13

Los dos vices daban vueltas lentamente el uno en torno al otro, agitando la cola.

Auraya sacudió la cabeza, exhalando un suspiro.

—Olvidan que ya son mayores.

Mairae se rio.

—Sí… Son como un par de críos que solo saben relacionarse entre sí peleando e insultándose.

Nebulosa se abalanzó sobre Travesuras, y ambos se difuminaron en una masa confusa de pelo, patas y colas.

Mairae soltó una risita.

—¿Cómo va el adiestramiento de Travesuras?

—Bueno, no hay mecanismo de cierre que no sea capaz de abrir —dijo Auraya, divertida—, y resulta mucho más fácil conectar mentalmente con él ahora que ha madurado un poco y que puedo retener su atención durante un buen rato. Ahora me habla también a través del pensamiento.

Los dos animalillos se separaron. Estuvieron lanzándose chirridos hasta que fingieron aburrirse al mismo tiempo y cada uno comenzó a lamerse.

—¿Has conocido a Kirim? —preguntó Mairae.

—No.

—Es un famoso adiestrador de vices de Somrey que ha venido de visita. Y no está nada mal, por cierto. Deberías concertar un…

:¿Auraya?

Era una llamada de Juran.

:¿Sí?

:Los dioses nos han convocado en el altar. ¿Está Mairae contigo?

:Sí, se lo diré.

:Bien. Ahora bajo y paso a buscaros.

Mairae la contemplaba con expectación.

—¿Qué ocurre?

Auraya se puso de pie.

—Nos han convocado en el altar.

—¿En el altar? —Mairae elevó las cejas. Se levantó para recoger a Nebulosa del suelo—. Qué raro. Me pregunto si los dioses tendrán alguna respuesta que darnos.

—¿Sobre la existencia de dioses pentadrianos? —Auraya intentó agarrar a Travesuras, pero este se alejó como una flecha. Ella se dirigió hacia el cordón de la campana y tiró de él. No había tiempo para perseguir vices. Ya se encargaría del animalillo algún criado.

Salieron de la habitación y llegaron a la escalera de caracol en el centro de la torre. Auraya oyó que Travesuras la llamaba telepáticamente, ingeniándoselas de alguna manera para expresar su inmensa desilusión ante su abrupta marcha. Mairae dejó a Nebulosa en el suelo.

—Vete a casa —le ordenó. El viz bajó los escalones dando saltos—. Buena chica. —Se enderezó y alzó la vista hacia el hueco de la escalera—. La jaula ya viene.

—Así es. Juran ha dicho que nos recogerá de camino hacia abajo.

Miraron como la base de la jaula descendía hacia ellas. Cuando llegó al nivel de sus ojos, redujo la velocidad. Dyara y Juran iban dentro. Una vez que la jaula se detuvo, él abrió la puerta y se apartó a un lado para dejarlas entrar.

Aunque tenía una expresión seria y quizá pensativa, consiguió esbozar una sonrisa.

—No, no sé por qué nos han convocado los dioses —dijo antes de que una de ellas pudiera preguntárselo—. Esperemos que sea para darnos una buena noticia.

Dyara fijó la vista en él y arqueó una ceja.

—¿Qué íbamos a esperar si no? ¿Malas noticias?

El líder de los Blancos rio entre dientes.

—No.

La jaula reanudó su descenso. Cuando pasó frente a la habitación de Rian, Mairae lanzó una mirada inquisitiva a Juran.

—Rian estaba en la ciudad. Se reunirá con nosotros en el altar —explicó Juran. Se volvió hacia Auraya—. ¿Cómo va el hospital?

Ella asintió.

—Extraordinariamente. Han surgido algunas diferencias de opinión, pero eso era de prever. No utilizaremos los mismos métodos. —Hizo una pausa y se preguntó qué clase de información quería él en realidad—. Estamos aprendiendo mucho de los tejedores de sueños —añadió.

—¿Y ellos de nosotros?

—De vez en cuando.

—¿Se resisten los tejedores a revelar sus conocimientos? —preguntó Dyara.

—Por el momento, no —respondió Auraya.

—Me extraña —comentó la mujer—. ¿Quién habría imaginado que confiarían sus secretos a los sacerdotes?

