos y de los armenios no les había hecho sentir el peso de sus armas, es porque ellos no se habían atrevido a descender a la arena.
ORGANIZACIÓN DE LAS PROVINCIAS
Al procónsul le faltaba arreglar los asuntos interiores del país nuevamente conquistado por la República, y borrar, si era posible, las huellas de una desastrosa guerra de trece años. Le tocó también a Pompeyo la honra de acabar la obra de organización comenzada por Lúculo y por la comisión que le había agregado el Senado, y bosquejada en Creta por Metelo. Abrazando antes la de Asia, la Misia, Lidia, Caria y Licia, se convertía de provincia fronteriza en simple provincia interior, y se creaba la nueva provincia de Bitinia y Ponto, formada por todo el antiguo Imperio de Nicomedes y por la mitad occidental del antiguo Estado póntico, hasta el Alix y aún más allá. La de Cilicia, que era más antigua, fue aumentada en relación con su título; después de su reorganización abrazaba la Panfilia y la Isauria. Por último venían las provincias de Siria y de Creta. Esto no quiere decir, en lo más mínimo, que estas inmensas conquistas pudiesen ser consideradas como posesiones territoriales en el actual sentido de la palabra. La administración, en su conjunto y en su forma, continuó siendo lo que era antes, poco más o menos: la República se contentó con ocupar el lugar del antiguo monarca. Después, como antes, los países de Asia compusieron un conjunto abigarrado de distritos fiscales, de territorios de ciudades autónomas de hecho y de derecho, de principados y de reinos laicos o sacerdotales, más o menos dueños del gobierno local interior. Todos estaban también colocados en condiciones más o menos dulces o severas, dependiendo de Roma y de sus procónsules, como antes lo habían estado del gran rey y de sus sátrapas.
REYES VASALLOS: DE CAPADOCIA, DE COMAGENA
En el primer rango de los dinastas vasallos se encontraba, al menos por su título, el rey de Capadocia. Lúculo había redondeado sus Estados dándole la investidura del país de Mitelene hasta el Éufrates. Después de Lúculo, Pompeyo anexionó a la Capadocia cierto número de distritos cilicios por la frontera del oeste, desde Cartabala hasta Derbe, no lejos de Iconion. Por el oriente unió toda la Sofena, situada en la orilla izquierda del Éufrates, frente a la Mitelene, y destinada antes al príncipe de Armenia, Tigranes el Joven. Estos arreglos ponían en manos del rey vasallo los pasos más importantes del Éufrates. En cuanto al pequeño país de Comagena, entre Siria y Capadocia, permaneció en manos del Seléucida Antíoco, del que ya hemos hecho mención anteriormente[6]. Se unió a su reino la importante plaza de Seleucia (cerca de Biradgik), que dominaba también más al sur los pasos del Éufrates y los distritos inmediatos sobre la orilla izquierda. De este modo, el río, sus vados principales y bastantes territorios al este del valle habían caído en manos de dos dinastas absolutamente dependientes.
GALACIA
En Asia Menor también tenía el favor de Roma un nuevo monarca, Deyotaro, vecino de los reyes de Capadocia y Comagena, pero más poderoso que ellos. Tetrarca del pueblo galo de los tolistoboyos, establecidos cerca de Pesinunte, llamado por Lúculo y después por Pompeyo para que marchase detrás de las legiones con los demás clientes de Roma, Deyotaro se había distinguido en las guerras por su fidelidad y su valor, a diferencia de los afeminados soldados de Oriente. En consecuencia, los generales romanos habían agregado a su patrimonio de Galacia y a sus dominios en la rica región situada entre Amisos y la desembocadura del Halis, por un lado la mitad oriental del reino del Ponto, incluidas las ciudades de Farnacia y Trapezus, y por otro la Armenia póntica, hasta los confines de la Cólquida y de la Gran Armenia. Una vez hecho rey de la Armenia Menor, se extendió aún más y se apoderó del país de los trocmos y de Galacia, de la que había arrojado a la mayor parte de sus tetrarcas. El insignificante vasallo de otros tiempos era hoy uno de los más poderosos monarcas de Oriente, y Roma podía confiarle con toda seguridad la custodia de sus fronteras por esta región.
