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Jueves, 21.32 hs., Toulouse, Francia

Hood miraba por la ventanilla, mientras Hausen hacía aterrizar el jet con una maniobra fácil y cuidadosa. Hood no tenía dudas acerca de la dirección que llevaban. Un poderoso reflector en lo alto de la pequeña terminal iluminaba a un grupo de once hombres vestidos con jeans y camisas de trabajo. El duodécimo hombre llevaba puesto un traje. Al verlo mirar el reloj repetidamente o alisarse el cabello con inquietud, Hood pudo discernir que no era un hombre de la ley. No hubiera tenido la suficiente paciencia. También sabía quién de todos era Ballon. Era el que tenía expresión de perro bulldog y parecía estar a punto de morder a alguien.

Ballon se adelantó antes de que el avión se hubiera detenido por completo. El hombre trajeado corrió tras él.

—Ni siquiera traemos bolsas de maní —dijo Matt Stoll, desabrochando el cinturón de seguridad y estirando las piernas.

Hood observó cómo Ballon —que efectivamente era el perro bulldog— les ordenaba a sus hombres que llevaran la escalerilla hacia el jet. Cuando la copiloto abrió la puerta, ya estaba allí.

Hood se asomó por la puerta y salió, seguido por Nancy, Stoll y Hausen. Ballon los miró a todos, pero se detuvo con dureza en Hausen. Luego se acercó a Hood instintivamente.

—Buenas noches —dijo Hood, extendiendo la mano—. Soy Paul Hood.

Ballon la estrechó con fuerza.

—Buenas noches. Soy el coronel Ballon. —Señaló con el pulgar al hombre del traje. —Éste es M. Marais de Aduanas. Quiere que les informe que éste no es un aeropuerto internacional y que sólo están aquí como un favor especial a mi persona y al Groupe d’Intervention de la Gendarmerie Nationale.

—Vive la France —murmuró Stoll por lo bajo.

—Les passeports —le dijo M. Marais a Ballon.

—Quiere ver sus pasaportes —dijo Ballon—. Luego, si tenemos suerte, podremos seguir viaje.

Stoll le dijo a Ballon:

—Si hubiera olvidado mi pasaporte, ¿tendría que regresar a casa?

Ballon lo miró de arriba a abajo.

—¿Usted es el que maneja la máquina? Stoll hizo un gesto afirmativo.

—Entonces no. Aunque tuviera que dispararle a Marais, usted vendría con nosotros.

Stoll buscó en el bolsillo de su chaqueta y sacó su pasaporte.

Los demás hicieron lo mismo.

Marais los revisó uno por uno, chequeando las caras con las fotografías. Luego se los devolvió a Ballon, quien a su vez se los pasó a Hood.

—Continuez —dijo Marais con impaciencia. Ballon dijo:

—También se supone que debo decirles que, oficialmente, no han entrado a Francia. Y que se espera que partan dentro de las próximas veinticuatro horas.

—No existimos pero existimos —dijo Stoll—. A Aristóteles le hubiera encantado.

Nancy estaba de pie tras él.

—¿Por qué Aristóteles? —le preguntó.

—Porque creía en la generación espontánea. Es decir, en la idea de que las criaturas vivientes pueden nacer de materia no viva. Francesco Redi demostró lo contrario en el siglo XVII. Y nosotros acabamos de desaprobar a Redi.

Hood había devuelto los pasaportes y estaba mirando a Marais.

Por la cara del hombre sabía que algo no andaba bien. Un momento después, Marais llamó aparte a Ballon. Hablaron unos minutos. Luego Ballon se acercó a Hood con expresión desasosegada.

—¿Qué pasa? —preguntó Hood.

—Está preocupado —dijo Ballon. Miró a Hausen—. No quiere que esta situación tan irregular reciba ninguna clase de publicidad.

Hausen dijo fríamente:

—No lo culpo. ¿Quién querría que se divulgara que éste es el hogar de Dominique?

