15

La cueva estaba oscura cuando Mirar despertó. Solo se vislumbraba una luz tenue procedente de la entrada. Por lo general, Emerahl se levantaba antes que él y salía de la caverna para vaciar los cubos e ir a buscar agua fresca. Él no la oyó respirar, así que supuso que se había ido ya. Creó una pequeña bola radiante y la intensificó hasta que la cueva entera estuvo iluminada.

Emerahl seguía en la cama.

Mirar recordó en el acto lo que ocurría. Ella estaba en pleno proceso de envejecimiento. Él se puso de pie y se le acercó.

Aunque solo podía verle la cara, esta mostraba unas señales sutiles de cambio. Su tez, que antes presentaba la lozanía y firmeza de la juventud, ahora estaba ligeramente flácida a la altura de los pómulos. Habían aparecido arrugas apenas perceptibles en torno a sus ojos y su boca. Se le habían desprendido cabellos que recubrían de una capa dorada el tosco jergón que ella había fabricado.

Mirar cogió algunos mechones. Había franjas de tonos distintos a lo largo del primer palmo. Resultado de teñidos sucesivos, supuso él. Cada vez más tenues. ¿Por qué se había teñido el pelo?

«Ella dice que antes de su última transformación había sido una anciana —le recordó Leiard—. Tal vez tenía el cabello cano. Seguramente se le quedó así, pese al rejuvenecimiento del resto de su cuerpo, pero a partir de entonces le creció con su color natural».

«Sí —convino Mirar, contemplando el mechón—. Debe de haberse teñido el pelo blanco, primero con un pigmento barato y más tarde con el mejor tinte del que disponía aquel prostíbulo».

El prostíbulo. Mirar suspiró, sacudiendo la cabeza. Siendo ella tan dotada, ¿por qué recurría a vender su cuerpo cada vez que necesitaba esconderse?

«Porque no tenía alternativa», dijo Leiard.

«Claro que tenía alternativa». Mirar frunció el ceño. Ella habría podido trabajar lavando ropa o escamando pescado.

«Los sacerdotes la habrían buscado entre las mujeres que podían dedicarse a ejercer un oficio siendo ya ancianas. Practicar una profesión reservada para mujeres jóvenes era una manera de asegurarse de que los sacerdotes nunca la investigarían».

Aunque la explicación tenía sentido, a Mirar no acababa de convencerlo. El riesgo de que la descubrieran no era muy alto. Solo había un sacerdote a quien los dioses habían otorgado la facultad de leer las mentes.

«Ella ignoraba este detalle», señaló Leiard.

Mirar casi se arrepintió de haberle revelado a Emerahl que las deidades no acostumbraban a conceder ese don a los sacerdotes. Ahora que ella sabía que estaba a salvo, quería recorrer mundo en busca de otros indómitos. Él la miró y sintió una punzada de preocupación.

«Debería ir con ella», pensó.

«No puedes —replicó Leiard—. El riesgo de que me reconozcan a mí es mucho mayor. No haría más que ponernos a todos en peligro».

Mirar asintió en señal de conformidad. Advirtió que, incluso dormida, Emerahl tenía una expresión de aplomo. O quizá todo era fruto de su imaginación. «Le irá bien. Dudo que se haya vuelto temeraria de pronto —se dijo él—. No, será tan prudente como ha sido siempre. —Apartó la vista con un suspiro—. ¿Y yo? Se supone que debo buscar la compañía de otras personas para curarme. Qué absurdo».

Tal vez no era tan absurdo. Iría en busca de los siyís… o, más probablemente, se quedaría allí hasta que ellos lo encontraran.

«¿Con qué excusa justificaré mi presencia aquí? —se preguntó—. ¿Por qué habría de venir a Si un tejedor de sueños?».

«Para ofrecer sus servicios como sanador, por supuesto», respondió Leiard.

La sanación era lo que siempre se le había dado mejor. Ya desde niño había demostrado una aptitud especial para este arte. Años de estudio y trabajo habían pulido su don. Cada vez que creía que había llegado al límite de sus poderes, algo lo movía a ir más allá y a descubrir que podía hacer más. Un día, todo había culminado en un momento de iluminación en el que había comprendido cómo podía mantener su cuerpo en un estado saludable y joven de forma indefinida.

Fue entonces cuando alcanzó la inmortalidad. Emerahl también había descubierto una manera de lograrla. Aunque carecía de la intuición para la sanación que poseía Mirar, su don innato consistía en la capacidad de modificar su edad.

