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Jueves, 17.30 hs., Hamburgo, Alemania

La enorme limusina llegó en media hora al hotel de Jean-Michel.

Las noticias de la tarde habían sido dedicadas casi en exclusividad al incendio de Sto Pauli y a los juicios condenatorios hacia el propietario del club nocturno. Las feministas estaban contentas y los comunistas estaban contentos y la prensa se comportaba como si todos hubieran sido vengados por fin. Jean-Michel tenía la sensación de que Richter era ampliamente castigado por su carrera como proveedor de acompañantes... pero también por sus opiniones políticas. Pasaron una vieja grabación de Richter defendiéndose y afirmando que su negocio era “la paz mental”. La compañía de las mujeres relajaba a los hombres y les permitía enfrentar grandes desafíos. Y era él quien lo hacía posible.

Y Richter no es ningún idiota, había pensado Jean-Michel al ver los noticiarios. La condena de las feministas, los comunistas y la prensa —ninguno de los cuales gozaba de la predilección del alemán medio— sólo servía para acercar aún más a esos hombres al Partido Nacionalsocialista Siglo XXI de Richter.

Jean-Michel había salido del hotel a las 17.25. Mientras esperaba bajo la marquesina, comenzó a dudar de que Richter acudiera a la cita. También era posible que, en el caso de acudir, llegara con un camión atestado de milicianos ansiosos de vengar el incendio.

Pero ése no era el estilo de Richter. Por lo que habían oído, ésa era la marca de Karin Doring. Richter era orgulloso y cuando la limusina se detuvo y el portero abrió la puerta, Jean-Michel miró a su izquierda y asintió. M. Dominique había insistido en que Henri e Yves fueran con él, y juntos entraron a la limusina con Jean-Michel en el medio. Se sentaron de espaldas al panel que los separaba del conductor. Yves cerró la puerta. Cada hombre era una mancha gris bajo la débil luz que atravesaba los vidrios polarizados.

A Jean-Michel no le sorprendió que Richter se mostrara más sumiso que antes. El alemán estaba sentado solo en el asiento trasero, de frente a ellos. Estaba muy quieto y los miraba sin hablar. Incluso cuando Jean-Michel lo saludó, Richter asintió una vez sin decir palabra. En cuanto la limusina se puso en marcha nuevamente, el alemán no le sacó los ojos de encima a Jean-Michel y sus guardaespaldas. Los observaba desde las sombras, con las manos sobre el regazo de sus pantalones color cervato y los hombros erguidos.

Jean-Michel no esperaba que hablara demasiado. Pero, como había dicho Don Quijote, era responsabilidad del victorioso curar las heridas del vencido. Y era necesario decir algunas cosas.

—Herr Richter —dijo con suavidad—, M. Dominique no deseaba que las cosas llegaran a este punto.

Richter había clavado sus ojos claros en Henri. Ahora los clavó en Jean-Michel, moviéndolos como delicados engranajes.

—¿Eso es una disculpa? —preguntó el alemán. Jean Michel sacudió la cabeza.

—Considérelo una rama de olivo —dijo—. Espero que la acepte.

Richter respondió fríamente.

—Escupo sobre ella y sobre usted.

Jean-Michel pareció asombrarse. Henri gruñó inquieto. —Herr Richter —dijo Jean-Michel—, debe comprender que no puede derrotarnos.

Richter sonrió.

—Ésas son las mismas palabras que ha pronunciado durante años el Hauptmann Rosenlocher, de la policía de Hamburgo. Pero aún sigo aquí. Y, por otra parte, gracias por el incendio. Ese Hauptmann está tan ocupado tratando de saber quién me quiere muerto, que él y su exhausto equipo de incorruptibles me han dejado escapar.

Jean-Michel replicó:

—M. Dominique no es un policía. Ha sido un benefactor muy generoso. Sus oficinas políticas están intactas y M. Dominique le ha facilitado dinero para restablecerse profesionalmente.

