31
Aime había resultado ser un lugar donde una sanadora visitante podía obtener buenos beneficios. En un principio, Emerahl había supuesto lo contrario, puesto que la ciudad estaba atestada de sacerdotes, el templo no estaba lejos del mercado e incluso había visto a algún que otro tejedor de sueños. Sin embargo, en su mayoría eran hombres. Los clientes de Emerahl habían sido mujeres de todas las edades, demasiado tímidas o avergonzadas para consultar a un sanador varón sobre sus dolencias más íntimas, o simplemente mujeres que preferían que las tratara alguien de su sexo.
Había alquilado una habitación al encargado de los muelles, que se había mostrado ansioso por ayudarla después de que ella restableciera el flujo de sangre en su pierna, obstruido por el tejido cicatrizante. Al cabo de varios días, Emerahl tenía una bolsa repleta de monedas, pero la luna había menguado hasta semejar de nuevo un arco muy fino, por lo que ella había tenido que marcharse para regresar a tiempo a la Columna.
La noche anterior, una tormenta breve la había obligado a refugiarse en una bahía. Era lo bastante grande para albergar una aldea de pescadores de tamaño considerable, donde ella había tomado una habitación. Se dirigía de regreso hacia su barca cuando alguien le tiró de la manga.
Se volvió, suponiendo que se trataba de una nueva clienta. El chiquillo flaco y mugriento con ropas remendadas que le llegaba a la altura del codo no era lo que ella esperaba.
—¿En qué puedo ayudarte? —preguntó, disimulando su desilusión. Saltaba a la vista que era un niño de la calle, por lo que era dudoso que él, o quienquiera que le hubiera pedido que la abordase, pudiera pagarle.
—Ven a ver —dijo él, sin dejar de darle tirones en la manga.
—¿A ver qué? —preguntó ella con una sonrisa.
—Ven a ver —repitió el crío, con los ojos muy brillantes.
Ella percibió en él determinación y urgencia.
—¿Se ha hecho daño alguien? —inquirió.
—Ven a ver. —Continuó tironeándole la manga.
Ella enderezó la espalda. Quizá el crío era un débil mental al que alguien había enviado en busca de un sanador. Los saquitos de remedios que ella llevaba al cinto eran indicadores tan claros de su profesión que incluso un niño idiota era capaz de reconocerlos.
Emerahl asintió.
—De acuerdo. Voy contigo.
Él la tomó del brazo y echó a andar.
Ella se alegró de estar a punto de marcharse. Quienquiera que hubiera enviado al chiquillo seguramente no tenía dinero, pero tal vez podría pagarle de otra manera. En numerosas ocasiones había descubierto que si se corría la voz de que curaba a los pobres y desvalidos sin cobrar, siempre acababan por encontrarla hordas de enfermos menesterosos. Poco después, los clientes que podían pagar empezaban a exigirle que los sanara gratis. Daba igual que la ciudad fuera grande o pequeña: la situación se ponía difícil en cuestión de horas.
El niño la había guiado a una callejuela tan estrecha que en algunas partes Emerahl tenía que caminar de costado. Entreveía caras delgadas en los resquicios de las puertas y ojos que la espiaban con curiosidad. Invocó magia y se rodeó de una barrera de luz.
Salieron a otra calle. El muchacho la enfiló, y juntos bajaron por varias escaleras hasta una vía más ancha. Esta los condujo hasta unas dunas cubiertas de hierba que bordeaban la bahía. Sujetándole aún el brazo, el chico se encaminó por un sendero hacia una punta rocosa.
Conforme se acercaban, ella cobró conciencia del rugido del mar. El crío la apartó del sendero y le soltó el brazo. Se dirigió apresuradamente hacia las peñas y saltó de una a otra.
«¿Se habrá hecho daño alguien al caer desde esas rocas? —se preguntó Emerahl—. O tal vez se ha ahogado. Espero que no». A veces quienes padecían debilidad mental no comprendían lo sucedido cuando veían morir a una persona. Creían que simplemente estaba enferma.
El muchacho se volvió hacia ella y le hizo una señal. Su voz apenas resultó audible por encima del bramido de las olas.
—Ven a ver.
Ella empezó a caminar con zancadas más largas. El niño esperó a que se aproximara antes de seguir adelante. Las rocas eran cada vez más grandes e irregulares. Avanzar por encima de ellas requería casi toda su concentración. El rugido del mar se hizo más fuerte. Cuando ella calculaba que le faltaba medio camino para llegar al final de la punta rocosa, el muchacho se detuvo de pronto y dejó que lo alcanzara.
A pocos pasos de distancia, un chorro de agua brotaba ruidosamente del suelo.
Se elevaba hasta el doble de la altura de un hombre y se quedaba flotando en el aire por unos instantes antes de caer salpicando en una amplia depresión, donde desaguaba a través de un agujero en las rocas. Emerahl se percató de que se había quedado rígida de indignación, con el corazón desbocado.
El chico sonreía de oreja a oreja. Se acercó a las peñas que los rodeaban y trepó a la más alta. Se sentó, haciéndole señas de que se acercara.
«¿Me ha traído solo por eso?», pensó Emerahl.
