29

Imi contempló la bandeja y decidió, pesarosa, que no podía tomar un solo bocado más. Miró a la criada que estaba de pie a un lado y agitó la mano hacia la comida para indicarle que se la llevara, un gesto que había visto hacer a Imenja. La mujer se acercó, recogió la bandeja y, tras ejecutar una reverencia, se marchó.

Imi lanzó un suspiro de satisfacción y se sumergió de nuevo en el estanque. Ahora se sentía mucho mejor, y no solo por los alimentos y el agua salada. Aquellas personas de túnica negra la trataban muy bien. Era de lo más reconfortante no estar asustada en todo momento.

La cortina en la entrada de la tienda de campaña se abrió. Una silueta femenina conocida se recortaba contra la luz dorada del atardecer. Imi se incorporó y sonrió mientras Imenja caminaba hacia la orilla del estanque.

—Hola, princesa Imi —dijo—. ¿Cómo te encuentras?

—Mucho mejor.

—¿Tienes fuerzas suficientes para andar?

Imi la miró, sorprendida. «¿Andar? —Flexionó los músculos de las piernas—. Seguramente podría, si no es una distancia muy grande».

—Puedo intentarlo —respondió.

—Quiero llevarte a un lugar. No está lejos —le aseguró Imenja—. La Voz Primera Nekaun, el líder de mi pueblo, desea conocerte. ¿Te parece bien?

Imi asintió. Era la hija de un rey. Tenía sentido que el gobernante de aquel país quisiera hablar con ella. Sin embargo, su entusiasmo se desvaneció cuando se imaginó a sí misma frente a aquel hombre tan importante. De pronto, deseó ser mayor, tener más conocimiento del mundo. ¿Qué debía decirle? ¿Qué debía evitar decirle? Nadie le había enseñado cómo comportarse frente a los gobernantes de otros países.

«Supongo que mi padre no creía que fuera a hacerme falta».

Lentamente, apoyó los pies en el suelo y se levantó. Notaba cierta debilidad en las piernas, pero no peor que cuando la habían subido a bordo del barco de los saqueadores. Salió del estanque al pavimento seco y miró a Imenja con expectación. La mujer sonrió y le tendió la mano. Imi se la tomó y salieron de la tienda la una junto a la otra.

El patio tenía el mismo aspecto distinto que cuando ella había llegado, salvo porque ahora casi era de noche. Imenja la guio hasta un balcón situado a un lado y a través de una puerta abierta. El interior estaba fresco. Los círculos de luz de unas lámparas iluminaban un pasillo largo. Avanzaron por él hasta unas escaleras. Aunque no eran muy altas, Imi respiraba con dificultad cuando llegaron arriba. Imenja hizo un alto frente a una hornacina para hablarle a Imi de la técnica especial con que se había esculpido la estatua que había dentro. Cuando reanudaron la marcha, la respiración de Imi se había normalizado.

Otro pasillo. Tras detenerse ante una entrada grande y arqueada, Imenja la señaló.

—La Voz Primera te espera al otro lado —murmuró—. ¿Estás lista?

Imi asintió. Atravesaron el umbral y entraron en una estancia espaciosa de techo abovedado. Imi soltó un jadeo de asombro.

El techo, el suelo y las paredes estaban pintados de colores vibrantes. La cúpula era azul, con nubes, pájaros e incluso algunos siyís de aspecto extraño. Las paredes representaban paisajes distintos, y el suelo simulaba en parte un vergel, en parte agua. Por doquier había imágenes de pisatierra en jardines y casas, navegando en barcos o llevados a cuestas por esclavos. Múltiples animales, algunos normales y corrientes, otros desconocidos y fantásticos, ocupaban jardines, bosques, mares y ríos. Al examinarlos más de cerca, Imi descubrió que los dibujos y las figuras se componían de innumerables fragmentos diminutos de una sustancia brillante.

