1

Jueves, 9.47 hs. Garbsen, Alemania

Pocos días antes, Jody Thompson, de veintiún años, no sabía lo que era la guerra.

En 1991 la chica había estado demasiado preocupada con los muchachos, el teléfono y el acné como para prestar demasiada atención a la Guerra del Golfo. Lo único que recordaba eran imágenes televisivas de potentes luces blancas que atravesaban el verde cielo nocturno, y haber escuchado que se disparaban misiles Scud en Israel y Arabia Saudita. No la enorgullecía recordar tan pocas cosas, pero las chicas de catorce años tienen prioridades acordes a su edad.

Vietnam pertenecía a sus padres, y todo lo que sabía de Corea era que durante su primer año de secundaria los veteranos habían obtenido por fin un monumento conmemorativo.

La Segunda Guerra Mundial era la guerra de sus abuelos. Pero, por raro que parezca, ésa sería la guerra que llegaría a conocer mejor.

Cinco días antes Jody había dejado atrás a dos padres apenados, un hermanito extático, un novio y una triste perra spaniel llamada Ruth para volar desde Rockville Center, Long Island, rumbo a Alemania, para participar en la película Tirpitz. Hasta el momento en que se sentó en el avión con el guión en la mano Jody no sabía casi nada de Adolf Hitler, el Tercer Reich o el Eje.

Ocasionalmente su abuela hablaba reverentemente del presidente Roosevelt, y de vez en cuando su abuelo decía algo respetuoso acerca de Truman, cuya bomba A lo había salvado de ser asesinado cruelmente en un campo de prisioneros en Tailandia. Un campo donde le había mordido la oreja a un hombre que lo estaba torturando. Cuando Jody le preguntó a su abuelo por qué había hecho eso, y si al hacerlo no había empeorado aún más las cosas, el amable anciano le respondió: “Algunas veces haces simplemente lo que tienes que hacer.”

Aparte de eso, la única vez que Jody había visto algo de la guerra fue por televisión, en un documental A amp;E rumbo a MTV.

Ahora Jody estaba tomando un curso acelerado sobre el caos que había dominado al mundo. Odiaba leer; los artículos de la TV Guide la aburrían antes de llegar a la mitad. Pero el guión de la coproducción norteamericano-alemana la había impactado. No eran sólo barcos y ametralladoras, como había temido. Aquí se trataba de gente. Gracias al guión supo que cientos de miles de marineros habían prestado servicio en las heladas aguas del Ártico, y también que decenas de miles de marineros se habían ahogado allí. Conoció la existencia de Tirpitz, la nave melliza del Bismarck, a la que llamaban “el terror de los mares”. Supo que las fábricas con base en Long Island habían cumplido un rol fundamental construyendo aviones de guerra para los Aliados. Y también supo que muchos soldados habían sido jóvenes como su novio, y que habían sentido tanto miedo como Dennis en la misma situación.

Y desde que llegó al estudio, Jody había visto cobrar vida al poderoso guión.

Hoy, en un chalet en Garbsen, en las afueras de Hannover, había observado las escenas en que un oficial de la SA destituido abandona a su familia para exonerarse a sí mismo en un acorazado alemán. Había visto los asombrosos efectos especiales del ataque de los Lancaster de la RAF contra el acorazado en Tromsofjord, Noruega, en 1944, un operativo que sepultó a un millar de tripulantes. Y aquí, en el remolque de utilería, había tocado verdaderas piezas de aquella guerra.

A Jody todavía le resultaba difícil creer que semejante locura hubiera ocurrido de verdad, aun cuando las evidencias estaban desparramadas en las mesas ante sus ojos. Se trataba de una formación sin precedentes de medallas, disparadores, golillas, charreteras, armas de toda clase y recuerdos importantes prestados por coleccionistas privados de Europa y los Estados Unidos. En los estantes se preservaban cuidadosamente mapas con tiras de cuero, libros militares y lapiceras a fuente de la biblioteca del general Feldmarschall von Harbou, prestados por su hijo. En un archivo había fotografías del Tirpitz tomadas por aviones de reconocimiento y submarinos enanos, y en una caja de vidrio especial había un fragmento de una de las bombas Tallboy, de doce mil libras, que habían destruido el barco. La oxidada esquirla de seis pulgadas iba a ser usada como imagen de fondo para los créditos al final de la película.

El aceite podía manchar las reliquias, y por eso la alta y estilizada morena se limpió las manos en su camiseta de la Escuela de Artes Visuales antes de tomar la daga Sturmabteilungen auténtica que había venido a buscar. Sus grandes ojos oscuros fueron desde la vaina metálica bañada en plata hasta la empuñadura marrón. En un círculo cerca de la punta se veían dos letras plateadas: SA. Debajo, el águila alemana y la esvástica. Aferrando la empuñadura, desenvainó lentamente el arma de nueve pulgadas para examinarla.

Era horrible y pesada. Jody se preguntó con cuántas vidas habría acabado. A cuántas mujeres habría dejado viudas. Cuántas madres habrían llorado por su causa.

