43
Por una vez Auraya deseó poder volar a cielo abierto sin atraer a una multitud de siyís ansiosos por darle la bienvenida. Sus reverencias le parecían fuera de lugar, no se sentía digna de ellas.
Al tocar tierra, la portavoz Sirri fue a su encuentro y le ofreció el agua y los pastelillos tradicionales. Pero antes de que pudiera llevárselos a la boca, algo corrió hacia ella a toda velocidad y saltó a sus brazos, tirando al suelo la taza y el pastel.
—¡Travesuras! —exclamó ella—. ¡Qué maleducado! —El viz se contoneó excitado. Era imposible regañarlo de manera convincente. No lo veía desde hacía mucho, y de pronto le pareció agradable ser objeto de unas muestras de cariño simples, incondicionales.
—Ohuaya de vuelta —dijo él—. Ohuaya quedarse.
—Muy bien, Travesuras. Auraya quedarse. Y ahora…, ¡puaj! ¡Para!
Alcanzó a ver una lengua rosa avanzando hacia ella, pero fue demasiado tarde para evitarlo. Levantó al viz y lo sostuvo a cierta distancia de ella para impedir que siguiera lamiéndola, y al mirar más allá vio que Sirri se había tapado la boca con la mano para contener una carcajada.
Auraya soltó una risita avergonzada y miró a su alrededor, sorprendida al oír risas que llegaban de todas partes.
—Lo siento, portavoz Sirri —se disculpó—. Últimamente he descuidado un poco su formación; tiene un talento especial para aprender hábitos malos.
—Creo que lo aprendió de los niños —dijo Sirri en tono de disculpa, revelando una amplia sonrisa al retirar la mano—. Lo adoran.
Travesuras empezó a forcejear, ansioso de pronto por volver al suelo. Auraya lo dejó bajar, pero suspiró en voz alta cuando el viz se lanzó sobre el pastelillo, lo que volvió a provocar la risa de los siyís. Auraya sintió cariño hacia ellos. En lugar de ofenderse por la interrupción de la ceremonia, la situación les parecía graciosa.
—¿Te piensas quedar? —preguntó Sirri—. ¿Te gustaría cenar conmigo en mi enramada?
—Sí, me encantaría. —Auraya cogió a Travesuras y lo sentó sobre sus hombros—. ¿Cómo están las cosas aquí?
—Hablemos de ello de camino a tu enramada —dijo Sirri, empezando a caminar. Auraya se situó a su lado. Sirri permaneció en silencio hasta que se hubieron alejado de los siyís.
—Mensajeros de la tribu de la Arena nos han informado de la presencia de un barco pentadriano en la costa, y de que te alertaron.
—Lo hicieron, pero hacía mucho que el barco se había ido cuando llegué —dijo Auraya, asintiendo.
—Hemos tenido varios casos nuevos de devoracorazones desde que te marchaste. Vinieron de la tribu de la montaña del Templo, diciendo que tú los habías enviado. Han sido aislados y los sacerdotes están cuidando de ellos.
Auraya suspiró.
—Dije al portavoz que solo enviara a aquellos que habían estado enfermos y se habían recuperado lejos de la montaña. ¿Qué hay de las otras aldeas?
—Incluso las tribus más lejanas están enviando mensajes de petición de ayuda. Temo que no podrás llegar a todas a tiempo. Y la tribu del lago Azul nos ha hecho saber que el tejedor Wilar ha desaparecido.
Al oír el nombre, Auraya sintió que un escalofrío le bajaba por la espalda. Por los pensamientos de Sirri supo que la portavoz no conocía la razón de la desaparición de Mirar, pero el mensajero de la tribu del lago Azul había especulado con la posibilidad de que se hubiera producido una discusión entre Auraya y Mirar.
—Sé que se ha ido —dijo ella cuidadosamente—. Y sé por qué, pero no puedo hablar de ello excepto para decir que ojalá no hubiera tenido la necesidad de marcharse, y que no hay nada que pueda hacer para ayudarlo.
«Excepto no hacer nada», dijo en silencio.
Sirri sintió curiosidad, pero no verbalizó ninguna de las preguntas que tenía en mente. Habían llegado a la enramada de Auraya. Travesuras saltó al suelo desde el hombro de Auraya y corrió hacia el interior.
—Es una lástima —dijo Sirri—. Si no lo puedes ayudar tú, ¿quién lo puede hacer?
