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Jueves, 17.02 hs., Hamburgo, Alemania
Mientras regresaba al edificio oficial, Paul Hood sentía que los recuerdos lo inundaban. Recuerdos frágiles y detallados de cosas enterradas pero nunca olvidadas que Nancy Jo y él habían hecho y se habían dicho hacía casi veinte años.
Recordaba que habían estado en un restaurante mexicano en Studio City discutiendo la posibilidad de tener hijos en el futuro. Él quería tener hijos; ella decididamente no. Comieron tacos y bebieron café amargo y debatieron sobre los pros y los contras de la paternidad y la maternidad en las primeras horas de la mañana.
Recordó que habían esperado el comienzo de una película con Paul Newman en un cine de Westwood discutiendo el debate del Comité Judicial acerca del juicio al presidente Nixon. Todavía podía oler el aroma del Popcorn de ella y saborear el Milk Duds que había comido entonces.
Recordó haber hablado toda una noche acerca del futuro de la tecnología después de jugar por primera vez al videojuego Pong en blanco y negro. Él debería haber sabido, por la manera en que ella le golpeó el trasero, que ése era el campo que Nancy Jo estaba destinada a conquistar.
No había pensado en esas cosas durante años, pero aún podía recordar las palabras exactas, los olores, las vistas, las expresiones de Nancy Jo y lo que ella llevaba puesto. Todo era tan vívido. Como la energía de ella. Eso lo había enamorado, y hasta intimidado un poco. Era la clase de mujer que miraba debajo de cada roca, exploraba cada mundo huevo, observaba cada campo fresco; Y cuando esa encantadora derviche no trabajaba, se dedicaba a jugar con Hood en las discos y en la cama, aullando hasta quedar ronca en los partidos de los Lakers, los Raros o los Kings; gritando de frustración o de deleite detrás de un tablero de Scrabble o una palanca de video juegos; atravesando el Griffith Park en bicicleta o trepando a las Bronson Caverns para encontrar el lugar donde habían filmado Robot Monster. Nancy no podía sentarse a ver una película sin sacar un cuaderno y hacer anotaciones. Anotaciones que después eran imposibles de leer porque las había garrapateado en la oscuridad, pero eso no importaba. Era el proceso de pensar, de crear, de hacer lo que siempre había fascinado a Nancy. Y era su entusiasmo y su energía y su creatividad y su magnetismo lo que siempre lo había fascinado a él. Ella era como una musa griega, como Terpsícore: su mente y su cuerpo danzaban en todas partes y Hood los seguía, en trance.
Y maldito seas, pensó, todavía sigues en trance.
Hood no quería sentir lo que estaba volviendo a sentir. El anhelo.
El deseo de envolver ese remolino entre sus brazos y correr locamente hacia el futuro con ella. Locamente, desesperado por recuperar el tiempo perdido. No quería sentir eso, pero una gran parte de él no podía evitar sentirlo.
Dios, se gritó enfurecido, ¡debes crecer!
Pero no era tan simple, ¿verdad? Ser un adulto, ser sensato, sólo le servía para saber cómo habían ocurrido las cosas... no qué hacer con ellas.
¿Y cómo habían ocurrido las cosas? ¿Y cómo se las había arreglado Nancy para sobreponerse a las dos décadas de ira que él sentía y a la nueva vida que él se había construido?
Podía seguir, como si se tratara de una escalera, cada paso que lo había llevado adonde estaba ahora. Nancy desapareció. El se hundió en la desesperación. Conoció a Sharon en una tienda de marcos. Sharon había ido allí a retirar su diploma de la escuela de cocina enmarcado y él estaba eligiendo un marco para una foto autografiada del gobernador. Hablaron. Intercambiaron números telefónicos. Él la llamó. Ella era atractiva, inteligente, estable. No era creativa fuera de la cocina que amaba, y no brillaba de una manera casi sobrenatural como Nancy. Si existieran las vidas pasadas, Hood apostaría que más de una docena de almas vagaban en la sangre de Nancy. En Sharon sólo era posible ver a Sharon.
Pero eso era bueno, dijo para sí mismo. Quieres asentarte y tener hijos con alguien que pueda establecerse también. Y no era el caso de Nancy. La vida no era perfecta ahora, pero si no estaba en el paraíso con Sharon todo el tiempo, era feliz viviendo en Washington con una esposa y una familia que lo amaba y lo respetaba y no iba a abandonarlo. ¿Acaso Nancy lo había respetado alguna vez? Durante los meses posteriores a su partida, después de haber hecho la autopsia de la relación y de que su amor se redujo a cenizas, jamás logró comprender qué había hecho para merecer eso.
