30
La habitación que le habían asignado a Reivan en su calidad de Servidora de pleno derecho era el doble de grande que la que tenía antes, lo que no significaba que fuera especialmente grande. Era tarde y ella estaba rendida de sueño, pero en cuanto entró en sus aposentos, oyó unos golpes en la puerta. Suspiró. Había sido un día lleno de interrupciones. Regresó hacia la puerta para abrirla, decidida a decirle a quien estuviera al otro lado que volviera por la mañana.
Era Nekaun. Ella se quedó mirándolo, extrañada.
—Tengo que hacerte algunas preguntas. ¿Puedo pasar?
Cuando se recuperó de la sorpresa, ella abrió la puerta de par en par.
—Desde luego, reverencia.
Mientras él entraba en su habitación, la emoción invadió a Reivan. ¿Qué dirían los otros Servidores sobre su prestigioso visitante? Se le encogió el estómago al pensar que tal vez sospecharían que se trataba de un encuentro amoroso. Echó un vistazo por encima del hombro antes de cerrar la puerta. Nekaun estaba aún más guapo a la luz del farol con el que ella había iluminado su camino a través del Santuario. Se le aceleró el corazón. «¿Y si ha venido para algo más que para hacerme preguntas? ¿Me molestaría?».
Sacudió la cabeza. «No seas ridícula… ¡y deja de pensar en ello! —se dijo—. Puede leerte la mente, necia». Avergonzada, se apresuró a encender otra lámpara, que inundó la pequeña habitación de una claridad reconfortante.
—Por favor, toma asiento, Voz Primera —dijo—. ¿Quieres un poco de agua?
—No —contestó él mientras se inclinaba para acomodarse en la única silla que había—. Gracias.
Tras servirse un vaso de agua, Reivan se sentó en el borde de la cama. Él le dedicó una sonrisa cálida, y ella bajó los ojos, repentinamente cohibida.
—Quería consultarte acerca de los siyís —dijo Nekaun—. Al parecer, piensan que fueron creados por una de las deidades circulianas. ¿Crees que es posible convencerlos de lo contrario?
Reivan arrugó el entrecejo.
—Tal vez. Será mucho más difícil convertirlos, pero con tiempo y esfuerzo, quizá logremos que comprendan que sus creencias están equivocadas.
—Tiempo y esfuerzo. ¿Conviene más un esfuerzo prolongado o un esfuerzo realizado en los momentos oportunos?
Ella lo miró.
—Supongo que, a la larga, el resto de Ithania acabará adorando a los Cinco. Entonces será más sencillo persuadir a los siyís para que abandonen el paganismo.
Nekaun se quedó pensativo.
—La espera podría valer la pena, siempre y cuando ellos no se revelaran mientras tanto como una amenaza para nosotros.
—¿Hay alguna alternativa? —inquirió ella.
Él guardó silencio por unos instantes, se puso en pie de golpe y comenzó a caminar de un lado a otro por el reducido espacio entre la silla y la puerta. Dos pasos de ida, dos pasos de vuelta.
—Muchos siyís murieron en la guerra. Ahora mismo se encuentran en una posición vulnerable.
—¿Pretendes atacarlos? —preguntó ella, sorprendida. Una decisión tan expeditiva y belicosa sería impropia de él. Hasta entonces, sus planes habían sido sutiles e incruentos.
—Preferiría no hacerlo —respondió—, entre otras cosas porque podría desencadenar una guerra.
—¿«Podría»? —Reivan sacudió la cabeza—. Desencadenaría una guerra, seguro.
Él detuvo sus idas y venidas y se volvió hacia ella con los párpados entornados. Al cabo de un momento, relajó las facciones y sonrió.
—Ah, Reivan. Imenja acertó al elegirte. Tu franqueza es de lo más refrescante. Yo mismo estoy tentado de nombrarte mi Acompañante.
Ella notó que se le encendían las mejillas y apartó la vista, con el corazón latiéndole a toda prisa al imaginarlo. «¡Yo, una mujer sin habilidades mágicas, ¿acompañante de la Voz Primera?!».
Pero no era solo la ambición lo que le había acelerado el pulso. Respirando despacio, se obligó a sí misma a tranquilizarse.
—Me siento… halagada —dijo—. Sería un gran honor.
Él soltó una risita.
