IX
MUERTE DE CRASO. RUPTURA ENTRE LOS DOS REGENTES
CRASO EN SIRIA
Aunque sin mérito personal para ello, hacía mucho tiempo que se contaba a Marco Craso como uno de los miembros del «cancerbero de las tres cabezas», y servía de contrapeso a los dos soberanos reales, a César y a Pompeyo. Mejor dicho, en la balanza estaba al lado del primero contra el segundo. Nada era seguramente menos honroso que el papel del colega supernumerario; pero Craso se cuidaba poco del honor y jamás le sacrificó los intereses materiales. Ante todo, era comerciante y dejaba que comerciasen con él. Al no poder obtener más, tomó lo poco que se le ofrecía. Corroído por la ambición y descontento de su fortuna, que lo había colocado tan cerca y en realidad tan lejos del poder, olvidaba sus rencores sumergiéndose en los mares de oro acumulados a su alrededor. La conferencia de Luca no dejó de cambiar su posición. Incluso al hacer tan enormes concesiones a Pompeyo, César no descuidó todo lo que se relacionaba con su engrandecimiento personal, y, al dar a Craso en la provincia de Siria la ocasión que se reservaba para sí mismo en las Galias, lo precipitó en una guerra contra los partos. ¿Será que estas nuevas perspectivas no hicieron más que sobreexcitar la avaricia, que había llegado a formar en el sexagenario triunviro una segunda naturaleza, tanto más insaciable cuanto atesoraba más millones? ¿O despertaron además en su envejecido corazón el fuego insano de sus ambiciones, por tanto tiempo y con tanto trabajo reprimidas? No es fácil adivinarlo. Sea como fuere, Craso desembarcó en Siria a principios del año 700 (54 a.C.), y no esperó para partir a que terminase su consulado. En su febril impaciencia, se escatima los momentos y quiere ganar el tiempo perdido: desea unir los tesoros del Oriente a los del Occidente. Rápido como César e infatigable como Pompeyo, deseaba ir a conquistar el poder y la gloria militar.
SE RESUELVE LA EXPEDICIÓN CONTRA LOS PARTOS
Ya se había inaugurado la campaña contra los partos. Hemos manifestado en otro lugar la desleal conducta de Pompeyo, quien, violando la frontera del Éufrates y la letra de los tratados, había separado del reino parto varias provincias para agregarlas a la Armenia, a la sazón aliada de Roma. En aquel Estado reinaba Phraates, a quien un día dieron muerte sus dos hijos, Mitrídates y Orodes. Luego subió al trono el primero de ellos y declaró al instante (hacia el año 698) la guerra al monarca de Armenia, Artavasdes, hijo de Tigranes, quien había muerto poco tiempo antes[1], lo cual equivalía a declararla a la República. De esta forma, cuando el activo y esforzado procónsul de Siria, Gabinio, hubo sofocado la sublevación de los judíos, acometió la empresa de atravesar el Éufrates al frente de sus legiones. Pero había estallado una revolución en la Partia, y los principales del reino, dirigidos por el gran visir, genio joven y enérgico, habían ya destronado a Mitrídates y elevado al trono a su hermano Orodes. Esto fue causa de que el monarca derribado se declarase a favor de los romanos y se pasase al partido de Gabinio. Todo hacía augurar un feliz resultado a la empresa del procónsul, cuando de improviso recibió orden de ir con su ejército a reponer al rey de Egipto en su trono de Alejandría. Le era forzoso obedecer; pero, con la esperanza de un pronto regreso, dio encargo de comenzar las hostilidades al príncipe desposeído que solicitaba su auxilio. Así lo hizo Mitrídates: Babilonia y Seleucia se declararon a su favor. El visir recobró esta última ciudad tomándola en persona por asalto, y siendo él el primero en escalar las murallas. En Babilonia y sitiado por hambre, Mitrídates se rindió a discreción y fue condenado a muerte por orden de su hermano. Para los romanos este descalabro era una sensible pérdida; sin embargo, la agitación continuaba en la Partia y la guerra con la Armenia no había terminado aún. Así fue que Gabinio, después de llevar a feliz término la expedición al Egipto, se disponía a aprovechar aquella favorable ocasión para reanudar sobre el Éufrates sus interrumpidas operaciones. Pero en ese momento llegó a Siria Craso, quien, al propio tiempo que lo reemplazaba en el mando, se apoderó de sus planes y quiso ejecutarlos. En sus ambiciosos proyectos no tenía en cuenta las dificultades de la marcha y menos aún la fuerza defensiva del enemigo; llevado por su loca confianza, no hablaba de otra cosa que de someter a la Partia bajo sus armas, viendo ya en perspectiva las conquistas de la Bactriana y de la India.
LOS ROMANOS PASAN EL ÉUFRATES
El nuevo Alejandro tampoco se apresuraba. Antes de lanzarse a aquella gran empresa, se consagró a otros asuntos igualmente importantes y en extremo provechosos. Por su orden fueron despojados de sus tesoros el templo de Derceto, en Hierápolis Bambica; el de Jehová, en Jerusalén, y otros muchos santuarios de Siria. Todos los pueblos tributarios tenían que facilitar su contingente o, a cambio de este servicio, gruesas sumas de oro. En la primera campaña se limitó a hacer un gran reconocimiento del país de la Mesopotamia: atravesó el Éufrates, derrotó al sátrapa parto en Ichnae (cerca de Belik, al norte de Rakkah); ocupó las plazas inmediatas, entre otras la importante Niceforion, y, luego de dejar en ellas suficiente guarnición, penetró en la Siria. Craso vacilaba sobre el camino que había de seguir: ¿debería dar la vuelta por la Armenia, o sería preferible marchar sobre la Partia por el camino recto, atravesando el desierto de Mesopotamia? Al parecer, el rodeo por Armenia era lo más seguro, puesto que era un país montañoso, y sus poblaciones, aliadas de Roma. Se presentó en el campamento el mismo rey Artavasdes para recomendar este plan de operaciones; pero, después de hecho el reconocimiento, durante la buena estación se decidió a emprender la marcha por la Mesopotamia. Las numerosas y florecientes ciudades griegas o semigriegas, situadas a lo largo del Éufrates y del Tigris, Seleucia sobre todo, odiaban la dominación de los partos. Por lo demás, igual que lo verificado en el año 689 entre los ciudadanos de Carras, todos los hebreos domiciliados en las localidades donde se presentaban los romanos estaban dispuestos a auxiliarlos; no deseaban otra cosa que sacudir el yugo extranjero y se manifestaban prontos a recibirlos como a sus libertadores y casi como a compatriotas. Además, el jeque árabe Abgar, señor del desierto de Edesa y Carras, y del camino que de ordinario se seguía desde el Éufrates hasta el Tigris, se había presentado también en el campamento ofreciendo a Craso su decidida cooperación. En cuanto a los partos, hasta entonces no habían hecho preparativo alguno. Las legiones pasaron nuevamente el Éufrates (no lejos de Biradjik). Aquí también se les ofrecían dos caminos que conducían al Tigris: o bien podían seguir el curso del Éufrates hasta la altura de Seleucia, sitio donde solo una distancia de pocas millas separa los dos ríos, o atravesar el gran desierto caminando en línea recta en dirección al Tigris. De seguir el primer itinerario, llegaban directamente a Ctesifon, capital de los partos, situada en frente de Seleucia, sobre la ribera izquierda de este río. Muchos y muy importantes oficiales opinaron en los consejos de guerra de Craso que se siguiera esta ruta. El cuestor Cayo Casio, sobre todos, insistió en las dificultades de intentar una marcha por el desierto, aduciendo los detallados informes que las guarniciones romanas de la ribera izquierda del río habían dado acerca de los preparativos que el enemigo hacía a la sazón. Por otra parte, Abgar desmentía todas aquellas noticias. Según él, el parto solo se ocupaba en evacuar sus provincias occidentales; había ya recogido sus tesoros y puesto en camino para refugiarse entre los hircanios y los escitas; por lo tanto, si no se forzaba la marcha por el camino más corto, no se le podría dar caza. En esta dirección al menos se alcanzaría la retaguardia del gran ejército, mandado por Silaces y por el visir, se la destruiría y se recogería un inmenso botín. Finalmente se decidió seguir las indicaciones de estos beduinos amigos, y el ejército romano, compuesto de siete legiones, cuatro mil jinetes y otros cuatro mil entre honderos y arqueros, dejó las orillas del Éufrates y se internó en las inhospitalarias llanuras de la Mesopotamia del Norte.
MARCHA A TRAVÉS DEL DESIERTO
Pero no se divisaba el ejército contrario por ninguna parte, y solo el hambre y la sed eran los terribles enemigos contra quienes tenían que luchar en aquel inmenso desierto. Al final, después de muchos días de una penosa marcha, vieron a los primeros jinetes partos en las orillas del Balissos (el Belik), primer río que los romanos tenían que pasar. Con la velocidad del rayo, Abgar se dirigió contra ellos al frente de sus árabes, y los escuadrones partos desaparecieron al otro lado del río y se internaron mucho, perseguidos por el caudillo árabe y por los suyos. Su regreso era esperado con impaciencia, pensando todos que traería noticias. El triunviro creía apoderarse ya de aquel enemigo que rehusaba un encuentro, y su hijo Publio ardía en deseos de venir con él a las manos. El valor y las heroicas hazañas del joven capitán le habían dado un nombre distinguido en las Galias a las órdenes de César, quien lo había enviado con un cuerpo de caballería gala a alistarse en la expedición a la Partia. Sin embargo, de parte del enemigo no se envió embajada alguna, y Craso decidió seguir adelante a pesar de todo. Dada la señal de marcha, fue atravesado el Balissos, y el ejército, después de un ligero e insuficiente descanso hacia el mediodía, se precipitó en su marcha sin dar lugar al reposo. De repente resuenan alrededor de los romanos los timbales de los partos; por todas partes se veían ondear sus estandartes de seda bordados de oro y brillar al reflejo de los rayos del sol del mediodía las armaduras y cascos de hierro. Abgar con sus beduinos estaba al lado del visir.