—Nadie —replicó Ballon—, excepto, tal vez, la nación que nos dio a Hitler.

El instinto de Hood lo llevaba a mediar en cualquier confrontación de esta clase. Pero decidió mantenerse al margen de ésta. Ambos hombres se habían extralimitado, y Hood sentía que, se volverían enemigos si él interfería.

Nancy dijo:

—Vine aquí para ayudar a detener al próximo Hitler, no a recordar al último. ¿Les importaría colaborar conmigo?

Abriéndose paso entre Ballon, Marais y los otros miembros de la Gendarmerie, Nancy avanzó en dirección a la terminal.

Hausen miró a Hood, y luego a Ballon.

—Ella tiene razón —dijo—. Mis disculpas a ambos.

Ballon frunció la boca como si no estuviera decidido a acabar tan pronto con la cuestión. Luego la aflojó. Se volvió hacia Marais, que parecía estar profundamente confundido.

—A demain —dijo sombríamente. Luego ordenó marchar a sus hombres. Hood, Stoll y Hausen los siguieron.

Mientras avanzaban rápidamente en dirección a la terminal, Hood se preguntaba si habría sido una mera coincidencia que Ballon hubiera elegido el saludo “Hasta mañana”, que en francés también aludía al sitio adonde se dirigían.

Ballon llevó al grupo hasta un par de camionetas que los estaban esperando. Sin hacer alharaca, se aseguró de que Stoll viajara cómodamente sentado entre Hood y Nancy. Ballon subió adelante, al lado del conductor. En el asiento trasero iban otros tres hombres. Ninguno llevaba armas. Los que iban armados viajaban en la segunda camioneta, con Hausen.

—Me siento como el botánico del Bounty —le dijo Stoll a Hood al iniciar el viaje—. Tenía que trasplantar el árbol del pan que tanto buscaban, y el capitán Bligh realmente lo esperaba.

—¿Y eso dónde nos deja al resto de nosotros? —dijo Nancy con el ceño fruncido.

—Rumbo a Tahití —dijo Hood.

Nancy no sonrió. Ni siquiera lo miró. Hood tenía la impresión de estar en la Nave de los Locos, y no en el Bounty. Sin que el romanticismo de la memoria lo obnubilara, Hood recordaba vívidamente la propensión de Nancy a cambiar imprevistamente de humor. Pasaba de la tristeza a la depresión y al enojo como si se deslizara por una pendiente barrosa. Los estados de ánimo no duraban demasiado, pero cuando se apoderaban de ella las cosas se ponían difíciles. Hood no sabía qué lo aterraba más: si el hecho de haber olvidado que era propensa a eso, o el hecho de que ahora acababa de caer en uno de esos peculiares estados de ánimo.

Ballon se dio vuelta:

—Gasté lo último que me quedaba de favores debidos haciéndolos entrar en Francia. Y ya había usado la mayor parte de mi cuota para obtener una orden de allanamiento para entrar en Demain. Expirará un día después de esta medianoche y no quiero desperdiciarla. Hace días que estamos vigilando la planta mediante cámaras de video estratégicas, esperando ver algo que justifique nuestra entrada a la fábrica. Pero hasta ahora, no ha pasado nada.

—¿Qué espera que encontremos nosotros? —preguntó Hood.

—¿Idealmente? —dijo Ballon—. Caras de terroristas conocidos.

Miembros de esta terrible fuerza paramilitar, los Nuevos Jacobinos, que es una mera resurrección de la liga que no vacilaba en matar ancianas o niños si pertenecían a las clases altas.

El coronel usó una llave atada a su muñeca para abrir la guantera. Entregó una carpeta a Hood. Dentro había más de una docena de dibujos y fotografías borrosas.

—Ésos son Jacobinos conocidos —dijo Ballon—. Necesito enfrentarme con alguno de ellos para poder entrar.

Hood le mostró el archivo a Stoll.