—Solo él. —De golpe, ella recordó a la amiga que había visto en la mente de Mirar. ¿Lo volvería a amparar la mujer que lo había ayudado a recuperar su identidad?
Sirri sonrió y dio unos pasos hacia atrás.
—Tenemos mucho de que hablar esta noche. ¿Qué harás ahora?
—Convencer a Travesuras de que se quede aquí e ir a visitar a los recién llegados.
Sirri asintió. Mientras la portavoz se alejaba, Auraya entró en su enramada. Miró a su alrededor y vio el tazón de fruta y el jarro de agua fresca sobre la mesa. Dio las gracias en silencio a quienquiera que hubiera preparado el lugar para su regreso. Y que hubiera cuidado de Travesuras.
El viz había trepado a la cesta colgante que utilizaba a modo de cama. Asomó la nariz, y luego se encaramó en el borde y saltó a los hombros de ella.
—Creo que pesas más que antes —le dijo ella—. ¿Estás engordando? —Le rascó bajo la barbilla.
—Travsras gordando —convino él.
Ella se rio. Él había reconocido la palabra siyí para «engordar», aunque estaba claro que no la entendía. La gente debía de haberla pronunciado en su presencia lo suficiente como para que él la asociara consigo.
—¿Has estado incordiando a la gente para que te dé comida? —le preguntó.
No respondió. Tenía los ojos cerrados en reconocimiento por las caricias.
—Ahora Travesuras quedarse. Auraya ir y…
:¿Dónde está? Ah. Aquí.
Ella se quedó helada. La voz era de Chaia. El corazón empezó a latirle con fuerza. Travesuras saltó de sus hombros y se volvió para mirarla con los bigotes crispados. Podía sentir su agitación, pero no la fuente. Luego empezó a formarse un brillo en el centro de la habitación, y el viz huyó al dormitorio.
Auraya tragó saliva al ver que el brillo adquiría la forma de un hombre. Chaia sonreía, comprobó con alivio.
:Hola, Auraya.
:Hola, Chaia, correspondió.
:¿Me has echado de menos?
Ella lo miró durante unos instantes, sin saber qué responder. No era la pregunta que había esperado. Su sonrisa era el tipo de expresión juguetona que solía adoptar cuando se ponía cariñoso, pero, por alguna razón, eso la inquietaba y le producía rechazo. Cuando él empezó a acercarse, ella tuvo que contener el instinto de retroceder.
:Es un poco difícil echar a alguien de menos si no estás segura de que te gustará lo que hará o lo que te pedirá cuando vuelva, dijo, tal vez con demasiada brusquedad.
Su sonrisa se ensanchó y extendió el brazo para acariciarle la mejilla.
:Lo es. Pero dejando eso a un lado, ¿no echas en falta nuestras noches juntos? ¿No extrañas mis caricias?
Cuando sus dedos recorrieron su piel sintió un delicioso hormigueo, seguido de un escalofrío bajando por su espalda.
:Sí —admitió—. Un poco.
:¿Solo un poco? —dijo él, haciendo un mohín—. ¿No he sido lo bastante atento contigo?
Ella no pudo contener la sonrisa.
:Has sido más que atento. —Retrocedió unos pasos, poniéndose fuera de su alcance—. Pero eso solo era placer físico, Chaia. Lo echo de menos. A veces incluso lo ansío. Pero…
:¿Pero? —Arqueó las cejas—. No me echaste de menos, ¿verdad? ¿No me amas?
Ella esquivó su mirada. Ahora que le hacía la pregunta, supo que él tenía razón.
:No del modo en que se aman los humanos. No en el modo…
:En que amas a Mirar, concluyó la frase, ya sin rastro de sonrisa en la cara.
Ella se indignó por un momento.
:No. Nada como lo que siento por Mirar. ¿Es lástima lo que quieres?
Él la miró a los ojos, y sonrió.
:Supongo que eso es lo que pedí. Y sé que no me amas como una vez amaste a Leiard. —Entornó los párpados—. ¿Qué sientes por mí?
Ella reflexionó por unos instantes.
:Algo entre el amor a un dios y el amor a un amigo. Creo… Creo que somos muy distintos.
:Siempre te he tratado como a un igual cuando estábamos solos. Tú has hecho lo mismo.