«¿Y los otros indómitos?». Pensó en aquellas personas extraordinarias que en otra época vagaban libremente por el mundo. Granjero se había hecho famoso por su instinto para cultivar la tierra, criar ganado y obtener toda clase de productos del campo. Su don innato seguramente guardaba alguna relación con ello. La habilidad del Vidente había sido predecir los acontecimientos probables en la vida de una persona, aunque en cierta ocasión le había confesado a Mirar que no veía el futuro, sino que simplemente percibía con claridad la naturaleza de los mortales.

El Gaviota era un experto en todo lo relacionado con el mar. Podía encontrar bancos de peces, prevenir sobre tormentas y, según los rumores, influir hasta cierto punto en el estado del tiempo. En cuanto a los Mellizos…, Mirar nunca había sabido muy bien en qué consistían sus habilidades. Jamás los había conocido, pero alguien le había dicho que comprendían la dualidad de todo, que captaban relaciones y equilibrios entre las cosas que pasaban inadvertidos a los demás.

Ignoraba en qué aspecto de ese talento residía la magia. Lo más probable es que nunca llegara a averiguarlo. Seguramente los habían matado un siglo atrás, cuando el Círculo de los Dioses había decidido imponer un poco de orden en su mundo nuevo.

«Sin duda los dioses son los únicos que lo saben», pensó.

«Podrías preguntárselo», sugirió Leiard.

Mirar soltó una risita.

«Aunque no fuera probable que invocarlos nos acarreara la muerte, dudo que su respuesta fuera muy fiable».

Miró de nuevo a Emerahl. Ella no se había movido mientras la contemplaba, salvo para respirar. Su pecho subía y bajaba con tal lentitud que él tenía que observarla pacientemente para percibir el cambio.

«La echaré de menos». Al pensar esto, le sorprendió la melancolía que lo invadió, no porque no esperaba experimentarla, sino porque era más intensa de lo que había imaginado.

«¿No sentías lo mismo por ella antes? —preguntó Leiard—. ¿La amas?».

Mirar reflexionó. Sentía afecto y preocupación por ella. No quería que le hicieran daño o que sufriera dolor. Disfrutaba con su compañía; siempre había disfrutado sus relaciones físicas en las pocas ocasiones en que habían sido amantes, pero aún estaba convencido de que sus sentimientos distaban mucho del amor romántico. Emerahl era una amiga.

«Sí. Has echado de menos la compañía de una semejante».

«Tal vez sí», admitió él.

Desvió la mirada y la desplazó por el interior de la cueva. Tenía hambre. Emerahl le había asegurado que había comida suficiente para que él se alimentara durante los días que ella tardara en llevar a cabo su transformación. Consistía sobre todo en nueces, frutos frescos y secos, un poco de cecina y algunos tubérculos.

«No son precisamente unos manjares apetitosos —se dijo. Echó un vistazo a la entrada de la cueva y pensó en las gamillas que ella había pescado y cocinado una vez—. Creo que es hora de que me dé un poco el sol. Si los siyís pasan volando y me ven, mala suerte. Dudo que representen una amenaza para Emerahl. Por si acaso, les diré que ya se ha ido. No creo que tenga que quedarme aquí a todas horas durante los próximos días. Tal vez pueda encontrar algo decente de comer para cuando se despierte».

Tras recoger el cubo que ella usaba para recolectar alimentos, echó a andar hacia el túnel y la luz del sol.

Erra estudió a la extraña niña que yacía hecha un ovillo sobre la cubierta. Hasta donde alcanzaba a ver, estaba desprovista por completo de pelo. Entre los dedos de sus manos y pies descomunales se extendía una membrana gruesa. Su piel era anormalmente oscura, de color negro azulado. El día anterior la tenía brillante, pero ahora ofrecía un aspecto apagado.

—Ella traer problemas —advirtió Kanyer—. Es niña. Adultos vendrán por ella. Nos cortarán garganta mientras dormir.

—Eso dijiste anoche —repuso Erra—, y no vino nadie.

—¿Por qué no dejar ir?

—Por una corazonada. Mi pa decía que se le puede encontrar una utilidad a todo lo que sale del mar.

—¿Qué utilidad ella? ¿Crees gente del mar ofrecerá algo a cambio?

—Tal vez. Tengo otra idea. Silse dice que la vio coger las campanillas. Según él, debía de llevar un buen rato allí abajo.

Kanyer observó a la chica con interés.

—Así que cierto respiran agua.

Erra meneó la cabeza.

—Qué va. No tiene agallas. Fíjate en el tamaño de su pecho. Pulmones grandes. Seguramente es capaz de aguantar la respiración durante mucho rato. —Se frotó el mentón sin afeitar—. Eso podría sernos útil.

—¿Quieres ella nos consiga campanillas?

