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Tras varios días de viaje, Mirar había renunciado a impedir que lo vieran los siyís. Diligentes en sus búsquedas, las probabilidades de que no lo viera uno de ellos en cuanto alcanzara las laderas nevadas de las montañas, donde no había bosques que le sirvieran de amparo, eran muy escasas. Ya ni se tomaba la molestia de eliminar su rastro en la nieve.

Sin embargo, no se le acercaban. Cada noche desaparecían en la espesura, abajo. Cada mañana los encontraba trazando círculos con indolencia en lo alto, observándolo. No daban muestras de estar enfadados o de tener un conflicto con él, así que dudaba de que supieran por qué lo seguían.

El hecho de percibir constantemente sus emociones lo tenía con los nervios de punta, y tenía sueños desagradables en los que unos ojos enormes con alas blancas resplandecientes lo acechaban. Sin embargo, la ventaja de tener cerca a los siyís era que un cambio en las emociones que percibía podía alertarlo de la proximidad de los Blancos, aunque no esperaba que ocurriera algo así en varias semanas. Excepto Auraya, para los Blancos sería muy difícil encontrarlo en aquellas montañas escarpadas.

Despertaba cada día con los primeros albores. A continuación aclaraba su mente y se sumía en un trance onírico. Primero intentaba encontrar a Auraya, pero ella nunca respondía a sus llamadas. Puede que estuviera ignorándolo. O que los dioses impidieran que se pusiera en contacto con ella. O que estuviera muerta. A veces, durante el día, este último pensamiento lo torturaba. Si los dioses la mataban, él tendría parte de la culpa.

Cuando el silencio de Auraya se le hacía insoportable, llamaba a Emerahl. Ahora, en su seca respuesta percibió que aún estaba enfadada consigo misma por revelarle accidentalmente su paradero la noche anterior.

:Ayer fue igual que el día anterior —le dijo esa mañana—. Excepto que ahora el terreno es pantanoso. El río se bifurca continuamente y ayer perdí la mitad del día siguiendo ramales que no conducían a ninguna parte. Pero se me acercó uno de los hombres de los pantanos. Me dijo que tenía un mensaje del amigo del Gaviota: «Sigue la sangre de la tierra».

:Sangre de la tierra —musitó Mirar—. Agua y barro. ¿Cieno de las Cuevas Rojas?

:Sí. Es bastante obvio. Había notado que el agua iba de un negro sucio a un rojo sucio. Reanudaré la marcha tan pronto como el sol esté lo bastante alto. ¿Cómo te va a ti?

:Mis vigías siguen vigilando, le dijo.

:¿Puedes librarte de ellos?

:No a menos que encuentre otro bosque en el otro lado. Pero lo más probable es que patrullen los confines del desierto y me vuelvan a encontrar después. Tan pronto como me haya internado lo bastante en el desierto no podrán seguirme. No pueden llevar agua suficiente.

:No, pero tampoco tú. Tendrás que detenerte en pozos o comprar agua a las caravanas. Cada mortal con el que te encuentres podría revelar tu paradero a los dioses.

Ella tenía razón.

:Ya deben de haber llegado a la conclusión de que no me dirijo hacia la costa de los siyís.

:Sí. Tarde o temprano tendrás que acercarte a la costa, si quieres llegar a Ithania del Sur.

:Pero nunca lo haré si hay un Blanco esperándome allí.

:Ah, pero se me ha ocurrido una idea que sin duda podría ayudarte.

Él sintió una punzada de esperanza.

:¿Cuál?

:Tu gente. Si los pueblos costeros se llenan súbitamente de tejedores de sueños, ¿qué probabilidades hay de que noten la llegada de uno más?

La idea era buena, pero tenía sus inconvenientes.

:¿Se te ocurre alguna manera astuta de atraer suficientes tejedores a la costa de Sennon?

:Pide a la tejedora Arlij que los envíe allí.