—Nunca han considerado sus conocimientos como un secreto —le dijo Auraya—. Eso les daría motivos para no ofrecer atención sanadora a ciertas personas, lo que iría contra sus principios. Nunca niegan su ayuda a nadie.

—Admirable principio —dijo Juran—. Creo que deberíamos pensar en adoptarlo.

Dyara clavó los ojos en él, sorprendida.

—¿Aunque eso implicara sanar a pentadrianos?

Juran sonrió con ironía.

—Mejorar nuestras habilidades de sanación podría servirnos para ganar aceptación entre la gente del continente del sur algún día.

La jaula empezó a moverse más lentamente.

—No si sus dioses son reales —señaló Auraya.

—Cierto —convino Juran.

La jaula se detuvo en el centro del vestíbulo.

—En ese caso, contar con muchos sanadores circulianos cualificados será aún más importante —contestó Juran—. No podemos depender de unos paganos para atender a nuestros heridos, por muy competentes que sean. Eso les conferiría más poder del que me parece conveniente.

Fue el primero en salir de la jaula. Auraya reflexionó sobre sus palabras. Era evidente que Juran daba por sentado que los tejedores continuarían existiendo un siglo después y no se extinguirían una vez que les arrebataran la ventaja que tenían sobre los circulianos. Tal vez sus motivos para pedirle a Auraya que montara el hospital eran un poco distintos de los que ella había imaginado.

Juran llegó a la puerta de la torre y salió, seguido por las Blancas. Hacía un sol radiante. Un platén cubierto acababa de detenerse frente a la Cúpula. Rian se apeó del vehículo y, tras indicarle al cochero que se marchara, se volvió hacia ellos para esperarlos. Al acercarse, Auraya se fijó en el brillo de fervor religioso que despedía la mirada del hombre. Cuando llegaron a su lado, él no dijo una palabra, pero acomodó su paso al de ellos mientras pasaban bajo los arcos de la Cúpula.

Fue un alivio pasar de aquel sol intenso a la sombra del interior. Tan pronto como los ojos de Auraya se adaptaron a la penumbra, vio que las cinco caras triangulares del altar se abrían. Juran, que encabezaba la marcha, atravesó el edificio hasta el estrado y subió al altar. Una vez que todos hubieron ocupado sus asientos, las puntas de las paredes comenzaron a elevarse de nuevo.

Juran guardó silencio por un momento, como de costumbre, para meditar lo que iba a decir. Sin embargo, cuando inspiró para empezar a hablar, Auraya percibió un movimiento cercano. De pronto, tomó conciencia de la magia que la rodeaba, y de unas ondas y perturbaciones en esa magia que delataban una presencia. Se volvió hacia ella.

—Chaia, Huan, Lore, Yranna, Saru —comenzó Juran—. Os…

Auraya soltó un grito ahogado cuando cayó en la cuenta de que lo que estaba percibiendo era un dios.

:Hola, Auraya.

Un resplandor apareció en un rincón del altar. Poco a poco, adoptó la forma de un hombre. Auraya oyó que Juran tomaba aire y que los demás expresaban su sorpresa por lo bajo.

—Chaia —dijo Juran, haciendo ademán de ponerse en pie.

:No te levantes, dijo Chaia, alzando una mano para detener el movimiento de Juran.

Auraya notó que todo cuanto la rodeaba vibraba a causa de la llegada de las otras deidades. Contempló maravillada como cada uno se materializaba en una luz que adquiría forma humana.

:Os hemos convocado aquí para hablaros del resultado de nuestra búsqueda, aseveró Chaia. Posó la vista en Huan.

:Hemos explorado toda Ithania, tanto del Sur como del Norte —dijo Huan—, pero no hemos encontrado a otros dioses.

:Eso no significa que no existan —advirtió Lore—. Es posible que nos hayan eludido. Quizá existan más allá de dichos territorios.

:Seguiremos buscando —les aseguró Yranna con una sonrisa—, pero lo mejor será que no salgáis de Ithania todos a la vez.

:Eso os dejaría desprotegidos, si dichos dioses existieran y albergaran la intención de haceros daño, agregó Saru.

Juran asintió.

—¿Hay algo que podamos hacer para ayudar?

:No —respondió Chaia—. Por el momento, no preveo un enfrentamiento con los pentadrianos.

—Lo entendemos —afirmó Juran.

Tras lanzar una mirada a las otras deidades, Chaia asintió.