PRÍNCIPES Y SEÑORES. PRÍNCIPES SACERDOTES
Venían después los vasallos menores, tales como los numerosos tetrarcas de Galacia. Uno de ellos, Bogodiotaro, príncipe trocmo, aliado fuerte y activo de los romanos en la guerra contra Mitrídates, había recibido de Pompeyo la ciudad antes fronteriza de Mitridation. Lo seguían Atalo, príncipe de Paflagonia, que había colocado su casa sobre el antiguo trono de los Pileménides; Aristarco y algunos pequeños dinastas de la Cólquida; Tarcondimotos, que dominaba en los desfiladeros del Amanus en Cilicia; Tolomeo, hijo de Menneo, siempre dueño de Calcis en el Líbano, y el rey nabateo Aretas, dueño de Damasco. Por último, estaban los emires árabes en los países de ambos lados del Éufrates: Abgar en la Osroena, a quien los romanos se esforzaban por todos los medios para atraerlo a sus intereses a fin de convertirlo en un centinela avanzado contra los partos; Sampsiceramo en Hemesa, y Alcaudonios el Rambeano, también emir en Bostra. Mencionemos, además, a los jefes espirituales a quienes los pueblos y países en Oriente obedecían con frecuencia como a potentados temporales. En esta tierra prometida del fanatismo, los romanos se guardaron muy bien de tocar su arraigada autoridad, como se guardaron también de tocar los tesoros de los templos. Algunos de ellos eran el gran sacerdote de la diosa Madre en Pesinunte y los dos grandes sacerdotes de la diosa Má en la Comana capadocia (sobre el alto Saros), y en la ciudad póntica de Comana. En el lugar de su residencia, estos jefes solo cedían al rey en poder. Incluso se cuenta que, en tiempos posteriores, cada uno de ellos poseía grandes dominios con derechos de justicia y seis mil esclavos. Pompeyo dio el gran sacerdocio de la ciudad póntica a Arquelao, hijo del general del mismo nombre que, luego de huir de Mitrídates, se había unido hacía tiempo a los romanos. En el distrito capadocio de la Morimena (sobre el Halis), particularmente en Venasa, se encontraba también el gran pontífice de Júpiter, cuyas rentas ascendían a quince talentos anuales. No olvidemos al «arcipreste y señor» de la Cilicia traquea, donde Teucros, hijo de Ayax, había edificado a Júpiter un templo, cuyo sacerdocio habían conservado hereditariamente sus descendientes; pero tampoco al «arcipreste y señor del pueblo de los judíos». A él, después de haber arrasado los muros de su ciudad, los castillos reales y los castillos tesoros del país, Pompeyo le había dado el poder sobre su nación, pero con la severa advertencia de permanecer en paz y abstenerse de toda tentativa conquistadora.
LAS CIUDADES. SE FAVORECE EL PROGRESO DE LAS CIUDADES LIBRES
Al lado de los dinastas temporales y espirituales, había también ciudades asiáticas asociadas a veces en grandes federaciones, y disfrutando de una independencia relativa. Citemos la liga de las veintitrés ciudades licias, liga bien ordenada y que se mantuvo constantemente extraña a la piratería. Respecto de las demás ciudades aisladas, de las que había muchas, en cuanto obtuvieron sus cartas de franquicia cayeron directamente bajo la mano de los pretores y legados italianos. Los romanos no desconocían que al convertirse en los representantes del helenismo en Oriente, y al tomar a su cargo la misión de hacer respetar y de extender los límites del Imperio de Alejandro, su primer deber era favorecer el progreso de las ciudades. En efecto, estos fueron por todas partes los agentes y órganos natos de la civilización; pero en Asia, y más particularmente en las regiones donde se manifestaba en toda su fuerza el antagonismo entre los orientales y los occidentales, la sociedad fundada sobre la base de la ciudad helenoitaliana era el más enérgico adversario de la jerarquía feudal, militar y despótica de los países del este. Por poco que Lúculo y Pompeyo hubiesen pensado en nivelar todo el Oriente, o por inclinado que fuese este último general a censurar en las cuestiones de detalle, o a variar los arreglos de su predecesor, ambos tenían este pensamiento: era necesario a toda costa mostrarse favorable a las ciudades de Asia Menor y de