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Jueves, 9.50 hs. Hamburgo, Alemania
Paul Hood se despertó de golpe cuando el enorme jet carreteó a los tumbos por la pista dos del aeropuerto internacional de Hamburgo.
—¡No...! —gritó algo en lo más profundo de su ser.
Con la cabeza apoyada contra la cortina recalentada por el sol, Hood mantuvo los ojos cerrados y trató de aferrarse al sueño.
Sólo un poquito más.
Pero los motores rugieron para disminuir la velocidad del avión y ese rugido acabó con lo poco que quedaba del sueño. Un momento después Hood ni siquiera podía recordar el sueño, excepto que había sido profundamente satisfactorio. Con un bostezo silencioso, Hood abrió los ojos, estiró los brazos y las piernas y se rindió frente a la realidad.
El enjuto director del Centro de Operaciones, de cuarenta y tres años de edad, se sentía embotado y dolorido después de ocho horas de vuelo. En el Centro de Operaciones un vuelo como éste era considerado “corto”... y no precisamente porque lo fuera. Los llamaban así porque se quedaban cortos para alcanzar el límite de las trece horas, que era el tiempo de vuelo mínimo requerido para que un funcionario de gobierno pudiera comprar un espacioso asiento en clase ejecutiva. Bob Herbert estaba convencido de que Japón y Oriente Medio recibían tanta atención por parte del gobierno de los Estados Unidos porque a los diplomáticos y hombres de negocios les gustaba volar en gran estilo. Y había predicho que el día en que los vuelos de veinticuatro horas proporcionaran un asiento de primera clase a un funcionario, Australia se convertiría en el próximo campo de batalla comercial o político.
Pero por más agarrotados que estuvieran sus músculos, al menos, se sentía descansado. Bob Herbert tenía razón. El secreto para dormir en los aviones nada tenía que ver con el hecho de reclinar el asiento. Él no había reclinado el suyo y sin embargo había dormido maravillosamente bien. La clave era el silencio, y sus tapones para oídos habían funcionado perfectamente.
Hood frunció el entrecejo mientras se enderezaba en su asiento. Hemos venido a Alemania invitados por el ministro del Exterior Hausen para mirar millones de dólares en equipos de alta tecnología, y apenas cincuenta centavos de siliconas fabricadas en Brooklyn me hacen un hombre feliz. Tenía que haber una ética en eso.
Hood se quitó los tapones. Al deslizarlos en su estuche plástico, trató de atrapar por lo menos la satisfacción que había sentido en sueños. Pero hasta eso había desaparecido. Hood levantó la cortina de la ventanilla y entrecerró los ojos por la brillante luz del sol.
Sueños, juventud y pasión, pensó. Las cosas más deseables siempre se desvanecían. Tal vez por eso fueran tan deseables. En cualquier caso, se dijo, ¿de qué demonios tenía que quejarse él? Su esposa y sus hijos eran felices y saludables y los amaba tanto como a su trabajo. Eso era más de lo que tenía mucha gente.
Molesto consigo mismo, se inclinó hacia Matt Stoll. El corpulento oficial de Apoyo de Operaciones del Centro de Operaciones estaba sentado en el asiento del pasillo a la derecha de Hood. Acababa de quitarse los auriculares:
—Buen día —dijo Hood.
—Buen día —respondió Stoll mientras enganchaba los auriculares en el respaldo del asiento. Miró su reloj y luego giró su enorme cabeza de muñeco Kewpie hacia Hood.
—Llegamos veinticinco minutos antes —dijo con su entonación precisa y rápida—. Realmente quería escuchar el ciclo Rock in ’68 por novena vez.
—¿Eso es todo lo que hiciste durante ocho horas? ¿Escuchar música?
—Tuve que hacerla —le espetó Stoll—. A los treinta y ocho minutos tocaba Cream, y luego los Coswills y Steppenwolf. Es como la bellísima fealdad de Quasimodo... “Indian Lake” como el fiambre entre dos suculentos panes: “Sunshine of Your Love” y “Born to Be Wild”.
Hood sólo atinó a sonreír. Se resistía a admitir que le gustaban los Coswills en la adolescencia.
—De todos modos —prosiguió Stoll— esos tapones para oídos que me dio Bob se me caían de la cabeza. Ustedes se olvidan de que nosotros, la gente corpulenta, transpiramos más que ustedes... la gente delgada.
Hood miró por encima de la cabeza de Stoll. Al otro lado del pasillo, el entrecano oficial de Inteligencia seguía durmiendo.
—Tal vez hubiera sido mejor que yo también me dedicara a escuchar música —dijo Hood—. Pero estaba soñando y...
—Olvidaste el sueño.
Hood asintió.
—Sé lo que se siente —afirmó Stoll—. Es como una baja de energía que se lleva toda la información de tu computadora. ¿Sabes lo que hago cuando me ocurre algo así?
—¿Escuchar música? —adivinó Hood.
Stoll lo miró asombrado.
—Por eso tú eres el jefe y yo no. Claro, yo escucho música. Es una actividad que asocio con los buenos tiempos. Me lleva directamente a un lugar mejor.
Desde el otro lado del pasillo, Bob Herbert afirmó con fuerte acento sureño:
—¿Yo? Sólo confío en los tapones de oídos para lograr paz mental.
Vale la pena mantenerse delgado para poder usarlos. ¿Te resultaron útiles, jefe?
—Son fantásticos —dijo Hood—. Me dormí antes de que pasáramos Halifax.
—¿No te lo dije? —preguntó Herbert—. Deberías usarlos en la oficina. La próxima vez que el general Rodgers se ponga pesado o Martha entre en uno de sus estados vociferantes, simplemente te los pones y finges escuchar.
