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Jueves, 18.26 hs., Toulouse, Francia
Ubicada a un corto trecho de la popular Place Du Capitole y el río Garonne, la Rue Sto Rome es una de las calles comerciales de la vieja Toulouse. Muchas de sus estructuras medievales de dos y tres pisos se doblan o se escorian por la edad. Los pisos se levantan quebradizos debido a la proximidad del río. Pero los edificios no se derrumban. Es como si les dijeran a los letreros rutilantes, novedosos y fuera de lugar de relojes Seiko, o a las otrora nuevas antenas de televisión y a las todavía nuevas antenas satelitales: No. No vamos a entregarles esta calle. Y así, después de siglos de ver erigir y derribar murallas, de ser testigos silenciosos de incontables vidas y sueños, las fachadas siguen contemplando la torcida red de calles angostas y multitudes apresuradas.
Situado en una habitación del tercer piso de una de esas antiguas construcciones, una vieja tienda dilapidada llamada Magasin Vert que había alquilado, el coronel Bernard Ballon de la Gendarmerie Nationale observaba las imágenes vivientes que se transmitían desde los exteriores de la fábrica Demain a cuatro pequeños monitores de televisión. La planta estaba localizada unos treinta kilómetros al norte del centro de la ciudad. Pero de acuerdo con la información de inteligencia que estaba acumulando, la planta podría haber estado treinta kilómetros al norte del centro de la Tierra.
Los hombres de Ballon habían colocado cámaras ocultas en los cuatro costados del antiguo edificio en el antiguo pueblo de Montauban. Filmaban cada camión y cada empleado que entraba o salía. Todo lo que necesitaban era ver un miembro conocido de los Nuevos Jacobinos. Una vez que hubieran detectado a uno de esos terroristas, Ballon y su escuadrón táctico entrarían a la fábrica en veinte minutos. Los autos estaban estacionados muy cerca, los hombres estaban sentados alrededor de otros equipos de audio y monitores de video, y las armas se guardaban en talegos en la esquina. También tenían órdenes de allanamiento provistas por lo que las cortes llamaban raison de suspicion. Razones de sospecha. Razones que sobrevivirían al ataque de la defensa en los tribunales.
Pero por más cerca que estuviera “el gran golpe” de Dominique, el magnate no se descuidaba. Y Ballon sospechaba que el golpe estaba verdaderamente cerca. Después de diecisiete largos y frustrantes años de seguir al elusivo billonario, después de diecisiete años de rastrear, arrestar y tratar de quebrar a miembros de la organización terrorista Nuevos Jacobinos, después de diecisiete años de vigilancia que habían transformado el interés en obsesión, Ballon estaba seguro de que Dominique estaba preparado para hacer algo importante, y ese algo no era el publicitado lanzamiento de sus nuevos videojuegos. Había lanzado otros juegos nuevos con anterioridad, pero jamás había necesitado este nivel de potencial humano.
Ni este nivel de compromiso por parte de Dominique, pensó Ballon.
Dominique pasaba muchas noches en la fábrica en vez de regresar a su mansión de ladrillo rojo en las afueras de Montauban. Los empleados cumplían turnos cada vez más largos. No sólo los programadores de video de la empresa, sino los técnicos que trabajaban en proyectos de Internet y hardware. Él los veía entrar y salir en los monitores.
Jean Goddard... Marie Page... Emile Tourneur.
El francés los conocía de vista a todos. Conocía sus antecedentes. Conocía los nombres de sus amigos y de los miembros de sus familias. Había mirado debajo de cada piedra para saber más acerca de Dominique y sus operativos. Porque estaba convencido de que hacía veinte años, cuando él era un rudo novicio de policía en París, ese hombre había quedado libre a pesar de ser un asesino.
El oficial de cuarenta y cuatro años estaba muy tieso en la silla plegadiza de madera. Estiró sus cortas piernas y miró distraídamente el centro de comando provisorio. Sus ojos pardos estaban inyectados en sangre, su amplia mandíbula estaba cubierta por una barba rala, y su boca pequeña estaba floja. Como los otros siete hombres de la habitación, llevaba puesto un jean y una camisa de franela. Después de todo, eran obreros encargados de restaurar el edificio que habían alquilado en Toulouse. Abajo había tres hombres cortando madera que jamás usarían.
Había sido extremadamente difícil convencer a sus superiores de que le permitieran llevar a cabo esta aventura de un mes de duración. Se suponía que la Gendarmerie Nationale era una fuerza policial nacional enteramente independiente y ciega a las castas. Pero eran muy conscientes de las fuerzas legales y la publicidad mortífera que Dominique podía lanzar contra ellos.
¿Y todo para qué?, le había preguntado el comandante Caton. ¿Por qué sospechas que él cometió un crimen hace dos décadas? ¡Ni siquiera podríamos juzgarlo!