—Imenja está resuelta a mantenerte a su lado y te llevará consigo a Elay. Tendré que encontrar a otra persona que me dé su opinión de forma sincera y directa cuando la necesite. —Se le acercó con la mano tendida. Ella la tomó, y Nekaun la ayudó a levantarse, pero sin retroceder para hacerle sitio. Estaban tan cerca el uno del otro que ella notaba la calidez de su aliento en la cara. Él sonrió—. Gracias por compartir tus reflexiones conmigo.
A ella se le heló la voz en la garganta. Asintió, rehuyendo la mirada que buscaba sus ojos. El corazón volvía a latirle con rapidez, pero esta vez ella fue incapaz de calmarlo. Nekaun extendió el brazo y le rozó la mejilla.
—No te entretendré más. Buenas noches, Reivan. —Le soltó las manos y atravesó la habitación con grandes zancadas. Abrió la puerta, se detuvo por un momento para sonreírle a Reivan y salió.
Cuando la puerta se cerró, ella exhaló lentamente el aliento que estaba conteniendo sin darse cuenta. «No hay la más mínima posibilidad de que no sepa el efecto que produce en mí», pensó. Se rio con sorna al recordar sus palabras. «Gracias por compartir tus reflexiones conmigo». ¿Estaba gastándole una broma?
Suspiró y se sentó. «¿Qué posibilidades tengo de superar este encaprichamiento mientras esté fuera? Seguro que unos meses en el mar me bastarán para entrar en razón.
»Más vale que así sea —se dijo—, o esto hará que la vida en el Santuario sea muy, muy incómoda».
«Debo de estar loco —pensó Mirar mientras se deslizaba a lo largo de la cuerda—. Debería haber imaginado que Auraya vendría en cuanto se enterara del brote de devoracorazones. Debería haberme ido antes de que llegara».
«¿De verdad te habrías marchado?», inquirió Leiard.
Mirar frunció el ceño.
«Eso habría significado abandonar a los siyís. Los que no son capaces de combatir la enfermedad habrían muerto sin mi ayuda».
«Sí. Y por eso te has quedado después de que viniera Auraya».
«No me habría ido lejos. Ella me habría encontrado. Y si me hubiera marchado antes de su llegada, habría oído historias sobre un tejedor de sueños y habría salido en mi busca».
«Habría estado demasiado ocupada sanando siyís para buscarte —señaló Leiard—. Y también lo estará si te vas ahora. Así que ¿por qué te quedas?».
Mirar suspiró.
«El daño ya está hecho. Auraya debe de haberse percatado de que mi mente está protegida en el momento en que me vio. Eso debería haber despertado sus sospechas».
«Pues no fue así. Su actitud era de desconcierto, no de suspicacia. Tu explicación la convenció. Ella no entiende las implicaciones del escudo mental».
«O los dioses no le han hablado de ello, o ella disimula bien sus sospechas».
«¿Por qué habría de disimularlas?».
«Porque me necesita. Solo sabe que soy capaz de ocultar mis pensamientos».
«Y de llevar a cabo sanaciones mágicas que solo los inmortales pueden realizar. ¿Por qué le revelaste eso?».
«Porque la alternativa era dejar morir a alguien. La sanación pareció asombrarla, no alarmarla. Tampoco creo que entienda las implicaciones de esto».
«Pero los dioses sí».
«Cierto. Pero solo saben que soy un tejedor de sueños que casualmente posee un poder que le permite sanar con magia. No saben que también he aprendido a frenar mi envejecimiento. Si me comporto como si tuviera algo que temer, ellos sospecharían que sé más de lo que debería. Por eso no puedo huir». Reanudó su deslizamiento por la cuerda.
«No se arriesgarán a descartar la posibilidad de que te hayas convertido en un inmortal —le advirtió Leiard—. Están aguardando el momento oportuno. Por ahora les resultas útil, pero en cuanto los siyís estén a salvo, los dioses ordenarán a alguien que te mate».
«¿A quién? ¿A Auraya? Sería pedirle demasiado a su Blanca más reciente que liquide a su examante, ¿no crees?».
«Estás corriendo un riesgo enorme. Si ella averiguara tu verdadera identidad, no vacilaría en matarte».
«Pero no soy tan estúpido para decírselo. Ni para quedarme aquí más tiempo del necesario. Tan pronto como los siyís se curen, me iré».
