Prólogo

Reivan detectó el cambio antes que los demás. Al principio, fue algo instintivo, más una intuición que una certeza; luego percibió un olor apagado y terroso en el aire. Al fijarse en las paredes del túnel, advirtió que el polvo se había acumulado solo en un lado de las protuberancias y hendiduras, como si hubiera llegado hasta allí desde el fondo del pasadizo, impulsado por el viento.

Un escalofrío le bajó por la espalda cuando pensó lo que eso podía significar, pero permaneció en silencio. Podía estar equivocada, y los demás seguían demasiado conmocionados por la derrota. Pugnaban por asimilar la muerte de amigos, familiares y camaradas, cuyos cuerpos habían quedado atrás, sepultados en la fértil tierra enemiga. No necesitaban otro motivo de preocupación.

Aunque no hubieran estado en plena retirada hacia su país con la moral por los suelos, ella no habría hablado. Los hombres de su equipo se ofendían con facilidad. Al igual que ella, albergaban un resentimiento secreto por no haber nacido con dones suficientes para convertirse en Servidores de los Dioses, por lo que se aferraban a las únicas cualidades que los hacían superiores.

Eran más inteligentes que la gente común. Eran Pensadores. Se distinguían de quienes simplemente eran cultos por su capacidad para calcular, inventar, filosofar y razonar. Esto había engendrado en ellos una competitividad extrema. Mucho tiempo atrás, habían establecido una jerarquía interna. Los mayores tenían precedencia sobre los jóvenes; y los hombres, sobre las mujeres.

Resultaba ridículo, por supuesto. Reivan había observado que las mentes tendían a tornarse tan inflexibles y lentas con la edad como los cuerpos en que se alojaban. El mero hecho de que hubiera más hombres que mujeres entre los Pensadores no significaba que los varones fueran más listos. A Reivan le entusiasmaba demostrar esto último…, pero aquel no era el momento más oportuno para ello.

«Además, podría estar equivocada».

El olor a polvo era ahora más intenso.

«Dioses, espero estar equivocada».

De pronto, recordó que las Voces poseían la facultad de leer la mente. Volvió la vista atrás y se quedó desorientada por unos instantes. Esperaba ver a Kuar, pero, en cambio, sus ojos se posaron en una mujer alta y elegante que caminaba detrás de los Pensadores. Era Imenja, Voz Segunda de los Dioses. Reivan sintió una punzada de tristeza al recordar por qué aquella mujer dirigía ahora el ejército.

Kuar había muerto a manos de los paganos circulianos.

Imenja miró a Reivan y le hizo una seña para que se acercara. A Reivan le dio un vuelco el corazón. Nunca había hablado con una de las Voces, pese a que pertenecía al equipo de Pensadores que había planeado la ruta a través de las montañas. Grauer, líder del equipo, había asumido la tarea de informar a las Voces sobre sus progresos.

Ella se paró en seco. Un vistazo a los hombres que tenía delante bastó para comprobar que ninguno de ellos había reparado en la llamada o en que ella se estaba rezagando, y menos aún Grauer, que tenía toda su atención puesta en los mapas. Cuando Imenja la alcanzó, Reivan echó a andar de nuevo, manteniéndose un paso por detrás de la Voz.

—¿En qué puedo serviros, reverencia?

Imenja, con el ceño fruncido, no apartaba la mirada de los Pensadores.

—¿Qué es lo que temes? —preguntó por lo bajo.

Reivan se mordió el labio.

—Seguramente todo es producto de la enajenación subterránea, de la oscuridad que me ofusca la mente —se apresuró a decir—, pero… me parece que en el trayecto de ida no había tanto polvo en el aire, ni en las paredes. La forma en que se ha asentado parece indicar un movimiento rápido de aire procedente de más adelante. Se me ocurren algunas causas…

—Tienes miedo de que se haya producido un derrumbe —aseveró Imenja.

Reivan asintió.

—Sí. Y de que se genere más inestabilidad.

—¿Natural o artificial?