—¿A qué precio? —preguntó Richter.

—Respeto mutuo.

—¿Respeto? —saltó Richter—. ¡Servilismo! Sólo si hago lo que quiere Dominique podré sobrevivir.

—Usted no comprende —insistió Jean-Michel.

—¿No? —replicó Richter.

El alemán llevó la mano al bolsillo de su chaqueta y Henri e Yves se alertaron. Richter los ignoró. Sacó un paquete de cigarrillos, se puso un cigarrillo en la boca y guardó el paquete. Se congeló mirando a Jean-Michel.

—Lo comprendo muy bien —dijo por fin—. Estuve pensando toda la tarde, tratando de entender por qué era tan importante someterme.

Retiró la mano y antes de que Jean-Michel pudiera ver que no sostenía un encendedor... demasiado tarde. La pistola compacta FN Model Baby Browning escupió dos veces, una a la derecha de Jean-Michel, otro a la izquierda. Los disparos fueron ruidosos, y se oyó el distintivo thunk cuando cada bala atravesó la frente de un guardaespaldas.

Cuando la limusina giró a la izquierda, ambos cadáveres cayeron hacia el lado del conductor. Los oídos le zumbaban y Jean-Michel hizo una amarga mueca de horror cuando el cuerpo de Henri golpeó contra él. La sangre marrón rojiza manaba de la herida neta y pequeña salpicándolo todo. Caía como un río sobre el puente de la nariz del muerto. Medio gritando, medio gimiendo, Jean-Michel usó un hombro para empujar el cadáver contra la puerta. Luego miró al muerto Yves, cuyo orificio mortal había desparramado una suerte de telaraña sangrienta sobre su rostro. Finalmente, Jean-Michel volvió sus ojos aterrorizados hacia Richter.

—Los haré enterrar en el bosque apenas lleguemos allí —dijo Richter. Escupió el cigarrillo en el piso—. Además... no fumo.

Con el arma todavía en la mano, el alemán se echó hacia adelante. Sacó las pistolas de las cartucheras de Yves y Henri y colocó una de ellas sobre el asiento, a su derecha. Examinó la otra.

—Una pistola F1 Target —dijo Richter—. Arsenal del Ejército. ¿Estos hombres pertenecieron al Ejército?

Jean-Michel asintió.

—Eso explicaría la increíble pobreza de sus reflejos —dijo Richter—. Los militares franceses nunca supieron cómo entrenar a sus soldados para la batalla. No se parecen en nada a los militares alemanes.

Bajó el arma, palpó el pecho y los bolsillos de Jean-Michel para asegurarse de que estaba desarmado, y luego se apoltronó en su asiento. Cruzó los brazos y apoyó las manos sobre una de sus rodillas.

—Detalles —dijo Richter—. Si uno los ve, los huele, los oye, los recuerda... en el peor de los casos sobrevivirá y en el mejor de los casos triunfará. Y la confianza —agregó oscuramente— es algo que no hay que entregar jamás. Cometí el error de ser honesto con usted, y pagué por eso.

—¡Usted me torturó! —casi gritó Jean-Michel. La presencia de los dos cadáveres lo enervaba, pero más lo aterraba el estilo caballeresco con que Richter los había despachado. El francés luchó contra el impulso de arrojarse de la limusina en marcha. Era el representante de M. Dominique. Debía tratar de mantener la compostura, la dignidad.

—¿Realmente cree que Dominique me atacó por eso? —preguntó Richter. Sonrió por primera vez; ahora tenía un aspecto casi paternal—. Sea sensato. Dominique me atacó para ponerme en mi lugar. Y lo hizo. Me recordó que pertenezco al tope de la escalera, no a la mitad.

—¿Al tope? —dijo Jean-Michel. El descaro de este hombre era asombroso. La indignación ayudó a Jean-Michel a olvidar su miedo, su vulnerabilidad—. Usted no está al tope de nada... excepto de dos cadáveres —señaló a ambos lados con violencia— de los cuales deberá rendir cuentas.