Al oír un sonido, alzó la vista y dio un respingo cuando vio a un hombre de pie en el centro de la sala. Vestido con una túnica negra igual que la de Imenja, admiraba las pinturas, pero, tan pronto como Imi reparó en su presencia, posó la mirada en ella y sonrió.

—Te saludo, princesa Imi —dijo con una voz cálida y agradable—. Soy Nekaun, Voz Primera de los Dioses.

Sin saber qué decir, ella imitó su forma de hablar.

—Te saludo, Nekaun, Voz Primera de los Dioses. Soy Imi, princesa de los elay.

—¿Cómo estás?

—Mejor —contestó ella.

Él asintió, y sus ojos parecieron titilar como estrellas.

—Me alegra oírlo —declaró—. Iba a visitarte esta noche, pero he pensado que quizá sería más agradable mostrarte este lugar, si tenías fuerzas para ello. Hay algo que creo que te resultará interesante. —Le hizo una seña para que se acercara.

Imi caminó hacia él, concentrándose en mantener un porte digno, pero consciente de lo grandes que eran sus manos y sus pies.

—Si me he recuperado, ha sido gracias a Imenja y a Reivan —le dijo, colocándose a su lado—. También gracias a ti, por haberme permitido alojarme aquí.

Sus miradas se encontraron, y él movió la cabeza afirmativamente con expresión grave.

—Debo pedirte disculpas por los malos tratos que sufriste antes de que Imenja te encontrara.

Ella frunció el ceño.

—Pero si no fue por culpa tuya.

—Ah, lo cierto es que soy responsable en parte de lo que les ocurre a quienes visitan mi país. Cuando las leyes que dictamos para disuadir a los malhechores no surten el efecto deseado, es un fracaso para nosotros.

Su padre seguramente opinaría lo mismo si un visitante —sobre todo un visitante importante— sufría algún daño injustificado a manos de sus súbditos. Decidió que ese hombre le caía bien. Era amable y la trataba con respeto, como a una adulta.

—En ese caso, agradezco tus disculpas —dijo, preguntándose si estaba logrando expresarse como una persona mayor—. ¿Qué querías enseñarme? —inquirió.

Él señaló el suelo.

—No te ofendas; es fruto de la fantasía de un artista que nunca tuvo contacto con vuestro pueblo.

Imi bajó la mirada. Estaban de pie sobre una pintura del mar, visto desde arriba, con las aguas totalmente tranquilas. El espacio azul estaba repleto de peces, algunos de los cuales nadaban de costado para lucir su colorido. Corales y algas crecían en la orilla de forma poco realista. Bajo sus pies había una mujer pisatierra con cola de pez en vez de piernas. Su cabellera, de color amarillo claro, se arremolinaba en torno a su cuerpo para ocultar sus pechos y su entrepierna.

A Imi se le escapó una risita y de inmediato se tapó la boca.

Nekaun rio entre dientes.

—Sí, es muy ridículo. Pocos pisatierra han visto alguna vez a un elay. Como lo único que saben es que vivís en el mar, se imaginan que sois mitad peces, mitad humanos. —Meneó la cabeza—. Por eso el hombre que te compró te trataba como a un ser infrahumano.

Ella asintió, aunque no entendía por qué aquel dibujo podía llevar a una persona a pensar que otra no era humana. Si alguien poseía dedos, llevaba ropa y hablaba, tenía que serlo. Ella nunca habría tomado a un pisatierra o un siyí por un animal.

Nekaun dio un paso a un lado.

—Ven conmigo. Hay otra cosa que quiero mostrarte.

Imi caminó junto a él mientras se dirigía con andar tranquilo hacia una puerta que había en una de las paredes. Imenja los seguía a pocos pasos de distancia.

—La gente de otros países también cree cosas extrañas sobre mi pueblo —dijo Nekaun—. Como ven que tenemos algunos esclavos, suponen que esclavizamos a quien nos viene en gana. Solo privamos de libertad a los criminales. Esclavizar a un inocente es un delito grave. Aunque el hombre que te compró no era de este país, conocía la ley.

—¿Es eso lo que le ha ocurrido? ¿Lo habéis convertido en esclavo?