Como de costumbre, Rit esperaba a Mirar en la plataforma siguiente. Mientras este se deslizaba por la cuerda, el muchacho se sostenía en el aire por encima del borde. Cuando el tejedor se encontraba cerca de la plataforma, el chico se dirigió a su encuentro.
De golpe, Rit se volvió en otra dirección y emitió un sonido áspero. Mirar le posó una mano en el hombro y notó una sacudida cada vez que él tosía.
—Vete dentro a descansar.
—Si me acuesto, tal vez ya no pueda levantarme.
—Eso es lo que te pasará si no descansas.
Una expresión de preocupación asomó al rostro de Rit.
—¿Quién comprobará el estado de los enfermos? ¿Quién llevará mensajes a Auraya?
—Hay otros siyís lo bastante sanos para ocuparse de esas tareas. Ahora, veamos cómo sigue tu hermano.
—Está mejor —dijo una voz desde el interior de la enramada.
Al volverse, Mirar vio a la madre de Rit apoyada en la puerta. Sacudiendo la cabeza, el tejedor caminó hacia ella.
—Tú también deberías descansar —la reprendió.
—Me dijiste que me estaba recuperando —replicó ella.
—No a un ritmo tan rápido.
—Alguien tiene que dar de comer a los chicos.
Él la tomó de la mano, la guio hacia dentro y la ayudó a meterse de nuevo en la cama. Una vez que la mujer se acomodó, Mirar dejó a Rit hablando con ella y pasó a la otra habitación. A un lado había dos camas colgantes, una de ellas vacía. El muchacho que ocupaba la otra dormía. Su respiración era lenta y regular, y tenía la piel pálida, pero no azulada.
«Al parecer tu futuro discípulo ha superado la enfermedad», dijo Leiard.
«Sí», respondió Mirar. Se volvió y llamó a Rit.
El chico llegó a toda prisa y miró a su hermano con ansiedad.
—La ha vencido —le informó Mirar—. Dentro de unos días habrá recobrado la energía suficiente para andar. —Señaló la cama vacía—. Ahora te toca a ti. Descansa.
Tras vacilar por unos instantes, Rit se acostó de mala gana. Mirar se acercó a Tyve y, mientras fingía examinar al chico dormido, observó a su hermano. Rit suspiró y tosió un poco antes de empezar a respirar más despacio y sumirse en un sueño profundo fruto del agotamiento.
—¿Se ha contagiado Rit?
Mirar se sobresaltó al oír la voz. Dirigió la vista hacia Tyve y advirtió que el muchacho lo miraba.
—No temas por él —murmuró—. Me aseguraré de que se ponga bien.
Tyve asintió. Cerró los ojos y una leve sonrisa se dibujó en sus labios.
—Lo sé.
—Tú ya has pasado lo peor —le aseguró Mirar.
—Estoy muy cansado. ¿Cuándo podré volver a volar?
—Dentro de unos días tal vez empezarás a recuperar la fuerza en los brazos.
Unos pasos ligeros atrajeron la atención de Mirar hacia la entrada de la habitación. La madre de los muchachos entró con un cuenco lleno de agua. Él suspiró y cruzó los brazos.
—¿Qué tengo que hacer para que te quedes en la cama?
—¿Cuándo ha sido la última vez que Rit ha comido algo? —contraatacó ella.
Él sintió una punzada de culpabilidad; no lo sabía. La mujer le escrutó el rostro y movió la cabeza afirmativamente.
—Lo suponía. La señora Blanca ha traído comida y agua fresca. Tengo entendido que no es una sanadora tan buena como tú, pero puede volar. Eso resulta… útil.
Mirar tomó el cuenco de entre sus manos.
—¿Cómo sabes lo que comentan los aldeanos? —preguntó, temeroso de que estuvieran visitándose unos a otros a escondidas.
—Rit no solo transmite tus mensajes, sino también cotilleos.
Él rio entre dientes y se volvió hacia Tyve. El chico cogió el cuenco y se bebió toda el agua con avidez. Esto pareció reanimarlo un poco.
—¿De qué conocías a Auraya antes? —Quiso saber Tyve.
—Es un asunto privado del que preferiría no hablar —contestó Mirar.
Las cejas de Tyve se elevaron antes de juntarse en una expresión ceñuda.
—No te cae bien.
