22

El mar se encrespaba bajo el bote como intentando sacudirse de encima un bicho irritante. Cuando una ola amenazó con hacerlo volcar, Emerahl invocó magia para volver a poner el casco en contacto con la superficie. Profirió una maldición cuando una ráfaga de viento le arrojó gotas de lluvia contra la cara.

Cayó en la cuenta de que estaba maldiciendo el mar en una lengua olvidada tiempo atrás, de una época en que los pescadores y los marineros adoraban a deidades marinas. No costaba imaginar, sobre todo considerando la rapidez con que se había desatado la tempestad, que aquella extensión de agua embravecida aún estuviera gobernada por una mente superior, empeñada en librarse de aquella intrusa.

Emerahl soltó un resoplido. «Los viejos dioses han muerto. Esto no es más que un temporal. Debería haber hecho caso al vendedor de barcos, que me aconsejó comprar uno más grande y esperar unas semanas a que cambiara la estación».

En otro tiempo había llegado a conocer bien aquel tramo de costa y sabía interpretar las señales que anunciaban mal tiempo. Sin embargo, en mil años cambiaban muchas cosas. Tanto las corrientes como el clima eran distintos. Incluso el perfil del litoral resultaba irreconocible en algunas partes. Conforme avanzaba a lo largo de la costa, había divisado una extraña sucesión de paisajes tanto familiares como desconocidos. Por fortuna, las colinas que marcaban la frontera entre Toren y Genria aún se alzaban donde debían. A partir de allí, había vuelto la espalda a la costa y navegado mar adentro, tal como Gherid le había indicado.

Una ola reventó encima del bote y la dejó empapada. Extrajo el agua del casco por medio de la magia. Caía una lluvia tan densa que ella apenas alcanzaba a vislumbrar el otro extremo de la embarcación. Debía resistir. No podía izar la vela en aquellas condiciones. No veía dónde estaba, y mucho menos podía localizar su destino o regresar a tierra firme.

Maldijo de nuevo cuando otro golpe de mar estuvo a punto de volcar la barca. El viento sonaba como una voz inhumana. Ella no pudo evitar sentir un atisbo de aprensión supersticiosa. Tal vez no debería blasfemar contra el dios del mar.

«¿Por qué no? No puede hacerme daño —pensó—. Está muerto, como todas las deidades antiguas. Bueno, todas menos las del Círculo». ¿Cabía la posibilidad de que alguno de los cinco que quedaban hubiera aprendido a influir en el mar? ¿Estaría uno de ellos jugando con él en ese momento?

Esta idea no la reconfortaba. Si los dioses eran los causantes de aquello, ¿cuál era su propósito? ¿Habían reparado en la presencia de ella? ¿Intentaban impedir que arribara a su destino? Se aferró al timón. Aunque la lluvia y las nubes espesas ocultaban el sol, una luz grisácea y mortecina conseguía colarse hasta ella. De pronto, esta claridad se esfumó y Emerahl quedó sumida en sombras. Miró en torno a sí, luchando contra un miedo creciente. Cuando vio la causa de las tinieblas, se le heló la sangre. Algo elevado y oscuro se erguía sobre ella.

El temor se disipó en cuanto comprendió de qué se trataba.

«¡La Columna!».

Por azares del destino, la tormenta había impulsado la barca justo hacia el sitio al que ella quería llevarla. Ahora, sin embargo, la corriente la arrastraba en la dirección contraria. Tras echar una ojeada alrededor, se quedó contemplando los remos sujetos a los costados del bote.

«No. No me servirán de nada. He tenido suerte de que el mar no arrojara la barca contra la Columna. Aunque consiguiera acercarme a remo, no podría amarrar el bote. Acabaría saltando en mil pedazos. Esto requiere magia y una concentración absoluta».

Invocó una cantidad considerable de energía y la proyectó en torno a la barca. Tendría que actuar con celeridad en cuanto tuviera el control sobre el bote, o la ola siguiente lo anegaría.

«Arriba».

El estómago le dio un vuelco cuando la embarcación se elevó en el aire, con ella dentro. Dirigió la vista al frente, donde sabía que se alzaba la Columna, ahora invisible debido a la lluvia.

«Adelante».

No fue un viaje cómodo. Tenía que centrar su mente por completo en manejar el bote. Cada golpe de viento o pequeña distracción ocasionaba que la barca se inclinara o descendiera. Incluso su alivio al ver la Columna emerger de la lluvia provocó un movimiento brusco.