Era cierto. Había pasado demasiado tiempo. ¿Pero acaso el paso del tiempo hacía que el crimen o la persona que lo cometió fueran menos monstruosos? Mientras investigaba la escena del crimen aquella noche fatídica, Ballon había oído que el acaudalado Gerard Dupre había sido visto en el área en compañía de otro hombre. Luego había descubierto que los dos habían dejado París rumbo a Toulouse después de los asesinatos. Y la policía no había querido perseguirlos.
No quisieron perseguir a Dupre, pensó Ballon con amargura, el cerdo de clase alta. Como resultado, era muy probable que Dupre hubiera quedado en libertad a pesar de ser un asesino.
Ballon había renunciado a la fuerza policial en franco disentimiento. Luego se había unido a la Gendarmerie y estudiado a la familia Dupre. Con los años el entretenimiento se transformó en pasión. Supo a través de ficheros confidenciales de los archivos gubernamentales de Toulouse que el viejo Dupre había sido colaboracionista durante la Segunda Guerra Mundial. Se había infiltrado en la Resistencia y delatado a muchos de sus miembros. Por lo menos treinta muertes en cuatro años fueron atribuidas a ese bastardo. Después de la guerra, Dupre fundó una exitosa fábrica de repuestos de avión para la Aeroespatiale Airbus. Estableció la empresa con dinero de los Estados Unidos. Dinero que había sido destinado para la reconstrucción de Europa.
Mientras tanto, Gerard parecía detestar todo lo que hacía su padre.
Père Dupre había vendido información a los alemanes para sobrevivir a la guerra. Por eso Gerard se rodeó de jóvenes estudiantes alemanes que necesitaran su dinero para vivir. Père Dupre les había robado dinero a los norteamericanos después de la guerra. Por eso Gerard diseñaba software para atraer a los norteamericanos y que éstos le entregaran buenas sumas de dinero. Père Dupre odiaba a los comunistas. Y por eso, en sus épocas de estudiante, Gerard se sentía atraído por ellos. Todo lo que hacía era un acto de desafío contra su padre.
Pero algo le sucedió al joven Dupre. Después de dejar la Sorbona, empezó a coleccionar documentos históricos. Ballon había hablado con muchos de los comerciantes de autógrafos que le habían vendido a Dupre. Dupre aparentemente se fascinaba ante la posibilidad de poseer importantes cartas escritas por las grandes figuras del pasado.
Un comerciante le había confiado lo siguiente al oficial de la Gendarmerie: “Gerard daba la impresión de estar mirando por encima de los hombros de los grandes hombres. Observar el despliegue de la historia le ponía fuego en los ojos.” Dupre compraba documentos de la Revolución Francesa y también ropas, armas y recuerdos de la época. También compraba cartas de religiosos que eran todavía más antiguas. Incluso llegó a adquirir guillotinas.
Un psiquiatra que trabajaba para la Gendarmerie le dijo en cierta oportunidad: “No es extraño que los individuos disconformes con la realidad se atrincheren y creen otra realidad, más segura, con cartas y recuerdos.”
—¿Y existe la posibilidad de que deseen expandirla? —había preguntado Ballon.
—Es muy posible —le habían respondido—. Algo así como ampliar el refugio.
Cuando Dupre cambió su nombre por Dominique, Ballon ya no tuvo ninguna duda de que había comenzado a verse como un santo moderno. El santo patrono de Francia. O tal vez se había vuelto loco. O ambas cosas a la vez. Y cuando los Nuevos Jacobinos empezaron a aterrorizar a los extranjeros por la misma época, Ballon apenas dudaba de que eran los soldados encargados de proteger la fortaleza espiritual de Dominique... una Francia pura, tan casta como la habían soñado los jacobinos originales.
La Gendarmerie se había negado a investigar oficialmente a Dominique. Y no sólo porque era un hombre poderoso. Ballon descubrió al poco tiempo de estar en la fuerza que la Gendarmerie era apenas ligeramente menos xenófoba que Dominique. La única razón que tuvo para no renunciar fue que así podría mantener viva la idea de que la ley servía al pueblo... a todo el pueblo. Sin tener en cuenta orígenes ni religiones. Como hijo de una madre judía belga que había sido desheredada al casarse con su padre, un católico francés pobre, Ballon comprendía muy bien los efectos del odio. Si él abandonaba la fuerza... triunfarían los fanáticos.
Sin embargo, mientras observaba atentamente los videos de la fábrica, ya no estaba tan seguro de que no hubieran ganado.