—Se equivoca —replicó el alemán sin inmutarse—. Aún tengo mi fortuna, y estoy en la cúspide del mayor grupo neonazi de la Tierra.

—Eso es mentira. Su grupo no es...

—Lo que era —interrumpió Richter. Sonrió misteriosamente.

Jean-Michel estaba confundido. Confundido y muy asustado aún. Richter se recostó contra el mullido asiento de cuero.

—Esta tarde fue toda una epifanía, M. Horne. Verá, todos estamos atrapados por los negocios y los objetos y los adornos. Y perdemos de vista nuestras propias fuerzas. Privado de mis recursos de supervivencia, tuve que preguntarme: “¿Cuáles son mis fuerzas? ¿Cuáles son mis metas?”. Comprendí que las estaba perdiendo de vista. No gasté el resto de la tarde lamentando lo ocurrido. Llamé a mis refuerzos y les pedí que vinieran a Hannover esta noche, a las ocho en punto. Les dije que tenía que anunciarles algo. Algo que cambiará el tenor de la política en Alemania... y en el resto de Europa.

Jean-Michel lo miró expectante. Richter prosiguió.

—Hace dos horas, Karin y yo decidimos unir las fuerzas de Feuer y los nacionalsocialistas del Siglo XXI. Lo anunciaremos en Hannover esta noche.

Jean-Michel se echó hacia atrás abruptamente.

—¿Ustedes dos? Pero esta mañana usted me dijo que ella no era una líder, que ella...

—Dije que no era una visionaria —acotó Richter—. Por eso seré yo el líder de la nueva unión y ella será mi comandante de campo. Nuestro partido llevará el nombre de Das National Feuer (El Fuego Nacional). Llevaremos a su gente a Hannover y allí, con mis seguidores, y con los miles de creyentes que ya están ahí, crearemos una marcha improvisada de aquellas que Alemania no ve desde hace mucho tiempo. Y las autoridades no harán nada para impedido. Aunque sospechen de Karin por el atentado de hoy al set de filmación, no tendrán el coraje necesario para arrestarla. Esta noche, M. Horne... esta noche verá el nacimiento de una nueva fuerza en Alemania, guiada por el hombre a quien intentó humillar esta misma mañana.

Mientras escuchaba, Jean-Michel comprendió lo que había hecho y se sintió apabullado por haberle fallado de ese modo a M. Dominique. Por un instante, el francés se olvidó del miedo.

Jean-Michel dijo con calma:

—Herr Richter, M. Dominique tiene sus propios planes. Grandes planes, mejor financiados y mucho más ambiciosos y duraderos que los suyos. Si, él es capaz de arrojar a los Estados Unidos a un tembladeral —es capaz, y lo hará—, ciertamente puede pelear con usted.

—Espero que lo intente —dijo Richter—. Pero no me quitará a Alemania. ¿Qué usará? ¿Dinero? Podrá comprar a algunos alemanes, nunca a todos. No somos franceses. ¿Fuerza? Si me ataca, creará un héroe. Si me mata tendrá que vérselas con Karin Doring, que removerá cielo y tierra hasta encontrarlo, se lo aseguro. ¿Recuerda lo eficaces que fueron los argelinos en 1995 cuando paralizaron París, bombardearon los subterráneos y amenazaron la torre Eiffel? Si Dominique nos ataca, el Fuego Nacional atacará Francia. Nuestros operativos son más pequeños y más móviles. Él puede destruir un negocio hoy o una oficina mañana. Simplemente, volveré a instalarme. Y cada vez exigiré un precio mayor de su gran guarida de viejo elefante.

La limusina iba en dirección sur desde Hamburgo y el día se transformaba rápidamente en noche. El mundo fuera de los vidrios polarizados reflejaba las crecientes sensaciones oscuras del alma de Jean-Michel.