SISTEMAS DE GUERRA DE LOS ROMANOS Y LOS PARTOS
Demasiado tarde los romanos comprendieron la emboscada en que habían caído. El visir había visto con ojo perspicaz el peligro y los medios de conjurarlo. Como la infantería de los orientales era impotente contra la de línea de los romanos, se había desembarazado de ella, y luego de confiarle al rey Orodes el mando de aquellas fuerzas, que eran inútiles en un verdadero campo de batalla, lo había enviado con ellas a la Armenia. De este modo cortaba la marcha a los diez mil jinetes auxiliares prometidos por Artavasdes a Craso. La falta de estos auxilios fue para el general romano un mal irreparable; además, el visir, que tenía que habérselas con la táctica romana, sin igual en el mundo, le opuso otra enteramente distinta. Su ejército era todo caballería, y por vanguardia tenía pesados escuadrones armados de largas lanzas, hombres y caballos protegidos por corazas y mallas de acero, golas de cuero y otros resguardos análogos, en tanto el grueso del ejército lo formaban flecheros montados. Los romanos, por el contrario, carecían casi por completo de estas armas especiales, y al ser inferiores en tropas de este género, por el número y por la destreza en manejar dichas armas, nada podían hacer con sus infantes. Por excelentes que los legionarios fuesen en las luchas cuerpo a cuerpo o en los combates a corta distancia, arrojando el pesado pilum o esgrimiendo la espada en la pelea, ¿cómo habrían de romper estas inmensas líneas de caballería y venir con ellas a las manos? Y aunque pudieran acercarse al enemigo, ¿no se estrellarían contra la muralla de hierro de aquellos lanceros a caballo, que eran tan buenos o mejores soldados que ellos? Frente a los partos, armados de esta suerte, toda la desventaja estaba de parte de las legiones. En los medios estratégicos, como no tenían caballería, no disponían de sus comunicaciones, y en los medios de combate, al no venirse a la lucha cuerpo a cuerpo, el arma de largo tiro triunfaba necesariamente sobre la de corto alcance. Incluso el orden de formación de los romanos, basado en su sistema táctico, aumentaba aún más el peligro y hacía mayor la desventaja. Mientras más compactas eran las columnas, más irresistible era también su choque en los combates ordinarios. En esta ocasión, sin embargo, cuando el parto las acometía, sus innumerables flechas caían entre sus filas haciendo blanco seguro. En circunstancias normales, si se hubiera tratado de defender una plaza o de operar sobre un terreno quebrado, los numerosos escuadrones de los partos habrían sido impotentes contra la pesada infantería romana. Pero, en medio del desierto de Mesopotamia, la táctica del parto era irresistible para un ejército que flotaba como un barco perdido en alta mar, después de largas y numerosas marchas, sin encontrar ni un obstáculo ni una posición sólida. A favor de las circunstancias, podía emplearse esta táctica en la sencillez de su concepción primera y en toda su potencia efectiva. En suma, todo contribuía a asegurar la ventaja del jinete asiático sobre el legionario romano. En tanto la pesada infantería de Roma avanzaba trabajosamente en aquellos arenales y estepas, sufriendo el hambre y la sed por un camino que no estaba trazado y en el que apenas había a largos trechos algunas fuentes, que además era difícil encontrar; el jinete parto, acostumbrado desde niño a estar montado sobre la silla de su rápido corcel o de su camello, y a pasar su vida, por decirlo así, familiarizado con el país y sus dificultades, a las que por necesidad sabía vencer, volaba por aquellas inmensas llanuras. Por lo demás, tampoco caía la benéfica lluvia que viniera a atenuar el calor de las abrasadas arenas, o a aflojar las cuerdas y las correas de los arcos y de las hondas del enemigo; y así, con frecuencia, era imposible construir campamentos en aquellas profundas y movibles arenas, abrir fosos y levantar trincheras. No concibo situación militar más apurada que aquella, en la que de una parte estaban todas las ventajas, y de la otra, todos los inconvenientes.
Pero si se pretende descubrir el origen de esta nueva táctica de los partos, la primera que fue empleada en su verdadero terreno y venció a las armas romanas, no se obtendrán sino simples conjeturas. En todo tiempo el Oriente tuvo sus jinetes armados de lanzas y de arcos, los cuales formaron el núcleo de los ejércitos de Ciro y de Darío; sin embargo, tenían una importancia secundaria, servían principalmente para cubrir aquella inútil infantería de la que hemos hablado. Los mismos partos no habían abandonado la antigua organización, y podría citar algunos de sus ejércitos en los que la caballería componía tan solo una sexta parte del total de los soldados. En la campaña contra Craso, por el contrario, por primera vez hallamos a la caballería completamente sola, y la nueva aplicación hecha de esta arma infunde en ella un gran valor. La experiencia de la fuerza irresistible de la infantería legionaria parece haber enseñado a cada uno de los adversarios de Roma, a un mismo tiempo y en las más diversas regiones, una innovación que fue eficaz en todas partes: desde esta época se opusieron la caballería y las armas de largo tiro a aquellos infantes preparados para el combate cuerpo a cuerpo. En la Britania, esta estrategia fue en extremo útil a Casivelaum; en las Galias, empleada por Vercingetorix, tuvo en parte buen éxito, y el mismo Mitrídates Eupator pretendió también emplearla. Pero al visir de Orodes le estaba reservado hacer una más completa aplicación, al formar su tropa de línea con la caballería pesada y utilizar el arco como segura y efectiva arma de tiro. Por lo demás, esta era el arma nacional del Oriente, admirablemente manejada, especialmente por los contingentes de los países persas, que hallaban en las condiciones de su suelo y de su pueblo todo lo que necesitaban para la completa realización de esta idea nueva. Allí serán vencidas por vez primera el arma de corto alcance y la compacta formación de los romanos, por el arma de tiro largo y el sistema de desplegar las fuerzas, ensayado por Surena; allí, por último, se prepara la revolución militar que acabará después con el uso de las armas de fuego.
BATALLA DE CARRAS
El encuentro tuvo lugar en mitad del desierto, un poco al norte de Ichnae, a seis millas aproximadamente al sur de Carras (Harran). Los arqueros de Craso que iban a vanguardia fueron inmediatamente rechazados por los innumerables de los partos, cuyas armas, de mucha más tensión que las de los romanos, arrojaban las flechas infinitamente más lejos. Algunos inteligentes oficiales habían propuesto que se marchase hacia el enemigo desplegando las filas cuanto fuera posible; pero, en vez de esto, el ejército, que se formó en un completo cuadro que presentaba doce cohortes por cada lado, fue al punto deshecho. Cubiertos por una nube de dardos, que hacían blanco seguro aunque fueran arrojados sin puntería, los legionarios sucumbían sin poder defenderse. En un principio, se creyó que las municiones de los enemigos se consumirían en breve: ¡vana esperanza!; detrás del ejército iba un inmenso número de camellos cargados. Mientras tanto, los escuadrones partos iban desplegándose cada vez más y las legiones romanas iban a ser muy pronto sitiadas, cuando Publio Craso, con una división escogida de caballería de arqueros y de infantería, se precipitó contra el enemigo, el cual suspendió su movimiento concéntrico y retrocedió vivamente perseguido por el brioso capitán. Pero, de pronto, cuando el grueso del ejército romano se había perdido de vista, hizo frente la caballería pesada de los partos. De todos lados se dirigen a rienda suelta innumerables escuadrones de arqueros contra Publio, que ve caer a los suyos unos después de otros, sin que puedan ni atacar ni defenderse. Desesperado, se precipita con su caballería ligera, no acorazada, contra el enemigo, pero se estrella contra los lanceros montados y cubiertos de hierro. En vano sus galos hicieron prodigios de valor; en vano, despreciando la muerte, cogen y doblan las lanzas enemigas, o intentan herir tirándose del caballo: todo fue inútil, todo aquel valor fue malogrado. En su retirada, los restos del escuadrón, y entre ellos su caudillo, herido en el brazo con que sostenía la espada, se apoderaron de una pequeña eminencia, donde todavía sirvieron de blanco a las terribles flechas. Los griegos mesopotamios, que conocían el país, suplicaron a Publio Craso que montase con ellos a caballo, pues intentaban salvar su vida por un supremo esfuerzo. Pero aquel se negó a desligar su suerte de la de tantos bravos a quienes su temeridad había conducido a morir, y ordenó a su escudero que le diese muerte. La mayor parte de sus oficiales imitaron su ejemplo, y, de seis mil hombres aproximadamente que componían la división, apenas quinientos cayeron con vida en poder de los partos: ninguno se salvó de aquel combate. Mientras tanto, el enemigo había dado algún respiro al grueso del ejército romano, que no dejó de aprovecharlo. Pero aún no se habían recibido noticias del cuerpo de Publio, y la inquietud siguió a aquella aparente calma. Queriendo saber a qué atenerse, el ejército se dirigió hacia el campo de batalla; allí Craso vio acercarse al enemigo, que traía clavada en una pica la cabeza de su hijo. Los legionarios comienzan entonces un combate parecido a la reciente lucha, combate furioso y sangriento como ella, y como ella también sin esperanza. Imposible romper la línea de los lanceros acorazados; imposible llegar a los flecheros. Solo la noche puso fin a la matanza. Si los partos hubieran vivaqueado sobre el terreno, habría perecido hasta el último soldado romano; pero el enemigo no sabía combatir sino a caballo, y por temor de una sorpresa no acampaba jamás frente a su adversario. Los partos dijeron en tono de burla que dejaban a Craso «una noche para llorar la muerte de su hijo», y se retiraron luego con la intención de volver al siguiente día para acabar la matanza y recoger del suelo los sangrientos trofeos. Los romanos se guardaron de esperarlos. Como Craso había perdido la razón, sus lugartenientes Casio y Octavio levantaron el campamento con presteza y sigilo; dejaron sobre el terreno a los heridos y dispersos, y, con las restantes tropas que podían emprender la marcha, se dirigieron hacia Carras, donde contaban con ponerse al abrigo detrás de las murallas de la plaza. Cuando al día siguiente volvieron los partos, se entretuvieron en perseguir a los soldados dispersos del combate de la víspera; todos fueron matados o capturados. Por otra parte, como la guarnición y los habitantes de Carras habían tenido a tiempo conocimiento de la catástrofe por los fugitivos, salieron al encuentro de Craso. Sin ese recurso y sin el tiempo perdido por los partos, los restos del ejército habrían sido quizá completamente destruidos.