Ballon pasó sus fuertes dedos a lo largo de sus mejillas. Saboreó la aspereza de papel de lija de su piel. Era una marca de virilidad que no podía sentir en otros instantes de su vida. ¿Cómo podría sentirse viril mientras permanecía sentado e inmóvil en esa habitación vieja y mal ventilada? ¿Mientras revisaban una y otra vez los pasos del procedimiento que llevarían a cabo en caso de que pudieran entrar a la fábrica? Palabras codificadas, sólo eso. “Azul” para ataque. “Rojo” para no moverse del lugar. “Amarillo” para retirada. “Blanco” para civiles en peligro. Pulsos leves por radio en caso de que pudieran interceptar las comunicaciones normales. Un tono para acercarse lentamente. Dos para permanecer en el lugar. Tres para retirarse. Contingencias para emergencias. Empezaba a preguntarse si Dominique no estaría al tanto de la investigación e intencionalmente no hacía nada para obstruirla, para avergonzar luego a Ballon y clavar una estaca en el corazón de su investigación.
¿O simplemente estás un poco paranoico?
Después de pasar tanto tiempo en una misma misión, Ballon sabía que la paranoia era casi inevitable. Una vez la había sentido respecto de uno de sus hombres, un antiguo empleado llamado Jean-Michel Horne. Horne había ido silbando a una reunión y el primer pensamiento de Ballon había sido que Horne silbaba para molestarlo.
Se restregó la cara con fuerza. Las cosas funcionan, pensó mientras saltaba con disgusto de la silla. Venció el impulso de patearla contra una ventana de diez paneles que era mucho más vieja que él.
Los otros hombres se sobresaltaron.
—¡Dígame, sargento! —exigió Ballon—. ¿Dígame por qué no podemos asaltar esa fábrica sin más miramientos? ¡Dispararle a Dominique y acabar con todo de una buena vez!
—Honestamente, no lo sé —respondió el sargento Maurice Ste. Marie que estaba sentado junto a él—. Preferiría morir en acción a morir de aburrimiento.
—Lo quiero a él —dijo Ballon ignorando a su subordinado. Cerró el puño vigorosamente y lo estrelló contra el monitor de televisión—. Es un corrupto, un maníaco retorcido que quiere corromper y retorcer al mundo.
—A diferencia de nosotros —dijo el sargento. Ballon lo fulminó con la mirada.
—¡Sí, a diferencia de nosotros! ¿Qué demonios quiere decir con eso?
—Somos hombres obsesionados que queremos conservar un mundo libre para que ese mundo libre pueda seguir alimentando locos como Dominique. En ambos casos, parece una maraña sin esperanzas.
—Sólo si usted pierde las esperanzas —dijo Ballon. Recuperó su silla, la puso en su lugar de un golpe seco y se dejó caer pesadamente encima—. A veces pierdo de vista la esperanza, pero sigue allí de todos modos. Mi madre siempre esperó que su familia la perdonara por haberse casado con mi padre. Esa esperanza estaba presente en cada tarjeta de cumpleaños que les enviaba.
—¿Y alguna vez la perdonaron? —preguntó el sargento.
Ballon lo miró.
—No. Pero la esperanza evitó que mi madre se deprimiera profundamente a causa de eso. La esperanza, más el amor que sentía por mi padre y por mí, llenaron ese vacío. —Volvió a la pantalla del monitor—. La esperanza y el odio que siento por Dominique evitan que caiga en una depresión mortal. Voy a atraparlo, se lo aseguro —dijo. Sonó el teléfono.
Uno de los oficiales jóvenes contestó la llamada. Había un mezclador conectado a la bocina. Servía para mezclar los tonos altos y bajos en un extremo y separarlos en el otro.
—Señor, es otra llamada de Estados Unidos.
Ballon gritó:
—¡Ya les advertí que no me pasaran ninguna llamada! O se trata de un oportunista chupasangre decidido a encabalgarse a nuestros esfuerzos cuando estamos a punto de alcanzar la meta, o es un saboteador que intenta detenernos. ¡Sea quien sea, díganle que se vaya al infierno!
—Sí, señor.
—Ahora me piden ayuda. ¡Ahora! —murmuró Ballon—. ¿Dónde estuvieron estos diecisiete años?
El sargento Marie dijo en voz baja:
—Tal vez no sea lo que usted piensa.
—¿Y cuántas posibilidades hay de que no sea lo que yo pienso? —preguntó Ballon—. Dominique tiene empleados en todo el mundo.
Es mejor que permanezcamos aislados, incontaminados.
—Endogámicos —agregó el sargento.
El coronel miró por video el crispado color de las hojas que se movían lentamente sobre la pared de la antigua fortaleza que era ahora una fábrica. Marie tenía razón. Estos cuatro días habían sido totalmente improductivos.
—¡Espere! —ladró Ballon.
El soldado repitió la orden en el teléfono. Su rostro era inexpresivo mientras observaba al comandante.