—Sí.

Ella asintió para sí. A su padre le habría parecido bien.

—Tenemos otras costumbres que los extranjeros malinterpretan. Algunos de nuestros ritos requieren que respetemos la intimidad de los participantes. Como guardamos discreción al respecto, los extranjeros creen que los ritos son vergonzosos o inmorales. —La miró con expresión triste—. No olvides esto, si algún día oyes a otros pisatierra difundir rumores parecidos sobre nosotros.

Imi asintió. Si algún pisatierra le decía que la gente de Nekaun era mala, ella lo desmentiría.

Atravesaron la puerta y entraron en una habitación más sencilla. Los cuadros en las paredes representaban a grupos de personas. En cada uno aparecían un hombre, una mujer y un niño. Cada persona llevaba un atuendo ligeramente distinto, y tenía la tez y el cabello de colores diferentes. Una de las familias estaba dotada de alas grandes con plumas. De pronto, ella comprendió por qué los siyís de la otra sala le habían parecido extraños. Se llevó la mano a la boca.

—Sí —dijo Nekaun, aunque esta vez ella no había emitido sonido alguno—. No nos habíamos percatado hasta hace poco de lo inexacta que es esa pintura. Me estoy planteando si mandar que la arreglen o no. —Bajó la vista—. Aunque no es eso lo que quería que vieras. Fíjate en el suelo. El dibujo representa un mapa de toda Ithania.

Ella miró hacia abajo y se le cortó la respiración. Grandes formas flotaban en el centro de un suelo azul. Estaban repletas de figuras de montañas, lagos, ciudades insólitas al aire libre y comunicadas entre sí por caminos de tierra. Nekaun señaló una silueta grande semejante a una punta de lanza.

—Es Ithania del Sur. —Se acercó al lugar donde la punta de lanza se unía con una forma mucho más grande y apuntó con la sandalia a una ciudad—. Nosotros estamos aquí: en Glymma.

—¿Dónde está Borra?

—No lo sé con exactitud. Esperaba que tú me lo indicaras.

Ella sacudió la cabeza.

—Nunca he contemplado el mundo desde arriba. Es tan… Jamás había visto algo parecido.

—Entonces tal vez tardemos más de lo que habíamos previsto en llevarte de vuelta a tu hogar.

—¿Por qué no preguntáis a los saqueadores dónde me encontraron?

Él soltó una risita.

—Ojalá pudiéramos, pero no hemos hallado el menor rastro de ellos en el puerto de Glymma. O se marcharon después de venderte, o decidieron huir en cuanto se enteraron de tu rescate y de los problemas que ocasionó a vuestro comprador. Necesitamos que nos digas dónde está tu hogar, Imi.

Ella examinó el mapa con atención, buscando algo que le resultara familiar. Las figuras de unos siyís en una zona montañosa atrajo su mirada. Se acercó a la costa. Se tardaba unos días en alcanzar Si a nado desde Borra.

—En el mar, en algún sitio al sur de Si —dijo.

—El sur es esa dirección —señaló él.

Cuando Imi contempló aquella enorme extensión azul, se le cayó el alma a los pies. No había islas marcadas. ¿Cómo se suponía que iba a mostrarles la ubicación de Borra si no aparecía en el mapa? «Pues claro que no aparece en el mapa —pensó—. ¡De lo contrario, no tendrían que preguntarme dónde está!».

—¿Tu pueblo ha tenido tratos con los siyís? —inquirió Imenja.

Imi alzó la vista hacia la mujer y asintió.

—Comerciamos con ellos.

—¿Sabrían ellos dónde está tu hogar?

—Tal vez. Si no lo saben, podría quedarme con ellos a esperar la siguiente visita de los mercaderes elay. No… No sé con qué frecuencia viajan hasta allí. —Imi bajó la mirada hacia el mapa y sintió una punzada de nostalgia. Había recorrido un largo camino, y ahora que era libre de volver a casa no sabía muy bien cómo llegar.

—Bien, eso es lo que haremos —afirmó Imenja.