Mirar negó con la cabeza de forma casi automática.
—No es verdad. —Le quitó el cuenco vacío y se lo entregó a su madre, que se fue a buscar más.
—¿La odias, directamente?
—No.
«Es un poco entrometido, ¿no?», observó Leiard.
—Entonces ¿qué opinas de ella?
Mirar se encogió de hombros.
—Es una mujer competente. Poderosa. Inteligente. Compasiva.
—No me refería a eso —repuso Tyve con cara de exasperación—. Si no la odias, ¿qué sientes hacia ella?
—Ni simpatía ni animosidad. Supongo que siento respeto.
—¿O sea, que la aprecias?
—Si «respetar» significa lo mismo que «apreciar», supongo que sí.
Tyve emitió un gruñido de insatisfacción y apartó la vista, entornando los párpados.
—Si yo fuera tu discípulo, ¿vería mundo?
Mirar soltó una carcajada.
—¿Quién dice que te aceptaré como discípulo?
—Nadie, por ahora. Pero si lo fuera, ¿conocería a más personas importantes como Auraya?
—Espero que no.
El chico arrugó el entrecejo.
—¿Por qué lo dices?
—Las personas importantes siempre están abrumadas por sus problemas, cuando no son ellas mismas las que los causan. Mantente alejado de ellas.
«Empiezas a parecerte a mí», terció Leiard.
A Tyve le brillaron los ojos.
—¿Fue eso lo que te ocurrió? ¿Auraya te causó algún tipo de problema?
Mirar dio un paso hacia la puerta.
—Eso no te incumbe. Espero que recuperes el respeto a los mayores y a las visitas cuando recobres la salud, Tyve. De lo contrario, me temo que te convertirás en un cotilla desvergonzado. —Dio media vuelta, se dirigió hacia la puerta y oyó chirriar la cama de Tyve cuando este se incorporó.
—Pero…
Mirar se volvió hacia atrás, se llevó un dedo a los labios y lanzó una mirada significativa a la figura durmiente de Rit. Mordiéndose el labio, Tyve se tumbó de nuevo con un suspiro.
Mirar se encontró con la madre de los chicos en la habitación contigua.
—Tienes razón —dijo—. Tyve se encuentra mejor. Sospecho que te costará conseguir que guarde cama. Procura evitar que vuele hasta que se haya restablecido por completo.
Ella asintió.
—¿Y Rit?
—No le quites ojo.
—De acuerdo. —Pasó junto a él con el cuenco que había vuelto a llenar.
Tras salir de la enramada, Mirar se acercó a la correa. Se paró a meditar quién podría ser un buen sustituto de Rit como mensajero. Oyó a su espalda el golpe sordo de unos pies al topar con la madera. Cuando volvió la cabeza, vio a Auraya a unos pasos de distancia.
—Lei… Wilar —dijo—. El estado del portavoz Vice se agrava otra vez. Necesita tu ayuda.
Mirar descubrió que estaba abatido y a la vez complacido. La noticia lo consternaba, pero por algún motivo que no tenía claro, le alegraba que Auraya hubiera acudido a él. Tal vez solo porque era una manera de reconocer que las habilidades del tejedor eran superiores a las suyas.
«No —dijo Leiard—. Esa no es la razón. Eres vanidoso, pero no tanto. Es porque ella ya no te evita. Te gusta».
—Será mejor que vaya a verlo —masculló. Se aproximó a la correa y se la ciñó al cuerpo. Trazó en su mente una ruta hacia la plataforma del portavoz. Esta se hallaba a tres tramos de cuerda como mínimo. Mirar cayó en la cuenta de que Auraya aún lo observaba.
—Nos vemos allí —dijo él.
Ella asintió, se acercó al borde de la plataforma y saltó. Planeando para imitar el elegante vuelo de los siyís, aunque no tenía necesidad de ello, llegó a la plataforma del portavoz en unos instantes. Lo había hecho con tal desenvoltura y naturalidad que Mirar no pudo evitar que se avivaran los rescoldos de su antigua admiración hacia ella.
«Tu admiración no —lo corrigió Leiard—. La mía».
«Yo también la admiraba —repuso Mirar—, solo que no hasta el extremo de convertirme en un imbécil rematado».