Siria. Cicica, ilustrada por su enérgica defensa durante la última guerra, el escollo donde se había estrellado el primer esfuerzo de Mitrídates; Cicica, repito, había recibido de Lúculo una considerable extensión de territorio. La Heráclea póntica, que también se había resistido enérgicamente, aunque a los romanos, había visto que le restituían su puerto y sus tierras; y el Senado había censurado severamente el bárbaro tratamiento inferido por Cotta a sus desgraciados habitantes. Lúculo se había quejado sinceramente de que la suerte no le hubiese permitido preservar Sinope y Misos de las devastaciones de la soldadesca póntica y de las cometidas por sus mismas guarniciones; pero por lo menos hizo todo lo posible para reparar el mal: ensanchó sus territorios, los repobló con nuevos emigrantes de raza griega y con los antiguos habitantes, que a instancia suya volvieron en tropel a sus amados hogares, y veló por la reconstrucción de los edificios destruidos. El mismo espíritu guió a Pompeyo, quien pudo obrar en una escala más amplia. Vencedor de los piratas, en lugar de condenar a morir en cruz a sus veinte mil cautivos, como habían hecho sus predecesores, los estableció en las ciudades despobladas de la Cilicia llana, en Malos, Adana, Epifanía, y en Soli sobre todo, que desde entonces tomó el nombre de Pompeyópolis. También envió algunos a Dimea, en Acaya, y hasta a Tarento. Establecer a los piratas como colonos era objeto de censura a los ojos de un gran número de romanos[7], pues parecía que los ladrones eran recompensados por sus crímenes. Reflexionando un poco, sin embargo, se justifica con buenas razones políticas y morales la conducta de Pompeyo. En las condiciones sociales de aquel tiempo, la piratería no era lo mismo que el bandolerismo ordinario, y convenía aplicar a los cautivos las leyes menos acerbas del derecho de la guerra. Hemos dicho en otra parte que el Ponto casi no tenía ciudades; un siglo más tarde, tampoco se encontraban en la mayor parte de los distritos de Capadocia. Solo algunos castillos, colocados en lo alto de las montañas, servían de abrigo en tiempo de guerra a los agricultores de la llanura; y puede afirmarse que sucedía exactamente lo mismo en toda el Asia Menor oriental, excepto en las pocas colonias griegas diseminadas en la costa. En todas estas regiones, incluso en los establecimientos cilicios, Pompeyo fundó cerca de cuarenta ciudades nuevas, muchas de las cuales llegaron a adquirir un alto grado de prosperidad. Entre las más importantes en el antiguo Imperio póntico citemos a Nicópolis (la ciudad de la victoria), erigida en el sitio en que Mitrídates había sufrido su última y decisiva derrota (pág. 130), que fue el más bello y duradero de los trofeos del ilustre capitán. También debemos mencionar a Megalópolis, que tomó el nombre de su fundador y está situada en los confines de Capadocia y la pequeña Armenia (más tarde se llamó Sebastella y hoy Siwas); a Ziela, donde los romanos habían sufrido un descalabro, pues la población se había reunido alrededor de un templo de Anaitis con su gran sacerdote, y a la que Pompeyo dio una constitución y una carta de ciudad. Otras ciudades son Dióspolis, antes Cabira y más tarde Neocesárea (hoy Niksar), también sobre un campo de batalla de las guerras pónticas; Magnópolis o Pompeyópolis, la antigua Eupatoria restaurada en la confluencia del Licus y del Iris, que había sido construida por Mitrídates, y después arrasada a causa de su defección; y Neópolis, antes Fazemon, entre Amasea y el Halis. En su mayor parte estas ciudades no recibieron colonos procedentes de afuera; no se hizo más que destruir las aldeas de los alrededores y reunir a sus habitantes en el nuevo recinto. Solo en Nicópolis Pompeyo dejó a sus inválidos y a los veteranos que prefirieron crearse allí una patria, a esperar su establecimiento prometido para más tarde en Italia. A una señal del poderoso procónsul se levantaron también en otros puntos nuevas ciudades, hogares de la civilización griega. Una tercera Pompeyópolis señaló en Paflagonia el lugar en que el ejército de