:Eso es todo. Hablaremos de nuevo con vosotros cuando tengamos más respuestas.

Las cinco figuras luminosas desaparecieron.

No obstante, no desaparecieron de los sentidos de Auraya. Notó que Huan, Lore, Yranna y Saru se alejaban lentamente. Cuando se habían marchado, ella percibió un ligero atisbo de la mente de Chaia antes de que él se alejara también.

—¿Auraya?

Sobresaltada, se percató de que Juran la miraba con fijeza.

—¿Qué sucede? —preguntó él.

—Los dioses. He notado su llegada y su marcha.

Juran enarcó las cejas.

—¿Lo has «notado»?

—Sí. Ha sido… extraño.

—¿Te había ocurrido antes? —inquirió Dyara.

Auraya sacudió la cabeza.

—Es algo parecido a la percepción que tengo de mi posición respecto al mundo. Percibo la magia que hay alrededor.

—Y los dioses son seres de magia —dijo Mairae, asintiendo.

—Sí.

Las puntas del altar empezaban a descender girando sobre sus bisagras, pero ninguno de los Blancos se había levantado. Juran se había quedado pensativo, y Dyara, con expresión escéptica. Rian tenía el entrecejo arrugado. Cuando su mirada se encontró con la de Auraya, él sonrió, aunque de forma un tanto forzada.

—Empiezo a acostumbrarme a esas alteraciones extrañas que experimentas, Auraya —dijo Juran con una risita—. En cuanto averigües lo que significa esta última, avísame. Por el momento —desplazó la vista por los demás y se puso de pie—, propongo que regresemos a nuestras tareas.

Auraya se levantó al mismo tiempo que los demás, pero se quedó donde estaba mientras ellos descendían en fila por los extremos del altar hacia la entrada de la Cúpula. Miró hacia atrás y se concentró, pero no detectó perturbación alguna en la magia del interior del altar.

No obstante, había ligeras fluctuaciones en la distribución de la energía en torno a ella. Dirigió la mirada al frente y se concentró en la magia que la rodeaba mientras seguía a sus compañeros Blancos de vuelta hacia la torre. Advirtió que las variaciones en la magia eran más pronunciadas en la base del edificio. Dyara y Juran se enfrascaron en una discusión sobre política genriana, pero Auraya estaba demasiado absorta en lo que captaban sus sentidos como para escucharlos.

Llegaron a la torre y entraron en ella. Las fluctuaciones no aumentaron ni se redujeron, y ella se disponía a devolver su atención a sus acompañantes cuando percibió un cambio repentino.

Se encontraban frente a la jaula, en el centro del vestíbulo. En aquella zona, el campo de magia era considerablemente más débil. Auraya no habría reparado en ello, ni siquiera si hubiera invocado magia, pues la que había bastaba para utilizar casi cualquier don.

Pero no cabía duda de que allí la energía se enrarecía.

«¿Qué habrá causado esto? —se preguntó ella—. ¿Habrá consumido alguien buena parte de la magia de esta zona, o se trata de un fenómeno natural?».

Abrió la boca para decírselo a Juran, pero sorprendió a Rian observándola. Él le dedicó otra sonrisa forzada.

«Ya informaré a Juran en otro momento —pensó Auraya—. En privado».

Dos cuencos gigantescos y alargados cabeceaban en el agua. Eran de madera, y en su interior se alzaba lo que parecían unos troncos de árbol despojados de ramas y corteza. Sujetos a ellos había numerosas cuerdas, vigas de madera y unas grandes telas.

—Son buques, ¿verdad? —preguntó Imi—. Mi padre me los ha descrito.

Rissi la miró con extrañeza.

—Barcos. Nunca habías visto barcos o buques, ¿verdad?

—No.

—Si es allí donde están las campanillas de mar, los pisatierra ya se habrán hecho con ellas —dijo Rissi, visiblemente desilusionado.

—Depende.

—¿De qué? —Se volvió hacia ella, sorprendido.

—De si las han recogido todas. De ser así, ya no estarían aquí, ¿no crees?

Rissi se quedó pensativo, pero luego frunció el ceño y sacudió la cabeza.

—¿Estás insinuando que nos acerquemos a escondidas y cojamos algunas? ¿Y si nos descubren? Nos matarán.