La pregunta de Imenja y sus implicaciones hicieron que Reivan se detuviera, presa de la impresión y el miedo.

—No lo sé. ¿Quién haría algo así? ¿Y por qué?

Imenja arrugó el entrecejo.

—He recibido informes de que los sennenses están hostigando a nuestro pueblo ahora que la noticia de nuestra derrota ha llegado a sus oídos. O tal vez se trate de lugareños que intentan vengarse.

Reivan apartó la vista. Le vinieron a la memoria imágenes de voranes chorreando sangre por la boca tras la última «excursión de caza» la noche antes de que entraran en las minas. Ganarse la voluntad de los aldeanos no había sido una prioridad para el ejército, y menos aún cuando estaba convencido de la victoria.

«Por otro lado, no estaba previsto que regresáramos por aquí. Se suponía que expulsaríamos a los paganos de Ithania del Norte, conquistaríamos el territorio en nombre de los dioses y volveríamos a nuestros hogares a través del paso».

—Vuelve con tu equipo, pero no comentes nada. —Imenja suspiró—. Ya nos ocuparemos de los obstáculos cuando topemos con ellos.

Reivan obedeció y ocupó de nuevo su lugar detrás de los otros Pensadores. Consciente de que Imenja podía leerle la mente, permaneció alerta por si aparecían nuevos indicios de problemas. No tardó en encontrarlos.

Observó divertida que sus compañeros Pensadores caían poco a poco en la cuenta de lo que significaba la cantidad creciente de cascotes en el túnel. La primera barrera que encontraron fue una pequeña parte del techo que se había venido abajo. No obstruía el pasadizo por completo, por lo que les bastó con trepar por encima del montón de escombros para seguir adelante.

Luego, los obstáculos se volvieron más frecuentes y difíciles de salvar. Por medio de la magia, Imenja desplazaba una roca aquí y un montículo de tierra allá. Nadie aventuró una causa posible de aquellas anomalías. Todos guardaban un silencio prudente.

El túnel los condujo a una de las grandes cavernas naturales que abundaban en las minas. Reivan escudriñó el vacío. Donde no debía haber más que oscuridad se alzaban unas formas pálidas tenuemente iluminadas por los faroles de los Pensadores.

Imenja dio unos pasos al frente. Cuando se adentró en la caverna, su luz mágica se elevó y brilló con más fuerza, hasta alumbrar una pared de roca. Los Pensadores alzaron la vista hacia ella, descorazonados. También allí se había hundido el techo, pero esta vez no había manera de pasar por encima de la obstrucción. Los escombros llenaban la caverna por completo.

Reivan contempló el montón de piedras. Algunas de las rocas eran enormes. Si se produjera un derrumbe así sobre sus cabezas…, ella dudaba que tuvieran tiempo de entender qué estaba ocurriendo. Apenas alcanzarían a oír un crujido antes de morir aplastados.

«Es mejor que una cuchillada en las tripas y una agonía larga y dolorosa —pensó—. Pero no puedo evitar la sensación de que una muerte repentina nos despojaría de algo importante. La muerte es una experiencia de la vida. Solo la experimentamos una vez. Cuando llegue mi hora, me gustaría ser consciente de ello, aunque eso traiga consigo dolor y miedo».

Grauer emitió un gruñido que llamó su atención.

—Esto no debería haber ocurrido —exclamó, y su voz resonó en la cueva empequeñecida—. Lo comprobamos todo. Esta caverna era estable.

—Baja la voz —le ordenó Imenja.

Él dio un respingo y bajó la mirada.

—Perdonadme, reverencia.

—Busquemos otra salida.

—Sí, reverencia.

Lanzó una mirada a los Pensadores más allegados a él y reunió en torno a sí a un reducido círculo de hombres. Tras murmurar entre ellos por unos instantes, se separaron para dejar que Grauer se dirigiera al frente con paso seguro.

—Permitidme que os guíe, reverencia —dijo en tono humilde.

