VII
CONQUISTA DEL OCCIDENTE. GUERRA DE LAS GALIAS

EL OCCIDENTE ROMANIZADO. IMPORTANCIA HISTÓRICA DE LAS EXPEDICIONES DE CÉSAR

Salgamos, en fin, de las monótonas y estrechas esferas del egoísmo político, que solo ha librado sus combates en la curia o en las calles de la capital. En su marcha, la historia nos conduce hacia un mundo donde se agitan otras y más importantes cuestiones que la de saber si el primer monarca de Roma se ha de llamar Gneo, Cayo o Marco. Al comenzar el relato de los acontecimientos cuyas consecuencias pesan aún sobre los destinos del mundo, séanos permitido echar una mirada a nuestro alrededor y fijar como en un cuadro los elementos y las relaciones, entre los que se colocan la conquista del territorio de la Francia actual por parte de los romanos, y sus primeros contactos con los habitantes de Alemania y de la Gran Bretaña.

En virtud de la ley que exige que todo pueblo políticamente constituido absorba un día los inmediatos que han quedado en estado de minoría social, y que toda nación civilizada asimile a las que intelectualmente están colocadas debajo de ella, o sea, en virtud de una ley universal y casi física como lo es la de la gravedad, los italianos, el único pueblo de la antigüedad que supo aliar el progreso político y la civilización moral, y esta última en una medida perfecta, aunque exteriormente, estaban llamados a sujetar a todos los Estados griegos orientales y a rechazar con sus colonos y emigrantes todas las tribus incultas del oeste: libios, iberos, celtas y germanos. Del mismo modo y con derecho análogo, Inglaterra ha avasallado en Asia una civilización hermana pero políticamente impotente; de este mismo modo ha marcado y ennoblecido en América y en Australia inmensas regiones con el sello de su nacionalidad, y prosigue marcándolas y ennobleciéndolas constantemente. La unidad italiana, condición previa de la gran misión de Roma, había sido la obra de su aristocracia; pero esta se había detenido antes de llegar a la línea, pues no veía en las conquistas extraitálicas más que un mal necesario, o en todo caso posesiones tributarias del Estado, pero siempre colocadas fuera de él. El haber visto con claridad los más altos destinos de Roma y el haberlos realizado poderosamente será una gloria imperecedera de la democracia, o si se quiere, de la monarquía romana (pues ambas se confunden en una sola). Cayo Graco, el padre de la democracia, fue el primero que reconoció y quiso realizar como hombre de Estado, con claridad y fijeza de miras, todo aquello que la fuerza irresistible de las cosas había preparado, cuando el Senado, aun a pesar suyo, echaba las bases del futuro imperio de la República, así en Oriente como en Occidente. Esto había sido comprendido instintivamente por la emigración romana hacia las provincias, verdadera plaga de Egipto dondequiera que se fijaba, pero que en Occidente fue la iniciadora de una mejor cultura. Dos grandes pensamientos presidieron la nueva política: reunir bajo la dominación de Roma todo lo que era helénico, y colonizar todo lo que no lo era. Desde el tiempo de los Gracos se pusieron en práctica estos dos pensamientos con la incorporación del reino de Atalo y con las conquistas de Flacco al otro lado de los Alpes, pero los abandonó muy pronto la reacción victoriosa. El Estado romano continuó siendo una masa confusa de territorios, sin ocupación intensa ni límites fijos. España y las provincias grecoasiáticas estaban separadas de la metrópoli por vastos países de los que apenas dominaban los romanos la estrecha zona de las costas. Cartago y Cirene formaban una especie de islotes en las playas septentrionales de África; en tanto las vastas regiones de España que se decían sometidas no lo estaban más que de nombre. A pesar de esto, la República no hacía nada por redondearse y concentrarse; y, por último, la decadencia del sistema naval hizo que se rompiese el último lazo con los establecimientos lejanos. En cuanto pudo volver a levantar la cabeza, la democracia quiso seguir las ideas de Graco y su política exterior. Mario fue abiertamente adicto a ella; pero el timón de la República estuvo poco tiempo en manos de este partido, y todo quedó reducido a simples proyectos. Solo en el año 684, después de la caída de Sila, fue cuando se vio a los demócratas decididamente dueños del poder, y se verificó inmediatamente un gran cambio en la política. Se restableció la dominación de Roma en el Mediterráneo, que era cuestión de vida o muerte para un Estado como el romano. La anexión de los territorios pónticos y sirios aseguró por oriente la frontera del Éufrates. Al oeste y al norte, al otro lado de los Alpes, aún no se habían fijado por completo su dominación ni su territorio: allí había regiones nuevas y vírgenes que ganar para la civilización helénica, para la todavía viva influencia de la raza italiana. Se cometería más de un error, se sería culpable contra el santo y poderoso espíritu de la historia, si no se viera en las Galias más que un campo de operaciones donde César hubiera estado ejercitando sus legiones ante la expectativa de la primera guerra civil. Con el sometimiento del Occidente, no niego que César conquistaba los medios para conseguir su fin. En efecto, sus guerras transalpinas fueron el fundamento de su poder ulterior, pues es un privilegio de los grandes genios de la política que los medios sean en ellos a su vez un fin. Para que venciese su partido, César necesitaba el poder militar, pero no fue como hombre de partido como conquistó las Galias. Para Roma era una necesidad política marchar sin demora más allá de los Alpes, adelantarse a la amenaza constante de la invasión de los germanos y poner allí un dique para asegurar la paz del mundo. Sin duda este era un motivo de acción grande y glorioso, pero no fue el más grande ni decisivo de los que condujeron a César a las Galias. Ya antes, cuando la vieja patria había llegado a ser estrecha para los romanos y había corrido el riesgo de perecer, el Senado había salvado la República extendiendo a toda Italia su política de conquistas.

En la actualidad, la patria italiana era a su vez estrecha y el Estado sufría la misma enfermedad social, enfermedad cien veces mayor si se tiene en cuenta la extensión del Imperio. Una inspiración del genio y una grandiosa esperanza fueron pues las que impulsaron a César a pasar los Alpes, el pensamiento y la esperanza de que ganaría para sus conciudadanos una nueva patria sin límites, y que además regeneraría el Estado al darle una base más amplia.

CÉSAR EN ESPAÑA

Si hemos de ser justos, es necesario colocar entre las empresas que tendían a someter el Occidente la campaña de César en la España ulterior en el año 693. Hacía ya mucho tiempo que la península obedecía a Roma; sin embargo, aun después de la expedición de Décimo Bruto contra los galaicos (volumen III, libro cuarto, pág. 25), en realidad permanecía independiente casi toda la costa occidental. Los romanos tampoco habían puesto el pie en las costas del norte; y, por último, los países sometidos estaban expuestos a las diarias incursiones que de estas regiones procedían, y que tenían en jaque la civilización romana. La expedición de César a las costas del oeste tuvo por objeto poner fin a esta situación. Luego de pasar la cadena de los montes Herminios (Sierra de la Estrella), que limita por el norte la cuenca del Tajo, había batido a los indígenas: los había obligado a establecerse en la llanura y había subyugado el país en las dos orillas del Duero. Después había llegado al extremo occidental de la península, y, auxiliado por la escuadra que había hecho venir de Gades, tomó la ciudad de Brigantium (La Coruña). Los ribereños del océano Atlántico, lusitanos y galaicos, se vieron obligados a reconocer la supremacía de Roma. Durante este tiempo el vencedor cuidaba de reducir el tributo que se pagaba a la República; organizaba los municipios en beneficio de sus intereses económicos, y así también mejoraba la condición de los súbditos. Desde el principio de su carrera militar y administrativa, el gran general y gran hombre de Estado desplegó los grandiosos talentos y los vastos designios por los que brillará más tarde en un teatro más extenso. Sin embargo, su influencia en los destinos de España fue muy efímera y pasajera: para marcar al país con un sello más durable, hubiera sido necesaria la acción larga, persistente y fuerte de un gran hombre sobre aquellos pueblos que tenían ya su nacionalidad y su naturaleza propias.

EL PAÍS DE LOS CELTAS

En el movimiento de la civilización romana estaba reservado un papel más importante al país comprendido entre los Pirineos y el Rin, el Mediterráneo y el Atlántico. Desde la era de Augusto había conservado el nombre de «tierra de los celtas», o mejor, «región de los galos», por más que, hablando con exactitud, la céltica se reduzca unas veces a límites más estrechos y otras los traspase; y que, antes de Augusto, no se haya constituido nunca en ella la unidad nacional ni la unidad política. Tampoco es fácil bosquejar claramente el cuadro de esta raza: tan heterogéneos eran los elementos cuando César penetró en este país en el año 696.

LA PROVINCIA ROMANA. INSURRECCIONES Y GUERRAS

En la parte inmediata al Mediterráneo, que comprendía casi todo el actual Languedoc, al oeste del Ródano, y por el este incluía el Delfinado y la Provenza, y cuyas regiones habían constituido una provincia romana desde hacía ya sesenta años, las armas de la República no habían reposado un momento después del huracán de la guerra cimbria. En el año 664, Cayo Celio había sostenido sangrientas luchas con los salios en las inmediaciones de Aquæ Sextiæ; mientras que en el año 674, cuando Cayo Flacco iba de paso para España, tuvo que sostener reñidos combates con otras tribus. En tiempo de las guerras de Sertorio, el procónsul Lucio Manlio, que había acudido en socorro de sus colegas del otro lado de los Pirineos, volvió después del descalabro de Ilerda (Lérida) y en el camino sufrió una nueva derrota por parte de los aquitanos, pueblo limítrofe de la provincia por la parte del oeste. Este desastre parece que trajo consigo una insurrección general de la provincia misma, desde los Pirineos hasta el Ródano, y quizá también desde el Ródano hasta los Alpes. Asimismo, Pompeyo tuvo que abrirse paso espada en mano por en medio de los galos, levantados en armas. En castigo a su insurrección, dio las marcas de los volscoarecómicos y de los helvios (departamentos del Gard y del Ardeche) a los fieles masaliotas. El pretoriano Manio Fonteyo fue el ejecutor de la sentencia (de 678 a 680), y restituyó la tranquilidad al país subyugando a los voconces (departamento del Droma), defendiendo Masalia de los insurrectos que la asaltaban, y librando Narbona, la capital romana, que igualmente había sido atacada. Sin embargo, la paz no podía ser duradera. Estos pueblos se hallaban en el último trance, pues participaban de las miserias de la guerra de España y sufrían mil exacciones oficiales y no oficiales, pero efectivas, de parte de los romanos. En consecuencia, la provincia estaba profundamente perturbada. También fermentaba y se agitaba el cantón de los alóbroges, que era el más lejano de Narbona, como lo prueba la «paz» restablecida en él por Cayo Pisón en el año 681, y la actitud de los enviados alóbroges en Roma en el asunto del complot de los anarquistas (pág. 186). No tardó en estallar la insurrección general. Catugnat, jefe de los alóbroges en esta lucha desesperada, peleó sin éxito hasta que fue muerto un día cerca de Solonium, luchando gloriosamente por el propretor Cayo Pomptino.

LAS FRONTERAS DE LA PROVINCIA RELACIONES CON ROMA.
PRINCIPIO DE LA CIVILIZACIÓN ROMANA EN LA GALIA

A pesar de tantos combates, aún no se habían extendido mucho las fronteras de la provincia. Los puntos extremos de las posesiones romanas al oeste y al norte eran todavía Lugdunum de los Convenes (L. Convenarum), donde Pompeyo había establecido los restos del ejército de Sertorio, Tolosa, Vienne y Ginebra. Sea como fuere, la importancia de la provincia de las Galias iba siendo cada día mayor para Roma. Un clima excelente, análogo al de los países cisalpinos; una tierra fecunda, precedida de un territorio grande y rico para el comercio, y que le abría seguras vías hasta la Bretaña; y, por último, la facilidad de las comunicaciones por mar y tierra con la metrópoli. Todo esto daba a la Galia meridional un valor económico inmenso con relación a Italia, un valor que no alcanzaron jamás otros establecimientos fundados muchos siglos antes, como los de España, por ejemplo. Por lo demás, así como los náufragos políticos de estos tiempos iban con preferencia a buscar asilo en Masalia, donde volvían a encontrar el lujo y la cultura italianos, así los emigrantes voluntarios iban cada día en mayor número a establecerse en las orillas del Ródano y del Garona. «La provincia de la Galia —dice un autor que la describe diez años antes de la llegada de César— rebosa de negociantes y de ciudadanos romanos. Ningún galo se dedica a los negocios, a no ser por intermedio de un romano; y todo óbolo que pasa de una mano a otra ha pasado antes por las del negociante de Roma.» El mismo escritor añade en otro lugar que, además de los colonos de Narbona, se encontraban en la Galia muchos agricultores y ganaderos italianos. Si embargo, no hay que olvidar que la mayor parte de las tierras poseídas por los romanos en la provincia, como recientemente la mayor parte de los dominios ingleses en la América del Norte, pertenecían a los nobles que vivían en la madre patria. Estos labradores y estos ganaderos no eran generalmente más que capataces de esclavos o emancipados. Como quiera que fuese, con tales contactos se propagaban con rapidez las costumbres y la civilización romana entre los indígenas. Para los galos la agricultura tenía pocos atractivos: sus nuevos señores los obligaron a cambiar la espada por el arado; y es probable que la resistencia de los alóbroges reconociese en parte como causa los nuevos reglamentos que se les habían impuesto. Ya en los tiempos antiguos había penetrado el helenismo en la Galia: mejores elementos morales, el impulso dado al cultivo de la vid y del olivo, la práctica de la escultura y la fabricación de las monedas procedían de Masalia. Los romanos no ahogaron estos gérmenes procedentes de la Grecia. Lejos de perderla, Masalia adquirió por ellos mayor influencia; y después, bajo la dominación romana, se veían en los cantones galos médicos y profesores griegos pagados por el Estado. Por otra parte, en la Galia meridional el helenismo recibió de los romanos el mismo carácter que en Italia: la civilización griega pura no cedió el paso a la cultura grecolatina, que contó muy pronto con millares de discípulos. Si bien los «galos bragados», como se llamaban los pueblos transalpinos del sur (en oposición a los «galos togados» de la Italia del Norte), no estaban aún completamente modelados a la romana, se distinguían mucho de los «galos cabelludos» que habían permanecido libres en las regiones septentrionales del país de los celtas. Su rudeza y su latín bárbaro se prestaban sin duda a la burla; y todo aquel de quien se sospechaba que procedía de sangre gala era insultado con frecuencia diciéndole que sus antepasados habían llevado «bragas». Lo cierto es que con la ayuda de su mal latín, los alóbroges, procedentes del fondo de la provincia romana, sabían entrar en negociaciones con los magistrados de Italia y deponer como testigos sin necesidad de intérprete ante los tribunales de Roma. En resumen, mientras que la población céltica y liguria de estas regiones estaba en camino de desnacionalizarse; mientras que se degradaba bajo una opresión política y económica intolerable, tal como lo acreditan sus desesperadas insurrecciones, avanzaba, paralelamente a la degradación de los indígenas, la alta y fecunda civilización de la Italia contemporánea. Aquæ Sextæ y más aún, Narbona, eran ciudades que podían citarse al lado de Capua y de Benevento. Masalia, la ciudad bien ordenada, libre, guerrera y poderosa entre todas las ciudades griegas que estaban en la dependencia de Roma, florecía bajo su constitución estrictamente aristocrática, modelo ensalzado muchas veces en Roma hasta por los conservadores. Poseedoras de un vasto territorio, aumentado muchas veces por los romanos, y de un extenso comercio, ocupaban al lado de las ciudades latinas de la región transalpina el rango que Rhegium y Nápoles tenían al lado de Capua y de Benevento.

LA GALIA INDEPENDIENTE

Pasada la frontera romana, se presentaba un cuadro enteramente distinto. Allí, al norte de los Cevennes, la gran nación celta, aunque medio ahogada en el sur por las inmigraciones italianas, se movía inviolable en su libertad. De hecho, no es esta la primera vez que la encontramos: ya en el Tíber y en el Po, en las montañas de Castilla y de Carintia, y hasta en el fondo del Asia Menor, los italianos habían chocado contra las avanzadas de este gran pueblo; pero al norte de los Cevennes es donde los romanos se encontraron con el núcleo principal. Al establecerse en la Europa central, los celtas se habían esparcido por los ricos valles y las alegres colinas de la Francia actual, incluso por las regiones occidentales de la Suiza y de la Alemania. Desde aquí habían ocupado toda la parte sur de Inglaterra y quizá toda la Gran Bretaña y la Irlanda[1]. En estas regiones continentales e insulares es donde habían extendido principalmente la red vasta y espesa de sus cien pueblos. A pesar de las diversidades de lengua y de costumbres que no podían menos que existir en un territorio tan extenso, las relaciones mutuas y el sentimiento innato de la comunidad nacional enlazaban entre sí todas las tribus, desde el Ródano y el Garona hasta el Rin y el Támesis. Los celtas de España y los de la actual Austria se enlazaban también a la madre patria; pero las poderosas cordilleras de los Pirineos y de los Alpes, y los repetidos ataques en estos puntos de los romanos y de los germanos, interrumpían el comercio y los recuerdos de afinidad de razas mucho más que el estrecho brazo de mar que separaba a los galos del continente de los de la isla de Bretaña. Por desgracia no nos es dado ver a este notable pueblo recorrer sobre el terreno de su principal establecimiento los diversos escalones del progreso histórico, y tenemos que contentarnos con un simple bosquejo de su estado político y de su civilización, tales como aparecen en general en tiempo de César.

POBLACIÓN

Según los antiguos, la Galia tenía una población relativamente densa. Algunas indicaciones aisladas nos permiten concluir que en los distritos belgas podían contarse unos novecientos habitantes por cada milla cuadrada (alemana); esta es precisamente la relación que existe en nuestros días en la Livonia y el Valais. Por su parte, en los cantones helvecios la cifra se elevaba a mil cien habitantes por milla[2]. Probablemente sería más alta en otras regiones mejor cultivadas que la Galia belga, o menos montañosas que la helvecia, entre los biturigos, los arvernos y los eduos, por ejemplo.

AGRICULTURA Y CRÍA DE GANADO

La agricultura había hecho bastantes progresos entre los galos: los contemporáneos de César se admiraban al ver abonar las tierras en las inmediaciones del Rin[3]; y la fabricación de la cerveza (cervesia), usada entre los celtas desde tiempo inmemorial, acredita que practicaron desde muy antiguo en gran escala el cultivo de los cereales. A pesar de esto, no tenían al labrador en alta estima, y hasta en el sur, que era el país más civilizado, un galo libre hubiera creído deshonrarse poniendo mano en el arado. La cría de animales domésticos era entre ellos una ocupación más honrosa y en las regiones del norte es donde principalmente predominaba la cría de ganado. Por su parte, los grandes agricultores romanos de esta época preferían las razas de animales de los galos y también los esclavos celtas, pues eran bravos, buenos jinetes y buenos pastores[4]. Por este mismo tiempo, la Bretaña (Armórica) era pobre en cereales. Hacia el noreste, los espesos bosques de las montañas de los Ardenas continuaban casi sin interrupción desde el Rin hasta el mar del Norte, y el pastor menapiano o trevireño conducía sus puercos medio montaraces por impenetrables encinares, a los que han sucedido las fértiles campiñas de Flandes y de Lorena. Así como en las riberas del Po los romanos habían sustituido con la producción de la lana y de los cereales la de las carnes y la bellota, así también introdujeron en las llanuras del Mosa y del Escalda la cría del ganado lanar y el cultivo de los campos. En la Bretaña no se sabía trillar el trigo; más al norte no se conocía la labor y solo se utilizaba la tierra para pastos. Al otro lado de los Cevennes no se cultivaban el olivo ni la vid, esta fuente inagotable de riqueza entre los masaliotas.

LAS CIUDADES

Los galos fueron siempre amantes de la vida social, así es que en todas partes se veían aldeas abiertas. Solo el cantón helvecio contaba (en el año 696) con cuatrocientas, además de una multitud de alquerías aisladas. Tampoco faltaban ciudades cerradas. Las murallas construidas con maderas admiraban a los romanos por la excelente y hábil agrupación de su armazón de vigas y piedras entrelazadas; pero en las ciudades de los alóbroges solo se edificaba con madera. Los helvecios tenían doce ciudades, y otras tantas los suesiones; por el contrario, en los distritos del norte, entre los nervianos, por ejemplo, aunque se encontraban algunas, debemos decir que en caso de guerra los habitantes se atrincheraban en las marismas y en los bosques más que detrás de los muros. Al otro lado del Támesis, los bosques servían más para la defensa que las ciudades, y los hombres y los rebaños buscaban en ellos su asilo.

RELACIONES INTERIORES

Al mismo tiempo que la vida civil hacía progresos relativamente considerables, iba creciendo el comercio por mar y tierra. Por todas partes se hallaban caminos y puentes. La navegación fluvial, cómoda para todos en el Ródano, el Garona, el Loira y el Sena, era importante y productiva. Florecía también el movimiento marítimo, que debía ser aún más notable; según todas las apariencias, los galos fueron los primeros navegantes que surcaron con regularidad el océano Atlántico; eran también buenos constructores de naves y excelentes pilotos. Los pueblos que navegaban en el Mediterráneo usaban solo el remo, de acuerdo con lo que exigían estos parajes. De hecho, las escuadras de guerra de los fenicios, los griegos y los romanos se componían siempre de galeras de remos donde solo se usaba de la vela en ocasiones y de un modo accesorio; solo en las épocas progresivas de la civilización antigua marchaban a la vela los buques de comercio[5]. Al contrario, mientras que los galos del canal construían en tiempos de César, y aún mucho después, una especie de embarcación portátil de cuero, que parece no haber sido más que una frágil canoa de remos; los santones, los pictos, y sobre todo los vénetos de la costa occidental tenían grandes navíos sin remos, pesados y anchos, provistos de velas de cuero con sus anclas de hierro, que usaban para su comercio con la isla de Bretaña, o para el combate. Aquí es donde encontramos la navegación en pleno océano, y donde el remo ha desaparecido ya por completo ante el velamen. Cosa extraña: el mundo antiguo no supo utilizar este adelanto, y solo en la era más reciente de la civilización universal es cuando ha sido dado sacar de él poco a poco inconmensurables resultados.