LOS ROMANOS SALEN DE CARRAS. DESASTRE DE SINNACA
Las tropas enemigas no podían pensar en dar el asalto a la plaza; pero muy pronto los romanos salieron de ella, ya fuera por hambre o por vituperable precipitación del triunviro, a quien sus soldados habían querido, aunque en vano, separar del mando para confiárselo a Casio. Así fue que emprendieron el camino de las montañas de Armenia; marchando de noche y acampando de día, Octavio logró al fin ocupar con cinco mil hombres la fuerte posición de Sinnaca, puerto de salvación para el ejército, ubicada a una jornada de las primeras alturas. Allí, aun con peligro de su vida, libró a su general, que había sido extraviado por los guías y que estaba a punto de caer en poder del enemigo. Entre tanto, el visir se acercó al campamento ofreciendo paz y amistad a los romanos en nombre del rey, y proponiendo una entrevista con Craso. El ejército, desmoralizado, pidió a su general que aceptase el ofrecimiento de Surena, y hasta lo obligó a ello. El visir recibió al consular y a su Estado mayor con todos los honores de costumbre, e hizo de nuevo la proposición de un pacto de alianza. Pero al propio tiempo les recordó, como amarga reconvención, la mala suerte de los tratados que habían celebrado otras veces con Lúculo y con Pompeyo sobre la frontera del Éufrates, y les exigió que firmasen al punto un documento. Entonces los partos arreglaron una tienda de campaña ricamente adornada, presente que su rey quería hacer al general romano, y los criados del visir rodearon todos a Craso para ayudarlo a colocarse en la silla. Pero los lugartenientes del general romano vieron con entera evidencia que el designio de Surena no era otro que apoderarse de la persona de aquel, y entonces Octavio, que estaba desarmado, desenvainó la espada de uno de los partos y mató a un esclavo del visir. Se originaron entonces los naturales tumulto y confusión: todos los oficiales romanos fueron sacrificados, y el viejo Craso, siguiendo el ejemplo de uno de sus antepasados, no quiso caer vivo en poder del enemigo ni servirle de trofeo, así que buscó y encontró la muerte en aquel tumulto. Por último, los legionarios que habían quedado en el campo fueron capturados o dispersos. De esta suerte terminó el 9 de julio del año 701, en Sinnaca, el desastre comenzado en la jornada de Carras: fecha terrible que recuerda los combates del Alia, de Cannas y de Arausio. Ya no existía el ejército del Éufrates. Solo pudieron escapar Cayo Casio, separado del grueso del ejército durante la retirada de Carras, y varios pelotones dispersos. Algunos fugitivos aislados pudieron también sustraerse a la persecución de los partos y de los beduinos, retirándose a la Siria. De los cuarenta mil legionarios, o más, que habían atravesado el Éufrates, no se salvaron más que la cuarta parte: la mitad pereció y cerca de diez mil prisioneros fueron conducidos por los vencedores a las extremidades del Oriente, al oasis de Merw, donde vivieron como esclavos, sujetos a servir en el ejército según la ley de los partos. Por primera vez desde que las legiones seguían las águilas romanas, estas habían caído, casi al mismo tiempo y en el mismo año, en poder del extranjero vencedor. En Occidente se habían apoderado de ellas los germanos, y los partos en la región del Oriente. Ningún historiador nos ha dicho cuál fue la impresión que en Asia produjo la derrota de Craso; pero debió ser profunda y duradera. En esta época el rey Orodes celebraba las bodas de su hijo Pacoro con la hermana del monarca armenio, su nuevo aliado, y en medio de aquellas fiestas recibió la noticia de la victoria y la cabeza de Craso que el visir le enviaba, según la tradición oriental. Se habían dejado ya las mesas del festín; y una de aquellas compañías de cómicos ambulantes que se dirigían hasta las últimas regiones del Asia, llevando consigo la poesía y la música griegas, de las que a la sazón había tantas, estaba representando ante la corte reunida las Bacantes de Eurípides. En el pasaje del drama en que Agave entra en la escena trayendo del Citeron la cabeza de su hijo Penteo, a quien había destrozado en un arranque de furor dionisíaco, el actor que representaba el papel presentó a los espectadores el despojo sangriento del triunviro, y, en medio de los frenéticos aplausos de aquel público de bárbaros semihelenizados, recitó la famosa estrofa del poeta: «Traemos de la montaña la fresca rama cortada; la caza ha sido buena». Por primera vez desde la era de los Aqueménidas, el Occidente era vencido por el Oriente. ¡Y qué profundo sentido en estas fiestas, en las que el Asia toma del mundo occidental una de sus más espléndidas creaciones; en las que la tragedia griega se convierte en una parodia ridícula y sangrienta en manos de aquellos degenerados hijos! En este aspecto, la sociedad romana y el genio de la Grecia corren parejas y se acomodan al régimen tiránico de los sultanes.
CONSECUENCIAS DE LA DERROTA
La derrota de Craso, terrible en sí, parecía que debía tener todavía más terribles consecuencias. Los fundamentos del poder romano en el Asia debían sufrir un hondo quebranto. No era suficiente ver a los partos dominar en lo sucesivo sobre toda la margen izquierda del Éufrates, y a la Armenia, separada de la alianza romana antes de la derrota del triunviro, unirse estrechamente al vencedor. Tampoco era bastante ver a los fieles ciudadanos de Carras sometidos por los partos al yugo de un nuevo señor (Andromacos, uno de aquellos pérfidos guías que habían engañado a los romanos), expiando duramente sus afecciones occidentales. Por el contrario, los partos se prepararon sin demora para atravesar la frontera del río, pues, unidos a los árabes y a los armenios, pretendían nada menos que arrojar de la Siria a los romanos. Así como los helenos del lado de allá del Éufrates habían esperado su libertad de los romanos, de la misma manera los judíos y otros pueblos orientales esperaban con impaciencia a los partos. Para Roma, donde estaba próxima a estallar la guerra civil, era un gran peligro el ataque que la amenazaba en aquella parte del Asia y en aquel momento solemne. Pero, afortunadamente para la República, no eran los mismos los generales de ambos ejércitos. El sultán Orodes debía mucho al heroico visir que le había colocado la corona en la cabeza y arrojado del suelo de la patria al extranjero invasor, pero el pago que le dio fue entregarlo al verdugo. En su lugar, nombró para el mando del ejército de invasión en Siria a su hijo Pacoro, joven inexperto, a quien otro jefe, Osaces, asistía con sus consejos y sus conocimientos militares.
LOS PARTOS SON RECHAZADOS
Entre los romanos se encargó del mundo interior de la provincia el cuestor de Craso, Cayo Casio, hombre valeroso y prudente al mismo tiempo. Los partos, como antes había hecho Craso, retardaron el ataque, y durante los años 701 y 702 no enviaron al otro lado del Éufrates sino cuerpos de merodeadores que eran rechazados sin esfuerzo, y de cuya lentitud se aprovechó Casio para reorganizar como pudo el ejército. Con el auxilio de Herodes Antipater, amigo fiel de los romanos, sometió a la obediencia a los judíos, a quienes el saqueo de su templo hecho por Craso había movido a recurrir a las armas. En Roma habían tenido sobrado tiempo para enviar nuevas tropas a la defensa de la frontera, pero se descuidó el hacerlo a raíz de las convulsiones de la revolución que comenzaba. De esta froma, cuando en el año 703 el gran ejército parto se presentó en la frontera del Éufrates, Casio no podía oponerle más que las dos débiles legiones formadas con los restos del ejército de Craso. Naturalmente, no pudo impedir el paso del río ni proteger la provincia, y los partos se extendieron por toda la Siria haciendo temblar a toda Asia occidental; pero, como no conocían el arte de sitiar las plazas, vinieron a estrellarse contra los muros de Antioquía, donde Casio se había refugiado con los suyos. De esa plaza se retiraron sin haber conseguido nada, y en su retirada cayeron en una emboscada que el romano les había preparado sobre el Oronte. A consecuencia de esto, quedaron muy mal parados por la infantería legionaria y dejaron entre los muertos al general Osaces. Era evidente para todos, amigos y enemigos, que, en las circunstancias ordinarias del terreno y del mando, el soldado parto no valía más que los otros soldados orientales. A pesar de esto, no abandonó la ofensiva, y, en el invierno del año 703 al 704, Pacoro vino a acampar a la Cirréstica, sobre la orilla izquierda. El nuevo procónsul de Siria, Marco Bíbulo, tan mal general como incapaz hombre de Estado, no supo hacer otra cosa que encerrarse en sus fortalezas. Por todas partes se esperaba que se abriera la campaña del año 704 con más actividad que nunca; pero, de improviso, Pacoro, en vez de atacar a los romanos, se volvió contra su propio padre, para lo cual entró en negociaciones con los mismos romanos. Y si bien es cierto que no se había borrado la mancha que cayera sobre las armas romanas, y que estaba lejos de reaparecer su autoridad en Oriente, las invasiones partas cesaron y se mantuvo la frontera del Éufrates.
IMPRESIÓN PRODUCIDA EN ROMA POR LA DERROTA DE CARRAS
Mientras tanto, el volcán revolucionario producía en Roma terribles convulsiones y, ¡síntoma deplorable de aquellos tiempos de decadencia!, las inmensas catástrofes de Carras y de Sinnaca preocupaban y daban mucho menos que hablar a los políticos del día, que aquella miserable empresa de la vía Apia, donde unos dos meses después de la muerte de Craso había perecido Clodio, el jefe de las facciones. Con todo, lo comprendo y lo disculpo. Presentida desde hacía mucho tiempo como inevitable, y con frecuencia anunciada como próxima, era inminente a todas horas la ruptura entre los otros dos triunviros. Como el barco de la leyenda griega, el bajel de la República se hallaba entre dos escollos, alternativamente a flor de agua; de un momento a otro se esperaba verlo estrellarse. En cuanto a sus tripulantes, sobrecogidos de un terrible pánico, tenían toda su atención puesta en los más leves movimientos que se sentían a su lado, sin atreverse a dirigir sus miradas a lo lejos, ni a derecha ni a izquierda.
SE
ENTIBIA LA CONCORDIA ENTRE LOS DOS TRIUNVIROS. DICTADURA DE
POMPEYO.