—Entonces tenemos que asegurarnos de que no nos descubran.

—Pero…

Imi se hundió bajo la superficie y buceó hacia un peñasco más próximo a los barcos. Cuando se hallaba detrás de él, se asomó con cautela y dirigió la vista hacia los pisatierra.

Desde ahí podía observarlos con mayor claridad. Caminaban de un lado a otro sobre lo que debía de ser un suelo plano en la parte del barco que tenía forma de cuenco. Unas cuerdas colgaban por un costado.

Imi vio que algo se movía en el agua; la cabeza de un pisatierra. Flotaba junto al barco, y ella oyó una voz gutural lejana. Uno de los pisatierra de la embarcación se inclinó hacia abajo. El nadador le tendió una bolsa, y el otro hombre la subió a la cubierta. La piel de color marrón claro del buceador desapareció cuando este se sumergió.

Rissi salió a la superficie al lado de Imi.

—Las campanillas de mar deben de estar allí —le indicó ella—. Están buceando para sacarlas.

—Lo que significa que no podemos acercarnos sin que nos vean —señaló él.

—Por ahora —dijo ella—. Pero en algún momento tendrán que parar. He oído que los pisatierra no pueden pasar mucho tiempo en el agua, porque les daña la piel.

La cabeza del pisatierra emergió de nuevo. Flotó por unos instantes antes de zambullirse una vez más.

—Tampoco aguantan mucho tiempo sin respirar —murmuró Rissi—. Pero no podemos quedarnos aquí. Nos llevará horas regresar, y no quiero nadar a oscuras.

—A oscuras… Podríamos esperar a que anochezca y acercarnos sigilosamente mientras duermen —dijo Imi, expresando sus pensamientos en voz alta.

—¡No! ¡Ya me he buscado bastantes problemas! Si no estoy de vuelta esta noche, mi padre jamás dejará que lo acompañe en sus viajes.

Ella lo miró, pero decidió que burlarse de él por su miedo al castigo no le haría cambiar de idea. Se le habían pasado las ganas de hacerse el valiente.

Cuando dirigió de nuevo la mirada hacia el barco, vio que el nadador salía del agua claramente cansado y otro se tiraba por la borda para relevarlo. Estaban buceando por turnos. No había la menor posibilidad de que se tomaran un descanso y le dieran a ella la oportunidad de aproximarse a hurtadillas para coger un puñado de campanillas marinas.

Un chapoteo cerca del barco atrajo la atención de los pisatierra. Uno de ellos apuntó con el dedo, y entonces Imi advirtió que un pájaro flecha de gran tamaño salía a la superficie, sujetando con el pico un pez que se revolvía. Tras engullir a su presa, el ave se elevó en el aire.

—Una distracción —dijo Imi—. Tenemos que distraerlos.

—¿Cómo? —preguntó Rissi, desconcertado.

—No lo sé. ¿Se te ocurre alguna idea?

El chico contempló los barcos.

—¿Crees que han visto a un elay alguna vez?

—Seguramente no.

—Podrías distraerlos mientras yo voy en busca de las campanillas.

—¿Yo? Ni hablar. Esto ha sido idea mía. Tú los distraerás mientras yo voy en busca de las campanillas.

—No es justo. ¿Y si tienen…?

—¿Qué?

—Lanzas o algo así.

Ella lo miró pausadamente.

—¿O sea, que prefieres que me claven lanzas a mí que a ti?

—No es eso lo que quería decir. Pero es peligroso.

—Entonces hay que conseguir que apunten a otra cosa… ¡Ya sé! Se me acaba de ocurrir algo que no solo atraerá sus miradas, sino que hará que los buceadores salgan del agua.

—¿Qué?

—Un flarke.

Rissi palideció apenas escuchó el nombre del feroz depredador marino.

—¿Cómo vamos a encontrar uno y convencerlo de que los devore a ellos y no a nosotros?

Ella se rio.

—No hace falta. He visto de cerca los disfraces de flarke de los cantadores. Están hechos de púas de esterizas. Tenemos que encontrar una y arrancarle algunas espinas. Después, te las ataremos a la espalda. Nadarás en círculos como un flarke, fuera del alcance de sus lanzas. Los pisatierra tendrán demasiado miedo para meterse en el agua.

Rissi se quedó callado, y ella notó que estaba impresionado. Al cabo de unos instantes, él le dedicó una amplia sonrisa.

