6

Jueves, 10.07 hs., Garbsen, Alemania

El señor Buba giró la cabeza al oír las voces detrás del remolque.

—... soy una de esas personas que jamás han tenido suerte —decía una mujer. Su voz era ronca y hablaba a gran velocidad—. Si voy a una tienda, es justo después de que una estrella de cine ha estado allí. Si estoy en un restaurante, es el día anterior a que una celebridad cene allí. Los pierdo por minutos en los aeropuertos.

El señor Buba sacudió la cabeza. Pero... cómo había podido entrar esta mujer. Pobre Werner.

—Así que... aquí me ven —prosiguió la mujer, dando vuelta la esquina—. He venido a caer accidentalmente en un set de filmación, sólo a pocos metros de una estrella, y ustedes quieren impedirme que la vea.

El señor Buba los miró aproximarse. La mujer se detuvo exactamente frente a Werner, quien llevaba la gorra baja y tenía los hombros encogidos hacia adelante. Ella movía los brazos como si la frustración la hiciera bailar. El señor Buba tuvo ganas de decirle que no era gran cosa ver a una estrella de cine. Que las estrellas eran iguales a los demás, si los demás eran consentidos y odiosos.

Pero sentía lástima de la joven mujer. Werner era sumamente estricto con los reglamentos, pero tal vez pudieran flexibilizarlos de modo que la pobre señorita pudiera contemplar por fin a una estrella de cine.

—Werner —dijo su colega—, ya que esta mujer es ahora nuestra huésped, sinceramente no veo por qué no podríamos...

El señor Buba no pudo terminar la frase. Manfred pegó un salto desde detrás de la mujer y golpeó al guardia con la cachiporra de Werner. La madera negra se estrelló todo a lo largo contra la boca del señor Buba, y el guardia se ahogó con sangre y dientes mientras caía de espaldas contra el remolque de utilería. Manfred lo golpeó otra vez, sobre la sien derecha, volteando la cabeza del señor Buba hacia la izquierda. El guardia dejó de ahogarse. Se deslizó hasta el suelo y quedó allí, sentado, apoyado contra el remolque, la sangre corriéndole detrás del cuello y los hombros.

Manfred abrió la puerta del remolque, arrojó dentro la cachiporra ensangrentada de Werner, y trepó. Mientras lo hacía, un hombre del equipo de filmación gritó: “¡Jody!”

Karin apartó la vista del seto. Se arrodilló, tomó su mochila y sacó el Uzi.

El hombre, de baja estatura, sacudió la cabeza y se encaminó hacia el remolque.

—Jody, ¿qué demonios estás haciendo allí adentro, nuestra querida y próximamente ex meritoria?

Karin se paró y dio media vuelta.

El asistente de dirección se detuvo. Estaba a pocos metros de distancia.

—¡Eh! —dijo. Miró furtivamente hacia el remolque—. ¿Quién es usted? —Levantó el brazo y señaló—. ¿Ésa es una de nuestras armas de utilería? Usted no puede...

El confiado pup-pup-pup del Uzi tiró a Hollis Arlenna de espaldas, con los brazos extendidos y los ojos abiertos.

Apenas cayó al suelo, la gente comenzó a gritar y a correr. Ante los requerimientos de una joven actriz, un joven actor intentó abrirse paso hasta el asistente caído. Mientras avanzaba gateando hacia Arlenna, hacia Karin, una segunda ráfaga del Uzi hizo blanco contra la cabeza del actor. El joven se cerró sobre sí mismo. La joven actriz se estremeció y siguió estremeciéndose mientras observaba la escena detrás de una cámara.

El poderoso motor del remolque volvió a la vida. Manfred lo había puesto en marcha, ahogando los gritos del seto

—¡Vamos! —le gritó a Karin mientras cerraba la puerta de la cabina.

La joven mujer caminó de espaldas, protegida por su Uzi, hacia la puerta abierta del remolque. Impávida, entró de un salto, levantó la escalerilla rebatible y cerró la puerta.

Cuando Manfred hizo rugir el motor rumbo al bosque, el cadáver del señor Buba se deslizó suavemente al suelo.