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Viernes, 00.17 hs., Toulouse, Francia

El Osprey sobrevolaba el campo como una nube tormentosa, oscuro y rugiente, y sus luces de navegación brillaban con el poder y la intermitencia de relámpagos. El coronel August estaba de pie en la cabina, detrás del piloto, mientras el helicóptero ascendía a los mil pies de altura.

El LongRanger estaba a unas tres millas río abajo, moviéndose en dirección sudeste. Seguía sacudiéndose y acercándose peligrosamente a la costa de vez en cuando, aunque cada vez con menos frecuencia. Era como un potro salvaje que se resigna a ser domado. Pero August no quería que se resignara demasiado rápido. Sospechaba que no podrían justificar legalmente lo que estaban por hacer a menos que el helicóptero estuviera fuera de control y fuera una amenaza para la gente en tierra.

—Velocidad aproximada uno-dos-cinco millas por hora —dijo el piloto mientras veían alejarse al LongRanger.

El Osprey apuntó ligeramente la nariz hacia abajo para seguirlo. A una velocidad de más de 345 millas por hora no le sería difícil alcanzarlo. Pero el jefe de la tripulación no estaba listo todavía. Él y sus tres hombres estaban en la bodega preparando una grúa de dos mil libras con un cable de doscientos pies que se usaba para recoger o depositar cargamentos en áreas donde el Osprey no podía aterrizar.

August les había ordenado tener lista la grúa. Cuando les explicó el motivo de la orden, Manigot y Boisnard pidieron en tono de broma que ya mismo los enviaran a la corte marcial y de allí directamente al sitio de la ejecución. Estaban convencidos de que el resultado final sería el mismo.

Pero August no pensaba lo mismo. Les dijo lo que solía decirles a todos los que estaban a sus órdenes. Si un trabajo es planeado correctamente, y ejecutado por profesionales, se desarrollará con tanta facilidad como uno se levanta de la cama todas las mañanas. Y aunque siempre había imponderables, precisamente eran los imponderables los que volvían excitante el trabajo.

El Osprey se deslizaba horizontalmente a gran velocidad. A August le preocupaba menos la velocidad que las dificultades de enganchar al helicóptero. Si el piloto decidía cambiar de curso abruptamente, August debería poder adecuarse rápidamente. El coronel también había ordenado guardar silencio a su operador de radio. Cuanta menos información tuviera el LongRanger acerca de quién estaba a bordo o por qué, menos posibilidades habría de que causara dificultades. No existía nada más antagónico que un adversario sin rostro y sin voz.

El piloto ajustó la altura del Osprey para que volara cien pies más arriba que el LongRanger. Avanzaba con el helicóptero, deslizándose al este o al oeste según el curso del río. Obviamente, el que estaba en los controles del LongRanger sabía volar pero no navegar. Estaba siguiendo el curso del río con la intención de escapar.

El Osprey cerró la brecha bajando como una tormenta feroz e imparable. El LongRanger aumentó la velocidad pero no pudo escapar. En menos de dos minutos el Osprey estuvo sobre el LongRanger. El LongRanger trató de moverse hacia el costado, pero cada vez que lo hacía el Osprey lo hacía también.

Mientras tanto, los encargados de la grúa trabajaban velozmente para alistar el equipo. Cuando estuvo listo, el jefe del sector llamó a la cabina del piloto.

—Aviador Taylor preparado, señor —dijo el piloto. El coronel August se puso los guantes y asintió.

—Dígale que abra la bodega. En seguida vuelvo.

El piloto ejecutó la orden mientras August abría la puerta de la cabina y cruzaba el fuselaje. El viento se arremolinó en la cabina y los macizos engranajes sonaron al abrirse la puerta inferior. La lona que cubría el fuselaje se agitaba violentamente hacia ambos lados.

August se movía rápidamente a pesar del viento. Cuando un equipo estaba preparado no era conveniente hacerlo esperar. La espera era a la energía lo que el frío al calor: la minaba.

August llegó cuando los hombres estaban revisando los cierres de sus paracaídas.

—¿Estamos listos para partir? —preguntó. Los hombres respondieron afirmativamente.

August había diseñado el plan con Manigot y Boisard justo después de embarcar. Taylor bajaría a Manigot cincuenta pies en línea recta, justo detrás del estabilizador horizontal y hacia el travesaño ubicado a mitad de camino entre la cabina principal y el aparataje de la cola. Había suficiente lugar detrás de las hélices principales. Lo único verdaderamente preocupante era un lapso de cinco a ocho segundos en que el aviador o el cable estarían directamente atrás de la hélice. Si el LongRanger aminoraba la velocidad o avanzaba en ángulo ascendente durante ese lapso, Manigot o el cable serían destrozados por la hélice. Si el helicóptero no se movía, Manigot dejaría el cable inmediatamente, se arrojaría en paracaídas y la misión quedaría abortada. En otro caso, una vez que ambos hombres estuvieran en la zona de la cola, avanzarían hacia la rampa de aterrizaje y entrarían a la cabina.