:Sí, pero no se trata de fingir que somos iguales. —Ella sacudió la cabeza. Un movimiento en la entrada del dormitorio llamó su atención. Travesuras los observaba—. Tal vez es tan inverosímil como esperar que Travesuras sienta un amor romántico por mí. Él es un viz, yo soy humana. Los dioses y los humanos pueden parecerse más entre sí que los humanos y los vices, pero no mucho más. Vemos el mundo de forma muy distinta, tanto que no podemos obtener el uno del otro lo que obtenemos de nuestra propia especie. Yo… —Levantó la vista hacia Chaia—. Pero esto es algo que ya sabes. Puedes leer mi mente.
:Solo puedo ver lo que es, no lo que aún no has decidido.
Ella sintió que el pulso se le aceleraba.
:Entonces puedes ver lo que he decidido sobre otras cuestiones. ¿Qué vais a hacer los otros dioses y tú?
Él se encogió de hombros, ahora con expresión seria.
:Aún no hemos tomado una decisión.
:¿Por qué no?, preguntó ella, frunciendo el ceño.
:No siempre coincidimos en todo, Auraya. Sus labios se curvaron en una sonrisa torcida.
:Entonces ¿qué opciones consideráis?
:Ah —respondió él—. Eso sería revelar demasiado.
Y desapareció. Auraya sintió rabia y frustración.
:¿Chaia? —Percibía que él continuaba en la habitación—. ¡Chaia! Sé que todavía estás aquí. Siento tu presencia.
:Lo sé. —Él se alejó, pero antes de que se desvaneciera por completo de sus sentidos, le dijo unas palabras como arrastradas por el viento—: Esperaba tu negativa, Auraya. Que sepas que te has granjeado un enemigo entre los dioses.
Y después su voz se extinguió. Ella le dio vueltas una y otra vez, preguntándose si se había referido a su negativa a matar a Mirar, o a su admisión de que no lo amaba como a un humano. ¿Cuál de los dioses se había convertido en su enemigo: Chaia u otro?
Imi daba vueltas lentamente por su habitación, tocándolo todo. Lo había hecho varias veces durante los últimos días, no sabía si para tranquilizarse tomando consciencia de que realmente estaba en casa o para recordarse lo mucho que todo había cambiado.
Las tallas en los ángulos de las paredes nunca le habían interesado como ahora. De niña le habían gustado por lo que representaban: elay famosos, la diosa Huan, criaturas del mar. Ahora podía apreciar la calidad del trabajo y se preguntaba cuánto pagarían los pisatierra por obras como esas.
¿Y qué más podían venderles los elay?
Aunque en el pasado no le había gustado llevar las joyas formales que lucían los adultos, ahora elegía cuidadosamente una pieza de su cofre cada día. Exhibía sus juguetes favoritos en un estante, pero no jugaba con ellos. En lugar de eso, hacía a Teiti preguntas interminables sobre la historia de los elay, sobre los pisatierra que habían atacado o engañado a los elay en el pasado, o sobre la magia y la diosa. Cuando su tía no podía responder a las preguntas, Imi la mandaba a buscar respuestas, o exigía ver a gente que pudiera saciar su curiosidad.
—Y los pisatierra tienen dones, incluso pequeños. ¿Por qué no los tenemos nosotros? —había preguntado al hechicero de palacio, un viejo desagradable y jadeante cuya piel le colgaba de los huesos como un atuendo.
—Los registros más antiguos narran cómo Huan eligió a los hombres y las mujeres con dones débiles para que se convirtieran en elay —le había respondido él—. Eran menos resistentes a los cambios que ella provocaba en ellos.
—¿Resistentes? ¿No querían convertirse en elay?
—Sí, pero los que tenían poderes mágicos revertían los cambios sin proponérselo.
—¿Y qué hay de los elay que en la actualidad tienen dones? ¿Dejan de serlo?
Él se había encogido de hombros.
—Solemos enfermar con mayor facilidad y envejecer más rápido.
—¿Les ocurre lo mismo a los siyís?
Él había asentido.
—Sin embargo, a ellos les ha ido mejor. Tienen unos cuantos hechiceros con dones relativamente poderosos. Al menos los tenían hace diez años, la última vez que los visité.
—¿Por qué les ha ido mejor?
—No lo sé —había admitido él—. ¿Por qué no se lo preguntáis a la sacerdotisa superior?
Ella había seguido su consejo. La sacerdotisa superior, una mujer de la edad de Teiti, le había dicho que las cosas eran tal como las había previsto Huan.