Hood llegó al vestíbulo del edificio. Entró al ascensor y cuando la aguja marcó el piso de Hausen, Hood empezó a sentirse manipulado. Nancy lo había abandonado, había reaparecido muchos años después y se le había ofrecido. Se le había ofrecido. ¿Por qué? ¿Por culpa? No, eso era imposible tratándose de Nancy. Tenía la misma conciencia que un payaso de circo. Un pastel en la cara, agua en el cinturón ¡caramba! Una gran risotada y se olvidaba todo, o al menos ella lo olvidaba. Y la gente lo aceptaba porque ella era egoísta pero cariñosa, sin malicia. ¿Soledad? Ella jamás se sentía sola. Aun cuando estaba sola estaba con alguien capaz de entretenerla. ¿Desafío?
Tal vez. Podía imaginarla preguntándose: ¿Todavía lo tienes, vieja Nancy?
En realidad, nada de eso le importaba. Había vuelto al presente, al mundo real donde tenía cuarenta años y no veinte, donde vivía con sus planetas pequeños y preciosos y no con un cometa rugiente y salvaje. Nancy había venido y se había ido, y por lo menos ahora sabía qué le había pasado.
Y tal vez, pensó de pronto y con sorpresa, puedas dejar de culpar a Sharon por no ser Nancy.
¿Acaso una parte de él, arrepentida y profunda, sentía eso?
Dios, lo aterraban los oscuros pasadizos a los que lo había llevado esa condenada escalera.
Para completar el panorama emocional, Hood se sentía culpable por haber dejado solo al pobre Hausen, con el alma a la intemperie y una parte negra de su pasado en los labios. Lo había dejado sin un hombro amigo y sin la ayuda del hombre ante quien acababa de confesarse.
Hood se disculparía y Hausen, que era un caballero, aceptaría probablemente sus disculpas. Además, Hood había desnudado su propia alma y los hombres sabían entenderse en ese tipo de situaciones. En lo relativo a tragedias del corazón o errores de juventud los hombres se absolvían mutuamente y con absoluta libertad.
Hausen estaba de pie junto a Stoll en el despacho principal.
Lang aún estaba a la derecha de Matt.
Hausen miró a Hood con preocupación en los ojos.
—¿Obtuvo lo que necesitaba? —le preguntó.
—Casi —dijo Hood. Sonrió para tranquilizarlo—. Sí, gracias.
¿Por aquí todo bien?
Hausen dijo:
—Me alegra haber hablado con usted. —y se las ingenió para sonreír también.
Stoll estaba ocupado tipiando órdenes.
—Jefe, Herr Hausen no fue muy claro acerca de tu paradero —dijo sin levantar la vista—, pero me resulta extraño que Paul Hood y Superman nunca estén juntos al mismo tiempo.
—No estoy de humor —advirtió Hood.
—Claro, jefe —replicó Stoll—. Lo siento.
Hood se sentía culpable por haber saltado ante la broma de Matt.
—No tiene importancia —dijo con un tono más amable—. Ha sido una tarde complicada. ¿Qué has descubierto?
Stoll hizo volver al monitor el título del juego.
—Bueno —dijo—, como les estaba diciendo a Herr Hausen y Herr Lang, este juego fue instalado con un comando de tiempo determinado por el asistente del ministro, Hans...
—Quien parece haber desaparecido —agregó Lang—. Lo buscamos en su casa y en el club y no hay respuesta.
—Y su dirección hogareña de correo electrónico no recibe mensajes —dijo Stoll—. De modo que se nos ha escapado. En todo caso, la foto de Herr Hausen proviene de la cobertura de un discurso que dio ante los sobrevivientes al Holocausto, mientras el paisaje es de aquí.
Stoll apretó el comando de reciclaje, sacó el título del juego de la pantalla y llamó la foto enviada por el Kraken del Centro de Operaciones.
Hood se inclinó sobre el escritorio y leyó el encabezamiento. —El Tarne en Montauban, el Vieux Ponto —Se irguió—. ¿Francia o Canadá? —preguntó.
—El sur de Francia —dijo Stoll—. Cuando llegaste, estaba a punto de consultar el informe de Deirdre sobre ese lugar.
Utilizó el teclado para llamar el archivo correspondiente. Entonces leyó:
—Dice: “La route nationale, bla, bla, bla... en dirección norte y noroeste con el río Garonne que se encuentra con el Tarne en Montauban, pblación 51.000. La ciudad consiste en tal y tal” —salteó los datos demográficos con un golpe al teclado— y... ah, aquí sí. “El edificio es una fortaleza construida en 1144 y que ha sido asociada históricamente con el regionalismo del sur. Como fortaleza sirvió para repeler los ataques de los católicos durante las guerras religiosas, y ha permanecido como símbolo de desafío para los nativos”.