:Si me pongo en contacto con ella, Arlij percibirá que he cambiado. Pensará que Leiard se ha vuelto loco.

:Sí. Tendrás que convencerla de la verdad, como hiciste con Auraya, pero esta vez sin revelar nada sobre mí.

:Por supuesto. Pero si permito que el mundo sepa que he vuelto, podría haber consecuencias. Si los circulianos se enterasen de que el presuntamente malvado hechicero Mirar ha sobrevivido a su justo castigo, podrían volverse contra los tejedores de sueños.

:Entonces cuéntaselo únicamente a Arlij. Pídele que se invente una excusa para enviar a los tejedores a las aldeas. Será mejor que los tejedores que acudan en tu ayuda no sepan a quién están ayudando. Si los Blancos leyesen sus mentes, te delatarían. Si no llevas la indumentaria de los tejedores de sueños, sino la de un viajero común y corriente, no llamarás su atención.

Tenía razón. Podía ser de gran ayuda. No había querido revelarse ante su pueblo hasta asegurarse de que eso no les ocasionaría ningún daño. Podía confiar en que Arlij mantuviera el secreto. Pese a desaprobarla, no había dicho nada sobre la relación entre Auraya y él.

:Creo que funcionará. Gracias, Emerahl, dijo.

:Lo que haga falta por un amigo.

:¿Lo que haga falta?

:Casi, se corrigió ella.

:Disfruta chapoteando en el barro.

:Ja, ja. Ahora ve a interrumpir el sueño de una tejedora de sueños.

La mente de Emerahl abandonó lentamente sus sentidos. Él tardó unos segundos en reorientarse.

:¿Arlij?, llamó.

En Arbim debían de tener aproximadamente la misma hora que en Si. Era probable que Arlij estuviera despierta, aunque puede que eso no tuviera importancia. Meses atrás había demostrado tener suficiente sensibilidad para detectar una llamada cuando la buscó después de que Juran lo expulsara.

:¿Arlij?

Después de varias llamadas, oyó una respuesta débil y somnolienta.

:¿Sí? ¿Quién es?

:El que conoces por el nombre de Leiard.

Sintió que había establecido una conexión con la tejedora cuando esta prácticamente despertó de la conmoción.

:¡Leiard! Pero… no eres Leiard. Tu voz es distinta.

:No. Soy Leiard. Y, sin embargo, no lo soy. Tengo mucho que explicarte. ¿Recuerdas las memorias de conexión que tenía de Mirar?

:Sí.

:No eran recuerdos de conexión. Eran recuerdos reales. Yo soy Mirar.

Ella permaneció unos segundos en silencio.

:¿Desde cuándo no conectas con otro tejedor?

:Este no es un delirio provocado por una pérdida de identidad, Arlij. Yo creé a Leiard y suprimí mis propios recuerdos para poder sobrevivir. Déjame demostrártelo.

Él dispuso sus recuerdos ante ella y sintió que Arlij reaccionaba con ternura, enfado y asombro conforme descubría todo lo que había tenido que pasar para sobrevivir. Él le explicó cómo había recuperado su identidad y que, sin embargo, había conservado la de Leiard. Cuando hubo terminado, Arlij permaneció un rato en silencio.

:De modo que eres Mirar, dijo por fin.

:Sí. He vuelto. Y, como siempre, la he armado buena.

Mirar sintió que Arlij se reía por dentro.

:Supongo que no había mucho tiempo para planificar el futuro mientras permanecías aplastado y agonizabas bajo la antigua Casa de los Tejedores en Jarime. ¿Cómo ibas a saber que la niña a la que enseñaste se iba a convertir en una Blanca? Es una persona extraordinaria. El hospicio que fundó en Jarime es todo un éxito.

:¿Hospicio?

:Auraya ha reunido a tejedores de sueños y sacerdotes para curar a los pobres y fomentar la cooperación y la tolerancia.

:Nunca lo mencionó.