Mitrídates había conseguido en el año 666 una gran victoria sobre los bitinios. En Capadocia, que había sufrido más que ninguna otra región, se restablecieron y fueron erigidas en ciudades Mazaca y otras siete localidades. En Cilicia y en Celesiria surgieron otras veinte poblaciones, y en los distritos evacuados por los judíos, a la voz del procónsul salió de entre sus ruinas Gadara y fue fundada Seleucis. Todos estos establecimientos absorbieron necesariamente la mayor parte de las tierras disponibles del dominio público en Asia; pero en Creta, donde el procónsul no hizo nada, o hizo muy poco, se aumentaron considerablemente estos dominios. Al mismo tiempo que creaba ciudades nuevas, Pompeyo reorganizaba las antiguas y les daba mayor impulso. En todas partes destruyó los abusos inveterados y las usurpaciones: sus edictos, cuidadosamente redactados y especiales para cada provincia, arreglaron el sistema de las municipalidades. Además, dotó de nuevos privilegios a las ciudades principales. De este modo es como otorgó su autonomía a Antioquía, sobre el Oronte, que en realidad era la capital del Asia romana, y que estaba casi al nivel de la egipcia Alejandría o de la Seleucia del reino de los partos, esa Bagdad de los antiguos. También la recibieron la vecina de Antioquía, la Seleucia pierienna, que fue recompensada por su gran defensa contra Tigranes; Gaza y todas las ciudades arrancadas a la dominación judía; y por último Mitelene, en el Asia occidental y Fanagoria en el mar Negro.
RESULTADOS GENERALES
De este modo se completaba el edificio del Imperio Romano en Asia. Este, con sus reyes feudatarios y sus vasallos, con sus sacerdotes príncipes y toda la serie de sus ciudades libres o semiindependientes, hace recordar rasgo por rasgo al Sacro Imperio germánico. Por lo demás, no hay nada notable en esa construcción, desde el punto de vista de las dificultades vencidas o de la perfección del sistema; nada maravilloso, a pesar de todas las palabras altisonantes que los aristócratas prodigaron en Roma a Lúculo, y las masas, a Pompeyo. En cuanto a este último, hizo celebrar y celebró él mismo su gloria tanto, que, en realidad, se lo pudo creer más vano de lo que era en efecto. Cuando los mitelenos le erigían una estatua a él, el salvador y el segundo fundador de su ciudad, al héroe que por mar y tierra había dado fin a las guerras desencadenadas en el mundo, tal homenaje tributado al destructor de los piratas y al conquistador de los reinos orientales no pudo parecer excesivo. Pero los romanos fueron mucho más lejos que los griegos. Las inscripciones triunfales de Pompeyo enumeraban doce millones de hombres subyugados por él y 1538 ciudades y castillos conquistados (aquí reemplazaban la calidad con la cantidad); extendían el campo de sus victorias del mar Meótico al mar Caspio, y de este al mar Rojo, que ninguno de sus soldados había visto. Si no llegó a jactarse de ello, dejó creer a la muchedumbre que con la incorporación de Siria, hazaña igualmente sin peligro y sin gloria, el Imperio de Roma abrazaba todo el Oriente hasta los confines de la Bactriana y de la India. Hasta este punto exageraban los relatos la extensión de sus conquistas. El servilismo democrático, rival de la adulación cortesana, no pudo hacer frente a estos groseros arrebatos del vértigo. No fueron bastante para él las pompas de un cortejo triunfal (los días 28 y 29 de septiembre del año 693), que recorría las calles de Roma el día en que «Pompeyo el Grande» cumplía los cuarenta y seis años, exponiendo al público las innumerables joyas, las insignias de la corona del Ponto y los hijos de los tres monarcas más poderosos de Asia: de Mitrídates, de Tigranes y de Fraates. El imperator, vencedor de veintidós reyes, recibió a su vez honores verdaderamente regios en recompensa de sus altos hechos: le fueron otorgadas vitaliciamente la corona de oro y las insignias de la magistratura suprema. Las medallas acuñadas con el nombre suyo representan el globo terrestre rodeado del triple laurel de los tres mundos, y encima está la misma corona de oro, votada por