—Sí.

—No hará.

—Lo hará si le damos una buena razón.

Erra se acercó a ella con grandes zancadas y cortó la cuerda que le sujetaba los tobillos. Como continuaba dormida, él le dio unos empujoncitos con el pie. Una sacudida recorrió el cuerpo de la niña, que abrió los párpados y volvió la cabeza para mirarlo. Tenía los labios agrietados, y la película que le cubría los ojos enrojecida. Erra supuso que estar fuera del agua la perjudicaba, y sintió un ligero remordimiento. «Bueno, eso le pasa por intentar robarme mis campanillas».

Extendió el brazo hacia la argolla del fanal y soltó el extremo de la cuerda a la que ella estaba atada.

—Levántate.

Ella se movió despacio, con expresión recelosa y hosca.

—Ven aquí.

Erra la arrastró hacia las cestas de campanillas marinas y señaló la última, que aún no contenía nada. Le mostró hasta dónde llegaban las campanillas en la cesta de al lado, y sostuvo la mano a la misma altura sobre la vacía. Apuntó a la chica con el dedo, luego al mar y por último le indicó de nuevo el nivel que quería que tuviera la cesta cuando estuviera llena. Por último, gesticuló hacia las cuerdas e hizo ademán de cortar, antes de señalarla a ella y mover la mano en dirección al agua.

Ella clavó la vista en él con rabia. Era evidente que lo había entendido, pero no le gustaba nada lo que él le proponía. Aun así, no opuso resistencia cuando el hombre tiró de ella hacia la borda, ante la mirada de los tripulantes, que aún estaban desayunando.

Erra le dio la vuelta y deshizo el nudo de la cuerda que ella tenía en torno a las muñecas. A continuación, le ató al cuello una soga nueva y seca. Esta se hincharía en cuanto se mojara, con lo que resultaría imposible de desatar. Le dio un golpecito con el codo y apuntó hacia el mar.

Ella lo miró llena de resentimiento antes de saltar al agua. Comenzó de inmediato a forcejear con la cuerda.

—Silse —llamó Erra.

El hombre se le acercó con paso tranquilo.

—Zambúllete y no le quites ojo. Si te da la impresión de que va a soltarse, avísame y la izaremos de nuevo a bordo.

El hombre vaciló por unos instantes. Al muy necio sin duda le remordía la conciencia por utilizar a la chica de ese modo. ¿O quizá le preocupaba perder su parte de los beneficios?

—¿A qué esperas? —gruñó Erra.

Silse se encogió de hombros y se lanzó al mar. Los forcejeos de la niña cesaron en cuanto vio a Silse flotar cerca de ella. Después de mirarlo con fijeza durante un buen rato, se sumergió de pronto hacia la oscuridad, arrastrando la cuerda tras sí.

Silse la observó. Al cabo de un momento, sacó la cabeza del agua.

—Lo está haciendo, pero está cortándolas de una en una.

—Déjala —dijo otro marinero—. Nos ahorrará parte del trabajo.

Erra asintió. Habría menos problemas más tarde, a la hora de repartir las ganancias, si los demás no podían alegar que Silse había trabajado menos que ellos. Señaló una de las bolsas que los nadadores habían utilizado para subir hasta la superficie las plantas de campanillas.

—Pasadme eso.

Le arrojaron la bolsa, y él dejó que cayera al agua, al lado de Silse.

—Cuando ella emerja, dásela —ordenó al nadador, y se sentó a esperar.

La chica reapareció antes de lo que él había imaginado, con los brazos cargados de campanillas marinas. Silse empezó a explicarle torpemente cómo se usaba la bolsa. Ella no le prestó la menor atención. Tras tirar las campanillas sobre la cubierta, agarró la bolsa y desapareció otra vez en las profundidades.

Silse alzó la vista hacia Erra y se encogió de hombros.

La tripulación se repantigó por todo el barco. Unos pocos iniciaron una partida de fichas. La niña salió a la superficie tres o cuatro veces para respirar. En cada ocasión, algún hombre vaciaba la bolsa en la cesta y se la devolvía.

Después de la cuarta vez, Erra decidió que su idea estaba funcionando bien y que podía relajarse y tomar una copa. Buscó con la mirada a Darm, el más joven de la tripulación, y lo localizó encaramado en lo alto del mástil.

—¡Darm! —bramó.

El muchacho dio un respingo.

—¿Sí, mi capitán?

—Baja de ahí.

El chico descruzó sus delgadas piernas, con las que se aferraba al mástil, y comenzó a descender. Erra se llevó la mano al bolsillo para sacar un poco de madera de humo.