GUERRA INSIDIOSA QUE ESTE HACE A CÉSAR
Se recordará que en las conferencias celebradas en Luca, en abril del 698, César había hecho grandes concesiones a Pompeyo con objeto de restablecer entre ambos el equilibrio. Para llegar a un acuerdo, tampoco habían olvidado las condiciones exteriores de la duración del mando, si es que puede llegarse a una división del poder real, que por su esencia es indivisible. Por el momento se planteaba otra cuestión: ¿estaban decididos los dos árbitros de Roma a marchar de acuerdo, en el presente al menos, y a reconocerse mutuamente, y sin reserva, sus derechos a un poder igual? Con respecto a César ya lo hemos dicho: al poner a Pompeyo sobre el mismo pedestal que él, ganaba el tiempo necesario para la conquista de las Galias; pero, en cuanto a Pompeyo, dudo que jamás pensara seriamente, ni por un momento siquiera, en aceptar un colega. Era de esos hombres de baja y liviana condición, ante quienes es peligroso dar pruebas de generosidad. De hecho, al buscar la ocasión de suplantar a un rival, que su mezquina ambición había aceptado con disgusto, creía obedecer a la voz de la prudencia; y en su alma vulgar solo aspiraba a devolverle a César en represalias las humillaciones que le había hecho sufrir la misma condescendencia de su colega. Sin embargo, como conservaba las inclinaciones de su natural torpe y perezoso, no había podido acostumbrarse a la idea de tener a César por enemigo, y es evidente que tardó mucho en decidirse por completo a una ruptura. La opinión pública no se equivocó en esto. Acostumbrada a leer en los pensamientos y en las intenciones de Pompeyo, mejor que él mismo, hacía remontar la ruptura de la alianza entre el suegro y el yerno a la fecha de la muerte de la hermosa Julia, arrebatada a la vida en la flor de la edad, durante el otoño del año 700, muerte que fue muy luego seguida por la de su único hijo. En vano quiso César reanudar el parentesco de afinidad al que había puesto fin la muerte; en vano pidió para esposa a la única hija de Pompeyo y propuso a su vez, para mujer de este, a su parienta más cercana, Octavia, nieta de su hermana. Pompeyo dio su hija Pompeya a su prometido, Fausto Sila, hijo del dictador, y él se casó con la hija de Quinto Metelo Escipión. Esta conducta indicaba bien claramente que quería romper las relaciones de familia, y él fue quien esquivó la alianza. Todos esperaban una ruptura política inmediata, y, sin embargo, se engañaron. Exteriormente, y en los asuntos públicos, los triunviros conservaban su buena inteligencia, para lo cual tenían sus razones. César no quería la ruptura antes de terminar la conquista de las Galias, y Pompeyo, que iba a ser investido de la dignidad dictatorial, deseaba primero tener en sus manos todos los poderes y toda la Italia. En esta ocasión (cosa singular, y, sin embargo, fácil de comprender), los dos triunviros se prestaron todavía mutuo apoyo. En el invierno del año 700, después del desastre de Aduatuca, Pompeyo prestó a César una de sus legiones, que habían sido licenciadas; y César, a su vez, prestó su consentimiento y su apoyo moral a Pompeyo en todas las medidas represivas que este tomó contra la oposición republicana recalcitrante. A principios del año 702, Pompeyo logró su objetivo y fue cónsul único; su influencia en la ciudad oscurecía la del procónsul de las Galias, y todas las milicias italianas habían prestado juramento en sus manos y en su nombre. Entonces creyó llegado el momento de romper sin dilación, y se decidió a ello sin más vacilaciones. Al verlo castigar duramente y sin compasión a los antiguos adictos del partido democrático, comprometido en la intentona de la vía Apia, habría podido decirse, en rigor, que aquella conducta era inspirada por un sentimiento de torpe saña. Ahora bien, con la nueva ley contra la intriga, que se retrotraía al año 684, y que comprendía en sus previsiones incluso aquellos actos impertinentes que se imputaron a César con ocasión de su candidatura consular, muchos cesarianos habían visto ya en ello el signo de un pensamiento hostil. Quizás en el fondo no hubiera nada todavía; pero llegó el momento en que, lejos de hacer lo que la situación exigía y muchos reclamaban, Pompeyo ya no quiso asociarse en el consulado con este mismo César, en otro tiempo su suegro. En cambio, prefirió colocar a su lado, en la silla curul, a su nuevo suegro Escipión, simple figura decorativa a quien manejaba a su talante. Entonces habría sido menester cerrar los ojos a la evidencia para no ver el giro que tomaban los asuntos. Y después, al mismo tiempo que hacía que se prorrogase por cinco años (hasta el 709) su proconsulado de las Españas, donde, por una autorización especial, disponía plenamente del Tesoro para pagar a sus tropas; estuvo lejos de pedir para César otra prórroga igual y las mismas atribuciones financieras. A la sazón, se promulgaron leyes que reorganizaban la investidura de los altos cargos; y esas leyes, tras la apariencia de una medida general, no tendían a otra cosa que a separar a César del mando de las Galias antes de que expirara el plazo convenido. Eran medidas concebidas todas manifiestamente para hundir a César, minándole su posición. Ninguna ocasión era más propicia que esta. César, al conceder en Luca a Pompeyo tan amplios poderes, se había dicho que, en caso de que llegara la ruptura, tendría a su lado a Craso y el ejército de Siria, echando todo el peso de su poder en la misma balanza. Craso abrigaba contra Pompeyo un sentimiento de odio profundo desde el tiempo de Sila, y casi en la misma época se había hecho amigo personal y político de César, quien sabía que, como aquel no podía aspirar a ser el rey de Roma, se contentaría con ser el vencedor del nuevo monarca. Por consiguiente, César podía contar decididamente con Craso y estar seguro de que no se pasaría al campo enemigo. No hay que decir que la catástrofe del mes de junio del año 701, en la que quedaron sepultados el ejército de Siria y su jefe, había sido para César un terrible golpe. Algunos meses más tarde, cuando el levantamiento nacional de las Galias parecía por completo sofocado, estallaba con más fuerza en toda la región. Fue entonces que el triunviro se encontró por primera vez frente a él a un adversario de genio, a Vercingetorix, rey de la Arvernia. La fortuna se había declarado de nuevo a favor de Pompeyo: sublevada toda la Galia, muerto Craso, quedaba solo él como dictador en Roma y dueño absoluto del Senado. ¿Qué habría sucedido si, en vez de maquinar de lejos una tenebrosa intriga, hubiera hecho pura y simplemente que el pueblo y el Senado llamasen a César? Pero Pompeyo no supo nunca aprovecharse de las circunstancias: quería la ruptura y hacía ver mal encubiertos sus propósitos. Desde el año 702 sus actos eran decisivos; desde la primavera del 703 su lenguaje era explícito, y, sin embargo, no llevó a cabo la ruptura y dejó el tiempo correr, sin aprovecharlo.
LAS ANTIGUAS ENSEÑAS Y LOS PRETENDIENTES.
CÉSAR Y LA DEMOCRACIA
Mas a pesar de estas vacilaciones, se acercaba la crisis, empujada incesantemente por la corriente de los sucesos. La guerra próxima a estallar no era la lucha entre la República y la monarquía, que había sido resuelta ya hacía algunos años, sino simplemente era el combate entre César y Pompeyo. Ahora bien, a ninguno de los dos contendientes convenía declararlo así, porque esto habría sido arrojar a las filas enemigas a todos aquellos ciudadanos que deseaban la continuación de la República y que creían posible su existencia. Los antiguos gritos de combate de los Gracos, de Druso, de Cina y de Sila, por vulgares y vacíos que fuesen, eran buenos todavía para los dos generales que iban a disputarse el imperio supremo. Y si, a la sazón, tanto Pompeyo como César se proclamaban oficialmente campeones del partido popular, era evidente que el segundo llevaba en su bandera la divisa del pueblo y del progreso democrático, mientras que la de Pompeyo era: aristocracia y constitución legítima. César no podía elegir: originaria y tradicionalmente demócrata, entendía que la monarquía solo se diferenciaba en su forma exterior del régimen popular imaginado por los Gracos, pero no en su esencia. Además, era un político demasiado profundo y de muy alto sentido para ocultar sus opiniones, y a ningún precio habría combatido bajo otra bandera que la suya. A decir verdad, poco provecho había de darle aquel grito de guerra, y solo llevaba la ventaja de no llamar a la monarquía por su nombre, aquel nombre aborrecido y maldito que había consternado a la muchedumbre de las gentes tibias, y aun a sus mismos partidarios. Después de los ridículos y vergonzosos excesos de la campaña de Clodio, la bandera democrática y la idea de los Gracos no atraían ya considerables fuerzas. En efecto, fuera de los transpadanos era muy difícil encontrar en esta época un solo círculo, una sola fracción de alguna importancia, al que hubiera podido mover a la pelea el antiguo grito de combate.
LA ARISTOCRACIA Y POMPEYO
En cuanto a Pompeyo, no era dudoso el lugar que le correspondía en la contienda, aun en el supuesto de que todas las circunstancias no lo señalaran como el verdadero general de la República legítima. Miembro de la antigua aristocracia, solo una casualidad o los motivos más egoístas podrían haberlo hecho abandonar su campo para pasarse al de los demócratas. Volver entonces a la tradición de Sila era para él, indudablemente, no solo mostrarse consecuente, sino obedecer a su interés real. Mientras que el grito de combate de los demócratas no encontraba eco en ninguna parte, el de los conservadores era en extremo poderoso: había sido lanzado por el hombre de la situación y pertenecían al partido constitucional la mayoría de los ciudadanos, o por lo menos, su núcleo más escogido. Fuertes por el número y por la autoridad moral, quizá fuesen llamados a intervenir poderosa y decisivamente en la lucha de los pretendientes. Solo les faltaba un jefe. Marco Catón, su mejor caudillo, cumplía sus deberes de capitán a la manera que él los entendía, exponiendo diariamente su vida, tal vez sin esperanza de éxito. Es necesario estimar su escrupulosa rigidez, pues, de quedarse en el último de los puestos de peligro, alabaremos al soldado pero no al general. El partido del gobierno destronado, que disponía de una poderosa reserva salida, por decirlo así, del suelo del interior de Italia, no supo ni organizarla ni conducirla al campo de batalla. De hecho, cuando todo dependía de la dirección de los asuntos militares, había siempre razones de sobra para permanecer en aquella situación. Pero cuando en lugar de Catón, que no era general ni hombre de partido, apareció en la política y en la guerra un personaje tan importante como Pompeyo, que levantó la bandera constitucional, al instante acudieron en masa los municipios itálicos, los cuales no querían batirse por la soberanía de Pompeyo, pero estaban dispuestos a ayudarlo para combatir las pretensiones de César. Agréguese a esto otra consideración de no menor importancia. Aun cuando Pompeyo había tomado su resolución, no sabía cómo conducirse para ejecutarla, y, aunque hábil para provocar la guerra, vacilaba en el momento de declararla. A los catonianos, por el contrario, por incapaces que fueran militarmente hablando, se los encontraba animados y dispuestos para la prosecución de la empresa cuando se trataba de pronunciar la sentencia contra la monarquía. Pompeyo habría querido permanecer extraño a los sucesos y, fiel a su costumbre, hablaba de su próxima partida para la provincia de España, o de un viaje al Asia y de una expedición al Éufrates. En realidad deseaba que el gobierno legítimo, el Senado, anunciase la ruptura con César, le declarase la guerra y lo nombrara a él su general. Entonces, cediendo al público deseo, se convertiría en defensor legal de la constitución contra los designios revolucionarios de una demagogia monárquica, se dirigiría como hombre honrado y mantenedor del orden contra los desenfrenados anarquistas, y como general nombrado por la curia contra el imperator de los revolucionarios. De esta suerte salvaría a la patria por segunda vez. Por este medio, la alianza con los conservadores proporcionaría a sus partidarios personales el auxilio de un segundo ejército, y a él, el recurso de un fundado manifiesto de guerra. Sin duda eran ventajas considerables, pero que había de pagar caras al tener que unirse a sus adversarios que, después de todo, habían de oponerse a sus designios. Entre las innumerables dificultades de una coalición de tal especie, había una que se había presentado desde el principio y que era la más seria de todas: el cónsul se resignaba a no tener poder sobre la elección del tiempo ni del plan de la empresa, y cuando quisiera dar a César la batalla, es decir en el momento decisivo, se ponía a merced de los azares de la suerte, pues se sometía a los caprichos de una corporación aristocrática.