Imenja inclinó la cabeza hacia los otros Pensadores, indicándoles que se unieran a él. El pasadizo quedó abarrotado cuando el ejército volvió sobre sus pasos. La atmósfera se enrareció de forma notoria, pese a los esfuerzos de los Servidores por obtener aire a través de los respiraderos y las grietas de la montaña bajo la que se encontraban. Tanto los Servidores como los soldados y los esclavos guardaban un silencio preñado de inquietud.

La noción del tiempo se perdía con facilidad bajo tierra. Los meses que Reivan había pasado allí ayudando a sus compañeros Pensadores a trazar un mapa de las minas, el sistema de cuevas naturales y los senderos de montaña le habían proporcionado cierta habilidad para calcular el tiempo. Grauer tardó casi una hora en llegar al túnel lateral que buscaba. Se adentró en él prácticamente de cabeza, ansioso por demostrar su valía.

—Por aquí —dijo, consultando una y otra vez el mapa—. Hay que bajar por esta galería. —Los Pensadores avanzaban tras Grauer a toda prisa mientras él doblaba una curva—. Y luego caminar un buen trecho por…

Hubo un instante de silencio, seguido de un grito resonante que se apagó en la distancia. Los Pensadores recorrieron la curva rápidamente y enseguida se detuvieron. Al echar un vistazo entre los hombros de dos personas, Reivan vislumbró un agujero de forma irregular en el suelo.

—¿Qué ha ocurrido?

Los Pensadores se apartaron para dejar pasar a Imenja.

—Tened cuidado, reverencia —dijo uno de ellos por lo bajo.

Suavizando su expresión ligeramente, la mujer asintió antes de continuar caminando despacio.

«Sin duda ya sabe qué le ha pasado a Grauer —comprendió Reivan—. Debe de haberle leído el pensamiento mientras caía».

Imenja se acuclilló y tocó el borde del agujero. Arrancó un trozo del saliente antes de enderezarse.

—Arcilla —dijo, mostrándosela a los Pensadores—. Moldeada por manos humanas y reforzada con paja. Esto es obra de un saboteador. De un experto en trampas.

—¡Los Blancos han incumplido su parte del trato! —siseó uno de los Pensadores—. Pretenden impedir que volvamos a casa.

—¡Es una trampa! —exclamó otro—. ¡Nos mintieron en el paso para que siguiéramos esta ruta! ¡Si nos matan aquí, nadie sabrá que nos han traicionado!

—Dudo que ellos sean los responsables —repuso Imenja, dirigiendo la vista más allá de las paredes de roca que los rodeaban. Frunció el ceño y sacudió la cabeza—. La arcilla está seca. Quien haya hecho esto se marchó hace días. No percibo más que los pensamientos de pastores de gabras que están lejos de aquí. Elegid a otro guía. Seguiremos adelante, pero con precaución.

Los Pensadores vacilaron e intercambiaron miradas de incertidumbre. Imenja los observó, uno tras otro, y la ira asomó a su rostro.

—¿Por qué no habéis hecho copias?

«Los mapas. —Reivan apartó la vista, luchando contra una frustración creciente—. Grauer se los ha llevado consigo. Era incapaz de confiar en alguien lo suficiente para facilitarle copias. ¿Qué haremos ahora?».

La aprensión la invadió por un momento. Casi todos los túneles más anchos de las minas conducían a la entrada principal. Al fin y al cabo, la intención original de los mineros no era crear un laberinto. Las galerías más pequeñas, excavadas a lo largo de vetas de mineral, y los sistemas de cuevas naturales eran más intrincados, pero mientras el ejército evitara internarse en ellos, acabaría por encontrar la salida.

Uno de los miembros del grupo dio un paso al frente.

—Deberíamos poder orientarnos basándonos en la memoria. El año pasado todos pasamos una larga temporada aquí.

Imenja asintió.

—Entonces concentraos en recordar. Yo pediré a algunos Servidores que pasen delante para comprobar si hay más trampas.