—¿Mi capitán? —Erra levantó la vista. El muchacho, a media altura del mástil, apuntaba hacia el acantilado que se alzaba en un extremo de la bahía—. Velas. Alguien se aproxima.

Los marineros se pusieron de pie todos a una. Erra se dirigió hacia el mástil con la intención de echar un vistazo por sí mismo, pero no fue necesario. La proa de una nave asomaba por detrás del acantilado.

Era un buque mercante desvencijado pero robusto, más grande que los barcos pesqueros. Erra entornó los ojos. Avistó apenas a los hombres que iban a bordo, alineados a un costado. Cuando el resto de la embarcación se hizo visible, todos los desconocidos agitaron los brazos en alto.

A Erra se le revolvió el estómago. Aquellos hombres blandían espadas.

—¡Saqueadores! —gritó Darm.

Erra soltó una maldición. Aunque hubieran tenido las velas desplegadas y no hubieran estado acorralados en la bahía, sus barcos jamás habrían podido dejar atrás aquel buque. Tendrían que abandonarlos, aunque tal vez podrían llevarse su tesoro consigo. Se volvió hacia sus hombres, que estaban pálidos y parecían a punto de salir huyendo.

—¡Tenemos que ganar la costa a nado! —exclamó uno de ellos.

—¡No! —rugió Erra—. Aún no. Nos queda un poco de tiempo antes de que lleguen. —Señaló las cestas de campanillas marinas—. Cerradlas bien, atadles pesos y tiradlas por la borda. Luego nadaremos hacia la playa. El que no colabore, no recibirá una sola moneda.

Esto desencadenó una actividad frenética. Con el corazón desbocado, Erra juntó todos los objetos que podrían servir de lastre y los sujetó a las cestas con cuerdas, mientras profería órdenes a la tripulación aparentando seguridad en sí mismo. Dos cestas cayeron ruidosamente al agua, y luego una tercera. Se hundieron hacia las profundidades.

—¡Se aproximan a todo trapo! —gimió Darm—. ¡No conseguiremos llegar a la orilla!

Erra se irguió para echar una ojeada. La nave se acercaba con rapidez. Calculó a ojo la distancia que tendrían que recorrer a nado.

—Bien. Dejad lo que queda. Está bien que crean que han conseguido algo, pues de lo contrario nos darán caza por deporte. ¡A nadar!

Sin esperar a los demás, se lanzó al agua. El miedo le confirió fuerza y velocidad. Cuando por fin alcanzó la arena, se levantó con dificultad y miró hacia atrás. El buque se encontraba ya muy cerca de los barcos. Sus hombres empezaban a emerger. Erra soltó una palabrota y arrancó a correr hacia el bosque.

No fue hasta más tarde, cuando contemplaba los cascos humeantes de los barcos desde un acantilado, que se acordó de la chica del mar. ¿Había sido lo bastante lista para esconderse o huir, o la habían descubierto los saqueadores? Envió a Silse a averiguarlo, pero el nadador no encontró el menor rastro de ella. Salvo la cuerda cortada.

A Erra no le costó mucho dejar a un lado su ligero sentimiento de culpa. En esos momentos tenía cosas más importantes de las que preocuparse.

Como hallar la manera de salir de esa isla.

El cielo plomizo lo despojaba todo de su color…, excepto la sangre.

Los cadáveres tenían la cara blanca, el cabello negro o desteñido por el sol. Las armas, empuñadas por manos agarrotadas o clavadas en la carne, carecían de brillo. Los cirques de los sacerdotes eran de un blanco apagado.

En cambio, las manchas eran de un tono muy vivo. La espesa sustancia carmesí goteaba de las heridas y las espadas empapadas, y formaba charcos que se extendían bajo los muertos como alfombras macabras, hilillos que corrían por los pliegues del suelo. Estos se juntaban para dar lugar a riachuelos; se estancaban o impregnaban la tierra, de manera que la superficie burbujeaba a cada paso.

Aunque Auraya intentaba caminar con cuidado y mantenerse en las zonas secas, la sangre manaba y le recubría las sandalias. Aquel fango nauseabundo le succionaba los pies. Avanzó un poco más hasta que descubrió que ya no podía moverse. El barro se adhería a ella. Cedía bajo su peso. Ella notaba que se hundía en él. Cuando se apoyó en una pierna para intentar liberar la otra, solo consiguió quedarse más atascada. Sintió que la fría humedad le trepaba por las piernas, y se le aceleró el pulso.

—Tú nos mataste —siseó una voz.

Al alzar la mirada, vio que los cadáveres erguían la cabeza para contemplarla con sus ojos sin vida.