—Stoll hizo avanzar el informe.
Hood dijo:
—¿Dice algo acerca del propietario del lugar?
—Estoy investigando —dijo Stoll. Tipió la palabra “propietario” y ordenó una búsqueda de palabra. La pantalla saltó varios párrafos y señaló un nombre. Stoll leyó:
—“Fue vendida el año pasado para fabricación de software, con prohibición de que el nuevo propietario hiciera modificaciones en... etcétera, etcétera.” Aquí —prosiguió—, propietario. Una empresa de capitales privados llamada Demain, incorporada a la ciudad de Toulouse en mayo de 1979.
Hood miró rápidamente a Stoll y se inclinó ante la pantalla. —Un momento —dijo. Leyó la fecha—. Diles a Deirdre y Nat que me consigan más información sobre esa empresa. Rápido.
Stoll asintió, vació la pantalla y llamó a “los Guardianes del Kraken”, como los había bautizado. Pidió por correo electrónico más información sobre Demain. Luego se echó hacia atrás en la silla, cruzó los brazos y esperó.
La espera no fue larga. Deirdre envió casi de inmediato un artículo de una revista llamada El video juego ilustrado, fechada en junio de 1980. El artículo decía:
JUEGOS DEL MAÑANA
¿Eres un asteroideano desterrado?
¿Has sido un mortal Invasor del espacio?
Aunque sigas amando los éxitos de ayer, la nueva estrella del firmamento de los videojuegos, la empresa francesa Demain —que quiere decir “mañana” — ha desarrollado una clase diferente de casete para que juegues en tu sistema doméstico Atari, Intellivision y Odyssey. El primer casete, el juego de pesquisa Un caballero para recordar, estará en los negocios este mes. Es el primer juego adaptable a los tres sistemas líderes de videojuegos.
En una publicidad, el jefe de investigación y desarrollo de la empresa, Jean-Michel Horne, decía: “Gracias a un revolucionario y poderoso nuevo chip que hemos desarrollado, la gráfica y el juego serán más específicos y excitantes que nunca”.
Un caballero para recordar se venderá a 34 dólares y será enviado con un cupón de descuento para el próximo lanzamiento de la empresa, el juego del superhéroe Osberman.
Hood se dio un momento para observar el artículo y sopesar las implicaciones. Eso le sirvió para acomodar algunas piezas.
Nancy robó los originales de un nuevo chip y los vendió a una empresa, posiblemente —no, probablemente— a esta Demain. Gerard, un racista, gana fortunas fabricando videojuegos. Solapadamente pone dinero en juegos de odio.
¿Pero por qué? ¿Por hobby? Por cierto que no. Pequeñas dosis de odio como ésas resultarían demasiado efímeras e insatisfactorias para un hombre como el que había descrito Richard Hausen.
Supongamos que fabrica juegos de odio, pensó Hood. El hijo de Charlie Squires había descubierto uno. ¿Y si pertenecía a Dominique? ¿Acaso Gerard estaría utilizando la Internet para enviarlos a todo el mundo?
Nuevamente, pensó Hood, supongamos que sí. ¿Para qué lo haría?
No sólo para ganar dinero. Por lo que Hausen había dicho, Gerard tenía más que suficiente.
Debería tener algo más grande en mente, pensó Hood. Juegos de odio en Internet. Amenazas a Hausen. ¿Todo estaba planeado para coincidir con los Días de Caos?
Sus especulaciones no lo llevaban a ninguna parte. Faltaban demasiadas piezas, y había una persona que tal vez podría — ¿pero estaría dispuesta?— darle la información que necesitaba.
—Herr Hausen —dijo Hood—, ¿le molestaría si tomo prestado a su chofer por un rato?
—En absoluto —respondió Hausen—. ¿Necesita algo más?
—Por el momento no, gracias —dijo Hood—. Matt, por favor envíale ese artículo al general Rodgers. Dile que este Dominique puede ser nuestro fabricante de juegos de odio. Si hay algo más...
—Lo conseguiremos —dijo Stoll—. Sus deseos son órdenes para mí.
—Aprecio tu gentileza —dijo Hood, palmeando a Stoll en la espalda y dirigiéndose a la puerta.
Al ver a Hood atravesando el área de recepción, Matt Stoll volvió a cruzarse de brazos y dijo:
—No tengo la menor duda. Mi jefe es Superman.