sus conciudadanos al héroe triunfador de las guerras de África, de España y de Asia. Homenajes pueriles, y que chocaban contra innumerables protestas. En las clases altas de Roma no dejaba de decirse que era a Lúculo a quien correspondía en justicia el honor de la conquista de Oriente; que Pompeyo solo había ido a Asia a suplantarlo y a colocar sobre su frente laureles ya cogidos por otro. Por ambas partes había falsedad y exageración. Quien había ido a Asia a reemplazar a Lúculo era Glabrion y no Pompeyo. En cuanto a las conquistas del primero, por más que luchó con bravura, hay que confesar que todas estaban perdidas cuando Pompeyo se encargó del mando, y que Roma no poseía ni una pulgada de terreno en el Ponto. Más justa y fina era la burla de los ciudadanos de Roma, cuando al dirigirse al poderoso vencedor del mundo le daban los nombres de los grandes Estados conquistados por él; cuando lo saludaban con los títulos de «vencedor de Salem», emir árabe (Arabarches), o de «Sampsiceramo romano». Nosotros, que podemos juzgar sin prevención aquellas cosas, creemos que, sin haber sido héroes ni fundadores de imperios en sus campañas de Asia y en la organización de los países vencidos, Lúculo y Pompeyo se portaron como generales y políticos sagaces y enérgicos. Lúculo fue un buen capitán y tuvo confianza en sí mismo hasta rayar en la temeridad; Pompeyo desplegó un verdadero golpe de vista militar, y una moderación rara y prudente. Nunca hubo un general que teniendo en sus manos tales fuerzas, y una libertad de acción tan absoluta, haya mostrado tanta sabiduría. Por todas partes se le presentaban las más brillantes perspectivas, ya fuera que penetrase en el Bósforo cimeriano, o marchase hacia el mar Rojo. Se le ofrecía la ocasión de declarar la guerra a los partos; las provincias insurrectas de Egipto lo invitaban a arrojar del trono a Tolomeo, a quien Roma no había reconocido; y a través de este último acto podía poner completamente en ejecución el testamento de Alejandro de Macedonia. Sin embargo no fue a Panticapea, ni a Petra, ni a Ctesifon ni a Alejandría, ni quiso recoger más que los frutos colocados, en cierto modo, en sus manos. Sus batallas por mar y tierra solo las empeñaba cuando tenía una gran superioridad sobre el enemigo. ¿Era acaso su moderación deferencia a las instrucciones procedentes de Roma, como él decía? ¿Obedecía a la prudente convicción de que era necesario fijar un límite a las conquistas de la República, puesta en peligro por su extensión ilimitada? De haber sido así, la historia lo hubiera glorificado por ello y colocado sobre los más hábiles capitanes. Pero conocemos al hombre, y su moderación no es para nosotros más que incertidumbre en las decisiones y falta de iniciativa. Cosa singular: en las circunstancias actuales, Roma sacó más ventajas de las faltas de su carácter que de las cualidades contrarias entre sus predecesores. Por lo demás, Lúculo y Pompeyo habían cometido graves faltas. Lúculo encontró el pronto castigo: sus imprudencias le hicieron perder todas las ventajas de sus victorias; en cuanto a Pompeyo, dejó caer sobre sus sucesores la pesada carga de su falsa política. Respecto de los partos, podía tomar dos partidos: o hacerles la guerra, si se encontraba con fuerzas necesarias para ello, o concluir la paz, proclamando como definitiva la frontera del Éufrates. Pero era demasiado pusilánime para llevar más lejos sus armas, y demasiado vanidoso para entrar en tratos, y entonces prefirió usar la perfidia. En efecto, cometió las más abusivas usurpaciones, y al hacer imposibles las relaciones amistosas que deseaba la corte de Ctesifon, en las que hubiera entrado con gusto, permitió al mismo tiempo al enemigo, a quien exasperaba, elegir a su gusto la hora de la ruptura y de las represalias. El proconsulado de Asia valió a Lúculo una fortuna de príncipe. A su vez Pompeyo, como premio por la nueva organización de las provincias, recibió gruesas sumas de dinero o créditos aún más considerables del rey de Capadocia, de la opulenta ciudad de Antioquía y de otros príncipes y ciudades.