—Así que ¿no quiere que cambiemos?
—No necesariamente. Podemos cambiar, pero si empezamos a hacerlo de forma contraria a sus designios, intervendrá. Ya lo ha hecho en el pasado.
Imi había pensado unos segundos en la respuesta, y después le había hecho una pregunta que llevaba tiempo incomodándola.
—Solo seguimos a Huan. ¿Qué hay de los otros dioses? ¿Por qué no los veneramos?
—Porque somos obra de Huan.
—¿Y no nos deja seguir a otros dioses además de a ella?
La sacerdotisa había arqueado las cejas al oír la pregunta, pero no en señal de sorpresa. Imi se había enfrentado decidida a su gesto de desaprobación.
—¿Cómo son los otros dioses?
—A Chaia siempre se lo había conocido como el dios de los reyes, a Yranna como a la diosa de las mujeres y a Saru como al dios de la riqueza.
—Hablas como si ya no lo fuesen.
—Abandonaron sus antiguos títulos después de la Guerra de los Dioses. Pero estos títulos siguen siendo una indicación de su naturaleza. Chaia tiene el carácter de un líder, y es sabio en todo cuanto corresponde al manejo del poder.
Imi había asentido.
—¿Y los dioses pentadrianos?
—No sé nada sobre ellos —había respondido la sacerdotisa con gesto desdeñoso—. Se dice que solo cinco deidades sobrevivieron a la Guerra de los Dioses, y que en algunas tierras la gente aún adora a dioses muertos como si fuesen reales.
—La Servidora Reivan me contó que una vez oyó a su dios hablándole en su mente. Parece lo bastante real.
—Podría haberlo imaginado. —La sacerdotisa se había encogido de hombros—. No sé nada sobre estos dioses pentadrianos, ni falta que hace. Huan es nuestra diosa y creadora. No necesitamos más.
—No, pero estaría bien saberlo todo sobre los dioses de otros pueblos.
—¿Por qué?
—En caso de que Huan decida que debemos cambiar —había respondido Imi—. O en caso de que empecemos a cambiar y Huan no se oponga.
—Dudo de que aprobara el culto a los dioses de otros pueblos.
—No creo que ningún elay lo quiera, pero pueden cambiar otras cosas, a veces sin que lo deseemos. Deberíamos estar preparados para enfrentarnos a lo que fuese.
—Algún día seréis una buena reina —dijo la sacerdotisa, sonriendo.
El recuerdo despertó en Imi una irónica sensación de orgullo. Casi había terminado de hacer el circuito de la habitación. Mientras caminaba hasta el siguiente estante, oyó que tocaban la puerta y se detuvo. Teiti salió de su pequeña estancia dentro de la cueva de Imi y abrió la puerta, frunciendo el ceño al ver al niño que aguardaba en el umbral.
—Pasa, Rissi.
El chico pasó junto a Teiti y se encaminó hacia donde estaba Imi. Se detuvo a unos pasos de ella e hizo una reverencia.
—Princesa —dijo—. He venido a informarte sobre mis hallazgos.
Teiti aprobó la formalidad con un gesto y se dirigió a su cuarto. Imi dedicó una sonrisa a Rissi. Después de suplicárselo durante todo el día, su padre finalmente había aceptado que varios meses de prisión eran castigo suficiente para el chico que la había conducido a las islas donde la habían raptado. Rissi no se había enfadado con ella por crearle problemas. En lugar de ello, se había deshecho en disculpas por no haber sido capaz de evitar el secuestro. Y había ido todos los días al palacio a averiguar si había algo que pudiera hacer para enmendar su error.
Teiti había sugerido que Imi pensase en algo útil que encargarle, pues, aunque inmerecido, el sentimiento de culpa estaba acabando con él. Eso había dado a Imi la idea de enviar al chico en busca de información. Su padre utilizaba la habitación de los tubos para escuchar las conversaciones de los habitantes de la ciudad y saber qué opinaban sobre su regencia; ella utilizaría a los niños.
Rissi había pedido a otros niños que hiciesen una pregunta a sus padres. Debía contar las respuestas y transmitirle los resultados.
La pregunta era: ¿debían los elay ser amigos del pueblo que había rescatado a la princesa Imi?
—¿Cuál fue el resultado? —inquirió Imi con una sonrisa.