COMERCIO. INDUSTRIA. LAS MINAS

Las relaciones regulares establecidas entre las costas de la Galia y la Bretaña nos explican suficientemente los estrechos lazos políticos que unían a los habitantes de ambas orillas del canal, donde también florecían el comercio marítimo y la pesca. Los celtas de la Bretaña armoricana iban a buscar a la isla el estaño extraído de las minas de Cornuailles, y lo transportaban por las vías terrestres o por los ríos a Narbona y a Masalia. Se refiere que algunas tribus inmediatas a la desembocadura del Rin vivían de pescados y de huevos de ave aún en la época de César; pero lo cierto es que en estas regiones la pesca y la recolección de huevos se hacía en gran escala, tal como sucede todavía en nuestros días. Considerando en su conjunto las indicaciones aisladas y raras que han llegado hasta nosotros acerca del comercio de las Galias, sabemos con seguridad que las rentas de las aduanas de los puertos fluviales y marítimos desempeñaban un papel considerable en el presupuesto de los diversos cantones, sobre todo entre los eduos y los vénetos, y que la principal divinidad nacional era el dios protector de los caminos y del comercio, y el inventor de los oficios. Efectivamente, la industria tenía en la Galia bastante extensión. César ensalza la habilidad manufacturera de los galos, su talento para imitar los modelos y para trabajar conforme a las indicaciones que se les suministraban. Sin embargo, en la mayor parte de los ramos de la industria no habían superado las prácticas usuales: los romanos fueron los que vivificaron la fabricación de las telas de lino y de lana, tan floreciente después en las Galias central y septentrional. No hay más excepción, hasta donde nosotros alcanzamos, que la preparación de los metales. Los utensilios de bronce que se encuentran en los tumuli, notables muchas veces por el trabajo técnico y la flexibilidad persistente todavía en nuestros días, y las monedas arvernas de oro, de una singular exactitud, vienen a atestiguar la habilidad de los obreros para trabajar el cobre y el oro. En este sentido, puede creerse a los antiguos cuando dicen que los biturigos enseñaron a los romanos el secreto del estañado, y los habitantes de Alisa, el del plateado. Estos dos procedimientos sin duda ya eran empleados en tiempo de la independencia de los galos; y, en cuanto al primero, se enlazaba naturalmente al comercio del estaño que antes hemos mencionado. Con la industria ejercida sobre los metales se vinculaba el arte de extraerlos. Las galerías de las minas de la cuenca del Loira habían sido dirigidas con gran inteligencia, y los mineros desempeñaban un papel importante hasta en los sitios. Entre los romanos de aquel tiempo era corriente pensar que existían en la Galia los países más auríferos del mundo, opinión exagerada sin duda, y contradicha a la vez por el exacto conocimiento del suelo y los hallazgos verificados en las tumbas célticas. En ellas el oro es mucho más raro que en los tumuli abiertos en otros lugares, que son las verdaderas regiones de este metal precioso. En este renombre dado a la Galia hay que ver la consecuencia de los relatos, sin duda exagerados, de los viajeros griegos y de los soldados romanos, ensalzando a sus compatriotas las magnificencias de los reyes arvernos y los tesoros del templo de Tolosa. Con todo, estas afirmaciones no eran cuentos fantásticos. Es probable que en aquellos tiempos de atraso, y bajo el régimen de la esclavitud, los lechos y las orillas de los torrentes que bajaban de los Pirineos o de los Alpes ofreciesen a los lavadores y rebuscadores, entonces numerosos, un terreno mejor y más productivo que en la actualidad, que no recompensa el trabajo, que hoy tiene ya su valor propio. Por otra parte, es posible que las relaciones comerciales de la Galia, como sucede en los pueblos semicivilizados, hubieran favorecido la acumulación de un capital muerto o de metales preciosos.

EL ARTE Y LA CIENCIA

Las artes plásticas se hallaban allí en un estado rudimentario, cosa que admira al lado de la singular habilidad de los galos para trabajar los metales. Amaban apasionadamente los adornos abigarrados, de brillantes colores, pero al parecer carecían del exacto sentimiento de la belleza. De ello se tenía una prueba, aún más palpable, en sus monedas de figuras ya sumamente sencillas, ya bizarras, de líneas siempre extravagantes y las más de las veces toscas en extremo. No hay quizás ejemplo de otro país en que, durante todo un siglo, sus monedas, fabricadas con cierta habilidad técnica y desfigurándolos cada vez más, reproduzcan solo dos o tres tipos copiados de los griegos. En cambio la poesía, muy estimada entre los galos, se unía con vínculos estrechos a las instituciones nacionales, tanto religiosas como políticas: los poetas piadosos, los poetas cortesanos y los mendicantes florecían a competencia (volumen III, libro cuarto, pág. 452). Por lo demás, las ciencias naturales y la filosofía, aunque envueltas en el lenguaje y las formas de la teología local, no estaban abandonadas, y los sistemas humanitarios del helenismo hallaban buena acogida por dondequiera que se producían. La escritura estaba muy generalizada, por lo menos entre los sacerdotes. En la época de César y en la Galia independiente, en particular entre los helvecios, estaba en uso el alfabeto griego. Pero, en los países inmediatos del sur, las diarias relaciones con los galos, ya romanizados, habían conquistado la preponderancia para el alfabeto latino; es por esto que hallamos los caracteres latinos en las medallas arvernas contemporáneas.

ESTADO POLÍTICO. LA TRIBU. PROGRESO DE LA CABALLERÍA.
DECADENCIA DE LA ANTIGUA CONSTITUCIÓN DE LAS TRIBUS.
SUPRESIÓN DE LA MONARQUÍA

Desde el punto de vista de la política, la civilización de los galos ofrece a nuestros ojos fenómenos notables. Como en todas partes, la constitución política tenía entre ellos su base en la tribu, con su jefe o príncipe, su consejo de ancianos y su asamblea de hombres libres y armados; sin embargo, es notable que la Galia nunca se haya elevado sobre esta forma primitiva. Entre los griegos y los romanos sustituyó pronto a la tribu la unidad política del recinto amurallado de la ciudad. En cuanto se encontraban encerrados en las mismas murallas dos grupos de familias, se verificaba inmediatamente la fusión; el pueblo asignaba a una parte de los ciudadanos un nuevo recinto, y se formaba enseguida una ciudad nueva sin lazos con la metrópoli, a no ser por la piedad o cuando más por la clientela. Entre los celtas, por el contrario, el pueblo fue en todo tiempo la tribu: a esta la regían el consejo y el príncipe, pero nunca tal o cual ciudad; y la asamblea general del cantón era quien decidía en última instancia. La ciudad no tiene, igual que en Oriente, más que una importancia mercantil o estratégica, pero nunca política. Así, pues, las ciudades de los galos, aun las que estaban amuralladas y eran más considerables, como Ginebra y Vienne, no eran más que aldeas a los ojos de los romanos. En la época de César aún se mantenía la constitución primitiva, casi sin cambios, entre los celtas insulares y en los cantones septentrionales del continente. La asamblea general era la suprema autoridad: en todas las cuestiones graves decidía por sí misma y obligaba al príncipe; por su parte, la asamblea de la tribu era numerosa (en algunas contaba hasta seiscientos miembros), aunque parece que no desempeñó nunca más que un papel análogo al del Senado con los reyes de Roma. En cambio, en los cantones más meridionales se había verificado una gran revolución una o dos generaciones antes de César (este vio todavía vivos a los hijos de los últimos reyes). Las grandes tribus, o por lo menos los arvernos, los ednos, los secuaneses y los helvecios habían suprimido la monarquía, y el poder entre ellos había pasado a manos de la nobleza. Como carecían del régimen de las ciudades y de las asociaciones urbanas, según acabamos de decir, se seguía de aquí, como el reverso de la medalla, que los caballeros que estaban en el polo opuesto del progreso político dominaban absolutamente en las tribus celtas. Según todas las apariencias, esta aristocracia de los galos se componía de una alta nobleza integrada quizás en su mayor parte por los miembros de las familias reales o sus descendientes; vemos, sin embargo, que en ciertas tribus pertenecían a la misma raza los jefes de las facciones hostiles entre sí. Estas grandes familias concentraban en sus manos la preponderancia económica, militar y política; monopolizaban los arrendamientos de las regalías del Estado y obligaban a contraer deudas a los simples hombres libres, agobiados por el impuesto. Deudores de hecho y dependientes de derecho, les duraba muy poco su libertad. Los nobles se habían conquistado una clientela, o mejor dicho, el privilegio de agregarse cierto número de escuderos montados y asalariados (se los denominaba ambactas)[6]. Con su pequeño ejército formaban un Estado dentro del Estado; desafiaban la autoridad legítima, estaban exentos del contingente local y hollaban la constitución. Cuando en una tribu, algunas de las cuales solían contar con ochenta mil hombres capaces de tomar las armas, se veía venir a la asamblea a un hombre seguido de diez mil escuderos, sin contar sus clientes y deudores, podía verse en él seguramente un dinasta independiente más que un simple miembro de la comunidad. Agréguese a esto que en el interior de la tribu las principales familias estaban estrechamente ligadas entre sí por medio de matrimonios o por pactos recíprocos, y que ningún poder era bastante fuerte como para ponerse frente a ellos. Así, pues, no había autoridad central que mantuviese la paz pública, y por todas partes reinaba el derecho de la fuerza. El cliente no podía ayudar más que al señor, y este tenía que vengar necesariamente, por deber o por interés, la injuria hecha a los suyos. Como el Estado no sabía proteger a los hombres libres, estos iban a ampararse al lado del poderoso. La asamblea del pueblo había perdido todo su valor político, y el príncipe, a quien incumbía la represión de los excesos de la nobleza, caía vencido por esta entre los galos, así como otras veces entre los latinos. En lugar del rey había surgido el «justiciero» (Vergobret), nombrado por un año, como el cónsul de Roma. Allí donde aún subsistía la antigua tribu en sus principales elementos, el consejo del cantón dirigía los negocios; pero la aristocracia atraía hacia sí el gobierno. En esta situación, las tribus estaban en fermentación permanente, como el Lacio durante los siglos inmediatos a la expulsión de los reyes. Por una parte, los caballeros se unían en una liga separada, hostil al poder central de la tribu; por otra, el pueblo no cesaba de reclamar una restauración monárquica. Con frecuencia se vio a algún noble que sobresalía en su casta abordar la empresa ensayada antes en Roma por Espurio Casio: apoyarse sobre el ejército de sus clientes con la pretensión de destruir el poder de sus iguales, y querer reconquistar en provecho propio la corona y los derechos de los reyes.

TENDENCIAS HACIA LA UNIDAD NACIONAL

Este era el mal incurable que sufrían las tribus, y, sin embargo, el sentimiento de la unidad se manifestaba fuerte en el seno del pueblo, y tendía de mil maneras a ir tomando cuerpo. En el momento mismo en que la coalición de los nobles galos contra las asociaciones de las tribus preparaba la ruina del antiguo orden de cosas, se despertaba y alimentaba la idea de la cohesión nacional. Los ataques procedentes del exterior y las sucesivas disminuciones del territorio común, a raíz de las guerras con los pueblos vecinos, contribuían también a este mismo resultado. Así como los helenos luchando con los persas, y los itálicos luchando con los celtas, así también los galos transalpinos, combatiendo contra Roma, habían adquirido por primera vez la conciencia del poder y de la energía defensora de la unidad nacional. En medio de las rivalidades de las tribus y del tumulto de las luchas feudales se dejaban oír otras voces que reclamaban la independencia de la nación, siquiera fuese a costa de la independencia individual de los diversos cantones de la Galia, o del soberbio aislamiento de los caballeros. Las guerras de César atestiguan cuán popular era la resistencia contra el extranjero. El partido de los patriotas se sostuvo contra César, como los patriotas alemanes se sostuvieron contra Napoleón: entre otras pruebas de su fuerza, de su extensión y organización citaremos la telegrafía ingeniosa de que se servían para la rápida transmisión de las noticias.

UNIÓN RELIGIOSA. LOS DRUIDAS

Pero general y poderosa como era, la idea nacional de los galos no hubiera podido alcanzarse en medio de una división política excesiva, si al mismo tiempo no hubiesen obedecido durante muchos años a la centralización religiosa y teológica. Los sacerdotes galos, o la cofradía de los druidas, abrazaba seguramente en su lazo nacional y religioso las islas británicas y toda la Galia, y quizá también otros países célticos. Tenía su jefe propio elegido por los sacerdotes; tenía sus escuelas donde se perpetuaba una tradición antiquísima, y también sus privilegios, la inmunidad del impuesto y del servicio militar; sus concilios anuales, que se reunían cerca de Chartres, en el «centro del país céltico». Finalmente, tenía su iglesia de creyentes; en ellos la piedad supersticiosa y la ciega obediencia hacia el sacerdocio no cederían en nada a las de los actuales irlandeses. Compréndese que la corporación de los druidas intentara apoderarse del gobierno temporal, y que en parte lo consiguiera. Allí donde se había establecido la monarquía anual del Vergobret, dirigía las votaciones en caso de interregno. Afectó el derecho, y no sin éxito, de poner el veto religioso a los individuos y a todas las comunidades, y, por consiguiente, de excluirlas de la sociedad civil. Además supo incautarse del derecho de entender en los negocios civiles más importantes, en las cuestiones de deslindes y de herencias. Al parecer, fundándose en este derecho de intervención, y en la costumbre que designaba preferentemente a los culpables como víctimas en los sacrificios humanos, había conquistado y aun aumentado su jurisdicción teocrática en materias criminales. Hizo una gran concurrencia a la justicia de los reyes y del Vergobret, y, por último, llegó hasta decidir acerca de la paz y de la guerra. La Galia no estaba ya lejos de las formas de un Estado teocrático, con sus papas y concilios, con sus inmunidades, sus excomuniones y sus tribunales espirituales. Solo que, a diferencia del Estado teocrático moderno, la constitución druídica, lejos de meterse en asuntos exteriores, permaneció siendo profundamente nacional[7].

FALTA DE CENTRALIZACIÓN POLÍTICA. LIGA DE LAS TRIBUS, LIGA BELGA.
LAS TRIBUS MARÍTIMAS. LIGAS DE LA GALIA CENTRAL. SU CARÁCTER

Sea como fuere, y por más que se hubiese despertado entre las razas célticas el vivo sentimiento de su mutua dependencia, no supieron conseguir la centralización política, como no les fue dado encontrarla a los itálicos en la ciudad romana, o a los helenos y germanos en las monarquías macedonia y franca. La cofradía sacerdotal y la nobleza, que desde cierta perspectiva eran la representación y el lazo nacional, fueron esclavas de sus intereses exclusivos de casta e incapaces de fundar la unidad; por otra parte, eran demasiado poderosas para permitir que las constituyesen un rey y una tribu. Y no es porque faltasen los gérmenes: la constitución central de las tribus abría el camino y bajaba por la pendiente del sistema de la hegemonía. Un cantón poderoso obligaba a los más débiles a subordinársele, y, a partir de esta fecha, los representaba en el exterior y estipulaba por ellos en los tratados. Entre tanto, la tribu cliente estaba obligada a seguir a la otra en sus guerras, y muchas veces hasta le pagaba tributo. De este modo es como habían surgido muchas ligas diferentes; por lo demás, no había ninguna tribu directora para toda la Galia, ni ninguna asociación común a toda la nación. Ya hemos dicho (volumen III, libro cuarto, págs. 174-175) que los romanos habían encontrado, en los primeros tiempos de sus conquistas en la Galia transalpina, en el norte a la confederación britobelga, sometida a los sucesiones, y en el sur a la confederación de los arvernos, con la que rivalizaban los eduos, apoyados en una más débil clientela. En tiempos de César, vemos en el noreste, entre el Sena y el Rin, a los belgas unidos en una liga análoga, pero que no se extiende hasta la Gran Bretaña. Al lado de estos permanecen asociados los galos de la Normandía y de la actual Bretaña; estas, si se quiere, eran tribus marítimas. En la propia Galia, o Galia central, dos partidos luchaban por la hegemonía: por una parte estaban los eduos y por otra los secuaneses; debilitados por sus guerras con los romanos, habían ya cedido el puesto a los arvernos. Estas diversas ligas eran independientes unas de otras: los Estados jefe del centro no habían conquistado la clientela en el noreste, y por la parte del noroeste tampoco habían avanzado mucho. Pero las asociaciones de las tribus, por más que diesen alguna satisfacción al sentimiento nacional unitario, eran insuficientes en todos los puntos. Flotaban, sin cohesión sólida, entre la alianza y la hegemonía; los intereses comunes no tenían más que una representación insuficiente en la dieta federal en tiempo de paz, y, en tiempo de guerra, en el jefe del ejército. Solo la liga de los belgas estaba constituida con alguna solidez. Allí el movimiento nacional, del cual había salido en otro tiempo la afortunada resistencia opuesta a los cimbrios (volumen III, libro cuarto, pág. 194), había dado sus frutos. En resumen, las contiendas por la hegemonía abrían en cada liga un cisma que el tiempo no borraba, sino que, por el contrario, iba aumentando. Después de la victoria de un pretendiente, el vencido continuaba viviendo, y por más que estuviese bajo clientela, le estaba permitido volver a comenzar algún día el combate. La lucha no era solo entre los cantones más poderosos, sino que se producía en cada tribu, en cada aldea, y aun en cada casa; nadie tenía en cuenta otra cosa que sus intereses personales. Así como en Grecia la gran lucha entre Esparta y Atenas no era la que había arruinado el país, sino las guerras intestinas entre las facciones lacedemonias y atenienses en cada ciudad, y en Atenas en primer término; así también la rivalidad entre los arvernos y los eduos dio un golpe de muerte a la Galia, repitiéndose en pequeño y hasta el infinito en el seno de la nación céltica.

SISTEMA MILITAR

El estado social y político del país se reproducía necesariamente en su sistema militar. El alma principal era la de caballería: a su lado, entre los belgas, y principalmente entre los insulares de la Gran Bretaña, se encontraban los antiguos y nacionales carros de combate muy numerosos y perfeccionados. En los vigorosos escuadrones y en las apiñadas filas de carros, se veía a la nobleza y sus escuderos: era propio de los caballeros amar los caballos y los perros, montar animales buenos de raza extranjera y de gran precio. Se sabe del ardor y el modo de combatir de estos nobles: en cuanto se hacía el llamamiento, todo el que tenía un caballo lo montaba, aunque fuese un anciano agobiado por los años. Cuando llegaba el momento del combate contra el enemigo, a quien generalmente despreciaban, juraban todos, uno por uno, no volver a su casa mientras su escuadrón no hubiese atravesado las filas de sus contrarios dos veces por lo menos. Sus mercenarios eran verdaderos lansquenetes, sin moralidad y sin sentimientos, y despreciaban su propia vida tanto como la de los demás. Se han hecho muchos relatos subidos de color, y casi rayando en la anécdota, sobre aquellos banquetes galos en los que se ejercitaban en la esgrima, y que degeneraban siempre en duelos a muerte. En ellos, según un uso que incluso superaba las luchas de gladiadores en Roma, se vendían para el combate singular a precio de oro, o por algunos barriles de vino, y se aprestaban a morir tendidos sobre su escudo y a la vista de la muchedumbre.

LA INFANTERÍA

Después de los caballeros venía la infantería. En el fondo eran siempre aquellas mismas bandas guerreras con quienes los romanos se las habían visto en Italia y en España. Como arma defensiva, llevaban casi siempre un ancho escudo; y en vez de espada usaban para el ataque la lanza como arma principal. En donde se unían muchas tribus para la guerra, se acampaba y combatía tribu contra tribu. Los contingentes no tenían ninguna organización militar; tampoco tenían táctica alguna ni hacían de las masas divisiones y subdivisiones regulares. Llevaban los bagajes del ejército en extensas filas de carros; y en lugar del campamento atrincherado construido todas las noches por las legiones de Rama, lo suplían con un medio pobre: formar un recinto con los mismos carros (Wagerburg, material rodante). Ciertos pueblos, y entre otros los nervianos, eran muy ensalzados por su excelente infantería. Sin embargo es notable que no tuviesen caballería, de donde se deduce que no eran de raza céltica, sino que tal vez fuesen procedentes de alguna emigración germánica. En resumen, en aquel tiempo la infantería de los galos parecía solo una muchedumbre tumultuosa sin valor militar y poco manejable, sobre todo en el sur, donde con la rudeza de las costumbres había desaparecido también la bravura. «Los galos —dice César— no se atreven a mirar frente a frente a un germano.» Por lo demás, cosa que atestigua la cobardía y la inutilidad de la infantería celta, en cuanto el general romano tuvo ocasión de conocerla en su primera campaña, no la colocó nunca al lado de las legiones.

RESUMEN DEL CUADRO DE LA CIVILIZACIÓN DE LOS GALOS

En el conjunto, no pueden ser confirmados los progresos reales de la civilización de los galos de las regiones transalpinas en el momento de la llegada de César, sobre todo si se la compara con la condición de los galos que la historia nos ha presentado establecidos en las orillas del Po siglo y medio antes. En esa época, la fuerza principal de sus ejércitos consistía en la Landwehr, excelente en su género (volumen I, libro segundo, pág. 274); pero en la actualidad, la caballería había sustituido a la infantería. Antes los galos habitaban en aldeas abiertas; ahora se rodean de buenas murallas. Las excavaciones de los tumuli no han descubierto en la Lombardía más que objetos muy inferiores a los de la Galia del Norte, particularmente utensilios de cobre y de vidriado. El signo y la medida exacta de la civilización de un país es quizás el estado de la fortuna de un pueblo; y, si bien se había manifestado durante el período de las guerras de los galos en la región Lombarda, tanto más viva se muestra durante la lucha contra César. Sin embargo, según todas las apariencias, cuando este general llegó a la Galia, la cultura en este pueblo había alcanzado todo el apogeo al que podía aspirar, e incluso comenzaba ya la decadencia. Por último, en tiempo de César, la civilización de los transalpinos nos ofrece, por poco que nos sea conocida, una multitud de aspectos estimables e interesantes. En muchos aspectos se enlazaba a la era moderna, más que a la helenorromana: por el uso de los buques de vela, por su caballería, por sus instituciones religiosas y sus esfuerzos, aun cuando sean imperfectos, para constituir el Estado, no formado sobre la ciudad, sino sobre la raza, y para elevar la nacionalidad a su más alto poderío. Desgraciadamente, por el hecho de encontrar a los galos en el punto culminante de su progreso, vemos mejor los vacíos de sus dotes morales, o lo que es lo mismo, de su capacidad para la cultura. No supieron crear arte ni Estado, y llegaron solamente a fundar una especie de teología y una nobleza propias. Ya no existía su bravura sencilla y primitiva, y en cuanto al valor militar engendrado por las altas ideas morales, o por las sabias instituciones, tal como surgía en los países de una civilización avanzada, se había refugiado en las filas de los caballeros, ya semiextinguido. La barbarie estaba en realidad vencida: ya habían pasado los tiempos en que los galos servían el bocado mejor y más sabroso al convidado más valiente; en que los demás convidados a quienes ofendía tal preferencia disputaban su honor en un combate singular; en que los más adictos de un jefe que moría se arrojaban a la pira donde se verificaba la incineración del cadáver. Pero aún duraban los sacrificios humanos; y si bien no estaba ya en uso la tortura contra el hombre libre, estaba autorizada contra los esclavos y contra la mujer libre. Este hecho ilumina con una triste luz la condición en que se hallaba el sexo débil en las Galias, aun en la época de su civilización más avanzada. Resumamos: los galos habían perdido las rudas ventajas de los pueblos primitivos, pero no habían conquistado los privilegios reservados a los pueblos en los que la idea moral ha penetrado y domina todos los espíritus.

RELACIONES EXTERIORES. CELTAS E IBEROS

Tales eran los galos en el interior. Nos resta darlos a conocer en sus relaciones exteriores o con sus vecinos, y mostrar el papel que desempeñaban en esta época en esa gran liza abierta a todas las naciones. Durar y defenderse es en todas las cosas más difícil que vencer. Por la parte de los Pirineos, la paz reinaba entre las tribus desde hacía mucho tiempo: habían transcurrido ya siglos desde que los galos habían rechazado y desposeído en parte a los iberos o a la población vasca primitiva. Los valles de la cadena, las montañas del Bearn y de la Gascuña, y las estepas de la costa, al sur del Garona, pertenecían a los aquitanos, agregación de pequeños pueblos de origen ibérico, mal unidos entre sí y sin recursos en el exterior. Solo las bocas del Garona, con el importante puerto de Burdigala (Burdeos), estaban en poder de la población celta de los biturigoviviscos.