Imi notó que la esperanza renacía en su interior.

—¿De verdad?

—Sí. Te llevaremos a casa, Imi —le aseguró Nekaun—. En cuanto podamos. Imenja dice que dentro de unos días te habrás recobrado lo suficiente para partir.

Ella posó en él los ojos, centelleantes de entusiasmo.

—¿Tan pronto?

Nekaun sonrió.

—Sí. Imenja te llevará en uno de nuestros barcos. Hará todo cuanto esté en su mano para que vuelvas con tu padre y tu pueblo.

Parpadeando para contener las lágrimas, Imi dedicó una sonrisa a Imenja y Nekaun, abrumada por la gratitud.

—Gracias —musitó—. Muchas gracias.

El hombre respiraba de forma dolorosa y anhelante. Auraya se sentó sobre sus talones y exhaló un largo suspiro. Había imaginado que se encontraría con una versión más fuerte de la devoracorazones, pero no con una tan virulenta. Todos los miembros de la tribu estaban o habían estado enfermos de gravedad. Algunos habían superado la peor fase, pero solo gracias a la ayuda de Leiard.

«Wilar», se corrigió ella.

Ahora que se había recuperado de la sorpresa por haber topado con él en Si, había empezado a especular sobre la presencia del tejedor de sueños en ese lugar. Era imposible que él estuviera enterado de la peste antes de viajar a Si. El brote de la enfermedad entre los siyís se había producido solo un par de semana antes, y él habría tardado meses en llegar a la aldea desde fuera del país. Lo que significaba que seguramente ya se encontraba allí antes.

«¿Por qué? Entiendo que quisiera permanecer alejado de Jarime y Juran, pero dudo que fuera necesario que cambiara de nombre y de aspecto y que se marchara a vivir a uno de los lugares más remotos de Ithania del Norte. ¿Temía que nuestro amorío se convirtiera en la comidilla de todo el mundo y que alguien intentara hacerle daño? ¿Tenía miedo de que yo pretendiera castigarlo por su infidelidad?».

Ella quería hacerle muchas preguntas, pero eso significaba abordar temas espinosos. Las respuestas habrían sido fáciles de averiguar. Ella habría podido leerle la mente, pero era imposible. Él tenía la mente protegida. Auraya nunca se había encontrado con alguien capaz de eso. ¿Había sabido desde siempre cómo hacerlo, o era algo que había aprendido recientemente? ¿Podían otros tejedores adquirir este conocimiento de él? ¿Y si todos ellos aprendían la manera de ocultar sus pensamientos? Los Blancos perderían una de las ventajas que tenían sobre ellos.

Al acordarse del hospital, la asaltó un sentimiento de culpa. Saber que estaba luchando por despojar de su poder a los tejedores de sueños hacía que le resultara más difícil darle la cara a Leiard. Era otra razón por la que lo evitaba y le enviaba mensajes, primero a través de Tyve y luego por medio de Rit.

Mandaba llamar a Leiard más a menudo de lo que habría querido. Una de las medicinas que él administraba daba mejores resultados para expulsar las mucosidades de los pulmones de las víctimas que cualquiera de las que ella había traído consigo. Unas horas antes, una paciente que deliraba a causa de la fiebre había insistido en que no la atendiera nadie más que «el hombre de los sueños». Ahora, ella tenía que enviar de nuevo a alguien a buscarlo.

El paciente que tenía delante, un padre de familia de mediana edad, se agravaba a ojos vistas. Los esfuerzos de su cuerpo por combatir la enfermedad eran lastimosos. Ella estaba segura de que moriría pronto, pero le parecía prudente dejar claro a los siyís que el sanador compartía su dictamen. Si un paciente al que ella atendía fallecía, tal vez los demás decidirían también que solo querían ser tratados por el tejedor.