«Más cerca».

Se detuvo cuando vio la superficie rocosa debajo de sí.

«Más alto».

El rugido de las olas al estrellarse contra las rocas se atenuó conforme la barca se elevaba. Aparecieron matas de hierbas marinas resistentes que crecían en grietas y recovecos, y más adelante formaban un manto. Había llegado a la cima de la Columna.

«Adelante».

Pasó con el bote por encima de la hierba marina y, a varios pasos del borde del acantilado, lo hizo bajar hasta el suelo.

No había tiempo para relajarse; el viento amenazaba con despeñar la barca. Emerahl salió de un salto, cogió sus pertenencias, clavó unas estacas en el suelo y ató la embarcación.

Una vez que se convenció de que estaba bien asegurada, se enderezó y miró en derredor. Era posible que hubiera aterrizado en un promontorio de la costa que no fuera la Columna que el muchacho le había descrito. Dejó el bote atrás y se acercó con cuidado a la orilla. La densa cortina de lluvia impedía ver el mar más abajo.

Para marcar su posición, Emerahl arrancó tres manojos de hierba, dejando al descubierto la pálida tierra arenosa de debajo, y después caminó de un lado a otro a lo largo del borde. Tras dar cincuenta pasos, topó con la hierba desarraigada. A fin de cerciorarse de que no se tratara de una repetición natural de su señal, se apartó de la orilla. Cuando la barca apareció, ella asintió para sí.

«Sabré si es la Columna de la que me habló el chico si hallo la cueva».

Recorrió el borde del acantilado de nuevo, buscando la parte superior de la escalera que descendía hacia la cueva, pero no encontró el menor rastro de ella. Tras la quinta vuelta alrededor de la isla, se dio por vencida y regresó al bote.

Se sentó e invocó magia suficiente para crear un escudo que la resguardara de la lluvia. La ropa empapada le pesaba sobre el cuerpo. Canalizó un poco más de energía para secarse y entrar en calor. Mientras el agua se evaporaba de su vestimenta y su cabello, sintió un escalofrío.

«Más vale que esta no sea una de esas tormentas de tres días —pensó—. Si dura más de unas pocas horas, intentaré dar otra vez con esa escalera».

¿Y si no la encontraba? Tendría que aguantarse y aguardar a que amainara el temporal. Incluso si utilizara magia para mantener la barca a flote e impulsarla por el agua, le sería imposible saber qué rumbo tomar para regresar a la costa.

Con un suspiro de resignación, abrió su morral y sacó unos frutos secos para tener algo que mordisquear durante la espera.

Todas las mañanas, la luz del amanecer hacía brillar la membrana que constituía las paredes de la enramada. Auraya paseó la mirada por el interior de la pequeña vivienda y suspiró complacida. Era agradable volver a estar en Si.

«¿Por qué me siento como en casa aquí? —se preguntó—. Hacía meses que no estaba tan a gusto. Además, anoche no tuve pesadillas —pensó de pronto. Tenía la sensación de haber dejado atrás muchas preocupaciones: las pesadillas, el hospital—. No había caído en la cuenta de cuánto me desasosegaba el hospital».

Rememoró su estancia anterior en Si. Allí siempre se sentía bien al despertar. «Pero ¿no sería por mis conexiones en sueños con Leiard?».

Leiard. ¿Eran imaginaciones suyas, o la tristeza que siempre la invadía al pensar en Leiard se había mitigado? Ahora le parecía que él formaba parte de la vida de otra persona. Quizá pronto no sentiría nada.

:Espero que no —dijo una voz conocida en su mente—. Sería terrible para ti que dejaras de sentir, ya sea alegría o pena, placer o dolor.

:Me refería a sentir algo por Leiard —le aclaró a Chaia—. Ya lo sabes.

:Siempre sentirás algo hacia él. El tiempo aplacará el dolor. Nada lo alivia tanto como entregarse a sentimientos nuevos.

«Sí —pensó ella—. Nuevos retos, como el de echar a esos pentadrianos de Si».

:No era eso lo que tenía en mente.

Ella esbozó una sonrisa torcida. «Ya lo suponía. Pero ya sabes lo que dicen: el deber va antes que el placer».

:Te tomo la palabra.