CELTAS Y ROMANOS

Mucho más importantes fueron los contactos entre la nación celta y el pueblo romano por un lado, y los germanos por otro. No repetiremos aquí lo que hemos dicho anteriormente acerca del modo como los romanos, avanzando siempre, rechazaron lentamente a los galos. Ocuparon la zona de las costas desde los Alpes hasta los Pirineos, y así separaron a los celtas de la Italia, de la España y del mar Mediterráneo. Hacía ya muchos siglos que había preparado este gran resultado la fundación de la ciudadela focense en la desembocadura del Ródano. Hagamos notar una vez más que los galos no han cedido solo al ascendiente de las armas romanas, sino que se han doblegado también ante la civilización latina, que tenía como auxiliares los elementos fecundos traídos a esta nueva tierra por los trabajadores griegos. Como sucede con frecuencia, el comercio y las relaciones internacionales hicieron tanto como la conquista, pues iban abriendo el camino. Como hombre del norte, el galo gustaba de las bebidas fuertes: como escita, bebía los buenos vinos hasta la embriaguez. Ante esto existía el disgusto de los sobrios habitantes del sur, a los que, sin embargo, al ver estas cosas no les repugnaba sacar de ellas provecho. El comercio de vinos se convirtió muy pronto en rica mina de oro para el mercader italiano, y a veces le sucedió cambiar un cántaro de vino por un esclavo. También se colocaban con gran ventaja en las Galias otros artículos de lujo, como los caballos italianos, por ejemplo. Ya se veía también al ciudadano romano comprar tierras más allá de la frontera: desde el año 673 se hace mención de los dominios romanos situados en el cantón de los segusiavos (cerca de Lyon). En consecuencia, ya no era desconocida la lengua latina en la Galia independiente, y particularmente entre los arvernos, desde mucho antes de los tiempos de la conquista; pero solo algunos tenían de ella una ligera tintura, y aún se necesitaba intérprete para conversar con los notables del pueblo aliado de los eduos. En resumen: así como los squatters y los traficantes de aguardiante han abierto la ruta a los inmigrantes en la América del Norte, los mercaderes de vinos y los propietarios romanos atrajeron a los invasores de las Galias. Esto no había pasado desapercibido para los galos: testigo es la prohibición vigente en uno de sus pueblos más enérgicos, en el de los nervianos, que, imitando a algunas hordas germánicas, cerró su territorio al comercio con los romanos.

GALOS Y GERMANOS. LOS CELTAS PIERDEN LA ORILLA DERECHA DEL RIN.
TRIBUS GERMÁNICAS DE LA ORILLA IZQUIERDA

Mientras los galos afluían a las playas del Mediterráneo, otra raza, procedente también de la cuna de los pueblos orientales, salía de las costas del Báltico y del mar del Norte, y venía, más joven, más ruda y más fuerte, a conquistarse un puesto entre los otros pueblos, sus hermanos mayores. Ya las tribus llegadas del Rin, usipetos, tencteros, sigambros (sicambros) y ubianos, se dejaban dominar por la civilización, o por lo menos abandonaban poco a poco sus costumbres caprichosamente nómadas. Sin embargo, todas las indicaciones de las fuentes nos muestran que en el interior había ido desapareciendo lentamente la agricultura, y que las hordas germánicas no se fijaban ya en el suelo. Cosa notable, apenas si entre sus vecinos occidentales se conocía una sola de las tribus del centro por su nombre patronímico. Se las colocaba a todas bajo la denominación común de suevos, esto es, «los errantes», o de marcomanos, es decir, «hombres de landwehr»[8]. Repito que estas denominaciones no pertenecían en tiempo de César a naciones distintas, por más que lo hayan creído así los romanos, y aunque más tarde hayan tomado este carácter. Cuando la gran nación se puso en movimiento, los celtas fueron los primeros que recibieron el choque. Sin embargo, las luchas entre los germanos y los galos por la posesión de las tierras al este del Rin están completamente fuera del alcance de nuestras miradas. Lo único que nos es dado averiguar es que, a fines del siglo VII de Roma, todos los países de la orilla derecha del Rin habían sido conquistados por los celtas. Los boyos, asentados tiempo atrás, según parece, en lo que hoy son la Baviera y la Bohemia (volumen III, libro cuarto, pág. 180), andaban ya errantes y sin patria. Incluso la Selva Negra, que los helvecios habían también ocupado, si bien aún no había caído por completo bajo el poder de las tribus germanas limítrofes, estaba convertida en frontera talada y era disputada diariamente. Sin duda ya se había convertido en lo que indica el nombre de «desierto helvecio», que le dieron más tarde. Se sabe la bárbara estrategia de los germanos: para librarse de toda sorpresa por parte del enemigo, talaban la región que los separaba en una extensión de muchas leguas; y parece que aquí la practicaron en gran escala. Pronto no los contuvo ni siquiera la barrera del Rin. Cincuenta años antes habían pasado como un torrente devastador los cimbrios y los teutones, cuyo núcleo principal lo formaban las hordas germánicas, por la Panonia, Italia, las Galias y España. Esto no había sido más que un poderoso reconocimiento; pero, al oeste del río y en su curso inferior, se veían ya establecidos algunos pueblos germánicos: llegados como conquistadores, trataban a los galos, sus vecinos, como pueblo sujeto, exigiéndoles rehenes y tributo. Esto hacían los aduatucos, restos rezagados del ejército de los cimbrios y convertidos en una tribu poderosa. Otra multitud de tribus fue más tarde comprendida bajo la denominación de tongrios, y habitaban en las orillas del Mosa, en el país de Lieja. En pos de estos venían los treverinos (en las inmediaciones de Treveris), y los nervianos (en el Hainaut): las dos tribus más grandes y poderosas de todas. Serias autoridades los enlazan al gran tronco germánico. Nosotros nos guardaremos de resolver definitivamente esta cuestión de los orígenes, pero haremos notar con Tácito que más tarde se tuvo entre estos dos últimos pueblos como un honor el descender de sangre germánica, y no de la menos estimada de los galos. Como quiera que fuese, nos parece que las poblaciones de los países del Escalda, el Mosa y el Mosela están muy impregnadas de elementos germánicos, y en contacto con las influencias procedentes del otro lado del Rin. Puede ser que los establecimientos germanos fuesen todavía raros, pero no carecían de importancia, porque, en medio del caos sombrío en que se agitaban entonces las hordas alemanas de la orilla derecha, las vemos siguiendo la huella de las avanzadas que habían pasado el río, y a su vez dispuestas a pasarlo en masa. Amenazados así por ambos lados por el extranjero, y destrozados entre sí en el interior, los desgraciados celtas no podían reponerse y conquistar su independencia con sus solas fuerzas. Su historia no había sido hasta entonces otra cosa más que división y ruina. No contaban con batallas como las de Maratón y Salamina, las de Aricia y de los campos Raúdicos: en sus años más viriles ni siquiera habían intentado destruir Masalia; ¿cómo, pues, al declinar su vida habían de defenderse de sus temibles invasores?

POLÍTICA DE LOS ROMANOS RESPECTO DE LA INVASIÓN GERMÁNICA.
ARIOVISTO EN EL RIN MEDIO. ESTACIONAMIENTO DE LOS ROMANOS

Como los galos no podían luchar solos contra los germanos, para Roma era de un interés capital vigilar atentamente los incidentes de la lucha entre ambos pueblos. Por más que no se comprometiese directamente en los sucesos, no dejaba de sentir las graves consecuencias que entrañaban. No hay que decir que la situación interior de las Galias se reflejaba en el exterior a cada momento. Así como en Grecia el partido lacedemonio se había aliado con los persas contra Atenas, así también los romanos, que se encontraron a su primer descenso al otro lado de los Alpes con los arvernos, que eran entonces el pueblo más poderoso de los celtas del sur, habían tomado su punto de apoyo en los eduos, que disputaban a la otra tribu la hegemonía de las Galias. Así, con la ayuda de estos «nuevos hermanos del pueblo romano», no solo habían sometido a los alóbroges y a la mayor parte del territorio inmediato arverno, sino que también, y pesando con toda su influencia, habían puesto en manos de sus aliados la dirección de la Galia independiente. Sea como fuere, mientras los griegos no tenían que acudir al peligro más que por un lado, los galos se veían atacados por dos enemigos, ante lo cual les pareció el expediente más sencillo pedir ayuda al uno contra el otro. De esta forma, una de las facciones estaba con los romanos y la otra se alió con los germanos. A este último partido se sentían arrastrados los belgas principalmente: su vecindad y la mezcla de sus razas los aproximaban a los transrenanos. Como eran más rudos y menos civilizados que los demás galos, sus compatriotas alóbroges o helvecios les eran casi más extraños que las hordas de los suevos. Entre los galos del sur, entre los secuaneses, por ejemplo, cuya gran tribu (no lejos de Besansón) estaba al frente del partido hostil a Roma, también se creía tener un motivo justo para llamar a los germanos ante la amenaza de las armas de la República. La administración romana estaba en decadencia: la revolución italiana se anunciaba por signos precursores que no pasaban desapercibidos ni siquiera a los ojos de los galos, y parecía llegada la ocasión propicia para rechazar la influencia de Roma y humillar a los eduos, sus clientes. Como en el año 683 había estallado la ruptura en la región del Saona que separaba ambos territorios, Ariovisto, un jefe germano, pasó el Rin con mil quinientos hombres armados. Era el condottiero de los secuaneses. La guerra se prolongó durante muchos años con diversas vicisitudes; pero no terminó bien para los eduos. Al fin, Eporedorix, su jefe, levantó en masa su clientela y marchó contra los germanos. Ahora tenía una gran superioridad numérica; pero, como el enemigo se obstinaba en rehusar el combate, se mantuvo a cubierto detrás de las marismas y de los bosques. Después, fatigadas un día de tanto esperar, las tribus de los galos comenzaron a disolverse y a abandonar el ejército. Inmediatamente aparecieron los germanos en campo raso, y Ariovisto consiguió una fácil victoria cerca de Admagetóbriga (hacia Pontarlier), donde quedaron tendidos en el campo de batalla la flor de los caballeros eduos. Abatidos estos, tuvieron que sufrir las condiciones del vencedor. Para hacer la paz fue necesario que abdicasen su hegemonía y entrasen con todos sus partidarios en la clientela de los secuaneses, y prometiesen un tributo a los germanos, o mejor dicho, a Ariovisto. Además, debían dar en calidad de rehenes a los hijos de los principales nobles, y comprometerse bajo juramento a no reclamarlos jamás y a no solicitar la intervención de los romanos. Este tratado se concluyó, según parece, hacia el año 693[9]. Todo incitaba a los romanos a obrar, tanto su honor como su interés. Divitiac, un noble eduo, jefe del partido romano en su tribu, y desterrado por los suyos por esta sola causa, había venido en persona a Roma a pedir que la República fuese en ayuda de su patria. Además, la insurrección de los alóbroges, vecinos de los secuaneses, insurrección que coincidía sin duda con estos acontecimientos, hubiera debido ser para aquella una seria advertencia. Se dio orden a los pretores de la Galia para que fuesen en auxilio de los eduos, y se habló de enviar los cónsules y los ejércitos consulares al otro lado de los Alpes; pero el resultado de todas estas palabras vanas fue que el Senado, a quien competía la decisión en estos graves asuntos, no hizo casi nada. Una vez dominada la insurrección de los alóbroges, no volvió a pensarse en los eduos; antes por el contrario, en el año 695, se vio el nombre de Ariovisto inscrito en las listas de los reyes amigos de Roma[10].

ARIOVISTO FUNDA UN REINO GERMÁNICO EN LA GALIA

El jefe guerrero vio en todo esto una renuncia pura y simple de la República a todos los territorios galos que no había jamás ocupado, y, tomando posiciones en el país conquistado, se dedicó a fundar un imperio germano en medio del país galo. Hizo allí asiento con las numerosas hordas que lo habían seguido, y llamó a otras más numerosas que acudieron a su voz desde el fondo de Germania. Cuando llegó el año 696, habían pasado ya el Rin ciento veinte mil germanos. Esto era un éxodo poderoso de la nación que se extendía a torrentes por esta ancha presa abierta hacia las bellas regiones de Occidente. Durante todo este tiempo, el rey prosiguió su establecimiento, fundamento de su futura dominación en la orilla izquierda del río. Es imposible determinar la importancia de las colonias germánicas creadas por él: se extendían hasta muy lejos, aunque menos que sus proyectos de conquista. En cuanto a los galos, no los consideró más que como una nación sujeta en masa, cuyas diversas tribus no tenían para él una existencia distinta. Aún hay más: hasta los secuaneses, de quienes él había sido un condottiero mercenario, y a quienes debía el haber pasado el Rin, se vieron obligados a entregar a los germanos, de la misma forma que los enemigos a quienes habían dominado, la tercera parte de su territorio. Sin duda se trata aquí de la Alsacia alta, habitada más tarde por los triboccos, y donde se estableció con su ejército. Como si esto no fuese bastante, cuando llegaron en pos de él los harudos, exigió la entrega de otra tercera parte. Parece que quería hacer en las Galias el papel de un Filipo de Macedonia; y se condujo como señor tanto respecto de los galos del partido germánico, como de los del partido de Roma.

LOS GERMANOS EN EL RIN INFERIOR Y EN EL SUPERIOR.
PREPARATIVOS DE UNA INVASIÓN HELVECIA A LA GALIA

El poderoso jefe era un vecino peligroso para Roma. Él solo bastaba para excitar las más vivas inquietudes; pero era mucho más grave el peligro para todo aquel que comprendía que el movimiento de la conquista arrastraría detrás de sí a otros invasores. Fatigados por las incesantes rapiñas de las insolentes bandas de los suevos, los usipetas y los téncteros de la orilla derecha habían abandonado sus antiguas moradas el año que precedió a la llegada de César a la Galia (695), buscado un asilo en la desembocadura del río. Cuando se encontraron allí con los menapianos acantonados en la orilla derecha, les arrebataron aquella porción de su territorio: era de prever que quisieran también establecerse en la orilla occidental. Otras hordas de suevos se reunían cerca de Colonia y de Mayenza, y amenazaban invadir el territorio de la tribu de los trevireños. Por último, la tribu más oriental de los celtas, la de la poblada y belicosa Helvecia, se veía atacada todos los días por incursiones cada vez más peligrosas, sobrecargada por sus colonos arrojados de sus campiñas al norte del río y amenazada de un completo aislamiento con el resto de la Galia por el establecimiento de Ariovisto en el país de los secuaneses. En estas circunstancias, en su desesperación se resolvió a ceder el puesto a los germanos, y fue a buscar en el oeste un espacio más vasto y tierras más fértiles, aspirando tal vez, al mismo tiempo, a conquistar la supremacía en las Galias. Ya en la época de la invasión cimbria esta ambición había impelido a algunas de sus tribus; recuérdese si no, la tentativa de división. También los roracos (países de Basilea y de Alsacia) estaban expuestos a los ataques de los germanos, y los restos de los boyos, expulsados de su patria hacía ya mucho tiempo, andaban errantes por todas partes sin encontrar un asilo. Por su parte, algunos otros pequeños pueblos hicieron causa común con los helvecios. Desde el año 693 aparecieron sus avanzadas al otro lado del Jura y hasta en la Provenza. La avalancha era inminente; detrás de ella iban a precipitarse inevitablemente las hordas germanas, y a esparcirse en la importante región entre los lagos de Costanza y de Ginebra. Los pueblos germánicos estaban en movimiento desde las fuentes del Rin hasta el océano Atlántico, y se mostraban en toda la línea del gran río. ¿Había sonado la hora de una invasión de los bárbaros, semejante a la de los francos y alemanes que destruirá un día el vacilante Imperio de los Césares? ¿Va a acumularse acaso sobre las Galias la tormenta que cinco siglos después caerá sobre Roma?

CÉSAR EN LA GALIA. SU EJÉRCITO

En tales circunstancias fue que Cayo César, gobernador nombrado recientemente, descendió a la Galia narbonense (en la primavera del año 696). El senadoconsulto había agregado esta provincia a la originaria, la cisalpina, con la Istria y la Dalmacia. Respecto de su cargo, conferido primero por cinco años (hasta fines del año 700), y prorrogado después por otros cinco (hasta fines del 705), tenía derecho a llevar consigo a seis lugartenientes con rango de propretores[11]. Además, por lo menos según él, estaba autorizado para completar los cuadros de sus legiones y hasta para formar otras nuevas con los muchos ciudadanos que poblaban su circunscripción cisalpina. El ejército, a cuya cabeza se puso en las dos provincias, comprendía la infantería regular de cuatro legiones aguerridas: la séptima, la octava, la novena y la décima; a lo sumo veinticuatro mil hombres, a los que se agregaban, como de costumbre, los contingentes de los súbditos locales. En cuanto a la caballería y las tropas ligeras, llevaban algunos escuadrones españoles y númidas, y arqueros y honderos de Creta o de las Baleares. En su estado mayor, formado por la flor de la democracia, entre un gran número de brillantes nulidades se veían algunos oficiales capaces, por ejemplo Publio Craso, hijo de su antiguo asociado político, y Tito Labieno, su fiel auxiliar en las campañas populares del Forum, y que lo seguía hoy a los campos de batalla. Por lo demás, iba sin instrucciones precisas y dejaba a las circunstancias guiar su valor y su inteligencia, y, a su pericia, que reparase el mal que había causado la incuria del Senado al no haber cerrado el paso a la invasión de los germanos.

CÉSAR RECHAZA A LOS HELVECIOS

En este momento comenzaba la invasión helvecia tiempo atrás preparada, cuyo lazo íntimo con la invasión germánica hemos mostrado anteriormente. A fin de no dejar sus cabañas vacías para que las utilizasen los germanos, y para cortarse ellos mismos la retirada, los helvecios habían quemado sus ciudades y aldeas. Cargando en las extensas líneas de sus carros a sus mujeres, a sus hijos y sus mejores muebles, llegaron a Leman, a la altura de Genava (Ginebra), donde se habían citado con sus compañeros de emigración para el 28 de marzo[12] del año 696. Según ellos, reunían un contingente de trescientos sesenta y ocho mil individuos, una cuarta parte de los cuales eran hombres capaces de llevar las armas. El monte Jura que va desde el Rin hasta el Ródano forma una barrera casi continua entre la Helvecia y los países de Occidente. Sus estrechos desfiladeros eran muy difíciles de atravesar, por lo que se prestaban a la defensa. Así, pues, los jefes de los helvecios habían dado la vuelta por el sur, a fin de penetrar en el oeste por el punto en que el Ródano rompe las montañas y se abre el camino entre las crestas jurásicas del sudoeste, las más difíciles de la cadena, y los Alpes de Saboya, a la altura del fuerte de Eclusa. Flanqueando el río más a la derecha había rocas y precipios enormes, y no quedaba más que un sendero estrecho que podía cerrarse en un momento. Nada más fácil para los secuaneses, dueños de esta orilla, que impedir el paso. Los helvecios se decidieron a seguir por la izquierda que pertenecía a los alóbroges hasta más arriba del paso del río; contaban con pasarlo de nuevo más abajo, por donde entra ya en la llanura, y dirigirse desde allí hacia los cantones del oeste. El país de los santones (saintonge), no lejos de las costas del Atlántico, era el lugar elegido por ellos para su futura morada. Pero al pasar a la orilla izquierda habían entrado en territorio romano; y César, que por otra parte no veía con gusto su establecimiento en la Galia occidental, estaba decidido a cerrarles el paso. Por desgracia, de sus cuatro legiones tres estaban muy distantes por el lado de Aquilea; y, aunque hubiese mandado precipitadamente las milicias de la provincia transalpina, parecía imposible hacer frente con este puñado de hombres al inmenso torrente de pueblos que desembocaban en el Ródano, y cerrarles el desfiladero a la salida del Leman, más abajo de Ginebra, en un espacio de más de cuatro leguas. Sin embargo, quiso ganar tiempo. El enemigo creía efectuar en paz la travesía del país y de los pueblos alóbroges. Se negoció, pues, y César se aprovechó de un respiro de quince días para romper el puente de Ginebra y cerrar la orilla izquierda con una línea fortificada de cerca de cuatro millas (alemanas) de longitud.

LOS HELVECIOS EN LA GALIA. GUERRA CON LOS HELVECIOS

Este fue el primer ensayo de esas cadenas de reductos, unidos por muros y fosos, que los romanos aplicaron después en proporciones colosales a la defensa del Imperio. En vano los helvecios intentaron pasar el río por diferentes puntos, ya a nado, ya con canoas. En todas partes fueron rechazados por los romanos atrincherados, y tuvieron que renunciar a pasar a la orilla izquierda. Entonces se pusieron de acuerdo con la facción de los galos hostil a los romanos, que esperaba hallar en ellos un poderoso refuerzo. El eduo Dumnorix, hermano de Divitiac, estaba en su tribu a la cabeza del partido nacional, como Divitiac al frente del partido del extranjero, y facilitó a los helvecios el paso por el país de los secuaneses. Los romanos no tenían ningún derecho a impedirlo; pero la invasión helvecia en la Galia era para ellos un suceso de capital interés, pues se trataba de una cosa muy diferente del respeto a sus fronteras. Solo podían ponerse a salvo sus intereses imitando a los grandes lugartenientes del Senado y al mismo Mario. No era suficiente limitarse a la modesta defensa de su frontera: era necesario atravesarla audazmente a la cabeza de un poderoso ejército. César, por otra parte, no era el general del Senado, sino el de la República, y no vaciló. Había venido desde Ginebra hasta Italia y conducía a marchas forzadas las tres legiones que tenía acantonadas y otras dos recientemente reclutadas. No tardó en verificar su unión con el cuerpo de ejército que había dejado apostado junto a Ginebra, y pasó el Ródano a la cabeza de todas sus tropas. Ante su aparición inesperada en las fronteras de los eduos, la facción romana subió naturalmente al poder; y ese feliz incidente aseguró los víveres al ejército invasor. Los helvecios pasaban en estos momentos el Saona, y tras abandonar el país de los secuaneses penetraban en el de los eduos. Una de sus tribus, los tigorinos, permaneció aún sobre la orilla izquierda. César cayó sobre ellos, los sorprendió y los destruyó por completo. Pero el grueso de la caravana se había establecido ya en la otra orilla. El romano los persiguió y pasó el río en veinticuatro horas, en una operación en la que los helvecios habían empleado veinte días y aún no habían terminado. A la vista del ejército romano colocado a su espalda, aquellos se vieron obligados a cambiar de dirección; cesaron de caminar hacia el oeste y volvieron hacia el norte. Sin duda creían que César no se atrevería a seguirlos hasta el centro de las Galias, y que, una vez abandonados a sí mismos, les sería fácil volver a seguir su dirección. Durante quince días los siguieron las legiones a muy corta distancia pisándoles los talones, por decirlo así, y acechando la ocasión de atacarlos y destruirlos. Pero la ocasión no se presentó: por lenta y penosa que fuese su marcha, los helvecios supieron guardarse; tenían víveres en abundancia y sus espías los mantenían al tanto de lo que pasaba en el campamento romano. Las legiones, por el contrario, comenzaban ya a sufrir: carecían de lo necesario, sobre todo cuando los helvecios se apartaron de las orillas del Saona, pues en adelante les faltaron los convoyes que recibían por este río. La escasez era indudablemente causada por los eduos, quienes habían prometido provisiones a César; pero, como dentro de su territorio todavía se movían los dos ejércitos, no era posible dejar de sospechar de su mala fe. Por último, a pesar de ser numerosa (contaba por lo menos con cuatro mil caballos), la caballería romana no le inspiraba confianza. Nos daremos cuenta de ello al saber que estaba formada casi toda por los contingentes galos, eduos en su mayor parte, mandados por Dumnorix, el enemigo notorio de Roma. César los consideraba como rehenes más que como soldados. Creía que se habían dejado vencer a propósito en un encuentro reciente con la caballería menos fuerte de los helvecios, y que por ellos el enemigo sabía todo lo que pasaba en el campamento romano. Por tanto, la situación tenía sus peligros. Ya se veía bien a las claras la poderosa influencia que ejercía el partido de los galos patriotas, incluso entre los eduos, aliados oficiales de Roma, no obstante los grandes intereses que los unían a la República. ¿Cuánto más se había de sentir esta influencia cuando se penetrase audazmente en el corazón de un país en completa efervescencia y se careciese de todas las comunicaciones, aun de las más necesarias? Los ejércitos pasaron a corta distancia de Bibracta (cerca de Antina), la capital edua. César quiso apoderarse por la fuerza de este puesto importante, antes de pensar en pasar adelante. Quizás hasta pensaba fortificarse en ella y hacer allí un alto en su persecución. Se apartó, pues, un poco de su camino; pero los helvecios vieron un principio de huida en su movimiento hacia la ciudad y lo atacaron.