:¿Has hablado con ella recientemente?

:Sí, ambos hemos estado tratando a los siyís, que sufren una plaga de devoracorazones especialmente virulenta.

:No sabía nada. ¿Quieres que envíe tejedores allí?

Él sintió remordimientos. Si hubiera contactado antes con Arlij, los tejedores habrían podido hacer el difícil viaje a Si a tiempo para brindar ayuda. Pero había estado ocupado manteniéndose oculto y, puesto que ningún otro tejedor tenía el poder suficiente para curar con la magia, su ayuda habría sido limitada. Sin embargo, incluso los siyís cuyos cuerpos podían combatir la enfermedad necesitaban atención mientras se curaban.

:Si hay tejedores dispuestos a hacer el viaje, envíalos. Pero es posible que para cuando lleguen Auraya ya tenga controlada la enfermedad, dijo a Arlij.

:¿De verdad? ¿Ella sola? Debe de tener más habilidades de las que le suponía.

:Le he enseñado todo lo que sé sobre la sanación con magia, le aseguró él.

:¡Muy generoso de tu parte, teniendo en cuenta que es una Blanca!

:Sé que la usará para bien.

:Sí, tienes razón. El hospicio de Jarime es prueba de ello.

:¿No ha habido protestas? ¿Conflictos?

:Por supuesto que sí. Pero corre el rumor de que lo hizo para demostrar que los sacerdotes y las sacerdotisas son mejores sanadores, de modo que la gente no se sienta tentada a unirse a nosotros.

:Lo que no puede ser verdad. Sabe que como curanderos somos superiores.

:Pero tampoco podía pretender lo contrario.

:No —convino él—. No alentaría a la gente a que se nos uniera. Juran no lo aprobaría a menos que los circulianos tuviesen algo que obtener a cambio. —Sintió un escalofrío—. Conocimientos. De nosotros obtendrán conocimientos de sanación.

:Sí, pero no todo. Dudo de que intenten aprender los métodos de conexión mental o en sueños.

:¿No lo crees?

Ella vaciló.

:¿Qué piensas tú?

Él meditó unos instantes.

:Las actitudes se pueden cambiar a largo plazo —dijo—. En unas décadas, después de que haya animado a hacer la carrera de sanadores a sacerdotes de mentalidad abierta, la actitud general se moderará. Eso también le da tiempo para intentar cambiar las mentes de otros Blancos. No cabe duda de que está pensando como una inmortal.

:Yo solo creía que era una oportunidad para mejorar nuestro prestigio ante la gente y…

:¿Y?

:A veces creo que es más importante que sobrevivan nuestros conocimientos a que sobrevivamos nosotros. Nunca nos hemos negado a ayudar a nadie, incluso si nos podía perjudicar.

Su confesión lo inquietó. El hecho de que la actual líder de los tejedores de sueños pensase de ese modo sobre su pueblo debía consternarlo, pero antes de poder encontrar las palabras adecuadas para tranquilizarla cayó en la cuenta de que había enseñado a Auraya precisamente por razones similares. Como no era libre de recorrer el mundo obrando milagros de sanación, le había conferido esa habilidad a ella.

Tal vez lo mejor sería transmitir los conocimientos de los tejedores de sueños al mundo y dejar que el culto se extinguiese. En esta época los tejedores solo podían llevar una vida de persecución y división. Los dioses tenían demasiado poder a través de los Blancos.

La forma de vida de los tejedores de sueños, contraria a la guerra, de tolerancia y generosidad, se podía perder, pero ¿qué surgiría en su lugar? La gente rechazaría esa filosofía mientras la representasen los tejedores de sueños. Si los tejedores no existiesen, los circulianos podrían asumir una filosofía similar sin que les acusaran de pensar como tejedores.

:Ahora que estás aquí, creceremos juntos y nos haremos fuertes de nuevo, dijo Arlij, interpretando quizá su silencio como desánimo.