«Ahora no —pensó—. Bastantes problemas tengo ya».

—Tú —dijo otro, con un gran tajo en el cuello y la cabeza colgando—. Tú me hiciste esto.

Ella intentaba no escuchar las voces y concentrarse en escapar del lodo, que se negaba a dejarla ir. Unas burbujas y una espuma rojas gorgoteaban en la superficie. Se inclinó hacia delante, desesperada por encontrar algo a lo que agarrarse para dejar de hundirse, algo que le sirviera para hacer palanca con los brazos y salir de allí.

«Voy a ahogarme —pensó, y el miedo se adueñó de ella—. Voy a asfixiarme, con la boca y los pulmones llenos de tierra ensangrentada».

No había nada más que un mar de cadáveres que alargaban sus garras hacia ella. Se echó hacia atrás, notó que se hundía aún más y se obligó a extender el brazo hacia ellos.

—Es culpa tuya que yo esté muerta —susurró una mujer.

—¡Culpa tuya!

—¡Tuya!

:No.

Todo se detuvo. Los cadáveres se quedaron paralizados. La succión del fango cesó. Auraya miró en torno a sí, confundida. Los muertos hicieron girar los ojos en busca del dueño de la voz.

«Esto no es lo que suele ocurrir», advirtió ella.

:No es culpa de ella que estéis muertos. Si tenéis que culpar a alguien, culpadme a mí. De un modo u otro, os equivocáis. Ni Auraya ni yo asestamos el golpe que os mató.

Una figura radiante apareció. Los cadáveres se alejaron del recién llegado, rodando o encogiéndose. Él bajó la vista hacia Auraya y sonrió.

:Hola, Auraya.

—¡Chaia!

:En efecto.

Caminó hacia la orilla del fangal y le tendió la mano. Ella vaciló por un instante antes de agarrarla. Unos dedos firmes y cálidos se cerraron en torno a los suyos. Chaia tiró, y ella notó que el barro dejaba de aprisionarle las piernas.

:Regresemos a tu habitación, dijo él.

El campo de batalla se desvaneció. De pronto, ella estaba sentada en su cama, al lado de Chaia. Con una sonrisa, él acercó la mano a su rostro. El tacto de sus dedos al deslizarse por su mandíbula provocó que un escalofrío le bajara por la espalda. Chaia se inclinó, y ella supo que iba a besarla.

«Oh, no —pensó, apartándose—. Apelar a él para que me rescatara de la pesadilla ha estado bien, pero soñar con encuentros eróticos es ir demasiado lejos».

:Te resistes. Crees que esto está mal. Que es una falta de respeto.

—Sí.

Él sonrió.

:Pero ¿cómo puede ser una falta de respeto, si soy yo quien te besa a ti?

—No eres real. El Chaia de verdad podría ofenderse.

:¿Que no soy real? —Su sonrisa se ensanchó—. ¿Estás segura?

—Sí. El Chaia auténtico no puede tocarme.

:En sueños, sí.

«Igual que Leiard», se dijo ella. Su recuerdo desató en su mente un torbellino de emociones distintas: dolor por su traición; vergüenza por haberse llevado a la cama a alguien que seguramente no contaba con la aprobación de este dios; y, a pesar de todo, añoranza. Sus conexiones en sueños con Leiard le habían parecido de lo más reales. Cuando le vinieron a la memoria, la recorrió una oleada de placer, seguida de una sensación de bochorno y humillación al recordar en presencia de quién se encontraba, aunque solo se tratara de la sombra onírica del dios.

:No te avergüences de tu pasado —le dijo Chaia—. Todos tus actos te enseñan algo acerca del mundo y de ti misma. Aprender de tus errores depende de ti.

Ella lo observó con recelo. Era demasiado comprensivo. Claro que no podía ser de otra manera. No era Chaia. El Chaia verdadero la habría… ¿qué? ¿Reñido como a una niña?

Chaia se rio.

:¿Sigues convencida de que soy un sueño?

—Sí.

Él deslizó la mano tras su cuello y se inclinó hacia ella.

:Abre los ojos.

Ella lo miró con fijeza.

—¿Y si sueño que abro los…?

Chaia acercó los labios a los suyos. Ella se puso rígida por la sorpresa. De súbito, tanto él como la habitación desaparecieron. Ella yacía boca abajo, tapada con mantas. En su cama. No veía más que oscuridad. Tenía los párpados cerrados.

Estaba despierta.

Sin embargo, sentía un cosquilleo en los labios. Abrió los ojos. Un rostro luminoso flotaba por encima del suyo. La boca se curvó en una sonrisa. El rostro le guiñó un ojo.

Entonces la aparición se esfumó.