—De acuerdo. Será divertido.

—Busquemos una esteriza —dijo Imi y, sin comprobar si él la seguía, se sumergió.

Las esterizas eran peces habituales en todos los arrecifes. Los chicos tardaron un buen rato en dar con púas tan grandes como las de un flarke. No les resultó fácil extraerlas, y ella se compadeció del animal, que se alejó arrastrándose y sangrando por las heridas. A pesar de todo, las púas le volverían a crecer.

Imi había supuesto que fijar las espinas a la espalda de Rissi sería lo más complicado, pero él resolvió el problema con una tira correosa de hierba marina que cortó y dobló para darle forma de chaleco. Después de hacer un agujero en la base de cada púa con su cuchillo, las clavó en el chaleco y las engarzó con una espina más fina que insertó en los agujeros.

A distancia suficiente de los barcos para que los pisatierra no lo vieran, Rissi probó a nadar hacia un lado y hacia el otro varias veces intentando que solo las púas sobresalieran de la superficie.

—Sacas los pies del agua al patalear —le dijo Imi.

—Si los mantengo juntos, parecerá una aleta de la cola —repuso él, muy sonriente.

—Las aletas de los flarkes se mueven hacia los lados, no arriba y abajo.

Él puso cara larga.

—Ah, sí. Tienes razón. No subiré los pies.

—¿Estás listo?

Rissi se encogió de hombros.

—¿Lo estás tú?

—¡Sí! —asintió ella.

—Entonces vamos allá. Pero hazlo rápido. No sabemos durante cuánto tiempo se tragarán el engaño.

Regresaron nadando al peñasco y espiaron a los pisatierra hasta tener claro dónde se encontraba cada uno. Imi miró a Rissi con expectación. Él le devolvió la mirada y asintió. Sin una palabra, se hundió en el agua.

A Imi se le aceleró el pulso mientras aguardaba a que él reapareciera. Cuando las púas emergieron por fin, ella contuvo el aliento e intentó comprobar si los pisatierra se habían percatado.

Todos estaban trabajando con ahínco.

Las púas afloraron de nuevo en la superficie, pero los pisatierra continuaban sin reparar en ellas. Rissi iba y venía, a veces despacio, a veces sumergiéndose de golpe. Imi supuso que él había visto un flarke en alguna ocasión y estaba imitando su comportamiento.

Un grito atrajo de nuevo su atención hacia los pisatierra. Por fin habían avistado las púas. Ella sonrió al ver que dejaban de trabajar y se arremolinaban agitadamente en la cubierta. Uno de ellos aporreó el costado del barco con un objeto contundente. Imi alcanzaba a oír los golpes sordos. Una cabeza apareció junto a la embarcación, y la sensación de triunfo invadió a Imi cuando el nadador subió a bordo a toda prisa.

«Ahora me toca a mí», pensó.

Tras respirar hondo, se zambulló y buceó con todas sus fuerzas en dirección a los barcos. Cuando por fin vislumbró las formas oscuras y alargadas sobre su cabeza, tenía el corazón desbocado de emoción, miedo y cansancio.

Al bajar la vista, estuvo a punto de soltar el aire a causa de la sorpresa.

Su padre la había llevado un día fuera de la ciudad para mostrarle un bosque. Ella había visto una maraña de ramas y hojas. Era una imagen que se le había quedado grabada en la mente. Ahora, al observar las ramas de las plantas de campanillas marinas que se balanceaban suavemente movidas por la corriente, supo lo que era contemplar un bosque desde arriba.

También era un espectáculo similar al que ofrecía el cielo nocturno. En cada ramita y tallo se apreciaban unos tenues puntos de luz. Cuando Imi se acercó, descubrió que se trataba de las campanillas marinas. Todas estaban repletas de gránulos luminosos.

Hasta ese momento, ella no sabía que las campanillas despedían luz. Tan pronto como llegó ante las ramas oscilantes con sus brotes relucientes, extendió la mano para tocar uno. Era sorprendentemente suave, muy distinto de las campanillas duras y traslúcidas que había visto antes. Extrajo el cuchillo que Rissi le había prestado y seccionó el tallo con cuidado.

En cuanto la campanilla quedó separada del tallo, su luz se extinguió. Imi sintió una punzada de culpabilidad y tristeza. La apenaba dañar las plantas. Eran muy bonitas.