BATALLA DE BIBRACTA. LOS HELVECIOS ENVIADOS DE NUEVO A SU PAÍS

César no deseaba otra cosa. Ambos ejércitos se colocaron en orden de batalla en dos cadenas de colinas paralelas. Los galos fueron los primeros en comenzar el combate: rechazaron y dispersaron en la llanura la caballería romana enviada a su encuentro, y después se precipitaron contra las legiones colocadas en la pendiente de los cerros; pero fueron rechazados por los veteranos de César. Pero cuando los romanos descendieron a la llanura, persiguiendo su ventaja, los galos efectuaron un nuevo movimiento ofensivo, al mismo tiempo que un cuerpo que tenían a retaguardia se arrojó sobre el flanco de las legiones. César opuso al enemigo por esta parte las reservas de sus columnas de ataque; los separó del grueso de su ejército y los arrojó sobre sus carros y bagajes; allí fue completamente exterminado. Por último, cedieron las masas de las hordas helvecias, sin quedarles más retirada que la ruta del este, dirección completamente opuesta a la seguida en un principio. En este día fue cuando fracasó el plan de la emigración, en busca de nueva morada en las costas del Atlántico. La jornada fue sangrienta hasta para el vencedor. César, que desconfiaba de sus oficiales, y no sin razón, había mandado retirar los caballos desde el momento en que comenzó el combate, para demostrar mejor a los suyos que no había que volver un solo pie atrás. Y en verdad, si los romanos hubiesen perdido la batalla, su ejército habría perecido por completo. Cansadas como estaban, las legiones no pudieron perseguir activamente a los vencidos; pero como César había manifestado que todo el que prestase auxilio a los helvecios sería tratado como enemigo del pueblo romano, por dondequiera que estos pasaron, y sobre todo entre los lingones, se les negaron asistencia y víveres. Así, pues, perdieron todos sus bagajes, y embarazados al fin en su marcha por aquella muchedumbre inerme que llevaban consigo, tuvieron que rendirse a discreción. César no los trató con dureza. Para los boyos, que no tenían patria, ordenó que los eduos les asignasen moradas en su propio territorio. Al establecer en medio de la tribu más poderosa de las Galias a estos enemigos, vencidos la víspera, hicieron a Roma casi todos los servicios de una colonia. Los restos de los helvecios y de los roracos, una tercera parte aproximadamente de la población viril que salió de Helvecia, fueron mandados por César a su país, donde, colocados bajo la soberanía de Roma, tuvieron la misión de defender la frontera del Rin superior contra las agresiones de los germanos. Roma solo se apoderó del extremo sudoeste del territorio helvecio; allí transformó más tarde en fortaleza fronteriza la antigua ciudad celta de Noviodunum (Nyon), situada en las bellas riberas del Leman, y recibió el nombre de colonia Juliaequestris.

CÉSAR Y ARIOVISTO. NEGOCIACIONES

De este modo se había contenido la invasión alemana en el alto Rin, y se había humillado al mismo tiempo la facción gala hostil a los romanos. Pero en el Rin medio, que los germanos habían pasado hacía ya algunos años, el poder creciente de Ariovisto rivalizaba con la influencia romana en las Galias. Por lo tanto, había que venir a las manos, y naturalmente se presentó el pretexto para la ruptura. El yugo que Ariovisto imponía a los galos, o aquel con que los amenazaba, no podía menos que parecerles muy pesado comparado con la supremacía romana; y, en cuanto a la pequeña facción que se obstinaba en su odio contra Roma, permanecía muda. Los romanos provocaron una gran dieta de tribus de la Galia media, que finalmente decidió que en nombre de la nación se invitase a César a venir en su ayuda contra los germanos. César se los prometió. Por orden suya los eduos suspendieron el tributo que se habían comprometido a pagar a Ariovisto, y le pidieron sus rehenes. Furioso este por la ruptura, atacó a los clientes de Roma, y al hacerlo suministró a César el motivo deseado para una intervención directa. César reivindicó también los rehenes, exigió que Ariovisto prometiera mantener la paz con los eduos, y se comprometiera, sobre todo, a no llamar a los germanos del otro lado del Rin. El jefe bárbaro le respondió con altivez y como su igual en poder y en derecho: «Que las leyes de la guerra lo han hecho dueño de la Galia septentrional, lo mismo que han dado el sur a los romanos. Él no impide que estos exijan tributo a los alóbroges, y, por consiguiente, que no estorben los romanos que él se lo haga pagar a sus súbditos». Después, en comunicaciones muy secretas, y haciendo ver que estaba completamente al corriente de los asuntos interiores de la República, habló de las incitaciones que les hacían algunos romanos: «Queriendo que acabase con César; pero que, por su parte, si César consiente en abandonarle el norte de las Galias, él lo ayudará, por el contrario, a hacerse dueño del poder en Italia. Las disensiones de los galos le han abierto las puertas de la Galia y espera que las disensiones de Italia le permitan consolidar sus recientes conquistas». Hacía muchos siglos que Roma no oía semejante lenguaje, proclamando el derecho de igualdad, y la independencia absoluta y altanera de un general que la trataba de potencia a potencia. En suma, se negó a comparecer cuando el general romano lo citó a venir personalmente, según la forma usada con los príncipes clientes.

CÉSAR ATACA A ARIOVISTO

No era posible vacilar, y César marchó en seguida contra el rey. Pero he aquí que de repente se apoderó el pánico de sus soldados y de sus oficiales, los primeros, ante la idea de venir a las manos con aquellas terribles bandas germánicas que hacía catorce años que no dormían debajo de techado. Hasta en su campamento César vio señales de indisciplina y desmoralización de los ejércitos romanos: eran inminentes la deserción y la insurrección. Por su parte declaró que, si era necesario, iría a buscar al enemigo con la décima legión solamente. Finalmente la arrebató con un llamamiento al honor y arrastró a los demás detrás de sus águilas por el sentimiento de una emulación belicosa: su aliento y su energía se trasladaron al pecho de sus soldados. Sin darles tiempo de volver sobre sí, los condujo a marchas forzadas, y, adelantándose a Ariovisto, ocupó Vesontio (Besansón), capital de los secuaneses. Se verificó una entrevista entre los dos jefes a petición del germano, que parece no tenía más objeto que una tentativa criminal contra la persona de César. Solo las armas podían decidir entre los dos dominadores de las Galias. Sin embargo, no se vino inmediatamente a las manos: ambos ejércitos permanecieron acampados en el país de Mulhouse (alta Alsacia), a poca distancia uno de otro, y a una milla del Rin. Pero Ariovisto, con sus fuerzas muy superiores, consiguió desfilar por delante de los romanos, y, tras colocarse a sus espaldas, les cortó las provisiones[13].

DERROTA DE ARIOVISTO

Para desembarazarse, César quiso dar la batalla, pero el germano la rehusó. Entonces el general de la República, a pesar de su inferioridad numérica (era el único medio que le quedaba), intentó a su vez la operación que le había salido bien al enemigo. Para restablecer sus comunicaciones hizo pasar por delante de este dos legiones que fueron a tomar posiciones más allá del campamento germano, mientras él permaneció en el suyo con las otras cuatro legiones. Cuando Ariovisto vio a su enemigo dividido, marchó a atacar el primer cuerpo, pero fue rechazado. Animado por este triunfo, marchó al combate todo el ejército romano: los germanos se colocaron en una larga línea de batalla en la que cada tribu formaba una división, y colocando tras de sí los bagajes y las mujeres para hacer la huida imposible. El ala derecha del ejército de César, mandada por él mismo, rompió las líneas del enemigo; en tanto en el ala izquierda los germanos obtuvieron igual éxito. Se hallaban pues en igualdad de circunstancias; pero la práctica prudente de las reservas, tan fatal para los bárbaros, aseguró también ahora la victoria a los romanos. Publio Craso lanzó la tercera línea en auxilio del ala que se replegaba, y así restableció el combate. La batalla estaba ganada y se persiguió al enemigo hasta el Rin: algunos, y entre ellos el rey, consiguieron refugiarse en la otra orilla.

LA EMIGRACIÓN GERMÁNICA DE LA ORILLA IZQUIERDA

De este modo saludaba la República, después de una brillante victoria, al gran río germano, que veían por primera vez los soldados de Italia. En una sola batalla había conquistado Roma la línea del Rin: la suerte de los emigrantes germánicos de la orilla izquierda estaba en manos de César; podía aniquilarlos, pero no hizo nada. Los pueblos galos inmediatos, secuaneses, leucos y mediomatricos, no eran lo bastante fuertes para defenderse, pero tampoco bastante seguros para Roma: los germanos prometían ser fuertes defensores de la frontera y mejores súbditos, separados como estaban de los galos por su nacionalidad, y de sus compatriotas por su interés en conservar sus nuevas moradas. ¿Acaso podían hacer otra cosa desde su aislamiento, que adherirse estrechamente al poder central de Roma? Según su regla invariable, César prefirió el enemigo vencido al amigo dudoso. Así, dejó a los germanos establecidos por Ariovisto al oeste del Rin, donde tenían su asiento los trivocos cerca de Estrasburgo, los nemetas en el país de Espira y los bacgiones en el de Worms, y les encargó la defensa de la frontera del Rin contra sus compatriotas del este[14]. En cuanto a los suevos, que en el Rin medio amenazaban el país de Tréveris, en cuanto supieron del desastre de Ariovisto, retrocedieron inmediatamente al interior de Alemania; pero al pasar recibieron rudos ataques de las poblaciones vecinas.

LA FRONTERA DEL RIN

Esta primera campaña tuvo inconmensurables consecuencias que se han dejado sentir por espacio de diez siglos. El Rin va a ser la frontera del Imperio Romano por la parte de Germania. En la Galia, donde la nación no sabía gobernarse ni manejar los destinos, Roma no había dominado más que en la costa del sur, mientras que en el norte los germanos intentaban establecerse desde hacía algunos años. Pero la reciente guerra había decidido que toda la Galia, no solo una parte de ella, cayese bajo la supremacía de Roma, y viniese a ser frontera política la frontera natural del gran río. En otros mejores tiempos, el Senado no había descansado hasta no haber llevado el dominio de la República hasta las fronteras naturales de Italia, hasta los Alpes, el mar Mediterráneo y las islas vecinas. Ampliado ahora el Imperio, necesitaba también desde el punto de vista militar una extensión análoga; pero el gobierno de entonces lo dejaba todo al acaso; se inquietaba poco por la defensa de las fronteras y cuidaba solo de no tener él que defenderlas. Todos comprendían que, en adelante, se necesitarían otro genio y otro brazo para dirigir los destinos de Roma.

CONQUISTA DE LA GALIA

Así, pues, estaban ya echados los cimientos del edificio y construidos sus primeros muros; pero aún faltaba mucho para concluirlo: faltaba que los galos reconociesen la dominación de Roma, y que la frontera del Rin fuese establecida y aceptada por las tribus germánicas. Toda la Galia central, desde la provincia romana hasta Chartres y Tréveris, se sometió sin dificultad: en el Rin alto y medio no había por entonces nada que temer de los bárbaros de la otra orilla. En el norte, las tribus de la Armórica (Bretaña y Normandía) y las de la confederación de los belgas, que era aún más poderosa, no habían sentido los golpes asestados en el centro y no querían en manera alguna inclinarse ante el vencedor de Ariovisto. Ya hemos dicho anteriormente que entre los belgas y los germanos del otro lado del Rin existían estrechas afinidades, y que, en las bocas del río, las tribus germánicas se disponían a pasarlo.

CAMPAÑA CONTRA LOS BELGAS COMBATES SOBRE EL AISNE SUMISIÓN DE LAS TRIBUS OCCIDENTALES

Comenzaba la primavera del año 697 y César marchó sin tardanza hacia el país belga con todo su ejército, engrosado y elevado a ocho legiones. La liga de los belgas conservaba el recuerdo de la intrépida y eficaz resistencia que había opuesto cincuenta años atrás a la invasión de su territorio por los cimbrios, y estaba enardecida por las frases de numerosos patriotas fugitivos de la Galia central. Por lo tanto envió su primer ejército, en número de trescientos mil hombres, según se dice, conducido por Galba, rey de los suesiones, a la frontera del sur; allí debían esperar a César. Solo una tribu poderosa, la de los remes (Reims), al ver en la llegada de los romanos la ocasión de la supremacía de los suesiones, se disponía a desempeñar en el norte el papel de los eduos en la Galia central. Casi al mismo tiempo entraron en su territorio los romanos y los belgas. César no quiso presentar la batalla a un enemigo seis veces más numeroso; se situó al norte del Aisne (no lejos de Pontavert, entre Reims y Laon) y tomó posiciones en una meseta inatacable. Allí, rodeado de fosos y reductos por un lado, y del río y las marismas por otro, se limitó a rechazar las tentativas de los belgas, empeñados en pasar el río y cortarle las comunicaciones. Si César había contado con ver a la inmensa coalición disolverse pronto y derrumbarse por su propio peso, los acontecimientos vinieron a justificar sus previsiones. Galba, el rey de los suesiones, era un hombre leal y universalmente estimado; pero era una tarea muy superior a sus fuerzas la de gobernar un ejército de trescientos mil hombres frente al enemigo. Los galos no pudieron continuar por más tiempo: las provisiones disminuían, y el descontento y la desunión aumentaban en el campamento de los coaligados. Los bellovacos, sobre todo rivales de los suesiones en poder, irritados porque no tenían la hegemonía de la liga, no quisieron continuar, principalmente cuando supieron que los eduos, aliados de la República, se disponían a invadir su territorio. Por consiguiente, convinieron en separarse y en volver cada cual a su país; solo por salvar las apariencias se dijo que todos acudirían en masa en auxilio de cualquiera que fuese atacado: estipulación imposible de ejecutar y que no podía excusar tal desbandada. Esto fue un verdadero desastre, y hace recordar otra derrota que se verificó casi en los mismos lugares en 1792. Como la retirada del ejército prusiano, después de su marcha sobre la Champagne, la retirada de los coaligados equivalía a una derrota, y tanto más decisiva, considerando que se había sufrido sin pelear. Marchando sin orden ni método, los contingentes belgas fueron vigorosamente perseguidos por César. Fue la huida de un ejército derrotado, y los romanos destruyeron todos los cuerpos o divisiones que quedaron rezagados. Mas no pararon aquí las consecuencias de la victoria. A medida que César ponía los pies en los cantones belgas del oeste, estos se tenían por perdidos uno a continuación del otro. Tanto los suesiones, tan poderosos la víspera, como los bellovacos, sus rivales, y los ambianos (los de Amiens) se sometieron sin intentar defenderse. Las ciudades abrían sus puertas a la vista de las extrañas máquinas de sitio de los romanos, a la vista de aquellas torres movibles que superaban la altura de los muros; los que no quisieron entregarse huyeron al otro lado del mar, a la Gran Bretaña.

BATALLA EN EL PAÍS DE LOS NERVIANOS

No sucedió lo mismo en los cantones del este, donde se mostró más enérgico el sentimiento nacional. Los viromanduos, los atrebates y, sobre todo, los nervianos, que con su numerosa clientela eran casi tan poderosos como los suesiones y los bellovacos, pero muy superiores por su bravura y exaltación patriótica, concluyeron entre sí una segunda y más estrecha alianza, y reunieron sus contingentes en el alto Sambra. Los espías celtas los ponían al corriente de todos los movimientos del ejército romano. Por otro lado, su conocimiento exacto del terreno, los altos setos que cortaban el país e impedían el paso a los batidores que intentaban frecuentes correrías, todo les facilitaba la tarea de ocultar a los romanos la mayor parte de sus movimientos. Por fin llegaron estos sobre el Sambra, no lejos de Bavay; y allí las legiones creyeron su deber levantar su campamento en un punto escarpado de la orilla izquierda, mientras que la caballería y la infantería ligera recorrían como exploradores el lado opuesto. De repente, se precipitaron sobre ella desde las alturas las masas enemigas y las rechazaron hasta el valle. Lo cruzaron inmediatamente, y, desafiando heroicamente la muerte, llegaron como el rayo a la otra meseta. Apenas si las legiones, ocupadas en los atrincheramientos, tuvieron tiempo de cambiar el azadón por la espada. Los soldados, la mayor parte de ellos con la cabeza desnuda, combatían dondequiera que se encontraban, pero sin orden, sin plan y sin mando que los guiara. Ante este ataque repentino, en aquel terreno cortado por setos, los diversos cuerpos no tenían unión ni apoyo. En lugar de una batalla, se libran una multitud de combates aislados. Labieno venció con el ala izquierda a los atrebates, y los persiguió hasta pasar el río. En el centro fueron también rechazados los viromanduos, pendiente abajo. Pero el ala derecha, que mandaba César en persona, fue atacada por fuerzas superiores de los nervianos, que arrollaron fácilmente a los romanos. Transportada por su triunfo la división del centro, les dejó libre su puesto, y así los galos penetraron en el campamento medio construido. Aglomeradas en una masa confusa, atacadas de frente y por los flancos, privadas ya de sus más bravos soldados y de sus mejores oficiales, las dos legiones del procónsul corrieron riesgo de ser divididas y hechas pedazos. Los hombres del séquito y los aliados galos ven que emprenden la huida por todos lados; cuerpos enteros de caballería celta, el de los treverinos, por ejemplo, se salvan a rienda suelta y abandonan el campo de batalla para esparcir la nueva, agradable para ellos, de la derrota del procónsul. El momento era crítico. Fue entonces cuando César cogió un escudo y se colocó en la primera línea de combate: su ejemplo y su voz todavía omnipotente estimulan y animan a los más vacilantes, que hacen frente al enemigo. Las dos legiones, ayudándose mutuamente, no tardaron en abrirse paso y reunirse; por último, llegaron socorros tanto de la meseta superior, por donde apareció la retaguardia romana que marchaba con los bagajes, como del otro lado del río. Desde allí, Labieno, que había llegado hasta el campamento de los belgas y se había apoderado de él, había visto al fin el peligro en que se hallaba el ala derecha y enviado inmediatamente la décima legión en auxilio de su general. La fortuna cambió por completo: separados de los suyos y atacados por todas partes a la vez, los nervianos lucharon con la misma bravura que en los momentos en que se creían vencedores: de pie sobre los amontonados cadáveres de sus compañeros, se dejaron acuchillar hasta el último. Según ellos, de seiscientos que eran sus senadores, solo tres sobrevivieron.

SUMISIÓN DE LOS BELGAS

Al día siguiente de este desastre, reconocieron la supremacía de Roma los nervianos, los atrebates y los viromanduos. Sin embargo, los aduatucos, que se habían puesto en marcha demasiado tarde para tomar parte en la batalla del Sambra, se concentraron en su plaza más fuerte (en la colina de Faliza, a orillas del Mosa, no lejos de Huy); finalmente no pudieron sostenerse y se sometieron. Pero, en la noche que siguió a la capitulación, se arrojaron por sorpresa sobre el campamento romano y fueron rechazados: su perfidia atrajo sobre ellos los más terribles rigores. Toda su clientela, compuesta por los eburones de entre el Rin y el Mosa, y otros pequeños pueblos, fue inmediatamente sometida: en cuanto a ellos, fueron reducidos todos a la esclavitud y vendidos a pública subasta en beneficio del Tesoro. Le tocó a este último resto de los cimbrios la misma suerte que habían tenido anteriormente los mismos cimbrios. Respecto de las tribus que se sometían, César se contentó con imponerles un desarme general y la entrega de rehenes. En adelante se concedió a los remes la hegemonía en Bélgica, así como habían obtenido los eduos la de la Galia central. Pero en esta, por odio a los mismos eduos, muchas tribus se colocaron bajo la clientela de los remes. Solo algunos cantones marítimos lejanos, los de los morinos (Artois), los de los menapianos (Flandes y Brabante), y los países entre el Escalda y el Rin, poblados en gran parte por germanos, permanecían intactos ante la invasión romana y en posesión de la libertad heredada de los antepasados.

EXPEDICIONES CONTRA LAS TRIBUS DE LAS COSTAS.
GUERRA VÉNETA. BATALLA NAVAL

Llegaba el turno a las tribus de los armoricos. Ya en el otoño del año 697, Publio Craso había sido enviado hacia esta parte al frente de una división. Consiguió primeramente la sumisión de los vénetos, quienes, al ser dueños de los puertos del Morbihan y poseer una escuadra numerosa, ocupaban el primer rango entre todos los galos desde la perspectiva comercial y marítima, y sobre todo entre los pueblos de la costa entre el Sena y el Loira. Entregaron rehenes, pero se arrepintieron muy pronto, y durante el invierno (del 697 al 698) retuvieron a su vez prisioneros a los oficiales romanos enviados allí para recoger los víveres prometidos. Todos los armoricos siguieron su ejemplo, así como también todos los belgas de las costas que aún permanecían libres. En ciertas tribus de Normandía, cuando los hombres del gran consejo opinaron contra la insurrección, la multitud furiosa los asesinó y tomó parte con doble ardor en aquel movimiento nacional. Toda la costa, desde las bocas del Loira hasta las del Rin, se declaró en abierta insurrección contra Roma. Los patriotas más atrevidos acudían de todas partes para cooperar en la gran obra de la independencia; por lo demás, ya se contaba con una nueva insurrección de la liga de los belgas, con el auxilio de los bretones insulares y el concurso de los germanos del otro lado del Rin.

César envió hacia este río a Labieno con el encargo de tener a raya a los belgas, que estaban en completa fermentación, y de cerrar, si es que era necesario, el paso del río a los germanos. Otro de sus lugartenientes, Quinto Tiberio Sabino, fue con tres legiones a Normandía, donde se concentraban los insurrectos. Pero el núcleo de la insurrección estaba entre los vénetos, poderosos e inteligentes entre todos. Contra ellos se dirigió, pues, el ataque principal, tanto por mar como por tierra. Se reunió la escuadra de César: en ella se veían todas las embarcaciones de las tribus que habían permanecido sometidas, pero también las numerosas galeras romanas construidas a toda prisa en el Loira, y provistas de remeros procedentes de la Narbonense. La conducía el lugarteniente Décimo Bruto. César en persona entró en el país de los vénetos con el grueso de su infantería; estos se habían preparado para recibirlo, aprovechando con habilidad y decisión los recursos defensivos que proporciona la naturaleza del terreno de Bretaña y la posesión de una gran marina. El país es quebrado y pobre en cereales; casi todas sus ciudades, construidas en lo alto de rocas o promontorios, solo se comunican con la tierra firme por estrechas gargantas y largos desfiladeros. El aprovisionamiento del ejército invasor y las operaciones del ataque eran en extremo difíciles; mientras que los galos, por el contrario, llevaban en sus buques lo necesario para sus ciudadelas y, en un apuro, los ayudaban a evacuarlos con rapidez. Con frecuencia las legiones empleaban el tiempo en los sitios de algunas plazas vénetas; y, cuando vencían, veían desaparecer los frutos de la victoria arrebatados por las naves del enemigo. Finalmente apareció la escuadra romana, que había estado detenida largo tiempo por la tempestad en la desembocadura del Loira. En cuanto supo de su llegada a las costas bretonas, César quiso que diese inmediatamente la batalla de la que iba a depender el éxito de aquella campaña. Confiados en su superioridad por mar, los celtas se lanzaron inmediatamente al encuentro de las naves de Bruto. Contaban con doscientos veinte buques de guerra, muchos más de los que habían podido reunir los romanos. Además, estos buques, con sus altos bordos, su fondo llano y sólido, y sus velas, navegaban y sostenían mejor las grandes olas del Atlántico que las galeras romanas, que eran sencillas, bajas y de quilla aguda. Ni las balistas ni los puentes de garfios podían ser arrojados sobre el combés de los vénetos, y las proas armadas de espolones de hierro eran impotentes contra la sólida borda de sus buques. Para salir del paso, los romanos habían preparado dos especies de hoces puntiagudas y cortantes colocadas en palos largos, con las cuales cortaban las cuerdas que unían las vergas a los mástiles. Al caer las vergas y las velas, el enemigo necesitaba mucho tiempo para reparar la avería, y en este intervalo el buque, privado de su velamen, no era más que un casco inerte. Si muchos romanos lo atacaban a la vez, se apoderaban fácilmente de él al abordaje. Cuando los galos vieron el efecto de esta operación, quisieron abandonar la costa, donde habían aceptado la batalla, y ganar alta mar, adonde las galeras no se atreverían a seguirlos. Pero para colmo de desgracia sobrevino una gran calma. La inmensa escuadra reunida por el esfuerzo de todas las tribus marítimas estaba completamente perdida. Los romanos la destruyeron casi toda. Los marinos de la República, obligados por la necesidad, lo mismo que dos siglos antes en Mila, inventaron un arma nueva con la que, a pesar de las más desfavorables condiciones, habían sabido conquistar la victoria en este combate, el más antiguo que menciona la historia de cuantos fueron librados en el océano Atlántico.