Ballon se restregó la cara. No sabría cuál era la respuesta a sus dudas a menos que aceptara la llamada. ¿Y qué era lo más importante?, se preguntó. ¿Su orgullo o atrapar a Dominique?
—La tomaré —dijo.
Avanzó rápidamente hacia el teléfono con el brazo extendido. El sargento Marie lo contemplaba con deleite.
—No se alegre tanto —le espetó Ballon al pasar a su lado—.
Fue mi decisión. Usted no tuvo nada que ver en ella.
—No, señor —dijo el sargento, sin dejar de mirarlo complacido. Ballon tomó el teléfono.
—Aquí Ballon. ¿Quién habla?
—Coronel —dijo el receptor de llamadas—, tengo una llamada telefónica del general Mike Rodgers, del National Crisis Management...
—Coronel Ballon —interrumpió Rodgers—, perdone la interrupción, pero necesito hablarle.
—C’est évident.
—¿Habla inglés? —preguntó Rodgers—. Si no es así, déme un minuto para conseguir un traductor...
—Hablo inglés —dijo Ballon renuentemente—. ¿De qué se trata, general Rodgers?
—Entiendo que usted intenta atrapar a un enemigo mutuo.
—Intento, sí.
—Creemos —dijo Rodgers—, que está planeando enviar software por computadora que le servirá para levantar motines en muchas ciudades del mundo. Creemos que intenta utilizar esos motines para crear el caos en las economías de las más importantes naciones americanas y europeas.
A Ballon se le empezó a secar la boca. Este hombre era un enviado de Dios o la mismísima pata del Diablo...
—¿Cómo lo sabe? —preguntó.
Rodgers dijo:
—Si no lo supiéramos, nuestro gobierno retiraría todo el dinero que otorga a nuestro equipo.
A Ballon también le gustó eso.
—¿Y qué saben de sus escuadrones terroristas? ¿Saben algo? —preguntó, esperando información nueva. Cualquier información nueva.
—Nada —admitió Rodgers—. Pera sospechamos que está trabajando muy cerca de varios grupos neonazis en los Estados Unidos y el extranjero.
Ballon guardó silencio un instante. Todavía no confiaba del todo en el hombre.
—Su información es interesante pero no útil —dijo—. Necesito evidencias. Necesito descubrir qué está pasando dentro de su fortaleza.
Rodgers dijo con suficiencia:
—Si ése es el problema, yo puedo ayudar. Lo he llamado, coronel Ballon, para ofrecerle la ayuda de un comando de la OTAN en Italia. Su nombre es coronel Brett August, y su especialidad...
—He leído informes escritos por el coronel August —dijo Ballon. Es un brillante operativo antiterrorista.
—Y un amigo de toda la vida para mí —dijo Rodgers—. Lo ayudará si se lo pido. Pero también puedo prestarle equipamiento en Alemania.
—¿Qué clase de equipamiento? —preguntó Ballon. Volvía a sospechar. Este hombre parecía demasiado bueno. Tan bueno que no podría resistirlo. Tan bueno que podría estar recibiendo órdenes del mismísimo Dominique. Tan bueno que podría conducirlo a una emboscada.
—Se trata de una nueva clase de rayos X —explicó Rodgers—. Mi operador es capaz de obrar milagros con eso.
—Una nueva clase de rayos X —dijo Ballon dubitativamente—. No creo que me sirva. No necesito saber dónde está la gente...
—Podría leer papeles para usted —dijo Rodgers—. O labios.
Ballon estaba alerta pero prevenido.
—General Michael Rodgers —dijo por fin—. ¿Cómo puedo saber que usted no trabaja para Gerard Dominique?
Rodgers dijo:
—Porque también tuve noticias de un par de asesinatos que cometió hace veinte años. Lo sé porque conozco a la persona que estaba con él. No puedo decirle nada más... excepto que quiero a Dominique ante un tribunal de justicia.
Ballon miró a sus hombres. Sus hombres lo estaban mirando. — ¡Vigilen los monitores! —aulló.
Ellos obedecieron. Ballon se moría por salir de ese sitio húmedo y entrar en acción.
—Está bien —dijo el coronel—. ¿Cómo hago para entrar en contacto con ese obrador de milagros suyo?
Rodgers dijo:
—Quédese donde está. Haré que lo llame por teléfono.
Ballon accedió y colgó. Luego le dijo al sargento Marie que saliera con tres hombres a vigilar el edificio. Si sospechaban que alguien los estaba observando o pensaba tenderles una trampa, debían comunicarse con él por radio inmediatamente.
Pero Ballon tenía el presentimiento de que este general Rodgers era uno de los buenos, tal como presentía que Dominique era uno de los malos.
Sólo espero que no me fallen los presentimientos, pensó mientras el sargento Ste. Marie y los tres hombres salían del edificio y él seguía montando guardia junto al teléfono.