Su presencia desapareció de súbito. Auraya sacudió la cabeza. A veces no entendía a Chaia pero, al fin y al cabo, él era un dios y ella no. Se levantó y se acercó a la colgadura que cubría la entrada de la enramada.

—¿Ohuaya vuela?

Volvió la vista hacia Travesuras, que había decidido que una de las cestas que colgaba del techo de la enramada era un lugar apropiado para dormir. Solo su nariz asomaba por encima del borde.

—Sí. Auraya vuela sola. Ir a reunión peligrosa. Travesuras queda aquí. A salvo.

Travesuras meditó sobre esto durante un buen rato, y entonces su nariz desapareció. Desde el secuestro que había sufrido antes de la batalla, se tomaba en serio todas las advertencias de peligro.

Travsras quedar —murmuró.

Aliviada, Auraya salió y dio un paso hacia la Enramada de los Portavoces. De inmediato, un pequeño grupo de niños siyís surgió del bosque y la rodeó. Ella rio sorprendida cuando comenzaron a arrojarle flores. Unos pocos se atrevieron a extender el brazo para tocarle las manos. De pronto, uno de ellos emitió un silbido estridente, y todos se alejaron corriendo. Auraya logró descifrar lo suficiente para comprender que huían prudentemente de un adulto que se acercaba. Al volverse, vio que la portavoz Sirri caminaba hacia ella. La líder de los siyís sonreía.

—Te has convertido en un personaje legendario desde tu última visita. Nuestros bardos han compuesto una canción titulada La dama blanca, que narra cómo derrotas a los pentadrianos sin ayuda.

Auraya soltó una risita.

—Eso es un poco injusto para los otros Blancos.

Sirri se encogió de hombros.

—Sí. Sin embargo, dio toda la impresión de que tú asestaste el golpe final.

—Lo que sucedió fue algo más… complicado —le dijo Auraya a la portavoz—. Los demás atacaban de formas menos visibles. Simplemente quiso la fortuna que me tocara a mí aprovechar el error del enemigo.

—¿Cuando la hechicera se distrajo?

—Sí. —Auraya vio la sonrisa torcida de Sirri y se concentró en ella. Lo que percibió le pareció tan divertido como sorprendente—. ¿Tryss fue el causante de la distracción? ¿Él la atacó?

Sirri asintió.

—Eso afirma él, y no tengo motivos para dudar de su palabra.

—Qué acto de valentía tan asombroso —dijo Auraya con un suspiro, pensando en el joven y tímido inventor del arnés de caza de los siyís.

—No son muchos quienes lo saben. Él no quiere que lo traten como a un héroe después de que tantos murieran. La guerra lo ha cambiado. Creo que se siente culpable por haber ideado algo que permitió que los siyís participaran en un conflicto que acabó con la vida de tantos de los nuestros. Yo le insisto en que él no es responsable de ello, pero… —Alzó la vista hacia Auraya, preguntándose de pronto si ella también cargaba con el peso de la culpa—. He venido a avisarte de que los portavoces voluntarios nos esperan en el lugar de reunión —le informó Sirri.

Auraya levantó hacia ella una mirada inquisitiva.

—¿Llego tarde?

—No; ellos han llegado temprano. Sospecho que están ansiosos por encargarse de este asunto cuanto antes.

—En ese caso, no los hagamos esperar más.

Tras guiar a Auraya hasta la orilla del bosque, Sirri se elevó de un salto. La Blanca la siguió y ambas descendieron planeando hasta el Llano, donde las aguardaban los dos portavoces, Iriz y Tyzi. Varios cazadores con el arnés puesto se encontraban de pie a un lado. Sirri había decidido que los acompañaran por si los portavoces quedaban separados de Auraya y los pájaros de los pentadrianos los atacaban.

Iriz y Tyzi irradiaban miedo y a la vez determinación mientras intercambiaban saludos con Auraya.

—¿Con qué grupo de pentadrianos nos encontraremos primero? —preguntó Iriz.

—¿Hacia cuál creéis que debemos dirigirnos? —preguntó a su vez Auraya.

—Hacia el que esté más cerca —respondió Tyzi—. Cuanto antes les digamos que se marchen, mejor.

—El que avanza hacia el noreste entonces.

—El grupo del norte se halla más cerca de una tribu —señaló Iriz—. Si los pentadrianos deciden lanzar una ofensiva contra ellos, tal vez no podamos enviarles una advertencia a tiempo.