SUMISIÓN DE LAS TRIBUS MARÍTIMAS

Esta victoria tuvo como consecuencia inmediata la sumisión de los vénetos y toda la Bretaña armoricana. Después de tantas muestras de indulgencia con los vencidos, César juzgó que era útil un castigo ejemplar. Queriendo aterrar a los rebeldes e impedir en lo sucesivo todas estas tenaces resistencias, más que castigar la violación del derecho de gentes y el arresto de sus oficiales, hizo pasar por las armas a todo el gran consejo de los vénetos y vender como esclavos a los ciudadanos. Por su inteligencia, su patriotismo y su triste destino, este pueblo ha merecido los recuerdos y la simpatía de la historia más que ningún otro entre los galos.

Durante esta guerra naval, Sabino, enviado contra los pueblos levantados en armas en las orillas del canal (vénelos, aulercos, eburovicos, etc.), empleaba la táctica que el año anterior había asegurado a César la victoria en la campaña contra los belgas en las orillas del Aisne. Manteniéndose a la defensiva, hasta que la impaciencia y la escasez disminuyesen las filas del enemigo, supo engañarlo acerca del número y la moral de sus soldados. Pero cierto día ya no pudo contenerse, y se arrojaron locamente contra los muros del campamento romano, donde se dejaron hacer pedazos. Sus milicias se dispersaron y se sometió todo el país hasta el Sena.

EXPEDICIONES CONTRA LOS MORINOS Y LOS MENAPIANOS

Quedaban al norte los morinos y los menapianos, que se obstinaban en no reconocer la dominación de Roma. Para obligarlos a ello apareció César en sus fronteras, pero, advertidos por los desastres de sus vecinos, no quisieron librar batalla a la entrada del país, y se internaron en los bosques, que en esta época se extendían casi sin interrupción desde los Ardenas hasta las playas del mar del Norte. Los romanos se abrieron camino con el hacha en la mano, hacinando a derecha e izquierda los árboles cortados; hicieron de ellos una especie de baluarte contra las agresiones del enemigo. Por audaz que fuese, César juzgó conveniente retroceder después de algunos días de penosas marchas. Se aproximaba también el invierno. No había dominado más que a una pequeña parte de los morinos; pero respecto de los menapianos, que eran más fuertes, ni siquiera habían tocado su territorio. El año siguiente (699), mientras el procónsul peleaba en Bretaña, envió contra ellos el grueso de su ejército. Esta expedición tampoco tuvo resultados directos y decisivos. De cualquier modo, las legiones habían conseguido la sumisión de casi toda la Galia. En realidad en el centro se habían sometido sin romper una lanza; en la campaña del año 697, César había vencido a los belgas; en la del 698, había reducido con las armas a todos los pueblos situados en las costas. Por brillantes que hubieran sido en el principio de la guerra, las esperanzas de los patriotas habían decaído por todas partes. Ni los germanos ni los bretones habían venido en su auxilio, y había bastado la presencia de Labieno en Bélgica para ahogar todo pensamiento de renovar la lucha.

COMUNICACIONES CON ITALIA POR EL VALAIS, Y CON ESPAÑA POR LA AQUITANIA

Aun cuando modelaba con la espada en la Galia occidental un nuevo territorio romano compacto, César no había descuidado los países recientemente conquistados y destinados a llenar el vacío entre Italia y España. En este sentido, quiso asegurar las comunicaciones tanto con su madre patria como con la península ibérica. Ya en el año 677 Pompeyo había unido la región transalpina con Italia mediante la construcción de la calzada del Mont-Genevre (pág. 34); pero en la actualidad, que las Galias estaban sujetas, se necesitaba otro camino que, partiendo del Po, pasase los Alpes, no por el oeste de la cordillera, sino por el norte, y que condujera por el camino más corto desde la región cisalpina hasta la Galia central. Los mercaderes de esta época frecuentaban el paso Gran San Bernardo, que a través del Valais conduce al lago Leman. Para hacerse dueño de aquel, César había hecho ocupar durante el otoño del año 696 Octodurum (Martigny), por parte de Servio Galba. Los habitantes del Valais (nantuatas y veragros) no se sometieron; pero, como puede suponerse, no les sirvió de nada su resistencia, y toda su bravura no pudo hacer más que retrasar un momento su derrota[15]. Por último, para establecer su línea de comunicaciones con España, César envió al año siguiente (698) a la Aquitania a Publio Craso, con la misión de reducir a la obediencia a las tribus ibéricas que la habitaban, misión que no carecía de dificultades. Los iberos coaligados se resistieron más que los celtas y aprovecharon mejor que estos el ejemplo y las enseñanzas de los romanos. Los transpirenaicos, y sobre todo los valerosos cántabros, enviaron sus contingentes a sus compatriotas. Además, les mandaron oficiales experimentados que se habían educado en la escuela de Sertorio, que reunieron a las milicias aquitanas, considerables por su número y su valor, y les enseñaron los principios de la táctica romana y el arte de construir los campamentos. Sin embargo, el lugarteniente de César, que era a su vez un excelente capitán, pudo triunfar sobre todas estas dificultades: necesitó muchos y muy reñidos combates, pero consiguió en todos ellos la victoria. En consecuencia, todos los pueblos entre el Garona y los Pirineos sufrieron el yugo de los nuevos señores.

NUEVAS INCURSIONES GERMÁNICAS SOBRE EL RIN.
CÉSAR EN LA ORILLA DERECHA DE ESTE RÍO

Parecía que se había terminado la conquista de la Galia, y que, con pocas excepciones, César había conseguido el fin que se había propuesto, hasta donde es posible conseguirlo con la fuerza de las armas. Sin embargo, aún quedaba otra parte de la tarea emprendida. Era de suma necesidad dominar a los germanos, y que reconociesen y respetasen en todas partes la línea fronteriza del Rin. Durante el invierno del año 698 al 699, pasaron de nuevo el río por su curso inferior, a donde todavía no habían penetrado las armas romanas. Con una retirada falsa las tribus de los usípetas y de los téncteros (de cuyas tentativas de emigración al territorio menapiano hemos hecho mención anteriormente) habían burlado la vigilancia de sus enemigos, y habían pasado a la orilla izquierda en las canoas de estos últimos. Según se dice, su gran caravana se elevaba a cuatrocientas treinta mil personas, incluyendo en este número a las mujeres y los niños. Habían acampado en las llanuras de Nimega y Cleves, y amenazaban con penetrar más adelante, llamados y auxiliados por los patriotas galos. Daba mayor verosimilitud a estos rumores el hecho de que sus escuadrones talaban toda la campiña hasta el territorio de los treverinos. César se puso en marcha con sus legiones, pero cuando llegó frente a ellos, lejos de mostrarse deseosos de empeñar una batalla con los fatigados legionarios, los recién venidos pidieron tierras que cultivarían bajo el dominio de la República. Durante las negociaciones surgió en el ánimo de César la sospecha de que los germanos solo querían ganar tiempo para dar lugar a la vuelta de sus escuadrones, que estaban merodeando. Se ignora si esta sospecha era fundada o no; lo cierto es que, a pesar de la tregua que reinaba de hecho, un día vino una banda de enemigos a chocar con la vanguardia romana. Esta experimentó algunas pérdidas, y César, irritado, se creyó dispensado de la observancia de las prescripciones del derecho de gentes. Así, cuando a la mañana siguiente llegaron a su campamento los príncipes y ancianos de las tribus pidiendo que perdonase aquel arrebato impremeditado, fueron inmediatamente arrestados, y el ejército romano se arrojó sobre aquellas masas sin jefes y desordenadas. Aquello, en vez de un combate, fue una carnicería: los que no sucumbieron al filo de la espada perecieron ahogados en el Rin. Solo se libraron los destacamentos que aún estaban lejos, que pudieron atravesar el río. Los recogieron los sicambros y les dieron un campamento de asilo, según se cree, no lejos de las orillas del Lipa, en su propio territorio. En esta ocasión, César incurrió en una justa y severa censura del Senado[16]. Por injustificado que fuese, el hecho es que aterrorizó a los germanos, quienes permanecieron tranquilos algún tiempo. Sin embargo, no se detuvo aquí el procónsul, sino que estimó conveniente pasar el Rin al frente de sus legiones. Hasta entre los germanos pudo reanudar algunas inteligencias. En su estado de civilización rudimentaria carecían de todo espíritu de unión y de nacionalidad, y no cedían en nada a los galos en lo que respecta a su aislamiento político, por más que fuese otra la causa. Los ubienos (sobre el Sieg y el Lahn), que eran entre ellos el pueblo más avanzado, habían sido vencidos pocos años antes por una poderosa tribu sueva del interior que los había obligado a pagarle tributo. Ya en el año 697 habían pedido a César que viniese a libertarlos. El procónsul no pensó seriamente ni un momento en emprender semejante tarea, pues esto equivalía a empeñarse en una interminable serie de aventuras, pero juzgó útil, para quitar a los germanos el deseo de volver a aparecer a este lado del Rin, mostrar por lo menos las águilas romanas en la orilla oriental. Para eso tomó el pretexto de que los sicambros habían prestado auxilio a los fugitivos de los usípetas y los téncteros. Echó sobre el río un puente apoyado sobre pilotes entre Audernado y Coblenza, según se cree, y las legiones pasaron desde el país de los treverinos al de los ubienos. Muchas pequeñas tribus fueron sometidas, pero los sicambros, que eran el principal objetivo de la expedición, se retiraron al presentarse el ejército romano y penetraron en el interior con toda su clientela. La gran tribu sueva que oprimía a los ubienos, la que según todas las apariencias tomó después el nombre de chattos o cattos, no vaciló en seguir el ejemplo de los sicambros: evacuó la región inmediata al territorio ubieno y colocó en lugar seguro a la población inválida, mientras que se daban cita para el interior todos los hombres capaces de tomar las armas. César no tenía motivo ni deseo de recoger el guante; al pasar el río, no se había propuesto más que imponerse a los germanos, si era posible, y sobre todo a los galos y a los celtogermanos. Conseguido su objeto, se volvió a los dieciocho días luego de romper tras de sí su puente.

EXPEDICIÓN A LA ISLA DE BRETAÑA

En seguida César dirigió sus miradas a los celtas insulares. Como estos tenían estrechas relaciones con sus hermanos del continente, sobre todo con los galos de la costa, se comprende que tuviesen por lo menos simpatías por la causa de la independencia nacional. Aunque no habían prestado a los patriotas un auxilio armado, habían dado en su isla, protegida por las olas, un honroso asilo a todo el que huía de una patria donde no había seguridad. Esto era un peligro para los bretones, si es que no presente, por lo menos futuro. Aun suponiendo que no quisiese conquistar su isla, la República estaba obligada a llevar hasta allí su ofensiva, en vez de defenderse en la Galia. Debía verificar un desembarco en sus costas y mostrar a los insulares que el brazo de Roma alcanzaba también el otro lado del canal. Ya Publio Craso, el primer capitán romano que pisó el suelo de la Gran Bretaña, había ido desde las orillas del estrecho hasta las «islas del estaño», las Casitérides, islas Scilly, en el año 697. Pero, durante el estío del año 699, César pasó en persona el canal con dos legiones por el punto en que es más estrecho[17]. Al ver la playa cubierta de masas enemigas, hizo rumbo hacia otro punto; pero los carros de guerra de los bretones corrían tanto por tierra como las galeras romanas bogaban por mar. Aun cuando los legionarios estaban protegidos por sus buques desde los cuales las máquinas de arrojar y los venablos limpiaban la costa, no pudieron arribar sino después de mil trabajos, ya marchando por mar a la vista de los bretones, ya conducidos a tierra en canoas. Con el impulso del primer terror se habían sometido los lugares y aldeas vecinas. Pero los insulares conocieron muy pronto la debilidad del invasor y la imposibilidad en que se hallaba de alejarse mucho de la costa. Se internaron en la isla y no volvieron sino para amenazar el campamento. La escuadra, que estaba anclada en una rada abierta, sufrió graves averías en la primera marejada que se presentó. Se tuvieron por muy felices con poder contener a los bárbaros mientras reparaban los buques de la mejor manera posible, y se volvieron a las costas de la Galia antes de que llegase la mala estación.

CASIVELAUM

César quedó tan poco satisfecho del resultado de este reconocimiento, emprendido ligeramente y sin bastantes medios, que en el invierno siguiente reunió una nueva escuadra de transporte que contaba con ochocientas velas. Al comenzar la primavera del año 700 se reembarcó con cinco legiones y dos mil caballos, y dirigió su rumbo hacia la costa de Kent. Ante esta poderosa armada, las hordas bretonas, reunidas como el año anterior, no se atrevieron a arriesgar un combate. César se dirigió inmediatamente al interior, y, después de algunas escaramuzas afortunadas, pasó el Estour. Pero al llegar aquí tuvo que detenerse, pues su flota, azotada por las tormentas del canal en aquellos parajes abiertos, estaba medio destruida. Se perdió un tiempo precioso en sacar las embarcaciones a la playa, a fin de proveer a las reparaciones consiguientes; en tanto que los celtas supieron aprovechar esos días. Entre estos, la defensa era dirigida por un príncipe bravo y prudente, Casivelaum, que reinaba sobre los Midleses y países inmediatos, y que era el terror de las tribus del sur del Támesis, aunque hoy era salvador y campeón nacional. Había comprendido al momento que la infantería celta no podía nada contra la de los romanos; y que la multitud informe de las milicias de la isla, tan difícil de alimentar como poco gobernable, no era más que un estorbo para la próxima lucha. La licenció y no conservó más que los carros en número de cuatro mil y los hombres necesarios para dirigirlos. En caso necesario, estos saltaban a tierra y combatían a pie, haciendo así un doble servicio, como los soldados ciudadanos de la antigua Roma. Cuando César pudo emprender de nuevo la marcha, no encontró ningún obstáculo; pero los carros iban siempre delante de las legiones o por los flancos talando la campiña, cosa fácil en un país donde no había ciudades; pero además impedían que se separase ningún destacamento e interceptaban todas las comunicaciones. Según parece, los romanos pasaron el Támesis entre Kingston y Brentford, pero no pasaron mucho más adelante. No había ninguna victoria para su general ni botín alguno para el soldado, y el único resultado obtenido fue la sumisión de los trinobantes (Essex), debida menos al temor inspirado por las armas romanas, que al odio profundo de aquel pueblo hacia Casivelaum. A cada paso que se daba aumentaba el peligro. Por orden del general bretón, los jefes del país de Kent fueron a atacar el campamento naval, y, aunque su asalto fue rechazado, para los romanos fue la señal de la retirada. Estos acababan de apoderarse de un lugar fortificado en los bosques, donde hallaron ganado en abundancia. Ese fue el único botín de esta expedición sin objeto, y lo que sirvió de honroso pretexto para volverse. Casivelaum era muy prudente como para poner en duro trance a su peligroso enemigo: por exigencia de César prometió no molestar más a los trinobantes, pagar un tributo y entregar rehenes. Sobre la entrega de las armas no hubo siquiera un solo cuestionamiento, y mucho menos surgió en los romanos la idea de dejar guarnición en la isla; incluso la promesa de pagar un tributo en el porvenir no había sido hecha ni aceptada seriamente. César llevó consigo los rehenes a su campamento naval, y después se volvió a las Galias. Si es cierto, como parece, que llevaba intención de conquistar la isla, sus designios fracasaron ante la prudente defensiva de Casivelaum, o bien por la mala calidad de sus naves de remos, absolutamente impropias para la navegación en las aguas del mar del Norte. Respecto del tributo estipulado, jamás llegó a hacerse efectivo; pero César había querido además otra cosa. Al quitarle a los insulares la presuntuosa ilusión de su seguridad, mostrándoles a cuántos peligros se exponían al recibir en Bretaña a los tránsfugas del continente, había calculado bien; pues no volveremos a ver que los bretones den motivo a semejantes reproches.

CONSPIRACIÓN PATRIÓTICA EN LAS GALIAS

Una vez rechazada la invasión germánica y sometidos los celtas continentales, parecía que todo había concluido en las Galias. Pero es casi siempre cosa más fácil vencer a una nación, que mantenerla en la obediencia una vez vencida. Al día siguiente de la conquista, y una vez que el vencedor se había apoderado de la hegemonía, se desvanecieron las rivalidades que habían sido la verdadera causa de la ruina de los galos, antes que el peso de las armas romanas. Callaron los intereses aislados, y, bajo la opresión común, la nación volvió sobre sí misma; ahora que ya era demasiado tarde se comprendía el precio infinito de aquellos bienes tan alegremente jugados y perdidos cuando se los poseía: la libertad y el sentimiento de la patria, y se los deseaba con ardor indecible. Pero ¿acaso era ya demasiado tarde? Este pueblo solo confesaba su derrota con el rubor en la frente. Se contaban por lo menos un millón de hombres en estado de llevar las armas: aun si se descartaran de su antigua gloria guerrera, ¿podrían sufrir el yugo impuesto escasamente por unos cincuenta mil romanos? La liga de la Galia central estaba abatida sin haber siquiera desenvainado la espada; y la de los belgas, dominada sin haber hecho otra cosa que pensar en la lucha. Por otra parte, la caída heroica de los nervianos y de los vénetos, la hábil y afortunada defensa de los morinos, la sabia resistencia de los bretones de Casivelaum; todas las faltas y todos los actos de valor, todas las derrotas y todos los triunfos obtenidos eran otros tantos aguijones para el alma de los patriotas, que aspiraban todavía a probar fortuna, unidos todos, y con la fuerza que da la unión. La nobleza, sobre todo, se agitaba rugiendo de cólera, y parecía que a cada momento iba a estallar la insurrección general.

LA INSURRECCIÓN

Ya en su segunda expedición a la isla de Bretaña, en la primavera del año 700, César había tenido que ir en persona al país de los treverinos, pues después de la batalla del Sambra contra los nervianos, en la cual ellos se habían comprometido tanto, no habían vuelto a aparecer en las asambleas generales, y además conservaban con los germanos del otro lado del Rin relaciones más que sospechosas. En tal coyuntura, César se había contentado con llevar consigo a Bretaña a los jefes principales de los patriotas, a Indutionar entre otros, para alistarlos entre los caballeros treverinos auxiliares. Hizo todo lo posible por no ver la conspiración que se tramaba, aun cuando, bien vista la cosa, las medidas de rigor hubieran precipitado la explosión. Pero el eduo Dumnorix, que al parecer seguía también al ejército en calidad de oficial de caballería, pero que en realidad iba como rehén, se negó a embarcarse y, montando a caballo, tomó el camino hacia el interior. César se vio obligado a ordenar que persiguieran al desertor. Los escuadrones destacados en su persecución lo alcanzaron al fin, y, como hiciese armas contra ellos, tuvieron que matarlo (año 700). La muerte sangrienta del más ilustre y poderoso caballero de los cantones galos, de una tribu que permanecía casi independiente por privilegio, retumbó como el trueno por todo el país en las filas de la nobleza. Todo el que pensaba como él, y era la inmensa mayoría, veía en esta catástrofe la imagen de la suerte que lo esperaba. El patriotismo y la desesperación habían impelido a la conspiración a los jefes de la nobleza; el temor y la necesidad de defender su vida hicieron que estallase la conjuración. Durante el invierno del año 700 al 701, todo el ejército romano, o sea seis legiones, a excepción de una legión destacada en la Bretaña armoricana y de otra acantonada entre los Carnutos, había establecido sus cuarteles de invierno entre los belgas. La escasez de víveres había obligado a César a separar los diversos cuerpos más que de costumbre: se habían establecido en seis campamentos en el país de los bellovacos, ambianos, morinos, nervianos, remes y eburones. Entre estos últimos, los cuarteles establecidos más al este estaban situados no lejos de la futura ciudad de Aduatuca (Tongres). Era la guarnición más fuerte, pues constaba de una legión mandada por uno de los mejores lugartenientes de César, por Quinto Titurio Sabino. Y con ella un cierto número de destacamentos que formaban una media legión a las órdenes del valiente Lucio Arunculeyo Cotta. Un día el campamento se vio de repente atacado por los eburones, guiados por los reyes Ambiorix y Catuvolc. El ataque fue tan inesperado que no hubo tiempo de llamar a los soldados enviados fuera del campamento, y fueron hechos prisioneros por el enemigo. Por lo demás, el peligro no era grande ni inminente: tenían bastantes víveres, y el asalto que intentaban los eburones se estrellaba ante las trincheras del campamento. Pero he aquí que Ambiorix hizo saber a los lugartenientes de César[18] «que en aquel mismo día habían sido asaltados por los galos todos los campamentos de los romanos, y que las legiones estaban infaliblemente perdidas, a no ser que, abandonando sus puestos separados, consiguiesen reunirse. Que Sabino debía apresurarse tanto más cuanto que los germanos habían pasado el Rin y avanzaban a marchas forzadas, y, por último, que él, Ambiorix, el amigo de los romanos, les prometía libre y segura retirada hasta el campamento inmediato, que distaba solo dos jornadas». Parecía que había algo verdadero en este discurso: ¿cómo creer en un ataque aislado por parte de los eburones, pueblo insignificante y que la víspera había sido objeto de los favores de César. ¿No era cierto que las legiones estaban esparcidas, y que, en caso de un ataque, las ponía en grave peligro la dificultad de reunirse? Aisladas unas de otras, ¿no estaban expuestas a perecer bajo los golpes del innumerable ejército de los insurrectos?

Pero la prudencia y el honor ordenaban indudablemente rechazar una capitulación vergonzosa, y mantenerse firmes y fieles en su puesto. En el consejo celebrado entre los oficiales se levantaron muchas voces en este sentido, particularmente la voz influyente de Arunculeyo Cotta. Sabino, sin embargo, resolvió aceptar las condiciones ofrecidas. Al día siguiente, por la mañana, los romanos evacuaron su campamento. Aún no habían caminado una legua cuando se vieron rodeados por los eburones en el fondo de un estrecho valle: les estaba cerrada toda salida. Intentaron abrirse paso con las armas en la mano; pero los bárbaros rehusaban el combate cuerpo a cuerpo, y desde lo alto de sus inexpugnables posiciones arrojaban una horrible granizada de dardos sobre los legionarios confusamente aglomerados. Entre tanto Sabino, que ha perdido la cabeza, va a buscar al lado del traidor auxilio contra la traición, y solicita una entrevista que Ambiorix le concede inmediatamente. Sin embargo, apenas Sabino llegó a su presencia, lo desarmaron a él y a todos sus oficiales, y lo asesinaron en seguida. Muerto este, los eburones se arrojaron por todos lados sobre los romanos fatigados y desanimados por completo. Sus filas se rompieron; la mayor parte pereció en este último ataque, y con ellos Cotta, que estaba ya gravemente herido. Un corto número de legionarios, que consiguieron huir y volver a entrar en el campamento abandonado, se mataron unos a otros durante la noche. La división de Sabino había sido completamente destruida.