Entonces pensó en su padre y en todo aquello por lo que había pasado para llegar hasta allí. Comenzó a cortar más campanillas. Mientras Rissi se confeccionaba su disfraz de flarke, ella había improvisado una bolsa rudimentaria con otra hoja de hierba marina que había enrollado en forma de cono y sujetado con pequeñas espinas. Metió allí las campanillas.

Un ruido por encima de su cabeza la impulsó a mirar hacia arriba. Su corazón dejó de latir por unos instantes cuando vio la silueta de un pisatierra.

«¡El buceador ha vuelto!».

Manteniendo la bolsa cerrada con una mano, se alejó a toda velocidad.

«¡Deben de haberse dado cuenta de que los estábamos engañando! O quizá el disfraz ha empezado a desbaratarse. O…».

Algo le apretó la cara, le rozó la piel y la envolvió antes de que ella pudiera reaccionar. Una cuerda. Cuerdas delgadas entretejidas para formar una red. Extendió los brazos con brusquedad, pero notó que la red se curvaba en torno a ellos.

«¡No te dejes llevar por el pánico! —se dijo. Ahora que estaba aprisionada, cobró conciencia de su creciente necesidad de respirar. Había oído historias de elay que habían muerto ahogados, atrapados en las redes de los pisatierra, pero también de otros que habían conseguido liberarse. Sabía que si forcejeaba, solo conseguiría enredarse más—. Debo conservar la calma y encontrar la manera de soltarme».

Al estudiar la red, reparó en que los agujeros en la malla eran lo bastante grandes para dejar pasar la mayor parte de los peces. La red se extendía hacia los lados en una curva que parecía circundar las plantas de campanillas. Las posibles implicaciones de esto le aceleraron el pulso a Imi otra vez. ¿Los pisatierra habían echado la red allí para mantener alejados a los depredadores o a los elay?

No tenía ganas de averiguarlo. En una mano tenía la bolsa llena de campanillas, y en la otra empuñaba el cuchillo de Rissi. Necesitaría ambas manos para cortar la red. Sujetando la bolsa entre los dientes, serró las cuerdas hasta abrir un agujero por el que cabía la bolsa. La empujó hasta el otro lado y la soltó. La vio hundirse hacia el fondo arenoso.

A continuación, se concentró en desembarazar sus brazos valiéndose del cuchillo. Acababa de liberar uno cuando notó un tirón en la red.

Levantó la mirada y se le encogió el corazón al ver que la red se elevaba lentamente.

«¡Aún no!», pensó, serrando la malla frenéticamente. Se produjo otro tirón, y sintió que las cuerdas se apretaban en torno a ella. Les asestó varias cuchilladas. Se percató de que, aunque casi todo su cuerpo se encontraba libre, aún tenía las piernas trabadas en la red, que la arrastraba hacia arriba, cabeza abajo. Vio que la superficie se acercaba rápidamente. Notó la proximidad de la masa imponente del barco. Oyó voces.

Presa del pánico, comenzó a lanzar tajos a la red. La hoja se enganchó en algún sitio y la empuñadura se le resbaló de la mano. Se contorsionó y trató de asirla de nuevo, pero el agua se escurrió entre sus dedos. El sol arrancó un último destello al cuchillo antes de que este desapareciera en las profundidades.

La red se ciñó aún más en torno a sus piernas mientras tiraba de ella hacia arriba.

«¡No!», aulló en el agua y se retorció para alcanzar las cuerdas que le sujetaban las piernas, pero el siguiente tirón la elevó en el aire. Aspiró una gran bocanada de aire y luego intentó desenredarse los tobillos de nuevo. Sin el empuje del agua, carecía de fuerza suficiente para moverse. Oyó unas voces procedentes de arriba. Voces airadas. Una de ellas profirió una palabrota.

Acto seguido, unas manos la agarraron y tiraron de Imi. Ella se resistía, lanzando golpes y soltando chillidos de terror. Sintió la dura borda del barco rozar su espalda antes de caer sobre una superficie plana.

Las manos la soltaron. Ella dejó de chillar y contempló a sus captores, jadeando de miedo. Ellos le devolvieron la mirada, con sus pálidos y arrugados rostros descompuestos de indignación.