Todo esto olía a exacciones; pero la exacción había pasado a ser un tributo usual, y, sin vender directamente su concurso en las cuestiones importantes, ambos generales hicieron que lo pagaran todos aquellos cuyo interés coincidía con el de Roma. En suma, teniendo en cuenta el estado social de aquel tiempo, su administración fue, en términos relativos, digna de elogios. En primer lugar tuvieron en cuenta el bien de la República; después, el de las provincias. Lo mismo para los señores que para los súbditos, era una gran fortuna la transformación de los países clientes en países sometidos, el mejor deslinde de las fronteras de Oriente, y el establecimiento en Asia de un gobierno que tuviese unidad y fuerza. En cuanto a Roma, sus rentas ganaron en una proporción incalculable. Los nuevos impuestos directos, pagados antes por todos los príncipes y sacerdotes, y por todas las ciudades, salvo las pocas que estaban libres de ellos, muy pronto doblaron las antiguas rentas de la República. En realidad, el Asia estaba muy agobiada. En dinero acuñado y en joyas, Pompeyo hizo ingresar en las arcas del Tesoro más de doscientos millones de sestercios, y distribuyó a sus oficiales y a sus soldados cerca de cuatrocientos millones. Agréguense a estas cifras las enormes sumas sacadas por Lúculo, las exacciones no oficiales hechas por los legionarios y los perjuicios de la guerra, y podrá formarse una idea del estado financiero del país. Sin duda las contribuciones impuestas por la República sobre el Asia no agravaban los rigores fiscales de las administraciones locales anteriores en su cantidad o en la forma de recaudarlas. Sin embargo, tenían de desastroso para los territorios orientales el hecho de que su producto iba por completo al extranjero (de hecho solo volvía a Asia una porción insignificante), y la certeza de que el impuesto era siempre el robo organizado de los súbditos en beneficio de la ciudad soberana, tanto en las nuevas provincias como en las antiguas. No lo imputemos tanto a la falta de los generales, como a los partidos políticos de Roma con los que había forzosamente que contar. A Lúculo le costó caro el haber luchado vigorosamente contra los excesos usurarios de los capitalistas romanos; el odio de estos fue la causa principal de su caída. Lúculo y Pompeyo querían formalmente la restauración y la prosperidad de los países conquistados, como lo prueban sus esfuerzos con todos aquellos que no tenían las manos ligadas por las necesidades de partido. Así se ve en el asunto de la reorganización de las ciudades asiáticas, por ejemplo. Por más que durante muchos siglos las ruinas de tal o cual aldea traerán a la memoria los tiempos de la gran guerra, Sinope contará desde Lúculo su nueva era de resurrección y florecimiento; y, en el interior del Ponto, casi todas las ciudades importantes tributarán a Pompeyo, su fundador, un culto de reconocimiento. Con todos sus vicios y sus lagunas, la obra de Lúculo y de Pompeyo no deja de ser una obra laudable e inteligente; y, más allá de los males que fuesen anexos al régimen por ellos inaugurado, debió ser bienvenido para estos pueblos de Asia, tantas veces azotados, pues al menos les traía la paz interior y exterior que hacía tantos siglos venían pidiendo con gritos de dolor.
ORIENTE DESPUÉS DE LA PARTIDA DE POMPEYO
En efecto, en Oriente hubo paz hasta el día en que los señores de Roma, coaligados en triunvirato, volvieron a tomar con una energía mayor, aunque para su desgracia, el pensamiento tímidamente iniciado por Pompeyo de agregar los países de más allá del Éufrates a las fronteras del Imperio. Hubo paz hasta el día en que la guerra civil renació y arrastró a las provincias del este, como a todas las demás, en su fatal torbellino. En este intervalo la historia no puede relatar los continuos combates de los pretores de Cilicia con los montañeses del Amanus, ni los de los pretores de Siria con las hordas del desierto, ni las colisiones, no siempre afortunadas, de las tropas romanas con los beduinos. Pero, por el contrario, no puede dejar de hacer mención de la tenaz resistencia de la nación judía: unas veces es Alejandro, hijo del rey desposeído Aristóbulo, y otras es este mismo rey, que no tardó en escapar de su prisión, quienes dan al procónsul Aulo Gabinio (de 697 a 700) asuntos que atender. Tres veces resucitaron la insurrección, y, sin el auxilio de Roma, el gran sacerdote Hircan, instituido por ella, hubiera sido impotente para sostenerse. No era simplemente una idea política la que impulsaba a los orientales a rebelarse contra el aguijón: más que esto, una repugnancia invencible les hacía resistir ese yugo antinatural. La última y más peligrosa de estas insurrecciones estalló en el momento mismo en que el ejército de ocupación abandonaba la Siria con motivo de la crisis de Egipto, y comenzó con el asesinato de todos los romanos residentes en la Palestina. Costó mil trabajos al procónsul salvar a los pocos italianos que pudieron escapar a la muerte, y que se habían refugiado en el monte Garizin, donde los tenían bloqueados los insurrectos. Para reducirlos, tuvo que librar sangrientos combates y sitiar muchas ciudades. Después de este acontecimiento, la monarquía sacerdotal fue suprimida; y la Judea fue dividida, tal como lo había sido antes Macedonia, en cinco circunscripciones independientes, cada una gobernada por un consejo soberano elegido entre la aristocracia local. Samaria y las demás capitales destruidas tiempo atrás por los judíos volvieron a levantarse y sirvieron de contrapeso a Jerusalén, a la que se le impuso, por último, un pesado tributo semejante al que pagaban los demás súbditos de Siria.