:No si no sobrevivo las próximas semanas. Cuando enseñaba a Auraya revelé accidentalmente mi identidad a los dioses. Estoy huyendo a la costa de Sennon.

:¡No puedes volver para perecer tan pronto! ¿Hay algo que pueda hacer?

:Tal vez. Los siyís me están siguiendo, de modo que los dioses y los Blancos pueden estar al tanto de mi posición. Cuando llegue a la costa tengo pensado coger un barco y zarpar mar adentro. Los siyís no me pueden seguir muy lejos. Es mi única oportunidad de escapar. Pero sin duda habrá un Blanco aguardándome en la costa.

:¿Qué puedo hacer?

:Envía tejedores a la costa. Todos los que puedas. Llena las calles de varias aldeas con tejedores. Con suerte conseguiré cruzar una de ellas sin llamar la atención.

:Les tomará un tiempo llegar allí.

:Lo sé. Debemos sincronizarnos. Los circulianos podrían descubrir lo que estamos haciendo y ahuyentarlos. También existe el peligro de que se venguen si tengo éxito.

:Estamos acostumbrados a eludir el peligro. Y una vez que los tejedores sepan de ti, tendré más voluntarios de los que puedo manejar.

:No, mejor que no sepan absolutamente nada de mí, Arlij. Si eso ocurriera, los Blancos leerían nuestras intenciones en sus mentes.

:Tienes razón. Buscaré una excusa para enviarlos allí —dijo—. ¿Y qué hay de mí? ¿Los dioses no leerán mi mente?

:Quizá. Debemos arriesgarnos. Gracias por organizarlo todo.

:Si sobrevives a esto, ¿nos volveremos a ver?

:Eso espero.

:Tal vez visite el continente del sur. Los tejedores de allí llevan una vida más libre incluso que los de Somrey.

:No dejaré que nadie sepa quién soy —le dijo—. Puede que los pentadrianos toleren a los tejedores de sueños en sus tierras, pero no creo que me toleren a mí. Volveré a conectar contigo cuando sepa qué aldea voy a cruzar.

:Cuídate.

:Lo haré. Adiós.

Mirar emergió del trance onírico y abrió los ojos. Fuera de la grieta en la que había hallado refugio, el cielo estaba oscuro y cerrado, como un presagio de mal tiempo. No había señal del siyí. Se puso en pie, echó un vistazo a las nubes ominosas y soltó una maldición.

«Se acerca una ventisca».

Hoy no llegaría muy lejos, pero al menos mantendría al siyí fuera del cielo. Por una vez no pasaría el día con la irritante sensación de que lo vigilaban.

Tras subir a la cubierta, Reivan vio que Imenja permanecía de pie en la popa. La Voz estaba apoyada en la barandilla, con la cabeza inclinada hacia abajo. Reivan la había visto varias veces en esa postura durante los últimos dos días. Se acercó a su patrona y no le sorprendió comprobar que la mujer miraba fijamente hacia el agua.

—Es increíble lo silencioso que está el barco desde que Imi nos dejó —dijo ella—. Me parece que la tripulación la echa de menos.

—Sí —convino Reivan—. O puede que sea tu falta de ánimo.

Imenja se giró hacia Reivan.

—¿Falta de ánimo?

—Sí. Siempre estás con la mirada perdida en la distancia, o fija en el agua.

—¿De verdad?

—Sí. Creo que estás decepcionada porque nos tuvimos que marchar sin pactar una alianza.

—Pues te equivocas —le dijo Imenja, sonriendo—. Esto no se ha acabado, Reivan. Puede que el rey nos haya mandado de vuelta a casa, pero no es la última vez que nos ven. —Miró hacia el agua—. Nos están siguiendo.

Reivan sintió una leve agitación y oteó las olas, pero no vio ninguna señal de los elay.

—¿Saben que sabes que están allí?