Aunque todos los Pensadores asintieron con gentileza, Reivan vio signos de indignación en su actitud. No eran lo bastante necios u orgullosos para rechazar la ayuda de hechiceros, y seguramente sabían que los Servidores cargarían con parte de la culpa si sucedía algo peor. Aun así, no dirigieron la palabra a los dos Servidores que se acercaron.

Hitte se ofreció como guía y ninguno de los demás le disputó el puesto. Tras una inspección del agujero, se descubrió que era una grieta que atravesaba el suelo, el techo y las paredes, pero no era tan ancha como para no poder saltarla. Tendieron sobre ella, a manera de puente, unas angarillas cuya carga habían atado a las espaldas de unos esclavos que ya soportaban un peso excesivo. Los Pensadores cruzaron los primeros y el resto del ejército los siguió.

Reivan supuso que no era la única que se desesperaba por la lentitud con la que avanzaban. Casi habían llegado al final de su travesía por las montañas. Las minas del lado haniano, más pequeñas, los habían llevado hasta un valle al que no podía accederse por otras vías y donde los pastores apacentaban sus gabras. Una marcha más larga a través de una serie de cuevas naturales les había ahorrado la necesidad de escalar una cresta escarpada.

Desde allí, habían caminado durante una jornada por angostas sendas de montaña. Cuando se dirigían hacia la batalla, habían recorrido aquel tramo de noche para que los espías voladores del enemigo no los divisaran.

Ahora solo les faltaba encontrar el camino para salir de aquellas minas en el lado sennense y…

«¿Qué? ¿Se acabaron nuestros problemas? —Reivan suspiró—. Cualquiera sabe qué nos espera en Sennon. ¿Enviará el emperador un ejército para rematarnos? Tal vez ni siquiera le haga falta. Nos quedan pocas provisiones, y aún tenemos que cruzar el desierto de Sennon».

Nunca se había sentido tan lejos de su hogar.

Se abismó durante un rato en los recuerdos de su infancia: de las horas que pasaba sentada en la forja de su padre, o ayudando a sus hermanos en la construcción. Evitó pensar en la breve temporada en que la había embargado el dolor y el despecho por haber sido entregada a los Servidores, y se recreó en el entusiasmo con que había aprendido a leer y escribir, en la avidez con que había devorado todos los libros de la biblioteca del monasterio antes de cumplir los diez años. Había arreglado toda clase de cosas, desde cañerías hasta túnicas, había inventado una máquina para rebajar el cuero e ideado una receta de confitura de drimma con la que el Santuario había ganado más dinero que con todos los demás productos del monasterio juntos.

Reivan tropezó con algo y estuvo a punto de perder el equilibrio. Al levantar la vista, la sorprendió la irregularidad del suelo. Hitte los había guiado hacia los túneles naturales. Ella miró al nuevo guía de los Pensadores y advirtió la seguridad con que se movía.

«Espero que sepa lo que hace. Al menos actúa como si lo supiera. Oh, lo que daría por poder leer la mente, como las Voces».

Cuando se acordó de Imenja, la asaltó un sentimiento de culpa. En vez de permanecer alerta y hacer algo útil, se había embebido en sus pensamientos. Decidió prestar más atención en adelante.

A diferencia de los túneles más altos de las montañas, rectos y amplios, estos eran estrechos y tortuosos. No solo torcían a derecha e izquierda, sino que ascendían y descendían, a menudo de forma abrupta. El ambiente estaba cada vez más húmedo y cargado. En varias ocasiones, Imenja ordenó un alto para que los Servidores tuvieran tiempo de obtener aire más fresco en aquellas profundidades.

De pronto, el túnel se ensanchó y la luz de Imenja iluminó una caverna enorme.

Reivan soltó un jadeo de asombro. Estaban rodeados de columnas pálidas e impresionantes, unas tan finas como dedos, otras más gruesas que los árboles vetustos de Dekkar. Había algunas unidas en haces, otras estaban truncadas, y sobre sus tocones se habían formado sombreretes parecidos a los de las setas. Todo estaba cubierto de una capa reluciente de humedad.

Al echar una ojeada hacia atrás, Reivan advirtió que Imenja sonreía. La Voz Segunda adelantó a los Pensadores y se adentró en la caverna para contemplar aquellas formaciones.