EGIPTO. INCORPORACIÓN DE CHIPRE
Echemos una ojeada a Egipto y a la isla de Chipre, su anexo, y la última de las grandes conquistas de los Lágidas que aún no habían perdido. De todo el Oriente helénico, solo Egipto había conservado su independencia, nominalmente al menos. Así como en otro tiempo los persas no visitaron el Egipto sino hasta última hora, cuando ya ocupaban toda la región oriental del Mediterráneo, así también los poderosos conquistadores occidentales de Oriente no se dieron prisa para incorporar a su Imperio esta fecunda tierra que no se parece a ninguna otra. Ya en otro lugar hemos indicado la razón de esto. No es porque hubiese que temer una resistencia cualquiera, ni porque hubiesen faltado motivos u ocasión para ello. Egipto era tan débil como Siria. Ya en el año 663 había tocado a Roma por derecho hereditario. En la corte, los guardias del rey eran dueños absolutos: hacían y deshacían ministros a su antojo, y muchas veces hasta disponían de la corona; se apoderaban de todo lo que les agradaba y tenían al monarca sitiado en su palacio cuando les negaba un aumento de sueldo. Detestados en el país, o mejor dicho, en Alejandría, porque el país significaba poco con su población de siervos de la gleba, tenían contra sí a todo un partido que deseaba la incorporación de Egipto a la dominación romana, y trabajaba por conseguirlo. Pero si los reyes egipcios no podían pensar en una lucha armada contra la República, en cambio el oro que derramaban a manos llenas los protegía de la amenaza de una anexión. Ya sabemos que bajo el régimen de descentralización comunista y despótica que prevalecía en Egipto, las rentas de la corona de Alejandría casi igualaban a las del fisco romano, aun después de las donaciones con que recientemente lo había enriquecido Pompeyo. Por otra parte, los celos de la oligarquía romana siempre se habían sublevado con solo el pensamiento de confiar a un solo ciudadano una misión de conquista o de administración de las orillas del Nilo. Por lo tanto, los dueños de hecho de Egipto y de Chipre habían conseguido conservar la corona que vacilaba sobre sus cabezas a fuerza de corromper a los miembros influyentes del Senado, y el Senado entonces les había dado el título de reyes a fuerza de dinero. Aún estaban lejos del fin. Para satisfacer el derecho público hubiera sido necesario un voto formal del pueblo; pero como hasta entonces permanecían a merced del capricho del primer agitador democrático que se presentase, los Tolomeos habían necesitado también librar a este partido batallas de corrupción, que como era más poderoso, se vendía a un precio más alto. El éxito no fue el mismo para ambos países. En el año 696 el pueblo ordenó, o mejor dicho, los jefes de la democracia romana dispusieron la incorporación de la isla de Chipre, tomando por pretexto los auxilios prestados por sus habitantes a la piratería. Marco Catón fue encargado por sus adversarios políticos de la ejecución del plebiscito, y desembarcó en la isla sin ejército; no lo necesitaba, por cierto. El rey se envenenó, los habitantes se sometieron a su inevitable suerte sin hacer la más leve resistencia y fueron colocados bajo la autoridad del pretor de Cilicia. Al mismo tiempo, la República se apoderó de un inmenso tesoro de siete mil talentos, sobre los que el avaro monarca no había querido poner mano para distribuir un poco de aquel metal corruptor, cosa que seguramente lo hubiera salvado. De esta forma, su oro vino perfectamente a las entonces cajas vacías del Erarium.