—¡Menudo trabalenguas! —exclamó Imenja, riendo—. Sospechan que los he visto, pero no están seguros.

—¿Por eso la vela principal está plegada?

—Sí, no los quiero dejar atrás.

—¿Por qué?

—Confío en que el destino nos brinde una oportunidad. Bueno, para ser exacta, la investigación y el destino. Antes de zarpar leí las mentes de varios elay que habían visto saqueadores. Así averigüé los lugares más comunes en los que atacan a los barcos mercantes.

—¿Y nos dirigimos hacia allí?

—Ya estamos en uno de ellos. Hay un navío pirata al sur, más allá del horizonte. He captado los débiles pensamientos de su tripulación.

—¿Esperas que nos ataquen?

—No. Y dudo de que lo hagan. Este no es un barco mercante. Incluso si ordenase que cambiasen la vela por una común, los piratas reconocerían la forma del casco.

—¿Esperas encontrarlos y atacarlos? ¿Es prudente? ¿Y si los Blancos se enteran de que hemos destruido un barco? Puede que no les interese saber que se trataba de un navío pirata.

—No se enterarían, si no hubiera supervivientes —dijo Imenja, entornando los párpados.

—Pero habrá testigos, si los elay siguen cerca.

—Quiero que lo sean. Quiero darles la oportunidad de participar, si es posible —explicó Imenja, frunciendo el ceño—. Pero aún no sé cómo. Si fueras un guerrero elay, ¿qué harías para hundir un barco pirata?

—No estoy segura. ¿En qué aventajan a sus enemigos? Pueden contener la respiración bajo el agua durante mucho tiempo, de modo que sus adversarios podrían ahogarse con facilidad.

—Eso si consiguen enfrentarse a los saqueadores. Quiero saber qué harían para hundir una embarcación.

—Los elay pueden alcanzar con facilidad el casco de un barco —respondió Reivan, encogiéndose de hombros—. Y nada les impide hacerle daño. ¿Podrían atravesarlo?

—No sin armas.

—Ni siquiera con sus lanzas. Necesitan un arma especialmente diseñada o magia.

—No podemos darles ninguna de las dos.

—¿Estás segura? —Reivan sonrió—. En este barco debe de haber herramientas de carpintería.

—¿Serían lo bastante eficaces en una batalla?

—Tal vez. Tal vez no. Depende de la duración de la batalla, y del número de herramientas disponibles.

—¿De qué otra manera podrían luchar contra los saqueadores?

Habían alcanzado la proa del barco.

—¿Atrayéndolos a los arrecifes, quizá? —sugirió Reivan—. Pero dudo de que funcione. Los saqueadores deben de conocer bien estas aguas. Ya se me ocurrirá algo mejor, con tiempo y…

Imenja levantó la mano de golpe en señal de que se callara. Con los párpados entornados, la Voz Segunda miró hacia el horizonte.

—Me parece que nuestros saqueadores han encontrado una víctima. Sí, un barco mercante que navega hacia el oeste. Más vale que se te ocurra algo pronto, Reivan.

—Creía que no querías que los Blancos se enterasen de esto. ¿O también tienes pensado hundir el barco mercante?

—No, pero considero que nos vendría bien que unos cuantos mercaderes nos guardasen gratitud por haberles librado de sus atacantes.

—Podemos impresionar a dos pueblos en un solo combate —dijo Reivan, soltando una risita—. Pero ¿habrá combate? Tan pronto nos vean acercarnos, los saqueadores huirán.

—Y los perseguiremos. Me aseguraré de que los pillemos.

Reivan sintió un escalofrío de expectación. «Pero no debo dejar que la posibilidad de aplicar un poco de magia y hacer justicia me impidan ver las consecuencias negativas».

—Es posible que, si nos odian lo bastante, los mercaderes sostengan que nosotros fuimos los atacantes.