—¿Podrás ver una cara con la suficiente claridad como para hacer un identikit positivo?

Stoll revisó las fotos.

—Tal vez. Dependerá de lo que esté delante de ellos, de si se están moviendo o no, del tiempo que tenga para componer las imágenes...

—Ésas son demasiadas condiciones —dijo airadamente Ballon—.

Necesito ubicar a uno de estos monstruos dentro de esa fábrica.

—¿La orden de allanamiento caducará definitivamente? —preguntó Hood.

—Sí —dijo Ballon, furioso—. Pero no permitiré que una resolución pobre nos permita fingir que un hombre inocente es culpable sólo para poder entrar ahí.

—Ajá —dijo Stoll—. Ésa es una manera elegante de no ejercer presión sobre mí, ¿verdad? —Le devolvió la carpeta a Ballon.

—Eso es lo que separa a un profesional de un aficionado —acotó Ballon.

Nancy miró a Ballon.

—Estoy pensando que un profesional jamás hubiera permitido que esos terroristas ingresaran a la fábrica. También estoy pensando que Dominique ha robado, posiblemente asesinado, y está listo para iniciar toda clase de guerras. Pero hace bien su trabajo. ¿Eso lo convierte en un profesional?

Ballon respondió resueltamente:

—Los hombres como Dominique ignoran y desprecian la ley. Nosotros no podemos darnos ese lujo.

—Mentira —dijo ella—. Yo vivo en París. La mayoría de los norteamericanos son tratados como mierda por todo el mundo, desde los terratenientes a los gendarmes. Las leyes no nos protegen.

—Pero usted obedece las leyes, ¿verdad? —preguntó Ballon.

—Por supuesto —replicó Nancy.

Ballon prosiguió:

—Si un bando opera fuera de la ley... es sólo eso. Una fuerza criminal. Pero si ambos bandos operan ilegalmente... es el caos.

Hood decidió mediar en ésta para cambiar de tema.

—¿Falta mucho para llegar a la fábrica?

—Aproximadamente otros quince minutos. —Ballon seguía mirando a Nancy, quien miraba hacia otro lado—. Mlle. Bosworth, sus argumentos son válidos y lamento haberle hablado bruscamente a M. Stoll. Pero hay demasiadas cosas en juego. —Los miró a todos—: ¿Alguno de ustedes ha tenido en cuenta los riesgos del éxito?

Hood se inclinó hacia adelante.

—No, claro que no. ¿Qué quiere decir con eso?

—Si trabajamos quirúrgicamente y sólo Dominique cae, su compañía y sus monopolios podrán sobrevivir. Pero si ellos también caen, se perderán billones de dólares. La economía y el gobierno franceses se verán seriamente desestabilizados. Y eso creará un vacío similar a los que hemos conocido en el pasado.

Miró por encima de ellos hacia la camioneta que los seguía.

—Un vacío que históricamente ha permitido el florecimiento del nacionalismo alemán. Un vacío que enciende la sangre de los políticos alemanes.

Miró escrutadoramente a Hood.

—Un vacío que les permite mirar con codicia a Austria, Sudetenland, Alsacia y Lorena. MM. Hood y Stoll, Mlle. Bosworth... estamos en la cuerda floja. La cautela es nuestro balancín y la ley es nuestra red. Con ellos... llegaremos al otro lado.

Nancy se puso a mirar por la ventanilla. Hood sabía que ella no se disculparía. Pero en su caso, el hecho de que hubiera dejado de discutir equivalía a una disculpa.

—También creo en la ley —dijo Hood—, y en los sistemas que hemos creado para protegerla. Lo ayudaremos a llegar al otro lado de esta cuerda floja, coronel.

Ballon le agradeció con una ligera inclinación de cabeza, el primer despliegue apreciativo desde que habían llegado.

—Gracias, jefe —suspiró Stoll—. Como dije antes:... ésa no es una manera de presionarme, ¿verdad?