El único riesgo era que el helicóptero volviera a sacudirse. En ese caso el equipo esperaría hasta el próximo sacudón —un ascenso breve y salticado seguido por un leve descenso— antes de abrir la compuerta.

Taylor apretó el botón de la grúa para bajar rápidamente a Manigot. El cable salía a una velocidad de 3,2 pies por segundo y Manigot estuvo sobre el estabilizador en quince segundos. Una vez que Manigot se sujetó al travesaño, enganchó hábilmente el cable e hizo una señal con un reflector. Boisard se deslizó hacia abajo rápida y limpiamente. Una vez que estuvo sujeto al otro lado del travesaño, Manigot desenganchó el cable y Taylor lo retiró inmediatamente. El peso del guinche obraba como plomada y evitaba que el cable oscilara en dirección a la hélice de la cola.

August observaba a la pálida luz de la compuerta abierta cómo Boisard desataba la soga que llevaba en la cintura y la pasaba por las presillas de acero del cinturón de Manigot. Una vez hecho esto, Manigot se desenganchó del travesaño y empezó a deslizarse sobre la superficie del LongRanger.

Se suponía que los hombres del helicóptero sabrían que el Osprey gigante los sobrevolaba peligrosamente, pero no hacían el menor movimiento. August trató de imaginar los planes del piloto. Con seguridad no podría planear un viaje largo. El LongRanger tenía un alcance máximo de unas 380 millas. Tal vez había planeado alejarse un trecho y luego descender donde un automóvil los estaría esperando para continuar la huida.

De pronto, el LongRanger avanzó. No emprendió una carrera salvaje como antes; evidentemente, el piloto estaba decidido a escapar. El movimiento hizo que Manigot se deslizara hasta el mástil de la hélice principal. Sólo sus rápidos reflejos lo salvaron de caer entre las aspas cortantes, porque pudo aferrarse al tubo de escape en menos de un segundo. Boisard se aferró al estabilizador, literalmente columpiándose hacia adelante mientras el helicóptero avanzaba.

August ordenó por radio al piloto que los persiguiera. Luego escrutó la oscuridad esperando que los hombres saltaran.

No saltaron. Los dos eran orgullosos pero no insensatos: si podían saltar... saltarían. Probablemente tendrían miedo de saltar y aterrizar encima de la hélice.

Frustrado por la distancia y la oscuridad y el viento, August se quedó junto a la compuerta mientras el Osprey se lanzaba detrás del LongRanger. Finalmente, se volvió hacia el aviador Taylor.

—¡Baje esa cosa otra vez! —gritó—. ¡Voy a bajar!

Taylor dijo:

—Señor, el viento y el ángulo son malos para esta clase de...

—¡Ahora! —ladró August, sacando un paracaídas del armario de equipos y colocándoselo—. Voy a enganchar la cola. Cuando llegue a Boisard, arrastraremos a esa maldita máquina hasta llegar a casa.

—Señor, tenemos capacidad para dos mil libras, y ese helicóptero es...

—Lo sé. ¡Pero mientras giren las hélices el helicóptero no será un peso muerto! Dígale al piloto que se quede con él, no importa cómo. Haré una doble señal lumínica cuando la haya enganchado y usted le avisará por radio al piloto que dé la vuelta.

Taylor hizo la venia y se movió hacia los controles con una confianza que evidentemente no sentía.

El Osprey —cuyo nombre significaba “águila de presa”— cruzó poderosamente el cielo oscuro. El cable se desenrolló nuevamente y August fue bajado en ángulo hacia el helicóptero. Tuvo que dar varias vueltas alrededor del estabilizador antes de poder agarrarlo. Arrastrándose hacia el lado opuesto a Boisard para no desequilibrar la nave, se enganchó a la cola. Luego enganchó el cable de la grúa. El cable se deslizó hacia atrás, golpeó sonoramente contra la cola y quedó ajustado firmemente.

August tenía su pescado.

Mirando al frente, comenzó a arrastrarse sobre la superficie en dirección a Manigot. El viento arreciaba cada vez con mayor violencia. Cuando estaba cerca de la cabina, el LongRanger se enderezó de golpe y enfiló hacia el este. Al Osprey le costó seguirle la marcha. El cable pegó un tirón violento que sacudió el LongRanger. El cable quedó muy tenso, enganchado por la grúa.