—Los Blancos pueden leer las mentes —le recordó Imenja—. No tardarían en averiguar la verdad. ¡Mira! —Señaló hacia el sur, donde empezaban a vislumbrarse unas velas en el horizonte—. ¡Los saqueadores! —Se volvió hacia el este y entornó los párpados—. El barco mercante nos lleva ventaja.

Se giró hacia el timonel y le ordenó que se pusiera de ceñida. La tripulación recogió las velas, y el barco redujo la marcha hasta detenerse. Reivan miró a Imenja con gesto inquisitivo.

—Los mercaderes todavía no han visto a sus perseguidores —le explicó Imenja—. Y aún no queremos asustar a los saqueadores. Los elay necesitan un poco de tiempo para prepararse.

—¿Lo necesitan?

—Sí. Les vamos a enseñar cómo se usan las herramientas de carpintería.

—¿En serio?

—Sí.

—Estoy seguro de que saben usarlas. Entre los regalos que te dio el rey hay algunas tallas impresionantes.

—Sí, pero el hecho de que tengan buenos artesanos no implica que sus guerreros sepan usar el mazo y el cincel.

Imenja llamó al capitán y le dijo que se preparara para la persecución y la batalla. Se dirigió a la popa y llamó a gritos a los elay. Después de un rato, aparecieron dos cabezas a varias brazadas del navío.

—¿Hasta qué punto odiais a los saqueadores? —les preguntó en tono desafiante.

Los elay intercambiaron miradas, pero no dijeron nada.

—Más adelante hay un navío pirata que se dispone a atacar un barco mercante. Me dispongo a detenerlo. ¿Me ayudaréis?

—¿Cómo? —preguntó uno de los guerreros.

—Os lo mostraré. —Imenja hizo un gesto a uno de los tripulantes—. Traednos herramientas de carpintería. Cinceles y mazos. Todo lo que sirva para abrir un boquete en el casco de un barco.

—¿Os parece prudente, Voz Segunda? —preguntó—. ¿Y si deciden hundirnos también?

—No lo harán —le aseguró ella.

El hombre se marchó a toda prisa, y Reivan miró a los elay. «Parecen más recelosos de nosotros que entusiasmados —se dijo—. No va a ser fácil convencerlos».

Para sorpresa de Reivan, la tripulación volvió con varios mazos y cinceles. Supuso que si había tantas herramientas era porque se esperaba que toda la tripulación ayudase en caso de tener que reparar el barco en algún lugar aislado.

Los dos elay se acercaron un poco más. Detrás de ellos aparecieron otras cuatro cabezas.

—Enseñadles cómo se usan —ordenó Imenja.

El marinero buscó lo que necesitaba y después cogió un cubo, lo colocó entre sus rodillas y empezó a golpear la madera. Imenja se volvió hacia los elay.

—Os daré estas herramientas. Utilizadlas para abrir boquetes en el fondo del barco pirata. Entrará agua a raudales, y el navío se hundirá.

—Pero no podremos darle alcance —protestó uno de los elay.

—Podréis, si subís a bordo —les dijo ella—. Mi barco es más rápido que el de ellos.

Los dos elay se sumergieron en el agua y emergieron junto a los otros cuatro, que permanecían más atrás. Unos minutos después, cuatro cabezas desaparecieron y reaparecieron junto al barco.

—Iremos con vosotros —dijo uno de ellos.

Cuando la tripulación les lanzó cabos para que subieran al barco, Reivan se volvió hacia Imenja y sonrió.

—No puedo creer que les convencieras de subir a bordo —murmuró.

—Son jóvenes y, como Imi, se sienten frustrados de vivir la mayor parte del tiempo en su densa ciudad —explicó Imenja en voz queda.

—¿Dónde están los demás? —preguntó Reivan, escrutando la zona en la que había visto a los otros dos elay.

—Nos seguirán a cierta distancia, por si se trata de una trampa.

Cuando los elay subieron a bordo, Imenja se acercó para darles la bienvenida, llamar su atención hacia el barco pirata en el horizonte y decirles que le daría alcance en una hora o dos. Les presentó a Reivan.