QUINTO CICERÓN ES A SU VEZ ATACADO

El éxito había superado las esperanzas. La exaltación entre todos los patriotas fue irresistible, hasta el punto de que los romanos no podían contar con ningún pueblo de la Galia, a no ser con los eduos y los remes. La insurrección estalló en todas partes. Los eburones prosiguieron con su victoria, reforzados por el contingente de los aduatucos, quienes aprovecharon con júbilo la ocasión de vengarse de César y del mal que les había ocasionado. Reforzados además por los menapianos, tribu poderosa y no vencida hasta ahora, entraron en el país de los nervianos. Estos se les unieron, y toda esta masa que se elevó a la cifra de sesenta mil hombres marchó contra los acantonamientos de los romanos en el país Nerviano. A los romanos los mandaba Quinto Cicerón, y sus pocas fuerzas hacían que corriese grave riesgo. Por su parte, los sitiadores, aprovechando las lecciones recibidas, abrieron fosos, construyeron un ager, aproximaron arrietes y torres movibles como las de los legionarios, y arrojaron, sobre el campamento y sus tiendas cubiertas de paja, balas y dardos incendiarios. Cicerón no tenía más esperanza que en César, que estaba invernando con tres de sus legiones entre los amienenses, región poco distante. Pero durante algún tiempo, prueba característica de las disposiciones hostiles de los ánimos, no llegaron a conocimiento de César ni el desastre de Sabino, ni la situación crítica en que se hallaba su lugarteniente. Por último, un caballero galo, mandado desde el campamento de Cicerón, consiguió burlar la vigilancia del enemigo y llegar hasta donde se hallaba el procónsul. Apenas recibió la terrible nueva, se lanzó en junio con dos legiones incompletas, unos siete mil hombres y cuatrocientos caballos. Por insignificante que fuese este ejército, los insurrectos levantaron el sitio al saber que se acercaba el procónsul. Ya era tiempo; apenas si le quedaba a Cicerón la décima parte de sus soldados sin heridas.

CÉSAR CONTIENE Y DOMINA LA INSURRECCIÓN

Pero César, contra quien marcharon los insurrectos, los engañó acerca del número de sus soldados como ya había hecho tantas veces, y siempre con éxito: así intentaron el asalto de su campamento en las más desfavorables condiciones y fueron derrotados. Cosa extraordinaria, y que revela perfectamente el carácter nacional: un solo combate desgraciado, o mejor dicho, la sola presencia de César en el teatro de la guerra, bastó para contener la insurrección. A pesar de la brillante victoria conseguida en un principio, y de las grandes proporciones que había tomado, se suspendió vergonzosamente la lucha. Nervianos, menapianos, aduatucos y eburones, todos se marcharon cada cual por su lado. También desaparecieron las tribus marítimas después de haber amenazado atacar a la legión que invernaba en Bretaña. Los treverinos, con su jefe Indutiomar, el principal instigador de la repentina insurrección de los eburones, clientes de su poderosa tribu, habían tomado también las armas. Al saber la nueva de la victoria de Aduatuca habían penetrado en el país de los remes y marchaban contra la legión acantonada en el país, bajo las órdenes de Labieno; pero se contuvieron de la misma forma que habían hecho todos los otros. Aunque con gran pena, César decidió dilatar hasta la próxima primavera las medidas que debía tomar contra la insurrección: hubiera sido poco prudente exponer a los rigores del invierno en la Galia septentrional a sus tropas tan rudamente experimentadas. Además, no quería reaparecer en el país enemigo sino con fuerzas imponentes, aumentadas con las tres nuevas legiones con que iba a sustituir las quince cohortes aniquiladas en Aduatuca. Pero en este intervalo, o mejor dicho, durante esta tregua, la insurrección no cesó de propagarse por el corazón del país. En la Galia central tenía su asiento entre los carnutos y los senones, sus vecinos, los cuales habían arrojado al rey que César les había impuesto. En el norte, los treverinos no cesaban de llamar a todos los tránsfugas galos y a los germanos transrenanos para que tomaran parte en la próxima guerra de la independencia. En este sentido, reunieron toda su gente y se prepararon para volver a entrar al comenzar la primavera en el territorio de los remes. Por lo demás, ya que Labieno había levantado su campamento, contaban también con poder verificar su unión con los insurrectos del Loira y del Sena. Los enviados de estos tres pueblos no asistieron a la asamblea general convocada por César en la Galia central, y no tardaron en denunciar de nuevo la guerra con un repentino ataque, tal como lo había hecho pocos meses antes una parte de ellos, cuando se arrojaron sobre los campamentos de Sabino y Cicerón. El invierno tocaba a su fin. César se puso en camino con su ejército aumentado con algunos refuerzos; el empeño de los treverinos para concentrar las tropas insurrectas debía fracasar. En los países que se agitaban, todo se calmó con la aparición de los romanos, y todos los pueblos donde la insurrección había ya estallado tuvieron que luchar aislados. Los primeros ataques de César recayeron sobre los nervianos. Después llegó su turno a los carnutos y a los senones. Los mismos menapianos, que eran los únicos que aún no se habían sometido, fueron atacados por tres puntos a la vez y se vieron obligados a renunciar a esa libertad que por tanto tiempo habían defendido. La misma suerte preparaba en aquel momento Labieno a los treverinos. El primer esfuerzo de estos durante el invierno no había dado ningún resultado, pues, por una parte, los germanos establecidos en las inmediaciones se habían negado a mandarles soldados auxiliares, y, por otra, en una escaramuza con la caballería de Labieno había muerto Indutiomar, que era el alma del movimiento. A pesar de sus pérdidas, continuaron las hostilidades y poco después se presentaron con todo su ejército. Además esperaban un refuerzo de los germanos. Sus reclutadores habían hallado ahora en los belicosos pueblos del interior, y particularmente entre los cattos, mejor acogida que entre los ribereños del Rin. Labieno amagó entonces batirse en una retirada precipitada, y los treverinos se arrojaron inmediatamente sobre los romanos sin esperar la llegada de sus auxiliares, y a pesar de la desventaja de los lugares. Sin embargo, fueron completamente derrotados. Cuando llegaron los germanos, no tuvieron más remedio que volverse. Los treverinos se sometieron de buena o mala gana, y la facción romana que tenía por jefe a Cingetorix, yerno de Indutiomar, se puso al frente de los negocios públicos. Después de los triunfos de César sobre los menapianos y de los de Labieno sobre los treverinos, todo el ejército romano se concentró en el país de estos últimos. Todavía era necesario quitar a los germanos las ganas de volver, y, si era posible, dar una ruda lección a estos vecinos incómodos. César pasó por segunda vez el Rin. Sin embargo, los cattos, fieles a una táctica cuya excelencia conocían, se internaron lejos de la frontera en regiones desconocidas (por la parte de Harz, según parece), donde se propusieron defenderse. César volvió sobre sus pasos y se contentó con establecer en el río una fuerte guarnición, que dominara los vados.

CÉSAR TOMA VENGANZA DE LOS EBURONES

A todos los pueblos cómplices de la insurrección les iba llegando su turno: les faltaba a los eburones, principales autores del crimen. César no los había echado en olvido. Desde el día en que supo del desastre de Aduatuca, se había vestido de luto y jurado no quitárselo hasta haber vengado la muerte de sus soldados pérfidamente asesinados, haciendo al enemigo una guerra leal. Los eburones se mantenían en sus chozas, paralizados e indecisos, en tanto asistían a la sumisión de todas las tribus una después de la otra. De repente, sin embargo, la caballería romana abandonó el país de los treverinos, y, atravesando los Ardenas, llegó a su territorio. Ellos no esperaban tan pronto su ataque, hasta el punto de que faltó poco para que cogieran a Ambiorix en su propia casa: los suyos se sacrificaron y él pudo ganar con mucho trabajo la selva vecina. Inmediatamente después de la caballería, invadieron el país diez legiones e incitaron a los pueblos circunvecinos a arrojarse con ellos sobre los eburones, colocados fuera de la ley, y a tomar parte en el saqueo. Muchos acudieron al llamamiento; y hasta se vio llegar del otro lado del Rin a una banda de atrevidos sicambros, para quienes todos, galos o romanos, eran una misma cosa. Un golpe de mano temerario los hizo dueños del campamento de Aduatuca casi por sorpresa. El castigo de los eburones fue terrible. Dondequiera que se ocultasen, en los bosques o en las marismas, encontraban que en todas partes los cazadores eran más numerosos que la caza. Muchos se suicidaron siguiendo el ejemplo del viejo Catuvolc, y muy pocos se libraron de la espada del enemigo o del sello de la esclavitud. Pero Ambiorix, a quien César perseguía principalmente, no cayó en sus manos y pasó el Rin, acompañado de cuatro caballeros. Después de la ejecución de los eburones, que eran los más culpables, César procedió también con los hombres de otras tribus comprometidos en la causa de la independencia nacional.

Había pasado el tiempo de la indulgencia. En virtud de la sentencia dictada por el procónsul de Roma, los lictores decapitaron a Accon, uno de los principales caballeros carnutos (año 701): las varas y el hacha estaban a la orden del día. Así fue que cesó toda oposición y reinó la tranquilidad en todas partes. Siguiendo su costumbre, César pasó los Alpes al terminar el año: los asuntos se embrollaban cada vez más en Roma y quería observarlos más de cerca.

SEGUNDA INSURRECCIÓN. LOS CARNUTOS.
LOS ARVERNOS. VERCINGETORIX

Se engañaba, sin embargo, en sus hábiles cálculos. No estaba extinguido el fuego, sino oculto bajo las cenizas. Cuando rodó la cabeza de Accon, toda la nobleza de las Galias sintió el golpe, y se abrieron perspectivas más favorables para las conspiraciones. Durante el invierno precedente, la insurrección había sucumbido solo porque había aparecido en el teatro de la guerra el mismo procónsul en persona. En la actualidad se hallaba lejos; y la guerra civil, que era inminente en Italia, lo retenía en la región cispadana. Concentrado en el alto Sena el ejército de las Galias, y separado de su temible jefe, si la insurrección estallaba en la Galia central, las legiones se hallarían inmediatamente envueltas y la inundación se extendería a la provincia romana casi desguarnecida. Todo esto ocurriría antes de que César apareciera en la región transalpina, aun suponiendo que las complicaciones de los asuntos de Italia no le impidiesen volver su vista hacia las Galias. En estas circunstancias, de todas las tribus del centro llegaban en tropel los conjurados: los carnutos, heridos en primer término por el suplicio de Accon, se ofrecieron a marchar a vanguardia. En el día fijado (en el invierno del 701 al 702), sus jefes Gutruat y Conconetodum dieron la señal de la insurrección en Genabum (Orleans); los romanos que allí se encontraban fueron muertos. En toda la extensa tierra de los celtas se notaba una efervescencia inmensa; por todas partes se agitaban los patriotas. Pero la sacudida fue irresistible cuando los arvernos se levantaron también en armas. Este pueblo había sido el principal de la Galia meridional bajo la dirección de sus reyes, y todavía era rico, civilizado y poderoso entre todos. Además, a partir de la guerra desgraciada de Bituito contra Roma y de la revolución que derribó la monarquía, este pueblo y sus gobernantes habían dado siempre a la República pruebas de una imperturbable fidelidad. En el gran consejo estaba en minoría la facción de los patriotas; en vano intentaron arrastrar a su Senado a que hiciese causa común con la insurrección. Entonces se volvieron contra el Senado mismo y contra la constitución. Esta constitución reformada había sido colocada en lugar del rey al día siguiente de dos victorias de los romanos, y probablemente por su influencia. El jefe de estos patriotas, Vercingetorix (jefe de cien jefes), era uno de esos nobles que se encontraban con frecuencia entre los celtas, casi con los mismos honores de los reyes en la tribu y fuera de ella, rico, bravo y prudente. De repente abandonó la capital arverna, sublevó a los campesinos tan hostiles a los oligarcas impuestos al país como a los mismos romanos, y los excitó a la restauración de la antigua monarquía y a la guerra contra Roma. Las masas acudieron a restablecer el trono de Luern y de Bituito; y restablecerlo era levantar al mismo tiempo la bandera de la guerra de la independencia. Hasta entonces les había faltado unidad a los esfuerzos de la nación que, aun queriendo sacudirse el yugo extranjero, se había estrellado contra fuerzas mayores. Esta unidad la daba al fin el nuevo rey que salía de en medio de los arvernos. Entre los celtas continentales iba a desempeñar el papel de Casivelaum entre los celtas insulares; las masas entusiasmadas sentían que solo a este hombre era dado salvar la Galia.

PROPAGACIÓN DE LA INSURRECCIÓN. APARICIÓN DE CÉSAR PLAN MILITAR DE LOS INSURRECTOS

La tarea de la insurrección corrió rápidamente desde las bocas del Garona hasta las del Sena, y todos los pueblos aceptaron a Vercingetorix como jefe supremo. Algunas asambleas de tribus opusieron dificultades, pero la muchedumbre las obligó a secundar el movimiento. Estas tribus eran muy pocas, y en algunas de ellas, como entre los biturigos, la resistencia no fue quizá más que aparente. Al este del alto Loira, la insurrección encontró un terreno menos favorable. Todo dependía aquí de los eduos, que se mostraban indecisos: la facción de los patriotas todavía era entre ellos muy poderosa, pero pesaba mucho en la balanza su antiguo antagonismo contra la hegemonía arverna y perjudicaba mucho a la causa nacional. La actitud de los eduos determinaba la de los secuaneses, helvecios y todos los demás pueblos de la Galia oriental. Puede decirse que su defección hubiera sido un golpe decisivo contra Roma. Pero de repente, mientras los insurrectos trabajaban por arrastrar a todos los que vacilaban, y particularmente a estos mismos eduos, y mientras por otra parte operaban por el lado de Narbona y la amenazaban (pues uno de sus jefes, el audaz Lucter, había pasado ya las fronteras de la provincia por el lado del Tarn), he aquí que apareció el procónsul romano en la Galia transalpina, en medio del invierno y con gran sorpresa de todos, amigos y enemigos. Tomó inmediatamente las medidas de mayor urgencia para poner a cubierto la provincia, y mandó una división al país de los arvernos por los Cevennes, cubiertos a la sazón de nieve. Pero él no podía permanecer donde estaba, porque, si los eduos se pasaban a la liga de los galos, lo separaban de sus legiones acampadas en los países de Seus y de Longres. Corrió sin ruido a Vienne, desde donde atravesó el cantón eduo con una pequeña escolta de caballería, y fue a unirse a los suyos. Los insurrectos habían salido a campaña fundados en falsas esperanzas: la paz reinaba en Italia y César estaba de nuevo a la cabeza de sus legiones. ¿Qué hacer? ¿Por dónde comenzar? Fiarlo todo a la suerte de las armas hubiera sido una locura en tales circunstancias, pues las armas habían dado ya antes su inapelable fallo. Mandar las bandas de los galos contra las legiones valía tanto como arrojar piedras contra las rocas de los Alpes: ya fuesen unidas, o unas detrás de las otras, todas las tribus serían sacrificadas. Vercingetorix renunció a atacar formalmente a los romanos y adoptó el plan de campaña con que Casivelaum había salvado a los bretones insulares. La infantería de César era invencible; pero su caballería, reclutada casi por completo entre la nobleza de los galos, se había fundido, por decirlo así, ante la insurrección. Como los nobles formaban también el núcleo de esta, iba a pertenecer a ellos la inmensa superioridad del arma. Por lo tanto podía, sin que César le opusiese serios obstáculos, talar a derecha e izquierda los países por donde hubiera de pasar el procónsul, quemar las ciudades y las aldeas, destruir los almacenes y amenazar los aprovisionamientos del enemigo. A esto dirigió Vercingetorix todos sus esfuerzos; aumentó su caballería y sus arqueros de a pie, ejercitados, según la táctica de entonces, en el combate en medio de los escuadrones. Respecto de las masas desordenadas de las milicias, que no sabían más que estorbarse recíprocamente, no las licenció, pero, en vez de conducirlas contra el enemigo, les enseñó a dividirse, a marchar ordenadamente y otras maniobras. Les enseñó que el soldado no sirve solo para batirse. Tomaba las lecciones y los ejemplos del enemigo, adoptando el sistema de los campamentos, ese gran secreto de la táctica de los romanos, por el cual estos eran siempre superiores a sus adversarios, y por el que la legión, a las ventajas defensivas de la fortaleza, unía las ofensivas de un ejército de ataque[19]. Pero si bien todos estos medios eran buenos en la isla de Bretaña, donde las ciudades eran raras, y la población era ruda y enérgica y estaba concentrada en una sola mano, eran un remedio casi intolerable para los ricos países de la orilla del Loira y sus afeminados habitantes, en completa disgregación política. Vercingetorix obtuvo al menos que no se intentase defender todas las ciudades, lo cual era su perdición. Se convino en destruirlas antes de que el enemigo se presentase delante de sus muros, si es que no podían defenderse. En cuanto a las plazas fuertes, por el contrario, debían ser defendidas por todo el ejército. En esto hizo el rey arverno cuanto podía hacer: ligó a la causa de la patria a los cobardes y flojos con su inflexible severidad, a los avaros con sus larguezas, y a los adversarios declarados con la fuerza. Usó la fuerza y la astucia, y atizó el fuego del patriotismo tanto en las clases sociales altas como en las bajas.

TERRENO DE LA GUERRA. CÉSAR DELANTE DE AVARICUM.
TOMA DE ESTA CIUDAD. CÉSAR DIVIDE SU EJÉRCITO

Antes de que terminase el invierno, el galo se arrojó sobre el territorio eduo, donde César había establecido a los boyos; como estos eran los únicos aliados seguros de Roma, importaba mucho destruirlos antes de la llegada del procónsul. A esta nueva, el romano dejó sus bagajes y dos legiones en los cuarteles de invierno de Agedincum (Sens), tomó inmediatamente su partido y marchó contra la insurrección antes de la época que había fijado. Para reparar la grave desventaja de la falta de caballería y de infantería ligera, alistó a cuantos mercenarios germanos pudo; y, en vez de en sus cabalgaduras pequeñas y débiles, los montó en los magníficos caballos de Italia y de España, comprados unos, y adquiridos otros por medio de requisas entre sus oficiales. Al ponerse en marcha, incendió y entregó al saqueo la ciudad principal de los carnutos, Cenabum, que era la que había dado la señal de la defección, y después pasó el Loira y entró en el país de los biturigos. El plan de guerra del jefe de los galos sufría su primera prueba. Por orden suya fueron reducidas a cenizas más de veinte ciudades y aldeas biturigas; igual suerte esperaba a las tribus vecinas en el momento en que los batidores o los forrajeadores romanos pusieran el pie en ellas. En los proyectos de Vercingetorix entraba también destruir la rica y fuerte plaza de Avaricum (Bourges), capital de los biturigos; pero en el consejo de guerra la mayoría se compadeció de sus magistrados que pedían gracia de rodillas. Por consiguiente se decidió defenderla a todo trance, y se concentró la guerra alrededor de sus muros. Vercingetorix había colocado a su gente en un punto inaccesible en medio de las marismas vecinas, donde, aun sin hacer uso de su caballería, creía no tener nada que temer del enemigo; además, la caballería cubría e interceptaba todos los caminos. La ciudad estaba bien fortificada y tenía aseguradas sus comunicaciones con el ejército. La posición de César era difícil. En vano intentó excitar a la infantería de los galos a que le presentase la batalla: aquella no se movió de sus fuertes posiciones. Por más que sus soldados se portasen con bravura, las gentes de Avaricum rivalizaban con ellos en valor y en genio inventivo; poco faltó un día para que les quemasen todo el material de sitio. El embarazo crecía por momentos. ¿Cómo alimentar a un ejército de sesenta mil hombres en un país talado y recorrido por fuertes escuadrones de caballería? Los pocos víveres suministrados por los boyos ya se habían agotado y no llegaban los prometidos por los eduos; no había ya trigo en el campamento, y el soldado estaba reducido a la ración de carne traída de lejos. Sin embargo, por más que la ciudad estuviese heroicamente defendida, no podía sostenerse por más tiempo. Ahora bien, todavía era posible sacar de ella a las tropas con el silencio de la noche y destruirla antes de que el enemigo la ocupase. Vercingetorix hizo sus preparativos con este objeto; pero, a los gritos de las mujeres y de los niños abandonados, los romanos se pusieron en guardia: no era posible la retirada. A la mañana siguiente, día de niebla y de lluvia, los legionarios escalaron el muro y tomaron la plaza. Irritados por su tenaz resistencia, no perdonan edad ni sexo y se arrojan hambrientos sobre los víveres aglomerados por los galos. La toma de Avaricum (en la primavera del año 702) era un primer triunfo conseguido contra la insurrección. La experiencia de los últimos años hizo creer a César que los insurrectos vencidos iban a disolverse, y que pronto no tendría más que batirlos en detalle. Apareció con todo su ejército en el país de los eduos, y esa manifestación imponente apaciguó la agitación de los patriotas, tranquilizándolos por el momento. Dividió sus tropas, e hizo que Labieno volviese a Agedincum con objeto de ponerse al frente de la división que allí había quedado. Con sus cuatro legiones debía hacer frente al movimiento en la región de los carnutos y los senones, que también esta vez habían sido los primeros en sublevarse. César se volvió con las otras seis legiones hacia el sur, con el fin de llevar la guerra a las montañas de los arvernos, donde Vercingetorix estaba, por decirlo así, en su casa.

LABIENO DELANTE DE LUTECIA

Labieno dejó Agedincum y descendió por la orilla izquierda del Sena para apoderarse de Lutecia, construida en una isla en medio del río. Establecido allí, como en un fuerte, en el corazón del país enemigo, habría de serle fácil dominar la insurrección. Pero he aquí que un poco más abajo de Melodunum (Melum) le cerró el paso el ejército galo, a las órdenes del viejo Camulogenes, que estaba atrincherado en medio de marismas impenetrables. El lugarteniente volvió atrás enseguida, pasó el Sena cerca de Melum, y llegó sin obstáculo a Lutecia por la orilla derecha. Pero Camulogenes acababa de quemarla; había roto además los puentes que la unían a la orilla meridional del río y tomado posiciones frente al romano. Este no pudo obligarlo a batirse, pero tampoco pudo atravesar el río a la vista de los insurrectos.