LOS REPUBLICANOS
Así se presentaba en la escena política la oposición republicana. Después de haber estado durante largo tiempo desempeñando el papel de simple espectador, apenas con bastante libertad para silbar la pieza, la contienda inminente de los triunviros la llamaba a escena, y los primeros que se presentaron en ella fueron los partidarios de Catón, aquellos hombres que en todo tiempo y lugar aspiraban a combatir por la República contra la monarquía, y que se hallaban tanto más decididos, cuanto que de esta manera la cuestión quedaba resuelta antes. El deplorable fracaso de la tentativa del año 698 les había dado a conocer que por sí solos no podrían ni suscitar, ni dirigir la guerra. Todos sabían que en el seno mismo del Senado, con raras excepciones, la monarquía encontraba una fuerte oposición; pero conocían al mismo tiempo que la mayoría estaba dispuesta a no concurrir a la restauración del régimen oligárquico mientras siguieran corriendo riesgo. Para ello se presentaba hoy una ocasión propicia. En vista de los dos señores de Roma, de un lado y del otro, y de aquella mayoría enervada, ávida de paz ante todo y a cualquier precio, que rechazaba un golpe de fuerza y se negaba a romper abiertamente con uno de los dos triunviros, el partido catoniano no tenía más que un medio de llegar a la restauración del antiguo régimen: este medio era la coalición con el menos peligroso de los dos. Y, si Pompeyo se hacía el campeón de la constitución oligárquica y se prestaba a pelear por ella contra César, la oposición republicana podía y hasta tenía el deber de reconocerlo como su general, y de arrancar una declaración de guerra a la mayoría luego de aliarse con él. Ninguno se hacía la ilusión de que Pompeyo fuese sincero en su nueva fe constitucional. Pero, como el triunviro no había terminado jamás la obra que empezaba, se decía que no debía haber madurado, como César, un plan pura y ciertamente deliberado, y que con el advenimiento de la nueva monarquía no intentaría, como primera obra, concluir con los viejos instrumentos oligárquicos y arrojarlos fuera del gobierno. Por lo menos, la guerra iba a formar un ejército de capitanes animados de la fe republicana; y, una vez vencido César, se tendría motivo para destruir no solo al segundo de los dos triunviros, sino a la monarquía misma, sorprendida en flagrante delito. Así pues, por desesperada que fuese la causa de los oligarcas, la alianza que Pompeyo les ofrecía era para ellos la mejor de todas las soluciones.
SU ALIANZA CON POMPEYO
La alianza con los catonianos se hizo muy pronto. Ya durante la dictadura de Pompeyo, ambos partidos se habían acercado mucho el uno al otro. La actitud de Pompeyo en el asunto de Milón; su negativa clara y terminante a aceptar la dictadura otorgada por el pueblo, declarando que no la recibiría sino por el voto del Senado; su inexorable severidad contra todo linaje de perturbadores; las singulares distinciones que había otorgado a Catón y a sus parciales; toda su conducta, en fin, parecía calculada para atraerse a los conservadores, al mismo tiempo que era depresiva para César. Del otro lado, Catón y sus amigos, en vez de mostrarse rigoristas como de ordinario, y combatir la proposición de dictadura, la habían hecho suya mediante una enmienda insignificante en la fórmula. Así, había sido de manos de Catón y de Bíbulo de quien recibió el triunviro su consulado «sin colega». Si desde el principio del año 702 había existido esta secreta inteligencia entre el partido constitucional y Pompeyo, la alianza fue definitiva y formal cuando en las elecciones consulares del 703 se vio que eran nombrados, no ya el mismo Catón, sino uno de sus más decididos partidarios, Marco Claudio Marcelo, y, con él, otro miembro poco importante de la mayoría senatorial. No era Marcelo un fogoso defensor de su partido, ni tampoco un hombre de genio; pero firme e inflexible en sus convicciones aristocráticas, desde el momento en que convenía hacer la guerra a César era el más a propósito para declararla. En las actuales circunstancias había de sorprender una elección de tal tipo, hecha a raíz de las medidas represivas dictadas contra la oposición republicana, y era imposible no descubrir en estos hechos la connivencia, o por lo menos la tolerancia del triunviro, a la sazón árbitro de Roma. Como siempre, Pompeyo iba con lentitud y turbación, pero iba, por fin, recta y seguramente a la ruptura.
RESISTENCIA PASIVA DE CÉSAR
Sin embargo, no entraba en los designios de César llegar a una extrema hostilidad con Pompeyo. Cierto es que no quería dividir con nadie, y por largo tiempo, el poder soberano, y todavía menos con un colega tan inferior a él. Sin duda, su intención había sido siempre apoderarse del poder supremo, después de someter las Galias, aunque para ello hubiera tenido necesidad de conquistarlo por la fuerza de las armas. Pero, en César, el hombre de Estado dominaba al guerrero. Harto sabía que, al pretender regularizar el sistema político con el auxilio de la fuerza armada, se corría el riesgo de introducir en él profundas perturbaciones, por lo común de irremediables consecuencias. Por tanto, y de ser posible, prefería resolver todas aquellas complicaciones por las vías pacíficas, o al menos, sin una abierta guerra civil. Y si esta no podía evitarse, en último término deseaba no verse obligado a desenvainar la espada en el momento mismo en que el levantamiento de Vercingetorix en la Galia lo ponía al borde de perder las ventajas de sus anteriores campañas (lo había tenido constantemente ocupado desde el invierno del 701 al 702, hasta el del 703); y menos aún en el momento en que los constitucionales, sus enemigos por principios, se habían aliado en Italia con el otro triunviro y le habían concedido la jefatura del Estado. En consecuencia, César intentó mantenerse en buenas relaciones con Pompeyo, conservar la paz y obtener el consulado sin choque ni ruptura en el año 706, tal como se había convenido en Luca. Y una vez libre de la guerra de las Galias y conseguida legalmente la jefatura del Estado, y siendo por otra parte superior a Pompeyo en los asuntos políticos, mucho más que en los negocios militares, contaba con vencerlo un día sin gran trabajo, tanto en la curia como en el Forum. Quizás entonces hallaría alguna posición honorífica y sin influencia donde pudiera relegar y anular a su inoportuno, orgulloso e indeciso rival. De aquí las tentativas repetidas de César para realizar enlaces matrimoniales con la familia de Pompeyo, que al cabo, no se puede negar, habrían sido una solución, puesto que los vínculos de la sangre que unieran a los dos rivales habrían extinguido sus enconados odios. Entonces la oposición republicana hubiera quedado sin jefe, probablemente hubiera dejado de agitarse, y la paz se habría conservado. Pero si no llegaban a un acuerdo, y a pesar de los esfuerzos de César había que decidir la contienda por medio de las armas, al ser él cónsul en Roma y disponer de una mayoría complaciente en el Senado, mediante ella pondría obstáculos a la coalición de los pompeyanos y los republicanos, y así por lo menos la haría ilusoria. Al estallar la guerra hallaría allí muchos más recursos y ventajas que en la situación presente, ya que al ser procónsul en las Galias necesitaba entrar en campaña a la vez contra el Senado y contra su general. Es verdad que para que este plan se realizase era menester que Pompeyo se mostrase propicio y dejase que César, según lo pactado en Luca, ocupase en el año 706 la silla curul. Pero, aunque sus proposiciones fuesen desechadas, al triunviro le convenía ser condescendiente hasta el fin y manifestar su condescendencia con sus actos. De esta manera ganaba tiempo para terminar su expedición de las Galias y hacía recaer en sus adversarios la odiosidad de la ruptura de la guerra civil, cosa que era en extremo importante para la mayoría senatorial, para el partido que solo tenía en cuenta los intereses materiales, y aun para sus propios soldados. En estas consideraciones se inspiró su conducta; sin embargo, hizo aprestos militares y los nuevos reclutamientos del invierno del 702 al 703 elevaron a once el número de sus legiones, incluyendo en ellas las dos que Pompeyo le había prestado. Al mismo tiempo, daba su consentimiento expreso y público a las medidas tomadas por el dictador para el restablecimiento del orden en la capital, y rechazaba, como otras tantas calumnias, los avisos de sus más decididos amigos. Felicitándose de ganar tiempo para la próxima catástrofe, cerraba los ojos a todo aquello que no podía ver y toleraba todo lo que podía ser tolerado. Eso sí, mantenía obstinadamente una sola y decisiva exigencia, legal desde todo punto de vista y según los términos del derecho público de Roma: la de obtener el segundo consulado para el año 706 cuando al final del 705 terminase su proconsulado de las Galias, de acuerdo con el pacto formal del año 698.
PREPARATIVOS DE ATAQUE CONTRA CÉSAR.