—Sube —gritó él.
Ella respiró hondo, dejó a un lado su irritación y comenzó a escalar. Cuando llegó arriba, el niño sonrió y dio unas palmaditas en la roca, a su lado.
—Siéntate, Emerahl.
Ella se quedó helada, por la impresión de oír su nombre y porque había caído en la cuenta de que él hablaba en una lengua muerta hacía mucho tiempo. En cuanto comprendió frente a quién estaba, no pudo hacer otra cosa que clavar los ojos en él. Él alzó la vista y le sonrió. El brillo excesivo de su mirada no se debía a deficiencia alguna, sino a una mente mucho más vieja de lo que su cuerpo aparentaba.
—¿Tú eres…? —Dejó la pregunta en el aire de forma deliberada. Darle un nombre que él pudiera repetir no tenía sentido, si no era la persona que buscaba.
—¿Gaviota? —dijo él—. Sí. ¿Quieres que te lo demuestre? —Hizo bocina con las manos y silbó.
Un momento más tarde, algo pasó como una exhalación junto a la oreja de Emerahl. Por unos instantes, un ave marina se sostuvo en el aire encima de las manos ahuecadas de él, batiendo las alas, y ella vio que dejaba caer un objeto de sus garras antes de alejarse veloz. Él alzó las manos. En ellas había una caracola engarzada en un cordel hecho de «cabello de vieja». Arrancó una hebra de hierba y dejó que el viento se la llevara.
Emerahl se sentó.
—Te dábamos por muerta —dijo él.
Emerahl se rio.
—Yo creía que el que había muerto eras tú. Un momento… Has dicho «dábamos». ¿Acaso quedan otros inmortales de la era pasada?
—Sí. —Desvió la mirada—. No te diré quiénes son. No me corresponde a mí revelarlo.
Ella asintió.
—Por supuesto.
—Entonces ¿por qué te has revelado ante mí?
Emerahl inspiró profundamente y exhaló despacio mientras meditaba por dónde empezar.
—Me he pasado buena parte del último siglo viviendo como una ermitaña. Y así seguiría si un sacerdote no hubiera decidido visitarme. Puse tierra por medio y no he dejado de viajar desde entonces.
—Los circulianos te persiguieron —dijo el Gaviota.
Ella lo contempló, asombrada.
—Sí. ¿Cómo lo sabes?
—«Entre los marineros, los chismes se propagan más deprisa que la peste» —citó él.
—Ah, entonces sabrás que logré burlarlos.
—Sí. Te perdieron el rastro en Porin por los mismos días en que llegó la noticia de la invasión pentadriana. ¿Adónde fuiste entonces?
—Pues… yo… seguí al ejército torenio.
Él enarcó las cejas.
—¿Por qué?
—Me uní a un prostíbulo. Era el mejor lugar donde podía esconderme en aquellos momentos. —Advirtió que la expresión del Gaviota no reflejaba alarma ni desaprobación—. El prostíbulo viajaría con el ejército de Toren, y concluí que era una buena oportunidad para salir de la ciudad sin que me descubrieran.
A él le brillaron los ojos.
—¿Presenciaste la batalla? —preguntó, ansioso como un muchacho emocionado ante la idea de contemplar una guerra real.
—Casi toda. Me marché hacia el final, cuando topé con… un viejo amigo. Pasé un tiempo en Si antes de decidirme a salir en tu busca.
—¿Conque un viejo amigo, eh? —Entornó los ojos—. Si has vivido como una ermitaña durante el último siglo, debe de ser realmente muy viejo.
—Tal vez. —Sonrió—. Quizá no me corresponda a mí revelarlo.
Él soltó una risita.
—Interesante. Qué irónico sería que ese amigo tuyo resultara ser también el mío.
—Sí, pero no es posible.
—¿Ah, no? Eso significa que somos unos cuantos los que hemos conseguido eludir a los dioses.
Emerahl asintió.
—Valiéndonos de medios distintos.
—Sí. Para mí fue sencillo. Hace mucho tiempo que no soy fácil de encontrar. Simplemente me encargué de que resultara aún más difícil.
Ella miró al chico.
—Y sin embargo has acudido a mi encuentro.
—Es verdad.
—¿Por qué?
—¿Por qué me has buscado tú a mí?
—Para saber si otros inmortales habían sobrevivido, y cómo lo habían logrado. Para ofrecerte mi ayuda, si algún día la necesitabas. Para averiguar si yo podía pedirte ayuda a ti.
—Si has sobrevivido durante tanto tiempo, dudo que necesites ayuda —repuso el Gaviota en voz baja.
Ella sacudió la cabeza.
—No puedo llevar vida de ermitaña por toda la eternidad.
—Y por eso buscas compañía.
—Sí, además de las ventajas de tener amigos poderosos.
Él desplegó una gran sonrisa.
—No estás sola en esto. Me gustaría contarte entre mis amigos poderosos.
Ella sonrió a su vez, más complacida y aliviada de lo que había imaginado que estaría. «Tal vez me siento sola, después de vivir tantos años aislada».