Se descolgó de la plataforma y comenzó a avanzar hacia la siguiente. Como el tramo era de subida, al poco rato estaba jadeando debido al esfuerzo. Le dolían las desolladuras que la áspera cuerda le había hecho en las manos.
«A pesar de todo, esto es mejor que pasarse el día y la noche trepando y bajando por cuerdas», señaló Leiard.
Cuando llegaron a la plataforma siguiente, Mirar se quitó la correa y se acercó a otro cordel. Tras ponerse la segunda correa en torno a los hombros, se deslizó hasta una estructura más pequeña. A partir de allí le esperaba un trayecto más difícil hasta la casa del portavoz. Auraya no lo perdía de vista, lo que le hizo cobrar una mayor conciencia de lo torpe y desmañado que debía de parecer. Se ajustó el tercer cinturón y comenzó a halarse hacia delante.
De pronto, la correa empezó a moverse sola. Al alzar la mirada frente a sí, él vio a Auraya de pie en la plataforma, con la mano tendida.
«Te está desplazando con magia. ¿Cómo no se te había ocurrido?», preguntó Leiard.
«Me preocupaba que las cuerdas sufrieran algún daño si me deslizaba demasiado deprisa —contestó Mirar—. Lo sabes».
«El desgaste sería el mismo al margen de la velocidad —dijo Leiard—. Estoy seguro de que lo sabes».
Mirar puso mala cara.
«Tú ganas. No se me había ocurrido. Soy un idiota. ¿Satisfecho?».
Cuando se encontraba cerca de la plataforma, reparó en que Auraya sonreía. El estómago le dio un vuelco.
«Es maravillosa», murmuró Leiard.
«No vuelvas a las andadas», le advirtió Mirar.
Un momento después, sus pies estaban apoyados en la plataforma y Auraya lo ayudaba a despojarse de la correa. Su sonrisa había cedido el paso a una expresión de preocupación.
—Su cuerpo sencillamente no puede luchar contra la enfermedad —declaró ella—. Quizá esta sea una de esas ocasiones de las que me hablabas, en las que hay que echar mano del último recurso.
Él asintió.
—Estoy de acuerdo.
—Tengo que… —Hizo una pausa y sacudió la cabeza.
Él la miró con fijeza.
—¿Qué?
Ella meneó la cabeza de nuevo y suspiró.
—Tengo que preguntártelo. Considerando todas las vidas que podría salvar, no debo dejar que… otras cosas… interfieran en mi deber. —Echó los hombros hacia atrás—. ¿Querrías enseñarme a destruir una enfermedad dentro del cuerpo?
Él le clavó los ojos. Ella le sostuvo la mirada.
«Es imposible que comprenda las implicaciones de la sanación», pensó Mirar.
«No, debe de creer que lo que pide es que le desveles uno de los mayores secretos de los tejedores de sueños —dijo Leiard—. Creo que si te negaras, lo comprendería».
«Sí —convino Mirar—. Pero ¿de verdad puedo negarme? Cuando pienso en el futuro… Los circulianos han venido para quedarse, me guste o no. Solo hay una persona con mis conocimientos en el mundo, y no soy libre de ir allí donde se me necesita. Ella tiene razón al decir que podría salvar muchas vidas. Al enseñárselo yo no estaría revelando más sobre mí mismo de lo que ella ya sabe».
«Pero ¡seguramente los dioses no lo permitirían!».
«¿Por qué no? Ella ya es inmortal. —Hizo una pausa—. Deben de tener otro sistema para impedir que envejezca. Si Auraya puede desafiar el tiempo como nosotros los inmortales, ya debería ser capaz de sanar por medio de la magia».
«Si ha alcanzado la inmortalidad por medios distintos que nosotros, no puedes dar por sentado que será capaz de curar con magia —concluyó Leiard—. Tal vez por eso los dioses no le hayan concedido aún ese don. Lo que resulta extraño. Sin duda la facultad de sanar a la gente representaría una ventaja enorme para una Blanca. Quizá haya una razón por la que no quieren, y si tú se lo enseñas tal vez se enfurezcan y…».
Auraya tenía el ceño fruncido. Al percatarse de que llevaba un rato mirándola, él apartó la vista.
—Lo… lo pensaré —le aseguró.
Ella hizo un gesto afirmativo.
—Gracias. —Acto seguido, se volvió hacia la enramada y lo guio hacia el interior para ver al portavoz Vice.