—El grupo del norte no sabrá lo que está haciendo el otro grupo —dijo Tyzi. Miró a Auraya con aire dubitativo—. ¿O sí?

—Tienen una manera de comunicarse entre ellos, como los sacerdotes circulianos —dijo Auraya.

Tyzi frunció el ceño.

—Entonces deberíamos ir al encuentro del grupo del norte.

—Para cuando lleguemos allí, los pentadrianos que se dirigen hacia el este también estarán cerca de una tribu —objetó Iriz.

—Nuestros exploradores vigilan al enemigo —dijo Sirri—. Todos los siyís saben cómo evitarlos y han hecho preparativos para abandonar sus casas en caso necesario. Ninguna tribu se quedará cruzada de brazos esperando a que la ataquen.

Iriz y Tyzi asintieron en señal de conformidad.

—La tribu más cercana entonces —declaró Iriz.

—Creo que podemos alcanzarlos antes del anochecer —añadió Tyzi.

Auraya se volvió hacia Sirri.

—Y regresar mañana, si todo sale bien.

La portavoz esbozó una sonrisa sombría.

—No nos entretengamos más.

Se acercó a la orilla inferior del Llano, donde una sima no muy alta dividía la cuesta rocosa. Cuando Sirri saltó desde el borde, los demás portavoces y los cazadores se lanzaron tras ella. Auraya invocó magia y se impulsó hacia arriba para unirse a ellos.

Cuando alcanzó la altura de Sirri, percibió otra presencia a su lado.

:Has vuelto.

:Así es, contestó Chaia.

:¿Sabes qué se traen entre manos estos pentadrianos?

:Sí.

:¿Me lo contarás?

:No.

:¿Por qué no?

:Te corresponde a ti encontrarlos y ocuparte de ellos.

:¿O sea, que ni siquiera me dirás dónde están?

:No hace falta. No te costará mucho dar con ellos.

:¿De qué me sirve hablar contigo si no piensas proporcionarme información útil?

:¿Tiene que haber un precio? ¿No te basta con mi compañía?

Ella suspiró.

:Claro que no tiene que haber un precio. Solo me gustaría saber cuán peligrosos son estos pentadrianos. No quiero que estos siyís resulten heridos o muertos.

:Entonces deberías tomar todas las precauciones posibles. —El tono de Chaia ya no era jocoso—. No te confíes solo porque yo haga acto de presencia de vez en cuando. No puedo estar en todas partes a la vez, ni acompañarte en todo momento. Si pudiera, y el mundo estuviera repleto de mortales con grandes dones mágicos dispuestos a hacer lo que yo les pida, no habríamos tenido que convertirte en lo que eres. —Al cabo de unos instantes, preguntó—. :¿Has tomado todas las precauciones posibles?

:Sí —respondió ella—. Al menos eso espero.

Cuando él se alejó, la asaltó la ansiedad. Una vez más repasó en su mente todos los posibles desenlaces de la reunión con los pentadrianos.

La Servidora Devota Renva tomó la mano del Servidor Vengel y la aferró con fuerza para que este la izara hasta lo alto de la cresta. La ayudó a estabilizarse mientras ella pugnaba por ponerse de pie. El suelo era un amasijo de surcos y rocas prominentes y puntiagudas, y no había una superficie plana sobre la que poner los pies.

Una vez que logró recuperar el equilibrio, ella miró en torno a sí. La colina era lo bastante alta para que desde la cima se dominara el territorio que tenían ante sí. Renva soltó un gruñido al ver una sucesión de peñascos desnudos y barrancos umbríos que se extendían hacia las montañas.

«¡Esto es una pesadilla! —pensó—. Seguro que solo criaturas dotadas de alas pueden vivir aquí. Es como si el terreno hiciera lo posible por ahuyentarnos».

Deseaba poder complacerlo, pero tenía órdenes que cumplir. Los siyís eran un pueblo primitivo, según le habían contado. Una gente sencilla con costumbres sencillas era fácil de impresionar. Que ella pudiera persuadirlos para que adoraran a los Cinco Dioses dependía de lo deslumbrados que estuvieran con los circulianos y sus deidades falsas.

«Pero antes tenemos que llegar hasta ellos».

Sería mucho más fácil si fueran ellos quienes se aproximaran. Los había avistado a lo lejos en varias ocasiones. A menudo tenía la sensación de que los observaban a ella y a sus acompañantes, y sin embargo nunca se acercaban lo suficiente para estar al alcance de la voz.

