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Jueves, 23.49 hs., Wunstorf, Alemania

El teléfono sonó en la oscuridad.

El hombre que estaba más cerca, el joven Rolf Murnau, se detuvo y prestó atención. Cuando escuchó por segunda vez el timbre ahogado giró su reflector hacia la izquierda. Luego avanzó varios pasos a través de la enramada espesa. La luz de su reflector formó un cono resplandeciente sobre un cuerpo. Al ver los hombros tan anchos, Rolf supo que se trataba de Manfred Piper. A su lado yacía el cadáver de Karin Doring.

—¡Vengan aquí! —gritó Rolf—. ¡Dios mío, vengan inmediatamente!

Varios hombres y mujeres se acercaron corriendo. Las luces de sus reflectores se cruzaban en la oscuridad a medida que avanzaban. Varios se detuvieron junto al cadáver de Manfred y miraron hacia abajo cuando el teléfono sonó por tercera y luego por cuarta vez. Otros corrieron junto a Karin Doring.

Rolf ya se había arrodillado junto al cadáver. La sangre había formado una enorme mancha oscura en la espalda de la chaqueta de Manfred que se ramificaba hacia los costados. Rolf dio vuelta el cuerpo con lentitud. Manfred tenía los ojos cerrados y la boca abierta y torcida hacia un lado.

—Está muerta —dijo un hombre arrodillado junto a Karin—. ¡Malditos sean, está muerta!

El teléfono sonó otra vez. Y otra vez más. Rolf miró los halos de luz de los reflectores.

—¿Qué debo hacer? —preguntó.

Oyó un crujir de pasos a sus espaldas.

—Responder —dijo Felix Richter.

—Sí, señor —dijo Rolf. Estaba aturdido por la pérdida de sus líderes, sus héroes. Buscó en la chaqueta de Manfred y sacó el teléfono. Después de sentirse invasivo por un instante, y luego asqueroso, abrió el teléfono celular y respondió el llamado.

—Ja? —dijo tentativamente.

—Habla el Hauptmann Karl Rosenlocher —dijo una voz—. Quiero hablar con el que esté al mando de ese grupo de animales.

—¿Quién es? —preguntó Richter.

—Rosenlocher —respondió Rolf.

A pesar de la oscuridad, Rolf vio que Richter se endurecía.

Cada vez llegaban más neonazis al enterarse de las muertes. Se formaron grupos alrededor de Karin y Manfred. Richter seguía erguido e inmóvil.

Jean-Michel llegó cuando Richter decidió responder el teléfono.

Con suma lentitud, el alemán se lo acercó a la boca.

—Habla Felix Richter.

—Usted conoce mi voz —dijo Rosenlocher—. Ahora quiero que escuche esta otra voz.

Un momento después, una joven decía en inglés:

—Les dije que no me habían derrotado. Nunca ganarán, ninguno de ustedes.

—Nena, te atraparemos —dijo Richter. Rosenlocher volvió a la línea.

—No, no la atraparán, Herr Richter. Está a salvo conmigo, junto con el norteamericano que la sacó de allí. Él me llamó para que los recogiera. En cuanto a usted, no podrá escapar de este incendio.

Los ojos de Richter escrutaron la oscuridad. Hizo un rápido gesto para llamar a varios hombres. Cubrió la bocina del teléfono con la mano.

—Armas —les dijo—. ¡Preparen sus armas! Los hombres alzaron sus armas.

Richter dijo:

—Enfrentaré la fuerza con mi propia fuerza.

—No le servirá de nada —dijo Rosenlocher lenta y confiadamente—. Éste es un incendio interno.

—¿De qué está hablando?

—¿Cómo cree que llegó el norteamericano a su campamento esta noche? —le preguntó Rosenlocher—. Es un hombre en silla de ruedas.

Richter espió la oscuridad.

—Tiene infiltrados, Herr Richter —prosiguió Rosenlocher—. Mi gente está ahora mismo con usted. Ellos lo ayudaron.

—Usted miente —dijo Richter tensamente.

—Han estado todo el día con usted —dijo Rosenlocher—. Vigilando. Alistándose. Ayudando al norteamericano. Esta noche usted ha perdido personal clave, ¿verdad, Herr Richter?

Richter no podía ver con claridad en la noche cerrada.

—No creo nada de eso, y no le creo a usted.

—Venga a buscarme. Quizá sobrevenga un combate a fuego cruzado. La gente disparará en la oscuridad. ¿Quién sabe quién caerá, Herr Richter? ¿De qué lado vendrá la bala?