Richter respiró profundamente y luego dijo casi en un susurro:

—En apenas pocos años este país será mío. Mío para que lo restaure como Hitler construyó el Reich sobre las ruinas de la República de Weimar, y la ironía es que usted, M. Horne, fue el arquitecto. Usted me mostró que enfrentaba a un enemigo imprevisto.

Jean-Michel farfulló:

—Herr Richter, no debe considerar enemigo a M. Dominique. Todavía puede ayudarlo.

Richter se burló:

—Usted es el diplomático perfecto, M. Horne. Un hombre incendia mi negocio. Entonces usted no sólo me dice sino que realmente cree que él es mi aliado. No —dijo Richter—. Creo que es justo afirmar que mis objetivos difieren de los de Dominique.

—Se equivoca, Herr Richter —dijo Jean-Michel. Sacó coraje de su deseo de no desilusionar a M. Dominique—. Su sueño es restaurar el orgullo alemán. M. Dominique apoya esa meta. Una Alemania más fuerte fortalecerá a su vez al resto de Europa. Los enemigos no están aquí sino en Asia y al otro lado del Atlántico. Esta alianza significa mucho para él. Usted conoce su amor por la historia, por restablecer los viejos lazos...

—Basta —Richter alzó una mano—. Esta tarde pude ver lo que significa nuestra alianza. Significa que él manda y yo obedezco.

—¡Sólo porque él tiene un plan maestro!

Richter parecía envuelto por una terrible furia. Saltó de su asiento con ferocidad.

—¡Un plan maestro! —rugió—. Mientras estaba sentado en mi oficina, ardiendo de rabia y llamando a mis refuerzos y tratando de recuperar la dignidad, me pregunté: “Si Dominique no respalda mi causa, como fingió hacerla, ¿entonces qué pretende?”. Y comprendí que es un apicultor. Nos cría aquí en Alemania y en Gran Bretaña y en los Estados Unidos para que deambulemos por los pasadizos del poder con nuestros poderosos aguijones... distrayendo... desorientando. ¿Por qué? Para que los fundamentos, la médula de cada nación, sus negocios y sus industrias, inviertan capital y futuro en el único sitio estable de Occidente, es decir... en Francia.

Richter se tranquilizó sin perder la extrema ferocidad de sus ojos.

—Creo que Dominique anhela crear una oligarquía industrial con él mismo a la cabeza.

Jean-Michel dijo:

—M. Dominique quiere expandir su poderío industrial, sí. Pero no lo quiere para sí mismo, y ni siquiera para Francia. Lo quiere para Europa.

Richter rió despectivamente.

—Loss mich in Ruhe —dijo con rechazo. Se echó hacia atrás en el asiento, cerca de los revólveres. Luego se inclinó hacia el bar situado entre los asientos, bebió de una botella de agua mineral y cerró los ojos.

Déjalo solo, pensó Jean-Michel. Esto era una locura. Richter estaba loco. Había dos cadáveres en la limusina, el mundo estaba a punto de ser desordenado y reconfigurado, y este hombre dormía una siesta.

—Herr Richter —imploró Jean-Michel—, le suplico que coopere con M. Dominique. Él puede y va a ayudarlo, se lo prometo.

Sin abrir los ojos, el alemán dijo:

—M. Horne, no deseo seguir escuchándolo. Ha sido un día largo y estresante y faltan por lo menos dos horas para llegar a destino. Algunos de nuestros caminos están un poquito gastados. Le aconsejo que descanse un rato. Parece enfermo.

—Herr Richter, por favor —insistió Jean-Michel—. Si me escuchara...

Richter sacudió la cabeza.

—No. Ahora guardaremos silencio, y más tarde será usted el que escuche. Y luego informará a Dominique. O tal vez elegirá quedarse aquí. Porque tendrá la oportunidad de ver con sus propios ojos por qué creo que Felix Richter y no Gerard Dominique será el próximo Führer de Europa.