TOLOMEO ES RECONOCIDO EN EGIPTO, ARROJADO DESPUÉS POR
SUS SÚBDITOS
Y RESTABLECIDO POR GABINIO. GUARNICIÓN ROMANA EN
ALEJANDRÍA
Más feliz fue su hermano, el monarca de Egipto. Obtuvo un plebiscito, que pagó con seis mil talentos a los nuevos señores que dominaban en Roma, y el reconocimiento de su título (año 695). Pero el pueblo, mal dispuesto desde hacía muchos años contra este «buen flautista (Auletes) y mal rey», exasperado por otra parte a consecuencia de la pérdida de Chipre, y agobiado por los impuestos siempre en aumento e insoportables después de la transacción hecha con Roma (año 696), lo arrojó del trono. Tolomeo volvió la vista hacia quienes le habían vendido sus derechos, como en el caso de evicción. Estos, llenos de escrúpulos, consideraron que era cuestión de probidad comercial el restituir al rey en su trono; pero no estuvieron de acuerdo cuando se trató de la elección del mandatario. En efecto, ¿a quién dar el mando importante de un ejército de ocupación en Egipto y el magnífico regalo que el rey destinaba a su salvador? No pudo arreglarse el asunto hasta las conferencias de Luca y la consolidación del triunvirato, y después de la promesa hecha por Tolomeo de ingresar en el Tesoro diez mil talentos. Inmediatamente el procónsul de Siria, Aulo Gabinio, recibió la orden de los triunviros de hacer lo necesario para reinstalarlo en sus Estados. Pero en este intervalo el pueblo alejandrino había coronado a Berenica, hija mayor del rey expulsado, que se había casado con uno de los príncipes sacerdotales del Asia romana, con Arquelao, gran sacerdote de Má, en Comana. Para ir a sentarse en el trono de los Lágidas, este había abandonado un puesto seguro e importante. En vano intentó ganar a los hombres omnipotentes en Roma. Después tomó la resolución desesperada de disputarles su nuevo reino con las armas en la mano. Gabinio no tenía poder expreso para hacer la guerra a Egipto, pero de los señores de la República había recibido la orden de obrar, y aprovechó también algunos pretextos: que los egipcios favorecían la piratería y que Arquelao construía una escuadra. De repente apareció en la frontera (año 699), y atravesó felizmente los arenosos desiertos que separan Gaza de Perusa, en los que habían fracasado tantas invasiones; éxito principal que debía a los rápidos y hábiles movimientos de Marco Antonio, jefe de la caballería. La plaza fronteriza de Pelusa se rindió con toda su guarnición judía, sin intentar siquiera defenderse. Más adelante los romanos encontraron a los egipcios, los derrotaron (también aquí se distinguió Marco Antonio), y por primera vez las águilas romanas aparecieron en las orillas del Nilo. Gabinio encontró la escuadra y el ejército de Arquelao ordenados y dispuestos a dar la batalla última y decisiva; quedó de nuevo vencedor y Arquelao sucumbió en la pelea con gran número de los suyos. La capital se rindió y cesó toda resistencia. El desgraciado reino fue de nuevo entregado a su tirano legítimo. Sin la intervención generosa de Antonio, ya en Pelusa Tolomeo habría celebrado su restauración con suplicios en masa. En la actualidad le dejan rienda suelta, y cuelga y corta cabezas; en efecto, la primera que subió al cadalso fue su hija, que era una víctima inocente. Pero, cuando fue necesario pagar la recompensa convenida con los triunviros, los esfuerzos del rey se estrellaron contra lo imposible. El país no tenía con qué satisfacer tan enorme suma, ni siquiera echando mano del último óbolo del pobre. El pueblo, sin embargo, permaneció tranquilo, pues con este objeto había quedado en Alejandría una guarnición de infantería romana con caballería de germanos y de galos. Las tropas de la República habían arrojado a los pretorianos indígenas, pero desgraciadamente se condujeron igual que ellos. La hegemonía de Roma en Egipto se transformó desde este día en una ocupación militar indirecta. En cuanto a la monarquía nominal que allí continuó, constituía para el país una doble opresión más que un privilegio.