CÉSAR DELANTE DE GERGOVIA

Durante este tiempo, los romanos subían por el Elaver (Alier) y penetraban en la Arvernia. Vercingetorix hizo cuanto pudo para impedirles pasar a la orilla izquierda; pero el procónsul lo engañó con una astucia de guerra y a los pocos días de esto se hallaba delante de Gergovia, la capital del país[20]. Sin embargo, cuando Vercingetorix acampaba frente a César en el Alier, sin duda ya había reunido en la plaza grandes provisiones. La ciudad ocupaba la cima de una montaña alta y escarpada. Una muralla de piedra defendía el campamento del ejército galo colocado al pie del muro de la ciudad. Aprovechando la delantera que tenía sobre los romanos, el rey galo llegó a Gergovia antes que estos, y, luego de tomar posiciones más abajo de la ciudad, esperó que atacasen sus líneas. César no podía pensar ni en un sitio regular ni en un bloqueo riguroso, pues su ejército era insuficiente para ello. Estableció su campamento en la llanura, al pie de las alturas que ocupaba Vercingetorix, y, como el enemigo no se movió en algún tiempo, también él permaneció inactivo. Era una victoria para la insurrección haber detenido la marcha triunfal del ejército de César sobre el Alier y el Sena. La detención tuvo sus consecuencias inmediatas, casi equivalentes a una derrota. Hemos visto que los eduos se habían mostrado en un principio vacilantes; pero he aquí que amenazan pasarse al partido patriota. El cuerpo auxiliar que César había dispuesto que le enviasen a Gergovia se había pasado al partido de la insurrección, y en el mismo país eduo los galos se habían arrojado sobre los residentes romanos para robarles y matarlos. César tuvo que abandonar el sitio con las dos terceras partes de su ejército, marchar sobre la división edua, y caer sobre ella como el rayo para reducirla por lo menos a la obediencia aparente. Éxito insignificante y sumisión falsa, comprados a un precio muy caro si lo comparamos con el peligro que corrieron las dos legiones que había dejado delante de Gergovia. Aprovechando la ocasión de la partida de César, Vercingetorix se había arrojado sobre su campamento y de hecho faltó muy poco para que lo tomara por asalto. Solo la incomparable rapidez de César, que llegó a marchas forzadas, impidió que se reprodujese el desastre de Aduatuca. Los eduos daban buenas palabras, pero podía preverse que, si el bloqueo se prolongaba sin resultado, se pasarían abiertamente al enemigo y obligarían a César a levantar el sitio. Con su defección interrumpirían las comunicaciones con Labieno, y, así, él se vería aislado, distante y expuesto a grandes peligros. César quiso evitar a toda costa que las cosas llegasen a este extremo, y, por difícil y peligrosa que fuese para él su decisión, no vaciló en abandonar una expedición intentada sin fruto. Puesto que habría necesidad de hacerlo tarde o temprano, más valía verificarlo inmediatamente: lo urgente era entrar sin demora en el territorio de los eduos, e impedir a cualquier precio que tomasen parte en la insurrección. Pero semejante retirada no se avenía con su temperamento fogoso y su confianza en sí mismo: por lo tanto quiso intentar un último esfuerzo. Tal vez un éxito lo sacaría del apuro. Mientras todos los defensores de Gergovia se lanzaban hacia el lado por donde parecía que se preparaba el asalto, el procónsul aprovechó el momento oportuno para atacar por otro punto de más difícil acceso, pero que los galos habían dejado desguarnecido. En efecto, las columnas romanas pasaron el muro del campamento y ocuparon sus cuarteles más próximos. Pero ya había cundido la alarma, y, como el enemigo se encontraba a corta distancia, César no juzgó prudente intentar un segundo asalto contra el cuerpo de la plaza y ordenó tocar a retirada. Con el entusiasmo de su fácil victoria, las legiones habían avanzado mucho y no lo oyeron o no quisieron oírlo; se lanzaron como un torrente contra el muro de circunvalación, e incluso algunos soldados llegaron hasta penetrar en la ciudad. Sin embargo, allí chocaron con densas masas de enemigos que se iban engrosando por momentos. Sucumbieron los más temerarios, se detuvieron las columnas, y en vano los centuriones y los legionarios se sacrificaron luchando heroicamente: los sitiadores fueron rechazados con bastantes pérdidas, y luego arrojados y perseguidos hasta el pie de la montaña. Los acogieron las tropas apostadas por César en la llanura, con lo cual impidieron un mayor desastre. Se había creído que se sorprendería a Gergovia, y la esperanza se había convertido en una derrota. Los heridos y los muertos eran numerosos (se dice que habían sufrido hasta setecientas bajas, entre las cuales se contaban cuarenta y seis centuriones)[21]. Pero semejante pérdida era lo de menos en aquella derrota.

SE REANUDA LA INSURRECCIÓN. SUBLEVACIÓN DE LOS EDUOS Y DE LOS BELGAS

Coronado con la aureola de la victoria, César tenía en las Galias una preponderancia irresistible; pero su estrella iba eclipsándose. La lucha delante de Avaricum, los infructuosos esfuerzos de los romanos para obligar a Vercingetorix a aceptar la batalla, la defensa tenaz de la ciudad y su asalto debido casi a la casualidad, todos estos acontecimientos no llevaban el sello de las hazañas de las primeras guerras contra los galos. Los celtas habían ganado en la confianza en sí mismos y en sus jefes, más que perdido. Su nuevo sistema de resistencia por medio de un campamento atrincherado y protegido por una fortaleza tenía en su abono la experiencia, pues había tenido éxito en Lutecia y en Gergovia. Por último, la reciente derrota, la primera que habían causado a César, vino a completar su triunfo y fue como la señal de una segunda explosión de la insurrección. Los eduos rompieron decididamente con el procónsul y se pusieron en inteligencia con Vercingetorix. El contingente que marchaba con las legiones hizo defección, y, aprovechando la ocasión, se apoderó en Noviodunum (Nevers) de los depósitos del ejército de César, es decir, de su caja, de sus almacenes, de una multitud de caballos y de todos los rehenes que tenía allí encerrados. Al mismo tiempo, los belgas, que hasta entonces habían permanecido ajenos al movimiento, arrastrados por las nuevas que les llegaban comenzaron también a agitarse. La poderosa tribu de los bellovacos se puso al fin en marcha para colocarse a retaguardia de Labieno, ocupado en Lutecia en rechazar el ataque de los pueblos de esta región de la Galia central. Comenzaron los armamentos por todas partes, y el entusiasmo patriótico fue cundiendo y aumentando hasta el punto que los partidarios más firmes y más favorecidos de Roma se volvieron contra ella. Prueba de esto es lo que sucedió con Commio, rey de los atrebates, enriquecidos él y los suyos con los grandes privilegios que se les habían otorgado a consecuencia de sus antiguos servicios, y que había sido dotado por César de la hegemonía sobre los morinos. El hecho es que la insurrección extendió sus hilos hasta el centro de la antigua provincia: se esperaba sublevar hasta a los mismos alóbroges, y probablemente esto no carecía de fundamento. A excepción de los remes y de los pueblos que de ellos proceden, suesiones, leucos y lingones, cuyas tendencias particularistas no dan cabida al entusiasmo común, toda la raza celta se levantó por primera y última vez en favor de su libertad y de su nacionalidad, desde los Pirineos hasta el Rin. Es también cosa notable que los pueblos de raza germánica, que siempre habían estado en primera línea en las guerras anteriores, se mantuviesen hoy desviados. Por su parte, los treverinos y, según se cree, los menapianos, ocupados en luchar contra los otros germanos, no tomaron parte activa en el movimiento belicoso de los galos.

PLAN DE CÉSAR. UNIÓN DE ESTE Y DE LABIENO. BATALLA DE LUTECIA

Fue un momento solemne aquel en que César, al día siguiente de la retirada de Gergovia y del desastre del cuartel general de Noviodunum, reunió su consejo de guerra para deliberar sobre las necesidades más urgentes. Muchos opinaron por la evacuación total cruzando los Cevennes, pues según ellos convenía entrar de nuevo en la provincia, que en adelante quedaría abierta por todos lados a los insurrectos y a la que hacían falta las legiones para poder defenderse. César rechazó esta cobarde estrategia, que estaba de acuerdo quizá con las instrucciones senatoriales y los consejos de una responsabilidad timorata, pero que la situación de las cosas no justificaba. El procónsul se contentó con poner sobre las armas a las milicias de los romanos que habitaban la provincia, y encargarles guardar sus fronteras como mejor pudiesen. En cuanto a él, eligió el camino opuesto; se dirigió a marchas forzadas sobre Agedincum y ordenó a Labieno que viniese a unírsele lo antes posible. Los galos intentaron, como es natural, impedir la concentración de las legiones. Labieno podía atravesar el Marne en algunas jornadas, subir por la orilla derecha del Sena, y llegar a Agedincum donde tenía sus reservas y bagajes, pero esto hubiera sido dar por segunda vez a los galos el espectáculo de un ejército romano batiéndose en retirada. En lugar de pasar el Marne, prefirió atravesar el Sena a la vista del enemigo, que quedaría sorprendido por la estratagema, y dar la batalla en la orilla izquierda del río. La victoria coronó sus esfuerzos. Los galos perdieron mucha gente y en el campo quedó tendido el viejo Casmulogenes. Los insurrectos no eran más afortunados en otro lugar. Lejos de detener a César en el Loira, este no les había dado tiempo de reunirse; aún más, al no hallar en el río más que las milicias eduas, las había derrotado y dispersado sin trabajo. Los dos ejércitos verificaron felizmente su reunión al poco tiempo.

Por entonces, los insurrectos habían deliberado en Bibracta, cerca de Autum, capital de los eduos, sobre los intereses y la dirección de la guerra. Vercingetorix fue el alma de la asamblea. Su victoria de Gergovia había hecho de él el ídolo de la nación. Sin embargo, todavía luchaba el egoísmo separatista; así se vio a los eduos, incluso en este duelo a muerte en que se habían comprometido los galos, volver a reproducir sus antiguas pretensiones de hegemonía, y proponer en plena asamblea la sustitución del héroe arverno por uno de sus generales. Los representantes de la nación se negaron a ello, y, al mismo tiempo que confirmaban a Vercingetorix en el mando supremo, adoptaban su plan de campaña sin variarlo en lo más mínimo. Este fue siempre el sistema practicado en Avaricum y en Gergovia. La llave de las nuevas posiciones de los galos era Alexia, lugar de los mandubios (hoy Alisa, cerca de Semur); al pie de sus muros habían construido un gran campamento atrincherado. Allí acumularon inmensas provisiones para el ejército de Gergovia, cuya caballería, por orden expresa de la asamblea nacional, contaba entonces con quince mil hombres montados. César, con todas sus fuerzas concentradas en Agedincum, había tomado la dirección de Vesoncio (Besansón). Quería aproximarse a la antigua provincia amenazada por las incursiones del enemigo y defenderla de sus devastaciones. En efecto, ya habían aparecido entre los helvecios, al sur de los Cevennes, algunas bandas enemigas.

COMBATE DE CABALLERÍA. SITIO DE ALESIA.
LLEGADA DEL EJÉRCITO AUXILIAR

Alesia se encontraba casi en el camino que debían seguir los romanos, y finalmente vinieron a encontrarse con la caballería de Vercingetorix, única arma con que este podía atacar. Pero, con gran admiración de todos, los escuadrones galos fueron derrotados por los del enemigo, a los que apoyaba una reserva de infantería. Vercingetorix corrió inmediatamente a encerrarse en Alesia. Por su parte César, para no renunciar absolutamente a la ofensiva, se veía obligado por tercera vez en el curso de esta misma campaña a ir con su ejército, mucho más débil en cuanto al número, a buscar el ejército de su adversario atrincherado con su numerosa caballería bajo los muros de su gran ciudadela, llena de tropas y de provisiones. Pero mientras que en otros lugares los galos solo habían tenido que habérselas con una parte de las legiones romanas, ahora se reunían delante de esta ciudad todas las huestes del César. Vercingetorix no iba a poder, como antes en Avaricum y en Gergovia, colocar la infantería bajo la protección de la plaza, mantener libres sus comunicaciones con el exterior y así interceptar con ayuda de sus veloces escuadrones los del enemigo. Desanimada ya por una primera derrota, la caballería de los galos no hacía frente a la de los germanos de César, a la que tanto habían despreciado. La circunvalación romana encerró dentro de sus líneas las cuatro millas (alemanas) de extensión, que comprendían la fortaleza y el campamento apoyado en ella. Vercingetorix había contado solo con batirse bajo sus muros; pero no creyó nunca verse sitiado. En caso de ataque, por grandes que fueran los almacenes de víveres que había en Alesia, no podían ser suficientes para alimentar por mucho tiempo su ejército de ochenta mil hombres de infantería y quince mil caballos, además de la numerosa población de la ciudad. Inmediatamente comprendió que su plan de guerra sería ahora su ruina, a no ser que toda la nación acudiese a su llamamiento y libertase a su general, que estaba, por decirlo así, cautivo. Pasó más de un mes en el que la línea de ataque se iba estrechando cada vez más. Durante este tiempo pudo mantener a su gente; pero al fin, estando aún abierto el paso para la caballería, la lanzó toda afuera y los mandó a los principales de la nación, pidiendo que verificasen un levantamiento en masa y le enviasen un ejército auxiliar. Respecto de él, como se consideraba responsable del plan de guerra que había concebido y que ahora se volvía contra su patria, permaneció en Alesia: quería compartir con los suyos la buena o mala fortuna que les tocase. Entretanto, César se preparaba activamente para desempeñar su papel de sitiador y sitiado. Se rodeó por el exterior de una doble línea de circunvalación defensiva y se aprovisionó para mucho tiempo. Transcurrieron muchos días; en la ciudad no quedaba ya ni un saco de trigo. Los sitiados habían hecho salir de su misma ciudad a todos los habitantes incapacitados de tomar las armas, los cuales, rechazados despiadadamente por los suyos y por los romanos, morían en masa de una manera miserable entre la línea y las fortalezas. De repente y a última hora, aparecieron a gran distancia por la retaguardia de César las inmensas columnas de un numeroso ejército celta y belga: doscientos cincuenta mil infantes y ocho mil caballos venían en auxilio de Vercingetorix. Desde el canal de Bretaña hasta los Cevennes, todos los pueblos habían hecho un esfuerzo inmenso: quieren a toda costa salvar la flor de los patriotas y a su general. Solo los bellovacos respondieron que ellos sabían pelear contra los romanos, pero era en su propia frontera.

COMBATES ALREDEDOR DE ALESIA. CAPITULACIÓN.
SUPLICIO DE VERCINGETORIX

El primer asalto dado por los sitiados y el ejército auxiliar a las dobles líneas de César fracasó, aunque se renovó después de un día de reposo. Pero ahora los galos habían elegido mejor su punto de ataque y se arrojaron sobre los atrincheramientos dominados de un lado por las alturas inmediatas. Llenaron los fosos y arrojaron del ager a los romanos. Entonces Labieno, enviado por César, reunió precipitadamente las cohortes que halló a su paso y se arrojó con cuatro legiones contra el enemigo. Se empeñó una lucha desesperada cuerpo a cuerpo y a la vista de César, que acudió en persona en el momento más crítico; después se precipitaron detrás de él sus caballeros y cogieron por la espalda a los galos que retrocedían en completa derrota: de este modo fue que terminó la jornada. La victoria había sido grande y decisiva para la suerte de Alesia y de toda la nación. El ejército auxiliar se desalentó por completo y se dispersó inmediatamente: cada cual volvió a su tribu. Vercingetorix hubiera podido huir y salvarse por algún medio supremo; sin embargo, prefirió declarar en pleno consejo que, como no había podido destruir la dominación extranjera, estaba dispuesto a entregarse él solo como víctima designada, e intentar atraer sobre su cabeza el rayo que amenazaba a todo su pueblo. Hizo todo tal como lo había dicho. Los oficiales galos dejaron que se dirigiese hacia el campamento del enemigo del país el general solemnemente elegido por la nación, el héroe que corría a una muerte cierta. Montado en su caballo y adornado con su brillante armadura, el rey arverno apareció ante el tribunal del procónsul; se apeó, entregó su caballo, dejó sus armas y se sentó en silencio en las gradas, a los pies de César (año 702). Cinco años más tarde era llevado en triunfo por las calles de Roma: después, citado como «traidor al pueblo romano» cuando el vencedor subía al Capitolio a dar gracias a los dioses, su cabeza rodó delante del futuro monarca. Así como en la tarde de los días sombríos suele aparecer un rayo de sol a través de las nubes, así la fortuna suele dar un gran hombre a los pueblos próximos a perecer. En los últimos momentos de la historia de los fenicios fue cuando apareció Aníbal, y Vercingetorix lo hizo en la última hora de la Galia. Ni a uno ni a otro les fue dado arrancar a su patria de la conquista extranjera; pero ambos le evitaron la vergüenza de haber muerto sin gloria. A semejanza del gran cartaginés, Vercingetorix no tuvo que combatir solo al enemigo nacional, sino que se levantó también contra él la oposición antinacional de los egoístas y de los cobardes, plaga que acompaña siempre la decadencia de la civilización. También él tiene asegurado un puesto en la historia, no tanto por sus sitios y batallas, cuanto por lo que hizo, pues dio con su persona un centro y un apoyo a toda una nación hasta entonces dividida y enervada por el aislamiento de sus pueblos. Y, sin embargo, ¿en dónde hallar un contraste más marcado que entre la calma meditada del general de los comerciantes fenicios, avanzando durante cincuenta años con la vista fija en su objetivo, prosiguiendo sus designios con la más invariable energía, y el audaz valor del príncipe de los celtas, cuyas hazañas y generoso sacrificio no duraron más que un estío? La demasiada caballerosidad sienta mal al hombre, sobre todo al hombre de Estado. En el rey arverno hubo caballerosidad, pero no heroísmo, al desdeñar huir de Alisa cuando toda la nación aún creía en él, y cuando él mismo valía para ella más que cien mil buenos soldados. Fue el caballero, no el héroe, el que se entregó como víctima cuando el sacrificio era estéril, cuando la nación aceptaba su deshonra, inconsecuente y cobarde en el momento en que arrojaba su último aliento, y calificaba de alta traición hacia sus tiranos aquel terrible duelo a muerte, cuyas consecuencias han influido en los destinos del mundo. Muy diferente fue el papel de Aníbal bajo la influencia de estos mismos infortunios. Ni como hombre ni como historiador puedo separarme sin emoción de esta noble figura del rey arverno; él es como el rasgo característico de la nación celta: su hombre más grande no fue más que un valiente.

ÚLTIMOS COMBATES. LUCHA EN EL PAÍS DE LOS BITURIGOS,
LOS CARNUTOS Y LOS BELLOVACOS

La caída de Alesia y la capitulación del ejército encerrado al pie de sus muros dieron un golpe terrible a la insurrección. Sin embargo, la nación había ya sufrido otras veces golpes no menos graves y de todas formas había vuelto a comenzar el combate. La pérdida irreparable era la de Vercingetorix, pues con él había nacido la unidad nacional y con él sucumbía. La insurrección no intentó siquiera continuar la lucha en gran escala, y por eso no eligió otros capitanes. Se disolvió la liga de los patriotas, y cada tribu peleó o hizo la paz por separado con los romanos. En todas partes se suspiraba después del reposo. César, por su parte, comprendió que importaba acabar a la mayor brevedad. De los diez años de su mando habían transcurrido siete, y ya sus adversarios políticos le disputaban en Roma el último año de su proconsulado; por consiguiente no podía contar más que con dos campañas. Si tenía interés y era una cuestión de honor el entregar los países nuevamente conquistados a su sucesor en un estado de orden y de paz, le quedaba muy poco tiempo para conseguir sus fines. En tales circunstancias, la indulgencia era para él una necesidad, tanto como lo era para los vencidos; debió además a su buena estrella el ver que los galos, siempre dispuestos a dividirse, y de un carácter veleidoso, le evitaban la mitad del camino. En los dos cantones más grandes del centro, en los de los eduos y los arvernos, existía todavía un numeroso partido romano. Aquí, desde el día siguiente a la capitulación de Alesia, restableció las cosas absolutamente bajo las mismas condiciones que estaban antes respecto de Roma, y dio libertad sin rescate a sus cautivos, los cuales no bajaban de veinte mil. En cuanto a los de las otras tribus, los entregó a sus legionarios victoriosos y sufrieron la más dura esclavitud. Por lo demás, al igual que los eduos y los arvernos, casi todos los demás pueblos galos se sometieron a su suerte y dejaron que se cumpliesen las inevitables sentencias del procónsul sin oponer la más leve resistencia. Sin embargo, hubo muchos que, en su loca temeridad o en su sombría desesperación, se aferraron a una causa ya perdida hasta el día en que los soldados ejecutores de la venganza romana aparecieron en sus fronteras. De este modo fue como, durante el invierno del año 702 al 703, visitaron a los biturigos y a los carnutos algunas expediciones de legionarios. Mayor fue la resistencia que hicieron los bellovacos, que en el año anterior se habían negado a ir en socorro de Alesia. ¿Es que quisieron mostrar que, en aquella jornada decisiva, no era el valor ni el amor a la libertad lo que les había faltado? Tomaron parte en esta lucha local los atrebates, los ambianos, los caletas y otros muchos pueblos belgas: Commio (Commius), el valeroso rey de los atrebates, a quien los romanos perdonaban su defección menos que a ningún otro, y de quien poco antes Labieno había intentado deshacerse por un pérfido asesinato, llevó a los bellovacos quinientos caballeros germanos, estimados en gran manera después de la reciente campaña. El jefe de los bellovacos era Correo (Corre us), guerrero dotado de talento y osadía. Se le encargó la dirección suprema de la guerra; y, siguiendo el plan de Vercingetorix, peleó con éxito. César reunió contra él la mayor parte de su ejército, aunque no pudo obligarlo a comprometer su infantería, ni impedirle que ocupase frente a las legiones posiciones defensivas inexpugnables. Durante este tiempo la caballería de los bellovacos, y particularmente los auxiliares germanos de Commio, sostuvieron algunos felices encuentros e hicieron experimentar a los romanos pérdidas sensibles. Sin embargo, cuando un día Correo murió en una escaramuza contra los forrajeadores de César, concluyó toda resistencia. El vencedor impuso condiciones moderadas, y así se sometieron los bellovacos y también sus confederados. A su vez, los treverinos fueron reducidos a la obediencia por Labieno; en sus marchas y contramarchas, el ejército romano atravesó y taló de nuevo el país de los eburones, condenados por segunda vez. Tal fue el resultado de los últimos esfuerzos de la liga de los belgas.

COMBATES EN EL LOIRA

Entre tanto, algunos cantones marítimos intentaron con sus vecinos de las orillas del Loira rechazar el yugo de los romanos. Se reunieron en el bajo Loira las bandas insurrectas de los andos, carnutos y otros pueblos circunvecinos, y fueron a sitiar en Lemonum (Poitiers) al jefe de los pictos, que era adicto a los romanos. Pero estos no tardaron en llegar con algunas fuerzas. Entonces los insurrectos levantaron el sitio y quisieron poner el río entre ellos y el enemigo, pero fueron alcanzados y derrotados en el camino. Los carnutos, así como las demás tribus insurrectas, verificaron su sumisión.

En ninguna parte encontraron ya los romanos una formal resistencia, y apenas si alguna que otra partida aparece acá o allá atreviéndose a levantar la bandera de la insurrección.

SITIO DE UXELODUNUM

Después de disueltas las bandas reunidas en el Loira, el valiente Drapeto (Drappes) y Lucter, el fiel compañero de armas de Vercingetorix, se habían puesto al frente de los pocos hombres atrevidos que aún quedaban. Les servía de abrigo la fuerte plaza de Uxelodunum (sobre el Lot), especie de nido de águila en lo alto de una montaña. Luchando constantemente, y a fuerza de derramar sangre, habían conseguido aprovisionarse. Pero, cuando Drapeto cayó prisionero, el otro no pudo volver a entrar en la fortaleza y desapareció; después fue hecho prisionero en el país de los arvernos y entregado a César, quien mandó que lo decapitasen. Con todo, los sitiados se defendieron hasta el último extremo. En cuanto llegó César, dio orden para construir una larga galería y cortar las aguas de la única fuente de que disponía la guarnición; de esta manera cayó en manos del vencedor la última ciudadela de la nación de los galos. A fin de que sirvieran de ejemplo para todos, el romano entregó al verdugo los mártires de la causa de la libertad: les cortaron las manos y los mandaron a su país mutilados de este modo. El rey Commio sostuvo todavía la lucha con sus atrabates, y durante todo el invierno del año 703 al 704 hizo frente a los romanos en muchos puntos. Pero a César le importaba mucho concluir con la guerra de las Galias y le ofreció la paz. El rey de los galos, desconfiando con razón, se negó a venir a buscarla en persona al campamento romano. Probablemente el procónsul debió obrar del mismo modo respecto de los países del noroeste y del noreste: el acceso a estos lugares era difícil y convenía contentarse con una sumisión nominal, o con una simple tregua de hecho[22].