—Descansaremos aquí un rato —anunció. Su sonrisa desapareció y, tras lanzar una mirada significativa a los Pensadores, dio media vuelta y guio al ejército hacia el interior de aquel espacio inmenso.

En cuanto Reivan posó los ojos en Hitte, comprendió el porqué de la expresión de Imenja. El hombre tenía la frente arrugada de preocupación. Los Pensadores se apartaron de la fila de personas que entraban en la caverna y comenzaron a hablar entre sí en voz baja.

Reivan se acercó a ellos, y las pocas palabras que captó bastaron para confirmar sus sospechas. Hitte no sabía dónde estaban. Había optado por penetrar en los túneles naturales, donde las trampas de un saboteador serían más evidentes, pero los pasadizos no desembocaban en galerías hechas por el hombre tal como él esperaba. Ahora temía que se habían perdido.

Reivan se alejó con un suspiro. Si seguía escuchando, quizá diría algo que después lamentaría. Al caminar entre las formaciones, descubrió que la caverna era incluso más grande de lo que le había parecido en un principio. El rumor del ejército que se aglomeraba sonaba cada vez más débil a su espalda mientras ella avanzaba entre las columnas, sorteando las desigualdades del terreno y atravesando charcos. La luz de Imenja lo bañaba todo en una claridad intensa entreverada de sombras negras. En una parte de la gruta, el suelo era más extenso y las charcas habían formado superficies escalonadas. Reivan se fijó en unas aberturas que podían ser entradas de túneles.

Mientras las examinaba, oyó un sonido bajo e inarticulado tras sí. Se quedó paralizada y miró alrededor, preguntándose si alguien la había seguido. La voz sonó más fuerte y apremiante hasta convertirse en un bramido furioso. ¿Se trataba de la persona que tendía las trampas? ¿De un lugareño sediento de venganza, incapaz de enfrentarse al ejército pero dispuesto a ajustar cuentas con uno de sus miembros? Reivan se percató de que estaba jadeando de terror, y lamentó amargamente haberse separado del ejército y que sus dotes mágicas fueran tan limitadas que apenas le bastaban para crear una mísera chispa.

Sin embargo, si ese alguien la hubiera seguido con malas intenciones, no habría delatado su presencia con un rugido sonoro. Ella se obligó a respirar con más calma. Si lo que había oído no era una voz, ¿qué era?

Cuando se le ocurrió la respuesta, se rio a carcajadas de su propia necedad.

«El viento. Vibra a través de los túneles como el aliento a través de un tubo».

Ahora que estaba más atenta, percibió un movimiento en el aire. Se agachó para mojarse las manos en un charco antes de encaminarse hacia la dirección de la que procedía el sonido, con los brazos extendidos ante sí. La sensación de frío que le producía la brisa en la piel mojada la guio hacia una abertura grande a un lado de la caverna, donde soplaba una corriente de aire más fuerte.

Sonriendo satisfecha, Reivan echó a andar de vuelta hacia donde estaba el ejército.

Se sorprendió al ver cuánto se había alejado. Cuando llegó por fin, las cinco secciones se encontraban ya allí, aglomeradas en torno a las formaciones rocosas. Sin embargo, algo no iba bien. En vez de asombro y admiración, sus caras reflejaban temor. Reinaba un silencio insólito para una multitud tan grande.

¿Se le había escapado a algún Pensador algún comentario revelador sobre la situación, o habían decidido las Voces comunicar al ejército que se habían perdido? Al acercarse, Reivan vio a las cuatro Voces de pie sobre un saliente. Parecían tan tranquilos y seguros de sí mismos como siempre. Imenja bajó la vista y la clavó en los ojos de Reivan.

Entonces el bramido se oyó de nuevo. Allí sonaba más débil y costaba más identificarlo como producto del viento. Cuando varios miembros del ejército soltaron gritos ahogados y murmuraron plegarias, Reivan comprendió qué era lo que tanto los había asustado. Al mismo tiempo, vio que Imenja apretaba los labios, divertida.