SE TRATA DE IMPEDIR SU CANDIDATURA CONSULAR
En este terreno se planteó la lucha diplomática. Si César, obligado y contra su voluntad, deponía el imperium proconsular antes del último día del año 705, o se retardaba la investidura de su segundo consulado hasta después del 1° de enero del 706, tendría dificultades. Si volvía como simple particular y dejaba pasar algún intervalo entre su antiguo y su nuevo cargo, quedaría así expuesto a una acusación criminal (se sabe que, según los términos del derecho público de Roma, esta no podía ser entablada sino contra el ciudadano no magistrado), que era lo que intentaba Catón, quien estaba dispuesto a hacerlo comparecer en juicio. Como tampoco se podía fiar de la protección de Pompeyo, la opinión pública auguraba al conquistador de las Galias la suerte de Milón. Para conseguir este fin, sus adversarios usaron un expediente muy sencillo. Según la ley electoral vigente, todo candidato al consulado estaba obligado antes de los comicios, es decir, seis meses antes de entrar en el ejercicio de sus funciones, a presentarse personalmente ante el magistrado director de la elección y a solicitar la inscripción de su nombre en la lista oficial de las candidaturas. En las conferencias de Luca se había convenido implícitamente que se exceptuase a César de una medida de pura fórmula, de la cual habían sido dispensados muchas veces los candidatos; pero como aquel tácito acuerdo no había sido confirmado por decreto alguno, y a la sazón Pompeyo disponía de la máquina legislativa, César se hallaba a merced de su rival. Sin embargo, ocurrió una cosa incomprensible: Pompeyo renunció voluntariamente a estas ventajas, que constituían su fuerza, y en el curso de su dictadura dio su consentimiento a una ley tribunicia que confirió a César la dispensa necesaria. Ahora bien, cuando poco tiempo después se promulgó el nuevo reglamento orgánico, se hicieron necesarias y obligatorias la comparecencia personal y la inscripción de los candidatos sin excepción alguna, y no se hizo mención de los ciudadanos que habían sido exceptuados por los plebiscitos anteriores. Por consiguiente, aun cuando el privilegio votado a favor de César se hallaba en toda fórmula de derecho, fue derogado por la ley general más reciente. El procónsul protestó, y, a petición suya, se intercaló en el texto una disposición especial que reparaba la omisión; pero dicha medida no fue sometida a la aprobación del pueblo, y, claro está, no fue otra cosa que una mera interpolación introducida fuera de tiempo en la ley promulgada. Por lo tanto, adolecía del vicio de nulidad. Así, pues, cuando Pompeyo tenía ya de su parte todas las ventajas, prefirió cederlas para recobrarlas más tarde, encerrándose en una vituperable ilegalidad.
SE PRETENDE LIMITAR EL TIEMPO DE SU PROCONSULADO
Exigir la asistencia de César como candidato era, en verdad, trabajar indirectamente para acortar su proconsulado. A este fin tendían, de una manera directa y clara, las otras medidas legislativas adoptadas al mismo tiempo en materia de cargos. Los diez años de funciones asegurados a César por la ley que el mismo Pompeyo y Craso propusieron (en 699) corrían desde el 1° de marzo del año 695 hasta el último día de febrero del 705, según el cálculo hasta entonces admitido. Como también, según la antigua práctica, todo procónsul o propretor entraba de derecho en la función de su cargo provincial inmediatamente después del año de su consulado o pretura, es claro que el sucesor de César debería ser designado por los magistrados de Roma del año 705 y no por los del año 704, y que no podía inaugurar sus funciones sino a partir del 1° de enero del 706. Por consiguiente, César tenía razón al continuar su gobierno durante los diez últimos meses del año 705. Ciertamente no por virtud de la Ley Pompeya Licinia, sino por efecto de la antigua disposición, según la cual el funcionario, al cumplir su tiempo de mandato, conservaba el imperium efectivo hasta la llegada de su sucesor. Pero el nuevo reglamento del año 702 ya no confería el cargo de las provincias a los cónsules y pretores salientes, sino que, por el contrario, solo concedía el derecho de ser elegidos a los magistrados que llevaran por lo menos cinco años sin ejercer funciones. De esta forma ponía un intervalo entre la magistratura civil y el gobierno de las provincias, que antes se sucedían sin interrupción el uno a la otra. En lo sucesivo, las funciones terminaban cuando expiraba el plazo legal, y nada impedía que se enviaran a las provincias los nuevos magistrados. En todo esto se veía que Pompeyo obedecía a su desdichado carácter, y disimulaba y vacilaba en la intriga, revistiéndola singularmente de los artificios del formalismo constitucional, según los catonianos. Mucho tiempo antes los enemigos de César habían preparado las armas que habían de emplear contra él, y adicionaban al cuerpo del derecho público todas aquellas disposiciones que algún día debieran hacerse valer, ya fuese que se enviara un inmediato sucesor a César, o se le quisiera obligar a deponer el imperium al terminar la prórroga fijada por la ley que el mismo Pompeyo había hecho, prórroga que expiraba el 1 de marzo de 705, o bien se prefiriese invalidar pura y simplemente las tablillas de votos que se hubieran dado a su favor para el consulado del año 706. Contra este juego César no podía hacer nada actualmente; se calló y dejó correr los acontecimientos.
DEBATES SOBRE EL LLAMAMIENTO DE CÉSAR
Los constitucionales marchaban a paso de tortuga, pero marchaban. Según los términos de la ley, el Senado había de arreglar las provincias para el año 705. Este arreglo debía hacerse a principios del año 703 en lo tocante a los proconsulados, y a principios del 704 en lo relativo a las propreturas; de manera que la deliberación sobre las provincias proconsulares era la primera ocasión propicia que se presentaba para plantear la cuestión del nombramiento de los dos gobernadores nuevos que habían de mandarse a las Galias. Al mismo tiempo, era la oportunidad de que estallara la guerra entre los constitucionales, que reconocían por jefe a Pompeyo, y los parciales y mandatarios de César. Así, pues, se vio al cónsul Marco Marcelo presentar una proposición para que las dos provincias reunidas por entonces bajo la autoridad de César fueran adjudicadas desde el 1 de marzo de 703 a dos consulares, cuyo nombramiento fuera para el año 705. Esto era abrir la válvula por la que debían salir el torrente de enojos y rencores, harto tiempo contenidos; y, en el curso de los debates sobre aquella proposición, los catonianos descubrieron todos sus propósitos y recursos. Para ellos era evidente que el privilegio concedido a César de poder presentarse candidato consular aunque estuviera ausente había sido derogado por los plebiscitos posteriores; y aun cuando el privilegio, añadían, esté escrito en la ley, no ha sido legítimamente intercalado en ella. En su opinión, el Senado solo tenía una cosa que hacer: ordenar al procónsul, toda vez que la conquista de las Galias ya se había terminado, que licenciase sin demora el ejército que actualmente no era necesario. Por lo demás, declaraban que todos los actos de César, tales como la concesión de los derechos de ciudad y las fundaciones de colonias en la alta Italia, eran desde todo punto de vista ilegales y nulos en derecho. Y, uniendo los actos a las palabras, el cónsul Marcelo maltrató a un príncipe notable, miembro de la curia de la colonia cesariana de Como (Novum Comum). Este declaró que su ciudad, aun admitiendo que no tuviese los derechos romanos, gozaba al menos de los del Lacio (jus latinum), y, por lo tanto, podía aspirar al jus civitatis. Sin embargo, se lo hizo azotar, pena que no estaba autorizada contra los ciudadanos. Los partidarios de César, y entre ellos, el más importante, Cayo Vibio Pansa (aunque hijo de un ciudadano proscrito por Sila, se había creado una distinguida posición política luego de haber servido como oficial en el ejército de César y era entonces tribuno del pueblo), sostenían a su vez que la situación de las Galias y la justicia misma exigían no llamar al procónsul antes de expirar el tiempo de su mando, y que convendría dejarlo aún en su gobierno pero nombrándolo cónsul de todas maneras. Para esto debieron citar el ejemplo de Pompeyo, que pocos años antes tenía el título de cónsul y el proconsulado de las Españas, y que aun hoy mismo, sin contar su importante cargo de superintendente de las provisiones de Roma, acumulaba en su persona el gobierno de España y el de la Italia. Señalaron, además, que incluso había alistado en esta península a todos los hombres aptos para el servicio de las armas, sin que hasta el presente se les hubiera desligado de su juramento.
Como se ve, empezaban a manifestarse los agravios; pero no por ello seguía con más rapidez el proceso. La mayoría del Senado, viendo que se acercaba la ruptura, prolongaba durante meses enteros las sesiones sin llegar a votar, y las grandes vacilaciones de Pompeyo hicieron todavía perder algunos otros. Al fin rompió el silencio, y aunque como siempre usó las reticencias y no dio género alguno de garantías, se puso de parte de los constitucionales en contra de su antiguo aliado. A los cesarianos que pedían la acumulación de cargos en la persona del procónsul les contestó con una lacónica y terminante negativa: «Esto equivaldría a permitir que mi hijo me amenazara con el palo», exclamaba con una grosera dureza de lenguaje. Por consiguiente, se manifestaba partidario de la proposición de Marcelo, al menos en tanto esta se oponía a que César recibiese la investidura del consulado inmediatamente después de terminar su función proconsular. Pero al mismo tiempo dejaba entrever, aunque sin soltar prendas, que quizá se le concediera a César presentar su candidatura en las elecciones para el año 706 y se lo dispensara de comparecencia personal; incluso en rigor podría ser mantenido en su poder provincial hasta el 13 de noviembre de 705. Poco después, este eterno indeciso consintió en que se aplazaran hasta el último día de febrero de 704 los nombramientos de procónsules. Este aplazamiento era reclamado por los parciales de César, fundándose sin duda en una disposición de la Ley Pompeya Licinia, que impedía que se plantease esta cuestión en el Senado antes de comenzar el último año proconsular de César. Así fue que el 29 de septiembre de 703 se resolvió aplazar para el 1° de marzo de 704 los nombramientos proconsulares de las Galias; pero, con respecto al ejército de César, se pretendió disolverlo inmediatamente. Como antes se había hecho con Lúculo por medio de un plebiscito, se decidió que los veteranos pidiesen al Senado sus licencias. Los agentes de César, en tanto pudieron hacerlo por los medios constitucionales, anularon los senadoconsultos valiéndose del veto tribunicio. Pero Pompeyo empleó esta vez un lenguaje más terminante: según él, «los magistrados tenían la obligación de obedecer incondicionalmente, sin que nada pudiera ser obstáculo para ello, ni el veto ni otra solemnidad formal alguna». El partido oligárquico, cuyo órgano fue en lo sucesivo, tampoco disimulaba sus intenciones. Después de la victoria pretendía nada menos que reformar la constitución en el sentido de su interés, y desterrar de ella, sin consideración, todo lo que tuviera cierto sabor de libertad popular. Para comenzar, en la guerra dirigida contra César no se consultó el voto de los comicios. La coalición se había hecho y declarado entre Pompeyo y los llamados constitucionales; y, pronunciada de antemano la sentencia contra César, solo se demoraba el día de la ejecución. En tales circunstancias, se verificaron las elecciones con gran desventaja de su parte.