Intercambiaron algunas palabras. Uno de ellos la observó con los párpados entornados y bramó unas órdenes a los demás. Lo miraron con un respeto teñido de resentimiento, y todos menos uno se alejaron.

Ella supuso que el bramador era el líder del grupo. Este se puso a hablar con el hombre que permanecía a su lado. Imi miró la red, que seguía enrollada en sus tobillos. Las cuerdas la oprimían de manera dolorosa. Si lograra soltarse, le bastaría con dar un salto y lanzarse por la borda para escapar.

Sin embargo, las cuerdas no se aflojaban. Notó que una sombra caía sobre ella y se dio cuenta de que el líder se había agachado. Al verlo con el cuchillo en la mano, se echó hacia atrás, convencida de que iba a matarla. Oía los gemidos de espanto que escapaban de sus propios labios.

El cuchillo se acercó a sus tobillos. El hombre efectuó unos cortes con cuidado y le liberó las piernas.

Iba a dejarla marchar. Llena de alivio, ella le dio las gracias sin pensarlo. Él miró al segundo hombre, que sonrió.

No era una sonrisa amistosa. Imi sintió que se le formaba un nudo en el estómago. El líder bramó de nuevo, y uno de los miembros de la tripulación le arrojó una cuerda corta. Cuando se inclinó sobre los tobillos de Imi, esta comprendió lo que pretendía hacer. La sensación de alivio se evaporó, y ella intentó levantarse de un salto, pero el líder le asió la pierna con firmeza. El segundo la aferró por los hombros, la tumbó con la espalda contra la cubierta y la mantuvo inmovilizada. Ella chilló de nuevo, y continuó chillando mientras el líder le ataba los tobillos juntos. La volvieron boca abajo para aprisionarle las muñecas tras la espalda y la arrastraron hasta el centro del barco, donde le ataron las manos a una anilla de metal.

—¿Qué hacéis? —gritó Imi con desesperación, pugnando por incorporarse—. ¿Por qué no me soltáis?

Tras intercambiar una mirada, los hombres dieron media vuelta y se alejaron.

—No podéis retenerme aquí. Soy… soy la hija del rey de Elay —declaró con una rabia creciente—. ¡Mi padre enviará a sus guerreros a mataros!

Ninguno de los pisatierra le prestó la menor atención. No sabían qué estaba diciendo. Entendían tan poco sus palabras como Imi las de ellos. ¿Cómo iba ella a explicarles quién era?

Un pisatierra que estaba cerca vació una bolsa sobre la cubierta. Ella contempló su contenido, un revoltijo verdoso, y cuando los tripulantes comenzaron a extraer unos objetos pequeños de la maraña, se percató de que aquellas hebras mustias eran las frágiles ramas y raíces de la planta de campanillas marinas.

Los pisatierra las habían arrancado del lecho arenoso del mar.

Le vino una arcada al pensar en lo que habían hecho. El año siguiente esa planta no produciría una cosecha de campanillas marinas. La habían matado sin contemplaciones, en su afán por recoger sus frutos a toda prisa.

«¿Cómo pueden desperdiciar las cosas de esta manera? —se preguntó—. ¿Cómo pueden ser tan estúpidos? Si dejaran las plantas intactas, podrían regresar el año que viene y recoger más campanillas».

Su padre tenía razón. Los pisatierra eran terribles. Por más que giraba las muñecas, sus dedos no alcanzaban el nudo para desatarlo.

«Rissi —pensó—. Él tiene que informar a mi padre de mi situación». Se puso en pie con dificultad y oteó el mar. Después de lo que se le antojó una eternidad, le pareció divisar algo que se movía. Una cabeza, tal vez.

—¡Rissi! —gritó—. Dile a mi padre dónde estoy. Dile que me tienen prisionera. Dile que venga…

Algo la golpeó en la cara. Ella se tambaleó y cayó de rodillas, con la mejilla ardiendo. El líder estaba de pie frente a ella. Comenzó a vociferar, señalándola con sus dedos alargados y sin membrana.

Aunque ella no entendía una palabra, la advertencia le quedó clara. Aturdida, Imi lo miró mientras se alejaba.

«Papá vendrá —se dijo—. Me rescatará. Y entonces atravesará con su lanza a todos y cada uno de estos espantosos pisatierra, tal como merecen».