A los guerreros elay les costaba mantener el equilibrio por el balanceo de la embarcación. Si Imenja los intimidaba, lo ocultaban bien. El marinero les entregó los mazos y cinceles. Los elay los sujetaron con confianza, y Reivan pensó que no se equivocaba: sabían usarlos.

El barco dio una sacudida y se puso en marcha. Reivan no se había dado cuenta de que las velas habían sido desplegadas. Las jarcias y el mástil rechinaron con el viento. Los tripulantes se detuvieron e intercambiaron miradas de sorpresa, pero los elay parecieron aceptar el cambio sin cuestionárselo.

«Es la primera vez que suben a un barco —se recordó—. Este viento improbable no debe de ser más que una novedad adicional».

Más adelante, los saqueadores se cernían sobre el barco mercante, que era demasiado pesado y lento para aventajar a sus perseguidores. Cada movimiento en la lucha distante era penoso y premeditado.

—¿Nos han visto? —preguntó Reivan.

—Sí —respondió Imenja—. Creen que pueden robar el mercante y huir antes de que lleguemos. Y ningún barco pentadriano los ha atacado antes.

Cuanto más se acercaban al navío pirata y a su víctima, más rápido parecían avanzar. De pronto, los saqueadores viraron bruscamente, alejándose del mercante.

—Se han dado cuenta de que nos acercamos más rápido de lo que pensaban —murmuró Imenja—. Empieza la persecución.

El tiempo parecía dilatarse. Pasaron lo bastante cerca del mercante como para ver a la tripulación observándolos con rostros confusos y asustados. Imenja agitó la mano en señal de saludo y volvió a dirigir la atención a los saqueadores.

La distancia entre ellos se reducía de forma constante. Cuando estuvieron lo bastante cerca como para ver a los hombres a bordo, la embarcación de los piratas giró abruptamente.

—Han decidido presentar batalla —dijo Imenja, que se volvió hacia los elay—. Ha llegado vuestra oportunidad de golpear a vuestro enemigo. Tened cuidado. Cuando se den cuenta de lo que os proponéis hacer, dispararán sus flechas hacia el agua.

Los guerreros asintieron, se dirigieron a la barandilla y se lanzaron al agua sin mediar palabra.

—Quédate a mi lado, Reivan —dijo Imenja en voz baja.

La primera andanada de flechas rasgó el aire, silbando en su dirección. Imenja corrió hacia la amura de babor y extendió los brazos. Las flechas botaron contra una barrera invisible.

—No parece justo —dijo Reivan entre dientes—. No tienen la menor posibilidad de vencerte.

—¿Preferirías que me quedase de brazos cruzados y dejase que murieran mis hombres en nombre del combate justo? —preguntó Imenja, riéndose.

—Claro que no —respondió Reivan.

—No olvides que son ladrones y asesinos. No matamos a gente inocente.

La embarcación pirata pasó a unas cuantas brazadas de distancia. Lanzaron varios garfios, pero estos se estrellaron contra la barrera de Imenja y cayeron al agua. Reivan miró hacia abajo, pero no pudo ver mucho más allá de la superficie.

—¿Cómo les va a los elay? —preguntó.

—Están disfrutando —dijo Imenja con una risita—. No sé si están haciendo progresos porque no caben en sí de gozo. Pero los saqueadores están preocupados. Pueden oír el golpeteo.

Un hombre se acercó a la barandilla del barco pirata. Iba bien vestido, y el oro relucía en sus manos y su pecho.

—El capitán de los piratas —dedujo Reivan.

—Sí. Y tiene dones.

El hombre extendió los brazos, y una nueva andanada silbó en el aire. Imenja rio por lo bajo.

—Sí, parece injusto —admitió. Miró hacia los tripulantes, que aguardaban con los arcos tensados—. ¡Fuego!