«Las gentes sencillas suelen ser asustadizas —se recordó a sí misma—. Hace unos meses éramos sus enemigos. Nos considerarán invasores».

Apartó la mirada del paisaje y comenzó a avanzar a lo largo de la cresta.

—Servidora Devota Renva —la llamó Vengel.

Al volverse, advirtió que él tenía los ojos fijos en algún punto distante. Se volvió hacia ella y señaló. Renva miró en la dirección que él le indicaba, pero no divisó nada.

—¿Qué has visto? —preguntó.

—Siyís —respondió Vengel—. Vuelan bajo, entre los árboles y nosotros.

Ella dirigió la vista más abajo, pero tardó un momento en vislumbrarlos. Unos seres voladores demasiado grandes para ser pájaros planeaban entre las copas de los árboles, demasiado lejos para que ella pudiera distinguir detalles. Eran más de diez y volaban directos hacia ella.

—Ya los veo. —Meditó sobre su posición. Tanto si los siyís venían para hablar como para pelear, su deber era estar con su gente. Puesto que los demás no llegarían a la cresta a tiempo, eso significaba que ella tendría que regresar al estrecho desfiladero de abajo.

Se situó al lado de Vengel y se inclinó sobre el borde.

—Vuelve abajo —le gritó al Servidor que trepaba por la cuerda. El hombre arrugó el entrecejo y comenzó a descender. Ella miró a Vengel—. Quédate aquí e intenta captar su atención, pero procura estar listo por si arremeten contra ti.

Vengel asintió. Pese a su expresión adusta, no dijo nada cuando ella empezó a bajar. Poseía suficientes poderes mágicos para protegerse de las flechas.

En cuanto llegó al fondo del barranco, Renva reunió a los demás.

—Un grupo de siyís se dirige hacia aquí —les informó—. Es posible que vengan a nuestro encuentro o que no tengan idea de que estamos aquí. Debemos estar preparados para un ataque, por si acaso.

Los porteadores, que carecían de habilidades mágicas, y los Servidores con menos poderes se colocaron en el centro del grupo. Todos guardaban silencio mientras esperaban. A un grito de Vengel, alzaron la vista y escrutaron el cielo.

Unas figuras aladas se entreveían tras las copas de los árboles. Renva alcanzó a avistar unos ojos que la observaban con suspicacia. Los sobrevolaban en círculo, con un aplomo que resultaba más bien intimidatorio. Al fijarse en una figura más grande —sin alas y blanca—, a Renva se le secó la garganta.

«La hechicera Blanca. Nekaun me advirtió que tal vez vendría». Se tocó el colgante en forma de estrella que colgaba contra su pecho.

:¡Nekaun!

Aunque el silencio que siguió fue breve, a ella le pareció una eternidad.

:Renva. Veo que ya habéis tenido un encuentro con los siyís.

:Aún no, pero estamos a punto —lo corrigió ella—. La hechicera Blanca los acompaña.

:No es de extrañar. Mientras nadie recurra a la violencia, ella no os atacará. Seguid adelante.

Renva tragó saliva. «Espero que tenga razón». Respiró hondo y se obligó a hablar en voz muy alta.

—Gente del cielo. Siyís. No pretendemos hacer daño a nadie. Bajad para que podamos dialogar con vosotros.

Los agudos silbidos de los seres voladores resonaron en el bosque, intercalados con palabras extrañas. Ella supuso que estaban hablando entre sí. No confiaba en que la hubieran entendido, pero esperaba que hubieran percibido las intenciones pacíficas en su voz. La hechicera Blanca probablemente sí había comprendido. Se decía que ellos sabían leer la mente.

—Soy la Servidora Devota Renva, y estos son mis acompañantes. Venimos de muy lejos con la esperanza de entablar amistad con vosotros —les dijo—. Hemos…

Las hojas se agitaron cuando los tres siyís se lanzaron en picado a través de la parte superior de los árboles. Se posaron en unas ramas muy altas y bajaron la vista hacia Renva y su gente. Ella oyó una voz tras sí.

—Si venís en son de paz, ¿por qué no aprendisteis la lengua local antes?

Renva giró sobre sus talones. La hechicera Blanca se encontraba de pie en la rama baja de un árbol, no muy lejos.

—No teníamos a nadie que nos la enseñara —contestó Renva—. De lo contrario, lo habríamos hecho.