Al oír un golpe sordo a su espalda, se volvió y dirigió la vista al exterior de la enramada. Rit estaba fuera, de pie sobre la plataforma, tosiendo por lo bajo. Tenía la atención puesta en Leiard, que pendía de una correa sujeta a las gruesas cuerdas tendidas entre esa plataforma y otra que estaba más a la derecha. El tejedor de sueños se deslizaba hacia delante agarrándose de las cuerdas gruesas y tirando de ellas. Cuando llegó al entarimado, ella advirtió que tenía las manos enrojecidas y en carne viva. Su morral colgaba de un cordel que llevaba atado a la cintura.

Rit lo ayudó a subir a la plataforma y luego a soltarse de la correa. Sin perder un segundo, Leiard entró en la enramada. Sus ojos se fijaron en los de Auraya por un momento, pero su expresión severa no se suavizó. Se inclinó junto a ella, posó la mano en la frente del hombre y cerró los ojos.

Esto despertó en Auraya un recuerdo inesperado de las pocas ocasiones en que había visto dormir a Leiard. Un anhelo que creía olvidado se apoderó de ella, haciendo que apretara los dientes. «No es más que una reminiscencia del deseo que sentía en otra época». Se obligó a pensar en las noches de placer que había pasado con Chaia. Sacudió la cabeza. Eso la distraía demasiado, cuando debía concentrarse en el paciente.

Al bajar la vista, se estremeció de sorpresa y esperanza. Aunque el hombre aún tenía la piel pálida, la lividez de sus labios y sus dedos había desaparecido. Sus resuellos habían cedido el paso a una respiración más tranquila y profunda.

«¿Cómo es posible? —se preguntó—. Le proporcioné toda la fuerza que me fue posible por medio de la magia, pero su organismo no luchaba contra el mal que lo aqueja. Había hecho estragos en él. Leiard no puede estar creando carne allí donde ha sido corroída. No puede estar logrando que el cuerpo combata a la enfermedad. No puede estar destruyendo la enfermedad en sí».

¿O sí? Las habilidades sanadoras de los tejedores de sueños eran superiores a las de los circulianos. Cuando era niña, Leiard solo la había iniciado en los remedios, no en los métodos de sanación de los tejedores. Desde entonces, no se le había presentado la ocasión de observar a un tejedor tratar a un hombre tan enfermo como aquel.

La recorrió un escalofrío de emoción. Si los tejedores sabían cómo regenerar la carne dañada, conseguir que el organismo luchara contra una dolencia o eliminar la dolencia en sí, los sacerdotes podían aprender de ellos esta habilidad. Esto permitiría a los sanadores circulianos salvar innumerables vidas.

«Tal vez no debería rehuir a Leiard —pensó—. Tal vez debería intentar reclutarlo…, de nuevo. —Torció el gesto al pensarlo—. Es una pena que no pueda leerle la mente, pues de lo contrario averiguaría ahora mismo cómo lo ha hecho y podría seguir evitándolo».

Leiard inspiró lenta y profundamente y exhaló. Apartó la mano de la frente del hombre y se irguió. De entre las sombras, donde había estado aguardando en silencio, emergió la esposa del hombre. Ella apenas había salido de la convalecencia. En sus manos tenía una hogaza redonda y plana.

—Come, Wilar —le dijo—. Rit me dice que no te ha visto probar bocado ni dormir.

Leiard posó la vista en la mujer y luego en Auraya. La mujer siguió la dirección de su mirada.

—Tú también, señora, por supuesto —añadió.

Auraya sonrió.

—Gracias. —Escrutó el rostro de Leiard. Tenía bolsas oscuras bajo los ojos—. Es verdad que parece necesitarlo.

Tras vacilar por un momento, Leiard se volvió hacia Rit.

—Ve a ver cómo sigue Vice —le ordenó. El muchacho asintió y se alejó volando.

Mientras el tejedor de sueños se sentaba, la mujer partió el pan y entregó un pedazo a cada uno. Estaba duro. Seguramente a ella no le había sido posible preparar comida desde hacía días. Muchos siyís debían de estar quedándose sin provisiones frescas.

«Debemos hacer algo al respecto», pensó Auraya.