Le dio vuelta con aprensión. En uno de los lados estaban grabadas en negro las palabras Alles für Deutschland. Cuando Jody vio la daga por primera vez la noche anterior, durante los ensayos, un veterano actor de reparto alemán le había dicho que eso significaba “Todo por Alemania”.

Para vivir en Alemania en aquella época —había dicho el hombre— uno estaba obligado a entregarle absolutamente todo a Hitler. La fábrica, la propia vida, la humanidad.

Se había inclinado para acercarse más a ella:

—Si tu amante insinuaba algo en contra del Reich, tenías que traicionarla. Y lo que es peor, tenías que sentirte orgulloso de haberla traicionado.

—¡Thompson, el cuchillo!

La atronadora voz del director Larry Lankford arrancó a Jody de sus reflexiones. Envainó rápidamente la daga y corrió hacia la puerta del remolque.

—¡Lo siento! —gritó—. ¡No sabía que estabas esperando! Saltó los escalones, pasó corriendo junto al guardia y dio la vuelta al remolque.

—¿Cómo que no sabías? —aulló Lankford—. ¡Estamos esperando a un ritmo de dos mil dólares por minuto!

El director levantó la barbilla de su corbatín rojo y comenzó a dar palmadas.

—Treinta y tres dólares —dijo con la primera palmada—, sesenta y seis, noventa y nueve dólares...

—Ya voy... —Jody estaba sin aliento.

—... ciento treinta y dos...

Jody se sintió una tonta por haberle creído al director asistente Hollis Arlenna, quien le había dicho que Lankford no estaría listo para filmar otra toma en los próximos diez minutos. Un asistente de la producción le había advertido que Arlenna era un hombrecito dueño de un gran ego, que alimentaba empequeñeciendo a los demás.

Al ver acercarse a Jody, el director asistente se interpuso entre ella y el director. Respirando con dificultad, Jody se detuvo y le tendió la daga. El hombrecito evitó sus ojos, dio media vuelta y corrió los pocos metros que lo separaban del director.

—Gracias —dijo Lankford amablemente cuando el joven le entregó el arma blanca.

Mientras el director le mostraba a su actor cómo entregarle la daga. El, su hijo, el director asistente se alejó sigilosamente de ambos. No miró a Jody, pero se detuvo muy cerca de donde ella estaba parada.

¿Por qué no estoy sorprendida?, pensó.

Sólo nueve días fuera de la escuela, y luego de menos de una semana filmando, Jody ya sabía cómo funcionaba la industria del cine. Si eras astuto y ambicioso, la gente trataba de que parecieras estúpido y torpe para que no te convirtieras en una amenaza. Y si reaccionabas, los demás se distanciaban de ti. Probablemente era lo mismo en todas partes, aunque la gente del cine aparentemente había hecho de eso una suerte de arte rastrero.

Mientras Jody regresaba al remolque de utilería, pensó cuánto extrañaba el sistema de respaldo que habían tenido ella y sus amigos en Hofstra. Pero aquello era la escuela y esto era el mundo real. Quería ser directora de cine, y había tenido suerte al conseguir esta participación. Estaba decidida a salir de esto más fuerte y más sabia. Y tan trepadora como los demás... si eso era lo necesario para sobrevivir.

Cuando llegó al remolque, el anciano guardia alemán le guiñó el ojo para animarla.

—Estos brutos no pueden gritarles a las estrellas, por eso te gritan a ti —le dijo—. Yo no me preocuparía por tan poco.

—Yo tampoco, señor Buba —mintió Jody, sonriendo.

Tomó la pizarra colgada sobre el remolque. Allí estaba adherida una lista de las escenas que iban a rodarse ese día donde se detallaba la utilería necesaria para cada una.

—Si esto es lo peor que puede ocurrirme mientras esté aquí, sobreviviré.

El señor Buba le devolvió la sonrisa y Jody trepó los escalones.

Hubiera matado por fumar un cigarrillo, pero estaba prohibido hacerlo en el remolque y no había tiempo para fumar afuera. Tuvo que admitir que hubiera matado por mucho menos en ese instante. Por ejemplo, para sacarse a Hollis de las espaldas.

Antes de llegar al umbral, Jody se detuvo repentinamente y escrutó la distancia.

—Señor Buba —dijo—, creo que vi a alguien en el bosque. El guardia se puso en puntas de pie y miró a lo lejos.

—¿Dónde?

—Aproximadamente a un cuarto de milla. Todavía no han comenzado a filmar, pero no quisiera ser uno de ellos si llegan a arruinarle la toma a Lankford.

—Tampoco yo —dijo Buba sacando el walkie-talkie de su cinturón—. No sé cómo pudieron entrar, pero pediré que alguien los intercepte.

Mientras él pasaba el informe, Jody regresó al remolque. Trató de olvidarse de Lankford y sus reprimendas irónicas al volver a ese mundo más oscuro, un mundo donde los tiranos llevaban armas, no guiones de películas, y atacaban naciones en lugar de practicantes.