CÉSAR TOMA SUS MEDIDAS
Durante todas estas intrigas y preparativos de guerra, César había logrado finalmente sofocar las insurrecciones de las Galias, y reinaba ya en todo el país conquistado la más completa calma. En el verano del año 703, con el aparente pretexto de la defensa de las fronteras, pero en rigor para demostrar que sus legiones no le eran ya necesarias al otro lado de los Alpes, había mandado a una de ellas a la Italia del Norte. Si alguna vez pudo hacerse la ilusión de llegar a un acomodamiento, ahora se desvanecía por completo, pues se veía fatalmente conducido a desenvainar la espada contra sus conciudadanos. Sin embargo, deseando vivamente conservar por algún tiempo todavía su ejército en la Galia apenas sosegada, contemporizó lo mejor que pudo; sabía que la mayoría del Senado estaba animada de un vivísimo deseo de conservar la paz, y por eso abrigaba la esperanza de detenerla en la vía de las hostilidades a la que la precipitaba Pompeyo, aun a pesar suyo. Ningún sacrificio le era costoso para evitar la ruptura que el gobierno de Roma procuraba. Cuando, a instigación de Pompeyo, el Senado (en la primavera del 704) invitó a este y a su rival a que cada uno entregara una legión para continuar la guerra contra los partos, y cuando, en virtud de esta decisión, Pompeyo a su vez le reclamó la legión que le había cedido muchos años antes para mandarla también a Siria, César accedió al punto a esta doble exigencia, pues era imposible discutir la oportunidad del senadoconsulto, ni el derecho en cuya virtud obraba Pompeyo. Por otra parte, a César le importaba poco tener algunos soldados más o menos; mientras que sí tenía gran cuidado de mantenerse dentro de los límites de la legalidad y de las estrictas fórmulas de la constitución republicana. Las dos legiones partieron sin demora y fueron a ponerse a disposición del gobierno, que, en vez de mandarlas al Éufrates, las retuvo en Capua a las órdenes de Pompeyo. De esta forma se le ofreció al público una ocasión más para comparar los esfuerzos hechos por César para impedir la ruptura, con la perfidia de sus adversarios y sus preparativos cada día más belicosos.
CURIÓN
El procónsul tenía, fundamentalmente, su vista fija en lo que pasaba en el Senado. Primeramente había conseguido ganar a uno de los cónsules de aquel año, a Lucio Emilio Paulo, y al tribuno de la plebe, Cayo Curión, uno de los muchos genios perversos de la época. Nadie aventajaba a Curión en la elegancia de sus maneras, en su fácil y seductor talento, en su espíritu de hábil intriga y en esa fuerza de acción que en las naturalezas enérgicas, pero desarregladas, se manifiesta repentinamente en poderosos arranques al cabo de largas horas de ociosidad. Nadie lo aventajaba tampoco en locas prodigalidades, en habilidad para contraer deudas (las suyas no eran calculadas en menos de sesenta millones de sestercios) y, para decirlo de una vez, en corrupción al intentar vender a César sus servicios, que este había rechazado. Pero la habilidad de que dio pruebas al atacarlo decidió al procónsul a comprarlo: grande era el precio, mas la adquisición bien lo valía. Durante los primeros meses de su tribunado, Curión había figurado como republicano independiente, tronando a la vez contra César y contra Pompeyo. De esa suerte se había conquistado una posición aparentemente imparcial, de la cual supo aprovecharse con una habilidad rara.
DEBATES SOBRE LOS LLAMAMIENTOS DE CÉSAR Y DE
POMPEYO.
SE VERIFICAN ESTOS LLAMAMIENTOS
Cuando en marzo del año 704 se puso sobre el tapete la cuestión del gobierno de las Galias para el año siguiente, Curión asintió plenamente al senadoconsulto en proyecto, pero al mismo tiempo pidió que se declarase también aplicable a Pompeyo y a los mandos extraordinarios que este ejercía. Esta proposición suya fue un rayo de luz para la muchedumbre y para el vulgo de los políticos. Curión sostuvo que no se podía entrar en la senda constitucional sino aboliendo todos los poderes excepcionales; que Pompeyo, procónsul en virtud de un simple senadoconsulto, podía rechazar mucho menos que César la obediencia al Senado. Agregó además que llamar a uno de los dos generales, y dejar al otro en la plenitud de sus funciones, era agravar el peligro para la República. Su palabra encontró eco en la curia y fuera de ella al añadir que suspendería por su veto constitucional cualquier medida que se refiriera exclusivamente a César. Este, por su parte, aceptó plenamente la proposición del tribuno, y declaró que, si el Senado lo mandaba, estaba pronto a deponer el imperium y sus poderes de gobernador provincial en cualquier momento, a condición de que hiciera lo mismo Pompeyo. Al hacer esto no comprometía nada, pues Pompeyo dejaba de ser temible al abandonar el gobierno de la Italia y de España. Por esta razón, el rival de César no podía menos que oponer a la proposición una negativa: «Que César comience —decía—, y yo seguiré su ejemplo». Esta supuesta evasiva produjo muchos descontentos, tanto más cuanto que en ella no se precisaba la época en que había de abdicar sus funciones. Así quedaron las cosas durante muchos meses. Pompeyo y los catonianos veían a la mayoría vacilante y desconfiada, y no se atrevieron a pedir que se votara la proposición de Curión. En cuanto a César, empleó el verano en consolidar la paz en los países que había conquistado, y en pasar una gran revista a sus tropas en Nemetocena. Había recorrido como en triunfo toda la provincia italiana que le era adicta, y en el otoño siguiente se estableció en Rávena, sobre la frontera meridional de aquella provincia. Como ya no era posible aplazar por más tiempo la proposición de Curión, el debate sobre ella quedó abierto, y el partido de Pompeyo y los catonianos sufrieron una completa derrota. Por una mayoría de trescientos setenta votos contra veintidós, el Senado acordó invitar inmediatamente a los procónsules de las Galias y de España a abdicar sus poderes. Esto causó un gran contento entre los bravos ciudadanos de Roma, en cuanto tuvieron noticia del acto heroico y salvador de Curión. El senadoconsulto fue ejecutado, y Pompeyo y César quedaron obligados a obedecer; pero mientras este se manifestaba pronto a cumplirlo, aquel se negó rotundamente. El cónsul que había presidido el Senado, Cayo Marcelo, pariente de Marco Marcelo y, como él, miembro del partido catoniano, había reprochado amargamente a la mayoría su servilismo. En efecto, era duro ser derrotado así en el propio campo por la falange de los senadores indecisos; pero ¿cómo vencer con un jefe como Pompeyo, que en vez de hablar a los senadores precisa y claramente y dictarles sus órdenes, fundadas en su larga experiencia, había ido por segunda vez a recibir las lecciones de un profesor de retórica para que le enseñara a pulimentar su elocuencia, con el fin de luchar con el brillante y vigoroso talento de Curión?
ES DECLARADA LA GUERRA
Derrotada en pleno Senado, la coalición quedó muy maltrecha. En vano los catonianos habían acometido la empresa de provocar el rompimiento y de comprometer en él a la curia, pues ellos y todos sus propósitos fueron a estrellarse contra aquella imbécil mayoría. En sus conferencias con Pompeyo, este lanzaba las más amargas censuras contra sus jefes de fila, e insistía con energía y con razón sobre los peligros de una paz fingida. Pero, si se trataba de que él por su parte cortase el nudo con un golpe de audacia, bien sabían los catonianos que no podían confiar en un hombre de tal carácter. Es más, sabían que los dejaría abandonados en su empresa, si ellos no la llevaban por sí solos a su término, como lo habían ofrecido. Poco antes, los campeones de la constitución y del régimen senatorial no habían visto más que un vano formalismo en los derechos políticos de los ciudadanos y de los tribunos del pueblo. Hoy, en cambio, se ven en la necesidad de no tener más respeto a los senadoconsultos legalmente votados. ¿Habían de ser estos los que a pesar suyo salvaran al gobierno legítimo, cuando no pudieron salvarlo por su voluntad? El acontecimiento no era una novedad ni un efecto del azar; y, ya antes de Catón y los suyos, Sila y Lúculo habían hecho lo que iba a hacer ahora Marcelo, tomando una enérgica resolución a despecho del gobierno y sin escuchar otra voz que la que ellos estimaban ser la de su justo interés. Como se ve, la máquina constitucional estaba demasiado gastada. Igual que lo que había sucedido con los comicios durante muchos siglos, el Senado marchaba en el presente como una rueda rota, salida de su eje.
En octubre del año 704 corría el rumor de que César había llamado a la parte de acá de los Alpes a cuatro legiones de la Galia transalpina, y que las tenía acampadas en Plasencia. Aun cuando hubiera sido verdad, este movimiento era perfectamente legal y estaba dentro de las atribuciones del procónsul. En vano Curión demostró en pleno Senado la falsedad de la noticia; en vano la mayoría rechazó la proposición del cónsul Cayo Marcelo que pedía que se diera a Pompeyo orden de salir contra su rival. Lo que ocurrió fue que Marcelo fue a buscarlo acompañado de los dos cónsules catonianos elegidos para el año 705, y, estando los tres de acuerdo y arrogándose un poder soberano, invitaron al general a ponerse sin demora al frente de las dos legiones de Capua y a llamar a las armas a toda la población de Italia que estuviera en disposición de empuñarlas. No puede concebirse mayor ilegalidad en la forma de arrogarse la facultad de declarar la guerra; pero aquel no era tiempo de pararse en formalismos. Por lo tanto, comenzaron los preparativos y aprestos militares, y, para activarlos por sí mismos, Pompeyo salió de Roma en diciembre del año 704.