—Usted no se atreverá a asesinarme —dijo el neonazi—. La verdad será descubierta. Usted quedará completamente arruinado. Hay leyes.

Rosenlocher dijo:

—Karin las ignoró cuando atacó el set de filmación. ¿Cree que a la gente le importará, Herr Richter? ¿Cree que le importará enterarse de que unos asesinos a sangre fría fueron asesinados?

Richter dijo:

—Usted no triunfará, Hauptmann. Si yo decido terminar esta cacería o abandonarla ahora mismo, ¡usted no podrá hacer nada!

—No está en mis manos —dijo Rosenlocher—. Sólo llamaba para decide adiós. Para eso, y para que sepa que no voy a estar entre los que se lamenten.

El Hauptmann colgó. Richter arrojó el teléfono al suelo.

—¡Maldita sea su sangre!

—¿Qué pasó? —preguntó alguien.

Richter levantó al puño en alto y miró a sus cómplices.

—El Hauptmann Rosenlocher dice que aquí están infiltrados miembros de la Landespolizei de Hamburgo.

—¿Aquí? —preguntó Rolf, incrédulo.

—Aquí —dijo Richter. Miró a su alrededor—. Por supuesto que mintiendo. ¡Es una estupidez, una locura! —Pensó en voz alta:

—¿Pero para qué mentir? Tiene a la chica y al norteamericano. ¿Qué ganaría mintiendo?

—Tal vez no estuviera mintiendo —dijo nerviosamente un hombre.

Richter lo miró.

—¿Quieres que cancele la persecución? ¡Tal vez tú seas uno de sus hombres!

—¡Herr Richter! —gritó otro—. Conozco a Jürgen desde hace años; es leal a la causa.

—Tal vez el policía estuviera mintiendo —dijo otro.

—¿Por qué? —preguntó Richter—. ¿Qué ganaría mintiendo?

¿Miedo? ¿Disenso? ¿Indecisión? ¿Pánico? —Rugió guturalmente—. ¿Qué ganaría?

—Tiempo —dijo Jean-Michel a sus espaldas. Richter se abalanzó sobre él.

—¿De qué demonios está hablando?

—El Hauptmann ganaría tiempo —dijo Jean-Michel con extrema suavidad—. Encontramos los cadáveres, nos detenemos para ocuparnos de ellos, luego nos quedamos inmóviles tratando de saber quién es el traidor. Mientras tanto, Rosenlocher pone más distancia entre nosotros y él.

—¿Con qué fin? —preguntó Richter—. Ya tiene lo que vino a buscar.

—¿Ya lo tiene? —preguntó Jean-Michel—. No creo que el norteamericano y la chica hayan tenido tiempo siquiera de llegar a la Autobahn. Tal vez el lisiado tenía un teléfono encima y llamó al Hauptmann.

El francés se acercó un poco más.

—Después de todo, usted acaba de pronunciar un discurso en el que nombró a su peor enemigo.

Richter lo miró intensamente. Jean-Michel prosiguió:

—No es difícil generar una conferencia telefónica donde parezca que Rosenlocher, el norteamericano y la chica están juntos.

Richter cerró los ojos.

—Usted cometió la clase de error que un líder no puede permitirse cometer —dijo Jean-Michel—. Le indicó al norteamericano cómo derrotarlo, dándole el nombre del único hombre en quien podría confiar. Y ahora tal vez le esté dando a ese enemigo la oportunidad de debilitarlo con un viejo juego psicológico.

Richter cayó lentamente de rodillas. Luego levantó los puños hacia el cielo y aulló:

—¡Atrápenlos!

Los alemanes vacilaron.

—Deberíamos enterrar los cadáveres —dijo uno.

—¡Eso es precisamente lo que el Hauptmann quiere que hagamos! —gritó Richter.

—No me importa —dijo el hombre—. Es lo correcto.

Rolf se sentía en medio de un torbellino, ahogado por el pesar y la rabia. Pero el deber estaba por encima de todo. Enfocó el reflector y se puso en marcha.

Voy a encontrar a esos norteamericanos —dijo—. Eso es lo que Karin Doring y Manfred Piper hubieran querido, y eso es lo que yo voy a hacer.

Muchos otros lo siguieron en silencio. Luego se les unieron muchísimos más. Se movieron rápidamente para recuperar el tiempo perdido y también para quemar el exceso de odio.

Pero en cuanto Rolf se abrió paso a través del bosque, las lágrimas le bañaron las mejillas. Eran las lágrimas de un niño pequeño que todavía estaba muy cerca de la superficie del hombre joven. Eran las lágrimas de alguien cuyos sueños de futuro con Feuer se habían transformado en cenizas.