SUMISIÓN DE LA GALIA

Así, pues, la Galia, o si se quiere, la región de este lado del Rin y al norte de los Pirineos, había quedado sujeta a Roma después de una guerra de ocho años. Apenas si transcurrirá uno sin que comience la guerra civil en Italia. Entonces volverán a pasar los Alpes las legiones romanas, sin dejar entre los celtas más que algunos insignificantes destacamentos compuestos muchos de ellos de reclutas. Los celtas, sin embargo, no se sublevaron contra la dominación extranjera; y mientras que César tuvo enemigos que combatir en todas las antiguas provincias, solo la región sometida la víspera continuó obediente a su vencedor. Durante esta época decisiva, tampoco los germanos renovaron sus tentativas de conquista y de inmigración con residencia fija sobre la orilla izquierda del Rin. De modo que cuando llega la gran crisis de la República, a pesar de una ocasión tan favorable, no hubo ni insurrección nacional en las Galias ni invasión por parte de los transrenanos. Si por acaso sobrevino alguna explosión local, como la del año 708 entre los bellovacos, el movimiento quedó aislado, sin ningún lazo con los trastornos interiores de Italia, y los lugartenientes de Roma los sofocaron fácilmente. Tal estado de paz, semejante al que hubo en España durante siglos, se obtuvo sin duda a costa de grandes concesiones. En las regiones lejanas y en las que se mantenía más vivo el espíritu nacional, como en Bretaña, en la orillas del Escalda y al pie de los Pirineos, Roma dejó provisionalmente a los pueblos esquivar más o menos completamente la supremacía real de la República. Sea como fuere, el edificio de las conquistas de César permaneció en pie. Al tener tiempo escaso y necesitarlo para otros trabajos más urgentes, no había podido dejar bien acabada su obra; sin embargo, esta se mantuvo durante la prueba suprema, tanto respecto de los germanos rechazados por él, como de los galos por él dominados.

SU ORGANIZACIÓN. LOS IMPUESTOS

Digamos dos palabras sobre la organización del país. En el primer momento todos los territorios conquistados por el procónsul de la Galia narbonense permanecieron unidos a la antigua provincia; pero, cuando concluyeron las funciones de César (año 710), se dividió la Galia cesariana en dos provincias nuevas, llamadas Galia propia y Galia belga. No hay que decir que las diversas tribus perdieron su independencia política y quedaron sujetas al impuesto de la República romana. Naturalmente, el sistema aplicado no podía ser el régimen asiático, erigido solo en provecho de la aristocracia de sangre o del dinero; cada tribu o cada ciudad pagaba, lo mismo que en España, una suma anual invariable y quedaba en libertad para repartirla y recaudarla. El impuesto produjo cuarenta millones de sestercios anuales, que pasaron de la Galia a las cajas del fisco romano. A cambio, Roma tomaba a su cargo la defensa de la frontera del Rin. Inútil es enumerar los inmensos tesoros acumulados antes en los templos de los dioses y en las cajas de los nobles de la Galia, que, después de la guerra, tomaron también el camino de Roma. Cuando se ve a César distribuyendo su «oro galo» por todo el Imperio, y lanzando al mercado tal cantidad que lo hizo bajar en su relación con la plata el 25%, uno puede formarse una idea de las inmensas riquezas que la guerra arrebató al pueblo subyugado.

SE CONSERVA LA ORGANIZACIÓN INTERIOR

Las instituciones generales de las diversas tribus, ya fuesen monarquías hereditarias o soberanías semioligárquicas, subsistieron después de la conquista con la misma forma que habían tenido antes. Quedó en pie el sistema de las clientelas que colocaba a ciertos cantones bajo la dependencia de otros más poderosos, aunque decapitados, por decirlo así, a consecuencia de la pérdida de su independencia política. Manteniendo aquel estado de cosas, César quiso en un principio sacar partido en interés de Roma de las cuestiones dinásticas y feudales, y de las aspiraciones a la hegemonía que dividían los pueblos de la Galia. En este sentido, cuidó de poner en todas partes el poder en manos de los hombres afectos a la nueva dominación. Por lo demás, no se perdonó medio alguno para crear en la Galia un partido romano: a los que a él se afiliaban, se les prodigaban las recompensas en dinero o en tierras procedentes de las confiscaciones; la influencia del procónsul les abría la entrada en la asamblea y los colocaba entre las primeras dignidades. A los remes, los lingones, los eduos y demás tribus donde predominaba la facción romana, se les otorgaron las más amplias franquicias constitucionales con el nombre de «derecho de alianza» (jus fæderis), que llevaban consigo, además, los privilegios de la hegemonía sobre los pueblos vecinos. Respecto del culto y de los sacerdotes nacionales, parece que César les guardó en un principio las mayores consideraciones que le fueron posibles. No se encuentra bajo su proconsulado huella alguna de las medidas tomadas después por los emperadores contra los druidas. No hay nada en la guerra de las Galias que se parezca a una guerra de religión, tal como la que se hará un día en la Bretaña.

Pero aun usando de indulgencia con el vencido, aun respetando sus instituciones nacionales políticas y religiosas en cuanto eran compatibles con la soberanía de la República, César no renunciaba al pensamiento fundamental de la conquista, esto es a la introducción de la civilización romana en las Galias, sino que quiso implantarla por la persuasión y por la dulzura. No contento con dejar obrar en el norte a los poderosos elementos, a los que se debía ya la transformación casi total de la antigua provincia del sur, como verdadero hombre de Estado que era puso personalmente manos a la obra, y, con la idea de provocar un movimiento elevado, se aplicó a hacer la transformación lo más pronto y menos difícil que fuese posible. Sin hablar ahora de los galos notables admitidos en gran número en las filas del Senado, creo además que fue César quien sustituyó en el interior de las tribus el idioma céltico por el latín, a título de lengua oficial y con ciertas restricciones. También fue él quien sustituyó la moneda nacional por la moneda romana, para lo cual acuñó oro y dineros de plata pertenecientes en adelante a los magistrados de la República. Por otra parte, a los diversos pueblos les dejó la moneda fraccionaria con curso legal solo en los límites de sus fronteras, pero debían conformarse según la base y el título usados en Roma. Es verdad que causaba risa oír el grotesco latín que balbuceaban los habitantes del Sena y del Loira, según nos lo muestran algunas monedas; sin embargo, a esta jerga plagada de barbarismos estaba reservado un porvenir más grande que a la correcta lengua de la capital.

Quizá la Galia también fue deudora de César por ese sistema de instituciones cantonales que llegará a parecerse un día a las ciudades itálicas, y donde se manifestará mejor que en los tiempos célticos primitivos la preeminencia de las capitales y de sus asambleas locales. En efecto, ¿quién podía comprender mejor que el heredero de Cayo Graco y de Mario cuán deseable hubiera sido asentar la nueva dominación de Roma y la civilización latina de las Galias, tanto desde el punto de vista político como militar, sobre el sólido fundamento de las colonias procedentes del otro lado de los Alpes? Así, estableció en Noviodunum una sección de los caballeros galos y germanos, en tanto ya había instalado a los boyos en el territorio de los eduos; hemos visto que en la campaña contra Vercingetorix los boyos le habían hecho todos los servicios que hubiera podido exigir a una colonia romana. Si no fue más lejos en este camino para llevar a feliz término sus vastos proyectos, fue porque no le estaba permitido quitar a sus soldados la espada para que empuñasen la mancera. Ya diremos oportunamente lo que hizo en este sentido en la antigua provincia, y tengo para mí que solo le faltó tiempo; de lo contrario, habría hecho lo mismo en los países recientemente conquistados.

FIN DE LA NACIONALIDAD DE LOS GALOS

Como quiera que fuese, el hecho es que estaba próxima a desaparecer la nacionalidad de los galos. Por manos de César había sido aniquilada políticamente y había comenzado su aniquilamiento nacional, que progresaba a pasos regulares. No fue esta gran catástrofe producto de la casualidad. Si muchas veces la prepara para los pueblos susceptibles de una gran cultura, aquí, hay que confesarlo, se produjo por la propia falta de los galos. En cierto modo, su ruina era históricamente necesaria, como lo prueba esta última guerra, ya sea que se estudie su marcha en su conjunto o en sus detalles. En el momento en que comenzaba la dominación extranjera no se encontró una resistencia enérgica sino entre algunas tribus aisladas, y estas, germanas o medio germanas en su mayor parte. Si después de fundada la dominación extranjera se intentó sacudir el yugo, la empresa fue completamente insensata, o era obra de algún hombre de casta noble que terminaba muy pronto con su muerte o cautiverio; me refiero por ejemplo a un Inductiomar, un Camulogeres, un Vercingetorix o un Correo. La guerra de los sitios y de partidas, esa lucha suprema y popular donde se afirma el sentimiento profundo de la nacionalidad, había tenido tristes principios y conservó hasta el fin este mismo carácter lamentable entre los galos. A cada hoja que se vuelve en el libro de su historia, se ve confirmada la expresión de uno de esos hombres, raros en los pueblos, que supieron no despreciar ciegamente a aquellos a quienes se les daba con cierta complacencia el nombre de bárbaros: «Los galos —dice— provocan animosos los peligros futuros; pero se acobardan ante los presentes». En el irresistible torbellino de la historia, que destroza y devora sin compasión las naciones cuando no tienen la dureza del acero y su elasticidad, ¿cómo habían de poder resistir mucho tiempo los galos? Los celtas continentales sufrieron frente a los romanos, por justo decreto de Dios, la misma suerte reservada en nuestros días a sus hermanos de la isla de Irlanda en contacto con los sajones: absorbidos en el seno de un pueblo políticamente superior, recibieron de él la levadura de su futuro progreso. En el momento en que nos separamos de este pueblo notable y ponemos de relieve las líneas del boceto que nos han legado los antiguos respecto de los celtas del Sena y del Loira, ¿no puede afirmarse con verdad que está completamente representado en la figura del paddy, del irlandés? Como aquellos, los galos tenían horror al trabajo de los campos; eran muy inclinados a la taberna y a las pendencias, y todo se volvía en ellos vanidad y jactancia. No hay más que recordar la historia de la espada de César que los arvernos habían colocado en uno de sus templos después de la batalla de Gergovia. Al verla allí un día el gran capitán, no hizo más que reírse y mandó que nadie la tocase. Como el paddy, el galo tenía un hablar redundante en metáforas e hipérboles, y era aficionado a las alusiones y a los rodeos. De su humor voluble nacían costumbres singulares. Prueba de lo que digo es lo siguiente: si un alborotador interrumpía en público al orador, se le propinaba, como medida de policía, un tremendo latigazo en las espaldas, y salía de allí con una gran bronchera en su túnica. Por otra parte poseían el don de la poesía y de la elocuencia, y les gustaba en extremo referir las hazañas legendarias de los antiguos tiempos. Curiosos ante todo, no dejaban retirarse al mercader extranjero hasta que no contaba en medio de la calle todas las nuevas que sabía, y las que no sabía también. Eran crédulos y papanatas hasta el punto de que aun en las tribus mejor gobernadas se prohibía al viajero, bajo severas penas, comunicar a otros antes que a los magistrados locales sus narraciones aún no comprobadas. Eran piadosos como el niño que ve en el sacerdote a un padre y le pide consejo en todo. En su corazón se alimentaba juntamente con todas estas cosas el sentimiento inextinguible de la nacionalidad entre compatriotas y el extranjero; se consideraban como miembros de una sola y misma familia, y siempre estaban dispuestos a levantarse en partidas a la voz del primer jefe de nombre ilustre que llegaba. Por otra parte, absolutamente incapaces de abrigar el valor sólido, que no conoce la temeridad ni la debilidad, no sabían ni esperar la hora propicia ni aprovechar la ocasión. Tales eran los galos del siglo de César: no tenían ni poderosa organización militar, ni disciplina política; no pudieron alcanzarla ni hubieran podido tampoco soportarla. En todos los tiempos y lugares los veréis siempre los mismos: políticos, movedizos como la arena, veleidosos de sentimiento profundo, ávidos de novedades y crédulos, amables e inteligentes, pero desprovistos de genio político. Sus destinos no variaron jamás: tales como fueron en los tiempos primitivos, así son en nuestros días.

PRINCIPIOS DE SU ROMANIZACIÓN

Sin embargo, no se crea que la caída de esta poderosa nación bajo los golpes de su espada fue el principal resultado de la gigantesca empresa de César. César ha fundado más que destruido. Si con su sombra de gobierno el Senado hubiera podido durar todavía algunas generaciones, ¿quién puede dudar de que se habría adelantado cuatro siglos la irrupción de los pueblos bárbaros? Se habría adelantado la hora de la civilización italiana, cuando aún no había echado raíces en las Galias ni en el Danubio, ni en África ni en España. Solo fue dado al capitán y hombre de Estado más grande que produjo Roma reconocer en los pueblos germanos, claramente, a los enemigos natos y los iguales de los pueblos del mundo grecorromano. Inventa inmediatamente y construye con su mano poderosa todo el aparato de una defensiva nueva en el interior; cubre las fronteras con líneas de ríos y atrincheramientos artificiales. Desde estas mismas fronteras practica la colonización de las tribus bárbaras vecinas, centinelas avanzados contra las tribus más lejanas; enseña al ejército romano a reclutarse por medio de alistamientos en países extranjeros, y asegura a la civilización grecolatina el respiro que necesita para terminar la conquista del Occidente, puesto que ya había conquistado el Oriente. Los hombres ordinarios ven surgir el fruto de sus actos, mientras que la semilla arrojada por el hombre de genio germina solo a la larga. Fueron necesarios algunos siglos para llegar a comprender que no era una obra efímera la fundación del Imperio de Oriente por parte de Alejandro, y que el gran macedonio en realidad había implantado el helenismo en el fondo de Asia. Así también fueron necesarios muchos siglos para ver que, como conquistador de las Galias, César no había agregado solamente una provincia al Imperio de Roma, sino que había fundado la latinidad en Occidente. Solo la posteridad ha podido apreciar la trascendencia de sus expediciones militares a Alemania e Inglaterra, al parecer emprendidas con ligereza y sin resultado inmediato, pues abrieron a los grecorromanos un inmenso campo de naciones, cuya existencia y estado solo habían podido revelar el mercader y el navegante, mezclando en su relato un poco de verdad con una gran dosis de ficción: «Todos los días —exclama un romano (en mayo del año 688)— nos revelan las cartas y los correos procedentes de la Galia nombres de pueblos, de cantones y de países desconocidos hasta ahora». Las guerras transalpinas de César han extendido mucho el horizonte de la historia y constituyen uno de esos grandes hechos universales, iguales en importacia al reconocimiento de América, verificado por algunos soldados españoles. En adelante van a entrar en el círculo de los Estados mediterráneos todos los pueblos de la Europa central y septentrional, los ribereños del mar Báltico y del mar del Norte. Al viejo mundo se une otro mundo nuevo, que vivirá su vida y a la vez actuará sobre él. Poco faltó para que Ariovisto realizase en el año 683 lo que la fortuna reservó al godo Teodorico. Si hubiera vencido Ariovisto, pregunto yo, ¿qué habría sido de nuestra civilización moderna? ¿Adónde habría ido a parar, siendo completamente extraños a la cultura grecorromana, casi como el indio o la Siria? Si la Hélade y la Italia han echado un puente que enlaza las magnificencias de su pasado con las soberbias construcciones del nuevo mundo histórico; si la Europa occidental lleva grabado el sello de Roma; si la Europa germánica viste clásica librea; si los nombres de Temístocles y de Escipión resuenan en nuestro oído de un modo muy diferente que los de Asoka y Sanmanasar, si Homero y Sófocles florecen en nuestro jardín poético, mientras que los Vedas y los libros de Kalidasa solo llaman la atención de los curiosos y aficionados a la botánica literaria, es a César, y solo a César, a quien se lo debemos. Y mientras que en Oriente la obra creada por su gran precursor desapareció casi por completo bajo las grandes revoluciones y trastornos de la Edad Media, el edificio cesariano ha desafiado y vencido la corriente de los siglos. La religión y los Estados han cambiado entre las razas humanas; hasta la civilización ha variado de centro. Sin embargo, el edificio del gran procónsul permanece todavía en pie y tiene, como suele decirse, el don de la eternidad.

LAS REGIONES DANUBIANAS

El cuadro de las relaciones de Roma en este siglo con las poblaciones del norte no sería completo si no volviéramos nuestras miradas hacia los países que se extienden desde las fuentes del Rin hasta el mar Negro, al otro lado de las fronteras septentrionales de Italia y de la península griega. En verdad es imposible que la antorcha de la historia ilumine el inmenso torbellino de pueblos que allí se estaban formando. Incluso si penetran en él algunos resplandores, como una débil llamarada en la profunda oscuridad de la noche, parece que contribuye a aumentar las tinieblas en vez de desterrarlas. Sin embargo, es un deber del historiador mostrar por lo menos los vacíos que tiene el libro de los anales de las naciones. Después de haber expuesto el vasto y poderoso sistema defensivo inaugurado por César, no se desdeñará en narrar en algunas líneas los esfuerzos hechos en estas regiones por algunos senadores generosos, con el fin de proteger las fronteras del Imperio.

LOS PUEBLOS ALPINOS

La Italia del Norte había quedado expuesta, como en otro tiempo, a las incursiones de los pueblos alpinos. En el año 695 vemos un gran ejército romano estacionado en Aquilea. Se concedió el triunfo a Lucio Afranio, procónsul de la Galia cisalpina, de donde puede concluirse que acababa de verificarse una expedición a la gran cadena. Poco tiempo después, los romanos entraron en relaciones constantes con el rey de los noricos. Sin embargo, no por esto había mejorado la seguridad de Italia, como lo prueba el saqueo de la floreciente ciudad de Tergeste (Trieste), a manos de los bárbaros de los Alpes en el año 702, en el momento mismo en que la insurrección transalpina había obligado a César a desguarnecer de tropas toda la alta Italia.

ILIRIA

En cuanto a los inquietos pueblos escalonados a lo largo de las costas ilirias, daban constantemente ocupación a sus señores, los romanos. Los dálmatas, la tribu más considerable de estas regiones, acababan de aumentar su confederación mediante la anexión de sus vecinos, hasta el punto de contar ahora con ochenta ciudades en lugar de las veinte que antes poseían. Habían arrebatado a los liburnios la ciudad de Promona (no lejos de Karha), ciudad que se negaron a restituir, y que originó una cuestión con los romanos. César envió contra ellos a las milicias locales, pero las batieron, y la explosión de la guerra civil impidió castigarlos. Esto explica en parte la razón por la cual, durante la gran lucha entre César y Pompeyo, este último halló en Dalmacia un seguro punto de apoyo. Los habitantes se mantuvieron en constante inteligencia con los pompeyanos y opusieron una enérgica resistencia a los lugartenientes de su adversario.

MACEDONIA

Macedonia, con Epiro y la península helénica, ofrecía al espectador un cuadro de desolación y ruina más grande que el de ninguna otra provincia del Imperio. En Dirrachium, Tesalónica y Bizancio se encontraba todavía algún movimiento comercial, y Atenas conservaba su nombre y sus escuelas de filosofía, que atraían la corriente de los viajeros. Pero en los demás puntos de Grecia, en aquellas ciudades tan populosas en otro tiempo, y en aquellos puertos donde se agitaban las muchedumbres, en la actualidad reinaba el silencio de la tumba. Ahora bien, mientras los griegos habían dejado ya de moverse, en las inaccesibles montañas de Macedonia continuaban su antigua tradición de guerras intestinas y de razzias en el país vecino. Por los años 697 y 698, los agreos y los dolopes saquearon las ciudades etolias; en el año 700, los pirustas devastaron del valle del Drina la Iliria meridional. No era mejor la actitud de los pueblos locales. Los dardanios en la frontera del norte, y los tracios en la del este, finalmente se habían sometido a la dominación de la República después de ocho años de incesantes combates (del 676 al 683). El más poderoso príncipe tracio, el señor del antiguo reino de Cotys, había entrado también bajo la clientela romana. Sin embargo, el país pacificado continuó sufriendo las incursiones procedentes del norte y del este, lo mismo que antes. El procónsul Cayo Antonio se vio un día muy apurado por los dardanios y por otras tribus inmediatas, que, al llamar en su ayuda a los terribles bastarnas de la orilla izquierda del Danubio, le hicieron sufrir una gran derrota en Istrópolis (Isterea). Más dichoso fue Cayo Octavio contra los besos y los tracios en el 694; pero llegó Marco Pisón, y los asuntos fueron de mal en peor, de lo cual no hay que admirarse: amigos o enemigos, todos compraban a fuerza de dinero el derecho de hacer su santa voluntad. Siendo él cónsul, los denteletas de Tracia (sobre el Estrimón) saquearon por todas partes la Macedonia y colocaron sus avanzadas hasta en la gran vía romana que iba de Dirrachium a Tesalónica. En esta última ciudad se esperaba un ataque a cada momento, mientras que el flamante ejército romano acantonado en la provincia parecía estar allí solo para asistir inmóvil a las devastaciones que los montañeses y los pueblos vecinos verificaban en el país de los pacientes súbditos de Roma.

EL NUEVO REINO DE LOS DACIOS

Por más que semejantes hostilidades no fueran un peligro para el poder de la República, eran, sin embargo, una vergüenza. Pero he aquí que, en este mismo tiempo, un pueblo comenzó a tomar asiento y a organizarse en Estado en las inmensas estepas de la Dacia, al otro lado del Danubio, pueblo que parece llamado a desempeñar en la historia un papel muy diferente al de los besos y los denteletas. En tiempos lejanos, entre los getas, o dacios, había salido un día al encuentro del rey un santo hombre llamado Zamolxis. En sus largos viajes por el extranjero había aprendido a conocer los caminos de los dioses y sus milagros.

Poseía a fondo la sabiduría de los sacerdotes egipcios y los secretos de los discípulos griegos de Pitágoras; ahora volvía a su país natal para concluir allí sus días, como piadoso solitario en una caverna de la «montaña sagrada».

Solo se comunicaban con él el rey y los oficiales, y de su boca recibían en todas las ocasiones importantes los oráculos y consejos útiles para el pueblo. De simple servidor del Dios supremo pasó muy pronto a ser el mismo Dios, como les sucedió a Aarón y a Moisés, a quienes el Señor de los judíos había designado para ser el «profeta» y «el Dios del profeta», respectivamente.

Aquí tuvo su origen una institución durable. A partir de esta fecha, todo rey de los getas tuvo a su lado un «hombre dios», que hablaba y revelaba al príncipe las órdenes que este transmitía al pueblo. Institución singular, donde la idea teocrática se puso al servicio del poder absoluto del rey. Los príncipes getas hicieron, respecto de sus súbditos, el papel que los califas jugaron entre los árabes. En la época que vamos historiando, la nación de los dacios verificaba una admirable evolución religiosa y política, guiada por su rey Berebistas y por su dios de Keneos. Degradados antes por el vicio brutal de la embriaguez, sin ideas morales ni políticas, estos bárbaros se transformaron de repente bajo el impulso de un nuevo evangelio de templaza y de valor. Al frente de estas bandas «puritanas», si se me permite la expresión, tan disciplinadas como entusiastas, Berebistas había fundado en pocos años un poderoso Imperio que ocupaba ambas orillas del Danubio y penetraba por el sur hasta el país de los tracios, los ilirios y los noricos. Aún no había chocado contra los romanos y nadie podía decir lo que sucedería con este singular Estado, cuyos principios recuerdan los primeros tiempos del islam. Lo que podía afirmarse, por lo menos, es que para luchar con los dioses getas se necesitaban otros hombres que no fueran los procónsules Antonio y Pisón.