ULTIMÁTUM DE CÉSAR. ÚLTIMOS DEBATES EN EL SENADO
Finalmente, César había conseguido que sus adversarios tomaran la iniciativa y que recayera sobre ellos la responsabilidad de la guerra civil. Al mantenerse con resolución en el terreno legal, había obligado a Pompeyo a inaugurar las hostilidades, y ahora lo hacía ya no como el mandatario del gobierno legítimo, sino como el general de una minoría abiertamente revolucionaria que se imponía a la mayoría por el terror. Tal resultado no dejaba de ofrecer su gravedad, aunque no porque el instinto de las masas se engañara o pudiera engañarse en este punto. En la lucha que se aproximaba lo que se ventilaba era una cosa muy diferente a una cuestión de formalidad legal; sin embargo, una vez declarada la guerra, a César le convenía comenzar las hostilidades lo más pronto que le fuera posible. Sus enemigos apenas habían comenzado a hacer sus aprestos militares y la misma capital estaba indefensa. En diez o doce días podía reunirse allí un ejército tres veces más numeroso que las tropas cesarianas de la alta Italia. Ahora bien, a César no le era imposible apoderarse por sorpresa de Roma, ocupar también la propia Italia en una marcha rápida de invierno, y privar al enemigo de sus mejores recursos antes de que pudiera aprovecharlos. Curión, siempre previsor y enérgico, había acudido a Rávena, al lado de César, al momento que salió del tribunado (el 10 de diciembre de 704). Allí le dio cuenta de su situación, aunque esto no era necesario para convencerlo de que retardar más las operaciones perjudicaba su causa. Para no dar lugar a las acusaciones de sus adversarios, no había querido llamar sus tropas a Rávena. Entonces ahora lo primero que tuvo que hacer fue dar a su ejército la orden de atravesar a marchas forzadas la Galia transalpina y esperar luego en Rávena la legión que estaba estacionada más cerca de él. Entre tanto, mandó su ultimátum a Roma. En este documento no pedía grandes ventajas, antes bien comprometía más a sus adversarios ante los ojos de la opinión al dar pruebas de una extremada condescendencia. Quizás, al verlo así, vacilante, sus enemigos pusieran menos diligencia en los aprestos militares. En él, César abandonaba sus anteriores exigencias con respecto a Pompeyo; ofrecía dejar el gobierno de las Galias en la época que el Senado señalase y licenciar ocho de sus diez legiones. Se manifestaba satisfecho si se le dejaba el mando de la provincia cisalpina y de la Iliria con una sola legión, o de la transalpina con dos, y esto, ya no hasta la toma de posesión del consulado, sino solamente hasta el fin de las elecciones para el año 706. Así, por este convenio, se conformaba con las proposiciones que el partido senatorial y el mismo Pompeyo habían declarado suficientes al comenzar las negociaciones. Por último, manifestó que, una vez hecha su elección, estaba dispuesto a esperar en la vida privada la posesión de su nuevo cargo. ¿Era sincero al hacer estas peregrinas concesiones? ¿Contaría con mejorar su causa al manifestar tanta generosidad con Pompeyo? ¿Tendría la confianza de que los pompeyanos habían adelantado ya mucho, como para no ver en estos nuevos ofrecimientos la evidente prueba de que él mismo consideraba su causa totalmente perdida? Nada podríamos afirmar de cierto acerca de estos puntos. Según todas las apariencias, César más bien cometía la falta de arriesgarse en una temeraria empresa, que la más grave de prometer sin ánimo de cumplir lo prometido. En mi opinión, si por rara casualidad sus proposiciones hubieran sido aceptadas, habría cumplido su palabra. Curión, portador de aquellas, se atrevió a penetrar en el antro del león. En tres días recorrió el camino de Rávena a Roma, y en el momento mismo en que los nuevos cónsules, Lucio Léntulo y Cayo Marcelo el Joven, convocaban el Senado por primera vez (1 de enero de 705), él se presentaba ante la asamblea, llevando la misiva escrita por el procónsul de las Galias. Los dos tribunos del pueblo pidieron su lectura inmediata. Uno de ellos era Marco Antonio, uno de los héroes de la crónica escandalosa de la ciudad, amigo y camarada de Curión, y que había vuelto de los ejércitos de Egipto y de las Galias con reputación de excelente oficial de caballería. El otro era Quinto Casio, antiguo cuestor de Pompeyo; durante la ausencia de Curión, ambos representaban en Roma los intereses de César. Estos pusieron en grave apuro a los cónsules, y su proposición triunfó sobre todas las resistencias. Las palabras terminantes y severas de César causaron honda impresión: armado de la irresistible fuerza de la verdad, hacía ver la guerra civil inminente, el deseo de paz que animaba a todos los ciudadanos y el excesivo orgullo de Pompeyo. Contrastaba con esto su propia condescendencia y el acuerdo que todavía proponía, tan moderado, que no había podido menos que sorprender a sus mismos partidarios. Por última vez, lo declaraba sin ambages, tendía la mano a sus adversarios. A pesar de los soldados de Pompeyo que ya llegaban en gran número, y a pesar también del temor que ellos inspiraban, la intención de la mayoría no era dudosa. Sin embargo, no se le permitió manifestarse. En vano César pidió una vez más que los dos procónsules fueran obligados a abdicar juntamente sus poderes; en vano, en su ultimátum, entraba en una nueva vía de proposiciones. En vano también Marco Celio Rufo y Marco Calidio manifestaron que convendría que Pompeyo saliera inmediatamente para la provincia de España; los cónsules que presidían la sesión se negaron, en cuanto de ellos dependía, a que se pusieran a votación estas proposiciones. Uno de los más enérgicos del partido, que estaba menos obcecado que los otros y que confiaba menos en los auxilios militares de los que se disponía, propuso que se prorrogase el debate y que se esperase el momento en el que todas las milicias de Italia, armadas y reunidas, pudieran defender el Senado. Sin embargo, tampoco esta proposición logró ser votada. Pompeyo declaró a través de Quinto Escipión, su órgano habitual, que había llegado para él el día de tomar por su cuenta la causa del partido, y que si se aplazaba aquella empresa lo abandonaría todo. El cónsul Léntulo manifestó a su vez, sin género alguno de reservas, que no se trataba ya de esperar la resolución del Senado; que, si este persistía en su servilismo, Pompeyo estaba resuelto a obrar y a seguir adelante con su empresa, acompañado de sus poderosos amigos. Finalmente, la mayoría obedeció bajo la impresión del miedo, y resolvió que en un día determinado y próximo César entregase el mando de la provincia transalpina a Lucio Domicio Ahenobarbo, el de la cisalpina a Marco Servilio Noniano, y que licenciase su ejército so pena de incurrir en el delito de alta traición. Los tribunos amigos de César interpusieron su veto, y en la misma curia, según ellos cuentan, se vieron amenazados por las espadas de los soldados pompeyanos. Finalmente tuvieron que huir de Roma disfrazados de esclavos para salvar sus vidas. El Senado, dócil en extremo, calificó de tentativa revolucionaria su oposición estrictamente constitucional, declaró que la patria estaba en peligro, llamó a las armas a todos los ciudadanos según las fórmulas acostumbradas, y confió su dirección a los magistrados de la República que se habían mantenido fieles a la causa pompeyana.
CÉSAR ENTRA EN ITALIA
La medida estaba ya colmada. Cuando César supo por boca de los tribunos que se refugiaron en su campamento la acogida que habían obtenido en Roma sus últimas proposiciones, no vaciló más. Reunió a los soldados de la decimotercia legión, recientemente llegados a Rávena de sus acantonamientos de Tergisto (Trieste), y los puso al corriente de todo lo que pasaba. En este momento decisivo y terrible de su vida, de la vida del mundo puede decirse, no es ya solamente el gran conocedor del corazón humano el que se nos ofrece; no es ya el hombre que ejerce un poderoso dominio sobre las almas, o el preclaro genio cuya elocuencia despide rayos de luz. Tampoco es solamente el jefe del ejército liberal con sus gentes, ni el capitán victorioso que sabe hablar en su lenguaje a los soldados llamados por él al campo de batalla, y que, arrebatados por el entusiasmo cada día mayor que les inspira, han seguido sus estandartes durante ocho años. Ahora es el hombre de Estado el que habla, enérgico y consecuente consigo mismo; es el representante de las libertades populares durante veintinueve años, tanto en la buena suerte como en la mala. Por la causa abrazada afrontó el puñal de los asesinos y el odio de la aristocracia; la espada del germano y las olas del mar grande, sin retroceder jamás y sin vacilar nunca. Este es el que poco antes destruyó la constitución de Sila, el que abatió el régimen senatorial y el que, tomando por su cuenta la democracia, hasta entonces desarmada y sin defensa, le ha conquistado su escudo y sus armas en los combates al otro lado de los Alpes. Por su parte, aquel público al cual se dirigía no era tampoco el público de Clodio, ahogado desde hacía mucho tiempo bajo las cenizas de su antiguo entusiasmo republicano, sino hombres jóvenes de las milicias de las ciudades y aldeas de la alta Italia. Acababan de abrir su inteligencia a la pura y poderosa idea de las libertades civiles, y estaban dispuestos a luchar y aun a morir en defensa de su nueva fe. Ellos y su patria les debían a César y a la revolución por él inaugurada el derecho de ciudadanía romana que tantas veces les había sido negado por los gobernantes de la capital. Sabían además que, si César era derrotado, ellos volverían a caer bajo el régimen duro y opresor en el que antes vivían. Los hechos servían de fundamento a este temor: ¿qué fue la oligarquía para los transpadanos sino una serie de inauditas crueldades? A tal auditorio, tal orador. César, después de exponer los hechos, dice: «¿Qué recompensa prepara la nobleza romana al ejército victorioso y a su jefe por la conquista de las Galias? Despreciados los comicios y hallándose el Senado bajo la impresión del terror, a todos se nos impone el deber sagrado de defender con las armas en la mano esa institución del tribunado, preciosa garantía arrancada a los nobles por la fuerza hace más de quinientos años, por los antepasados del actual pueblo de Roma; debemos fidelidad al juramento hecho por esos mismos antepasados, en su nombre y en el de sus descendientes, de sostener todos, hasta el último y hasta la muerte, la magistratura por ellos fundada. En cuanto a mí, jefe y general del partido democrático, si los he llamado ahora a las armas, es porque he agotado todos los recursos pacíficos, habiendo ido hasta el extremo límite de las concesiones. Los soldados salidos del pueblo me seguirán en esta última lucha, inevitable y decisiva, contra aquella nobleza tan odiada como despreciable, tan pérfida como incapaz, tan incorregible como ridícula». No hubo un solo oficial, no hubo un solo soldado que no se sintiera arrastrado por las palabras de su jefe. Se dio la orden de enarbolar los estandartes, y César, al frente de la vanguardia de su ejército, pasó el Rubicón, pequeño río que separaba la provincia a su mando de la propia Italia, y que el procónsul de la Galia no podía atravesar sin violar la ley. Después de nueve años de ausencia, pisó el suelo de la patria, y la suerte quedó echada.