—Un empate —contestó él—. Algunos dijeron que la respuesta fue «sí», y un número similar informó de que fue «no». Unos cuantos no obtuvieron respuesta, o no la entendieron, o sus padres no se decidieron.
—Así que la mitad de las respuestas definitivas fue «sí» y la otra mitad «no» —reflexionó Imi en voz alta—. Sin que nadie haya cambiado de opinión hasta ahora.
—No piensas convencer a tu padre de que entable amistad con los pisatierra, ¿verdad?
—¿No te gusta la idea?
El muchacho negó con la cabeza.
—Los pisatierra te secuestraron y te pusieron a trabajar como una esclava. Son peligrosos.
—No todos —puntualizó Imi—. Los pentadrianos fueron amables conmigo.
Él sacudió la cabeza en señal de desacuerdo, pero no dijo nada.
—¿Por qué no me crees? —preguntó ella.
—No es que no te crea, pero…
—¿Pero?
Él frunció el ceño.
—Solo hace falta un malo entre los buenos para que acaben con nosotros.
—No si no los traemos aquí. Podemos hacer los trueques en otro lugar. E insistir en que solo se presenten unos cuantos. Incluso podemos hacer que nos dejen sus mercancías en algún punto, y dejar después las nuestras a cambio.
—¿Y si vuelven y nos atacan? ¿Y si los asaltantes se llevan las mercancías?
—Debemos tener una ruta de escape rápida. Recuerda que no pueden nadar como nosotros. Tenemos que dejar de correr y ocultarnos, tenemos que ser capaces de enfrentarnos y defendernos.
—Tenemos nuestros guerreros.
—Que solo pueden luchar uno contra uno. Necesitamos algo más que eso. Necesitamos arqueros. Y también fortificaciones. Y magia.
Rissi se estremeció.
—No me gusta. Vivimos seguros aquí desde hace muchas generaciones. ¿Por qué cambiarlo?
—Porque no estamos creciendo, Rissi. Fíjate en los siyís. Son miles. Nosotros no hemos hecho más que hacinarnos aquí. Tenemos que volver a vivir en las islas. Necesitamos espacio si queremos crecer —suspiró—. Mi padre ha empezado a hablar de encontrarme un marido en unos años. Pregunté a Teiti en quién estaba pensando él, y solo hay cinco jóvenes de edades parecidas a la mía. Todos ellos son primos, y ninguno me gusta realmente.
—Puede que en unos años cambies de idea —sugirió Teiti desde su habitación.
—Aunque también dijo que podría casarme con un líder guerrero, si el candidato le impresionaba lo bastante, para aportar sangre nueva a la familia —añadió Imi, pasando por alto el comentario de Teiti.
La expresión de Rissi era una mezcla de diversión y espanto.
—¿Un marido? ¿Tan pronto?
Ella asintió.
—Creo que estaba intentando desviar la atención del tema de los pisatierra.
El chico soltó una risita.
—Es probable. Por lo que he oído, desde que has vuelto no has parado de hablar de los pentadrianos y del comercio de los elay con los pisatierra.
Ella frunció el ceño.
—¿Crees que los otros se han enterado también? ¿Crees que eso ha afectado sus respuestas?
Él puso los ojos en blanco.
—¿Piensas en alguna otra cosa?
—No cuando me preocupa el futuro de mi reino —respondió ella, irguiendo la espalda.
—¿Ya no juegas? ¿Por qué no bajas al estanque de los Niños?
—Papá me lo prohíbe —admitió ella, después de unos segundos—. No quiere que me mezcle con chicos tontos —añadió con expresión seria.
Rissi bajó la mirada, ruborizándose.
—En ese caso debo marcharme.
A Imi se le cayó el alma a los pies. Echaba de menos la compañía de otros niños. Él era un chico, pero al menos tenía una edad similar.
—No tienes que hacerlo —dijo ella—. No quise…
Él sacudió la cabeza y caminó hasta la puerta.
—Tengo que irme. Tengo que ir al estanque de los Guerreros.
—Vuelve mañana —ordenó ella—. Tengo otra pregunta para que los niños trasladen a sus padres.
—Lo haré, princesa —dijo él, asintiendo—. Adiós.
Cuando el chico cerró la puerta tras de sí, Imi cruzó los brazos y suspiró.
«¿Por qué lo hice? Ahora tendré que pensar en una buena pregunta».