Stoll intervino:
—Por algún motivo no creo que eso funcione. Mike dice más con el silencio que con las palabras, y Martha ha enviado sus arengas por correo electrónico a todas partes.
—Caballeros, más respeto hacia Martha —advirtió Hood—. Es muy buena en lo que hace y...
—Seguro —dijo Herbert—. Y sería capaz de arrastrarnos a la Corte por discriminación racial y sexual si insinuáramos lo contrario.
Hood no se molestó en retrucar. Lo primero que había aprendido de liderazgo durante sus dos mandatos como alcalde de Los Ángeles era que no se cambiaba la mentalidad de la gente discutiendo con ella. Simplemente había que callarse. Eso lo colocaba a uno por encima de la refriega y al mismo tiempo otorgaba un aura de dignidad. La única manera en que un oponente podía llegar a esas alturas era rindiendo parte de los terrenos bajos, lo que significaba un compromiso. Tarde o temprano todos se avenían a eso. Incluso Bob, aunque a él le había tomado más tiempo que a la mayoría.
Finalmente el jet se detuvo y colocaron la manga para permitir el descenso de los pasajeros.
—Diablos, es un mundo nuevo —dijo Herbert—. Supongo que necesitaremos tapones de oídos electrónicos. Si no escuchamos lo que no nos gusta, no corremos el riesgo de ser políticamente incorrectos.
—Se supone que la autopista informática sirve para abrir las mentes, no para cerrarlas —le espetó Stoll.
—Sí, bueno, yo soy de Filadelfia, Mississippi, y allí no tenemos autopistas. Sólo tenemos caminos sucios que se inundan en primavera, y todos nos esmeramos para limpiarlos.
Apagaron la señal de ajustarse los cinturones y todos se pusieron de pie, con excepción de Herbert. Mientras la gente recogía su equipaje de mano, echó la cabeza hacia atrás con los ojos fijos en la luz ubicada justo encima del asiento. Habían pasado más de diez años desde que perdiera el uso de las piernas en el bombardeo a la embajada en Beirut, y Hood sabía que aún no había logrado tomar conciencia absoluta de su imposibilidad de caminar. Aunque ninguno de los que trabajaban con Herbert le daba importancia a su incapacidad, a él le desagradaba cruzar miradas con extraños. De todas las cosas que disgustaban a Herbert, la piedad encabezaba la lista.
—Sabes una cosa —dijo Herbert ansiosamente—, allá en casa, todos partían del mismo final del camino y trabajaban juntos. Las diferencias de opinión se salvaban tirando todos para el mismo lado. Si las cosas no funcionaban... se tiraba para otro lado y asunto concluido. Ahora —prosiguió—, no estás de acuerdo con alguien y te acusan de odiar a cualquier minoría a la que ese alguien pudiera pertenecer.
—El oportunismo golpea a nuestra puerta —aseguró Stoll—. Es el nuevo sueño americano.
—En algunos casos —señaló Hood—. Sólo en algunos casos. Después de que abrieron la puerta y se vació el pasillo, ingresó una azafata alemana con una silla de ruedas de la aerolínea. La silla de Herbert, con teléfono celular y laptop incluidos, había sido enviada como equipaje.
La joven azafata acercó la silla a Herbert. Se inclinó por encima de los apoyabrazos y le ofreció una mano, que él rechazó. —No es necesario —masculló entre dientes—. Vengo haciendo esto desde que usted estaba en la escuela primaria.
Con sus brazos poderosos, Herbert se elevó por encima del apoyabrazos y se dejó caer sobre el asiento de cuero. Dejando atrás a Hood y Stoll, que buscaban sus equipajes de mano, atravesó el pasillo hasta la cabina por sus propios medios.
El calor del verano de Hamburgo inundaba la manga de descenso, pero era suave comparado con las temperaturas que habían dejado atrás, en Washington D.C. Entraron a la terminal bulliciosa y refrigerada, donde la azafata los presentó a un funcionario gubernamental que Lang había enviado para que los ayudara con los trámites de aduana.
Cuando la azafata dio media vuelta para irse, Herbert la aferró por la muñeca.
—Lamento haberla importunado —dijo—. Pero éstos y yo —dijo palmeando los apoyabrazos— somos viejos amigos.
—Comprendo —dijo la joven—. Y yo lamento haberlo ofendido.
—No me ofendió —dijo él. En absoluto.
La mujer partió con una sonrisa mientras el funcionario gubernamental se hacía cargo de ellos. Les informó que una limusina los estaba esperando para trasladarlos al hotel Alster-Hof junto al lago en cuanto pasaran por la aduana. Luego les indicó el camino, y se quedó atrás mientras Herbert atravesaba la terminal en su silla de ruedas, hasta llegar a la ventana que daba a la trajinada Paul Baumer Platz.
—Bueno —dijo Herbert—, creo que es una maldita ironía.
—¿Qué cosa? —preguntó Hood.
—Que no tenga nada en común con mi propia gente, y que en este aeropuerto que los Aliados bombardearon e hicieron pedazos junto con la mitad de Hamburgo me haga amigo de una azafata y me prepare para trabajar con hombres que le dispararon a mi padre en las Ardennes. Lleva un poco de tiempo acostumbrarse.
—Tal como tú mismo dijiste —remarcó Hood—, es un mundo nuevo.
—Sí —dijo Herbert—. Nuevo y difícil para mí. Pero me acostumbraré a esto, Paul. Que Dios me ayude desde el cielo, claro que lo haré.
Tras decir esto, Herbert prosiguió la marcha. Pasó en medio de norteamericanos, europeos y japoneses... y Hood estuvo seguro de que todos ellos, sin excepción, estaban corriendo la misma carrera a su manera.