—¿Cómo puedo ayudarlo? —preguntó la mujer, mirando a su esposo.

—No dejes de aplicarle la esencia —le indicó Leiard.

—¿Se pondrá bien?

—Le he dado una segunda oportunidad. Si no mejora, quizá tenga que aislarlo hasta que los otros miembros de la tribu se hayan recuperado.

—¿Por qué? —preguntó Auraya.

Él clavó los ojos en ella.

—Correrá peligro de contraerla otra vez.

Ella le sostuvo la mirada.

—¿De modo que estás destruyendo la enfermedad dentro de su cuerpo?

—Solo cuando es necesario —admitió él, claramente de mala gana.

—No conozco a nadie más que sea capaz de hacer eso. Posees más habilidades de las que creía.

Él desvió la vista.

—Hay muchas cosas que no sabes sobre mí.

La mujer arqueó las cejas al oír su tono hosco. Se levantó con brusquedad y salió de la habitación. Auraya contempló a Leiard. Su expresión distante la irritó.

—¿Como cuáles? —inquirió—. O debería preguntar: ¿qué otras?

El tejedor le lanzó una mirada fría, pero la suavizó al ver sus ojos fijos en él.

—Lo siento —murmuró—. Sabía que me buscarías. Debería haber sido más… considerado respecto al lugar y la situación en que podías encontrarme. Era la única manera de asegurarme de que no intentaras un acercamiento. No me fiaba… de mí mismo. Dudaba de mi fuerza de voluntad para marcharme.

Ella se quedó mirándolo, atónita.

Leiard estaba pidiendo disculpas. Y lo más sorprendente era que ella aceptaba sus disculpas en su fuero interno. Aún estaba dolida por el modo en que él había huido de ella para meterse en la cama de una prostituta, pero ahora tenía que reconocer que había entendido sus motivos desde un principio. Ella había sido incapaz de terminar con su relación, pese a que era consciente de las consecuencias negativas que podía tener.

«¿Lo estoy perdonando? En caso afirmativo, ¿qué significaría eso para nosotros? —Apartó la vista—. Nada. No podemos volver a empezar. No podemos estar juntos. Además, ¿por qué querría estar yo con él? Tengo a Chaia».

Leiard la observaba con detenimiento. Una expectación tensa se palpaba en el ambiente.

Unos ruidos en la habitación contigua le recordaron la presencia de la mujer siyí. «¿Nos habrá oído?». Al concentrarse, Auraya percibió curiosidad y desconcierto. A la mujer lo poco que había oído le parecía incomprensible.

—Ya… ya entiendo —dijo Auraya—. Eso es agua pasada. En fin, Lei…

—Wilar —la interrumpió él.

—De acuerdo, Wilar. ¿Cómo es que tienes la mente bloqueada?

Él adoptó de pronto una expresión reservada. Auraya sintió una chispa de atracción, para su disgusto. «Es por su aura de misterio —pensó de repente—. Me intriga. Los demás son demasiado transparentes para mí. Podría saberlo todo sobre ellos si quisiera, mientras que con Leiard siempre he tenido la sensación de que hay más cosas por descubrir, incluso cuando podía explorar su mente. Ahora que no puedo, me pica aún más la curiosidad».

—Una vieja amistad me enseñó el truco. No me había parecido necesario utilizarlo hasta hace poco.

«¿Una vieja amistad?». Ella sonrió al intuir a quién se refería.

—¿Sigue acechando Mirar en el fondo de tu mente?

Él torció los labios en una sonrisa irónica.

—No.

—Ah. Me alegro. Querías deshacerte de él.

El tejedor asintió, sin quitarle los ojos de encima. Un golpe seco en el exterior de la enramada llamó su atención. Rit se encontraba fuera.

—El estado de Vice vuelve a empeorar.

Con el ceño fruncido, Leiard se levantó.

—Gracias por la comida —le dijo a la mujer. Acto seguido, sin una palabra de despedida, salió con paso decidido, se colocó la correa que Rit sujetaba para él y se alejó deslizándose.