La hechicera Blanca alzó la mirada y pronunció una frase incomprensible. Una siyí respondió desde arriba. Tras esbozar una sonrisa, la Blanca miró de nuevo a Renva.

—He venido únicamente en calidad de escolta y traductora. La portavoz Sirri, líder de los siyís, quiere saber por qué habéis venido a Si sin que os invitaran.

Renva levantó los ojos hacia la siyí que había hablado. «Los gobierna una mujer. ¡Qué interesante!».

—Hemos venido para hacer las paces con los siyís.

La hechicera Blanca tradujo sus palabras. «Al menos eso espero —pensó Renva—. ¿Cómo sabré si tergiversa lo que he dicho para conseguir sus fines?».

:Ten cuidado con la manera en que formulas tus preguntas, le aconsejó Nekaun.

La líder de los siyís habló.

—La portavoz Sirri dice: «Si queréis hacer las paces, dejadnos tranquilos. Marchaos y no volváis» —dijo la hechicera Blanca.

—¿No queréis darnos la oportunidad de salvar la distancia entre nuestros pueblos? —inquirió Renva.

—La distancia es demasiado grande —contestó otro de los siyís—. ¿Cómo esperáis que perdonemos a quienes invadieron las tierras de nuestros aliados y asesinaron a nuestros padres e hijos, madres e hijas?

—Entonces ¿debemos seguir siendo enemigos para siempre?

—Debéis demostrar que sois dignos de nuestra amistad —dijo la líder de los siyís—. Entrar en nuestra casa sin haber sido invitados no os ayudará a ganaros nuestra confianza.

—¿Cómo vamos a ganarnos vuestra confianza? ¿Cómo vamos a aprender vuestro idioma si ni siquiera podemos…? ¿Queréis ir vosotros a Avven en vez de que vengamos nosotros?

Los siyís intercambiaron miradas.

—Quizá algún día, si estamos seguros de que no correremos peligro.

—Juro por los Cinco Dioses que estaréis a salvo —aseguró Renva con seriedad.

Los siyís reaccionaron a esta respuesta con cierta inquietud. El hombre mayor tomó la palabra. La hechicera Blanca pareció sorprenderse y vaciló por un momento antes de traducir.

—El portavoz Iriz dice: «Si intentáis convencer a cualquier siyí de que rinda culto a vuestros dioses, fracasaréis. Huan nos creó, y nunca renegaremos de ella».

:¿Creen que sus dioses los crearon?, murmuró Nekaun.

:Eso parece, respondió ella.

:Respetad su voluntad —dijo él—. Marchaos.

:Sí, reverencia.

Renva inclinó la cabeza.

—La amistad es el propósito que nos ha traído hasta aquí. Para demostrar que merecemos vuestra confianza, nos iremos, tal como nos habéis pedido. Espero que en el futuro se presente otra ocasión de reconciliarnos.

La hechicera Blanca tradujo sus palabras, y los siyís expresaron su aprobación. Se lanzaron desde las ramas y emergieron velozmente de la espesura. La hechicera Blanca se quedó abajo por unos instantes, midiendo a Renva con la mirada.

—Los exploradores os vigilarán —le advirtió—. Si no os marcháis, lo sabremos.

Se elevó, flotando, y aceleró tan deprisa que la bóveda frondosa que formaba el árbol vibró cuando ella la atravesó. Renva sacudió la cabeza, asombrada. Era increíble que alguien poseyera tales habilidades mágicas que pudiera desafiar la atracción de la tierra.

«Y es deprimente saber el viaje que nos espera de regreso a la costa».

:Tomaos el tiempo que necesitéis —dijo Nekaun en su mente—. Vuestra situación puede cambiar de aquí a entonces.

«Espero que no», pensó ella, y de inmediato se sintió culpable. Se suponía que debía estar dispuesta a afrontar y soportar cualquier penalidad para servir a los dioses.

:Pero no tienes por qué disfrutarlo, señaló Nekaun en un tono desenfadado y divertido. Ella se rio. Cuando sus compañeros de viaje fijaron la mirada en ella, recobró la compostura.

—Desandaremos el camino hasta el anochecer —decidió— y encontraremos un buen lugar donde pasar la noche. —Alzó la vista hacia la cresta—. Será mejor que bajes —le gritó a Vengel, que estaba asomado por encima del borde, contemplándola—. Nos vamos a casa.