—Por otro lado —prosiguió él, asumiendo de pronto un semblante grave—, no sé si a mis amigos les parecerá bien. Si ellos no están de acuerdo, seguiré su consejo. Valoro mucho su opinión. Debes ganarte su aprobación. De lo contrario… —agregó con seriedad—, no podré volver a hablar contigo.
—¿Qué debo hacer para ganarme su aprobación?
El niño frunció los labios.
—Ve a las Cuevas Rojas de Sennon. Si transcurre un día sin que veas a nadie, significará que no te han otorgado su aprobación.
—¿Y si me la otorgan?
—Conocerás a mi amigo —respondió él, sonriente.
Emerahl asintió. Sennon se encontraba en el otro extremo del continente. Tardaría meses en llegar hasta allí.
—No ves a tu amigo muy a menudo, ¿verdad? —preguntó ella en tono irónico.
—En persona, no.
—Si dan su visto bueno, ¿cómo volveré a contactar contigo?
—Ellos te dirán cómo.
A Emerahl se le escapó una risotada.
—Qué maravillosamente misterioso es todo esto. Haré lo que me dices. —Posó la vista en él y suspiró—. No tengo que partir de inmediato, ¿verdad? ¿Podemos charlar un rato?
Él sonrió y movió la cabeza afirmativamente, con la mirada fija en un punto distante.
—Claro. Dame solo un… —El borboteo del chorro de agua que brotó de nuevo del suelo ahogó sus palabras. Cuando el agua cayó con gran estrépito, él rio entre dientes.
—Los lugareños dicen a los visitantes que este sitio se llama «la escupidera de Lore», pero tienen un nombre incluso más soez para los chorros de agua.
Emerahl soltó un resoplido.
—Ya me lo imagino.
—Dan por sentado que siempre estará aquí. Tarde o temprano, el mar erosionará la roca y ya no habrá presión suficiente en la cueva de abajo para expulsar el agua por el agujero. En Genria hubo durante una época un chorro que habría hecho que este pareciera pequeño.
—Ah, lo recuerdo. ¿Qué le ocurrió?
—Un hechicero creyó que al agrandar el agujero conseguiría que el chorro fuera más grande. —Meneó la cabeza—. A veces los mayores dones se conceden a los mayores necios.
Emerahl pensó en Mirar y en las trastadas por las que era célebre, y asintió.
—Ya lo creo.
Auraya subió a la cama colgante y se quedó tendida sin moverse hasta que dejó de balancearse. Aunque ya era por la tarde, ella aún percibía señales de que la aldea siyí estaba volviendo a la vida. Quienes se habían recuperado lo suficiente retomaban sus viejas rutinas. La ropa lavada ondeaba al viento. El olor a comida cocinándose llegaba hasta su nariz. Las risas de los niños llegaban hasta sus oídos.
Cerró los ojos y dejó que el sueño se apoderara de ella.
:Auraya.
Ella abrió los párpados, y sus ansias de dormir se disiparon en el acto.
:¡Chaia! Llevaba días sin saber de ti.
:Estaba ocupado. Al igual que tú.
:Sí, creo que lo peor ha pasado. Hemos aislado a aquellos cuyos cuerpos no pueden luchar contra la enfermedad. En cuanto todos estén curados, dejaremos que se reúnan con la tribu. Si algún portador de la enfermedad visita la tribu, estarán en peligro de recaer.
:No puedes quedarte aquí solo por si surge esa eventualidad, le advirtió Chaia.
:Lo sé. Sin embargo, tal vez Leiard se quede.
:¿Estaba aquí cuando llegaste?
:Sí. —Hizo una pausa—. No puedo leerle la mente. ¿Cómo es posible?
:Te está bloqueando. Es un don único.
:Su habilidad para sanar es extraordinaria.
:En efecto. Es más poderoso de lo que parece a primera vista. Sus poderes de sanación también son únicos.
:Es una lástima que no se ordenara sacerdote. —Auraya cerró los ojos—. Sería un sacerdote sanador excepcional. Entonces podría ayudar a muchas más personas. Le he pedido que me enseñe esta habilidad sanadora. ¿Te parece bien?
Chaia guardó silencio por un momento antes de responder por lo bajo.
:Lo pensaré. ¿Qué sentimientos albergas hacia él ahora?
Ella frunció el ceño.
:Han cambiado. Ya no estoy enfadada. Me ha pedido disculpas. Eso ha influido en mí más de lo que habría imaginado.
:¿En qué sentido?
:No lo sé. Lo aprecio más por ello. Creo… creo que me gustaría tenerlo como amigo…, o al menos que mantuviéramos el contacto.
:Aún te sientes atraída hacia él.
:¡No!
:Mientes. No puedes ocultármelo.
Auraya suspiró.
:Entonces debes de tener razón. ¿Estás…? ¿Te molesta?
:Por supuesto, pero eres humana. Mientras tengas ojos, admirarás a otros hombres, lo que no quiere decir que intentes seducirlos.
:No, desde luego no intentaré seducir a Leiard. Fue un error que no volveré a cometer.
:Me alegro. No quiero que te haga daño. Y ahora, duerme, Auraya —susurró Chaia—. Duerme y sueña conmigo.