August se deslizó desde la punta de la cola al costado. Levantó la vista para asegurarse de que Manigot estaba bien, y luego miró hacia abajo. Sus piernas estaban a menos de dos yardas de la rampa. Eran dos yardas oscuras y ventosas, pero los extremos de la rampa estaban directamente debajo de él. Si se arrojaba al vacío pasaría junto a ellos al caer.

Decidió olvidar todas las reglas de planeamiento y disciplina.

Esto era como patear un penal: se hace el gol... o no se hace.

Se quitó los guantes y los dejó caer. Destrabó el gancho de metal que lo sujetaba a la cola. Y saltó.

Todo fue cuestión de segundos. Libre de toda atadura, August fue empujado hacia atrás. Pero no tan atrás como para no alcanzar el extremo trasero de la rampa. Lo enganchó con el brazo izquierdo, rápidamente subió el brazo derecho y luchó para subirse encima. El viento era intenso y August colgaba a un ángulo de cuarenta y cinco grados, golpeando contra el compartimiento de equipaje mientras luchaba para entrar.

Vio que el piloto lo miraba. Había alguien en el suelo, entre los asientos del puente de vuelo, luchando para levantarse. El piloto intentó una maniobra violenta. Unidas por el cable, las dos naves se sacudieron y el piloto volvió a mirar hacia atrás. Pero esta vez no miraba a August sino al cable.

Lentamente, hizo retroceder el helicóptero. Con un ramalazo de terror, August comprendió lo que intentaba hacer. Pensaba usar la hélice para cortar el cable. Si no podía escapar los haría caer a todos.

August se esforzó febrilmente para colocar la pierna sobre la rampa. Apenas lo logró, avanzó hacia la puerta de la cabina y la abrió de un golpe. Se metió en el compartimiento de pasajeros. Con dos zancadas llegó al puente de vuelo. Pasando por encima del hombre semiinconsciente tirado en el suelo, August colocó el brazo en una cerrada postura de jujitsu, con el codo a la altura de la cintura y en línea recta, y golpeó al piloto al costado de la cabeza. Con velocidad de émbolo volvió a golpeado por segunda y tercera vez. Luego lo empujó fuera del asiento.

August ocupó el lugar del piloto de un salto, tomó rápidamente los controles y miró al hombre tirado en el suelo.

—¿Hausen? ¡Levántese! ¡Tiene que manejar esta maldita máquina!

El alemán estaba atontado. Lentamente, empezó a arrastrarse hacia el asiento del copiloto.

—¡Muévase! —gritó August—. ¡No tengo la menor idea de lo que estoy haciendo!

Tambaleando, Hausen se acomodó en el asiento, y pasándose la manga por los ojos sanguinolentos, tomó la palanca de control. —Está bien —dijo el alemán—. Lo... lo tengo.

Saltando como un rayo del asiento del piloto, el enfurecido coronel arrojó a Dominique a la cabina. Luego volvió a la puerta abierta. Se asomó. Boisard avanzaba valientemente en dirección a Manigot.

—¡Estamos seguros aquí! —gritó August—. ¡Cuando lo tenga, libere el cable!

Boisard hizo una seña afirmativa y August se metió en la nave.

—¿Se encuentra bien? —le gritó a Hausen.

—Me pondré bien —dijo el alemán, muy fatigado.

—Manténgalo así hasta que yo le diga —dijo August—. Luego volveremos a la fábrica.

Hausen hizo un gesto afirmativo. Inclinándose sobre Dominique, August lo levantó, lo arrojó sobre una silla y se paró frente a él.

—No sé lo que habrá hecho —dijo August—, pero espero que sea lo suficientemente malo como para que lo encierren de por vida.

Abotagado y sangrante, Dominique se las ingenió para mirar hacia arriba y esbozar una sonrisa.

—No podrán detenerme —dijo. Le faltaban algunos dientes—. No podrán detenemos. El odio... el odio es más rentable que el oro.

August sonrió afectadamente. Y volvió a golpearlo.

—Ponga eso en mi cuenta —le dijo.

Mientras la cabeza de Dominique caía pesadamente a la derecha, August volvió a la compuerta. Con brazos que le temblaban por el cansancio, ayudó a entrar a Manigot. Cuándo Boisard terminó de desenganchar el cable, August también lo ayudó a entrar. Luego cerró la compuerta y cayó pesadamente al piso.

Lo más triste era que ese bastardo tenía razón. El odio y los traficantes de odio seguirían floreciendo. En el pasado los había combatido. Y había sido muy eficaz en el combate. Todavía lo era, tenía que admitirlo. Y aunque a su cerebro le llevó un tiempo conectarse con los deseos de su corazón, supo que cuando aterrizaran tendría que hacer una llamada importante.