—¡Es el Aggen! ¡El monstruo! —exclamó alguien.

Reivan se tapó la boca para reprimir una risotada y advirtió que los otros Pensadores sonreían. No obstante, el resto del ejército parecía dar crédito a esta posibilidad. Hombres y mujeres se apiñaron entre gritos de terror.

—¡Nos devorará!

—¡Hemos entrado en su guarida!

Ella suspiró. Todo el mundo conocía la leyenda del Aggen, una bestia gigantesca que supuestamente vivía debajo de aquellas montañas y engullía a todo aquel que fuera lo bastante insensato para adentrarse en las minas. Incluso había esculturas de él en las excavaciones más antiguas, en pequeñas hornacinas para ofrendas, como si un ser tan grande fuera a saciarse con obsequios que cupieran en un espacio tan reducido.

O como si pudiera sobrevivir. Era imposible que un monstruo tan enorme como el tal Aggen se alimentara de los escasos e imprudentes exploradores que se internaban en sus dominios. Si le bastaba con eso, era mucho más pequeño de lo que aseguraban las leyendas.

—Pueblo de los dioses. —La voz de Imenja retumbó en la caverna, y el eco de sus palabras se alejó, como si persiguiera el bramido—. No temáis. Aquí no percibo otras mentes que las nuestras. Ese sonido está causado por el viento, que corre por estas cuevas como un soplido a través de una flauta, aunque con resultados menos melodiosos —añadió con una sonrisa—. Los únicos monstruos que hay aquí están en nuestra imaginación. Pensad en el aire fresco que el viento trae consigo. Descansad y disfrutad las maravillas que os rodean.

Las tropas habían enmudecido. Reivan oyó que los soldados empezaban a imitar el sonido o a mofarse de quienes habían expresado sus temores en voz alta. Un Servidor se le acercó.

—Pensadora Reivan, la Voz Segunda desea hablar contigo.

El corazón de Reivan dio un brinco. Ella echó a andar a toda prisa tras el hombre. Las otras Voces la observaron con interés cuando llegó al saliente.

—Pensadora Reivan —dijo Imenja—, ¿has descubierto una salida?

—Tal vez. He encontrado un túnel en el que hay corriente. Ese viento podría proceder del exterior, pero no sabremos si el pasadizo es transitable hasta que lo exploremos.

—Explóralo entonces —ordenó Imenja—. Que te acompañen dos Servidores, para iluminar tu camino y comunicarse conmigo si el túnel resulta sernos útil.

—Así lo haré, reverencia —respondió Reivan. Tras trazar el símbolo de los dioses sobre su pecho, se alejó. Dos Servidores, un hombre y una mujer, salieron rápidamente a su encuentro. Reivan les dirigió una cortés inclinación de la cabeza antes de reanudar la marcha, seguida por ellos.

Encontró el túnel sin dificultades y entró en él. El suelo era irregular, y en algunos trechos tenían que subir pendientes acusadas. El bramido sonaba cada vez más fuerte, hasta que empezó a vibrar a través de ella. Los dos Servidores despedían olor a sudor pese a que el aire era frío, pero no expresaban sus temores. Aunque sus luces mágicas brillaban con más intensidad de la necesaria, Reivan no se quejó.

Cuando el sonido se tornó ensordecedor, Reivan advirtió consternada que el túnel se estrechaba ante ella. Aguardó a que el viento amainara y avanzó de costado por el hueco. Los Servidores se pararon con expresión dubitativa.

El espacio se redujo hasta que Reivan notó la presión de la roca contra el pecho y la espalda. Más adelante, el pasadizo se curvaba y se perdía en la oscuridad.

—¿Podríais acercar más esa luz? —gritó Reivan.

—Tendrás que guiarme —llegó la respuesta.

La pequeña chispa luminosa pasó flotando junto a la cabeza de Reivan y se detuvo.

—¿Y ahora por dónde?

—Un poco más a la derecha —contestó ella.