Antes de que las flechas alcanzasen su blanco, la embarcación dio un tumbo. Unos cuantos saqueadores saltaron al agua. Sus gritos de pánico hicieron que a Reivan le bajara un escalofrío por la espalda. El mar empezó a tragarse el barco. La impresión fue mayor cuando vio cómo los piratas luchaban entre sí por un lugar en el pequeño bote de remos. El capitán de los saqueadores abandonó su inútil ataque de magia contra Imenja para reclamar su lugar en la pequeña embarcación.

El barco se inclinó hacia un lado. Las olas golpearon la cubierta y se la tragaron. La superficie del agua se llenó de burbujas mientras el navío desaparecía en la profundidad. Reivan sintió un escalofrío al ver a varios hombres dando manotazos en el agua, incapaces de nadar. No tardaron en desaparecer. Entonces cayó en la cuenta de que los que hasta ese momento habían estado nadando con seguridad también se empezaban a hundir, arrastrados hacia abajo por atacantes imprecisos.

Reivan se estremeció y apartó la mirada. Las súplicas desesperadas y los gritos de cólera se fueron apagando. Se produjo un silencio ominoso, e Imenja suspiró.

—Se acabó. No hay supervivientes. Y los elay hicieron solos la mayor parte del trabajo.

—¿No hay supervivientes? —Reivan se volvió para ver el pequeño bote de remos flotando boca abajo—. ¿Qué pasó con el capitán?

—Nuestros amigos del mar dieron cuenta de él.

Cerca de ellos aparecieron de pronto dos cabezas oscuras. Los dientes blancos de los sonrientes guerreros elay relumbraban al sol.

—Habéis sido muy valientes —gritó Imenja—. ¡Casi no nos habéis dado oportunidad de atacarlos! ¡Habéis hundido un barco pirata vosotros solos!

—No los habríamos alcanzado sin vuestra ayuda —gritó uno de los guerreros.

—No, pero nos vieron venir —le dijo ella—. Se podrían haber escabullido en el agua.

—Tomad las herramientas.

—Quedáoslas —dijo ella, sacudiendo la cabeza.

Apareció otra cabeza morena. El guerrero alzó un cáliz de oro.

—Mirad, el barco de los piratas está lleno de ellos.

—Robados a los mercaderes —les dijo Imenja—. Ahora son vuestros. Como lo serán los tesoros de los barcos pirata que hundáis en el futuro.

Las sonrisas de los guerreros se ensancharon.

—Pero aseguraos de que los navíos sean de piratas —les advirtió—. Si hundís un barco mercante, los pisatierra querrán castigar vuestro crimen. Pisatierra poderosos con poderosa magia. A su lado, los saqueadores os parecerán un juego de niños. Y mi gente no podrá hacer nada para detenerlos.

Las sonrisas se habían borrado de sus caras. Imenja agitó la mano en señal de despedida.

—Bien hecho, guerreros elay. El mar es un poco más seguro hoy, gracias a vosotros. Id a celebrar vuestra victoria con vuestro pueblo.

—¡Sí! —convino el guerrero del cáliz.

—Hasta siempre —gritó uno de los guerreros—. Que volváis a salvo a casa.

—¡Gracias por vuestra ayuda!

—¡Adiós!

El cuarto elay salió a la superficie con unas cadenas de oro colgando del cuello. Miró a su alrededor, vio que sus camaradas se alejaban nadando y se zambulló para darles alcance.

Imenja se volvió y dio orden de reanudar el viaje.

—Despacio —dijo al capitán en voz baja—. Cuando los elay se enteren de esto, quiero estar lo bastante cerca para que nos llegue su invitación para volver a sus tierras. —El capitán asintió. Ella se volvió hacia Reivan y esbozó una sonrisa irónica—. Siempre y cuando no se tome a mal el hecho de que ordenara hundir un barco a un puñado de guerreros jóvenes e ingenuos.