—¿Estás segura de que quieres hacer esto? —preguntó el otro Servidor—. ¿Y si te quedas atascada?

—Me desatascaré —afirmó Reivan, esperando que de verdad resultara tan fácil. «No pienses en ello»—. Adelante y ligeramente a la derecha. Eso es… Ahora a la izquierda… No tan deprisa.

Cuando la luz se aproximó al final de la curva, ella se percató de que el túnel se ensanchaba de nuevo. Aunque quizá se angostaría más tarde, la única forma de saberlo era llegar hasta allí. Ella siguió andando, notó que la opresión sobre su cuerpo disminuía, dobló la curva arrastrando los pies…

… y suspiró aliviada al ver que el pasadizo continuaba agrandándose ante ella. Unos pasos más adelante, podía extender los brazos a los lados sin tocar las paredes. A pocos metros, el túnel torcía a la derecha. El camino ya no estaba iluminado por la luz mágica del Servidor, que se había quedado atrás, en el hueco estrecho, sino por una claridad tenue procedente de más allá de la curva. Ella apretó el paso y estuvo a punto de tropezar con alguna desigualdad del terreno. Cuando giró a un lado, exhaló, más tranquila. Las paredes del pasadizo desembocaban en una superficie gris y verde.

Rocas y árboles. El exterior.

Sonriendo, regresó a la parte estrecha del túnel y refirió a los Servidores lo que había visto.

Un flujo de soldados manaba de la salida del túnel ante los ojos de Reivan. Al emerger, cada hombre y mujer se detenía por unos instantes para mirar alrededor, con el alivio dibujado en el rostro, antes de enfilar el angosto sendero que conducía a lo alto del barranco. Habían pasado tantos frente a ella que había perdido la cuenta.

Los Servidores habían ampliado el túnel utilizando la magia. El fantasmagórico bramido del viento ya no volvería a oírse en el bosque Blanco, como Imenja lo había bautizado. Era una pena, pero pocos soldados habrían podido pasar por aquel corredor tan estrecho como había hecho Reivan.

Un grupo de esclavos comenzó a salir. Parecían tan contentos como los demás por dejar atrás las minas. Al final del viaje, los liberarían y les ofrecerían trabajos remunerados. Les reducirían la condena por haber combatido en la guerra. Aun así, Reivan dudaba que ninguno de ellos fuera a jactarse de haber participado en aquel intento fallido de vencer a los circulianos.

«No creo que ninguno de ellos esté pensando en la derrota ahora mismo —reflexionó—. Simplemente se alegran de ver la luz del día. Pronto su única preocupación será atravesar el desierto».

—Pensadora Reivan —dijo una voz conocida tras ella.

Ella se volvió, sobresaltada, y se encontró frente a Imenja.

—Perdón, reverencia. No os he oído acercaros.

Imenja sonrió.

—Entonces soy yo quien debería disculparse por haberme aproximado con tanto sigilo. —Contempló a los esclavos con mirada distante—. He pedido a los otros Pensadores que se adelanten para encontrar un camino que baje al desierto.

—¿Debería haberme ido con ellos?

—No. Quiero hablar contigo. —Imenja hizo una pausa cuando el ataúd que contenía el cuerpo de Kuar surgió del túnel. Lo observó pasar y dio un suspiro profundo—. Creo que poseer dones mágicos no debería ser un requisito indispensable para todos los Servidores de los dioses. Para la mayoría, tal vez, pero deberíamos reconocer que algunos hombres y mujeres tienen otras habilidades que ofrecernos.

A Reivan se le cortó la respiración. Imenja no podía estar a punto de…

—¿Aceptarías convertirte en Servidora de los Dioses, si se te brindara la posibilidad?

¿Convertirse en Servidora de los Dioses? ¿Lo que Reivan había soñado durante toda su vida?

Imenja posó la vista en Reivan, que pugnaba por recuperar el habla.

—Sería… Sería un honor para mí, reverencia —dijo.

Imenja sonrió de nuevo.

—Entonces así será, al término de nuestro viaje.